Publicado en
marzo 30, 2014
Correspondiente a la edición de Marzo de 1994
Por Alejandro Querejeta.
Fue otro grande de la literatura cubana, el novelista José Soler Puig, quien me puso en contacto con Paradiso. Vivíamos en Santiago de Cuba, y cada mañana nos reuníamos varios periodistas y escritores en una larga cola para tomar una taza de café en un establecimiento céntrico. Y se discutía acerca de todos los problemas, los humanos y los divinos. Cerca había una librería con muchos títulos a la vista, tantos, que cualquiera podría extraviarse en ese laberinto de tentaciones y provocaciones.
De momento Soler, un hombre con una enorme cara de caballo, sabio y apasionado, delirante lector y abogado de más de una causa perdida, nos dijo a los más jóvenes: "?Quieren leer una novela ciento por ciento cubana?" Y nos indicó el libro de José Lezama Lima, una figura que se nos antojaba enigmática, un poeta difícil para un joven escritor sumergido en una década preñada de acontecimientos casi todos de resonancia universal, produciéndose al alcance de la mano.
No pasó mucho tiempo, y una buena mañana me vi en La Habana, en el importante edificio de la otrora Sociedad Económica de Amigos del País, camino de conocer al autor de esa novela célebre desde el instante mismo de su salida de la imprenta. Que promovió polémicas, recelos, temores, críticas variopintas e, incluso, más de un ataque de ira en los eternos burócratas de la cultura.
Eramos un grupo de premiados en un concurso literario para jóvenes, y el premio consistía en ir a la capital de la República, visitar museos, bibliotecas, las más diversas instituciones culturales, y muy especialmente conocer algunas de las "vacas sagradas" de la cultura nacional. La "vaca" que tenían prevista para nosotros, había salido de lo que entonces era el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias, y el encargado de conducirnos a ella, muy apenado nos preguntó si no preferíamos en su lugar ser recibidos por Lezama. Huelga transcribir la respuesta.
De esta manera nos vimos ante un hombre de unos ciento cincuenta kilos de peso, en un enorme traje gris, estrangulado por una corbata antediluviana, de frente despejada y manos enormes portadora una de ellas de un habano bien anillado, humeante y perfumado, que alternaba con un atomizador. Un bigote discreto, un par de ojos por los que de tarde en tarde pasaba un brillo sorprendente, y una voz fatigada, de hermosas modulaciones, con las que nos introdujo su dueño en un mundo tan complejo como la Corriente del Golfo que incesantemente barre el litoral insular.
Sucedió, pues, que como en todo grupo humano, siempre hay alguien que quiere "dar la nota". Y así uno de nosotros, que andando el tiempo sería de los críticos más agudos del país, políglota, y no siempre bien comprendido y asimilado, acribilló al jadeante Lezama a preguntas, una tras otra, corno en un tiro rasante de ametralladora. Y el autor de La Muerte de Narciso y Tratados en La Habana fue transformando su exposición hasta pasar de lo transparente a lo denso, alambicado, y finalmente críptico. Sólo así pudo salir de tan fastidioso trance, aquel que sostenía que "sólo lo dificil es estimulante".
De momento, aquella ensarta de imágenes hermosas y extrañas se me fueron haciendo familiares. Algo de lo que decía Lezama me recordaba la poesía mística inglesa, que casualmente leía por esos días. ¿Sería posible que aquel hombre utilizara como respuesta una simultánea traducción y paráfrasis de textos tan remotos y extemporáneos? Al concluir la entrevista, Lezama de pie a la puerta de la oficina nos fue dando la mano uno a uno. En mi turno, le miré a los ojos y le pregunté si nos había estado citando a John Donne. Sus ojos brillaron, su rostro se transformó como el de un niño sorprendido en una travesura, su manaza apretó fuertemente la mía, y nos despedimos.
