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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

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  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    EL MECENAS (William Rotsler)

    Publicado en marzo 09, 2014

    A Don Pfeil y a Paul C. Turner, que se han interesado por la obra, me han ayudado, estimulado y protegido.


    Lo misterioso es lo más hermoso que podemos experimentar. Es la fuente de todo arte y toda ciencia verdaderos.
    Albert Einstein


    Capítulo 1


    Desde su cubo casi negro, ella le contemplaba, tranquila, silenciosa, respirando con normalidad, simplemente mirándole. Está desnuda hasta las caderas, rodeadas por un cinturón de pedrería, y se sienta majestuosamente sobre una pila de lujosos cojines. Su largo cabello blanco cae en cascada sobre sus hombros color de albaricoque y brilla ligeramente, reflejando alguna luz oculta.

    Cuando uno se acerca más al sensatrón de tamaño natural, es alcanzado por las vibraciones. El asombroso realismo de la imagen tridimensional no puede ser suficientemente expresado, porque el retrato de una de las cortesanas más importantes de la historia, realizado por Michael Cilento, es una gran obra de arte.

    Mientras se examina el cubo, la imagen de Diana Snowdragon pierde de algún modo su tranquilidad y se vuelve voraz de una forma sutil, imponente, apremiante. No es un desnudo, está desnuda. Pueden oírse los atrayentes sonidos de una música tierna... o casi tierna. El poder de aquella personalidad excepcional es sobrecogedor, como en persona, pero en la interpretación de este artista se exponen muchas otras facetas.

    El retrato de Diana en cubo sensatrónico es aclamado universalmente como una obra maestra. La modelo está encantada.

    El artista se sentía asqueado, y me dijo que el ego de la modelo le impedía darse cuenta de la realidad que él había construido.

    Pero este cubo fue el que proporcionó a Michael Benton Cilento la fama que quería, necesitaba y aborrecía. Era su primer cubo sensatrónico grande, y los cubos estaban comenzando a ser utilizados por los artistas y por los científicos. En aquel momento se estaba poniendo «de moda» trabajar en sensatrones, y por todas partes se hablaba superficialmente de cepillos de electrones, redes ciliares, pantallas multiestratificadas, zonas de transmisión, moldeadores en blanco y simetría comunicativa.

    Los sensatrones son el único maridaje entre la ciencia y el arte, por lo menos por ahora. La ciencia está constantemente supliendo las herramientas de los artistas, tanto si se trata de una pintura inalterable que todavía tendrá brillo dentro de mil años como de un cepillo de electrones para producir meticulosas alteraciones en un sistema de rastreo. Los grupos quiver ya están explorando los nuevos instrumentos a base de ondas cerebrales, que crean música sólo en el propio cerebro.

    Pero el furor del momento lo constituyen los sensatrones. Igual que los brillantes trajes de la generación quiver fueron absorbidos por los medios de comunicación y explotados, el mundo de la publicidad está impaciente porque sean posibles los sensatrones inmensos, réplicas de los productos del tamaño de un edificio, gritando «¡Cómprame!» dentro de tu cerebro. En previsión he ordenado a uno de mis laboratorios de investigación trabajar en un ingenio obturador que deje fuera los ruidos electrónicos que imagino.

    Los cubos pueden ser tan imponentemente naturales, que los rumores de que nos arrebatan parte de nuestra alma persisten. Quizá sea cierto. No se trata sólo de que las cámaras capturen el exterior, proporcionando la base en la que se apoya el artista sensatrónico para su obra, sino que los grabadores alfa y beta, las máquinas EEG, los finísimos receptores de los latidos del corazón, todo eso graba lo que va sucediendo en nuestro interior. Muchos artistas utilizan una mezcla de varias grabaciones, tomadas a lo largo de numerosas sesiones. Algunos emplean momentos específicos o humores únicos, grabándolos y proyectándolos después por los diferentes conos sónicos y proyectores alfa—beta. El artista añade su interpretación personal a estas proyecciones, creando un concierto de ondas casi musical, trabajando sobre cualquier cerebro humano dentro del área de recepción. La prerrogativa del artista continúa siendo seleccionar, eliminar, disminuir o realizar cualquier otro cambio que desee. Algunos artistas del retrato sensatrónico muestran las debilidades emocionales, además de las fuerzas, y otros son aduladores. Otros artistas están experimentando con grabaciones intercambiadas: mujer en lugar de hombre, animales como modelos, sustitutos completamente abstractos de la realidad. Todo el que lo intenta, le añade una nueva perspectiva.

    Lo que Mike Cilento quería hacer era proyectar la verdad como él la veía. Quizá retiraba un estrato del alma. Yo he estado próximo al modelo de un retrato sensatrónico y he encontrado que el cubo era mucho más interesante que la persona, pero únicamente puede suceder esto cuando el artista es de más talla que el tema.

    El retrato de Mike de la prostituta más infame —y rica— de nuestra sociedad le hizo famoso de la noche a la mañana. Incluso los reprocubos que pueden comprarse hoy son impresionantes, pero el original, con sus ingeniosos y sutiles circuitos y sus transmisiones concentradas, es desconcertante.

    Un coleccionista de Roma me llamó la atención sobre Cilento y, después que hube visto el cubo Snowdragon, conseguí que me lo presentaran. Nos encontramos en la villa de Santini, en Ostia. Como la mayor parte de los artistas jóvenes, había oído hablar de mí.

    Estábamos junto a una piscina, y sus primeras palabras fueron:

    —Usted patrocinó durante años a Wiesenthal, ¿no es verdad?

    Yo asentí con alguna cautela, porque por cada artista al que se ayuda, hay diez que te lo exigen.

    —Su ópera Moctezuma era una porquería.

    Yo sonreí.

    —Fue bien recibida.
    —No entendió a ese azteca más de lo que entendió a Cortés.

    Me miraba con aire desafiante.

    —De acuerdo, pero cuando yo la escuché, ya era demasiado tarde.

    Se relajó y dio una patada al agua, mirando de soslayo hacia dos hijas de un barón del mineral lunar, que pasaban casi desnudas a nuestro lado. Parecía haber dejado algo en claro, y no tenía nada más que decir.

    Cilento me intrigó. Durante un cierto número de años «descubriendo» artistas, me había encontrado con todos los tipos, desde los tímidos que se escondían hasta los que bruscamente demandaban mi patronazgo, incluso con algunos que se mostraban indiferentes hacia mí, como parecía serlo Cilento. Pero otros muchos actuaban de esa forma, y yo había aprendido a no tener en cuenta otra cosa que no fuera el trabajo terminado y la capacidad de trabajar.

    —Su cubo de la Snowdragon es soberbio —le dije.

    Echó ojeadas en otra dirección.

    —Sí —asintió. Después de haberlo pensado dos veces, añadió—: Gracias.

    Durante un momento hablamos del cubo, y me dijo lo que pensaba de la modelo.

    —Pero le ha hecho famoso —le dije.

    Me miró de reojo y, después de un momento, comentó:

    —¿Es ésa la razón del arte?

    Me eché a reír.

    —La fama es muy útil. Abre las puertas. Posibilita las cosas, hace más fácil ser todavía más famoso.
    —Proporciona amantes —dijo Cilento con una sonrisa.
    —También puede matar —añadí yo.
    —Es una herramienta, señor Thorne, igual que los circuitos moleculares, la integración dinámica o un destornillador. Pero puede dar la libertad. Yo quiero esa libertad; todos los artistas la necesitamos.
    —¿Esa es la razón por la que escogió a Diana como modelo?

    Hizo una mueca y asintió.

    —Además, esa hembra era un enorme desafío.
    —Eso imagino —reí pensando en Diana a los diecisiete años, hermosa y voraz, trepando con sus garras por las monolíticas murallas de la sociedad.

    Bebimos algo, compartimos después un psicodélico en las ruinas de un templo de Vesta y pasamos a llamarnos Mike y Brian. Sentados sobre las antiguas piedras, nos reclinamos contra el pedestal de una columna desmoronada y contemplamos las luces de la villa de Santini, allá abajo.

    —Un artista necesita la libertad —decía Mike— más que la pintura o la electricidad, o los diagramas para el cubo, o la piedra, más que la comida. Los materiales pueden conseguirse siempre, pero la libertad para emplearlos es preciosa. El tiempo de que dispone resulta limitado.
    —¿Qué me dices del dinero? Eso es libertad también —observé.
    —A veces. Puedes tener dinero sin libertad, no obstante; pero generalmente la fama significa dinero.

    Asentí pensando que en mi caso era justamente lo contrario.

    Contemplamos la luz de aquella media luna sobre el mar Tirreno, y cada uno se absorbió en sus pensamientos. Yo pensé en Madelon.

    —Me gustaría que retrataras a una persona —pedí—. Una mujer. Una mujer muy especial.
    —Ahora mismo no —dijo—. Más adelante quizá. Hay varios encargos que quiero hacer.
    —Cuando tengas tiempo, acuérdate de mí. No es una mujer corriente.

    Me miró mientras lanzaba una piedrecilla colina abajo.

    —Estoy seguro de ello —añadió.
    —Te gusta trabajar sobre mujeres, ¿verdad? —le pregunté.

    Vi su sonrisa en el resplandor de la luna, y dijo:

    —¿Has deducido eso por un solo cubo?
    —No. He comprado los tres pequeños que hiciste antes.

    Me miró fijamente.

    —¿Cómo te enteraste de que existían siquiera? No se lo había dicho a nadie.
    —Algo tan bueno como el cubo Snowdragon no podía salir de la nada. Tenía que haber cosas anteriores. Rastreé a sus propietarios y se los compré.
    —La anciana es mi abuela —dijo él—. Me dio algo de pena venderlo, pero necesitaba dinero.

    Haré que se lo envíen, apunté mentalmente.

    —Sí, me gusta trabajar con mujeres —asentía él suavemente, reclinado sobre la palidez de la columna—. A los artistas siempre les ha gustado retratar a las mujeres. Capturar... capturar esa sombra huidiza del destello de un relámpago... en pintura, en piedra, en yeso, en madera o en película... o con construcciones moleculares.
    —Rubens las veía regordetas y alegres —dije yo—. Lautrec, depravadas y reales.
    —Para Da Vinci fueron misteriosas —comentó él—. Matisse las vio ociosas y voluptuosas. Miguel Ángel apenas las vio. Picasso, en una infinita y loca variedad.
    —Gauguin... sensuales —proseguí—. Henry Moore, como abstracciones, un punto de partida para la forma. Las mujeres de Van Gogh reflejaban el genio loco de su propio cerebro.
    —Cézanne las veía cual vacas plácidas —Mike rió—. Fellini como criaturas de muchas facetas, en parte ángeles, en parte bestias. En las fotografías de André de Dienes las mujeres son fantasías realistas, eróticas y extrañas.
    —Tennessee Williams las concibió como caníbales insanos, repulsivos de una forma fascinante. Las mujeres de Sternberg eran irreales, duras, dramáticas — dije yo—; las hembras de Clayton, adversarios rapaces.
    —Jason las ve como ángeles ligeramente confusos —exclamó Mike, divertido por el jueguecito—; Coogan, como monstruos maternales.
    —¿Y tú? —le pregunté.

    Quedó en silencio, y la sonrisa se desvaneció. Después de un largo instante, contestó:

    —Supongo que las veo como ilusiones.

    Hacía girar entre sus dedos el fragmento de una piedra de la época de César y hablaba suavemente, casi para sí mismo.

    —Ellas... de alguna forma, no son completamente reales. Los críticos dicen que he creado una obra maestra del realismo erótico, un hito en el arte figurativo. Pero... ellas son... fuegos fatuos. Son increíblemente reales sólo durante un segundo..., en el siguiente, fantásticamente inciertas. Las mujeres nunca son iguales de un momento a otro. Quizá por eso me fascinan.

    Después de aquello no volví a ver a Mike durante un cierto tiempo, aunque continuamos en contacto. Hizo un retrato de la princesa Helga de los Países Bajos, vestida con gran modestia, con el cubo lleno de sus famosas doce esculturas de oro y vibraciones de amor y paz.

    Para los monjes de Wells, en Marte, Mike hizo un enorme cubo de Buda, que se convirtió rápidamente en una atracción turística. La venta de reprocubos proporcionaba al monasterio una pequeña fortuna.

    Todo lo que a Mike se le ocurría hacer era adquirido rápidamente y los encargos fluían de individuales, compañías, fundaciones, y hasta de movimientos. Lo que realizó fue un sencillo desnudo de su amante del momento. La pose era bastante erótica, pero las vibraciones resultaban fuertemente pornográficas y, después de que Mike la abandonó, la muchacha obtuvo un contrato de la Metro Universal. El joven sha del Irán compró el cubo para instalarlo en sus Jardines de Babilonia, reconstruidos hacía tiempo.

    Debido a su utilización de los proyectores de ondas alfa, beta y gamma, así como a sus avances en la sónica diferencial, Mike fue el protagonista de un ejemplar monográfico de la revista Modern Electronics.

    Mike había pagado sus deudas con el arte, porque cuando estudiaba en Cal Tech, había trabajado en el proyecto Escudo, una aproximación sistemática a la defensa electrónica contra partículas de baja energía para ser empleada en las estaciones espaciales. Después de graduarse había trabajado en el complejo sobre ondas cerebrales que tenían los laboratorios Bell en Long Island. Lo dejó cuando consiguió una beca Guggenheim para su trabajo artístico.

    La General Electric recogió de su cubo Mujer de placer algunas de las modificaciones de Mike, con el fin de utilizarlas en sus nuevos proyectores de imágenes multiestratificadas y generadores de ondas beta. Para los artistas que empleaban modelos u objetos tridimensionales para grabar el ciclo básico de las imágenes —como la respiración, el ruido del agua al correr o la repetición de acontecimientos—, Nakamura Limitada ofrecía una cámara de nuevo diseño, con patrones circulares de distribución, que contenía muchas de las sugerencías de Mike. Para el artista que trabajaba en abstracciones originales, Mike construyó su propio cepillo de electrones ultrasensible y un generador de imágenes empalmado con un computador de gráficos, que producía un número casi infinito de variables. Mike Cilento estaba demostrando ser un innovador y un ingeniero, además de artista; una combinación poco frecuente.

    Volví a encontrarme con Mike en la inauguración de su serie «Sistema solar», en el Gran Museo de Atenas. Los diez cubos colgaban del techo, cada uno mostrando una interpretación libre del sol y los planetas desde el generador esférico —que era el Sol— hasta el duro y reluciente cojinete de bolas: Plutón.

    Mike parecía enjaulado, como un tigre en una trampa, pero estaba muy contento de verme. Cuando lo secuestré a mi apartamento en la parte antigua de la ciudad, fue un cautivo a petición propia.

    Al entrar suspiró, lanzó su chaqueta a una silla estilo vital y se dirigió a la terraza. Yo cogí dos vasos y una botella de vino de Creta y me reuní con él.

    Suspiró de nuevo, se hundió en la silla y sorbió el vino. Me reí y le pregunté:

    —¿Demasiada fama para ti?

    Me lanzó un gruñido.

    —¿Por qué querrán siempre que los artistas vayan a las inauguraciones? El arte habla por sí solo.
    —Relaciones públicas. Quieren tocar el borde de la creatividad. Quizá se les quede pegada un poco.

    Volvió a gruñir, y nos retiramos a un cómodo silencio, contemplando el Partenón sobre nosotros, provisto de iluminación nocturna.

    Al fin habló.

    —Siempre he querido ser artista y nada más, como esos niños que desean ser astronautas o futbolistas. Es un honor lograrlo. He pintado y he hecho escultura. He realizado mosaicos luminosos y diseños con motas brillantes. Hasta he probado por un tiempo con la música. Ninguna de esas cosas parecía responder realmente a lo que buscaba. Pero creo que la construcción molecular es lo que más se acerca.
    —¿A causa de su extremo realismo?
    —En parte. Abstracción, realismo, expresionismo... sólo son etiquetas. Lo que importa es lo que está. Las ideas y emociones que transmites. Las unidades sensatrónicas son instrumentos de trabajo bastante buenos. Se puede trabajar sobre las emociones casi directamente. Cuando la General Electric tenga listas las nuevas unidades, creo que será posible conseguir de las ondas alfa matices todavía más sutiles. Y, por supuesto, con más unidades se podrán hacer cosas más complejas.
    —Eres tan ingeniero como artista —le dije.

    El sonrió y sorbió su vino.

    —En todos los medios o técnicas existe gente que los considera como su banquete particular.

    Fíjate en los actores. En un tiempo sólo existía el teatro, la obra iba de principio a fin, en directo y sin repetición de escenas. Después vinieron las películas, las grabaciones y las escenas rodadas sin seguir un orden. Sin la línea emocional, que va del principio al final. Se necesita un tipo particular de actor que pueda disciplinarse y acostumbrarse a esos saltos adelante y atrás. En los días del mimo, probablemente había actores soberbios que se perdieron porque su arte estaba en la voz.

    —¿Y hoy? —le apremié.
    —Hoy el artista que no pueda dominar la electrónica lo pasará mal en muchas de las artes. Leonardo da Vinci podría hacerlo, pero Miguel Ángel no, probablemente. Hay muchos artistas excelentes nacidos fuera de su época, en ambas direcciones.

    Hice la pregunta dirigida a menudo a artistas que trabajaban en campos no tradicionales.

    —¿Por qué el sensatrón te parece un medio tan excelente?
    —Es inmensamente versátil. El brazo de una pluma sólo puede hacer un cierto número de cosas y sugerir otras. Un óleo es algo estático. Intenta ser real, pero es un momento congelado, aunque a veces los momentos congelados son mejores que el movimiento. Una película, una grabación, una obra de teatro, todas transmiten una variedad de significados y emociones, incluso cambios de localización y de perspectiva. Son instrumentos muy eficaces. Cuantas más cosas puedas comunicar, mejor. Con la energía del sensatrón se pueden transmitir al que lo ve tales emociones y sentimientos, que se convierte en un participante, en vez de en un simple espectador. Participación. Compromiso. Yo no haría un sensatrón para comunicar algunas cosas, simplemente porque es muy complicado y presenta la ventaja de la comunicación. Pero las unidades sensatrónicas pueden hacer casi todo lo que realice cualquier otra forma de arte. Por eso me gustan. No porque sean la forma artística de moda ahora mismo.
    —¿Tuviste problemas para conseguir tu primera licencia? —le pregunté.
    —No, los de la Guggenheim lo arreglaron —movió la cabeza—. Es extraña la idea de necesitar obtener una licencia para poder hacer una obra de arte.

    Antes de que yo pudiera hablar, levantó la mano.

    —Sí, ya sé. Si no vigilasen a las personas que controlan los proyectores alfa y omega, nos amontonaríamos ante las urnas para votar por un dictador, sin siquiera saber que no lo queríamos. O eso temen ellos.
    —Es una fuerza poderosa, difícil de combatir. Tu propio cerebro te está diciendo compra, compra, compra, consume, consume, consume, y resulta bastante duro luchar contra eso. Hay que considerar las licencias como recetas médicas.

    El asintió con la cabeza.

    —¿Te imaginas esto?: «Lo siento, Miguel Angel, pero este bloque de mármol de Carrara necesita una licencia de prioridad IX, y tú sólo tienes una del IV». Y Miguel Angel diría: «Pero yo quiero hacer esa estatua de David, ¿no lo entiende? Un muchacho alto, fuerte, con una honda, con un cierto aspecto huraño. ¿No será porque va a ir desnudo, verdad?» «Usted sencillamente vaya al Comité de Control Artístico, en el centro de la hermosa Florencia, Signor Buonarroti, y rellene los papeles por triplicado, primero el apellido, después el nombre propio. Y recuerde que la claridad es importante. Hable con el papa Julio; quizá pueda echarle una mano en esto».

    Nuestra risa resonó amablemente en la noche.

    —Pero el arte y la tecnología coexisten ahora más estrechamente que nunca — dije.
    —¡Oh, entiendo! —suspiró Mike—, pero no tiene por qué gustarme.

    Me acordé del Pornotrón que alguien me había regalado y que colgaba del techo de mi apartamento de Moscú. Una noche pasada con una saludable rubia que tocaba el clarinete había sido suficiente para convencerme de que no necesitaba estímulos artificiales para mis placeres sexuales. Era como si te metiesen a la fuerza en la boca tu postre favorito.

    Permanecimos en silencio. La antigua ciudad murmuraba para nosotros. Me acordé de Madelon.

    —Todavía quiero que hagas aquel retrato de una persona que me es muy querida —le recordé.
    —Pronto. Primero quiero realizar un cubo sobre una muchacha que conozco. Pero tengo que buscar otro lugar para trabajar. Allí van a molestarme, ahora que han averiguado dónde estoy.

    Yo mencioné mi villa de Sikinos, en el Egeo, y Mike pareció interesado; así que se la ofrecí.

    —Allí hay un antiguo granero que podrías utilizar como estudio. Tiene una planta de fusión controlada de plasma, de forma que habrá toda la energía que necesites. Hay una casa, la pareja que la cuida, y cerca, un pueblecito. Me sentiría honrado si la aceptases.

    Asintió graciosamente a la oferta; yo hablé de Sikinos y de su historia durante un rato.

    —Las civilizaciones más antiguas son las que más me interesan —dijo Mike—. Babilonia, Asiria, Sumeria, Egipto, el valle del Eufrates. Creta me parece como un recién llegado. Todo era nuevo entonces. Todo estaba por inventar, por ver, por crear. Entonces los dioses no se hallaban divididos entre la cristiandad y los restantes. Había un dios, una creencia para cada uno, fuese grande o pequeño. No existían ni Dios ni los antidioses. Todo era más sencillo, hasta la vida misma.
    —Y más desesperada también —repliqué—. Monarcas despóticos. Enfermedades. Ignorancia. Superstición. De acuerdo, había que inventárselo todo, porque no se había inventado demasiado.
    —Estás confundiendo la tecnología con el progreso. Ellos tenían aire limpio, tierras nuevas, frescura. Entonces el mundo no había sido agotado.
    —Tú eres un pionero, Mike —le dije—. Estás trabajando en algo totalmente nuevo.

    Se rió y bebió un trago de vino.

    —En realidad, no. Todo arte comenzó siendo ciencia y toda ciencia empezó como arte. Los ingenieros han estado empleando los sensatrones antes que los artistas. Antes de eso, docenas de líneas de pensamiento y de invención se cruzaron en un punto y se convirtieron en sensatrones. Casualmente, éstos son un medio mejor de decir ciertas cosas. Para decir otras cosas, un dibujo a pluma, un poema o una película sería más eficaz. O quizá para no decirlas en absoluto.

    Yo me eché a reír, y observé:

    —El artista no ve cosas; se ve a sí mismo.

    Mike sonrió, y durante largo rato contempló fijamente la estructura de columnas sobre la colina.

    —Sí, ciertamente es así —dijo suavemente.
    —¿Es ésa la razón por la que haces tan bien a las mujeres? —le pregunté—. ¿Ves en ellas lo que quieres ver, esas facetas «tuyas» que te interesan?

    Giró su desgreñada cabeza oscura y me miró.

    —Creía que eras una especie de hombre de negocios, Brian. Pero suenas a artista.
    —Lo soy. Las dos cosas. Un hombre de negocios con talento para hacer dinero y un artista sin ningún talento en absoluto.
    —Hay montones de artistas sin talento. En su lugar usan la persistencia.
    —A menudo he deseado que no lo hicieran —gruñí yo—. Todo el mundo se piensa a sí mismo como artista. Si yo tengo algún talento, será el de comprender que no poseo ninguno. Sin embargo, soy un conocedor de primera clase. Por eso quiero que hagas un cubo de mi amiga.
    —Persistencia, ¿lo ves? —se echó a reír—. Mientras esté en Sikinos haré un desnudo muy erótico. Después quizá necesite hacer algo más relajante. Podría ser tu amiga entonces, si me interesa.
    —Quizá ella no sea tan relajante. Es... un original.

    Lo dejamos así, y le dije que se pusiese en contacto con mi oficina de Atenas cuando estuviese listo para ir a la isla y que ellos lo arreglarían todo.

    Más tarde me enteré, casi por accidente a través de un amigo, que Mike había sido temporalmente «reclutado» para trabajar en algo llamado el Proyecto Guardian. Le llamé por el video y tropecé con una muralla de prohibiciones y vigilancia que me impidieron hablar con él en la Estación Tres, el satélite espacial para investigación médica. Afortunadamente conocía a un general de las fuerzas espaciales, que compartía mi pasión por la escultura esquimal y los viejos westerns de Louis L'Amour. El lo arregló, y me encontré a Mike saliendo de su turno.

    —¿Qué te están obligando a hacer: el retrato del comandante?

    Sonrió fatigadamente y se derrumbó sobre su catre, haciendo girar el receptor con el pie para quedar dentro del radio de transmisión.

    —Nada tan fácil. Guardian es el antiguo Proyecto Escudo, sólo que ahora con Prioridad Uno.

    Mandaron fuera de aquí a todo el mundo bajo observación y trajeron sangre nueva. Parecen creer que les puedo ayudar.

    —¿Puedo hacer algo? ¿Quieres que intente sacarte de ahí? Conozco a algunas personas influyentes.

    Negó con la cabeza.

    —No. Pero gracias de todos modos. Me dieron a escoger entre un reclutamiento prioritario y un contrato. Sólo quiero terminar con esto de una vez y volver a vivir a mi manera.

    Contemplaba los papeles que tenía en la mano con ojos que no veían.

    —¿Son las partículas de baja energía la causa del problema?

    Asintió.

    —Estar expuesto a ellas durante un período de tiempo largo; ése es el problema. Sobreviene un cambio repentino en el metabolismo que es desastroso. A menos que podamos controlarlo, limitará el tiempo que el hombre puede permanecer en el espacio. —Levantó un bulto del tamaño de un dedo pulgar—. Creo que esto podría conseguirlo, pero no estoy seguro. Es el prototipo de un Sistema Molecular a escala que yo diseñé.
    —¿Puedes conseguir una patente? —pregunté automáticamente.

    Volvió a negar y se rascó la cara con el aparatito.

    —Cualquier cosa que diseñe es suya. Está en el contrato. Mira, el problema no está en la unidad, sino en esos condenados sistemas sensores y de control. Primero tienes que encontrar las partículas; luego, atraer su atención. ¡Dios, si solamente pudiera mandarlas al subespacio y librarme de ellas...! —Su voz se apagó y contempló el aparato.

    Después de un minuto o dos, movió la cabeza e hizo una mueca.

    —Lo siento. Escucha, ya te llamaré más tarde. Acabo de tener una idea.
    —¿Inspiración artística? —dije, haciendo un gesto.
    —¡Hum! Sí, supongo que sí. Me perdonas, ¿verdad?
    —Claro.

    Golpeó el control y me encontré contemplando estáticos. No le volví a ver en cinco meses; después recibí su llamada transmitida a través de Base Sahara a mi hotel de Pekín. Dijo que no podía hablar sobre el Proyecto Guardian, pero que estaba disponible para aceptar la oferta de Sikinos, si todavía estaba abierta. Le envié directamente a la isla, y pasaron dos meses más antes de saber nada de él. Recibí un dibujo a pluma con la vista que se contemplaba desde la terraza de la villa y una muchacha desnuda tomando el sol. Después, a finales de agosto, sonó una llamada suya en mi oficina de Problemas Generales.

    —He terminado el cubo sobre Sofía. Estoy en Atenas. ¿Dónde te encuentras? En tu oficina fueron muy misteriosos e insistieron en retransmitir ellos mismos mi llamada.
    —Ese es su trabajo. Parte del mío es no dejar que algunas personas sepan dónde estoy o qué hago. Pero me encuentro en Nueva York. El martes iré a Bombay, pero podría resolverlo todo allí. Estoy ansioso por ver el nuevo cubo. ¿Quién es Sofía?
    —Una chica. Se ha marchado.
    —¿Eso es bueno o malo?
    —Ninguna de las dos cosas. Estoy en casa de Nikki. Ven a verme. Me gustaría saber qué opinas del nuevo. Me sentí repentinamente orgulloso. —El martes en casa de Nikki. Dale recuerdos míos a ella y a Barry. Colgué y marqué el número de Madelon.


    Capítulo 2


    La hermosa Madelon. La rica Madelon. La famosa Madelon. La Madelon de los superlativos. Madelon la Desconcertante. Madelon, la Ilusión. La vi a sus diecinueve años, delgada pero voluptuosa, de pie en el centro de un semicírculo de hombres que la admiraban en una aburrida fiesta de San Francisco. La quise intantáneamente, sintiendo una especie de «shock de reconocimiento» del que a veces se habla.

    Me miró por entre los hombros de un ejecutivo de comunicaciones y un magnate de aceites fósiles.

    Su mirada era firme y su rostro tranquilo. Me sentí un poco tonto mirando, y muchos de los reflejos automáticos que los hombres ricos desarrollan para ahorrarse dinero y un corazón roto entraron en acción. Comencé a alejarme, y ella sonrió.

    Me detuve, mirándola todavía. Se disculpó con el hombre que hablaba con ella en aquel momento y se inclinó hacia adelante. —¿Te vas ya? —me preguntó. Asentí, ligeramente confuso. Pidió permiso encantadoramente al semicírculo, reluctante a dejarla partir, y se acercó a mí.

