Publicado en
marzo 30, 2014
Si Jane Fonda, Sofía Loren, Paul Newman, Susan Sarandon, Robert De Niro y otros actores famosos habían inventado sus recetas, ¿por qué la Domi no iba a hacer lo mismo?
Por Elizabeth Subercaseaux.
La estancia de la Domitila en los Estados Unidos fue más corta de lo que ella hubiera deseado, pero muy productiva. ¡La de cosas que aprendió! Quizás lo más importante de todo tuvo que ver con los libros, pues fue en los Estados Unidos donde la Domi comenzó a leer. No es que leyera ficción, ¡cómo se le ocurre!, la Domi decía que todos los escritores son unos mentirosos consumados, que escriben novelas para ahorrarse la sicoterapia... Lo cierto es que los libros que leía no eran ficciones, ni ensayos, ni biografías, sino libros de cocina. Jamás hubiera imaginado que era posible encontrar, en un solo lugar, esa cantidad tan grande de libros de cocina. Se entusiasmó de tal manera con esta literatura, que terminó aprendiendo cocina china, italiana, mexicana, japonesa, en fin, cocina de todo el mundo. Pero lo que más le gustó fue el descubrimiento de que, en este país no eran solo los cocineros quienes escribían estos libros fascinantes; los famosos de Hollywood, del deporte, de la música, también lo hacían... ¿Serán cocineros frustrados?, se preguntaba, ¿por qué medio mundo hacía libros de cocina en los Estados Unidos? Lo cierto es que Paul Newman tenía un libro de cocina, Jane Fonda, Oprah Winfrey, Robert De Niro, Tony Randall y hasta Sofía Loren vino a los Estados Unidos ¿y qué fue lo primero que hizo?, pues escribir un libro de cocina.
—¿Tú crees que una ternera con salsa de Bourbon es mejor si la cocina Tony Randall? —le preguntó por teléfono a Luterio Meneses que estaba en el DF.
—¿Y ese quién es? —gritó Luterio. —¡Un actor!
—¿Y qué dijiste que ese Tony le agrega a la ternera?
—Bourbon, perejiliento ignorante, Bourbon. Es una especie de whisky, creo.
En esas largas tardes de invierno en que la Domi pasaba en el Borders de la esquina de la casa, saboreando la sección de cocina de la librería, se encontró con que había un rissoto con ostiones de Susan Sarandon, unos espaguetis con salsa de tomate de Tom Cruise, unos pancakes con salmón ahumado de Holly Hunter, un cerdo con manzanas de Harry Belafonte, un postre con melocotones de Julia Roberts, pasta con bróculi, piñones y ajos de Nicole Kidman... ¡Madre Santa! Y le escribió a mi tía Euogia: "Usted no me lo va a creer, señora Eulogia, pero hoy he descubierto un libro de cocina con recetas de todos los actores y actrices de Hollywood. ¡Qué me dice usted! ¿Quiere que le diga una cosa? En este país lo único que hace la gente es comer, cocinar y comer, nada más. Si el Presidente no ha escrito un libro de cocina es solo porque anda demasiado ocupado con los terroristas".
A la vuelta de su viaje, ya instalada en su país y en la casa de mi tía Eulogia, le asaltaron las preocupaciones de siempre: que Roberto estaba encamotado otra vez con la flaca, que mi tía se la pasaba llorando, que las pócimas para la tristeza ya no le estaban haciendo efecto, que Eulogita quería vivir en la India con un fakir, que Luterio Meneses insistía en casarse con ella otra vez... en fin, lo de siempre.
"¿Toda mi vida va a ser esto?, ¿toda mi vida voy a estar sirviendo en esta familia de locos, donde me pagan lo menos posible porque no tienen plata ni para hacer cantar a un ciego? ¿Por qué voy a tener que casarme de nuevo con ese firulauta del Luterio? ¿Cómo no voy a poder inventar algo para salir de mi pobreza y ser millonaria de una vez por todas? Mi vida es de perros, se lamentaba.
Hasta que un día, mirando algunos de los libros de cocina que había comprado en los Estados Unidos, se le iluminó la ampolleta. ¡Eso era! ¡Cómo no se había dado cuenta antes! Si Susan Sarandon, Paul Newman, Oprah Winfrey, Robert De Niro, Holy Hunter y otros actores y actrices famosos habían inventado recetas de cocina y se habían hecho millonarios cocinando, ¿por qué ella no? Y puso manos a la obra.
—¿Qué haces embadurnada? —le preguntó mi tía, al verla en la cocina con un delantal lleno de salsa de tomate.
—Estoy inventando la salsa Domitila.
—¿La qué?
—La salsa Domitila, suave, aterciopelada, buena para el colesterol, cero grasa, con leche de soya, aceite de oliva, tomates orgánicos, perejiles macrobióticos, tofú, mantequilla que no es mantequilla, huevos sin yema, sal de mentira, agua destilada, sanísima, señora Eulogia, tanto que si usted está enferma de algo y come esta salsa, se mejora, ¿quiere probarla? La he inventado al más puro estilo californiano de la nueva ola.
Mi tía quedó boquiabierta.
—¿Y de dónde sacaste esa idea tan absurda, Domi?
