VARIACIONES SOBRE LA OFENSA
Publicado en
marzo 09, 2014
Correspondiente a la edición de Marzo de 1994
Por Jorge Enrique Adoum.
Tras veinticuatro años de ausencia volví a Ecuador en 1987. Eso, evidentemente –y pese a haber llegado una hora antes del terremoto del 5 de marzo–, no constituye un hito en la historia del país, sino en la mía: todo se situaba antes o después de mi regreso. A los pocos días descubrí que la calumnia y la injuria habían dejado de ser delito, tal vez porque el poder daba profusamente ejemplo. Como la corrupción y el robo, se habían agravado, también desde el poder, la acusación de ladrón era ya tan consuetudinaria, recíproca e impune que resultaba necesario demostrar que uno era honesto.
El agraviado se conformaba con publicar en la prensa un remitido titulado "Por mi honor hecho pedazos" o desconocía en el calumniador "toda autoridad moral" para acusarlo. Y ambos se reservaban el derecho de "presentar pruebas" oportunamente. Lo malo es que nunca llegaban a considerarlo oportuno.
Un importante abogado me acaba de recordar que se considera como calumnia grave la que entraña una "falsa imputación de un delito" o que "afecte gravemente al honor de una persona teniendo en cuenta su posición y condición". De ahí que la imputación de robo al gerente de un banco, por ejemplo, es punible en mayor grado que la que, en igual sentido, se hiciera, digamos, al empleado de una carnicería cuya "posición y condición" es diferente. Igual sucede en Suiza, donde "la Corte no vacilará en considerar como un atentado al honor la acusación de ateísmo lanzada contra un ministro del culto [protestante] o contra un fiel de confesión cristiana". Y en ese mismo país –modelo de democracia hasta que Jean Ziegler nos dio a conocer Una Suiza por encima de toda sospecha y denunció que Suiza lava más blanco– "el reproche de pertenecer al Partido Suizo del Trabajo [Comunista] es atentatorio al honor" según un fallo de la Corte de 1953. En cambio, los tribunales han desechado la acusación de "pequeños arquitectos incultos", hecha por un periodista, argumentando que el adjetivo significa "desprovisto de cultura intelectual" y que un individuo sin cultura, e incluso sin instrucción, puede ser un hombre de honor. Si el autor no los considera grandes arquitectos, tiene incontestablemente el derecho de pensar y de escribir así. (Lo cito porque, entre nosotros, lo mismo podría decirse de la expresión "sociólogos ociosos").
Desde mi vuelta al país sólo he conocido dos casos en que la injuria calumniosa ha sido castigada: la de un diputado, de mediocridad conmovedora, que acusó por la radio al "hermano del Presi" de estar implicado en un negociado con las Fuerzas Armadas, y la de un diputado, de conmovedora mediocridad, que acusó a un destacado jurisconsulto de verse envuelto en el tráfico de niños. En el primer caso, hubo acuerdos y manifestaciones de solidaridad con el calumniador, que luego fue "perdonado", y, en el segundo, una apelación todavía sin condena. Con lo cual se volvió, nuevamente, a fojas uno.
Es evidente que injurias tales como la de tener "el esperma aguado" o los "testículos pequeños" se vuelven contra quien las profiere, pues autoriza a suponer que lo ha probado o sopesado, según, a fin de poder hacer tal afirmación o comparación. En cambio, oírse llamar "insolente recadero de la oligarquía" y no reaccionar parecería indicar que el aludido no se siente agraviado –condición para que la injuria constituya un delito–, quizás por considerar que los términos insolente, recadero y oligarquía no atentan contra su honor. Pero nadie habría podido imaginar que "catador de urinarios" fuera tan inofensivo como "gallo hervido".
Aunque según el diccionario "injuria" es sinónimo de "ofensa", la primera se profiere y la segunda puede ir acompañada de un gesto o acto. Tal fue el caso de un amigo de Guayaquil que, en el curso de una discusión, había abofeteado a su mujer. Al llegar, al día siguiente, a su casa, le abrió la puerta una amiga de su señora dándole, a su vez, lo que ella llamó "un soplamocos, para que aprendas, maricón". Aunque la "posición y condición" del agraviado no volvía más punible el adjetivo (puesto que no era entrenador de fútbol brasileño), preguntó si la señora tenía "alguien que la defendiera en duelo", puesto que, Como caballero, no podía responderle como merecía, a lo cual ella contestó que claro, que no era botada, que para eso tenía marido. Lo malo fue que el marido resultó ser campeón de tiro, pese a lo cual mi amigo le envió sus padrinos, sin dejarse convencer por nosotros de que el duelo era algo anticuado ("vestigio de barbarie" decía un diccionario) o un lance de honor que tenía lugar en países fríos, con bruma al amanecer, y no en medio del vaho de la capital del trópico montuvio. Precisamente por ello nadie sabía cómo proceder, hasta que encontré en la Biblioteca Municipal el Código del Marqués de Cabriñana (creo que se escribía así), y mientras sufría pensando en la muerte segura de nuestro compañero, sufría copiando a mano ese texto, en varios días de un mes de febrero, en un local sin aire acondicionado y ni siquiera un ventilador. La culminación de todo ese sufrimiento fue que el Tribunal de Honor declaró que el ofendido no podía batirse en duelo porque no era un caballero: había pegado a una mujer. ¿Es, realmente, necesario decir que para él semejante veredicto fue peor que la muerte a la que, estoico, estaba encaminándose?
A propósito de ofensa recuerdo la anécdota, conocida por muchos, que protagonizó Alejandro Carrión en la Lonchería Itáliana de la Plaza del Teatro de Quito. Al entrar, una noche, le indignó ver que alguien comía con el sombrero puesto. Al pasar a una mesa del fondo, se lo hundió hasta los ojos. El agraviado se acercó a nosotros, dijo (tal vez por eso que llaman "espíritu de cuerpo") que habíamos ofendido a las Fueras Armadas, de las que era miembro en retiro, y exigía lavar la deshonra con sangre. También en aquella ocasión fueron inútiles nuestros argumentos en contra del duelo, e inútiles nuestras excusas en el sentido de que, no llevando uniforme, mal podíamos haber pretendido ofender a la noble institución a la que él representaba en ese momento. Ante su irreductible tosudez, y dado que daba a escoger el arma al desafiado, Carrión escogió cañón, con lo cual terminó el incidente: más bien con nuestra risa, pues los imaginábamos, al uno en la cumbre del Ichimbía, el otro en la del Panecillo, afinando la puntería para no fallar el tiro.
Estas reflexiones y recuerdos han sido suscitados por la lectura, casi simultánea, de un comunicado de un jurisconsulto ecuatoriano "ante la infamia de un diputado", y de un artículo de un psiquiatra suizo que en un número reciente del Nouveau Quotidien cuenta la conmovedora curación de un tartamudo mediante el aprendizaje de insultos "muy groseros" y llama, abiertamente, al buen uso de invectivas "para romper con una sociedad que se ha vuelto obsesivamente afable, amable, asustada ante la menor desavenencia y en la que ya sólo se puede escoger 'entre la mermelada de los pensamientos positivos y el homicido impulsivo'". A lo que un periodista responde exclamando: "¡Caramba! A semejante altura la injuria se convierte en necesidad social y para vaciar las salas de audiencia de casos demasiado sangrientos, más vale llenarlas con casos bien sonoros. ¡Festejemos pues el retorno de la injuria!".
De lo cual se deduce que los suizos podrían venir a aprender aquí el remedio para los males de su sociedad demasiado afable, amable y respetuosa. Más o menos como la nuestra.