    —Estoy lista —dijo de aquella forma segura y calmosa que era característica suya. Yo sonreí, aunque todos mis circuitos protectores se hallaban activados y alertas. Mi ego había sido tocado.

    Nos dirigimos hacia el ascensor de cristal que descendía por el exterior del complejo de la torre Fairmont, y contemplamos la niebla que, acercándose desde las colinas, cerca de Twin Peaks, descendía sobre la ciudad. — ¿Dónde vamos? —preguntó ella. —¿Dónde te gustaría ir?

    Yo había conocido a un millar de mujeres que se me habían pegado con todo el deseo, encanto y casualidad —aparentemente naturales— posibles entre una muchacha pobre y un hombre rico. Algunas habían sido atrevidas, otras sutiles, algunas tan sutiles como se puede serlo en este mundo. Unas pocas habían ofrecido sinceramente un arreglo comercial. En un tiempo había aceptado un poco de cada cosa. Pero ésta... ésta era, o bien distinta, o más sutil que la mayoría de ellas.

    —Tú esperas que yo diga: «Adonde tú vayas», ¿no es verdad? —contestó ella con una sonrisa.
    —Sí. De una forma u otra.

    Abandonamos el ascensor y nos dirigimos directamente hacia el garaje vigilado. A veces entrar en el propio coche aparcado en una calle pública es algo peligroso para un hombre rico.

    —Bueno, ¿dónde vamos?

    Ella me sonrió, mientras Bowie sostenía la puerta abierta. Esta chasqueó al cerrarse detrás de nosotros, reflejando la seguridad que poseía en realidad.

    —He estado considerando dos alternativas. Mi hotel y trabajar con unos documentos..., o Tierra, Fuego, Aire y Agua.
    —Las dos cosas. Nunca he estado en ninguno de esos dos sitios.

    Recogí el micrófono interior.

    —Bowie, llévanos a Tierra, Fuego, Aire y Agua.
    —Sí, señor. Informaré a Control.

    La muchacha rió y dijo:

    —¿Te está vigilando alguien?
    —Sí, mi oficina local de control. Tienen que saber dónde estoy, incluso si no quiero que me encuentren. Es el castigo por tener negocios en diferentes zonas horarias. De paso, ¿vamos a usar algún nombre?
    —Claro, ¿por qué no? —sonrió—. Tú eres Brian Thorne y yo soy Madelon Morgana. Tú eres rico y yo soy pobre.

    La miré de arriba abajo, desde el cabello despreocupadamente alborotado a las frágiles sandalias.

    —No, creo que quizá no tengas dinero, pero no eres pobre.
    —Gracias señor —dijo ella.

    San Francisco rodaba a nuestro lado, una ciudad antigua pero digna que guardaba el paso reluctantemente con el mundo moderno, y muchas veces lo mejoraba. Al doblar una esquina, vimos cerca una pequeña manifestación, próxima a una de las oficinas gubernamentales. Blake oscureció las ventanas y giró hacia el mar. Frenó bruscamente cuando comenzaba a girar, y escuché el repiqueteo de las piedras contra la carrocería y el parabrisas.

    —Sujétense —dijo Bowie por el micrófono interior.

    El coche giró como un rayo. Se oyó el crujido de algo bajo los neumáticos; después nos lanzamos hacia adelante, entre una granizada de piedras y otros golpes.

    Miré a Madelon, que se sujetaba a una correa y observaba alerta en todas direcciones, aunque las ventanas opacas no mostrasen nada.

    —Bowie se las arreglará —le dije, pero mi mano se apoyaba en uno de los paneles secretos, detrás del cual había una Smith & Wesson Antidisturbios con cuatro grandes cartucheras cargadas y los controles exteriores del gas lacrimógeno.

    El coche se detuvo repentinamente; luego dio media vuelta, lanzándonos hacia adelante contra los cinturones de seguridad, y con un chirriar de neumáticos, nos abalanzamos sobre algo, probablemente un obstáculo. Oí un fuerte golpe, después un grito, y marchamos rápida y suavemente.

    Al cabo de unos cuantos minutos Bowie nos devolvió de nuevo el paisaje de la ciudad, y descendimos una colina, subiendo luego por otra.

    —¿Algún herido? —pregunté.
    —Un zongo con una barra de hierro saltó desde una valla, pero le vi levantarse e intentar alcanzarnos. Tendré que denunciarlo mañana para que lo encierren, señor Thorne.
    —Gracias, Bowie.
    —¿Te suceden a menudo este tipo de cosas? —preguntó Madelon.

    Me encogí de hombros.

    —Los hombres frustrados necesitan blancos... —Volví a encogerme de hombros; no siempre podía culparles a ellos—. Un coche con chófer, una mujer hermosa... No quiero lastimar a nadie, pero tampoco quiero que me lastimen a mí.
    —¿Por qué protestaba toda aquella gente, de todas formas? —le preguntó Madelon a Bowie.
    —No lo sé, señorita. Aquí no hay muchas manifestaciones a causa de la falta de alimentos. Puede que haya sido un grupo del Trabajo Semanal, o alguna de la gente de Zeropop protestando contra alguna nueva norma. Es difícil decirlo. A veces la gente se hace zongo sin ningún motivo definido, como una especie de resultado de todo lo demás.

    Madelon suspiró y ajustó su cinturón de forma que pudiese acercarse más a mí.

    —¡Socorro! —susurró, mientras nos cogíamos las manos.

    Cuando llegamos a Tierra, Fuego, Aire y Agua, Bowie me llamó disculpándose, al ir yo a cruzar la puerta. Le dije a Madelon que esperase, y fui a escuchar el informe por el interfono. Al reunirme con Madelon en el interior, ella me sonrió y me preguntó:

    —¿Qué tal era mi informe? Cuando yo adopté un aire inocente, ella se echó a reír.
    —Me sorprendería muchísimo que Bowie no tuviese ya un informe sobre mí de tu Control, o de quien sea. Dime, ¿soy alguien peligroso, una anarquista, una terrorista o algo así? Yo sonreí, porque me gusta la gente perceptiva. —Me dicen que eres la hija ilegítima de madame Chiang Kai Chek y Johnny Potseed, convicta de drogas, indigencia y publisciencia. —¿Qué es publisciencia?
    —No tengo ni la menor idea. Mi omnisciente personal me dice que tienes diecinueve años, naciste en Montana y eres una semihuérfana que trabajaste durante once meses en una oficina de la Blackfoot National Enterprises en Great Falls. Sus ojos se dilataron, y jadeó. —¡Lo averiguaron por fin! ¡Mis desesperados secretos han sido revelados!

    Me tomó del brazo y me empujó hacia el ascensor que nos dejaría en la caverna subterránea. Una vez dentro del abarrotado artefacto, me miró con grandes ojos inocentes.

    —¡Oh, señor Thorne, cuando accedí a cuidar de sus hijos, no sabía que quería salir conmigo esta noche!

    Giré lentamente la cabeza y la contemplé con un rostro granítico, sin hacer caso de los curiosos ni de las risitas.

    —La próxima vez que te encuentre cometiendo publisciencia con mi afghano, te dejaré en casa.

    Sus ojos se humedecieron y se volvieron tristes.

    —No, por favor. Le prometo que seré buena. Cuando volvamos a casa podrá azotarme de nuevo.

    Enarqué las cejas.

    —No. Creo que con llevar el collar será suficiente. —La puerta se abrió—. Ven, querida. Perdonen, por favor.
    —Sí, amo —dijo ella humildemente.

    La zona Tierra del club era el interior de una de las muchas colinas de San Francisco, espolvoreado con un plástico estructural de forma que parecía una cueva recién excavada, aunque bastante fuerte. Descendimos por el pasadizo curvo que conducía hacia el torbellino de ruido formado por un famoso grupo quiver y salimos a una gigantesca caverna hemisférica. Por encima de nuestras cabezas, una celosía de concreto soportaba una piscina transparente, repleta de nadadores desnudos y semidesnudos. Algunos eran invitados, y otros, artistas profesionales.

    En un extremo había una cascada, y en las hornacinas de la pared ardían las antorchas, mientras una luz parpadeante, como la de una hoguera, se proyectaba sobre todo. El grupo quiver sonaba desde una áspera caverna excavada en las paredes de tierra, a medio camino de la piscina.

    Mientras la tomaba del brazo para conducirla entre la muchedumbre quivering sobre la pista de baile, dije:

    —Sabes que no existe ninguna señora Thorne ni hijos.

    Ella me sonrió con serena confianza.

    —Eso está bien.

    La noche se arremolinó a nuestro alrededor. Los vientos soplaban aromáticos y cálidos, frescos y revigorizantes después. Por encima de nosotros, la gente se lanzaba al agua con galaxias de burbujas a su alrededor. Un grupo quiver daba paso a otro; atezados animales, vestidos con falsas pieles de león y cabello desgreñado; las mujeres, con los pechos al aire y provocativas.

    En cien minutos Madelon se convirtió en cien mujeres distitas, pero sin ningún esfuerzo aparente. Todas eran ella, desde una hosca sirena a una vociferante adolescente. Confieso que me enamoré perdidamente y dejé de preocuparme de si me estaría tendiendo una trampa.

    La elemental decoración actuaba como un estimulante, y la gente se nos unió, riendo, bebiendo y viajando; unos iban y otros venían. Madelon era un imán que atraía la alegría y el placer, y yo me sentí muy orgulloso.

    Hacia el amanecer regresamos a la superficie y pulsé un timbre para llamar a Bowie. Fuimos a ver la salida del sol sobre la bahía; después nos retiramos a mi hotel. En el ascensor le dije:

    —Tendré que compensar a Bowie por esto. Pocas veces estoy fuera hasta tan tarde.
    —¿Sí?

    Su rostro mostraba una expresión traviesa; luego se dulcificó, y nos besamos delante de la puerta de mi habitación. Mientras entrábamos, ella comenzó a desvestirse con gran naturalidad y riendo me empujó dentro de la ducha, mientras yo estaba apreciando la belleza de su esbelta y joven figura. Nos enjabonamos y deslizamos nuestros cuerpos uno contra el otro, sintiéndome más joven y más vivo de lo que me había sentido durante años.

    Hicimos el amor, y la música sonó como nunca. En el exterior, la ciudad se despertaba y comenzaba sus negocios. ¿Qué puede decirse cuando dos personas hacen el amor por primera vez? A veces es un desastre, porque ninguno de los dos conoce al otro, y ese desastre colorea los acontecimientos que siguen. Pero a veces es excitante y nuevo y maravilloso y gratificante y hace que quieras repetirlo una y otra vez.

    Aquello cambió mi vida.

    La llevé a Tritón, la ciudad dentro de una burbuja en el fondo del Mediterráneo, cerca de Malta, donde quedamos maravillados ante la branquia orgánica de investigación y vimos atracar a los submarinos rastreadores de plancton. Nos ajustamos unas membranas branquiales artificiales y buceamos entre rocas y peces a grandes profundidades. Su cabello se desplegaba como el de una sirena. Nos sumergimos y salimos con una escolta de veloces peces linterna. «Descubrimos» los herrumbrosos restos de una galera de guerra fenicia e hicimos el amor a veinte brazas de profundidad.

    En Cos, el lugar de nacimiento de Hipócrates, Hilary dio una gran fiesta en su villa, y asistimos al estreno de una película de Thea Simon. Comimos fruta en la terraza y estuvimos viendo las naves que partían hacia el espacio desde la Base Sahara.

    —Es tan hermoso —dijo ella, mirando los rastros luminosos de los cohetes abandonados por las naves al describir sus arcos. Los rastros se enredaban y se esfumaban, debido a las corrientes de aire, convirtiéndose en abstractos de neón en la luz del atardecer.

    Asentí en medio de la penumbra. Detrás de nosotros oía cómo Las fuentes de Roma, de Respighi, reemplazaba al soñador Pájaro de las Visiones. Madelon y yo permanecimos sentados en el amigable silencio nocturno.

    Los garabatos caligráficos del neón casi se habían desvanecido cuando alguien encendió en el jardín, bajo nosotros, una escultura cinética provista de computador. Era un complejo de luces y reflejos deslumbrantes que giraban arrolladoramente, obra de Constantino 7, un artista cinético muy popular en aquel momento. Sus numerosas partes que bajaban se abrían y relampagueaban; estaban controladas por una cinta numérica escogida al azar, de forma que nunca era repetitiva.

    Madelon la miró durante un rato; después dijo:

    —Mi vida acostumbraba a ser así. Oh, sí. Corriendo de una parte a otra, siempre deprisa, sin ir a ningún sitio, muy brillante y au courant. Supongo que estaba intentando averiguar quién era yo. Yo era... yo soy... muy ambiciosa, pero me siento culpable de ser así.
    —No lo hagas —dije yo—. Sin ambición nunca se consigue nada.
    —Todavía no estoy segura... de saber quién soy. Ni siquiera de saber lo que quiero. —Extendió una mano y me tocó—. Sé que te quiero y que quiero estar contigo...
    —Pero... —exclamé.
    —Tú no eres el mundo, pero me proporcionas el mundo mayor que conozco.

    Su voz era seria y baja, mientras la escultura cinética era devuelta a la oscuridad, probablemente por alguien que la liberaba de su miseria.

    —Tú has sido siempre diferente —dijo ella—, porque siempre eres el mismo. Eres... como una roca.

    Hice una mueca en la oscuridad de la noche.

    —Nací completamente adulto de la cabeza de Júpiter.

    Ella me devolvió la sonrisa y me dio unos golpecitos en el brazo.

    —Sabes, intentar averiguar quién eres es la cosa más solitaria que hay. Si no eres tú, ¿quién eres? —Suspiró y durante un momento permaneció en silencio—. He sido muchas personas. Pero todos esos papeles eran yo, eran facetas de mí. Pero tú eres siempre tú. Te he observado hablando con los famosos y con los desconocidos, con los que son alguien y con los que no son nada. Eres exactamente igual. Solamente te he visto impacientarte con los estúpidos y con los que malgastan el tiempo. Cuando estás alegre lo compartes y cuando algo te hiere lo ocultas, pero resultas siempre tú.
    —Esa es la impresión que siempre dan los demás: que ellos son los profundos y los completos, pero que tú eres inseguro, fragmentado, incompleto. Pero eso no es cierto. Todos sufrimos un proceso de crecimiento. Hasta una roca se convierte en gravilla y la grava en arena y la arena en arenisca y ésta en roca.

    Después me reí en la oscuridad y murmuré que había pegado un resbalón y me había metido en filosofías.

    —¿Cómo eras cuando eras una niña? —le pregunté.

    Yo conocía las fotografías de su dossier, pero no a ella.

    —Era delgada y no tenía pechos, y quería pechos y caderas para poder ser una mujer de verdad. Después, cuando tuve pechos y caderas y todo lo demás, descubrí que para ser una mujer hacían falta muchas más cosas. Aprendí. Sobreviví. ¿Cómo eras tú de pequeño?

    Pensé por un momento y dije:

    —Pequeño. Aislado. Repleto de sueños. Ignorante. Obstinado. Inquisitivo. . —¿Querías ser artista?
    —Sí. Pero me faltaban algunos empalmes para ello.
    —Pero eres famoso como un aficionado a las artes...
    —Eso es muy distinto de ser un artista —comentó—. Muy distinto.

    Madelon dijo con una sonrisa:

    —Me encanta ir contigo a museos, galerías, estudios y cosas así. Dices lo que te pasa por la imaginación y no intentas hacerte el sofisticado.

    Tomé un sorbo de vino e hice girar el vaso.

    —Nunca he sido un hombre que piense que en un museo se debe estar especialmente silencioso. Mientras no moleste a nadie más ni invada su intimidad, siempre me he sentido libre para hablar, reír, discutir o callarme. El arte no es sagrado para mí, no de esa forma. Algo que está en un marco o sobre un pedestal no necesita ni mi silencio ni un discurso. Una cosa que esté en un marco no se convierte automáticamente en arte, simplemente es algo que alguien ha enmarcado.
    —¿La ley de Sturgeon? —sugirió Madelon—. El noventa por ciento de las cosas son toscas, incluyendo esta afirmación.
    —Sí, y me temo que la proporción sea todavía mayor en el arte. Durante toda mi vida adulta la gente siempre procura estar cerca de mí en las galerías, porque si estoy con alguien, hablo de lo que veo y siento, y algunas personas, incluso extranjeros, parecen encontrarlo interesante. O quizá simplemente no sea corriente. Intento no hablar de lo que creo que el artista quería decir o sentía, sino de lo que yo siento o de lo que el artista me ha transmitido.
    —¡Oh —exclamó Madelon— cómo me disgustan los que te lo intentan explicar!

    Yo también me reí.

    —Nunca me oirás decir: «Una síntesis única de lo puramente somático y sutilmente conceptualizado, con una comunicación casi verbal a nivel cognoscitivo estético». Nunca atribuiré motivos e intelectualizaciones a hombres a quienes no conozca personalmente, y bien además.
    —Pero hay influencias que son obvias —señaló Madelon.
    —¿Recuerdas aquella exposición peruana que vimos? En la jungla, donde vivieron aquellos ceramistas y artesanos, y que era su única realidad —su único concepto de realidad—, crearon esos vasos con figura de jaguar que son la manifestación de miedo y de respeto más fiera y aterradora que he visto nunca. Podría hablar del impacto de la Iglesia sobre alguno de los artistas que pintó lo que sentía, y después añadió las aureolas y los símbolos del santo que había seleccionado.
    —Pero todos los artistas están influenciados por su época —insistió Madelon— . Y las épocas por los artistas.
    —Por supuesto. Pero yo siempre hablo por mí, no por el artista. Si éste o ésta tienen algún valor, la obra habla más alto, más claro y más escuetamente que cuanto pudiese decir yo y durante mucho más tiempo.
    —¿Qué te parecen esos nuevos, los fragmentalistas? Trabajan con computadores y cámaras de nubes y nunca llegan a ver su obra; sólo se enteran de lo que sucedió.
    —Sí, de lo que existió durante un nanosegundo o dos y desapareció después. Puesto que nadie puede ver su arte, supongo que ésa es la razón por la que arman tanto ruido con él. Sus obras no pueden decir nada; por tanto, lo hacen ellos.

    Madelon me sonrió en la oscuridad.

    —Brian, nunca he visto a nadie que no fuese un artista activo, trabajando, que estuviese tan interesado en el arte como tú.

    Yo me encogí de hombros.

    —Es simplemente parte de mi vida. Cuando la gente compra arte para hacer una inversión, no me gusta. Futuros artísticos es una frase que he oído demasiado a menudo. Quizá sea como comprar futuros orgasmos, no lo sé. —Contemplé de nuevo las borrosas estelas luminosas—. Siempre he intentado ser yo mismo. Pero el mejor yo posible. Mis mayores yerros tienen lugar cuando me fallo a mí mismo.

    Me volví y sonreí a la mujer más hermosa que conocía.

    —¿Y qué querrás ser cuando te vuelvas mayor?
    —Yo —dijo ella—. La mejor posible, solamente.
    —¿Te interesaría invertir en un futuro orgasmo? —le pregunté.

    Ella se desenroscó graciosamente de la silla, sonriente y sedosa.

    —¿Me estás pidiendo que me olvide de los muchos placeres de Hilary, mi querido señor?
    —Pues sí. Tenía en la imaginación algo más íntimo.
    —Estaba pensando que ojalá estuvieses tomando tus pildoras ESP, querido. Estaba pensando en algo parecido yo también.

    Volamos a San Salvador y cabalgamos entre las altas hierbas de mi rancho ganadero e hicimos el amor junto a un riachuelo. Madelon fue testigo de mi reprimenda a un capataz perezoso que había permitido que el ganado consumiese un porcentaje demasiado alto de los preciosos cereales. Ella no lo mencionó hasta después de nuestra visita a la reserva ecológica en el Gran Arrecife Coralino, cuando estábamos paseando por la playa de Bora—Bora al atardecer.

    Madelon me miró tras un largo silencio.

    —A veces eres muy duro con la gente, ¿sabes? Pides demasiado.
    —No. Sólo lo mejor. Cuando te dejas satisfacer con la mediocridad, tú mismo te conviertes en mediocre.

    Ella dio una patada a la arena e hizo una mueca, mientras decía:

    —La civilización moderna ha colocado la mediocridad al mismo nivel de la excelencia..., y después desprecia la excelencia por haberse rebajado.
    —Bien, bien —dije—. Y yo tengo que ser duro con la gente.
    —Eres famoso, y supongo que la gente lo espera.
    —Tengo una reputación. Eso quiere decir que han oído hablar de mí, pero no saben nada de mí. Cuando se es famoso, la gente lo sabe todo acerca de uno. Si se es conocido, lo saben todo sobre uno, se quiera o no.
    —Suena como si hubieras hecho un estudio —comentó ella con la luz del sol poniente dando tintes rojizos a su rostro.
    —Un mecanismo de defensa. Una figura pública es alguien que ha salido más de una vez en el video. Una celebridad es alguien cuyo rostro conoces, pero cuyo nombre no puedes recordar. O al contrario. Una figura famosa es una vieja celebridad. Una figura destacada es una antigua figura famosa, mientras que una actriz es una figura joven y famosa.

    Ella se detuvo y me rodeó con sus brazos.

    —Sabía que llegarías al sexo.
    —Me parece que por esta noche ya hemos pontificado bastante —dije, y la besé. —Pontifícame aquí mismo —exclamó ella, desprendiéndose del sarong de tela brillante.
    —Suponte que te dogmatizo.
    —¡Oh, maravilloso! —dijo ella empujándome hacia la oscura arena, bajo nubes púrpura ribeteadas de rosa.

    En Ankara visitamos el complejo de tumbas excavadas en un acantilado rocoso, donde tres generaciones de la misma familia habían esculpido una fantasía en mármol y alquilado espacio en la tumba a los ricos. Madelon comentó sobre todos aquellos años de excavación y acarreo de arena:

    —El tiempo no tiene nada que ver con la creación del arte.

    Yo añadí:

    —No importa si les llevó diez años, diez minutos o diez generaciones. El arte debe serlo por sí mismo. El artista no puede estar al lado diciendo: «Mirad, esta parte me llevó tres años y en aquella otra empleé un invierno completo». Hemingway escribió dos de sus mejores cuentos antes de almorzar, y después volvió a trabajar. La Capilla Sixtina llevó años. El tiempo que se emplea es algo que solamente le interesa al artista. Si trabaja lentamente, podría ser difícil retener la totalidad de la visión durante el tiempo necesario. También podría limitar su resultado final, y no ser capaz de decir todo lo que quiere podría ser frustrante. Pero el trabajo lento quizá diese más oportunidades de una interacción con la obra. Todo depende del artista.
    —¿No te gusta esto? —preguntó ella, haciendo un gesto hacia la línea del acantilado, cubierta de fachadas, terrazas y pórticos.
    —Sí, pero lo importante es que existe, no el tiempo que tardó en hacerse. Es como decir que una cosa es mejor porque tardó mucho tiempo en hacerse, y eso ciertamente no es verdad.
    —¿Entonces lo importante es la visión del artista y su habilidad para transmitir su visión?
    —Sí, para el espectador. Para el artista podrá ser haberlo hecho y lo cerca que haya llegado de satisfacer su visión etérea con la realidad.
    —Entonces, cuanto más se aproxime la realidad de la obra terminada a la visión que él tenía, ¿mejor es la obra?
    —Bueno, será más conseguida. Después todavía tendríamos que ocuparnos del valor de la visión.
    —¡Oh, Dios, esto es interminable! ¿Cuántas visiones bailan dentro de la cabeza de un pintor?
    —Una sola cada vez.

    El mundo era nuestro terreno de juego, un hermoso juguete. Hasta podíamos lamentar los duros, aunque necesarios, métodos que estaban utilizando para reducir la población de la India mientras volábamos sobre París dirigiéndonos hacia la féte de André, en la cual las mujeres más bellas de Europa aparecieron cubiertas de joyería corporal esculpida y poco más.

    La llevé a la excavaciones de Ur, en el ardiente y polvoriento valle del Eufrates, pero permanecimos en una villa móvil con aire acondicionado. Navegamos por el océano Indico con Karpolis, mientras las revueltas de Bombay causaban la muerte de cientos de miles de personas. El resto del mundo parecía muy lejano, y realmente no me importaba mucho, porque estaba deleitándome en un festín de amor. Mi hombre de confianza, Huo, se encargaba de los asuntos de rutina, y durante un tiempo puse casi todo lo demás a un lado.

    Volamos hasta Estación Uno y «bailamos» en la atmósfera sin gravedad de la llamada «Pista Estelar», en la gran sala del eje central. Tomamos un transporte a la Luna para que Madelon la visitase por primera vez. Observé la Base Tycho con ojos nuevos y un sentido de aventura y maravilla que provenía de la muchacha. Subimos a la Cúpula Copérnico, y después echamos un vistazo al nuevo Observatorio Juventud, en la cara de atrás. Juntos contemplamos las estrellas. Viéndolas con tanta claridad, tan próximas y sin un solo parpadeo, sentí casi dolorosamente el deseo de visitarlas, y lo mismo le sucedió a ella. Empaquetados en el interior de unos voluminosos trajes, dimos un paseo sobre la superficie, ligeramente molestos por la discreta vigilancia de un guía del Tour Lunar que se encontraba allí para cuidar que los novatos no enredasen demasiado.

    Disfrutamos a fondo cada minuto de aquel viaje. Por la noche, en la cama, hablábamos sobre las estrellas y la vida alienígena y hacíamos la clase de planes para el futuro que hacen los amantes.

    Yo estaba enamorado. Estaba ciego, indefenso, sensible, feliz, loco y completamente atontado. Gasté una fortuna emocional, y la di por bien gastada.

    Ciertamente estaba enamorado.

    Pero el amor no puede reprimir, ni puede ser comprado, ni siquiera con amor. El amor solamente puede ser regalo, libremente dado, libremente aceptado. Empleé mi dinero como un instrumento, de la misma forma que Cilento usaría un esquema de rastreo para que nos proporcionase tiempo y placer, no para comprar a Madelon.

    Todos aquellos viajes costaban una fortuna, pero ésa era una de las razones por las que yo tenía dinero. Yo podía haber dejado de trabajar para gastarlo hacía mucho tiempo, pero sabía que afectaría seriamente mi capital con encargos, proyectos, viajes de placer y mujeres. Ya comenzaba a pensar en un viaje a Marte con Madelon, pero aquello significaría un mes de ausencia, y era una porción de mi tiempo demasiado grande para sustraerla de las obligaciones que tenía.

    A cambio la introduje en mi mundo. Había acontecimientos públicos notorios, conciertos, exposiciones y fiestas. Ella compartía mi entusiasmo por encontrar y ayudar a los artistas jóvenes de todos los campos, desde el pobre campesino mejicano con un talento natural para la escultura en arcilla hasta el peludo y hosco eslavo que tenía la casa llena de extraordinarias grabaciones del sintetizador, que muy pocas personas habían oído.

    Las observaciones de Madelon sobre arte, sobre la gente y las cosas, sobre filosofía, sobre lo grande y lo pequeño, eran siempre interesantes y a menudo profundamente agudas y perspicaces.

    —La realidad es irreal para los que no son . cuerdos —dijo una vez—, y la locura parece irreal a los cuerdos.

    Durante Warlock, la ópera de Douglas Weiss, ella me susurró:

    —Los actores intentan fundir los deseos de la infancia con las necesidades de los adultos.

    Yo la miré enarcando las cejas, mientras me hizo una mueca, encogiéndose de hombros.

    —Mi mente está divagando —dijo.

    Durante una fiesta en el interior de una burbuja del complejo Ondina, mientras a cien brazas por encima rugía una tempestad, se volvió hacia mí tras haber estado observando a un grupo de gente.

    —Si no puedes ser más de lo que eres, tienes que poner empeño en ser todo lo que puedes ser.

    Saliendo del recolector de plancton Thor Heyerdhal, comentó:

    —Yo siempre me despido sin más. Es la única forma de no verme agobiada con citas que no podré cumplir.

    También comentaba que Texas constituía el mayor estado de la Unión libre de glaciares y que Peter Brueghel era un artista que podía dibujar una multitud.

    Pero la vida con Madelon distaba mucho de ser una vida de viajes y sexo. Era variada y compleja, sencilla y rápida, lenta y cómoda... todas esas cosas.

