Publicado en
marzo 23, 2014
Cuando mi tía Eulogia abrió la puerta, se encontró con un hombre que le despertó una emoción escondida en su corazón...
Por Elizabeth Subercaseaux.
No se olvida ni se deja, dice la canción sobre el primer amor. Y debe ser verdad. Conozco a muchas mujeres que nunca han olvidado al primer amor, lo han dejado para casarse con otro, pero ¿olvidarlo?, no. Yo misma. Hasta hoy veo la figura quijotesca de mi primer amor, un flaco con gusto a nada, que en ese momento me parecía el hombre más bello del universo. Llegaba a mi casa con un poncho largo hasta el suelo, con sus mechas desgreñadas, a veces amarradas con un elástico, produciendo el espanto de mi mamá. Un día me regaló una estrella de mar seca y yo creí que me iba a morir de amor. ¡Cómo han cambiado los tiempos! Si hoy llegara un novio con una estrella de mar seca en vez de un perfume de Chanel, seguramente lo mandarían de vuelta con su "regalito". Sin embargo, a mí, la estrella me pareció un pedazo de la Luna. Todo esto ocurría cuando teníamos unos 14 años. Pasó el tiempo. Pasó la vida. Nunca más lo vi. No sé si está muerto, si vive en Santiago. Lo cierto es que jamás lo olvidé.
Una gran amiga mía se reencontró con su primer amor en un bus. Fue una sola mirada, me dijo mi amiga, una sola mirada y en un segundo volvió el pasado, los besos en la puerta de mi casa, las cartas de amor, los helados de los domingos, "en un segundo". Se bajaron en la próxima parada. Se fueron a un motel. Hicieron el amor. Ella le escribió una carta a su marido explicándole la situación. Mi amiga se fue a vivir con su primer amor a los Estados Unidos, dejó su casa, su esposo de no sé cuántos años y sus hijos ya crecidos. "Ahora me toca a mí, ya he hecho todo lo que de mí se esperaba, crié a mis hijos, aguanté al guatón durante décadas y me toca ser feliz". Eso fue todo. El marido, que no pudo reponerse de la impresión, quedó mirando al norte... Cada vez que pasaba un avión rumbo a New York el pobre hombre se secaba una lágrima... Qué se le va a hacer, la vida es así.
Algo similar le pasó a la tía Eulogia, pero, claro, a ella nunca le ocurrían las cosas como a la otra gente y esta vez...
Estaba mi tía en su casa leyendo el diario y esperando que una de sus hijas le trajera a su nieta mayor para hacerse cargo de la niña por un par de horas. A esas alturas, había cumplido 50 años, pero ya se había jubilado del sexo con Roberto y con los hombres de sus sueños, y estaba más o menos resignada a transformarse en abuela modelo y que esa fuera su vida de allí en adelante. Pero el destino le tenía reservada una pequeña sorpresa. Súbitamente el timbre la sacó del crucigrama que estaba resolviendo. Fue a abrir la puerta y se encontró con un hombre que le recordaba algo, pero no cualquier cosa, sino una profunda emoción escondida en su corazón. Lo miró. El la miró de vuelta y luego miró el número de la casa para cerciorarse de que no se había equivocado. Y cuando estaba a punto de pedirle disculpa, pues en realidad iba a la casa de al lado y se había equivocado, mi tía Eulogia alzó la vista y sintiendo que el corazón se le iba a salir del pecho, preguntó en un hilo de voz:
—¿Eres tú?
—Sí— le dijo él mirándola a los ojos tal como lo hacía en esas noches de calor en la arena tibia de la playa, donde se conocieron hacía tantos años.
—¿Eugenio? ¿El mismo Eugenio de hace 37 años, 4 meses, 2 semanas, 3 días y 4 horas? —preguntó mi tía, y él se rió.
—El mismo.
—¿Y qué haces aquí? —preguntó mi tía, y entonces él le explicó que en la casa de al lado vivía su hermana, se acababa de cambiar y había venido a conocer su casa nueva. La cara de mi tía Eulogia ensombreció. En un instante le había pasado una buena película por la cabeza: Eugenio la había amado todos esos años y finalmente se había decidido a buscarla y ahí estaba, tocando el timbre de su casa.
—¡Qué feliz coincidencia! ¿Tienes un minuto para tomar un café conmigo? —preguntó Eugenio.
Y mi tía, que para el primer amor se hubiera hecho el minuto de todas maneras, subió a peinarse y pintarse los labios, y al cabo de un rato ya estaban sentados en el café de la esquina sin poder apartar los ojos uno del otro.
Al día siguiente fue un almuerzo en una pizzería, por la tarde fue un paseo por el borde del río, y luego un trago en el bar del Sheraton, y por la noche... bueno, esa noche se selló el amor que no pudo sellarse casi 40 años antes por la sencilla razón de que entonces eran apenas unos niños.
Mi tía Eulogia regresó corriendo a su casa, con el corazón a punto de salírsele del pecho; se sentía nueva, amada, deseada, bonita, tenía un brillo en la mirada que el pajarón de Roberto confundió con una alergia, y se sentía caminando en los potreros vacíos de la Luna.
