MÚSICA VIVA, MÚSICA GRABADA
Publicado en
marzo 23, 2014
Correspondiente a la edición de Marzo de 1994
Por Bruno Sáenz Andrade.
Comentaba con un antiguo conocido, de esos cuyos caminos se cruzan con los propios en diversos momentos de la vida, que una de la pequeñas comodidades que iba a extrañar en adelante -al cambiarme de oficina- era el equipo SONY, convenientemente dotado del lector de discos compactos, instalado a dos pasos de mi escritorio. A eso respondió el amigo: "Yo no puedo trabajar con músia". Dije, a mi vez: "No siempre estás trabajando en tu oficina". "No -insistió él-; la música a mí me gusta verla". La aparente intrascendencia del cruce de opiniones encerraba una síntesis, incompleta pero suficiente, del enfrentamiento de los tiempos modernos con la más augusta de las tradiciones musicales, la del concierto. Nada, ni el siglo XX, ni la tecnología, ni el tiempo que se acorta mientras el hombre avanza hacia el juicio final, ha pretendido -menos aún, logrado- eliminar la música viva. Pero le han dado una compañera, buena y mala como todas, la música encerrada en los surcos de un disco, la estrechez de la cinta magnética o la superficie plateada del "compact-disc", para no decir algo del video musical en sus diferentes presentaciones.
"Me gusta ver la música". Bonito aunque no muy original ejemplo de sinestesia... No obstante, es significativo, y bien valdría sacar de la frase dos conclusiones preliminares. La más obvia nos recuerda que el espectáculo no es ajeno al mundo de la interpretación musical. ¡Cuántos grandes virtuosos acudieron, no solo a la actuación, sino al misterio, a la leyenda, al chisme, para atraer al público, acrecentar el interés de la figura protagonística del músico y hasta para "vender" composiciones difíciles, necesitadas de un "gancho" hasta que la comodidad de los oídos se habituara a la novedad, del mensaje y la audacia de la forma! Recuérdense el pacto de Paganini con el diablo, el cometa que precedió el nacimiento de Liszt... Del último, sobrevive una graciosa serie de caricaturas que lo muestra barriendo las teclas del piano con la abundante cabellera, mirando al cielo en éxtasis, descargando toda su pasión y toda la fuerza de sus dedos sobre el piano.
De su rival Thalberg se ha escrito, en cambio, que tocaba con absoluta seriedad, sin gestos exagerados... La paradoja está en que el charlatán Liszt tenía genio, y el respetable Thalberg, no…
A mediados de la presente centuria, el melómano alemán acudía a los teatros de ópera a "ver" a Richard Straus, y hace menos de dos años, el de cualquier parte del mundo, a la ópera y al concierto a "ver" a Von Karajan, a riesgo de que se perdiera por allí la finalidad de la música, la de ser escuchada, entendida, amada o discutida...
La más seria de la conclusiones tiene que ver con la vitalidad, con el aspecto humano, comunicativo, participativo de la música. Es imposible reemplazar el contacto de la orquesta, del solista, del conjunto, con el oyente. Sería penoso dejar de lado el ambiente de la sala de conciertos. No se va a ver la música, pero sí se sumerge uno en su entorno, se pone en situación de apreciar no solo una sonoridad sin intermediación, sino la manera de la que esta es producida, asiste uno a su nacimiento, a su desenvolvimiento, a su fin temporal... Lo dicho vale también para el concierto al aire libre o la jornada musical que renuncia a los almidones de las pecheras, las colas de traje de etiqueta, a aquella en la que los intérpretes dialogan con los asistentes y se pasean por pasillos o corredores durante los intermedios. Para la iglesia, durante el recital de órgano o la ejecución de un oratoria... De paso, si bien el acto de atender, sentir, y comprender es personal e intransferible, la vecindad de alguien que comparte una afición mueve al comentario, al intercambio de apreciaciones, estimula el aplauso o el rechazo... La batalla de Hernani -la de la Consagración de la Primavera- vale más que sesiones caracterizadas por la placidez de la indiferencia...
La música grabada no es la enemiga natural de la sala de conciertos. Se trata de una de sus consecuencias. De hecho, más de una grabación está tomada de la música viva, como más de una gesta en un estudio, en condiciones técnicas y de interpretación particulares (aquí, cabe la "corrección" de un "borrador"). Al lado de ciertas ventajas, amenazan a esta forma de difusión musical dos vicios: la pereza, que clava en su asiento el antiguo "habitué" de la Orquesta Sinfónica, por ejemplo, y la rutina, el mal hábito. Si usted no es lo bastante curioso como para comprar tres o cuatro versiones del Concierto para Orquesta de Bartok, terminará identificando la obra, con su granito de variedad, con su letra inconmobible y su espíritu suceptible de lecturas afines pero no unívocas, con la interpretación que tuvo a bien escoger una vez... Pero, ¡que placer el de contar con una hermosa sinfonía, un atrevido poema sinfónico, la libre creación de un músico contemporáneo o una ya clásica suite de Schónberg, cuando viene el deseo de hacerlo! ¡Qué oportunidad para el músico, la de comparar su concepción de una pieza con la de un colega experimentado o inspirado! La música, arte del tiempo, queda depositada en nuestra biblioteca, al alcance de la mano, de la intimidad, como un libro... Hay una hora para compartir, otra para disfrutar y analizar en el fondo del oído y en el pozo del alma. La posibilidad de acopiar la música, las interpretaciones preferidas, las obras que casi nunca se tocan, es inapreciable. Más, en nuestro país, donde las condiciones de la difusión son todavía precarias, a pesar de los esfuerzos de la Orquesta Sinfónica Nacional y de otros conjuntos.
Y, por supuesto, ¡qué placer de salir de casa, así sea en una de esas noches frías y húmedas del invierno quiteño, para acudir' a Las Cámaras, al Teatro Sucre, a la sala Demetrio Aguilera de la Casa de la Cultura, con el ánimo bien dispuesto para aproximarse al arte de un trío o un cuarterto visitante, de un guitarrista de estos lares, de la esforzada Sinfónica Nacional, de una prestigiosa orquesta del exterior, de un grupo de música nueva...! Quienes tienen su oído y su cultura musical por encima de la del modesto público del país, no deberían reservarlos para la ocasional llegada de un virtuoso de fama mundial o de la Filarmónica de Nueva York.
También nuestros músicos tienen qué ofrecer, y el ignorarlos no es la mejor manera de prestarles estímulo... Naturalmente, escribo para quienes aman la música. Porque hay un melómano que quiere "ver" la música; otro, que prefiere oirla. Y una categoría especial de público que no está a gusto si no se siente parte del espectáculo... Música, pues, para "mirar"; música para "escuchar". Y la música para "ser visto", así las pieles de las señoras les provoquen comezón en el delicado lóbulo de la oreja y la sinfonía un cosquilleo no del todo ajeno al de una canción de cuna...