    —¿Cómo has llegado a ser tan rico? —me preguntó Madelon una noche, después de haberme visto autorizar un gasto considerable en un determinado proyecto—. ¿Tu familia es rica?
    —No, mi padre era ingeniero y mi madre se dedicaba a la música. No vivíamos pobremente, pero tampoco nos sobraba nada. A veces me pregunto por qué soy rico..., o más bien cómo he llegado a serlo. Creo que conozco la razón. Fue para permitirme ciertos lujos. Para hacer las cosas que me gustaban se necesitaba dinero. Descubrí que tenía talento. El dinero se puede conseguir si se desea con la fuerza suficiente.
    —Eso suena como un cliché —dijo ella—. Conozco montones de personas que quieren desesperadamente tener dinero.
    —Sí, lo desean desesperadamente, pero no están dispuestos a hacer todo aquello que hay que hacer. O no tienen el talento necesario. Supongo que yo soy un explotador. Veo una necesidad y la satisfago lo mejor que puedo. No intento crear necesidades que en realidad sean simples deseos. Tuve buena suerte, talento suficiente y estuve dispuesto a la hora de hacer los deberes. Trabajé durante muchas horas, horas muy duras.
    —Yo también trabajé muchas y duras horas —dijo Madelon— y tuve que hacer un montón de cosas que no me apetecían, pero no soy rica.
    —¿Es eso lo que quieres, ser rica?
    —Supongo que no. Pero deseo ser libre, y para eso se necesita dinero generalmente.
    —Sí, a veces. Tener un poco de dinero también permite ser libre, pero hay otros problemas cuando uno se encuentra en esa situación. Lo sé porque he conocido las dos cosas.

    Continué enseñando a Madelon ese mundo privado de los ricos, mi mundo, con las casas «seguras» en varias partes del globo; las playas privadas, los coches veloces, las colecciones, las reuniones y las tonterías. Le presenté valiosos amigos como Burbee, el senador; Dunn, el percusionista; gente como Hilary, Bárbara, Greg, Joan y el resto. Tenía trajes de Queen Kong de Shanghai y atuendos enjoyados de Simpson. Tuvo cosas y experiencias, y yo compartía su placer y su interés.

    Aprendí mucho sobre ella. Me enteré de esos asuntos pequeños, íntimos, que son hábitos reveladores..., lo intrascendente, lo aburrido. Casi nunca utilizaba maquillaje, pero llevaba siempre cinco clases diferentes de champú. Raras veces se ponía enferma, pero sufría de dolores en las uñas de los pies, que le crecían hacia dentro. Insistía en dormir en el lado derecho de la cama, pero siempre parecía levantarse una hora antes que yo. Algunos de sus trajes los llevaba siempre a cualquier parte del mundo, aunque teníamos guardarropas en todas las casas. Si decidíamos reunirnos con alguien importante o conocido, se leía religiosamente todo lo que encontraba sobre ellos, pero siempre parecía dar a la persona en cuestión la impresión de que reaccionaba ante ella como una persona, no como un sha, o un príncipe de la corona, o un ganador de un premio de Bellas Artes. Tenía todo lo que quería, o eso pensaba yo, y de ahí surgió probablemente mi primer error.


    Capítulo 3


    Quería a Madelon y la conseguí. Obtener la mujer que deseaba no había sido nunca muy difícil. Encaramado sobre mi dinero y mi fama, me encontraba muy alto. A veces me preguntaba cuál sería mi éxito como amante sin dinero, pero era demasiado perezoso para probar.

    Quería a Madelon porque era la mujer más hermosa que había visto en mi vida y la menos aburrida. Tarde o temprano, todas las mujeres me habían aburrido, y la mayor parte de los hombres también. Cuando no hay sorpresas, hasta la persona más atractiva resulta insípida. Madelon provocó en mí una gran variedad de sensaciones, desde el amor al odio, algunas veces, pero nunca me resultó aburrida, pues el aburrimiento es el mayor pecado. Hasta aquellos que se esfuerzan en no ser aburridos pueden serlo, si sus esfuerzos se notan.

    Pero el interior de Madelon era tan bello como su exterior, y yo ya había tenido mi ración de carne hermosa y mentes subdesarrolladas.

    No se trataba exactamente de haber «conseguido a Madelon, sino que me casé con ella. Le resultaba atractivo. Nuestra vida sexual transcurría excelentemente, y mi riqueza constituía exactamente lo que a ella le convenía. Mi dinero era su libertad.

    Me abrí a ella como no lo había hecho con nadie más. Intenté mostrarle mi mundo, por lo menos la parte que se refería al arte. La parte que comprendía los negocios era una especie de partida, un ajedrez global o poker interplanetario, aburrido para la mayor parte de la gente.

    La llevé a un concierto de un joven músico sintetizador, cuya carrera estaba siendo patrocinada por una de mis fundaciones. Después, cuando estábamos tumbados sobre un colchón de agua cubierto de pieles, bajo la cúpula de cristal de mi apartamento de Nueva York, contemplando las luces de los rascacielos y las motas de helio, que recordaban insectos voladores, me preguntó:

    —¿Son todos los músicos tan arrogantes como ese compositor de música electrónica que te acorraló junto a la chimenea?
    —No, gracias a Dios no. Pero cuando se está convencido de haber creado algo qué el mundo debe conocer, se está ansioso de presentarlo.
    — ¡Pero él te estaba exigiendo que tú le patrocinaras! —sacudió la cabeza airadamente, esparciendo su cabello sobre mi pecho—. ¡Vaya un ego!
    —Todo el mundo lo tiene —dije, acariciándola con la yema de los dedos—. La gente está segura que el mío es muy grande, a causa de todos los acontecimientos a los que asisto y por todo eso del arte. Pero yo quiero ayudar a que el arte salga a la luz, en vez de extender mi propia fama ni mi ego.
    —¡Oh, Brian! —dijo ella dando un saltito y apretando su voluptuoso cuerpo contra el mío—, a veces te rebajas demasiado a ti mismo. No le contesté. La gente nunca lo entendía. Ella sí lo haría (o eso esperaba yo) a su debido tiempo.

    Yo quería ser una especie de mecenas de la creatividad, y no rascar mi ego contra el pedestal de la grandeza.

    Respiré profundamente, y dije:

    —¿Por qué no nos casamos?

    Sus ojos se dilataron de asombro.

    —¿Casarnos?

    Se sentó y agitó la mano a su alrededor, señalando las relucientes torres de Nueva York.

    —¿Quieres decir legalmente, ante Dios y ante todo el mundo?

    Yo asentí, y ella pareció divertida.

    —¿A qué viene eso? —preguntó—. Si resultase que yo me encuentro entre ese pequeño porcentaje de mujeres a las que no hacen efecto las inyecciones, siempre podría abortar, o tú podrías reconocer al niño. No hay necesidad de que nos casemos, Brian.
    —¿Y qué me dices de tu familia? —pregunté—. Por lo que me indicas, tu padre es un tigre a la antigua.
    —El no me dice lo que tengo que hacer, aunque le gustaría hacerlo.
    —Bueno, digamos que seguramente yo le agradaría más si estuviésemos casados.
    —Creía que nunca buscabas la aprobación de alguien para hacer una cosa.
    —Soy una persona autocomplaciente en extremo —sentencié—. Solamente hago lo que quiero hacer. Algún día quiero ir a Marte, y allí iré. Quizá tenga que pasarme sin ir a las estrellas, no obstante. Pero ahora mismo lo que quiero es que nos casemos legalmente y además delante de todos.
    —¿Y qué es lo que querrás mañana? —preguntó ella—. ¿No estar casado?

    La atraje hacia mí y la besé.

    —Parece que no me entiendes, querida. Soy un hombre muy poderoso y consigo todo lo que quiero.

    Ella me miró a través de ojos entornados.

    —¿Oh? ¿De verdad? ¿Puedo decir algo yo al respecto?
    —Lo que quieras.
    —En ese caso, digo que sí.

    Nos casamos dos semanas más tarde en lo alto del Templo de los Magos de Uxmal, Yucatán. Era el atardecer, y el templo se encontraba orientado hacia el este. Estaban unos pocos amigos íntimos, que llevaban antorchas. No existía ninguna razón particular en el hecho de haber escogido una pirámide maya como escenario. Sencillamente se trataba de que allí no había turistas, porque habían cerrado el templo durante un mes para comenzar unas nuevas excavaciones.

    Bebimos y festejamos toda la noche, haciendo los brindis de rigor y recibiéndolos. El padre de Madelon estaba allí, un nervudo y resistente hombre de unos cincuenta años, que decía poco y veía mucho. El y yo estábamos en el mismo borde occidental de la piedra, sobre los anchos y elevados escalones y escuchando la canción que había escrito Alison, que venía del otro lado del templo. Contemplamos la oscura jungla, viendo el débil bulto de las ruinas a nuestra derecha y la tienda blanca que cubría los hallazgos de la nueva tumba.

    —Thorne —dijo Sam Morgana—, si le hace daño a mi hija, le convertiré en carne picada para perros.

    Me volví y observé su rostro huesudo, duro en la noche. El bebió un sorbo de su vino y me mira inexpresivo.

    —No me gustan las amenazas, Sam —repliqué—. Ni siquiera esa clase de amenazas.

    Hizo un gesto de asentimiento.

    —A mí tampoco.

    Terminó su vino y regresó al otro lado del templo, dejándome solo. Después de un rato llegó Madelon y me rodeó con su brazo.

    —¿Qué te parecen los sacrificios de las vírgenes? —le pregunté.
    —No estoy capacitada.
    —¡Oh, vaya! Ya sabía yo que teníamos que haber esperado.
    —No es demasiado tarde para llamar a Vírgenes de Alquiler.

    Nos quedamos allí durante un tiempo, y el mundo estaba en silencio. La noche y la jungla, la luz de las estrellas y la luna creciente mostrando un pasadizo plateado entre las lustrosas hojas oscuras más abajo. Los invitados comenzaban a marcharse, riendo y deseándonos todo tipo de felicidades, bajando los escalones agarrados a la cadena de seguridad. Sam fue el último en partir. Se quedó mirándonos por un momento; luego saludó con la mano y comenzó el descenso.

    Madelon se separó de mí y corrió hasta él para darle un beso de despedida; después nos quedamos solos.

    Regresamos al lado oriental del templo y vimos que nuestros amigos habían erigido un lecho pagano para nosotros, justo en el interior de la puerta rectangular. Estaba cubierto de pieles, y un espléndido dosel de tela brillante colgaba por encima y detrás de nosotros. Había varias velas gruesas que parpadeaban a consecuencia de la fresca brisa prematinal, unos cuencos llenos de fruta fresca y una botella de vino. El aire estaba cargado con el aroma de flores exóticas y de la primitiva jungla.

    Cuando la primera luz de la aurora iluminó el oriente, hicimos el amor en el mismo lugar donde cientos de años antes los jefes mayas habían saludado a su dios, el Sol.

    Tras nuestro matrimonio, Madelon Morgana no se convirtió en Madelon Thorne, sino en Madelon Morgana. Maduró de una forma maravillosa y deliciosa. Se las arregló bien, con tacto y con dignidad, en el nuevo status que pasó a ocupar instantáneamente. Ser la esposa o la compañera de alguien rico, famoso o poderoso es muchas veces una posición llena de problemas.

    Era interesante observar cómo probaba la fuerza de sus alas. Al principio, yo era un ayudante conveniente y atractivo, un refugio, un profesor, un hombro, una puerta abierta, un defensor. Le gustaba lo que yo era para ella; más tarde le gustó todavía más quién era yo.

    Nos convertimos en amigos, además de en amantes.

    Por supuesto, en el transcurso del tiempo ella tuvo otros amantes, de la misma forma que yo conocí a otras mujeres que me interesaron, con un interés distinto al que sentía por ella.

    Ninguno poseía a Madelon, ni siquiera yo. Sus otros amantes no eran muy frecuentes, pero resultaban completamente reales. Yo nunca los conté, aunque sabía que Control podía obtener los datos en los computadores de la sección de vigilancia. No es que yo quisiera vigilarla; ella debía ser vigilada para su propia protección. Era una consecuencia de ser rico; qué mejor forma de sacarme unos cuantos millones que el antiguo y deshonroso método del secuestro. Protegerme contra un asesino era casi imposible si el hombre era inteligente y decidido, pero los equipos de vigilancia me confortaban cuando ella no estaba cerca de mí. Mientras tanto, y siempre que podía, estudiaba mazeru con Shigeta y tiro al blanco con Wesley. Los propios reflejos constituyen la mejor protección.

    En cuatro años, Madelon sólo había tenido dos amantes que, en mi opinión, estuviesen por debajo de ella. Uno era un rudo minero, que había hecho una fortuna en las minas marcianas cerca de Bradbury, y, junto con su nueva riqueza, desprendía una cierta vitalidad animal. El segundo fue una estrella de cine, encantador y guapo, pero esencialmente hueco. Fueron relaciones temporales, y cuando ella se dio cuenta de que me disgustaban, las rompió inmediatamente, algo que ninguno de los dos individuos pudo comprender nunca.

    Pero Madelon y yo éramos amigos, además de marido y mujer, y nadie es conscientemente duro con un amigo. Yo insulto frecuentemente a la gente, pero nunca soy duro. El gusto de Madelon era excelente, y sus otras relaciones, generalmente llenas de aprendizajes y alegrías, de forma que las dos que me resultaron desagradables constituyeron una absoluta minoría.

    Michael Cilento fue diferente.

    Yo hablé con Madelon, que estaba en el Egeo con un nuevo amante, y después volé al encuentro de Mike en casa de Nikki. Nuestro encuentro fue cálido.

    —Nunca te agradeceré lo bastante que me hayas dejado la villa —dijo abrazándome—. Fue muy bello, y Nikos y María, sumamente amables conmigo. Hice algunos dibujos de su hija. Pero la isla... ¡ah! Es hermosa, muy pacífica, sin embargo..., en cierta forma, excitante.
    —¿Dónde está el nuevo cubo?
    —En la galería Atenas. Están haciendo una exposición individual de un solo cubo.
    —Bien, vamos allá. Estoy ansioso de verlo. —Me volví hacia mi empleado Stamos—. Madelon vendrá pronto. Por favor, llévela directamente a Atenas. Vamos..., estoy excitado —le dije a Mike.

    El cubo, como todas las obras de Mike, era de tamaño natural. Sofía tenía la piel aceitunada y grandes pechos, y yacía sobre un sofá cubierto por una espesa piel, enroscada como un gato, pero completamente a la vista. En la obra había una opulencia, una riqueza, que recordaba las odaliscas de Matisse. Pero el puro erotismo animal de la muchacha lo arrollaba todo.

    Era la diosa Madre, la Tierra, Eva y Lilith a la vez. Era la princesa pagana, la primera sacerdotisa de Baal, la gran prostituta de Babilonia. Estaba desnuda, pero un signo solar brillaba oscuramente entre sus pechos. A su espalda, a través de un arco de piedra antigua y desgastada, se veía un mundo joven, verde y fresco detrás de una alta muralla. Aquí se percibía el tiempo, un escenario mucho más allá de la historia conocida, cuando los mitos eran hombres y monstruos quizá reales.

    Yacía sobre pieles de animales, sugiriendo vagamente un abandono lascivo, con todas las partes de su cuerpo al descubierto y una manzana medio comida en su mano. Una referencia tan directa a Eva hubiese resultado ridicula si la obra no poseyese un puro y crudo poder. Abruptamente, el simbolismo de la Eva bíblica y la manzana del conocimiento adquirían una realidad, un significado.

    Aquí, en algún lugar del pasado del hombre, había un cambio completo. De la sencillez a la complejidad, de la inocencia al conocimiento y, más aún, quizá a la sabiduría. Y siempre los íntimos y personales deseos secretos del cuerpo.

    Todo esto en un solo cubo, en un rostro.. Me acerqué a uno de los lados. La muchacha no cambió; únicamente ahora la veía de costado, pero la vista a través del arco resultaba diferente. Se veía el mar, extendiéndose hasta un horizonte inalterable bajo pesadas nubes. Las olas rodaban, silenciosas y cubiertas, por una capa de petróleo.

    Desde atrás se vislumbraba la parte contemplada por la voluptuosa muchacha: una habitación en penumbra, un pasillo que conducía a ella, iluminado por temblorosas antorchas, disolviéndose en la oscuridad... ¿en el tiempo hacia el tiempo? La Madre Tierra esperaba.

    El cuarto lado era una sólida muralla de piedra detrás de la mujer; sobre dicha muralla había una argolla de la que pendía una cadena. ¿Símbolo? ¿Decoración? Pero Mike era demasiado artista para incluir en su obra algo que no tuviese un significado, porque la decoración es simplemente un diseño sin contenido.

    Me volví hacia él para decirle algo, pero Mike miraba hacia la puerta.

    Madelon estaba en la entrada, mirando hacia el cubo. Se acercó despacio, registrándolo con los ojos, fijamente, misteriosamente. No dije nada, sino que me hice a un lado. Observé a Mike y mi corazón se retorció. La estaba contemplando con tanta intensidad como ella miraba el cubo sensatrónico.

    Mientras Madelon se acercaba, Mike se inclinó hacia mí.

    —¿Esta es tu amiga? —preguntó.

    Yo asentí.

    —Haré ese cubo que querías —dijo él suavemente.

    Esperamos en silencio, mientras Madelon, sin decir nada, rodeaba el cubo. Advertí que estaba excitada. Bronceada y en espléndida forma, vestía un modelo original de Draco, recién salida de su exploración submarina del Egeo, en compañía de Markos. Por fin, con un remolino de su falda, se separó del cubo y se dirigió directamente a mí. Nos besamos y nos abrazamos durante largo tiempo.

    Estuvimos un buen rato mirándonos a los ojos.

    —¿Estás bien? —le pregunté.
    —Sí.

    Ella me miró durante un largo instante más, buscando en mis ojos el rastro de una posible herida que pudiese haber causado, con una suave sonrisa en su rostro. En ese lenguaje abreviado e íntimo de viejos amigos y viejos amantes, me interrogó con la vista.

    —Estoy estupendamente —no mentía. Continuaba siendo su amigo, aunque no tan a menudo su amante. Pero todavía tenía más que la mayoría de los hombres, y no hablo de mis millones. Yo tenía su cariño y su respeto, mientras los otros contaban generalmente sólo con su interés.

    Se volvió hacia Mike sonriendo.

    —Tú eres Michael Cilento. ¿Quieres hacer mi retrato o usarme como modelo?

    Era lo bastante perceptiva como para saber que se trataba de algo más que de una simple diferencia de matiz.

    —Brian ya me ha hablado de ello —dijo.
    —¿Y bien? —no se sorprendió.
    —Antes de que pueda hacer un cubo, necesito siempre pasar algún tiempo con mi modelo.

    «Excepto con el cubo de Buda», pensé yo con una sonrisa.

    —Todo el que necesites —exclamó Madelon.

    Por encima de ella, Mike me miró con las cejas en alto. Yo hice un gesto de asentimiento. Fuese lo que fuese lo que se necesitase, me halaga pensar que comprendo el proceso creativo mejor que la mayoría de la gente que no es artista. Lo que era necesario era necesario; lo que no, carecía de importancia. Con Mike, la tecnología había dejado de ser otra cosa que un inconveniente mínimo entre él y su arte. Ahora sólo necesitaba intimidad y comprensión de lo que intentaba hacer. Y eso quería decir que necesitaba tiempo.

    —Usad el Transjet —dije yo—. Blake Mason acaba de terminar la casa de Malagasy. Vivid allí o viajad de un lado a otro una temporada. Mike me sonrió. —¿Cuántas casas tienes, de paso? —Me gusta cambiar de ambientes. Hace que la vida sea más interesante. Por mucho que intente pasar desapercibido de los noticieros, continúan encontrándome, y no puedo estar en tantos sitios a la vez como me gustaría. Mike se encogió de hombros. —Yo pensaba que un poco de fama sería de utilidad, y lo ha sido, pero sé lo que quieres decir. Después de las entrevistas en el mundo del arte y la exposición en Jimmy Brand, parece que no puedo ir a ninguna parte sin que haya alguien que me reconozca.
    —Lo dulce con lo amargo —sentencié.
    —Brian utiliza también un cierto número de personajes —dijo Madelon.

    Mike arqueó las cejas.

    —Las vidas secretas de Brian Thorne, completas con todos sus pasaportes y tarjetas de crédito —comentó ella riendo. Mike me miró y yo expliqué: —Es necesario cuando estás en el centro de una estructura de poder. A veces, necesitas escapar de todo eso, o sencillamente, no ser tú durante algún tiempo. Es algo parecido a los cambios de estilo de un artista. La casa de Malagasy pertenece a «Ben Ford» de Publitex... Yo no he estado allí todavía; así que tú puedes ser Ben.


    Capítulo 4


    La gente ha dicho que yo quería que aquello sucediese. Pero no se puede luchar contra la marea; viene y se va cuando quiere. Madelon era distinta de cualquier otra persona que yo hubiese conocido. Ella era su propia dueña. Poca gente lo es. Hay muchos que son reflejos de los demás espejos de la fama, del poder o de la personalidad. Muchos dejan que otros piensen por ellos. Algunos no son en realidad personas, sino números de una estadística.

    Pero Madelon era distinta a los demás. Ella daba y recibía, sin tener en cuenta muchas cosas, exigiendo únicamente sinceridad. Era dura para sus amigos, porque hasta los amigos requieren algunas veces un poquito de falsedad que les ayude.

    Se ajustaba a mi propia definición de la amistad: los amigos deben interesarte, divertirte, ayudarte y protegerte. No pueden hacer otra cosa. El nivel hasta el que cumplen con estos requisitos define el grado de amistad. Sin interés no hay comunicación; sin diversión no hay aliciente; sin ayuda y protección no hay confianza, ni sinceridad, ni seguridad, ni intimidad. La amistad es una calle de dos direcciones, y Madelon era amiga mía.

    Michael Cilento resultaba también distinto de la mayoría de las personas. Era un original, en camino de convertirse en leyenda. En el primer nivel existen personas que son «interesantes» o «diferentes». A los que están por debajo de esto, no debiera permitírseles que malgasten nuestro tiempo. En el escalón siguiente, hacia arriba, están los únicos; después, los originales, y finalmente esos, raros, que son leyendas.

    Podría halagarme a mí mismo diciendo que yo era diferente, posiblemente en los buenos días, único. Madelon era indiscutiblemente original; pero a mí me parecía que en Michael Cilento había algo extra, el arte, el impulso, la visión, el talento, que podía convertirle en una leyenda o destruirle.

    Así que se marcharon juntos a Magalasy, en la costa africana; a Capri, a Nueva York. Después supe que estaban en Argel. Mi Control mantenía sobre ellos una vigilancia especial, algo más que la usual protección que yo proporcionaba a Madelon. Pero yo no la llevaba en persona. Era asunto suyo.

    Un informe del video los mostró en Estación Uno, bailando en la gran sala de baile sin gravedad de la esfera. Aun sin recurrir a Control, yo era informado de lo que hacían y de dónde estaban por una legión de personas que encontraban placer en decirme dónde estaban mi mujer y su amante y lo que hacían y qué aspecto tenían y lo que decían, y así sucesivamente.

    En cierta forma, nada de esto me sorprendía. Conocía a Madelon y sus gustos. Conocía a las mujeres hermosas. Sabía que los cubos sensatrónicos de Mike servirían a muchas mujeres de pasaporte a la inmortalidad.

    Por supuesto, Mike no era el único artista que trabajaba en aquello, pues Hayworth y Powers estaban exhibiendo obras al mismo tiempo y Coe ya había hecho su gran «Familia». Pero las mujeres preferían a Mike. Los presidentes y los reyes buscaban a Cinardo y a Lisa Araminta. Las estrellas de cine pensaban que Hampton estaba de moda. Pero todas las grandes bellezas escogían a Mike en primer lugar.

    Yo estaba decidido a que Mike tuviese el tiempo y la intimidad necesarios para hacer un cubo sensatrónico de Madelon, y cursé instrucciones a todas mis casas, oficinas y sucursales para que Mike y Madelon fueran protegidos de los reporteros, de los chiflados y de la gente poco interesante en cuanto fuera posible.

    Aquel anhelo por poseer un retrato sensatrónico de Madelon era puramente egoísta por mi parte. Supongo que quería que el mundo supiese que ella era «mía», tan mía como podía pertenecer a alguien. Comprendí que todos mis encargos artísticos resultaban, en el fondo, egoístas.

    No os confundáis... Yo disfrutaba con el arte que ayudaba a hacer posible, con unos cuantos errores que me hacían mantenerme alerta. Pero soy un hombre de negocios muy rico, muy inteligente, muy famoso, mas nadie me recordará más allá de la memoria de unos pocos amigos fieles.

    El arte que ayude a crear hará que mi recuerdo siga viviendo. En eso no soy el único. Algunos fundan universidades, crean becas o construyen estadios; otros, casas enormes; otros hacen que se apruebe una determinada ley. Estos no siempre son actos de puro egoísmo, pero a menudo el ego tiene que ver con ello, estoy seguro, especialmente si lo que crean está libre de impuestos.

    A través de los años le he encargado a Vardi que hiciese los Hados para el jardín—terraza del complejo de Problemas Generales, mi principal corporación y base financiera. Presioné a Darrin con el fin de que hiciese las esculturas de las Montañas Rocosas para la United Motors. Persuadí a Willoughby que realizara su serie sobre la bestia dorada en mi casa de Arizona. Caruthers hizo sus cubos de la serie «Hombre» a causa de un encargo de mi compañía Manpower. Los paneles de Elinor Ellington, que están ahora en el Metropolitan, fueron hechos para mi finca de Tahití. Doné a la universidad de Pennsylvania el dinero para impregnar esos centenares de losas de arenisca con grabados marcianos y poder traerlos a la Tierra sin que sufrieran daños. Durante cinco años pagué un subsidio a Eklundy para que escribiese su Sinfonía Marciana. Patrociné en Sidney el primer concierto musical aéreo.

    Mi ego había obtenido unos resultados perfectos.

    Recibí una grabación de Madelon el mismo día que una llamada del papa, quien quería que le ayudara a convencer a Mike para que hiciese las esculturas de su tumba. La nueva Iglesia Reformada estaba de nuevo interesada en promover el arte, una tradición de dos mil cien años de antigüedad.

    Recibir una grabación de Madelon, en lugar de una llamada, donde yo podía contestar, me hirió. Empecé a sospechar que la había perdido.

    Mis reforzados estratos de sofisticación me decían volublemente que yo mismo me lo había buscado, que hasta había intrigado para conseguir aquello. Pero mis instintos de animal me dijeron que había sido un imbécil. Esta vez no resulté demasiado inteligente.

    Dejé caer la cinta en el reproductor. Estaba grabando desde un jardín de líquenes marcianos en el Trumpet Valley, y las rocas de granito a su espalda aparecían cubiertas con los colores herrumbrosos, verde oliváceos y negros relucientes de los trasplantes alienígenas. Yo había conseguido que Ecolco le concediese a Tashura la beca necesaria para que el trasplante desde Marte fuera posible. Los sutiles y matizados colores parecían formar un fondo apropiado para su belleza y su mensaje.

    —Brian, es fantástico. Nunca he conocido a nadie igual.

    Me sentí morir un poco y me entristecí. Otros la habían divertido; su cuerpo fresco y dorado los había deseado; habían resultado momentáneamente misteriosos, pero esta vez... supe que esta vez era distinto.

    —Va a comenzar el cubo en Roma la semana que viene. Estoy muy excitada. Estaré en contacto contigo.

    Vi cómo oprimía el control remoto, y la cinta terminó. Puse a mi hombre Huo sobre la pista, y la encontré en la Ciudad Eterna, con un aspecto radiante.

    —¿Cuánto quiere por hacerlo? —pregunté.

    A veces, a mi cerebro de hombre de negocios le gusta poner las cosas en su sitio por orden, antes de que haya confusiones y malentendidos. Pero estaba vez fui brusco, rudo y hasta brutal, a pesar de que mis palabras habían sido pronunciadas en un tono normal y ligero. Pero todo lo que podía ofrecer eran los medios para que el cubo sensatrónico lograse hacerse.

    —Nada —dijo ella—. Lo va a hacer gratis. Lo va a hacer porque quiere, Brian.
    —Eso es una tontería. Yo se lo encargué. Hacer un cubo cuesta dinero. El no es tan rico.
    —Dijo que te comunicase que quiere hacerlo sin necesidad de que le pagues. Ahora ha salido a comprar unas redes ciliares nuevas.

    Me sentí engañado. Yo había provocado la serie de acontecimientos que terminarían en la creación de un retrato sensatrónico de Madelon, pero iba a verme privado de mi única contribución, mi única relación. Tenía que salvar algo.

    —Será... será un cubo extraordinario. ¿Estaría Mike en contra si yo construyese una estructura apropiada para albergarlo?
    —Creía que querías ponerlo en la nueva casa de Battle Mountain.
    —Sí, pero pensé que podría hacerse una pequeña cúpula especial de piedra pulverizada quizá en la cumbre. Algo extra para una obra maestra de Cilento.
    —Suena como un santuario. —Su rostro estaba tranquilo, pero sus ojos me escudriñaban.
    —Sí —contesté lentamente—, tal vez lo sea.
    —Nadie debería llegar a conocerte tan bien que pueda leer en tu mente cuando tú mismo no puedes.

    Cambié de tema, y durante unos cuantos minutos hablamos sobre varios amigos. Steve estaba en el Proyecto Venus. Un couturier de moda, que acababa de lanzar una línea inspirada en los recientes hallazgos de tabletas marcianas. Un nuevo escultor que trabajaba con magnaplásticos. Los diseños de Blake Mason para los Jardines de Babilonia. Un festival en Río, al que Jules y Gina nos habían invitado. El deseo del papa de que Mike hiciese su tumba. Resumiendo: todo el cotilleo, trivialidades y cosas importantes que tienen que decirse los amigos.