—Estoy enamorada —le dijo a su hermana Filo al día siguiente, y dos noches más tarde enfrentó a Roberto.
—Tenemos que hablar.
—¿De qué?
—De nosotros.
—Llevamos casi 40 años hablando de nosotros —le dijo Roberto.
—Pero esta será la última vez.
—Siempre es la última vez.
—Estoy enamorada, y a lo mejor estoy embarazada soltó mi tía.
—¿Qué?
Y entonces mi tía le explicó que había tenido un encuentro con su primer amor y que tal como había hecho una de su hermanas antes, ella estaba dispuesta a partir con él a una nueva vida.
A todo esto Eugenio estaba contento de haberse encontrado con mi tía, pero una sombra, un problemita se albergaba en su corazón y no se atrevía a enfrentarlo.
—Te recomiendo ser sincero con ella —le dijo el siquiatra en repetidas ocasiones, pero el miedo es cosa seria y Eugenio prefirió callar, y en lugar de franquearse con mi tía y contarle su verdad, optó por proponerle matrimonio.
Sobra decir que mi tía Eulogia aceptó encantada, bajó de peso, se tiñó el pelo de otro color, se compró ropa preciosa, y se veía regia, para qué estamos con cuentos, muy regia, tanto que cuando fue a despedirse de Roberto, Roberto se le tiró encima para besarla y llevarla al sofá, y mi tía lo atajó con una mano.
—Pare, señor, ya no estoy casada con usted —le dijo con firmeza.
Nunca he visto a Roberto más desesperado. A mi tía se le había metido entre ceja y ceja que el matrimonio estaba muerto desde quién sabe cuándo, había contratado a un abogado para que hiciera los papeles de divorcio con premura y se había lanzado a la vida. Roberto no había podido hacerla entrar en razón. Pasaba los días en la casa de mi abuela lamentando su tragedia:
—Y yo que creí que íbamos a envejecer juntos, y yo que pensé que era el único hombre en su vida, he caído de las nubes —decía el pobre, y mi abuela lo escuchaba lamentarse, le servía tacitas de té verde, pero no decía nada.
Llegó el día del matrimonio de mi tía. Esa mañana Roberto se quedó en cama con las persianas echadas, se tomó 3 aspirinas y media botella de Vodka y durmió su tristeza mientras, a 40 cuadras de allí, mi tía aceptaba a Eugenio por esposo.
Aquella noche los novios se quedaron en un hotel en Santiago, y al día siguiente tomaron el avión a Miami, donde esperaban pasar una semana. Eugenio siempre había querido conocer las playas de Miami. Reservó una pieza en uno de los mejores hoteles, a pocos pasos de la arena. Aterrizaron muy temprano, casi de madrugada, tomaron un auto y se instalaron en el hotel. Pasó un día, y todo muy bien, como Dios manda. Un rico desayuno con jugo de naranja, huevos con tocino y pan integral; toda la mañana en la playa, luego un almuerzo ligero, una siesta con el consiguiente parloteo amoroso de un par de recién casados, y por la noche iban a bailar a una "disco" y regresaban al hotel cansados y contentos.
Pero de repente, fue una mañana, como si un huracán hubiese entrado en sus vidas, todo cambió. Mi tía estaba terminando de tomar su desayuno cuando Eugenio le dijo que iba al baño y volvía. Al cabo de media hora, como Eugenio no volvía, mi tía pensó que probablemente había subido a la habitación y llamó al ascensor. Luego de varios minutos, el ascensor bajó y cuando se abrieron las puertas, mi tía se encontró de frente con la que sería una de las mayores tragedias de su vida: Eugenio besándose con un joven bastante menor que él, en la boca, y con pasión. Mi tía se heló.
—¡Eugenio! —gritó, cuando fue capaz de articular una palabra.
—Perdóname, Eulogia —dijo él, poniéndose rojo.
—¡Pero si es un hombre! —chilló mi tía a punto de perder el conocimiento.
—Es que no me atreví a decírtelo —balbuceó Eugenio mientras el alemán se escabullía por un lado.
—¿A decirme qué? —preguntó mi tía Eulogia, horrorizada.
Y no hablaron más. Mi tía regresó a Santiago esa misma tarde. Desde el avión llamó a Roberto.
—¿Aló, Roberto? Ha pasado algo espantoso —le dijo.
—¿Qué? —preguntó Roberto.
—Eugenio es gay —dijo mi tía.
—Me alegro —dijo Roberto.
—¿Te alegras? Eres cruel, te estoy llamando desde el avión. Al llegar a Santiago me separaré de él.
—Solo a ti se te ocurre casarte con un gay —le dijo al verla en el aeropuerto.
—¿Me perdonas? —preguntó la descarada de mi tía.
—¡No! —dijo Roberto y enseguida se sintió mejor.
Por primera vez en su vida se había, puesto, realmente, los pantalones.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MARZO 15 DEL 2005