La tradición de escritores barrocos tienen en Cuba representantes de primera línea: Enrique Labrador Ruíz, Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy y Reynaldo Arenas, por ejemplo. Sin embargo, el barroquismo de José Lezama Lima es paradigmático, pese a lo difícil que resulta apropiarse de sus claves. Con Paradiso estamos en presencia de una suma y culminación de lo que el propio Lezama denominaba "sistema poético". Es la novela de las imágenes que se superponen, de las lecturas que se parodian, de la apoteosis intertextual. Desde el punto de vista de su densidad semántica y de su estructura caprichosa, tal vez sea la primera gran novela posmoderna cubana.
En varias estancias sucesivas en La Habana, quise volver a saludar de nuevo a Lezama. Pero algo había que no me dejaba retornar ante su presencia, tener de nuevo el privilegio de oir su voz y regodearme con su conversación. Una y otra vez estuve frente a su casa de Trocadero, y sólo en una oportunidad vi a Lezama, asomado a una de las ventanas que daban a la calle, llenando todo el espacio con su guayabera blanca, con el rostro que denotaba un cansancio profundo, la mirada perdida entre la gente que iba y venía de sus trajines cotidianos. Era su última y dolorosa etapa, en la que alrededor suyo se tejía el más implacable silencio.
Denunciador de esos momentos angustiosos que culminaron en su muerte el 16 de agosto de 1976, es el epistolario que años más tarde publicara su hermana Eloísa en Puerto Rico. Allí está el hombre acosado por la escasez de todo tipo -desde las medicinas hasta los alimentos-, la incomprensión de unas autoridades sordas y ciegas ante la presencia de su labor cultural invaluable, y una soledad inmensa, que ni amigos ni elogios continuos llegados del exterior pudieron nunca mitigar. Es el Lezama anhelante de la presencia familiar, de la reconstrucción de un mundo en proceso de dispersión. En esas cartas hay el testimonio de alguien que vivió el diario acontecer de su país, de su cultura, con pasión y dolor, con lucidez y acentuada desesperanza.
Poco a poco, con la lectura de esa papelería, se diluye la imagen de quien fuera un humorista franco, abierto al espíritu intransferible que recorre ese crisol de etnias que es el cubano. Un Lezama que en un poema o en un ensayo no tiene reparos en relatar un chisme de farándula, en una novela desplegar su erudición a favor de cierto vocablo de comprometida connotación popular, o tomar el pelo a sus lectores más ingenuos en cuanto a la identidad posible de cierto personaje mencionado al paso.
Julio Cortázar intentó una enjudiosa interpretación de Paradiso, de la que quedó tan satisfecho, que tuvo a bien incluirla en su curioso libro La vuelta al día en ochenta mundos, delirante homenaje a sus fantasmas más queridos, a sus "cronopios" inmortales, desde Julio Verne hasta Charlie Parker, de Terodoro W. Adorno a Carlos Gardel. Allí Cortázar profundiza en el erotismo lezamiano, en su deambular por esas esferas delicadas con inocencia y hasta ingenuidad, como Adán en el paraíso primigenio. Y también apunta el autor de Rayuela la exigencia de la lectura, la imposibilidad de imponer los propios valores al texto, sino que es el texto el que nos somete y rinde en una intensa y siempre nueva posesión. Y así sucede también con otros libros de Lezama, desde Muerte de Narciso hasta Analec del reloj, no importa el género, no importa el momento.
Con Lezama Lima desapareció uno de los mitos reales de Cuba. Quizás el más sugestivo, tan universal como los consagrados por los mitos sincréticos, bien sea Yemayá o Changó. Comparable en lo literario al de José Martí y Alejo Carpentier, pero con un sabor inconfundible, resultado de una sazón especial. Y en ese altar vive este extraordinario hombre, este eterno fundador de utopías, que aspiró a recuperar lo esencial cubano a través de las imágenes sucesivas aportadas por su cultura. Veo de nuevo sus ojos pícaros y siento entre las mías sus manos vivas y resueltas.