    Hablé de todo, excepto de lo que quería hablar.

    Cuando nos despedimos, Madelon me dijo con una sonrisa triste y orgullosa que nunca había sido tan feliz. Asentí y corté; después me quedé mirando la oscura pantalla sin verla. Durante un largo instante odié a Michael Cilento, y probablemente nunca estuvo más cerca de la muerte. Pero yo amaba a Madelon y ella amaba a Mike; por tanto, él debía vivir y ser protegido. Sabía que ella también me quería a mí, pero era —y siempre lo había sido— un tipo distinto de amor.

    Asistí a una reunión en el departamento científico de Base Tycho y contemplé la zona que rodeaba a la Tierra, verde—castaño—azulada y veteada de blanco, prestando sólo una mínima atención a los que hablaban.

    Fui a una reunión petrolífera en Hargesisa, Somalia. Visité en Samarcanda a una antigua amante, vendí una compañía, compré una serpiente electrónica para el Louvre, visité a Armand en Narbona, compré una compañía, le encargué un concierto a un nuevo compositor que me gustó en Ceilán y le regalé al Prado un Caruthers de la primera época.

    Iba. Venía. Pensaba en Madelon. Pensaba en Mike. Después volvía a hacer lo que mejor se me daba: ganar dinero, trabajar, terminar las cosas, dejar pasar el tiempo.

    Acababa de llegar de una reunión del Consejo de Ecología del continente norteamericano, cuando Madelon me llamó para decirme que el cubo estaba terminado y sería instalado en la casa de Battle Mountain a fines de aquella semana.

    —¿Qué tal está? —pregunté.

    Ella sonrió.

    —Juzga por ti mismo.
    —Bruja presumida —dije haciendo una mueca.
    —Es el mejor hasta ahora, Brian. El mejor sensatrón del mundo.
    —Te veré el sábado.

    Corté y me tomé el resto del día libre; cené temprano con dos rubias suecas e hice una pequeña purificación carnal. En realidad, no me sirvió de mucho.

    El sábado pude ver dos diminutas figuras saludándome con la mano desde la pasarela que unía la casa con la cima de la espiral rocosa donde estaba la pista de aterrizaje del helicóptero. Tenían las manos cogidas.

    Madelon estaba bronceada, preciosa, reluciente, vestida de blanco, con un collar de Cartier. Sus hombros y pechos se hallaban cubiertos de tatuajes temporales, con brillantes facetas de fuego líquido. Saludó a Bowie mientras se acercaba hacia donde me encontraba yo, entrecerrando los ojos ante el polvo que se arremolinaba todavía, a causa de las hélices del helicóptero.

    Mike estaba allí, vestido de negro, con un aspecto acosado.

    «¿Estás empezando a sentirlo, eh muchacho?», pensé. Había una especie de emoción viciosa en pensarlo, y me avergoncé.

    Madelon me abrazó, y juntos nos encaminamos sobre la pasarela directamente hacia la nueva cúpula de piedra pulverizada en el jardín, sobre el borde de un acantilado de doscientos pies de altura.

    El cubo era magnífico. No había existido nunca nada igual, ni existirá.

    Era el cubo mayor que había visto en mi vida. Después los he visto mayores, aunque ninguno mejor. Su impacto resultaba sobrecogedor.

    Madelon se sentaba como una reina sobre lo que después se ha venido conociendo como el Trono Precioso, un enorme bloque sólido semejante a un trono, que parecía ser en parte trono, en parte joya, en parte un sueño. Era inmensamente complejo, provisto de esquemas electrónicos facetados, que producían el efecto de una joya soberbiamente cortada y que, de alguna forma, era también líquido. Unicamente por aquel trono Michael Cilento hubiese conquistado un puesto en la historia del arte.

    Pero sobre dicha obra de arte aparecía sentada Madelon, desnuda. Su cabello caía hasta la cintura en una sencilla cascada. Miraba directamente, muy erguida, casi pudorosamente, con una expresión parecida al triunfo.

    Me atrajo desde la entrada. Todo el mundo, todo lo demás, fue olvidado, incluyendo al original y al creador, que estaban conmigo. Sólo existía el cubo. Las vibraciones comenzaban a alcanzarme, y mi pulso aumentó. Incluso el saber que los generadores de pulso trabajaban sobre mis ondas alfa y que los proyectores de transmisión hacían esto y las ondas sónicas aquello y que mis propias ondas alfa eran sincronizadas y vueltas a reproyectar sobre mí, no me afectaba. Sólo me afectaba el cubo. Todo lo demás había sido olvidado.

    Estábamos sólo el cubo y yo con Madelon dentro, más real que la realidad.

    Caminé hasta ponerme delante. El cubo se hallaba ligeramente elevado, de forma que ella se sentaba bastante por encima del suelo, como una reina. A su espalda, detrás de sus ojos violeta oscuro, detrás de la increíble presencia de la mujer, había un fondo neblinoso, que podía haber estado moviéndose y cambiando.

    Permanecí allí un largo rato, mirando, experimentando.

    —Es increíble —susurré.
    —Da la vuelta —dijo Madelon.

    Sentí una nota de orgullo en su voz. Me moví a la derecha y fue como si Madelon me siguiese con los ojos sin moverlos, caminando detrás al percibirme, alerta, viva, dispuesta para mí. La imagen electrónica sobre las superficies multiestratificadas ya era real. Los cepillos electrónicos de Mike habían transformado las directas imágenes básicas del video en formas sutiles, con variaciones llenas de sabiduría y frágiles matices a muchos niveles diferentes, que revelaban y ponían énfasis delicadamente.

    La figura de Madelon se sentaba allí, orgullosamente desnuda, respirando normalmente con aquel movimiento tan fantásticamente parecido al verdadero posible para los hábiles constructores moleculares. La figura no tenía nada de la extravagancia que Caruthers o Stibbard daban a las suyas, tan encantados con su habilidad para infundir «vida» a sus obras, que no veían nada más.

    Pero Mike tenía control. En su obra había fuerza y una reserva que exigía que el espectador pusiese algo de su parte.

    Me situé en el lado posterior. Madelon ya no estaba sentada sobre el trono. Este se hallaba vacío; detrás, extendiéndose hasta el horizonte, había un océano, y sobre las altas olas, las estrellas. Brillaban nuevas constelaciones. Relampagueó un meteoro. Me puse junto a uno de los costados. El trono no había cambiado, pero Madelon volvió. Se encontraba allí sentada, como una reina esperando.

    Di la vuelta al cubo. Estaba en el otro lado, esperando, respirando, existiendo. Pero por atrás se había ido.

    «¿Adonde?»

    Miré largo rato los ojos de la figura dentro del cubo. Ella me devolvió la mirada. Me pareció percibir sus pensamientos. Su rostro cambió. Pareció a punto de sonreír; se entristeció, y después volvió a su magnificencia.

    Me retiré al interior de mí mismo. Me acerqué a Mike para felicitarle.

    —Estoy sobrecogido. No tengo palabras.

    El pareció aliviado ante mi aprobación.

    —Es tuyo —dijo.

    Yo asentí. No había nada más que decir. Era la obra de arte más importante que había visto. Era algo más que Madelon o que la suma de todas las Madelones que sabía que existían. Era la Mujer, además de una mujer específica. En presencia de un arte semejante, me sentí humilde. Era mío únicamente en el sentido de que yo podía albergarlo. No lograba contenerlo. Tenía que pertenecer al mundo.

    Les miré. Había algo más. Percibí de qué se trataba, y me sentí morir un poco más. Un destello de odio hacia los dos cruzó por mi mente y desapareció, dejando únicamente el vacío.

    —Madelon viene conmigo —dijo Mike.

    Yo la miré. Ella asintió ligeramente, mirándome gravemente, con una profunda preocupación en sus ojos.

    —Lo siento, Brian.

    Yo hice un gesto de asentimiento, con la garganta repentinamente oprimida. Era casi un trato de negocios; la mayor obra de arte del mundo a cambio de Madelon; hasta resultaba un trato comercial. Me volví otra vez a mirar el sensatrón, y esta vez la imagen de Madelon parecía triste y compasiva. Mis ojos estaban húmedos y el cubo temblaba. Les oí partir y un rato después de que el ronroneo del helicóptero se hubiese desvanecido estaba allí todavía, mirando el cubo, a Madelon, mirándome a mi mismo.

    Supe que se fueron a Atenas, y después a Rusia durante una temporada. Cuando marcharon a la India, donde Mike quería hacer su serie sobre los Hombres Santos, cancelé la discreta vigilancia que Control mantenía aún sobre los dos. A él le vi en una charla y parecía retirado, hablando de las presiones que le proporcionaba la fama. Madelon no estaba en el espectáculo, ni él la mencionó para nada.

    Como una parte de mi puesta al día en tecnología, me pasaron un artículo del Science News donde se hablaba de Mike, considerando sus conquistas técnicas, y no el aspecto artístico. Parecía que el Sistema Molecular a Gran Escala era un éxito y que gran parte del mérito se le debía a él mismo. El resto del artículo versaba sobre los detalles de su investigación básica.

    Todo aquello parecía muy lejos de mí, pero las viejas costumbres persisten durante largo tiempo. Mi primer pensamiento al ver la nueva exposición de Dolan fue si le gustaría a Madelon. Compré en Cartier un traje completo de joyas esculpidas antes de acordarme, y terminé regalándoselo a mi compañera de un fin de semana en México para desembarazarme de él.

    Compré compañías. Hice muchas cosas. Realicé encargos de arte. Vendí compañías. Fui a sitios. Cambié de amantes. Gané dinero. Libré batallas en la Bolsa. Perdí algunas. Arruiné a gente. A otros los hice ricos y felices. Estaba muy solo.

    A menudo vuelvo a Battle Mountain. Allí es donde está el cubo.

    Su grandeza nunca me aburre; cada vez que lo veo es diferente, porque cada vez yo soy diferente. Pero tampoco Madelon me había aburrido nunca, al contrario que todas las demás mujeres, que tarde o temprano me revelaban su superficialidad o mi falta de habilidad para encontrar algo más profundo.

    Contemplo la obra de Michael Cilento y sé que es un artista de su época, pero como muchos artistas, no de su época. Usa la tecnología de su tiempo, la actitud de un alienígena y el mismo asunto básico como tema que han empleado generaciones de fascinados artistas.

    Michael Cilento es un artista de mujeres. Muchos han dicho que es el artista que captó a las mujeres como son, como ellas querían ser y como él las veía, todo en una obra de arte.

    Cuando contemplo mi cubo sensatrónico y todos los restantes de Cilento que he adquirido, me siento orgulloso de haber contribuido a la creación de un arte semejante. Pero cuando miro el de Madelon, que es mi cubo favorito, me pregunto a veces si el cambio valió la pena.

    El cubo es algo más que Madelon o que la suma de toda la suma de todas las Madelones que han existido. Pero la realidad del arte no es la realidad de la realidad.

    Después de la exposición retrospectiva de Cilento en el Moderno, las gacetillas sociales no me dijeron nada sobre ellos durante varios meses.

    Desganadamente, pedí a Control que lo investigase.

    La investigación reveló que ocupaban un estudio en Londres, pero las preguntas al vecindario resultaron en que nadie les había visto desde hacía un mes aproximadamente y nadie contestaba las llamadas. Di permiso para que efectuasen con discreción una entrada ilegal. Al cabo de unos minutos estaban otra vez hablando conmigo en Tokio, vía satélite.

    —Probablemente usted en persona debería ver esto, señor —dijo el hombre.
    —¿Se hallan bien? —pregunté, y me dolía.
    —No están aquí, señor. Trajes, papeles, efectos de toda clase, sí, pero de ellos no hay rastro.
    —¿Hicisteis comprobaciones en las aduanas? ¿Registrasteis el edificio?
    —Sí, señor, antes que ninguna otra cosa. Nadie sabe nada, pero...
    —¿Qué?
    —Aquí hay algo que usted debería ver.

    El estudio era grande, una combinación de patio de basuras, taller, laboratorio de un científico loco y galería de arte, parecido a cualquier otro estudio de artista sensatrónico que yo hubiese visto. Más tarde observaría los detalles... las botellas de vino de flor pintadas con rostros alegres, los diminutos cubos sensatrónicos que le hacían feliz a uno con sólo cogerlos en la mano y ver cómo cambiaban, los libros de arte, con nuevos dibujos hechos sobre las reproducciones de los antiguos, las ánforas, mapas y diagramas.

    Más tarde deambularía entre los desperdicios, el polvo y el arte digno de figurar en museos y vería unos pocos bocetos sobre lienzo que, indudablemente, eran de Madelon. Encontraría las joyas bárbaras, las alegres trifotos, las cintas, el casco persa lleno de flores secas, la piedra pintada dentro del refrigerador, envuelta en papel de aluminio, la mariposa de permaplástico, el sandwich medio mordisqueado.

    Pero todo lo que vi cuando entré fueron los cubos.

    Compré el edificio y ordené algunos cambios en su estructura. No quería mover ni un milímetro ninguno de los cubos. El único que cogí fue el que todos los críticos e informadores denominaron Los amantes. No podía mantenerlo escondido del mundo, aunque enseñarlo me hiciese daño.

    El otro cubo era más bien un instrumento, una herramienta, toscamente terminado, pero complejo; en realidad no se trataba de una obra de arte, y no quise que lo movieran.

    Una vez que fue conocido, la gente se peleaba por Los amantes de una forma curiosamente ávida. Los museos rogaban, regateaban, suplicaban, se comprometían, se agrupaban en falanges pidiendo giras, se traicionaban unos a otros, se reagrupaban para intentarlo otra vez.

    En cierta forma, es todo lo que me queda de ellos. Proseguí con los pasos más obvios en la investigación, pero no hallé el menor rastro de ellos, ni en la Tierra, ni en la Luna, ni en Marte. Ordené a Control que abandonase su búsqueda cuando se hizo evidente que no querían ser encontrados, o que no era posible encontrarlos.

    Pero de algún modo todavía están aquí, vivos. En el cubo.

    Están de pie mirándose el uno al otro. Desnudos. Mirándose a los ojos, cogidos de la mano. Bajo sus pies crecen unas flores diminutas y una rica hierba fresca. En la mano libre de Mike hay algo brillante que él le da a Madelon. Una estrella de energía. Un pequeño universo resplandeciente. Se lo está ofreciendo.

    A sus espaldas, el cielo. Grandes y hermosas nubes de primavera se mueven majestuosamente sobre el azul. Más lejos, más allá, unas antiguas rocas desgastadas, muy parecidas al Valle del Monumento, en Arizona, o a la Corona, en Marte, cerca de Burroughs. Ese fue el primer lado que yo vi.

    Me aproximé lentamente al lado derecho. No cambiaban. Continuaban mirándose a los ojos, con una sonrisa ligera y sabia en sus labios. Pero el fondo estaba constituido por estrellas. Una muralla de estrellas detrás de la hierba, a sus pies. El espacio. El espacio profundo, lleno de increíbles enanos rojizos, monstruosos gigantes azules, puntos brillantes como el hielo, millones y millones de soles que creaban una neblina estrellada y vagabunda entre la negrura.

    El tercer lado era otro paisaje, visto desde la cumbre de una colina, con mar rojo—violeta en la distancia y dos lunas.

    El cuarto, la oscuridad. Cierta clase de oscuridad. Algo estaba allí atrás, detrás de ellos. Unas vagas figuras se formaban, desaparecían, se volvían a formar de nuevo, ligeramente diferentes, cambiantes...

    Entonces aparecía yo. Creo que soy yo. No sé por qué lo creo. Nunca le he dicho a nadie que pienso que una de las caras borrosas es la mía, pero lo creo firmemente.

    Las vibraciones eran sutiles, casi inadvertidas hasta que se había estado contemplando el cubo durante un buen rato. Eran vibraciones pacíficas, aunque en cierta forma excitantes, como si las grabaciones de ondas cerebrales sobre las que se basaban estuviesen anunciando algo diferente de una forma maravillosa. Hay libros escritos sobre este único cubo, y cada escritor ha hecho su propia interpretación.

    Pero nadie más vio el otro cubo.

    Es una panorámica con el mismo paisaje que se ve en la tercera cara de Los amantes. Si se da la vuelta a su alrededor, surge una vista de 360° desde lo alto de una colina no muy elevada. En una de las direcciones se observa la costa curva de una bahía de agua rojo—violeta, y detrás, apenas entrevisto, algo que podrían ser espirales, rocas, o posiblemente torres. En la otra dirección, la hierba verde— azulada se ondula en la suave brisa hacia las lejanas montañas. El ciclo es largo, varias veces más que cualquier sensatrón actual; dura unas treinta horas. Pero no pasa nada. El viento sopla, la hierba forma pequeñas olas, las mareas vienen y van. Un sol caliente del tipo G. La luz de la luna sobre el agua. Vibraciones de paz. Tranquilidad.

    Cuando me encontraba solo en aquel estudio, tocaba la lustrosa superficie de la cristalita, pero ésta no cedía; sin embargo, un mundo alienígena parecía al alcance de la mano. ¿O lo estaba en realidad? La investigación de Mike sobre las partículas, ¿abrió alguna puerta nueva para él? Tenía miedo de mover el cubo, porque quizá estuviese alineado con algo.

    Es que, sabéis, hay huellas en el terreno.

    Dos pares que comienzan en el cubo y se alejan hacia las lejanas espirales.

    Puse a trabajar al mejor de mis equipos de investigación. Se llevaron los diagramas y los apuntes que encontraron sobre el espacio interdimensional. Incluso tuvieron en cuenta un conjunto de varias cifras garrapateadas sobre el tablero de una mesa.

    A veces conecto el monitor y veo el cubo con el estudio solitario y cerrado, y me preguntó:

    «¿Dónde están? ¿Dónde están?»


    Capítulo 5


    Durante casi dos años después de la desaparición de Madelon y Mike me convertí en una especie de robot, ejecutando las acciones de Brian Thorne, siendo Brian Thorne casi por reflejo. Pero era un hombre distinto, menos amigable en mis modales, pasando de ser un melancólico ermitaño enclaustrado en una casa o en alguna isla a un playboy que daba una fiesta tras otra. La partida de Madelon provocó un flujo de jóvenes damas de cuerpos lozanos que habían estado esperando con impaciencia la oportunidad, todas prometiéndome su versión íntima del Valhalla, del Paraíso o del Infierno.

    Hubo veces en las que me perdí en camas a todo lo largo y ancho del mundo, abriéndome paso entre masas de carne joven de primera clase, insensatamente licencioso, dejando de forma desvergonzada que mis negocios marchasen solos, con una atención mínima por mi parte. A menudo sustituí la cualidad que realmente necesitaba en las mujeres por la cantidad, y me sentí desilusionado después, retirándome a meditar sobre el universo y a observar mi barriga.

    Pero la carne volvía a tirar de mí, y otra vez rompía la concha y emergía, corriendo hacia los sitios de reunión, detonando sensoides, llevando mi cuerpo hasta el límite de lo que podía soportar, tomando sobredosis de sexo, estimulantes fuertes, y sobre todo variedad, variedad en todas las cosas. Una vez seleccioné a una muchacha llamada Millicent Abigail Fletcher como mi compañera únicamente porque su piel color chocolate contrastaba muy bien con un traje de joyas doradas que había visto. Le cambié el nombre por el de Juno y nunca le permití ponerse otra cosa que aquel atuendo completamente revelador, incluso cuando hacíamos el amor. Mi sentimiento de culpabilidad por haberla tratado como un objeto me envió otra vez al retiro, esta vez en el Himalaya.

    Regresé de las nieves, impaciente con el cupulado Shangri—La, y caí de nuevo sobre el mundo con un gran ruido. Compré un par de gemelas idénticas, rubias, bronceadas y voluptuosas casi hasta lo grotesco, y las convertí en mis constantes compañeras, llamándolas Derecha e Izquierda y vistiéndolas como imágenes la una de la otra. Estaba en una terraza de New Metropolitan, esperando a Harold y Stephanie, flanqueado por mis relucientes bellezas, y comenté que el desnudo era una forma artística inventada por los griegos en el siglo V.

    —Antes de eso era sexo religioso —dije.
    —Oh, soy devotamente sexual —dijo Izquierda.
    —Yo también —añadió secamente Derecha, mientras el adorno del pezón de su pecho izquierdo me rasgaba el chaleco, moviéndose automáticamente ante cualquier mención del sexo.

    Al día siguiente hice que firmasen con un buen agente, y me fui a Berlín. Me sentía triste y desgraciado y me apiadaba de mí mismo. Un comentario ocioso ante Von Arrow de que cierto artista era malísimo porque se dedicaba a calcar sus desnudos, casi destruye la carrera de aquel hombre.

    Fue mientras me encontraba de aquel humor cuando me dediqué con más intensidad al estudio del mazeru, llegando a ser lo suficientemente violento como para que Shigeta me diese un buen revolcón, seguido de una conferencia sobre control, equilibrio y concentración.

    Me desperté una mañana con aspecto de estar recién salido de un huevo y percibí que a cada uno de mis costados había una muchacha desnuda debajo de las sábanas de satén; no podía recordar cómo se llamaban ni estaba muy seguro de cómo habían llegado hasta allí. Yací tranquilamente, escuchando los sosegados sueños de las muchachas, inmune e indiferente a los firmes pechos y maduras caderas curvilíneas a mi alcance. Miré fijamente el enorme panel apagado del canal abstracto por encima de nuestras cabezas, que en aquel momento era de color plateado y reflejaba el procaz trío debajo. Vi las imágenes distorsionadas y arrugadas, la piel negra, la blanca, la dorada, y tuve negros pensamientos.

    Me levanté y di un paseo descalzo por la curva de la playa tahitiana antes de que amaneciese. Cuando las anónimas y olvidadas muchachas se despertaron y estaban desayunando fruta, yo me hallaba en una mesa de conferencias a mil kilómetros de distancia, discutiendo sobre intereses y créditos.

    No creo haber sido cruel en el tratamiento que daba a las jóvenes bellezas que, de hecho, se vendían a mí, o por lo menos se alquilaban. Son compañeras agradables, y las más inteligentes saben que el tiempo que pasan conmigo es una inversión. Directamente les regalo acciones o trabajos y les facilito oportunidades en las inversiones de hermanos y padres, a veces de los maridos. Nuestras relaciones son parecidas a un negocio, un proceso de intercambio de risa, sexo y compañía.

    Esto no quiere decir, ni por asomo, que todas mis amigas femeninas pertenezcan a esta clasificación, aunque soy amigo de muchas mujeres a quienes conocí de esta forma. Muchas de mis amigas son esposas, amantes o compañeras de amigos míos, mujeres sabias y maravillosas cuya amistad valoro tanto como la de cualquier hombre.

    Pero siempre queda ese asunto del sexo. El sexo tiene un principio, un medio y un final tanto en acciones individuales como en relaciones. Cuando llegaba el momento en que una mujer ya no me interesaba o era yo el que no le interesaba a ella, hacía una sugerencia a un productor de cine, si ella quería y era el tipo apropiado. Podía pasar de mi cama a ver su nombre escrito sobre la pantalla de todos los televisores de cuatro continentes. Podía reunir a alguna moza de rico cuerpo y boca caliente con un artista sensatrónico como Coe, proporcionar el encargo necesario y la ayuda de mi firma Publitex para «glorificar» el asunto, y así habría nacido otra estrella, resultado de una semana en Madagascar o de varios días de deliciosa lascivia en el mundo submarino de Atlantis. Que mi compañía publicitaria ganase dinero, que de paso se ayudase a un artista, que el sensatrón pudiese ser regalado a algún museo o fundación y que mi productora Voyage tuviese una nueva estrella, era completamente incidental. Haría lo mismo por cualquiera que simplemente me gustase o por alguien a quien yo admirase, sin ningún tipo de sexo o egoísmo por mi parte. Era algo que realizaba casi por reflejo: separar el trigo de la paja, arrancar a los que valían de la pobreza, haciéndoles mejorar de posición.

    Todo esto era consecuencia de mi dinero, que existía, en parte, a causa de esto. El dinero, más allá de un cierto punto, es sólo riqueza. La riqueza, más allá de un cierto punto, no tiene sentido. Está ahí, tú sabes que está ahí, pero ni siquiera sabes con seguridad cuánto hay. Solamente te preocupas cuando no está. El dinero es una carga, una responsabilidad y, sólo ocasionalmente, una alegría.

    He traído a colación el asunto de mi riqueza únicamente para proporcionar un punto de referencia. Es bien sabido que soy uno de los quinientos hombres más ricos del mundo. No es tan conocido que soy uno de sus artistas más frustrados. La prensa ofrece a menudo mi biografía en relación con algún suceso poco ortodoxo, y uno de sus clichés favoritos consiste en llamarme «El hombre que convierte en oro todo lo que toca». Esto es una supersimplificación que me molesta. Parecen pensar que todo lo que se necesita para hacer dinero es tener dinero. Pero más de un millonario se ha visto reducido a vivir de rentas por tomar demasiadas veces decisiones equivocadas. Muchos pequeños inversores han subido por tomar las decisiones correctas en el momento apropiado. La prensa sensacionalista tiene tendencia a referirse a esos ascensos meteóricos como producto de un golpe de suerte, de una afortunada jugada de dados.

    La suerte juega una parte en cualquier aventura en la que no se conocen todos los factores. Uno de mis equipos arqueológicos, modestamente dotado, que se encontraba excavando en unas ruinas marcianas, cerca de Bradbury, fue lo suficientemente «afortunado» como para descubrir el tesoro que ha llegado a conocerse bajo el hombre de «Las joyas reales de Ares», aunque no exista ninguna prueba científica de que sean joyas reales, ni siquiera de que alguna vez haya existido una monarquía marciana. Es este tipo de suerte el que hace que la prensa nunca me pierda de vista, que sea el niño mimado de Noticias Universales y el blanco de más planes para adquirir riqueza con rapidez de lo que pudiera creerse.

    Todos los hombres que tengan un crédito con clasificación por lo menos de una estrella son una atracción para vividores, estafadores, mujeres ambiciosas y recaudadores de impuestos. Todos los ricos aprenden a proteger su tesoro por medio de información, sospechas, inteligencia, fuerza, investigación, avaricia, sistemas de aviso preventivos, ingenio y, a menudo, falta de escrúpulos. Cuando uno se convierte en lo que la prensa ha denominado el super—rico, se vuelve también un imán automático que provoca innumerables informes secretos, planes, deseos, odios y envidias. Disparan contra ti simplemente porque eres rico. Eres insultado, seducido, ignorado, traicionado, y tienes que pagar más que los demás... no por causa tuya, sino porque simplemente posees dinero.

    Pero teniendo todo esto en cuenta, es mejor ser rico que pobre y mejor super— rico que simplemente rico, porque eso te permite hacer cosas que muy pocas personas pueden hacer. En primer lugar, la riqueza te proporciona un cierto grado de intimidad. En un mundo rebosando con ocho billones de personas y más en camino, una verdadera intimidad es casi imposible, excepto para los que son muy ricos y para los locos incurables.

    Al ser rico, he sido capaz de atiborrarme desvergonzadamente de las dos cosas que considero más importantes: arte y mujeres.

    Todo cambió cuando fui a Marte.

    Yo no necesitaba ir a Marte. Los presidentes de varias de mis compañías me pidieron que no lo hiciera, cuando lo mencioné como posibilidad. Por lo menos una docena de mujeres lo consideraron una desesperada tragedia, no a causa de su gran preocupación personal o de su amor, sino porque torcería el desarrollo de ciertas aventuras que habían imaginado conmigo. Mis amigos, que me conocían bien, se encogieron de hombros y me desearon suerte, pero no creo que ninguno de ellos esperaba que me fuese realmente. Pocos hombres en mi posición lo han pensado siquiera en serio. Yo no tenía ningún negocio urgente en Marte. Simplemente quería ir.

    Pero ser el lazo de unión de cientos de líneas de poder y responsabilidad me convertía en un prisionero de mi propio dinero y de aquellos que dependían de la estabilidad de mi «imperio». La única forma de que yo pudiera irme era escapándome, y eso no resultaba fácil. Sabía que hasta mis propios guardias de seguridad podrían considerar la mayor lealtad impedirme la marcha, puesto que mi vida estaría en peligro, y lograrían hacerlo filtrando la noticia. Ciertamente, todos los presidentes de mis compañías y la mayoría de mis accionistas consideraban innecesario que me pusiese en peligro de aquella forma. Si yo iba, ellos también, y no precisamente a Marte.

    Pero la aventura de ir más allá de la Luna me excitaba. Siempre había sido así, mas, en cierta forma, nunca había tenido tiempo antes, no lo había buscado. Cuando era un niño, vi por primera vez una película de una toma de superficie en Touchdown, y nunca había olvidado el sentimiento de excitación. Entre los estallidos y los crujidos, oía aquella frase ruda, pero estremecedora: «¡Hoy Marte, mañana las estrellas!»

    Mi preocupación por el cuarto planeta me había llevado a intervenir fuertemente en casi todo lo marciano, aunque mi preocupación natural me hizo apartarme de alguno de los planes más fraudulentos, como las Residencias Marcianas, la Fundación para el Conocimiento Secreto, el asunto Deimos y el ridículo descubrimiento del «Canal de polvo». Fueron mis equipos de exploración marciana los que descubrieron las antiguas ruinas de Burroughs y Wells y exploraron la gigantesca zona de Nix Olympica. Debo admitir que fui yo quien sugerí a Mizaki y Villarreal, y más adelante al grupo Tannberg, que utilizasen los nombres que tanto nos habían intrigado y divertido en nuestra juventud.

    Sin embargo, no era realmente yo, sino mi dinero el que hablaba. Todo lo que podía esperar era una línea en una historia del arte, como uno de los Borgias, o como el Papa. Yo era solamente el protector de artistas sensatrónicos como Cilento, Caruthers y Willoughby. Era mi dinero el que había ayudado a la creación de los jardines de Vardi, la Sinfonía Marciana número 1 de Eklundy y las impresionantes esculturas de Darrin en las Montañas Rocosas. Yo no había creado aquellas obras de arte. No era más que un operador de láser colgado de un acantilado en el Monte Elbert, o un modelador de cemento trabajando bajo la mirada de Vardi. Yo proporcioné el ladrillo, los electrodos y la energía de fusión. Sabía que lo que un artista necesita en realidad es tiempo y material para hacer lo que quiere hacer, la apreciación de alguien dispuesto a pagarlo y, lo más importante, libertad para poder hacerlo. Eso era lo que yo suministraba.

    Ahora era yo el que quería la libertad para hacer algo por mí mismo.

    Ir al Planeta Rojo era una de estas cosas.

    Cuanto más pensaba en ir, más deseaba hacerlo. También me impulsaba, en cierta forma, el encontrarme otra vez en primer plano, como resultado de una exposición retrospectiva de las obras de Michael Cilento en la Galería Landau. El misterio de su desaparición era lo suficientemente dramático como para asegurarme otra tanda de publicidad, y de nuevo se me estaba complicando a mí en el asunto.

    Sencillamente, era el momento de irme.

    Para Marte no se necesitaban pasaportes. El tráfico no era tan denso y las bases chinas, rusas y americanas se hallaban bastante alejadas, de forma que no existía, en realidad, fricción. Todo lo que se necesitaba para hacer el viaje era un razonable estado de salud y una increíble cantidad de dinero. Mandar a Eklundy a pasearse por el borde de Nix Olympica y a dormir en el Gran Hall había costado más de un millón de francos suizos, pero a cambio recibimos su sinfonía, más el reciente concierto para la Montaña de Hielo y otros más que vendrían en un futuro. Todavía había costado más permitirle a Poweli su estancia en la cordillera John Carter, pero yo creía que había valido la pena con creces.

    Sin embargo, no podía comprar sencillamente un billete y marcharme. Incluso después que el viaje se había reducido de siete meses a uno y se había convertido en un asunto mucho menos dramático, la gente como yo recibiría demasiada publicidad. Sé que éste es supuestamente un mundo libre, más libre y más democrático que ningún otro de la historia, pero algunas personas son más libres que otras. Yo no era una de ésas. Pertenecía a aquellos por los que se armaría tanto jaleo que las vibraciones recorrerían todas las líneas de poder, todo aquel gigantesco laberinto financiero e industrial. Habría miedo, bancarrotas, cambios de poder y, posiblemente, hasta muertes. Cuando Jean Michel Voss desapareció insensatamente durante sólo ochos días, metido en un Viaje Sensorial con una muchacha de cada raza y un Memorex—Diez, el rumor de que había muerto se extendió desde Beirut, cruzó Siria y Turquía y causó el colapso del tambaleante gobierno Bajazet, el sabotaje de las plantas de acero de Karabuk y la insurrección de Ankara, que costó más de cien mil vidas. Indirectamente, demoró la formación de la Unión del Oriente Medio y obstaculizó sus planes para el establecimiento de una colonia en Marte en lo que ahora es Grand—canal.

    No, tenía que ser extremadamente cuidadoso. Mi compañía Golden Congo se encontraba en medio de conversaciones delicadas con la gente de United Africa. Mi compañía de petróleo de Baluchistán tenía problemas con el nuevo gobierno del país. El nuevo gobernador de Maryland estaba haciendo una investigación, ansioso de publicidad, en el proyecto arcológico de Hargerstown. General Motors no estaba decidida a cooperar con mi complejo de Problemas Generales en la nueva patente de turbina.

    Ningún negocio es estático. La vida tampoco. Incluso completar un proyecto engendra nuevos proyectos. El principio o fin de algo en una vida como la mía es una pieza de un complicado casar cartas, y yo era el jugador. Incluso cuando tenía que ver poco o nada con un proyecto personalmente, cuando estaba en tercer lugar o era un simple accionista, seguía estando relacionado. Si algo me pasaba, se transmitía a todo lo demás.

    Tenía que arreglar las cosas indirectamente. Llamé a Carol Oakland, de Exploraciones Marcianas.

    —¿Cómo va el documental sobre la bóveda?
    —Está casi terminado, seflor. Avery ofrecerá una proyección en circuito cerrado dentro de unos días. Informaremos a su oficina. El mes que viene saldrá la nueva edición del libro de las Joyas Reales, señor Thorne. Suponemos que quiere que lo lance Publitex.

    Era una buena oportunidad.

    —Sí, por supuesto. De hecho, creo que también ellos podrían llevar el proyecto del Palacio Estrellado. Quizá debiéramos enviar a alguien en persona. ¿Quién está disponible?

    Ella sonrió.

    —Todos querrán hacer ese viaje. Kramer, Reiss, posiblemente Harrison. Todos son buenos.
    —¿Qué le parece Braddock? Quizá sea el mejor —advertí su expresión y añadí rápidamente—. No se preocupe. Le daré una nueva expropiación para éste. Déjele vagabundear un rato por allí para que llegue a sentir el lugar, y no le presione para que mande informes.
    —Sí, señor. Nunca le he visto, pero si a usted le gusta... —se detuvo sólo un momento—. Ahora mismo me enteraré de su dirección.
    —Bien. ¿Cómo va todo lo demás?

    Carol pareció repentinamente cansada.

    —Cropsey está en la cárcel. Es el que estaba trabajando en las correlaciones entre la estela 45—16 de Burroughs y los nuevos hallazgos en el Yucatán.
    —Sí. Le recuerdo. No hay mucha evidencia para empezar, mas podría probarse que los marcianos nos visitaron. ¿Pero qué le sucedió?
    —Lo encontraron con una mascota, señor, un... Doberman.
    —Dios. ¿En qué demonios piensa? Sabe muy bien que esas cosas están muy por encima del límite legal. ¿Por qué no tiene un hámster, o, por lo menos, un permakitten, algo que no coma tanto?
    —Era muy aficionado a él, señor. Vive... vivía... en esa vieja torre arcológica de Omaha, una de las antiguas de verdad, un lugar antiguo y encantador, parecido a dos pirámides invertidas cortándose. Sólo unos quinientos mil habitantes.
    —Sí. Conozco la forma en que construían. Continúe.
    —Bien, la policía buscaba una especie de culto de la misa negra que, supuestamente, estaban haciendo sacrificios humanos. Ya sabe, eso que causa furor, esos tipos antitecnológicos. A la policía le dieron los nombres confundidos, forzaron la puerta que no era y... bueno, se encontraron a Armand con el animal...
    —¿Qué multa le pusieron?
    —Peor que eso, señor Thorne. Es su tercera detención. En Borneo tenía una camada completa de gatos y un perro pastor sin licencia en Atlanta. Uno esperaría que aprendiese... —suspiró profundamente—. Supongo que le dejarán trabajar en la cárcel, pero quizá no...
    —Muy bien. Haga por él lo que pueda. Sería de esperar que la gente se diese por enterada de que ya no podemos permirtirnos el lujo de tener animales domésticos. Quizá algún día, cuando superemos la crisis alimenticia...
    —No destruyeron al animal, señor, eso es algo. Fue enviado a la reserva de Argentina. Quizá algún día...
    —Sí, por supuesto. Algún día. ¿Embargaron la estela o algo así?
    —No, señor. Hicimos recoger todos sus documentos cuando vaciaron su apartamento. He dado la piedra cúbica a Mitleman para que la estudie.
    —Estupendo. Lo está haciendo muy bien, siga así.

    Cerré el contacto y después marqué el número de Sandler, mi principal contable.

    —Sandler, necesito... ¡hum!... seis millones para un proyecto privado.

    Sus cejas se arquearon y vi cómo su mano desaparecía de la pantalla para posarse sobre un computador.

    —¿En la Operación Epsilón no hay un beneficio extra?

    El asintió.

    —Sin embargo, no llega a tanto —dijo.

    No me preguntó para qué lo quería. Su departamento se ocupa del Cómo y del Cuándo. El mío era el del Por qué.

    —El Proyecto Dakota resultó por debajo del presupuesto, y la diferencia aún no ha sido devuelta. El Louvre quiere todavía aquel Picasso. Véndaselo. Movilice algunas de mis acciones de la Lune Fabrique. Todo eso póngalo a nombre de Diego Braddock.

    De nuevo sus ojos escudriñaron mi rostro, pero no dijo nada. Sus dedos se movieron y miró el resultado.

    —Eso casi será suficiente. Quizá tenga que vender las próximas cosechas de marihuana de Baja, más debo verlo. ¿Cuánto tiempo tengo?
    —¿Será suficiente con una semana?

    Se masticó el interior de un carrillo durante un momento, y después asintió.

    —Listo en diez días. —Hizo una pausa, y luego preguntó—: ¿Esto es transacción confidencial?

    Yo se lo confirmé.

    —Recuerda que habrá algunos problemas en justificar las transferencias.
    —No se preocupe —señalizó—. Yo me encargo de eso.

    Por poco añado: «Cuando regrese», pero me detuve a tiempo. Sandler no estaba implicado en. la trama referente a la personalidad de Diego Braddock, y no veía ninguna razón para ponerle en peligro, proporcionándole una información con la que no necesitaba preocuparse.

    Envié la onda de cierre y me recosté en mi asiento. Las ruedas que enviarían a «Diego Braddock» a Marte se habían puesto en marcha.

    Todos los hombres ricos que conozco tienen por lo menos una personalidad siempre dispuesta, una persona inexistente completa con sus documentos oficiales, su historia, informes, cuentas bancarias, certificados médicos, dirección y cualquier otra cosa que fuera necesaria. Se supone que dichas personas son necesarias, por negocios, por razones personales o por ambas cosas. A veces son creadas para divertirse, a la manera en que Harun—al—Ras—hid se ponía los harapos de mendigo para vagar por las noches de Bagdad; el deseo de convertirse en alguien diferente, aunque sea sólo por una noche, es muy fuerte.

    Yo tengo varias personalidades de ese tipo, más dos que me vi forzado a terminar, completas con sus certificados de defunción y urnas cinerarias. En varias partes del mundo existen oficinas y casas para Andrew Garth, Howard Scott Miles, Waring Brackett y Diego Braddock. Todos ellos tenían profesiones que permitían viajes frecuentes o vivían de sus rentas. Yo renovaba con bastante frecuencia el «reparto», y únicamente Billy Bob Culberson, un genio parapléjico que vivía en Lampasas, Texas, los conocía a todos. Se divertía creando personalidades realistas y auténticas. Solamente una vez debí interferir, y eso sucedió cuando tenía a uno de los personajes trabajando para otro y manteniendo correspondencia con un tercero. Se estaba haciendo demasiado complejo para mí, aunque a él le divirtiese.

    Es un juego infantil, pero necesario, en ciertas áreas de los negocios. Utilizando los formatos existentes, construí cuidadosamente un esquema que mi mano derecha e izquierda, Huo, pudiese seguir, una vez que yo hubiese partido. Era necesario que él conociese la verdad, de forma que pudiese manipular apropiadamente las «filtraciones» y noticias que crearían la ilusión de mis movimientos sobre la Tierra.

    En cualquier momento todo el mundo sabría dónde me hallaba. Control estaría informando a través de la oficina de Huo. Parecería que nada extraordinario sucedía, fuera del inquieto zigzagueo normal en Thorne.

    Brian Thorne se encontraba en un Viaje Sensorial privado de cinco días de duración en su casa de Battle Mountain. Ninguna comunicación. Iba a ser localizado en los Andes y su destino «filtrado» en el último momento. Muchos correrían hacia allí, pensando que tenía alguna información nueva sobre los recientes descubrimientos de hierro.

    Después iba a ser visto en Mississippi, en Tsingta «de incógnito» y navegando en el mar de Tasmania con Tommi Mitchell.

    Para entonces yo ya estaría en Marte. Un informe grabado por mí con antelación sería entregado por Huo al consejo directivo de Problemas Generales. Se enfadarían, pero resultaría demasiado tarde. En su propio interés tendrían que continuar con el mantenimiento de la farsa de lanzar a Brian Thorne de un lado a otro del mundo.

    Me sentí como un chico faltando a clase para ir al circo.

    Y me encantaba el sentimiento.

    Diego Braddock era una de mis personalidades más fáciles de encarnar y mantener, porque su trabajo consistía en hacer preguntas sobre cualquier cosa que se le antojara, una situación no muy distinta de la de su jefe, mucho más arriba en la organización, un cierto Brian T.

    Como Diego Braddock, escritorcillo de Publitex, vestido con mi traje espacial y con la oportuna licencia, embarqué en el transporte de Base Sahara Tres a Estación Dos. En mi bolsillo interior, sellado con la huella del pulgar, había billetes de marcañcías de seis contenedores que ya estaban siendo acomodados en el Vasco Núñez de Balboa, allá arriba en la estación espacial.

    El dinero que había «robado» de mis propias compañías, se había ido en el valor de aquellos seis contenedores que eran, en cierta forma, mis baratijas y lentejuelas para los nativos. Contenían óvulos y esperma bovinos congelados, más el aparato que daría a los nuvomarcianos sus primeros rebaños de ganado... si sobrevivían. Había cintas de evasión y tejido vibrante, unos cuantos garrafones de vino, todos de bodegas que soportaban bien los viajes, dentro de tubos estáticos sellados. El mayor de los contenedores poseía un ambiente interno propio y contenía diminutas mutaciones de semillas procedentes del Centro de Investigación Marciana de la Universidad de California, árboles y plantas que los científicos esperaban que se adaptarían a la joven atmósfera de Marte, muy fina todavía.

    El transporte desgarró el nubarrón que se había formado del superficial Lago Sahara, hacia el sur; después las compuertas de seguridad volvieron a su lugar y nos encontramos en el espacio. El viaje fue corto y rápido, y nos colocamos junto a la Estación Dos sin ningún incidente.

    Me desaté el cinturón y me dejé flotar, disfrutando con la conocida ingravidez. Salté del asiento y cerré herméticamente la parte delantera de mi traje mientras me acercaba a la escotilla de salida con mis compañeros de viaje.

    La azafata nos condujo al interior de una compuerta, donde fuimos saludados por un técnico muy serio, quien nos indicó que sujetásemos una delgada guía y nos introdujésemos en las tuberías de transferencia. Otro técnico eficiente (una mujer) nos esperaba en el extremo opuesto del corto pasillo, indicándonos que siguiésemos acercándonos a la estación. Era un lugar atareado, y no había tiempo para papar moscas. Más tarde sí lo tendríamos para que la vasta belleza del espacio nos dejase atónitos. El romanticismo de ir a Marte quedaba reducido a «Siga adelante, hombre», y a la orden, que partió de un comunicador, de que todos los pasajeros del Balboa se presentasen rápidamente en Descontaminación.

    —¿No confían en Descontaminación Terrestre? —pregunté al técnico que colgaba mi traje en el interior de un recipiente cilindrico de seis lados.

    Ni siquiera me miró.

    —No se quede ahí parado, amigo; muévase y vaya al mostrador E.
    —¿Han sido embarcadas mis mercancías?
    —Eso se hace rutinariamente a través de Descontaminación. ¡Vamos! ¡Tengo que reciclar esta compuerta!

    Me trasladé junto a los demás desde el centro ingrávido de la enorme lata hasta la gravedad Punto Ocho de la superficie exterior, a través de las tuberías radiales, pasando junto a los signos claramente marcados de Descontaminación.

    En un esfuerzo algo exagerado para esquivar a un neófito del molinete me golpeé la cabeza, no contra los acolchados laterales del conducto, sino contra el borde de una escotilla. Pero, por lo demás, la sensación de estar flotando era deliciosa. Mucho más real que los bailes en el gran salón de Estación Uno. Allí yo había sido cuidadosamente atendido siempre, pero esta vez sabía que el comandante de la estación no me guiaría personalmente. Diego Braddock era solamente un trabajador a sueldo, un don nadie.

    Me empujaron a través de Descontaminación, junto con una pareja de marinos destinados a la guarnición de policía del Centro Ares, que estaban delante de mí, y un geólogo de Minerales del Planeta Rojo, llamado Pelf, iba detrás. Se nos devolvieron los trajes y fuimos apiñados en las pequeñas naves de servicio que transportaban mercancías y pasajeros cientos de kilómetros hasta el punto donde las naves—asteroides tenían sus órbitas de aparcamiento.

    Pasamos en silencio junto a varias de las naves para vuelos largos más antiguas, que hacía tiempo que habían perdido su forma esférica original bajo la adición de cúpulas, bodegas extra, cilindros estáticos, antenas, modificaciones, tetraedros exteriores para el almacenamiento de equipajes, apéndices para la carga extraordinariamente finos y protuberancias, soldadas al vacío, atestadas de sensores. La mayor parte de aquellas naves servían ahora como vehículos de investigación o hacían el trayecto entre la órbita de la Tierra y la de la Luna. El complaciente copiloto señaló la nave de pasaje Emperador Ming—Huang, una de las bruñidas naves nuevas en el trayecto lunar.

    Justo después se encontraba el Presidente Kennedy, en construcción, y detrás el Presidente Washington, con un enjambre de transportes y pequeñas naves transbordando mercancía y pasaje procedentes de Luna City.

    —Allí se encuentra el Neil A. Armstrong —dijo el piloto—. Lo están modificando de nuevo.

    Se rió y prosiguió:

    —En el espacio una nave puede hacerse vieja, pero rara vez morirá.
    —Las naves viejas nunca mueren; sencillamente se modifican —añadió el copiloto, repitiendo el viejo cliché.

    Pelf se inclinó a mi lado para señalarme un punto delante de nosotros, donde sólo podíamos ver una mota irregular que se destacaba sobre la media luna.

    —¡Allí!

    El piloto asintió y oprimió un botón.

    —Dos diecisiete a Balboa NE—cinco, solicitando comprobación en el computador de la aproximación. Corto.
    —Dos—diecisiete, éste es Balboa NE—cinco. Confirmado cincuenta—seis— cinco, corto.
    —Roger, Balboa, corto.
    —Mira —dijo Pelf—. Más.

    Ante nosotros se encontraban las naves—asteroides, rocas del tamaño de una montaña, transportadas hasta allí en su mayor parte desde el Cinturón Asteroidal por PanLunar o Transworld, o por empresas independientes. Masas de unidades energéticas y vitales son enviadas al espacio, encuentran los asteroides, determinan su centro de masa y realizan las grandes perforaciones centrales. Se insertan y sellan las unidades cilindricas, se comprueba la orientación y, si es necesario, grandes aparatos láser cortan fragmentos para equilibrar la roca, y así se crea una nave. Tripulaciones, especialmente entrenadas, las transportan a la órbita terrestre, donde son excavados almacenes para la mercancía en la antigua roca, se taladran túneles hasta la superficie para que sirvan de compuertas de acceso y observación y se realiza un estudio más cuidadoso sobre la forma en que el asteroide debe ser consumido para una autodestrucción eficiente.

    Las naves—asteroides se consumen a sí mismas literalmente. Se excava en la roca para proporcionar combustible a la unidad de fusión; estas excavaciones deben ser cuidadosamente preparadas para preservar el equilibrio de la nave. El asteroide proporciona combustible, capacidad de almacenaje y protección de los meteoritos y de las radiaciones.

    No son bonitas, pero son grandes, funcionan mejor y son más rápidas que cualquier otra cosa inventada por el momento. Las antiguas naves tenían que transportar su combustible, mientras que en estas voluminosas bellezas la propia nave es el combustible. Un viaje de siete u ocho meses ha sido reducido a cuatro o cinco semanas, y el comercio continúa aumentando de volumen. El copiloto señaló una brigada de trabajadores que encajaban una unidad cilindrica en el interior de una enorme roca ahuecada, unas veinte veces mayor.

    —Ese no es el tipo de nave que utiliza el capitán Láser.
    —El capitán Láser —rezongó el piloto—. Si mi nave hubiese visitado tantos planetas alienígenas como la suya, siendo saboteada, averiada, capturada, remolcada por el espacio y devorada por dinosaurios, provistos de inteligencia, tan a menudo como la suya, estaría en órbita de reparación el noventa por ciento del tiempo.

    Los dos pilotos se enzarzaron en una amigable discusión sobre las venturas del legendario héroe del espacio admirado en las pantallas de televisión en dieciocho idiomas diferentes, pero yo continué mirando hacia adelante, buscando nuestro punto de destino.

    Naturalmente, había visitado estaciones espacíales antes, y varias veces la Luna generalmente en viajes de negocios, pero dos veces por placer. La Luna era una vacación exótica, cara, pero fácilmente abordable en un buen número de vuelos comerciales.

    Marte era diferente.

    Para todos los propósitos prácticos, la Luna estaba muerta, pero en Marte había habido vida, vida inteligente, con una civilización asombrosamente probable que se hubiese desarrollado pronto, porque Marte era indudablemente más joven que la Tierra y su civilización evolucionó con gran rapidez, alcanzando su cenit y desapareciendo siglos antes de que los hombres fuesen mucho más que cazadores y recolectores.

    Marte era tan misterioso para nosotros como lo había sido Africa en el siglo XIX cuando los exploradores que buscaban el nacimiento del Nilo encontraron culturas desconocidas, nuevas especies y grandes maravillas.

    Con un viaje a Marte, un montón de trabajo y un poco de suerte, un hombre podía llegar a ser rico, conseguir escapar del idiotizante pantano de ocho billones de personas y ver una porción del cielo.

    A pesar de las desgracias, las muertes y los sufrimientos, los gastos y las desilusiones, explorar Marte era romántico.

    Y yo no había hecho nada romántico desde hacía mucho tiempo.

    Ataviados con unos voluminosos trajes espaciales, hicimos el transbordo desde el transporte hasta el conducto receptor del Balboa, agrupándonos como ovejas en el interior de la gran compuerta Richter, esperando obedientemente a que los expertos nos dijesen qué teníamos que hacer a continuación.

    Flotábamos, torpes e ingrávidos, tropezando los unos con los otros, mientras esperábamos; algunos estaban cabeza abajo respecto a los demás. No es que eso resultase importante, pues no habría gravedad hasta que los poderosos motores comenzasen a impulsarnos. Pero para la mayoría aquello era desorientador y confuso, y vi que algunos se agarraban a los cables de seguridad y procuraban mantenerse apartados de un payaso que parecía pensar que dar patadas y bracear le pondría de nuevo en la posición normal y que cuanto más rápido patease, más rápido volvería a sincronizar con nosotros.

    Gracias a Dios, un tripulante lo agarró y lo lanzó contra uno de los cables, de donde se colgó hasta que se abrió la compuerta interna. Yo había estado intentando ver quiénes eran mis compañeros de viaje, pero el anonimato sexual y social de los trajes me lo impidió.

    Una voz que provenía de la radio de nuestros trajes nos dijo que comenzásemos a impulsarnos a lo largo de los cables de seguridad que colgaban de las cuatro paredes del pasaje aparecido detrás de la compuerta, y nos pusimos en marcha, formando una quebrantada columna. Los más habilidosos o experimentados pronto ganaron velocidad y avanzaron vacilantes por el pasaje, surcando el vacío como focas. Los demás luchamos con nuestros reflejos, y tarde o temprano recorrimos el largo trayecto hasta el núcleo central donde había otra compuerta neumática.

    El cilindro a presión era del tamaño de una pequeña torre, con departamentos para mercancías especiales en el extremo «delantero», luego los camarotes de los pasajeros, después los módulos de servicio, la sala de control y la planta de fusión de energía al «fondo» o «detrás», o en lo que sería el fondo cuando el impulso restaurase la gravedad.

    No tenía ni idea de cómo habían decidido emparejar a unos con otros, pero me tocó en suerte compartir el camarote con el hombre llamado Franklin R. Pelf. Instantáneamente me ofreció sus servicios como experimentado viajero del espacio; sin embargo me disgustó, aunque era educado y considerado.

    —¿Sabes que este viejo cacharro hizo el tercer viaje a Marte? Quiero decir, el tercero de las naves—asteroides, aquel en que iban Russell y Bailey. Más tarde te enseñaré la marca del láser en el muelle A, en el lugar donde Russell mató a Bailey en el viaje de vuelta, después de haber cogido ese parásito vitus.

    Era el auténtico tipo pégate—a—mí—muchacho.

    —Quizá debiera haber salido en el Espíritu de la Revolución o hasta en el Leif Ericson III. En ésos tienen mejores camarotes. Pero mis asuntos son muy urgentes. Trabajo en mineral puro.

    No. Estaba pensando en la histórica nave incrustada en aquel pedazo de basura espacial, inconcebiblemente antiguo, igualándolo con los viejos y baqueteados vapores volanderos de la historia y poniéndole a todo el asunto un montón de romanticismo.

    Pero Pelf no tenía deseos de dejarme en paz. En cuanto se enteró de que yo era de Publitex, comenzó a suministrarme un montón de paparruchas sobre las eternas glorias de Minerales del Planeta Rojo, las bellezas de Grabrock, etc. Le odié desde el principio, y nunca dejé de hacerlo. En él había una especie de vigilancia sinuosa que hacía sonar en mí los circuitos de alarma engrasados por casi dos décadas de viajar y negociar en la mayor parte de los países del mundo. Si yo hubiera sido Brian Thorne, en lugar del apacible Diego Braddock, nunca habría llegado a diez kilómetros de donde yo estuviese. Este es un tipo de protección que el dinero puede dar... listillos de mente rápida que son tus listillos para vigilar a los otros listillos.

    Pero aquí estaba yo, encerrado en un pequeño mundo de doscientas almas durante un mes, con un compañero de camarote a quien ya odiaba, y ni siquiera habíamos abandonado la órbita.

    Estábamos todavía colocando el equipaje, y él ya había avanzado bastante en eso de «Quién eres, qué haces, cómo puedes ayudarme». Salpicado por encima, como si fuese crema de chocolate, iba el omnipresente «¡Chico, yo puedo ayudarte!» en el tono que yo había oído empleado por mercaderes multimillonarios de alfombras árabes vendiendo derechos petrolíferos, por zares billonarios de alguna compañía de servicios, por senadores territoriales y hasta por unos cuantos presidentes, ministros y regentes del trono.

    Esta gente te hace favores y espera que se los devuelvas. Si no los aceptas no estás obligado, pero sustraerse a su aceptación es, a menudo, muy difícil; los países soberanos pueden convertir tu negativa en un incidente internacional y las mujeres hermosas quizá ataquen tu hombría. Pelf estaba en un punto medio entre estos dos extremos.

    Rápidamente encerré mi impedimenta en los armarios y me dirigí hacia los muelles de control. Como Brian Thorne, habría sido invitado a permanecer en el puente durante el despegue; pero como Braddock, lo más que pude conseguir fue permiso para quedarme en una cámara de observación bajo presión, mientras emprendíamos nuestra ruta hacia el planeta del dios de la guerra.

    La Tierra quedaba debajo, azul, blanca y hermosa, una extraña panorámica tan familiar como cualquiera que pudiera contemplarse en la Tierra. Miles de películas, diez mil reportajes, nos habían enseñado cómo nosotros, a bordo de la nave espacial terrena, describíamos nuestra órbita alrededor de una estrella de poca importancia. La forma en disminución del planeta Madre era vista tantas veces como cualquier estrella del video. Recordaba haberla visto «en vivo y en directo» desde la nave insignia American Eagle cuando emprendió el primer viaje tripulado a los satélites de Júpiter, únicamente que esta vez no había una pantalla sobre la pared, sino una curvilínea cúpula de plastex delante de mí. Y allá fuera, los billones de seres humanos de la Tierra. Y Brian Thorne.

    El intercomunicador anunció el inmediato encendido del generador, y comprobé mi cinturón de seguridad, aunque sabía que al principio el movimiento del vehículo apenas sería discernible. Aumentaríamos gradualmente la velocidad hasta llegar al punto de vuelta; después «retrocederíamos» hasta ponernos en órbita alrededor de Marte. Hubo un ligerísimo temblor; y luego muy lentamente, el creciente terráqueo fue quedando a un lado de la escotilla, y comenzamos nuestra marcha hacia la larga curva del cuarto planeta.

    Me quedé en la cámara de observación hasta que llamaron para cenar, y con un suspiro me desabotoné y me reciclé pasando por la compuerta. Sujeté los cables y me lancé como una flecha hasta la compuerta de la nave. Sonreía, sintiendo el repetido estremecimiento de comenzar una aventura ¡Iba a Marte! Me sentía un niño escapando de la escuela, un soldado licenciado, un criminal fuera de la cárcel, mucho más joven, ¡un aventurero en camino! Brian Thorne en Marte. Brian Thorne contra la reina de Deneb.

    Brian Thorne y los piratas del espacio del Medusa IV.

    Entré en el salón con una sonrisa en el rostro.

    Me dirigía automáticamente hacia la mesa del capitán, cuando advertí la seña de Pelf. Entonces recordé que en una nave, ya fuese sobre agua o en el espacio, las categorías sociales eran establecidas rápidamente. Los importantes, en sentido relativo, se sentaban la primera noche en la mesa del capitán. Los demás, o casi todos, lo harían tarde o temprano, pero la primera y segunda noche fijarían el orden social con la solidez del cemento. Diego Braddock no había sido invitado aquella noche.

    Mientras me deslizaba en mi asiento, nuestro genial anfitrión Franklin R. Pelf me puso al corriente. Me presentó a los dos marinos, a Quam Lem, un administrador que se dirigía a la base de la República del Pueblo en Polecanal, a un biólogo y a un ecólogo destinados a la nueva colonia de Northaxe.

    Pero mis ojos continuaban fijos en la mesa del capitán. El comandante de marines, un político del Centro Ares, el dueño de las minas Enyo y Eris cerca de Northaxe y los dos médicos eran simplemente el fondo, unos maderos decorativos, en lo que a mí me concernía.

    Todo lo que yo veía era la mujer.

    —¿Quién es ésa? —interrumpí el calculado y encantador abordaje de Pelf al plácido Quam Lem. Se volvió hacia mí con irritación, rápidamente disfrazada. Siguió mis ojos hasta el único blanco posible.

    Sonrió. Era la sonrisa de un lagarto.

    —¿Preciosa, verdad?
    —El título no importa. ¿Quién es?
    —Nova Sunstrum.

    Aparté mis ojos de ella y le miré.

    —Parece oriental, o algo así.
    —Lo es a medias. Su padre es prácticamente el dueño de Bradbury y su madre fue uno de los primeros colonos enviados por la República del Pueblo a Polecanal —su mueca de lagarto se hizo más íntima—. ¿Te gustaría que te la presentase?

    De nuevo cerré las acorazadas hojas de mi ego a mi alrededor. Se encendió la señal de No te confíes.

    —Es un viaje largo —dije, concentrándome en mi ensalada—. Imagino que acabaré conociéndola.

    Pelf me hizo un gesto y murmuró.

    —Estoy seguro de ello —y reemprendió su conversación con Quam Lem.

    No volví a mirar hacia ella. Nuestros ojos se habían cruzado al entrar yo, y ella había permanecido tranquilamente inexpresiva, escuchando, en apariencia, al político que se sentaba a su lado, un hombre de educado encanto. El contacto se había roto cuando yo me senté.

    Las mujeres hermosas —y me alegro de poder decir esto— no son una novedad en mi vida. Mantenerlas lejos de mi vida había sido un problema durante más de quince años, desde que había aparecido en la lista de los «Cien solteros más ricos» de la revista Time. Sabía que a bordo del Balboa habría mujeres, puesto que habían formado casi la mitad de los exploradores y colonos originales, pero esperaba encontrar técnicos, una enfermera o dos, incluso una administrativa o una científica, y ciertamente unas cuantas esposas por correspondencia, cada una con un buen título en alguna de las especialidades necesarias allá.

    Por tanto, no me sorprendió en absoluto encontrar una mujer físicamente hermosa, pero me sentí sorprendido de encontrar magia. Ese tipo de combinación era algo que ni estaba buscando ni esperaba.

    No podía negar la carga eléctrica de aquella magia, y eso me inquietaba. Me había pasado por la cabeza «arreglar» que alguna de mis compañías subsidiarias enviase a Arleen o Karin, o quizá a la exótica Charla, alguien que me acompañase en el largo viaje de ida y vuelta. Hubiesen saltado de alegría ante la oportunidad, principalmente por tenerme a mí y a mis millones para ellas solas. Pero había decidido que no necesitaba aquello, y no confiaba en que ninguna de ellas guardase silencio. Llevarme conmigo a una mujer hermosa sería tanto como pagar un anuncio en un noticiario mundial.

    Pero aquí estaba una mujer cuya belleza había hecho sonar una cuerda dentro de mí. Se sentaba como una reina en el núcleo de acero de un baqueteado vehículo antiguo, lleno de cicatrices. Sonreí hacia mi yogur. Todo lo que necesitaba era niebla cubriendo las escotillas, una fórmula secreta, el tataranieto de Hitler con un plan para izar la esvástica sobre el suelo rojo, uno o dos personajes cómicos y un médico borracho para que hiciese la operación quirúrgica necesaria en el cerebro. Pelf era un agente secreto, y Nova Sunstrum, su cómplice. Quam Lem ocultaba en su traje espacial algún traicionero plan para apoderarse de Marte y las hojas tanna que el delgado ecólogo había escondido en el material del suyo devolverían la vida a la antigua raza de los marcianos.

    Brian Thorne y la emperatriz de Marte.

    Otra vez.

    Melancolía.

    Comencé a pensar que se habían dado cuenta de todo y habían preparado el asunto para «sacarlo de su rutina y conseguir que se normalizase».

    Terminé de comer, me vestí y me dirigí otra vez hacia la cámara de observación, sin lanzar ni siquiera una mirada al largo cabello negro de Nova Sunstrum, que le llegaba a la cintura, a sus rasgados ojos oscuros, a su piel dorada o a su boca, que sonreía dulcemente.

    Sólo que eso es justamente lo que habría hecho Brian Thorne. Que sean ellas las que vengan a mí. Hasta aquellas que se hacían las desentendidas y no parecían tener prisa, se cruzaban en mi camino para que yo tropezase con ellas.

    Yup, eso es lo que habría hecho el suave y mundano Brian Thorne, de forma que eso fue lo que yo hice, excepto que yo era Diego Braddock e iba a continuar siéndolo en tanto me fuera posible.

    Contemplé fijamente el disco azul—verde—blanco—tostado que se retiraba lentamente, pero estaba viendo los oscuros ojos y la cascada de cabello negro.

    Nova Sunstrum.

    Nova Sunstrum.

    Había en ella un uso inconsciente de su sensualidad que yo encontraba muy excitante, aunque creía que la muchacha era consciente de gran parte de su sexualidad. Seguramente un mes en una proximidad de aquel tipo, afectaría tanto a los pasajeros machos como a las hembras bisexuales de la nave. Repentinamente comprendí la posición en que se encontraba. Ella no era la única mujer. Había dos técnicos en computadores, una regordeta botánica, un ramillete de enfermeras, tres mujeres que se habían casado por poderes, quienes sumaban siete títulos entre las tres, y una robusta oficial administrativa con billete para la base rusa de Nabokov.

    Pero Nova Sunstrum era la típica belleza física que hace que las cabezas se vuelvan. Hasta en la Tierra debía haber sido el foco de atracción de muchos deseos. El protocolo de la nave nos acercó con bastante rapidez. La segunda cena me halló en la mesa del capitán, porque incluso un publicista de segunda fila tiene un cierto status y una cierta utilidad para la compañía Navio Estrella que operaba el Balboa. Fui presentado a Nova Sunstrum por el capitán García Ramírez.

    Sus ojos me observaron con calma. Acercó a sus labios un vaso de vino en forma de tulipán.

    —¿Y qué hace usted, señor Braddock?

    Sorbió un poco de vino, mientras yo meditaba mi respuesta.

    —Apuntar con un dedo —dije.

    Ella arqueó las cejas. Ignoró al político del Centro Ares, que estaba intentando atraer su atención con la historia de cómo había dominado una situación difícil con los nativos en el Centro Ares. Me observó fijamente. Me sentí impulsado a explicarme un poco más.

    —Señalo y hago los ruidos apropiados, y la gente comienza a prestar atención. El señalado se hace famoso, o por lo menos conocido.
    —¿Le gusta ser un señalador, señor Braddock? —preguntó.

    Sólo durante un segundo pensé que quizá el frágil disfraz que me había confeccionado para esta aventura había sido descubierto. Un ligero tinte para pasar del castaño oscuro al negro, con un cambio de nombre y de documentación y la simple inverosimilitud de que B. Thorne se encontrara a bordo, me habían parecido suficientes. Ahora, en cierta forma, no estaba tan seguro.

    —A veces —contesté a su pregunta—. Depende de lo que esté señalando.
    —¿Señala usted cosas o personas?

    La dama botánica que se sentaba a mi lado se había incorporado a la conversación.

    —Ambas. Cualquiera que me interese.
    —Es uno de los de Publitex —dijo el político rápidamente—. Señorita Sunstrum, ¿puedo llamarla Nova? Por supuesto, conozco a su padre.

    Un hombre extraordinario. Vamos a estar juntos aquí durante bastante tiempo y...

    —Sí ¿verdad? —ella sonrió al político—. Habrá tiempo para casi todo, ¿no es así?

    Le dio la espalda y me preguntó suavemente:

    —¿Y qué hay en Marte que le interese, señor Braddock?
    —Todo —dije, mirando sus ojos oscuros, intentando leer en ellos y viendo únicamente mis diminutos y borrosos reflejos.
    —¿Y eso no hará difícil señalar una cosa determinada? —preguntó la señorita Blount.
    —Me las arreglaré para encontrar algo que señalar, estoy seguro —contesté, pero mis ojos continuaban fijos en aquella belleza nacida en Marte.

    Nova sonrió y desvió la vista hacia la sopa de algas y soya, mientras la señorita Blount me enterraba bajo portentosas historias de cómo se estaba devolviendo la vida a los estériles desiertos marcianos y de lo bien que se había adaptado el Lycoperscion esculentum, dando unos tomates soberbios con sabor salado.

    Después de cenar volví a mi sitio favorito, la cámara de observación, que todavía estaba en el lado «de abajo», mirando hacia la Tierra. Me tumbé en el sofá, abrí mi traje y divagué sobre un montón de cosas, desde negocios no terminados a negocios que tenía que terminar ¿Sería capaz Warfield de desbaratar la fusión con Selenite Limitada a propósito de aquel asunto del cráter Eratóstenes? El parque de atracciones Mythos ¿atraería el público calculado? ¿Mantendría Huo mi rastro moviéndose por el mapa sin una detección prematura? Me pregunté qué tal le iría a Africaine en su nuevo filme y si del proyecto Valencia resultarían realmente alojamientos baratos. Pensé en el coste del arcotólogo para jubilados y si el complejo hotelero malayo se abriría en el tiempo previsto.

    Y pensé en Nova Sunstrum.

    ¿Se trataba de una agente de Navahoe Organization para distraerme? ¿Habían averiguado algo sobre mi viaje los muchachos de Quebec? ¿Estaba metido en esto Clarke, con sus tácticas de juego sucio? ¿Era algo preparado por el grupo de Raeburn en Toronto?

    Enfadado, eché a un lado aquellas ideas. Yo no podía hacer nada en relación con ello. Las ruedas giraban, los computadores zumbaban, la gente pasaba de la casilla A a la B. Todo estaba dispuesto para funcionar sin mí, por lo menos por un rato. Si moría o me mataban, ¿continuarían los de Problemas Generales manteniendo la farsa de Brian Thorne «descansando» o «de vacaciones» o «viajando» mientras ellos se adueñaban de porciones de mi imperio?

    Pero en realidad, ¿qué importaba? Si yo moría, ¿qué importaría eso? Hacía mucho tiempo que había establecido legados para algunos de mis amigos. Algunas organizaciones, movimientos y fundaciones serían felices. Michele, Louise, Huo, Langley y Caleb tendrían su parte. ¿Qué le importaría ahora al mundo que Brian Thorne no regresase nunca? Unos cuantos artistas encontrarían otros protectores. Puede que cierta música dejase de escribirse, que no se construyesen ciertos sensatrones ni se pintasen ciertas obras. Pero el mundo seguiría adelante.

    Desde luego, no era el mejor ramillete de pensamientos de mi vida.

    Así que, para cambiar, me concentré completamente en Nova. Si yo fuese Brian Thorne, ya habría recibido un informe cifrado de Huo sobre ella, conteniendo todo lo que valía la pena saber, todo lo que podía ponerse en palabras, grafías o películas; mas como Diego Braddock, tendría que emplear mis instintos, los mismos que me habían llevado de ser Brian Thorne, un inversor diversificado en esto y aquello, a ser Brian Thorne.

    Decidí que necesitaba a Nova Sunstrum.

    Quería hacer el amor con ella, hacerle el amor a aquel voluptuoso cuerpo, hacer el amor con aquella mente mercuriana que detectaba. Quería penetrar en su carne y acoplarme con sus pensamientos más íntimos. Copular sólo en la carne, por muy bella que sea ésta, es agradable, pero apenas significa nada. Ya había tenido bastante de eso. Quería algo más.

    Alguien como Madelon.

    Su recuerdo llegó sin ser solicitado, atrapándome en un momento desgraciado. Fluyeron las imágenes y sentimientos del pasado, impulsadas por algo quizá oculto. Yo había amado. ¿Volvería a hacerlo? Nova y Madelon entraban y salían de mi conciencia como gitanas arrastradas por el espacio.

    Nova, fresca y única.

    Madelon, perdida y especial.

    Era demasiado pronto, y todavía no sabía lo bastante. Pero me conocía a mí mismo lo suficiente como para reconocer el golpe. Alejé los sentimientos más que conocidos, encerrándolos otra vez en el armario oscuro, donde esperaba que se cubrirían de polvo y se evaporarían silenciosamente, sin ser vistos ni sentidos. Sabía que estos sentimientos habían sido «descontaminados» muchas veces y que eran meras sombras del dolor primitivo, pero no habían desaparecido por completo.

    Nova era el ahora; Madelon, el ayer. En este instante no sentía deseos de Madelon, sino, solo curiosidad. Lo que yo tenía era algo maltratado, uno de los mayores dolores de la vida; mas había sobrevivido y había conocido a Nova. Era muy consciente de estar construyendo una fantasía sobre unos cimientos muy tenues. Sabía poco sobre ella, aunque sentía mucho.

    ¡Oh, cómo nos cogemos a nosotros mismos!

    Oí la compuerta a mis espaldas reciclándose y, volviendo la cabeza, la vi aparecer a la luz de la compuerta interna. Ella me vio, vaciló durante un momento, musitó después una disculpa y comenzó a retirarse.

    —¡No se vaya! —dije rápidamente.
    —No sabía que hubiese alguien aquí dentro —exclamó—. No quería entrometerme.
    —No, por favor, entre.

    Ella saltó sobre el borde de la escotilla, oprimiendo los controles de la compuerta para que se cerrase y se reciclara. Durante un momento permaneció mirando hacia fuera; luego comenzó a quitarse el traje.

    —Odio estas cosas. Es como ir metida en una caja de cartón.

    La observé mientras se lo quitaba y lo hizo con gracia, siendo un proceso tan embarazoso como es. Decididamente, me atraen las mujeres con gracia, especialmente cuando pueden tenerla bajo circunstancias desfavorables.

    Llevaba sólo un sencillo y fino traje blanco que se pegaba a su piel dorada como leche derramada. Se abrazó a sí misma y dijo:

    —¡Hace frío ahí fuera!
    —Siéntese aquí —sugerí, y oprimí un circuito calorífero.

    Se enroscó en el mullido asiento como un gato, y sus labios dibujaron una ligera sonrisa, mientras contemplaba el planeta Tierra. Tenía un aroma delicado, algo que no podía localizar.

    Dejé que transcurriesen largos minutos, mientras mis ojos iban de una vista hermosa a otra no menos bella.

    —¿No es exquisito? —preguntó ella.
    —Sí —contesté, y quería decir más.
    —Es la segunda vez que le veo, ¿sabe? Quiero decir ae verdad. La primera vez fue hace ocho años cuando vine a la Tierra para ir a la Universidad.
    —Has nacido en Marte, ¿no es cierto? Creo que alguien me lo dijo.
    —Sí. En Bradbury.
    —Debes estar contenta de poder librarte de la extragravedad terrestre.

    Ella me sonrió.

    —Oh, sí, pero eso me ha puesto muy fuerte. ¡Ahora seré en Marte una amazona! —se rió suave y delicadamente, echando hacia atrás un mechón del largo cabello negro—. ¿Ha estado antes en mi planeta, señor Braddock?

    Yo negué con la cabeza.

    —Entonces no sabrá a qué señalar, ¿no es verdad?

    Levanté lentamente un puño; un dedo se disparó y señaló hacia ella. De nuevo se rió un poco y preguntó:

    —¿Soy famosa ahora?
    —Eres conocida.

    Pausadamente, apretando la boca en una sonrisa, levantó su pequeño puño y mirándolo fijamente sin mirarme a mí, como si su mano fuese algo aparte, apuntó con un dedo hacia mí. Después siguió la dirección que apuntaba y pareció asombrada de lo que encontraba.

    —Por la espada y el escudo de Ares —exclamó solemnemente—, creo que he conocido a alguien.

    Durante un momento estuvimos así sentados, señalándonos el uno al otro con el dedo; luego ella prosiguió:

    —Me dijeron que señalar no era de buena educación.

    Cerró el puño con un estallido de su boca, y yo fingí que colocaba mi puño en una percha.

    — ¡Nova Sunstrum!
    — ¡Diego Braddock! —dijo ella con la misma solemnidad.

    Durante un rato observamos la Tierra; después yo pregunté:

    —¿Estás contenta por volver?

    Pensé que era una pregunta banal, pero quería continuar con la conversación.

    — ¡Oh, sí! Ha pasado mucho tiempo, aunque recibía cintas casi en cada nave. Marte crece verdaderamente rápido, casi con demasiada rapidez. Donde antes había únicamente desiertos, ahora aparecen granjas. Se está formando una atmósfera. El aire en la Tierra me parecía muy pesado, espeso y lleno de porquería. En casa el aire será frío, pero limpio.

    Se recostó en su silla, y no pude decidir si aquel despliegue de las riquezas de su cuerpo era conscientemente atrevido o inconscientemente ingenuo. Ella suspiró, y los únicos sonidos fueron los vagos zumbidos provenientes de algún profundo lugar en el interior del asteroide, transmitidos a través de la roca y los chasquidos de las lecturas en el tablero repetidor delante de nosotros.

    Lentamente su rostro cambió de expresión, y en sus labios se formó una sonrisa tímida. Había algo en su aspecto que hizo surgir en mí las señales de aviso. Sin mirarme me dijo:

    —¿Usted me desea?

    Después sus ojos giraron para mirarme, oscuros y rasgados.

    Esperé un segundo y, cuidadosamente, asentí.

    —Por supuesto. Eres hermosa. Y... eres mi tipo.

    Hice un gesto con la mano.

    —Si en tu interior eres tan mujer como en tu exterior... —dejé la frase a medias.
    —¿Entonces, soy un tipo?
    —Todo el mundo lo es. A algunos tipos respondemos, por las razones que sean, y a otros no.
    —Me han deseado muchos hombres —continuó.
    —Estoy seguro de que es cierto, pero no necesitas citar testigos.

    Su sonrisa se hizo más amplia y se movió de una forma muy autoconsciente y sensual.

    —¿Entonces me protegerá usted?

    Suspiré.

    —¿Protegerte? ¿De los hombres? ¿De los demás? ¿Por qué? Eres adulta, una mujer, un ciudadano.
    —Estoy cansada de que me manoseen. Crecí en Marte, con todo el espacio a mi alrededor. Vivir en la Tierra es como vivir en una caja. Siempre me sentí encerrada, oprimida. Tenía tan poco espacio personal.

    Ahora parecía triste.

    —Estoy harta de eso. Quiero volver a casa —me miró otra vez entre la mata de cabello negro.
    —Quizá, si yo... ya me entiende, estuviese con usted, no sentiría tantas presiones.
    —¿La señora desea un campeón? Si a bordo hubiese algún zongo que realmente quisiese conseguirte, yo podría ser «accidentado» durante alguna oscura guardia, o encontrarme con que había salido a dar un paseo por el exterior de esta piedra sin llevar puesto el traje. Lo mismo le sucedería a cualquier otro hombre que fuese lo suficiente loco como para tratar de «protegerte».

    Ella me miró muy enfadada y se sentó en posición erguida, abombando el pecho.

    —Usted me desea, pero ni siquiera intentaría protegerme.

    Hizo un sonido grosero y se dejó caer hacia atrás, con su largo cabello negro flotando sobre sus hombros y cayendo por delante de su rostro como una negra catarata. —Cuando vine a la Tierra en el Armstrong no hubo peleas serias —comentó—, pero entonces sólo tenía dieciséis años. Ahora... es distinto.

    —Debes haberte divertido probando tus poderes allá en la Tierra —dije haciendo un guiño. Ella resopló, mas no sin mirarme—. Ahora los viajes no son como en los viejos tiempos, cuando duraban siete u ocho veces más. Pero incluso un mes en el espacio... Bueno, por ejemplo, ¿qué sucedería si te dedicases a sonreírle solamente a un tripulante, el mismo tripulante, todos los días?

    Ella lanzó su cabello hacia atrás y me miró con orgullo.

    —Se enamoraría de mí locamente —contestó despreocupadamente—. Siempre lo hacen.
    —Y ése es el problema. En la Tierra, en la Luna, quizá incluso en Marte, no estaríamos encerrados todos juntos en una intimidad forzada, sin vida privada, penetrando cada uno en el territorio del otro. Hasta en esos masivos edificios—ciudades, en los arcólogos más atestados, no nos hallaríamos tan limitados. Este es un ambiente cerrado. Tú, yo, todos tenemos que actuar de forma responsable. En un lugar superpoblado no se grita fuego.

    Ella volvió la cabeza y miró el creciente terráqueo que se desvanecía.

    —Usted habla como Primrose o Billinger, mis profesores, esos viejos canguros: «Asume tus responsabilidades, querida». «Pórtate de una forma adulta. No causes alteraciones.» ¿Qué saben esos sacos arrugados qué es la vida?

    De nuevo se enderezó, expandiendo desafiantemente su amplio pecho, herencia encantadora de sus antepasados escandinavos.

    —He pasado años controlada por otras personas: profesores, encargados de seguridad que sabían qué era lo que más me convenía, los factores de mi padre, la gente del banco. Algunas veces me escapé de ellos y me enfurecía cuando me encontraban.

    Me miró melancólicamente.

    —Pensé que sería divertido estar contigo. Pareces poderoso y un poquito triste y das la impresión de saber muchas cosas; ¡pero sólo eres munga seca como los demás! «¡No te portes así, querida! ¡Pórtate bien, Nova!»

    Se puso en pie ante mí, inestable a causa de la poca gravedad, haciendo girar el tejido que daba la impresión de estar mojado y brillaba a la fría y débil luz de la Tierra y al resplandor rojizo del calefactor.

    —No seré un problema para ti. No habrá problemas. No soy promiscua.
    —Quizá sería mejor que lo fueras —dije—. Las revoluciones empiezan cuando uno o unos pocos acaparan todos los bienes.
    —¡Yo...!

    Dejó la frase sin terminar y volvió a sentarse abruptamente. Otra vez había desaparecido la fría y calmosa mujer de mundo. Lo que yo veía era una mimada hija de la riqueza, acostumbrada al poder de su belleza y su personalidad, ansiosa de perderse en los imaginarios placeres de la libertad e insegura tanto de sí misma como del mundo.

    Después, muy lentamente, vi cómo aquel estado de ánimo volvía. Su rostro pasó de ser duro e inconmovible a la elegancia y a la serenidad. Su postura se dulcificó lentamente, y pareció más tranquila.

    Por fin volvió otra vez su mirada hacia mí. Antes de que pudiese hablar, yo dije:

    —Me gustas más cuando juegas a ser la reina del espacio exterior.

    Ella parpadeó, y después rompió a reír, recostándose contra el blanco asiento. Me gustó su risa, porque era llena y libre y porque podía reírse de sí misma. Luego se puso seria y se compuso, echando hacia atrás su largo cabello negro.

    —¡Tú! —exclamó acusadoramente, haciendo esfuerzos para no sonreír—. ¿Cómo sabes que no soy la reina del espacio?

    Yo hice una mueca.

    —No lo sé. Si alguien puede saberlo sois vos... majestad.
    —Bueno, quizá lo sea algún día. Cuando Marte consiga su independencia, mi padre podría ser el rey.
    —Serás vieja y estarás rodeada de biznietos antes de que Marte sea lo suficientemente independiente en todos los aspectos como para poder quedarse solo. No hables como si Marte estuviese siendo oprimido bajo las botas de los opresores terráqueos. Os lleváis más de lo que os corresponde.

    Sus hombros se derrumbaron.

    —Dios, la verdad es que no eres nada divertido. Describo una pequeña fantasía y la destrozas. Sería tan agradable poder pensar que algún día podría ser la reina de Marte.

    Me encogí de hombros.

    —En una democracia no hay demasiado romanticismo, ¿verdad? No hay príncipes gemelos, ni princesas robadas por gitanas, ni hombres encerrados en trajes espaciales de acero, ni inesperadas revelaciones sobre los regalos de nacimiento, ni amantes de los reyes dictando la política desde el lecho...
    —Te sigues burlando de mí.
    —Sí. Te pido disculpas.

    Las palabras me salieron sin pensar. Brian Thorne nunca se disculpaba. Por lo menos, no con palabras. La gente lo tomaría por una señal de debilidad o de indecisión. Era agradable no tener que ser un gran señor todo el tiempo.

    —Vete a la cama y sueña con los antiguos marcianos —le dije—. Salieron de sus polvorientas tumbas y entraron en ti cuando naciste. La última princesa real, Xotolyl XV, está dentro de ti y te guiará. ¡Un día la crisálida de tu carne mortal se abrirá, y nacerá el primogénito de la nueva dinastía marciana!

    Sus ojos brillaban y sus labios estaban abiertos.

    —Grandes alas de mariposa de sueños de gloria revolotearán otra vez bajo las lunas gemelas —proseguí dramáticamente—. Los espíritus del distante y desconocido pasado se apiñarán a tu alrededor, se mezclarán con los presentes y te conducirán hasta esa oculta, antigua e intocada bóveda de tiempo y misterio donde los muertos señores de Marte realizaban sus sacrificios a dioses inmemoriales, a esos dioses que ahora duermen bajo las rojas arenas. Marte volverá a verdear. Los canales se llenarán de nuevo de agua limpia, portadora de vida. Las murallas y las fortificaciones de los viejos tiempos volverán a elevarse con mayor grandeza que la primera vez, y se hará la guardia en esas curiosas barbacanas. Habrá festines con vino viejo y fruta fresca; habrá diversiones y maravillas, y se repartirán los honores. Allí estarás tú, vestida con las relucientes joyas y trajes de la reina... ¡Nova I, la reina de Marte!

    Hubo un largo silencio, mientras me contemplaba maravillada.

    —¡Dios mío! ¡Estás completamente loco!

    Se puso en pie de un salto y se tiró en mi regazo, abrazándome y riéndose. Se separó y me miró con ojos centelleantes y con su boca a sólo una lengua de distancia de la mía.

    Mis manos reposaban sobre sus brazos desnudos y suaves, y la atraje hacia mí. No opuso resistencia; su rostro se dulcificó y sus ojos se cerraron. Nos besamos suavemente, sin pasión, pero con gentileza y con un tranquilo cariño.

    Después de un largo rato se separó un poco, y dijo hoscamente:

    —No te he dado permiso para acercarte al trono...
    —Siempre he sido un rebelde —y la acerqué más para otro beso.

    Fue más largo y se hizo más intenso. Con un repentino gemido ronco Nova me abrazó con más fuerza, y nuestro beso se convirtió en hambre. Yo respondí.

    Tras un largo momento retrocedió y me miró muy seria, registrando mi rostro con sus oscuros y rasgados ojos. Después, con una especie de movimiento brusco y eficiente, asintió, saltó de mi regazo y comenzó a ponerse su traje. La ayudé y no dijimos nada más.

    Mientras ella se introducía en el voluminoso aparejo y yo la abotonaba, flotábamos. Luego ella se sujetó al borde de la escotilla, me hizo una mueca, cerró de un golpe la placa del rostro y oprimió el control de la compuerta. Descendimos por el pasaje excavado por medio del láser, saltando y jugando como delfines, riendo y sujetándonos el uno al otro. Nos agarramos a un cable justo a tiempo para frenar y volvimos a entrar en el núcleo central en una relativa sobriedad.

    Mi camarote estaba más cerca, pero se encontraba allí Pelf; así que fuimos al de Nova. Lo compartía con una enfermera que rara vez dormía allí, e hicimos el amor por primera vez en el estrecho catre de Nova Sunstrum.

    No hay dos encuentros sexuales exactamente iguales el uno al otro. Cada pareja deletrea sus relaciones interpersonales con un conjunto diferente de posiciones, distintos ritmos y secuencias, lenguajes corporales y palabras distintas de la última pareja, e incluso del último acto de la misma pareja. Cada orgasmo explota en forma única a través de la mente, provocando una carambola de recuerdos, sensaciones y fantasías en forma diferente cada vez.

    Desde el principio Nova y yo comprendimos que nos entendíamos, no sólo en la unión, sino en el silencioso acuerdo en la posición o en la elección, en el momento, lugar, ritmo y humor, ya gentil y cariñosamente, ya en forma frenética y exigente. Hay veces en las que se hace el amor y veces en las que es un acto puramente físico. En cuanto a esto, parecíamos sincronizar y respondíamos sin palabras, que no eran necesarias ni serían adecuadas.

    Una de las cosas que yo había aprendido de forma dura, pero que Nova parecía comprender instintivamente, era que cada persona tiene sólo su propia clase de amor que dar, no la de la otra. Me sentía afortunado porque las clases de amor que nos dábamos el uno al otro eran muy parecidas.

    También había aprendido que no se puede amar a una persona completamente, a menos que este amor sea abierto. ¿Qué es mejor: amar, estar enamorado o anticipar el amor?

    El amor significa un ego con la parte interior hacia fuera, pero entre dos amores debe pasar un cierto tiempo. Yo lo había dejado transcurrir salvaje y locamente, y ahora era otra cosa. Era el momento de convertirme, por designación, en el consorte real de la reina de Marte, en amante de la princesa Nova, para ser Brian y Nova, quizá incluso BrianyNova, NovayBrian.

    Debo admitir que ella lo hacía muy bien, en su trabajo para evitar que las varias facciones pro—Nova explotasen. Nos sentíamos orgullosos de pensar que los otros pasajeros habían necesitado casi dos semanas para enterarse de que dormíamos juntos, pero quizá los amantes son los últimos en enterarse de lo que los demás ya saben. Para evitar que los celos subieran demasiado, ella pasaba gran parte del tiempo bailando, cenando y sonriendo a otros hombres, desde el capitán hasta el marinero más inferior. Naturalmente, eso me ponía furioso, emoción que encontré extraña y degradante. Brian Thorne nunca se hubiese sentido celoso. Pero yo era Diego Braddock.

    El mes se hizo al mismo tiempo corto y largo. En cierta forma, parecía como si hubiésemos llegado de repente y, en otra, fue un viaje largo porque sucedieron muchas cosas.

    La regordeta señorita Blount tuvo affaires de coeur con el comandante de marines, con el número dos de la nave y con el mordaz y pequeño técnico con el que se prometería hacia el final del viaje. Una de las enfermeras fue causa de un duelo entre un tripulante y uno de los marines. Este ganó, y fue sometido a consejo de guerra.

    Hubo un considerable intercambio de amantes, como era de esperar, y me sentí afortunado por tener que pelear solamente con dos hombres, un fogonero que saltó sobre mí y estuvo a punto de matarme y el biólogo, que había llamado Nova a una variante del Glycine soja, con la esperanza de despertar su atención. Durante una tranquila fiesta en el salón se volvió zongo, y durante el resto del viaje estuvo sometido a sedantes.

    Fue la suave naturaleza de Nova la que mantuvo a raya a la mayoría de los hombres y manejó aquellos problemas con gracia y tacto. Siempre es mejor que sea la mujer la que intente suavizar los egos alborotados. Deja en todos un humor mucho más agradable que el que sigue a cualquier violencia. Yo no creo que ésta sea una prueba de fuerza interior, pero tampoco el tacto y la dulzura debieran ser considerados como debilidades.

    Sucedieron también cosas de otro tipo; por ejemplo, pasar cerca de una nave robot cargada de mineral, que se dirigía por la ruta larga, lenta y barata a la órbita terrestre, y una espléndida vista de una llamarada solar fenomenal. Nada espectacular, pero rompió la monotonía de viajar por el espacio.

    Nova y yo no nos relacionamos mucho con los otros pasajeros ni con la tripulación, aunque se organizaban muchas actividades con el fin de que ésta no permaneciese ociosa. Al principio, éramos invitados a formar parte del equipo de balonmano o a una de las cenas para gourmets de la señorita Blount, pero pronto disminuyeron las invitaciones, al rechazarlas nosotros cortésmente una y otra vez.

    La mayor parte del tiempo nos explorábamos el uno al otro. Nova demostraba un extraordinario conocimiento de la arqueología marciana.

    —Cuando era pequeña, jugaba en el Palacio Estrellado y me sentaba en el trono del Gran Hall; yo hacía de reina de Marte; Georgie, de gran visir, y Sabra, de reina usurpadora. Cuando Exploraciones Marcianas realizó todos los grandes descubrimientos, yo era prácticamente una niña. Evans acostumbraba a sentarme en su regazo, y veíamos juntos los hologramas. Yo utilizaba un cristal de esmeralda del palacio como pisapapeles.
    —¿Dónde crees que fueron los marcianos o qué piensas que les pasó? —le pregunté.
    —Supongo que agotaron su ciclo. Crecieron, maduraron, envejecieron, se hicieron seniles y murieron como las otras razas. ¿Dónde están los asirios, los mayas? Sus esparcidos restos fueron absorbidos por otras culturas, sólo que en Marte no hay otra cultura absorbente. Por tanto, se extinguieron como los dinosaurios, los tigres, la cabra almizclera...
    —¿Qué pasa con todas esas leyendas de los supermarcianos que se convirtieron en criaturas hechas de pura energía?
    —Leyendas. Leyendas humanas. El deseo humano de alcanzar la plenitud, como el crear a Dios a su imagen, para poder entenderlo. Quizá tengan razón; quizá la Fundación para el Conocimiento Secreto tenga la llave de la verdad. Con unas treinta galaxias para cada ser humano, cualquier cosa es posible —dijo ella.
    —Y eso sólo en este universo.
    —¡Oh, ese tipo de ideas, son sencillamente fantásticas! Se necesitaría una mente, o un computador, o algo mucho mayor que la mía en cualquier caso para abarcar más de un universo. Incluso la idea de unos agujeros negros saltando fuera del espacio—que—nosotros—conocemos y volviendo convertidos en quasares es algo muy difícil de entender.
    —Si es cierto —dije—, entonces es confortante saber que hay un exterior y un interior. Si hay un «exterior», entonces podría existir otro universo. Si hay otro, podría haber universii.
    —Esa palabra no existe, Diego.
    —Sólo estaba comprobando si me escuchabas. ¿Qué te parece universa?
    —No, Diego. La idea de agujeros negros saltando fuera y dentro es aterradora. ¿Qué sucedería si hubiese demasiados agujeros? ¡Todo podría venirse abajo!
    — ¡Rápido! ¡Este es un trabajo para el capitán Láaaaser! Se evitan catástrofes planetarias, holocaustos a coste reducido, seres malvados de un espacio exterior cualquiera derrotados y capturados; se salvan universos. Tres naves FTL, sin esperas ni comprobaciones; el primero en llegar será el primero en ser atendido.
    —¡Oh, Diego..A

    El tiempo que pasaba junto a Nova era instructivo, delicioso, gratificante, alegre, extático y estimulante para la mente.

    Sabía que me estaba enamorando, y la gran trampa existente en eso siempre ha consistido en que pocas veces se lucha contra ello. Una vez que se comienza, no quiere uno detenerse. Tenía una mujer que me interesaba y el tiempo que necesitaba para aprender a conocerla.

    Aquí debo confesar que estaba un poco orgulloso. Como «Brian Thorne», era muy poco corriente que no consiguiese a la mujer que deseaba. Dinero, fama y encanto son grandes afrodisiacos. Pero como «Diego Braddock», me parecía que era yo el que me ganaba el amor de Nova Sunstrum, y no podía sentirme más feliz.

    Le dije que la amaba a la mitad de la segunda semana; era la primera vez que pronunciaba aquella frase desde Madelon, algo que resultaba fácil para muchos hombres, pero nunca ha venido a mis labios con facilidad. Algunos lo dicen y se lo creen, por lo menos por un momento, o lo dicen cínicamente, a sabiendas de su falsedad, porque creen que es lo que la otra persona quiere oír. Nunca lo he dicho si no era honradamente, y Nova constituía sólo la tercera mujer a quien se lo había dicho.

    Estaba en mis brazos desnuda, acurrucada en su estrecho camastro, cuando lo hice. Se echó hacia atrás para mirarme, con el rostro serio y preocupado.

    Me estuvo estudiando atentamente, y durante un fugaz momento pensé que quizá había hecho lo único que ella no quería, que había estropeado «un juego» cuyas reglas no conocía, realizando la única cosa prohibida en aquellos días de amor, de conocimiento y de alegría.

    Después sus labios se abrieron y dijo lo mismo; el miedo se disolvió y la alegría explotó sobre nosotros. Hicimos el amor en un estallido de placer frenético que nos dejó sin palabras, exhaustos y muy felices.

    Sexualmente, era como si cada vez fuese la primera. Había en ella frescura, vitalidad y, a veces, una gran perspicacia. Resultaba al mismo tiempo inocente y sabia, etérea y la tierra madre. Parecía tener instintivamente la habilidad y la ingenuidad erótica de la Gran Prostituta de Babilonia; sin embargo, no había en ella ni rudeza ni indelicadeza.

    Para un hombre como yo, acosado por mil cuerpos soberbios con habilidades artificialmente adquiridas, suponía volver a nacer. Hacer las mismas cosas, ya viejas, por primera vez era un milagro de la mente. Yo había sido estropeado por las mujeres, a veces cariñosamente, siempre conscientemente, por sus propias razones o por las mejores razones, pero las que más contaban —Suzanne, Gloria, Michele, Louise, Vincene y, por supuesto, Madelon— me habían estropeado para las demás.

    Estaban también aquellas que tenían los cuerpos más espléndidos, los ojos más grandes, habilidades amatorias de una variedad asombrosa, mentes rápidas y astutas y una tenacidad interior semejante a la del acero. A veces había pensado que en algún lugar debían existir fábricas secretas donde se criase a aquellas esbeltas criaturas como si fuesen puras—sangres, con genealogías de primera clase y brigadas de profesores de estilo, una facultad de inteligentes ladrones que entrenaban a aquella mujeres y las enviaban al mundo. Aquellas bellezas de cuerpos suaves y mentes brillantes, constituían un tipo muy familiar para todos los hombres ricos. Las hermosas, pero poco inteligentes, eran seleccionadas a niveles inferiores, con presidentes de corporaciones, cultivadores de algas y ejecutivos de espectáculos importantes. Las listas, realmente listas, continuaban ascendiendo, y formaba el grupo de mujeres que yo conocía casi diariamente, a veces por accidente, a veces de forma cuidadosamente preparada, concebida para lucirlas desde la perspectiva más favorable para ellas. Algunas tenían hasta managers, y todas abogados.

    Ocurría de forma que no me importaba. Todas querían salir de la masa, y si una constituía un buen ejemplo de un tipo que me gustase, la compraba. Un sencillo asunto de negocios; no importa lo graciosamente que se expusiera. A veces ninguno de los dos lo discutía, dejando que todo fuese arreglado por los abogados o por los intermediarios.

    Pero Nova era distinta. Que cada amor sea diferente, que resulte algo nuevo cada vez, es la preocupación de todos los amantes. O quizá se tratase de que Diego Braddock difería de Brian Thorne. Como Braddock, como Howard Scott Miles, como Waring Brackett, como Andrew Garth, yo había solicitado y obtenido la atención de algunas mujeres. Pero en el rincón secreto de mi mente siempre quedaba la duda de que de alguna forma ellas sabían que yo era Brian Thorne.

    Quizá fuese el viaje a Marte lo que me hubiese hecho dejar atrás aquel rincón y, con él, aquellas ideas. No importaba. Tal vez no quería únicamente llevar la carga de una gran interrogante. En ser alguien distinto de Brian Thorne había una estupenda sensación de libertad, de la misma forma que, a veces, un magnífico sentimiento en ser Brian Thorne.

    Pero lo fundamental del asunto estribaba en que quería enamorarme de alguien. Quería estar enamorado, no desear a alguien. Era el momento apropiado, la mujer adecuada, y yo estaba listo.

    ¡Qué extraño mundo éste en el que el capricho tiene la fuerza del acero, cuando la casualidad toma el aspecto del destino, cuando un estado de ánimo cambia una vida! Pero así es. Somos una hoja arrastrada por la corriente y, ya sea en rápidos o en un tranquilo remanso, bajamos por el río. Nosotros, las hojas, proclamamos con orgullo nuestra libre voluntad, nuestra libertad de elección, nuestras poderosas ambiciones, y todo experimenta cambios cuando la corriente cambia.

    Estábamos sentados en nuestro emplazamiento favorito, la cámara de observación, contemplando las estrellas.

    —Siempre he deseado que inventasen una máquina del tiempo —dije.
    —¿En qué dirección irías?
    —Hacia atrás. Es la única dirección que conozco. Hacia adelante voy de todas formas, sin necesidad de una máquina del tiempo. Hay cosas que me gustaría hacer.
    —¿Salvar a Juana de Arco, a Kennedy, a Lincoln?
    —Oh, eso sería bastante inteligente, pero lo que me gustaría hacer de verdad es volver a 1888 o a 1889. Probablemente a un campo de girasoles en Arlés. Iría a comprarle unos cuantos cuadros a un pintor loco y maravilloso. No le diría lo famoso que llegaría a ser o el valor que alcanzaría su obra en sí misma, y hasta en dinero. Eso podría arruinarle con más rapidez que la locura, que la soledad. Pero me gustaría hablar con él y animarle en la única forma en que los artistas necesitan que se les dé ánimos: comprando su obra.

    »A todos los artistas se les da palabras en exceso; lo que necesitan es una ayuda tangible, pragmática. Quizá Van Gogh no hubiese caído rápidamente en la locura, no se habría vuelto loco. ¡Piensa en los cuadros que podríamos tener!

    —Podrías ir a Tahití —dijo Nova— y salvar los Gauguins que fueron quemados, o la biblioteca de Alejandría. —Sí, es cierto. Pero Van Gogh... es amigo mío. A través de los años me ha conmovido como muy pocos lo han hecho ese pobre hombre loco.
    —El es siempre el ejemplo que utiliza la gente que quiere indicar lo menospreciado de sus obras —comentó Nova—. Durante toda su vida sólo vendió un cuadro, y además de eso, le tomaron por loco. El mismo pensaba que estaba loco, y se volvió loco. Y también lo encerraron en aquel extraño lugar.

    Sonreí y dije:

    —¡Oh, sé que es muy egoísta por mi parte, pero no me importa! ¡Imagínate pasando una semana en Arlés, viendo a Vincent salir al amanecer y volver al atardecer con un cuadro o dos! ¡Dios mío, qué emoción! Toda la noche hablando sobre arte con Gauguin y Van Gogh, observando cómo Vincent pintaba por la noche, ¡haciendo que estrellas cual éstas de ahí fuera adquirieran una vida sobrecogedora!
    —Es el momento para las fantasías —señaló Nova esbozando una mueca.
    —Quizá podría llevarme a París a aquellos bastardos arruinados para que pudiesen ver lo que estaban haciendo los otros. El pobre Lautrec, borracho y sin dinero, que solía pasear con otros pintores, colegas suyos, y después se detenía para señalar algo con su bastón y discurseaba sobre ello, porque sus piernas mutiladas y doloridas necesitaban descansar. Una vez Cézanne cortó un cuenco con frutas de un cuadro y lo cambió por comida, porque era la única parte que alguien quería comprar.
    —Quizá ayudarles hubiese sido lo peor que pudieses hacer —dijo Nova.
    —Sí. Lo sé. La gente como Picasso, Matisse, Bonnard, ese borracho de Utrillo, en realidad no necesitan ayuda, al menos no la bastante como para regatear con la historia; pero Van Gogh... ¡Añadir un año a su vida hubiese significado quizá cien cuadros más! ¡Qué tesoro! Por algo así sí intervendría, probablemente cerca del final, cuando, en caso de que hiciese algo mal, la pérdida de obras no significaría mucho. ¡Cómo me gustaría!
    —¡Romántico!
    —¡Verdaderamente, y repítelo tres veces! —suspiré—. Lo siento, Vincent —dije a las estrellas—; nací un poco tarde para servirte de algo.

    Estábamos en su litera. Nova me daba la espalda descansando tranquilamente, después de un período de exploración amorosa bastante prolongado. Puse mi mano sobre su cadera, sintiendo el hueso bajo la carne y la curva de su cintura. Moví la mano y la llené por completo con su muslo, sintiendo realmente la gran cúpula de carne, la textura de la piel, la flexión y los movimientos de los músculos que se encontraban debajo. Ahora parecía diferente a unos cuantos minutos antes, cuando, en el frenesí del orgasmo, había abarcado ambos hemisferios. Allí la piel era distinta, distinta de la piel de la parte baja de su pierna o de sus pechos.

    Recorrí con los dedos la larga acanaladura de su columna, palpando las protuberancias; luego bajé de nuevo tocando ligeramente los hoyuelos que la flanqueaban en la parte superior de sus redondeadas nalgas.

    Mi mano encerró un pecho, y ella se apretó contra mí, murmurando dulcemente, oprimiendo su cuerpo contra el mío. Sentía dentro de mi mano el peso y la redonda riqueza. Percibía su intimidad y cómo sus pezones se endurecían lentamente dentro de mi palma.

    Mi mano se deslizó sobre el liso y tenso estómago, acariciando el tibio vello, y ella ladeó la cabeza con un suspiro, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Sonrió y exclamó:

    —Aprovecha el momento propicio.
    —Te amo —dije.
    —Lo sé —contestó.

    Lo primero que yo había advertido en Nova era su belleza. Después vi su belleza. El porte, la conciencia de sí misma y de los demás, la perspicacia, los modales, incluso en una persona tan joven, eran excepcionales. Por supuesto, las mujeres hermosas se muestran fácilmente seguras cuando perciben directamente la inseguridad de la mayor parte de la gente.

    Pero el haber advertido su belleza física en primer lugar, y a ella luego, no quiere decir que yo sea una persona superficial, sino simplemente que era su baza más evidente y la faceta que vi primero. A menos que con anterioridad sepamos algo sobre una persona, eso es siempre lo que advertimos antes: su forma de actuar y su aspecto. Yo conozco a menudo mujeres hermosas y he desdeñado a señoras estupendas por las que otros se dejarían matar. Esto no quiere decir que sea insensible o raro, sino sólo que no resultaban las mujeres adecuadas para mí, o que el momento no era el apropiado. La búsqueda y el esperado encuentro de la persona apropiada para compartir nuestra vida se lleva una buena parte de nuestro tiempo y nuestra atención. Generalmente nos conformamos con trocitos y fragmentos de un montón de gente distinta.

    Bernstein, en un retrato mío en Fortune, dijo que yo tiendo a juzgar las cosas estéticamente en primer lugar, las mujeres incluidas, y advirtió que parecía excluir a los hombres de este juicio estético. En eso tenía razón pues en un mundo que admite abiertamente, y hasta alienta, la bisexualidad, yo sencillamente no estaba interesado en los aspectos físicos de los hombres, por lo menos mientras hubiese mujeres a nuestro alrededor.

    Pocas veces me ha importado lo que otras personas consideraban como hermoso. Si sus gustos coincidían con el mío, estupendo. Si no, ¿qué más daba? Si yo creía que una mujer era de alguna manera bella, entonces era bella, y no me importaba lo que pensasen los demás. Había aprendido pronto que tenía el coraje de mis convicciones, por lo menos en cuanto a la belleza se refería, y que los demás seguían a menudo las modas, los gustos de la mayoría, aceptando los estándares de otros.

    Pero la belleza física o su ausencia es generalmente lo primero que advertimos sobre los demás, llamémoslo así o de otra forma cualquiera. Si tenemos alguna noticia en avance, ya sea por reputación, cuadros u obras de cualquier tipo, nos formamos una opinión y después intentamos ajustar esas opiniones a priori al individuo que nos encontramos en la realidad. Desgraciadamente, el tener pies de paja resulta una condición muy propia de los humanos.

    He advertido que las reputaciones a menudo son inmerecidas, incompletas o reflejan una imagen tal como es vista y «conocida» por otros y guardan poca relación con la realidad, de forma que intento recordar esto cuando conozco la reputación de algunas personas.

    Formar una opinión sobre el trabajo de alguien a quien no se conoce, también puede ser un pasatiempo peligroso. Conozco escritores de cuentos viriles, populares, de rápida acción, que son físicamente cobardes y mentalmente insípidos. Conozco políticos de noble apariencia, que son todo fachada, los portavoces de los intereses a los que pertenecen. Conozco escritores de prosa sensible y de una perspicacia monumental, que tienen ramalazos mezquinos, crueles, insensibles; escultores sepultados en la bebida, ministros ateos, machos homosexuales, reinas del encanto frígidas y sacerdotes lujuriosos. Conozco actores cuya reputación de donjuanes oculta su impotencia. Conozco maestras tímidas y silenciosas que en la cama son increíbles. Conozco a mujeres sumamente bellas, envidiadas por todas las demás, que no creen que son hermosas y piensan que la gente les está mintiendo.

    Pero cuando hablé con Nova, primero en aquella cámara de observación y luego en otros sitios, fui muy consciente de su feminidad, de sus tempranas exploraciones con el poder de su belleza. Mas debía de estar encontrando el camino a través del misterioso accidente de su belleza, descubriendo los parámetros de modo que pudiera estabilizarse. No parecía estar utilizándolo para adquirir un poder dictatorial sobre los demás. Su confianza en su propia habilidad para dominar una nave cargada de hombres se basaba en la inexperiencia, no en egocentrismo.

    Cuando llegué a conocer su mente tan bien como su voluptuoso cuerpo, la encontré constantemente inquisitiva, totalmente interesada y raramente aburrida. Vi cómo convertía el intento de violación por parte de un fogonero en una conferencia de una hora que él le dio sobre los delicados balances que deben mantenerse en la ampolla magnética para que funcione y puedan abrirla por un extremo, a fin de que escapen fragmentos del sol contenido en su interior. Cuando le dejó, él resplandecía, orgulloso de sí mismo, muy halagado por su interés y un poco sorprendido de que su erección hubiese desaparecido.

    Cuanto más sabía sobre Nova, más quería conocer.

    ¿Puede haber una alabanza mayor?


    Capítulo 6


    A pesar de las dificultades todos sobrevivimos, excepto el tripulante que había perdido el duelo, del que la prensa y el video en la Tierra sacaron un partido increíble. La enfermera, bastante fea, fue apodada la Blanca Tentadora y otros títulos fantásticos, y se hizo famosa y muy solicitada.

    El Balboa se colocó en órbita de amarre. El transporte llegó desde Phobos y nos trasladó al Centro Ares, la «capital» de Marte. El disco de este planeta era un enorme globo, apizarrado, castaño y rojo tostado, y la única señal de vida, el Elizabeth II, se encontraba en órbita de aparcamiento muy cerca de nosotros. Mientras descendíamos, podíamos ver los verdes campos rectangulares alrededor de Polecanal, y más allá, el tiznón de Grabrock y Northaxe. Sobre el polo, bajando el Rille, Grandcanal City era una mota en el horizonte de la noche cuando descendíamos hacia el Centro Ares. ., Amanecer en Marte.

    Un aire frío y fino, tan fino como para requerir máscaras y botellas de oxígeno, aún a pesar de todos los años de terraformación, tan frío aún. incluso en «verano», como para necesitar trajes térmicos. Grandes extensiones arenosas y onduladas, donde se advertían las suaves elipses de los antiguos cráteres y la ardiente mordedura de la arena, lo penetraban todo.

    Amanecer en Marte.

    Sobre el costado del transporte, la rosada luz tenía un resplandor suave. El último pasajero desembarcó y desapareció detrás de la pared de cemento rosa, mientras la nave salía para ir a buscar la mercancía.

    —Vamos —dijo Nova— por aquí.

    Nos agachamos para protegernos de la arena en movimiento, a causa del despegue de la nave y, haciendo un ángulo, nos dirigimos hacia el vehículo de energía de fusión que nos esperaba. Un hombre de pecho enorme, que llevaba un traje térmico azul lleno de remiendos, echó una ojeada y saltó del artefacto abrazando a Nova efusivamente.

    — ¡Nova! ¡Que me maten si no te has convertido en lo más hermoso que nunca...!

    Me vio con ella y se sintió obviamente molesto. Su mirada fue de ella hacia mí y de mí hacia ella. Su rostro era amistoso, pero dispuesto a cambiar en cualquier sentido.

    —Johann, éste es Diego Braddock. Johann Tarielovich es una especie de tío.

    El hombretón volvió a abrazarla y me hizo un guiño.

    —Siento decir que un hombre al que una muchacha considera como su tío nunca será nada más que un amigo para ella. Tendió una mano, después la retiró y se quitó el guante. La apreté con mis dedos helados y sentí como si aquel hombre estuviese excavado en hielo. Sus ojos pasaban rápidamente de mi cara a la de ella, pidiendo de nuevo información. Luego gruñó, asintiendo sabiamente y sacudiendo la cabeza:
    —¡Vamos, doch, subid a bordo antes de que estos botaslimpias se congelen!
    —¡Dvigat, dvigat! —gritó a los dos últimos en subir—. ¡Moveos!

    Saltó a su asiento e hizo una seña a Nova para que se sentase junto a él. Yo me senté al fondo, cerca de un marine, que ya estaba maldiciendo su destino, sin importarle las maravillas de encontrarse en otro planeta.

    En otro planeta.

    En Marte.

    Me reí para mí y escudriñé el horizonte en busca de la cordillera John Carter, mientras dábamos botes por la carretera que conducía al complejo de burbujas del Centro Ares, pensando que aquellos primeros exploradores no habían olvidado la herencia de su juventud. En principio, unos cuantos lugares habían recibido sus nombres de los astrónomos; otros eran denominados en función de lo que había sucedido allí, como Touchdown, donde había tocado la superficie la primera nave; otros, según su aspecto, como Piedrarroja, Mano Roja y Montaña de Hielo. La denominación de un lugar era un tanto optimista, aunque algún sitio del planeta tenía que llamarse así, pero hasta el momento Marsport resultaba una diminuta avanzadilla con un pequeño campo de aterrizaje.

    El orgullo de sus descubrimientos había hecho que los primeros exploradores ignorasen por completo los elegantes nombres latinos como Mare Hadtriacum, Syrtis Major y Amazonis, utilizando solamente aquellos nombres que juzgaban con derecho a permanecer.

    Wells.

    Bradbury, donde se descubrió el gran Palacio Estrellado.

    Grandcanal City, donde no había ningún canal.

    Burroughs, con algunas de las reliquias y murallas más espléndidas encontradas hasta la fecha.

    El Rille, Grabrock y Northaxe, donde se habían encontrado los hallazgos arqueológicos más antiguos.

    En una cadena montañosa, llamada John Carter, ¿qué nombre podía tener la primera mina de extraños diamantes carmesíes sino Dejah Thoris?

    Arlington Burl, que había venido en el Balboa con nosotros, había denominado a sus minas gemelas Enyo, diosa de la batalla, y Eris, diosa de la discordia, descritas como la madre, hermana, mujer e hija de Ares. Sus hijos, Phobos y Deimos, dioses del tumulto y del terror, volaban por encima de nuestras cabezas.

    Pero demasiada fantasía puede cegar la realidad. Una brusca sacudida me lanzó contra Pelf, que, desde que yo me había pegado a Nova, no me había molestado especialmente en el viaje. Hizo un gesto y me empujó a mi posición normal amistosamente. Le di las gracias con una inclinación de cabeza y entorné los ojos para protegerme del polvo, contemplando las cúpulas y torres del Centro Ares delante de mí. Aire recién fabricado se desprendía de la cuba de los altos hornos, procedente del acelerador de masa del horno de fusión, creando un viento constante que se alejaba en todas direcciones, esparciendo la nueva atmósfera sobre el planeta. Pero mi mente no estaba en el proyecto de terraformación, sino en aquella molesta preocupación concerniente a Pelf, de la que no podía librarme. Seguía sintiendo que éste me espiaba, pero quizá lo hiciese con todo el mundo. Me he acostumbrado a ser espiado directa e indirectamente, electrónicamente y por informes dirigidos por computador que, supuestamente, predecían mis reacciones futuras, basándose en acciones anteriores. Me he llegado a acostumbrar a todo eso, pero nunca me ha gustado. Había erigido entre nosotros una muralla de un mes de longitud y más alta de lo que él pudiese saltar. Esperaba que resistiese.

    Rodábamos por el interior de la larga cúpula segmentada, y advertí la habilidad que habían alcanzado en el empleo de espuma pulverizada de arena silícea sobre el complejo de estructuras globulares. La compuerta giró y nos dirigimos hacia la cúpula más antigua, descolorida y ruinosa, pero que continuaba en servicio. Johann nos guió hasta la estructura más grande del centro de la cúpula, un edificio de cuatro pisos, construida con bloques rosados de arena fundida. La mayor parte de los otros edificios aparecían erigidos de manera similar.

    —Ya estamos —dijo apagando el motor—. Cuando lo traigan, volveré y recogeré vuestros equipajes.

    Se acercaron varios hombres vestidos con gastados trajes térmicos, menos uno que tenía uno nuevo y reluciente. Algunos eran conocidos de mis compañeros de viaje, y se entabló una conversación general, ruido, caos y una fiesta. Nova fue arrebatada y se maravillaron ante ella; la besaron, la abrazaron, la desearon y pasó de uno a otro, pues existía un bienhumorado deseo de contemplarla.

    Johann estaba cerca, con los pulgares metidos en su cinturón, admirando a Nova mientras ésta reía y besaba a la muchedumbre que le daba la bienvenida. Yo sentía que de cuando en cuando me miraba y, al fin, nuestros ojos se encontraron.

    Señaló a Nova con un movimiento de cabeza.

    —Ciertamente ha crecido bien, y pronto.

    Yo asentí, esperando impaciente que volviese junto a mí. Johann rebuscó en uno de sus bolsillos y sacó una bolsa, ofreciéndome una pizca de algo que reconocí como Cannabis sativa Ares III, fantásticamente caro en la Tierra. Rehusé y le di las gracias. Quería que todas mis primeras impresiones fuesen claras. Habría tiempo suficiente para expandir mis sentidos cuando desease explorar otros aspectos de este mundo.

    Dos hombres de trajes azul—pálidos, ligeramente bebidos, llevaban a Nova sobre sus hombros, y ella les gritaba alegremente. En las espaldas de sus trajes térmicos sobresalía un bordado que representaba una gran llamarada solar en color rojo, con una manzana dorada en el centro.

    Ignoré la continua inspección de Johann, y no creo que ni siquiera los computadores de Raeburn, me hayan diseccionado alguna vez con más profundidad. Simplemente esperé a que Nova fuese «mía» de nuevo, aunque quizá no lo hice con demasiada gracia. Sentirme celoso era una emoción sorprendente, y a mí no me gustaba ser sorprendido.

    Finalmente Nova se deslizó nuevamente al suelo y se liberó, corriendo hacia mí, sonrojada y feliz. Me empujó hacia adelante para presentarme a un grupo de nuvomarcianos, como son aficionados a llamarlos los noticieros terrestres. Ninguno pareció demasiado entusiasmado, especialmente cuando vieron que Nova se colgaba de mi brazo, mas sus reacciones se limitaron a cruzar miradas entre ellos.

    Cambié apretones de manos con Iceberg Eddie, D'Mico, Endrace, Iván el Mayor e Iván el Menor. Kum Ling, Jalisco y un pesado y solemne bruto, llamado —o quizá grabado— Aleksandrovich, me destrozaron la mano. Había más y seguían llegando otros; los nombres de todos se mezclaban; algunos estaban contentos, otros resentidos, algunos indecisos, otros amargos, pero la mayoría me dieron la bienvenida de forma bastante cortés.

    Mientras todo el mundo salía en bandadas por la compuerta, perdí a Nova a manos del último grupo y me encontré flanqueado por Johann y Endrace.

    —¿Qué te va pareciendo Marte? —me preguntó Endrace.
    —No estoy seguro de ser bien acogido —dije.
    —¡Oh, demonios, no te preocupes demasiado! —respondió Endrace—. Si Nova se decidiese por uno de nosotros, habría quince areneros que se figurarían que éste no era lo bastante bueno para ella, y lo enterrarían en la arena alguna noche de poca luz. Pero un extraño (bueno, no eres uno de nosotros) es diferente; por tanto, no tendremos que pelearnos unos con otros.
    —Solamente conmigo, ¿eh?

    El me hizo una mueca, y atravesamos la compuerta cuya función era únicamente mantener en el interior la presión, ligeramente superior a la normal en la Tierra.

    —Sin embargo, podríais perder a Nova si eligiese a un extraño.
    —Demonios, amigo, ella es la princesa de Marte, ¿no lo sabías? De todas formas, ningún minero comido por la arena es lo suficientemente bueno para ella. Al final tendría que ser algún príncipe de visita, o algo así.
    —¿Todos vosotros le habéis estado llamando princesa de Marte desde que era pequeña?
    —Eso parece. Su padre comenzó a llamarla princesa, supongo que en la forma en que todos los padres lo hacen, y como era tan condenadamente bonita, se extendió. Siempre ha sido muy simpática, y a la gente le encantaba enseñarle cosas y llevarla a visitar sitios. Se convirtió en algo así como su derecho, ¿entiendes? Eso hace que la mayoría de los excavadores, duros como la roca, eviten pasarse de la raya. Pero si uno de ellos actuase alguna vez un poco como zongo con respecto a ella, siempre habría cuatro o cinco de nosotros dispuestos a tener una conversación con él sobre sus malos modales.

    Al salir de la compuerta sentí la diferencia de presión. Miré a Johann y le pregunté:

    —¿Vendréis cuatro o cinco a charlar conmigo alguna noche sin luna?

    El y Endrace hicieron gestos divertidos.

    —Difícilmente estamos sin luna aquí, compadre, pero no da mucha luz.

    Se rascó la barbilla e intercambió una mirada con Endrace. Johann me miró, y su mueca se convirtió en una cierta sonrisa.

    —Todavía no sé sobre qué podríamos tener que charlar contigo.

    Los demás iban delante de nosotros, diseminados por las calles que se curvaban alrededor de las cúpulas interiores y las otras estructuras. Sobre nuestras cabezas estaba la gran cúpula geodésica principal y, a través de los lechosos triángulos, erosionados por la arena, podía ver las cúpulas adyacentes. Se nos iban uniendo ya más habitantes de la ciudad más importante de Marte, algunos sobrios y otros no. Rodearon a las nuevas enfermeras y a las otras damas, y hasta entablaron conversaciones con alguno de los hombres. Los marines fueron recogidos por un oficial y, reluctantemente, nos dejaron.

    Johann iba señalando alguna de las vistas locales: el Emporium de Fosatti, la taberna El Escudo y la Espada, el Gran Hotel Marciano, el Royal Bar y Cluster's. Yo continuamente intentaba ponerme a la altura de Nova o, por lo menos, no perderla de vista.

    Pero lo que veía en Marte continuaba atrayendo mi atención, tanto las cosas pequeñas como las grandes. Había murallas de losas de arena, ásperas y desiguales, brillando ligeramente a causa del plástico con que habían sido impregnadas bajo presión y de los finos copos de mica. Estos aparecían en muchas de las estructuras sin tejado y de lados planos dentro de la cúpula. Las cúpulas interiores, la mayoría con compuertas neumáticas de seguridad, eran las usuales construcciones de espuma de roca.

    Algunas de las paredes habían sido separadas por medio del láser de rocas más duras, y aquí y allí, embebidos en la piedra arenisca, aparecían artefactos dignos de figurar en un museo, fósiles y rocas de piedra cortadas. Vi varios relieves erosionados en rosa más fuerte y rojo polvoriento, tan borrosos como las monedas antiguas, extraños e indescifrables.

    Pero, por supuesto, todo lo marciano era digno de estar en un museo, simplemente a causa de su novedad y rareza. Nos detuvimos un momento en el Royal Bar; en la pared del fondo, una sencilla losa monumental de fibra petrificada, había grabado un esquema de volutas que podía ser puramente decorativo, los once mandamientos marcianos, un anuncio político o una lista de compras. Resultaba hermoso, pero ilegible.

    Me fui quedando rezagado con respecto a los demás, distraído con aquellas cosas. Cuando llegué al centro de la cúpula no había nadie cerca de mí; así que me detuve para mirar a mi alrededor, convertido en el perfecto turista. En la intersección de tres calles estrechas que se curvaban alrededor de las cúpulas interiores más antiguas, se erguía un pilono de roca antigua, demasiado grande para transportarlo a la Tierra, suponiendo que los nuvomarcianos lo hubiesen permitido. Era un objeto familiar para casi todos los terrestres. Me detuve sorprendido, sobresaltado y deleitado, aunque ya sabía que se encontraba en algún lugar allí cerca.

    Dejé que desde el último de los jubilosos mineros hasta los demás desaparecieran por el otro extremo de la calle, sus brazos rodeando a las alborotadas enfermeras. Me olvidé de Nova, porque había encontrado al Coloso de Marte.

    Ese es el nombre por el que se le conoce, aunque no resultaba tan grande. Sus cinco metros de altura producen el efecto de algo gigantesco. Es de un color rojo oscuro herrumbroso, y su forma original se ha desvanecido por la acción del tiempo y del clima. Se yergue como una gigantesca figura envuelta en un sudario, vagamente humanoide, alienígena o cualquier cosa similar.

    Tenía que ser la representación de un ser inteligente, no una escultura abstracta ni una formación natural. Había en ella demasiada autoridad, demasiada «presencia» para que fuese solamente un retrato o la inspirada representación de un ideal.

    —Es bello, ¿verdad?

    Nova se reclinaba contra la pared castaño—pálida de una fábrica de trajes térmicos, con las manos detrás observando cómo miraba yo la estatua.

    —Creía que te habías ido con los otros.

    Ella movió la cabeza y sonrió. Miré hacia la punta de aquella graciosa espiral de roca que había sido esculpida, según los expertos, veinte mil años antes de que los egipcios levantasen la pirámide de Keops. Generalmente ocupaba la cubierta de la mitad de los libros que trataban sobre Marte, con las gruesas murallas del Grand Hall detrás, medio enterradas en los remolinos de arena.

    Extendí la mano y la toqué. Estaba fría y pulimentada por los finos vientos; no obstante, era sensual bajo mis dedos. Los surcos en volutas de algo que tenía que ser una vestimenta, pero que con la misma facilidad podía haber sido unas gigantescas alas plegadas, se deslizaron bajo mi palma mientras tocaba al mismo tiempo.

    Un estallido de risa lejana me arrebató del lugar adonde me había ido. Brian Thorne ya estaba calculando lo que costaría y cómo podría llevarse a la Tierra, pero Diego Braddock estaba diciendo que la dejase ahí, junto con todos los hallazgos marcianos. Si la gente quería verlos, que viniese aquí. No se mete en un remolque al Gran Cañón y se le pasea por el mundo como espectáculo.

    Me reí de mí mismo. Brian Thorne podía permitirse venir aquí, pero el 99,9 por 100 de la población no podría. ¿Sabrían lo que estaban viendo si lo viesen? Toda mi vida había oído los comentarios en los museos:

    «Este es aquel que se volvió loco, ¿te acuerdas? Se cortó una oreja para dársela a una (entre susurros) prostituta.
    »Dejó a su mujer y a su familia y se marchó a pintar en el Pacífico Sur. ¡Pero mira esto! Ni siquiera sabe pintar bien la arena. Cuando Wilma y yo fuimos allí el año pasado con Tahití Tours, tomamos algunos estéreos de cómo es de verdad aquello.
    »Era una especie de enano. Bebía una cosa llamada absenta, que pudre el cerebro como los piojos.
    »¡El viejo Pablo les tomó el pelo a todos! ¡Compraban cualquier cosa a la que pusiese su nombre!
    »El valor intrínseco del espacio negativo es resaltado por el cambio cromático en el área positiva, como todo el mundo puede ver. El artista quería decir aquí, en esta sección gris y ondulante, que la naturaleza innata en el hombre es violenta y derrotista, en mi opinión...
    »¿No es fantástico?
    »Lo compraría si fuese de color azul. Me gusta el azul. Iría bien con el Estilo Vital de los muebles nuevos, ¿verdad, cariño?
    »¡Mi robot de cuatro años puede hacer eso bien!»

    Moví la cabeza. Probablemente algún gruñón vestido de pieles y lleno de piojos, acurrucado en la cueva de Trois Fréres, había rezongado porque Ogg estaba ensuciando las limpias y hermosas paredes calizas con sus garabatos y porque de todas formas aquello no se parecía en nada a Grunt, el Matador de Osos.

    El Coloso de Marte.

    Volví a levantar la vista. Creo que estás a salvo de ese gran devorador del arte, Brian Thorne.

    Nova me cogió de la mano.

    —Vamos, todo el mundo va a la posada del Planeta Rojo.

    Enarqué las cejas. La posada del Planeta Rojo era el restaurante, hotel, sala de juego y prostíbulo más famoso en más de cuarenta y ocho millones de millas.

    —¡Oh, vamos! Todo el mundo estará allí.

    Recorrí la calle junto a ella, pasando varias oficinas de aquilatación, un taller de reparaciones de los vehículos—oruga apropiados para viajar por la arena y una oficina del Departamento de Asuntos Marcianos. Pasamos por una compuerta y entramos en otra cúpula, una especie de aparcamiento amplio para los orugas, remolques capsulares, removedores de enormes ruedas, excavadoras y scootersr En el centro aparecía un taller de reparaciones y un almacén de piezas sueltas. Nova me condujo bordeando la pared izquierda, que se curvaba ligeramente hacia una compuerta lateral.

    Contemplé los maltratados y resistentes vehículos, todos de pequeño tamaño, y vi uno con las palabras Nova III entre Uschi Luv y Le Zombie. Más allá observé un Miss Nova, pulcramente escrito sobre una enorme excavadora Caterpillar. Todo el lado izquierdo resultaba desgastado por la arena hasta poner al descubierto el metal, pero el nombre había sido cuidadosamente repintado.

    Indudablemente, Nova era conocida por aquellas partes.

    Hay algo de hermoso en cierta maquinaria, en ciertas herramientas. El mazo de un escultor, el Colt del Ejército, calibre 44, de 1860, la planta de fusión modelo C, de la General Electronic, el jeep de la segunda guerra mundial, la versión Randall del cuchillo Bowie, el motor Lafitte de la GM, el Colt 2 láser, algunos coches de carreras, los submarinos individuales tipo Tiburón... todos son hermosos ejemplos de la fusión entre arte y funcionalidad. El tosco, voluminoso y funcional Ford—oruga era una de estas bellezas. No había sido diseñado por ningún artista. Ningún estilista había suavizado sus rasgos mediante una achocolatada capa de fino acero con bandas cromadas. Poca gente podía permitirse traer hasta aquí algo, excepto lo elementalmente necesario, y el coste de cada oruga ya era varias veces el del coche de carreras Sahara estriado más caro.

    Pero habían resultado un triunfo de la belleza sin adornos, produciendo en sus poseedores un cierto cariño. Trabajaban, respondían, tenían personalidad. Cualquier artesano sabe lo que significa tener la herramienta adecuada para hacer un tipo de trabajo determinado, y los mineros de Marte eran conscientes de que tenían la herramienta adecuada.

    Haraganeé detrás de Nova, inspeccionando modificaciones personales en los vehículos, disfrutando al tocar aquellas máquinas tanto como disfrutaba inspeccionado un Henry Moore o un Gene Lamont. Vi cómo Nova me miraba con una sonrisa irónica desde la compuerta abierta, y eché a correr detrás de ella.

    Toda mi vida había sido difícil explicarle a los demás que todo el arte no está encerrado en las paredes de un museo o en las salas de conciertos. Una hoja recién caída en la alcantarilla, una herramienta desgastada por la mano del que la utiliza, los reflejos de una megalópolis en la pared de espejos de un edificio, una distante pirámide arcológica proyectada contra el atardecer, todo eso me había agradado tanto como los imaginativos grabados de Goya o Piranesi, o como Turandot. Una cascada de cabello rubio sobre una desnuda espalda dorada o los signos borrados por la marea, me deleitaban tanto como un fragmento de Praxíteles o una representación de Los diez mundos, de Kerrigan.

    Supongo que algunas de estas cosas no son arte, sino belleza, y que quizá una cosa se convierte en arte únicamente cuando ha sido tocada por la mano o por la mente del hombre. Pero la belleza forma tanta parte del hombre como la fealdad, la locura o la oscuridad. Para mí la belleza última era la de la persona total, no sólo la belleza cosmética, sino también la interior, mucho más importante. La había encontrado una vez en Madelon.

    ¿Estaba de nuevo cerca de encontrarla?

    Los años de natural precaución me habían impedido exponerme más allá de un cierto límite con Nova. Quizá era el secreto de personificación Thorne— Braddock, quizá la negativa a ser herido otra vez, tal vez todo, lo conocido y lo desconocido.

    Hice una mueca, y los melancólicos pensamientos que habían fluido por mi mente se desvanecieron.

    —Es bonito —dije, dando unas palmaditas a un oruga que parecía marcado por la viruela.

    Ella compuso una expresión de despreocupado acuerdo, pero que lo relegaba a lo cotidiano. Me sentí vagamente como si fuese su pupilo.

    La próxima cúpula era muy ruidosa, no tan grande como la primera, pero estaba densamente poblada. Varias compañías, gremios y sindicatos mantenían «hoteles» para sus miembros y empleados. Sobre una inmensa pared de arenisca, unas letras cortadas a láser anunciaban a todo el mundo que aquello era el Salón y Hostal del Sindicato Minero Marciano. Al lado, un mosaico con piedras semipreciosas incrustadas anunciaba el Elysium, una sala de psicodélicos. Tres hombres vestidos de amarillo salían cuando nosotros pasábamos, con los rostros enrojecidos y los ojos dilatados.

    Un incoherente gemido de deseo salió del mayor de ellos, casi ahogando el saludo del pelirrojo: «¡Hola, preciosa!» Se dirigieron hacia nosotros y se inclinaron a la derecha riendo.

    —¡Eh, Nikolai, no puedes navegar mejor aquí de lo que lo haces en el Cimmerian!

    El pelirrojo se reía del hombretón cuyo rostro se nubló, mientras apartaba la vista de la figura de Nova. Enfocó sobre el alegre pelirrojo, y sin previo aviso le golpeó detrás de la oreja con un poderoso puño. El más pequeño de los dos hombres se tambaleó y cayó sobre una rodilla.

    —¡Maldito seas, Romeo desinflado! ¡Eso me ha hecho daño!

    Pero Nikolai tenía la atención concentrada en Nova. Acababa de tomar drogas sensoras que le habían excitado, mas sin dejarle satisfecho, y estaba listo para una mujer. Cualquier mujer.

    —Tranquilo, amigo —dije dando un paso adelante.

    Un brazo parecido al de un oso me empujó abruptamente a un lado y me caí, quedándome sin aliento durante un momento. Me puse de pie y la vi forcejeando en sus brazos, mostrando en su rostro más disgusto que miedo. Di un paso hacia adelante, y el tercer hombre, que hasta entonces había permanecido en silencio, hizo brillar una navaja ante mí.

    Quizá si me hubiese parado a pensar me habrían matado. Pero no pensé. Simplemente respondí. Según me había enseñado Shigeta, no emprendí ninguna respuesta predecible de karate o kung fu, sino la engañosa combinación de varias disciplinas, llamada mazeru, apropiada para aquellos que no desean dedicar sus vidas a emprender completamente una sola materia. Estaba en el grado inferior: el de gunjin o clase «soldado». Utilicé el empujón de mi rodilla contra el hombre del cuchillo para impulsarme sobre el prominente Nikolai.

    Me enrosqué alrededor de su cabeza, arrastrándole conmigo, rodando cuando llegamos al suelo. Con un rugido se levantó, bloqueando al pelirrojo que se abalanzaba contra mí. Salté, golpeando el rostro de Nikolai con una bota y atrapando al pelirrojo con un golpe usui que arruinó su garganta.

    Oí la voz de Shigeta: «Nunca debes luchar, excepto como entrenamiento o como espectáculo. Pero si lo haces, lucha hasta vencer. Un combate no es una conversación cortés».

    El pelirrojo había caído, tosiendo ruidosamente. El hombre del cuchillo me miraba, sujetándose la rodilla.

    —¡Me la has roto, maldito ladrón de cisternas!

    Nikolai, de rodillas y con las manos apoyadas en el suelo, sacudía la cabeza. La sangre goteaba de su nariz" aplastada hasta el suelo rosáceo. Miré a Nova que, a su vez, contemplaba a los tres hombres. Sus ojos vinieron a mí con una especie de horror.

    —Sólo estaban un poco borrachos. Yo me las hubiera arreglado.

    Hice un gesto señalando el hombro desgarrado de su traje térmico.

    —Seguro.

    El hombre con la rodilla rota continuaba insultándome.

    —¡Gusano oxidado, se te ha ido esa condenada mano! ¡Me has fastidiado mi maldita rodilla, botalimpia asqueroso!
    —Limpia tu lengua —le dije—. Calla la boca. Llamaremos a un médico.
    —Sólo queríamos jugar un poco con la señora, ¡maldición!
    —Quizá la señora no quería jugar con vosotros.
    —¿Tu cacharro ha volcado o algo así? ¡Herir de este modo a un hombre!

    No le mencioné su cuchillo. Eché una ojeada a Nikolai; después fui al Elysium y hablé con el larguirucho empleado.

    Volví y le dije a Nova:

    —Dentro de unos minutos llegará un equipo médico de la Cúpula Ocho.

    Estaba de rodillas, intentando ayudar al pelirrojo a respirar mejor. Me dirigió una mirada venenosa.

    —¡Podrías haberlos matado!

    Miré al cielo.

    —Vamos a la posada.
    —¿ Abandonándolos ?

    Rechazó mi sugerencia, y yo comencé a sentirme indignado. Hacía un minuto aquellos hombres habían intentado violarla, y en el minuto siguiente estaba allí haciendo de Florence Nightingale en Marte.

    —¿Por dónde se va? —pregunté.

    Agitó un brazo hacia la parte más ruidosa de la cúpula. Unos cuantos transeúntes, borrachos y curiosos, estaban formando un pequeño grupo.

    —¡Dios me bendiga! —exclamó uno de ellos mientras me alejaba—. Nikolai y sus brutos. Me pregunto si fueron los muchachos de Tolliver.

    La posada del Planeta Rojo era la mayor estructura que había visto hasta el momento en el planeta. Sólo unos cuantos meses más joven que la cúpula más antigua, mayor que yo y considerablemente más famosa. Cuando se construyó había sido un escándalo, y ahora se había convertido en una leyenda simplemente porque los independientes nuvomarcianos querían que estuviese allí, mandando al infierno a los remilgados del planeta materno. En la Tierra había abundancia de lugares de diversión y sexo con encantadores profesionales bisexuales controlados por computadoras. En la Tierra había shows sexuales tridimensionales, contratos de trabajo que, en un mundo absolutamente superpoblado, equivalían a la esclavitud y miles de especialistas. En la Tierra existían «sesiones equilibrantes» donde hombres y mujeres podían experimentarlo todo, desde un placer extremo hasta el masoquismo más intenso, en cantidades cuidadosamente aplicadas.

    Pero todo lo que había en Marte se reducía a la posada del Planeta Rojo y sitios parecidos.

    A decir verdad, no estaba en contra de aquello. El sexo en la Tierra había llegado a ser casi ritual, decididamente democrático, despreocupado en demasía y muy extraño. Con el sexo se vendía todo y, por si eso no bastase, los viajes sensoriales proporcionaban cualquier cosa que uno creyese no haber experimentado. Incluso los ilegales sondeos cerebrales de los centros de placer podían realizarse a determinado precio.

    Había un aire pasado de moda en relación a la posada, o quizá se trate de que la palabra es intemporal. Se veía un intercambio social, directo y personal. Esto no era Número—A—Servicio—Prostitución, impersonal y tremendamente eficiente: ¡Click! Hembra morena, 1,80, 101,6—60, 96—81, 44 centímetros, talla D, puntuación en habilidad fellatio 12, según el pedido. Conocedora del período barroco y los reinos menores. Embriofita. B. A., Universidad de Saskatchewan de Artes Eróticas. Crédito mínimo, período uno, abonado en cuenta XL—7—4522—T—8733. ¡Click! Macho, 2,10 metros, rubio, pene veintinueve centímetros, musculatura tipo 6, calificación 11. Conocedor del Método Zorgasmo. Primitivo fútbol americano y decoración interior del período Plastiforme. M. A. Escuela de Sexualidad Creativa de Boston. B. A., del Climoxite. Crédito mínimo, períodos uno a cinco, abonado en cuenta GA—6— 487—W—8990. ¿Click!»

    Según lo pedido.

    Justamente lo que siempre habíamos querido. Tan perfecto que comprábamos más, intentando variaciones. Unidades de placer. Usar y tirar. «¡Aquí Concubinas Americanas, buenos días» Nymphetrom Inc. «¡Filie de Joie, salut, cherie!» Brutos, ilimitado. «Hola, precioso, aquí está mi tarjeta. Trabajo con el Grupo de Aventureras». Prostitutas del Mundo Ltd. «Hombres de Fantasía, Nueva York y París». El Macho Negro, Chicago. «Permítanos arreglar su próximo asunto amoroso...». Número—A—Machos, pida nuestro catálogo de machos provistos de todas las cualificaciones. «Quizá haya visto nuestro anuncio en la televisión...»

    En la posada del Planeta Rojo existían las casualidades. Paramour Inc. estaba a unos cuantos millones de millas de distancia. La Sociedad Oscar Wilde no se conocía aquí. La ninfomanía era una palabra, no una corporación.

    Johann puso en mi mano una jarra de algo alcohólico y amargo. Tenía un brazo alrededor de una alegre mujer llamada Bettina, y se reían. Paneles sintéticos de fabricación marciana rodeaban la puerta, manteniendo el ruido dentro de unos límites. Los recién llegados eran saludados con brindis, especialmente las mujeres, que estaban sonrojadas.

    Cientos de cintas dramáticas habían reconstruido la posada, generalmente mayor y con más colorido del que tenía. Las primeras estrellas del video representaban a las prostitutas de buen corazón, con exuberantes bustos y trajes de ricas telas. Tiroteos con láser tenían reducido el salón a cintas en una docena de aventuras. Michael Tackett y Gregory Battle contuvieron aquí a adversarios muy superiores en número. Margo Masters y Lila Fellini se habían recostado contra varias versiones de la enorme barra, cortada de una simple roca de rubí y bruñida hasta dar un brillo increíble.

    Era supervisto, multiplicado y superpuesto.

    Nova entró cuando yo iba por el segundo vaso de la bebida local. Oí los gritos antes de verla encaramándose sobre los hombros de alguien para poder encontrarme antes.

    En sus ojos había fuego.

    —Wheaten acaba de morir —dijo. Debía de ser el pelirrojo—. Un buen hombre muerto porque tú tenías que hacerte el héroe.
    —Yo...

    Se volvió y desapareció entre la muchedumbre. Unos cuantos lo habían oído, y algunos me miraron con malos ojos. Johann bajó cuidadosamente su jarra. Sin mirarme me preguntó cómo había sido. Le conté la historia lo más objetivamente que pude.

    Suspiró y bebió un largo trago de cerveza.

    —Se lo andaba buscando. Había cambiado mucho desde que Nova se marchó. Hace casi dos años que está en el equipo de Nikolai, y son una banda de cobardes. Estuvieron a punto de ser expulsados del Sindicato, a causa del asunto de la mina Planeta Rojo. Rudos, aunque no insoportables con frecuencia.

    Se detuvo, y sentí que sus ojos se posaban sobre mí.

    —¿Lo hiciste todo tú solo?

    Me sentí idiota. Nunca me había considerado un luchador, un asesino. Había estudiado con Shigéta para hacer ejercicio y para sentirme seguro. Nunca pensé utilizar aquello, a pesar de una pelea en vna callejuela de Montevideo, en el sector de Canelones, y de otra en los «Suburbios Provisionales» en el diseminado y traicionero complejo arcológico de Rangún, con más de tres millones de indios hambrientos.

    Pero allí yo había sido Brian Thorne. Una llamada al helitaxi, y estaba cenando con el gobernador o relatando el asunto, como si fuese una divertida anécdota, en la terraza de las Torres Bolívar.

    Aquí era Diego Braddock, un extranjero de Publitex, un intruso botalimpia, y encima asociado con Nova.

    ¿Lo seguía estando? ¿O pertenecía al tipo chico—encuentra—chica, chico— pierde—chica?

    Yo no había pedido que aquellos borricos de cerebro reblandecido agarrasen a Nova. Ella no hubiese podido hacer nada —excepto relajarse y disfrutar—, a pesar de su recién estrenado savoir faire terrestre.

    Pelf salió de la muchedumbre, me miró de soslayo y desapareció. ¿Por qué no podía haber sido Pelf, el de las manos melancólicas?

    —Has traído todo un equipaje —dijo Johann—. Parece que quisieras abrir una tienda aquí, más que enviar informes.
    —Pensé que podría ser necesario, o que alguien lo querría.
    —¡Oh, las chicas te besarán por esta tela vibrante! Eso es seguro. Pero debes pensar que aquí somos millonarios. Ese rebaño de vacas congeladas que tienes ahí costará mucho alimentarlas y albergarlas. Afortunadamente para ti, ese Lolium italicum de Casey ha dado resultado.

    No había sido suerte. Simplemente que el servicio de inteligencia de Brian Thorne le proporcionaba información sobre casi todo lo marciano, incluyendo la mutación de hierba trasplantada por la doctora Lorraine Casey, utilizada para fijar la arena y muy apropiada para la cría de ganado.

    —Siempre y cuando alguien pueda adaptar aquí estas bestias a la presión del aire —contesté.
    —¡Oh, Doc Hoffman ha estado trabajando en eso con sus cerditos!

    «Ralph E. Hoffman, Ph. D., Universidad de California en Davis. Ver programa adjunto. Devolver lo antes posible al archivo de Informes Rojos.»

    —Me parece que has aparecido con esto en el momento justo —admitió Johann. Bebió otro sorbo de cerveza—. