Publicado en
abril 13, 2014
"Necesito sus servicios", le dijo un niño de 8 años a Eulogia, cuando fue a buscarla a la agencia de detectives. "Me llamo Tomás y quiero divorciarme de mis padres".
Por Elizabeth Subercaseaux.
Un cliente esperaba a mi tía Eulogia en la agencia de detectives. Al abrir la puerta de su oficina, y verlo allí, sentado en el enorme sillón de cuero café, con las piernas colgando, casi se cae de espaldas. No podía tener más de 8 años.
—¿Usted es la detective? —preguntó el niño.
—Sí, yo, ¿por qué?
—Porque necesito sus servicios —dijo el niño saltando del sillón y estirándole la mano—. Me llamo Tomás, mi mamá se llama Alicia Gómez, mi papá Ricardo Montecillos y quiero divorciarme de los dos. ¿Me puede ayudar?
—Para eso tendrías que hablar con un abogado.
—Ya tengo un abogado, pero me ha dicho que necesito un detective para que me ayude a probarle al tribunal que mi mamá y mi papá son sádicos.
—¿Por qué te parecen sádicos? —preguntó asombrada.
—Si acepta ser mi detective, se lo diré. ¿Acepta?
—Está bien —dijo la tía Eulogia—. Acepto.
Esa noche, cuando la llamó Roberto para preguntarle cómo le había ido en la tarde, Eulogia lanzó un suspiro.
—Estupendamente bien, mi nuevo cliente tiene 8 años y quiere divorciarse de sus padres.
Roberto se asustó tanto que pasó la noche en vela.
Eulogia recordó que el niño la miraba fijamente y que ella no sabía cómo seguir la conversación. Un cliente de 8 años no era pan de cada día.
—Tienes que atenderlo, Eulogia, aunque sea menor de edad —le había dicho Tina—. Los niños también tienen derechos.
Sí, claro, no cabe duda de que también tienen derechos. Sin embargo, Eulogia no sabía cómo enfrentar los de este pequeño que la observaba como si ella fuese un hada.
—Y dices que tu abogado te recomendó buscar un detective.
—Así es, señora.
—¿Y se puede saber cómo piensas pagarle a tu abogado?
—Con mi cerdito. Lo tengo lleno. A usted también pienso pagarle con mi cerdito.
—¿Sabes cuánto puede pedirte un abogado por un juicio así?
—Lo sé, señora, pero hemos llegado a un acuerdo: si pierde el juicio no le pago nada, si gana, le pago el 20 por ciento de lo que me paguen a mí.
—¿A ti? ¿Y quién te va a pagar?
—Bueno, mis padres. Si pierden el pleito tendrán que darme una indemnización.
La tía Eulogia abrió más los ojos y sintió que le faltaba el aire.
—Pero, ¿qué es lo que han hecho tu papá y tu mamá como para que las cosas hayan llegado a este punto?
—Ya se lo dije, señora, son sádicos.
—Pero eso es ridículo. Tienes apenas ocho años. No se supone que un niño de tu edad se independice.
—Y tampoco se supone que el papá y la mamá sean sádicos —aseguró el niño sin quitarle la vista de encima.
Sus ojos de color verde oscuro, su cara llena de pecas y una sonrisa maliciosa recordaban a Tom Sawyer (además, se llamaba Tomás).
—¿Acepta trabajar para mí? —preguntó el niño.
—Vamos por parte. Antes de tomar ninguna decisión, debo saber en qué consiste, exactamente, el sadismo de que acusas a tu papá y a tu mamá.
—¿Por dónde quiere que empiece? ¿Por la mañana? —Bueno, empieza por la mañana.
—A las siete, me sacan a empujones de la cama, a las siete y diez me hacen lavarme los dientes, a las siete y cuarto debo ducharme, a las siete y media debo bajar al comedor, sentarme derecho en la mesa, ponerme la servilleta, dar gracias a Dios, comerme un plato de cereal con leche fresca, dos tostadas con mantequilla orgánica, porque a mi mamá le gusta todo orgánico, una fruta y un jugo de naranjas exprimido por mi mamá. A las ocho menos cuarto, debo estar en la esquina y a las ocho y veinte subirme al bus del colegio. ¿Sigo?
—Todo lo que me cuentas me parece estupendo. No veo dónde está el sadismo. ¿Quieres divorciarte de tu mamá porque te prepara un desayuno sano?
—¿A quién le gusta comer todo eso para el desayuno?
—¿Y qué te gustaría comer a ti?
