Publicado en
marzo 23, 2014
En la década de los 50 no había cinturones de seguridad ni bolsas de aire... Tampoco había Internet y la TV estaba en ciernes. ¿Y la suerte? ¡Esta también tenía su sitio en nuestra vida!
Por Victoria Puig de Lange.
No sé si a todo el mundo le pasa, pero yo tengo verdaderas crisis nerviosas recordando episodios de mi infancia que debían haber terminado en tragedias griegas, y que apenas si resultaron en "cosas que no debía saber la mamá". La vez en que perdimos el control patinando y fuimos a dar bajo las ruedas de aquel bus, que misericordiosamente se detuvo a tiempo... el día en que nos mordió el perro a quien tirábamos de la cola para molestar a su dueña...
Hace poco, en uno de esos artículos jocosos del Internet, leí uno que especulaba en cómo habíamos logrado sobrevivir los que fuimos niños en épocas en que eso de la supervivencia infantil se consideraba algo providencial, parte del orden establecido, un milagro diario de Dios Todopoderoso. Leyéndolo, me maravilló la exactitud de lo que el autor de aquel recuento guardaba con lo que yo misma recordaba de mi infancia.
El especulaba en la falta que entonces había de cosas que hoy son mandatorias, como los cinturones de seguridad, y las bolsas de aire... y la verdad, yo por lo menos no recuerdo de nadie que se hubiera muerto por no ir amarrado al asiento. Al revés. La manera más divertida de viajar era en grupo y en camioneta, todas sentadas en la parte trasera del vehículo mientras la mamá hacía sandwichs al frente. Cada frenazo provocaba gran hilaridad porque chocábamos unas contra otras. Sí teníamos conciencia de los peligros que acechaban, como que todas habíamos sobrevivido a cunas pintadas con esmaltes a base de plomo, y hogares donde no existían seguros en las tapas de medicinas ni en las puertas de botiquines y los sitios donde se guardaban los artículos de aseo. Y cuando salíamos a andar en bicicleta, nos advertían que miráramos a izquierda y derecha antes de cruzar una calle, pero nunca nos dijeron que usáramos cascos.
Nuestra casa estaba en una colina, y nuestra mayor entretención consistía en lanzar cuesta abajo unos carritos con ruedas hechas de los carriles que entonces se usaban en las máquinas de escribir, y otros más firmes que nos hacía Emilio, el chofer de un vecino que era médico. Primero hacíamos carreras de autos, echándolos a correr calle abajo, pero pronto se destruyeron todos, y decidimos hacer unos más grandes que pudiéramos maniobrar nosotros mismos. Esa fue la época de "los accidentes", porque nunca pudimos colocarles frenos y la única forma de hacerlos parar era estrellarse contra un matorral, (mejor que hacerlo contra un auto.) Fue un tributo a nuestra habilidad, que siempre lográramos aterrizar en un matorral, y jamás contra un automóvil.
Nos heríamos, nos rompíamos los huesos, perdíamos un diente y nos salía sangre por las narices, pero nadie demandaba a nadie, y la culpa era siempre de nosotros. El azúcar no tenía la mala fama de que goza hoy, nadie había oído decir que hacía mal, ni sabíamos qué era diabetes. Por lo tanto, bebíamos productos azucarados, colas, comíamos cakes y pan con mantequilla, y nadie estaba gordo, porque corríamos el día entero, sin parar... Por lo demás, compartíamos las bebidas entre cuatro, todos bebiendo de la misma botella, y nadie se enfermaba por eso, y ni hablar de morirse.
AMIGOS A MONTONES
También hay que recordar que en esos tiempos no teníamos Playstations, ni Nintendo 64, X boxes, Juegos de video, menos 99 canales de televisión en cable, video-grabadores, celulares personales, computadoras, y chatrooms en el Internet. En cambio teníamos AMIGOS a montones. Y eso era facilísimo. Salíamos de casa, nos subíamos en la bicicleta o caminábamos hasta la casa del amigo, tocábamos el timbre, o entrábamos sin tocar, y allí estaba el amigo, esperándonos para salir a jugar... allí afuera, sin que nadie nos guiara, en juegos que a veces inventábamos nosotros mismos. Nunca supimos de alguien que se traumatizara, o se deprimiera. A fin de año, algunos perdían el año, y entonces lo repetían. Y aunque eso traía consigo una cierta pérdida de status, no terminaba necesariamente en una visita al psicólogo. Y nadie sufría de dislexia, ni de problemas de atención, ni de hiperactividad. Sólo había que repetir el año, y luego la vida seguía igual que antes.Y desde luego, teníamos libertad de sobra, éxitos, responsabilidades, y aprendíamos a sortear esas alternativas... ¿Cómo hicimos para sobrevivir? ¿Y cómo llegamos a ser las grandes personas que somos hoy? Yo creo que tuvimos la mejor de las educaciones, la de vernos obligados a tomar decisiones diarias. Cayéndonos y levantándonos, aprendimos los unos de los otros, y así, poco a poco, llegamos a mayores.
En esos tiempos no teníamos Playstations, ni Nintendo 64, X boxes, Juegos de video, menos 99 canales de televisión en cable.... En cambio teníamos AMIGOS a montones.
¡QUÉ SUERTE!
Cuando mis hijos me han oído comentar lo que fueron esos tiempos, inevitablemente alguno hace la pregunta: "¿Pero no se aburrían? Sin Internet, sin televisión tal como ésta existe hoy... ¿qué hacían?" Pues vivir aventuras sin fin, una nueva cada día..., les digo, "y te aseguro que éramos super felices, viviendo fantasías que a nosotros nos parecían tremendas realidades, ¿y sabes? ¡No nos hubiéramos cambiado por nadie!" La reacción de los niños de hoy ante esa declaración es siempre la misma: "¡Qué suerte!", dicen sin mucha convicción, mirándonos como si fuéramos inexplicables dinosaurios, sin pensar que la suerte, que se supone tan veleidosa, rara vez corresponde a una casualidad. Tal vez hay un elemento de suerte en el hecho de encontrarse en cierto lugar a determinada hora pero de ese punto en adelante, es la actitud de la persona y su manera de manejar la situación lo que determina el triunfo o el fracaso de lo que emprende.
Porque la suerte se hace. Bien lo dijo el poeta (en verso naturalmente): "Porque al fin comprendí, al final del camino, que yo fui el arquitecto de mi propio destino". Los que consideran que tienen mala suerte solo están encubriendo su pasividad, llamándola mala suerte. ¡Una manera muy cómoda de salir del paso! A la tercera vez que disculpamos así nuestra falta de iniciativa, hemos adquirido una excusa para fracasar: ¡No tenemos suerte!
Los que sí la tienen -esos seres milagrosos a quienes todo les sale bien, los que preocupan a la prensa-, son considerados elegantes aunque lleven jeans desteñidos, y logran sin esfuerzo que la gente los escuche, esos son simplemente los que tienen sus prioridades bien ubicadas.
La suerte sí existe, pero más importante que tenerla es saber qué hacer con ella, usándola como un motor que impulsa nuestros esfuerzos. Y eso, el esfuerzo, es la palabra clave en toda historia de éxito.
Fuente:
Revista HOGAR, Abril 2004