INMORTALIZÓ LA NOBLEZA DEL ABORIGEN AMERICANO
Publicado en
marzo 30, 2014
Catlin retrata a Four Bears (Cuatro Osos), cacique de los mundanes.
En los magníficos cuadros de George Catlin aparece el indio tal como era antes de que llegase el blanco: un hombre libre, altivo, aristocrático, dueño y señor de la tierra.
Por Louise Redfield Peattie.
DESDE que tuvo uso de razón oyó hablar a su madre de los indios que, cuando era niña y vivía en Pensilvania, antes de la guerra de la independencia norteamericana, se apoderaron de ella y la tuvieron cautiva. De esos indios le contaba también su abuelo que había peleado contra ellos y, tras un combate encarnizado, fue de los pocos que quedaron para contarlo. El joven George Catlin era todo oídos.
Le atraía cuanto fuese agreste y primitivo, los bosques que rodeaban la granja de los Catlin, situada a orillas del río Susquehanna, pero por encima de todo los indios, esos indios que habitaban allá en el Oeste.
Tenía 21 años de edad cuando, en 1817, lo mandaron sus padres a Connecticut para que estudiase la carrera de abogado y fuese adquiriendo práctica en ella. En los dos años que estuvo estudiando allá llenó de dibujos los márgenes de los libros de texto y cuanta hoja en blanco caía en sus manos. Por fin, resuelto a cambiar la abogacía por la pintura, viajó a Filadelfia y a Washington, ciudades en las que sus retratos en miniatura le granjearon doble éxito, tanto en lo económico como en lo social. En Albany (Nueva York), a donde se trasladó para hacer el retrato de De Witt Clinton, gobernador de ese Estado, Catlin conoció a la que sería el único amor de su vida: Clara Bartlett Gregory, joven de 20 años, criada en un ambiente de ocio y elegancia.
En ese ambiente hubiera podido vivir George Catlin, de no haberle llamado su vocación a dedicar su vida y sus pinceles a una obra de mayor aliento que la ejecución de miniaturas sobre marfil. Aspiraba a aprisionar en el lienzo la grandeza de aquel mundo que había entrevisto en sus sueños de niño: el del indómito Oeste norteamericano, habitado todavía por los indios. Serios obstáculos se oponían al cumplimiento de sus deseos. Aunque era hombre de aventajada estatura —un metro y 76 centímetros— y maravilloso dinamismo, engendrado por su temperamento nervioso, estaba expuesto a frecuentes quebrantos de salud. Por otra parte, y este era el principal obstáculo, como quiera que su esposa era de constitución delicada, tendría que partir solo. No obstante, habiendo reunido con su trabajo de miniaturista suficiente dinero, estableció a Clara en Albany y en 1830 emprendió el viaje a Saint Louis (Misurí), puerta de entrada al indómito mundo del Oeste.
Armó allá su caballete de pintor en el despacho del general de brigada William Clark, superintendente de Asuntos Indígenas, que 26 años antes había capitaneado, en unión de Meriwether Lewis, la histórica expedición al Pacífico conocida con el nombre de ambos. Al despacho del superintendente acudían dignatarios indios para discutir con el poderoso jefe blanco asuntos relacionados con las tribus.
Mientras los indios permanecían en erguida actitud sus trajes de cuero pintado y luciendo plumas de águila, garras de oso o pieles de armiño, el ágil pincel de Catlin no se daba reposo en captar todos los detalles del cuadro. Al emprender el general Clark la expedición al Alto Misisipí para negociar tratados con los indígenas, Catlin marchó con él, para recoger el ambiente de Iowa y los indios siux, omahas, saukes y fox. En esa ocasión retrató al cacique Gavilán Negro, cuya tenaz defensa de las tierras de su tribu provocó la guerra en la que combatió el joven Abrahán Lincoln.
Wi-jun-jon, antes de su visita a Washington y después de ella. Instituto Smithsoniano.
A su regreso al hogar, Catlin llevó consigo todos esos cuadros rebosantes de vigor y de vida, que despertaron la inmensa admiración de Clara, a la cual le parecía que, para haber visto de cerca salvajes tan fieros como los retratados por Catlin, habría tenido que viajar el pintor hasta los confines del mundo. Pero él sabía que hasta entonces sólo se había asomado a la frontera de ese mundo en el que cifraba sus pretensiones de pintor. En la primavera dijo de nuevo adiós a Clara y viajó rumbo al vasto Nordoeste, donde las tribus de indios vagaban tan libres como los rebaños de bisontes que les proporcionaban alimento, y donde sólo una que otra aislada factoría de negociantes en pieles recordaba la existencia del mundo civilizado. La compañía peletera de John Jacob Astor, una de las primeras en llegar a aquellas tierras, había construido el Yellow Stone, vapor de dos cubiertas y de 40 metros de eslora, destinado a viajar con abastecimientos 3000 kilómetros río arriba por las cenagosas aguas del Misurí. Entre los rudos y bulliciosos pasajeros que este buque llevaba a bordo, al zarpar de Saint Louis el 26 de marzo de 1832, se singularizaba por su actitud un apacible pasajero que traía en su equipaje cuadernos de bocetos, lienzos y otros avíos de pintor.