—No tiene nada de absurda, señora Eulogia, me inspiré en este libro —dijo, y le enseñó el Newman's Own Cookbook.
Una semana más tarde, y ante los ojos asombrados de mi tía Eulogia, la Domi había inventado una salsa deliciosa.
—Mmmm, esto está exquisito, Domi, ¿cómo la hiciste?
—Ya le dije, señora, echándole cosas que parecen que son lo que son, pero que no lo son.
Mi tía se entusiasmó y entró en el negocio. Un mes más tarde le pidieron a Roberto que se fuera con la flaca a donde le diera la gana, porque necesitaban espacio para la fábrica.
—¿Cuál fábrica? —preguntó Roberto.
—La de la salsa Domitila.
Sobra explicar la cara que puso Roberto. Estaba acostumbrado a las locuras de su familia, pero esta era excesiva.
—¿Me vas a decir que la Domitila está fabricando una salsa?
—Sí. La salsa Domitila.
—¿Para venderla?
—Naturalmente que es para venderla, no pretenderás que nos comamos 100 kilos de salsa de tomate.
Roberto echó los gritos al cielo. ¡100 kilos! ¿Es que se habían vuelto locas?, ¿habían perdido todo vestigio de razonamiento? ¿Qué pensaban hacer con 100 kilos de salsa de tomate?
—Recorrer todos los supermercados de este país y de otros, y venderla, pues, don Rober. Eso. Y después... Ta, ta, ta, taaan... Saltar a la fama.
Dicho esto último, la Domi y mi tía Eulogia contrataron un camión, lo cargaron con la salsa Domitila y se fueron calle abajo, en busca de la fortuna.
Pasaron cinco días y Roberto no supo nada de ellas. Se las había tragado la tierra. Pasaron otros 10 días y un caballero muy bien vestido, con pinta de hombre importante, llegó a golpear la puerta.
—¿Esta es la casa de una señorita que dice llamarse Domitila y de una señora que dice llamarse Eulogia?
—Lamentablemente, sí —respondió Roberto, listo para escuchar lo que vendría a continuación. ("Este debe ser un juez de la Corte Suprema o un abogado de algún ricachón, sabe Dios en qué lío se han metido estas dementes", pensó, limpiándose el sudor de la frente).
—¿Y usted quién es, si puede saberse? —preguntó el caballero.
—El vecino —se apresuró a decir Roberto, más pálido que un muerto. ¿Y el marido de la señora está?
—No tiene marido —dijo Roberto.
—¿Quién se ocupa de sus cosas?
—Nadie. Ella misma. Tiene 40 años. Ya está grandecita, ¿no cree?
—Y la señorita que dice llamarse Domitila, ¿tampoco tiene marido?
—Tampoco.
—¿Y también se ocupa ella misma de sus cosas?
—Por supuesto —dijo Roberto con firmeza.
—Es decir, que todo lo que tiene que ver con su negocio y su dinero lo ven ellas mismas, ¿es eso lo que me está diciendo? —preguntó con seriedad.
—Eso mismodijo Roberto, y repitió para que al caballero no le cupiera duda—: Eso mismo.
—¿Y puede saberse qué hace usted en la casa de la señora Eulogia?
—Nada importante, solo pasaba por aquí y aproveché para regar las plantas. Ellas andan de viaje.
—Ya lo sé, por eso vine, por el viaje que están haciendo —dijo el caballero.
—¿Usted sabía que andan de viaje?
—Por supuesto.
—¿Y cómo lo sabía, si no es indiscreción? —preguntó Roberto, cada vez más intrigado.
—Pues, mire usted, mi nombre es Richard Gordon, soy el propietario de una cadena de supermercados de los Estados Unidos y vengo a dejarles a las señoras este cheque por un millón de dólares, pues quiero comprar todos los derechos mundiales de la salsa Domitila. Pero si no están, no importa. ¿Podría dejar una tarjetita con usted para que me ubiquen en cuanto regresen de los Estados Unidos?
—¿Un millón de dólares? ¿Estados Unidos? —balbuceó Roberto a punto de perder el equilibrio—. ¿Dice que fueron a los Estados Unidos?
—Sí, mi querido señor, se nota que usted no vive en esta casa. Sí, las señoras han ido a los Estados Unidos para comercializar la salsa Domitila.
—Pero si salieron de aquí en un camión —dijo Roberto, casi infartado.
—Por supuesto, en el camión que alquilaron a mi compañía, pero ¿por qué tengo que darle explicaciones a usted, si ni siquiera las conoce bien? Hasta pronto.
—¡Ay, Dios mío! Nunca pongo una —sollozó Roberto, viendo al caballero desaparecer tras las fauces de su limusina—. Todo lo hago al revés, ahora son millonarias, ¿y yo? ¿Qué va a ser de mi vida? Estas ricachas van a intentar deshacerse de mí, Dios me ampare...
Y llamó a la flaca. Pero la flaca no estaba. Alguien, con una inconfundible voz de secretaria recién contratada, le contestó que la señorita Petunia de la Fuente Arestizábal se encontraba en viaje de negocios en New York, donde le habían ofrecido el cargo de directora de una nueva fábrica de salsa de tomate.
Roberto se durmió llorando y esa noche soñó que moría estrangulado por un espagueti con salsa Domitila.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, AGOSTO 06 DEL 2002