—Chips, pizza, dulces, chocolate, ¿ha visto la cantidad de dulces, caramelitos, chocolates, palitos, chupetes y bombones que hay en las dulcerías? ¿Cree que los tienen de adorno? No, los tienen para que los niños se los coman. Pero mi mamá prefiere verme sufrir frente a un plato de cereal.
—Vas a disculparme, pero no puedo tomar tu caso, no veo un ápice de sadismo en tu mamá, sino todo lo contrario. Si estas son tus quejas, quiere decir que eres un niño mimado y no tienes idea de lo afortunado que eres. Hasta luego —y dicho esto, Eulogia se levantó de su silla.
—¿No quiere saber lo que debo hacer cuando llego del colegio? ¿Ni lo que me obliga a hacer mi papá los sábados en la mañana?
—Me lo imagino —dijo la tía Eulogia—, pero, no, no quiero seguir perdiendo el tiempo. Y, a propósito, ¿cómo es que llegaste hasta aquí? Deberías estar en el colegio. ¿Cómo ubicaste esta oficina?
—Me trajo mi abogado... bueno, mi abogada.
—¿Es una mujer?
—Sí, es mujer, una mujer vieja.
—Ella te trajo...
—Sí, está afuera esperándome.
—Dile que pase —dijo la tía Eulogia y el chico salió volando. A los cuatro minutos, estaba de vuelta, en compañía de una señora de bastante edad, muy elegante y erguida, que tenía pinta de cualquier cosa, menos de ser la abogada de nadie.
—Abuela, esta es la detective, pero no quiere tomar nuestro caso —dijo el niño.
—¿Abuela? ¿Es usted la abuela de este niño? —preguntó, sorprendida, la tía Eulogia.
—Sí, mi estimada señora, tengo el honor de ser la abuela de Tomasito, y también su abogada para los efectos de lograr que se divorcie de mi hija y del perejiliento de mi yerno.
Eulogia, atónita, le ofreció una silla. La señora tomó asiento cruzando las piernas, y explicó que su hija y su yerno estaban martirizando al niño con tantas reglas.
—Mi nieto tiene derecho a tomar Coca-Cola, comer dulces y levantarse tarde.
—Lo que propone es no educarlo —dijo la tía Eulogia.
—La vida es demasiado dura y mi nieto tiene derecho a pasarlo bien mientras pueda —afirmó la abuela.
La tía Eulogia tomó el teléfono.
—¿Qué está haciendo? —preguntó la abuela.
—Voy a llamar a su hija para avisarle que Tomasito está aquí.
La abuela se abalanzó encima de la tía Eulogia y de un manotón le quitó el teléfono.
—¡No!
—¡Suelte, señora! Y ya no voy a llamar a su hija, sino a la policía —dijo la tía Eulogia, presionando un timbre que había debajo de su escritorio.
A los tres minutos, entró un guardia.
—Llévese a esta mujer y deje al niño —ordenó la tía Eulogia. Y en eso, alarmada por el revuelo, apareció Tina.
—¿Se puede saber qué diablos pasa en esta oficina?
—Un secuestro —dijo la tía Eulogia limpiándose el sudor de la frente y mirando a Tomasito, que no sabía si salir arrancando o quedarse allí hasta que llegara su mamá.
Una hora más tarde, llegaron la mamá y el papá de Tomasito y este partió a su casa con la cabeza lacha, pero sin decir ni pío. La abuela estuvo presa una noche por secuestro, y la familia siguió su vida, vigilándola, claro, para que no volviera a confundir al niño. Pero la tía Eulogia quedó profundamente deprimida.
—No sirvo para este trabajo, Tina, atraigo casos estrambóticos como la miel a las moscas. Mi primer cliente fue un viejo con el Mal de Alzheimer, cuyo mayordomo lo obligó a secuestrar a su hija. También me visita una mujer que murió hace 20 años y ahora me buscó un niño de ocho que quería divorciarse de sus padres para comer dulces y levantarse tarde en la casa de su abuela. Creo que voy a buscarme otro trabajo.
—Te he dicho una y mil veces que uno no elige a los clientes, lo que cae, cae, así es este negocio. En todo caso, no puedes renunciar todavía; es un trabajo muy entretenido y, además, tienes muchísimo éxito como detective —dijo Tina.
La tía Eulogia, con una expresión un poco cansada, decidió quedarse un tiempo más.
ILUSTRACION: TERESITA PARERA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, SEPTIEMBRE 26 DEL 2006