En el Yellow Stone viajaba también Wi-jun-jon, hijo de un cacique de la tribu assiniboin, en el cual Catlin veía el ejemplo perfecto de lo que la civilización estaba haciendo del indio norteamericano. Años antes, cuando pintó su retrato, era Wi-jun-jon un joven y apuesto guerrero, tipo clásico de su gente. Vestía en aquel entonces —según lo describió el pintor— "polainas y camisa de cuero de cabra montés, ricamente adornadas con púas de puerco espín y con una orla de cueros cabelludos arrancados a sus enemigos". Ahora, al volver a su tribu después de pasar la temporada de invierno en Nueva York y Washington, Wi-jun-jon lucía uniforme militar de color azul, con charreteras y fajín rojo, sombrero alto adornado con una gran pluma roja y guantes de cabritilla; además llevaba en una mano un abanico y en la otra un paraguas. Se pavoneaba al pasear por cubierta y silbaba una cancioncilla patriótica yanqui. Viéndolo así, Catlin sintió más vivamente que nunca la urgencia de retratar, mientras fuera posible, el esplendor de los aborígenes norteamericanos de la época anterior a la llegada del hombre blanco.
Mil quinientos kilómetros Misurí arriba, al encallar el Yellow Stone en un banco de arena, Catlin se unió a los 20 hombres que desembarcaron para seguir a pie hasta Fort Pierre. La región por donde viajaban era tierra de siux. La impetuosa gallardía de estos indios, arriesgados jinetes de un metro y 80 centímetros de estatura, cautivó la admiración del pintor. Supo percibir, y retrató en sus telas, la innata nobleza del aborigen norteamericano al que la ávida codicia de los negociantes en pieles no había esclavizado ni envilecido aún mediante el whisky y el soborno. La obra de George Catlin es un constante y vehemente testimonio de que los primitivos habitantes de Norteamérica eran hombres dignos de respeto. En una época de general hostilidad para el indio, Catlin tuvo la entereza de afirmar por escrito: "Siento afecto por un pueblo que siempre ha compartido conmigo lo mejor que posee; que es honrado aunque no tenga leyes; que no necesita cárceles ni asilos de pobres; que jamás ha guerreado contra los blancos fuera de su propio territorio; ¡ah! cuán grande es mi afecto por un pueblo que no vive enamorado del dinero".
Volvió Catlin al Yellow Stone para proseguir la travesía, y el mes de junio llegó al término de su viaje: Fort Union, cerca de la frontera actual entre Dakota del Norte y Montana. Los principales caciques de los Blackfeet (Pies Negros) y los Crows (Cuervos) fueron a Fort Union para que Catlin los retratara. Acompañó a los indios en sus expediciones de caza, de las que volvía con bocetos que después transformó en cuadros. Más atento a expresar la verdad que a embellecerla, sus pinturas son estrictamente documentales, y en ello estriba el gran valor histórico que tienen. En los cuadros de otros grandes pintores la imagen del indio aparece falseada por el arte; en los de Catlin vemos al aborigen norteamericano como era en realidad: aristocrático dueño y señor de su tierra, hombre altivo y libre, cuya verdadera estampa no ha menester que la idealicen.
Al volver al hogar ese otoño, Catlin llevaba 135 pinturas y dibujos —preciosa colección de especímenes etnológicos —y poseía, además, nuevos conocimientos acerca de la índole y costumbres de los indios de las grandes praderas. La mayor parte del año siguiente la pasó al lado de su esposa. En 1834 el curso de los acontecimientos le deparó la ocasión de viajar por tierras del Sudoeste.
Con la idea de explorar aquella dilatada región, el gobierno estadounidense envió una expedición, la cual atravesó por lo que hoy es el Estado de Oklahoma, en esos días tierra de indios cheroquíes, chaetas, criques y sénecas, para avanzar en dirección oeste por el país de los indómitos comanches. Catlin acompañó a los expedicionarios montado en un caballo bayo, pequeño y medio salvaje, y con ellos cruzó llanuras interminables. Aunque contrajo una dolencia que nadie acertaba a definir, sacó fuerzas de flaqueza para trabajar en croquis y retratos en los que aparecían indios de majestuosa presencia, y cuyas proezas como jinetes, jugadores de pelota y danzantes ceremoniales, Catlin no se cansaba de admirar. Cuando dio cima a ese trabajo, su estado febril y sus escalofríos eran tales, que fue preciso acomodarlo en un furgón para conducirlo a su casa.
"Cacería de bisontes en el Alto Misurí". Instituto Smithsoniano.
En su siguiente viaje lo acompañó su esposa. En una frágil canoa navegaron sosegadamente el Misisipí corriente abajo, para ir deteniéndose a visitar diversas tribus, por todas las cuales la elegante señora blanca era recibida con muestras de agrado mientras le mostraban sus pequeñuelos y la colmaban de regalos. Cuando Clara notó que estaba encinta, Catlin la dejó en casa de sus padres y se dispuso a llevar a cabo el nuevo proyecto que tenía en mente: una gira de conferencias. Había coleccionado gran número de utensilios y otros objetos de artesanía indígena; pasaban de 600 sus pinturas y dibujos de indios, y pensó que mediante exposiciones de ese material, y las conferencias que él diese, lograría que el público cayera en la cuenta de la grandeza del aborigen norteamericano, a punto de desaparecer. Acariciaba también la esperanza de que el gobierno estableciera un gran parque al pie de las montañas Rocosas en donde el indio y las grandes bestias de la pradera, amenazadas de extinción, pudiesen vagar libres para siempre.
El público que asistió a las conferencias de Catlin se mostró bastante incrédulo. Lo que él decía era tan contrario a la opinión general, que a la gente le pareció una sarta de mentiras. En el período legislativo de 1837 a 1838 se presentó ante el Congreso de los Estados Unidos un proyecto de ley por la cual se autorizaba la compra de la colección de Catlin y la creación de un museo nacional para conservarla; pero el proyecto no pasó nunca de la comisión encargada de estudiarlo.
Catlin se mordió los labios ante el fracaso y, dejando en el país a su familia, marchó a probar fortuna en el extranjero. En Londres acudió numerosísimo público a sus exposiciones y la reina Victoria encabezó la lista de los suscriptores a la publicación de sus obras. Animada por tan halagüeños resultados, Clara partió a reunirse con su esposo, llevando consigo a sus dos hijas.
Pero la suerte había cambiado. En vista de que disminuía más y más la concurrencia del público, Catlin decidió hacer una gira por otras ciudades de la Gran Bretaña: Liverpool, Manchester, Edimburgo. Continuó luego a París, en donde se repitió la misma historia: recibimiento entusiasta del público, seguido poco después de indiferencia; contratos firmados, pero no cumplidos. Estaba quebrantado de salud y de ánimo cuando una pulmonía le arrebató a Clara, la esposa cuyo amor lo acompañó y alentó con lealtad perenne. Sumido en la aflicción, y acongojado por la tardía comprensión de la culpa que le cabía en las penalidades padecidas por Clara, hizo frente a la necesidad de proveer al sostén de una familia sin madre. Siguió pintando; gestionó la creación de un museo nacional para su obra. En el Senado, el proyecto de ley correspondiente fue derrotado por un voto de diferencia.
Falto de recursos, atacado de sordera progresiva, no teniendo a donde volver los ojos, el pintor confió el cuidado de sus hijas a la adinerada familia de Clara. Los acreedores le embargaron los muebles y demás objetos de valor. La mayor parte de su colección fue a dar a manos de Joseph Harrison, acaudalado vecino de Filadelfia, quien le había prestado dinero. Catlin buscó alivio a sus desdichas en América del Sur, donde se dedicó a conocer otras tribus de indios y a dejar testimonio de ellas. Tenía 74 años de edad cuando, tras prolongada ausencia, desembarcó en Nueva York. Era ya un viejo acartonado, sordo, y con los bolsillos vacíos, pero digno y orgulloso.
Sus hijas le instaron para que se fuese a vivir al lado de ellas, donde estaría tranquilo, rodeado de comodidades. No era George Catlin hombre para eso. Aún le empujaba el sueño de toda su vida, y se encaminó a Washington, creyendo con apasionado fervor en la posibilidad de que aquel sueño se convirtiera en realidad. Pero las fuerzas de su cuerpo no estaban a la altura de la fortaleza de su espíritu. Falleció en 1872, en vísperas de Navidad. Muchos de sus cuadros quedaron dispersos. Por fortuna, alguno de los más notables hallaron, gracias al Instituto Smithsoniano de Washington, el destino que Catlin había deseado para ellos. Por lo demás, dondequiera que se halle un cuadro de George Catlin ofrecerá a la vista de cuantos lo admiren la vívida y arrogante estampa de los primitivos habitantes libres de América del Norte, retratados en la plenitud de su bravía gloria por el pincel entusiasta de un genio.
Kee-o-kuk, cacique de los saukes y los fox. Óleo del Instituto Smithsoniano.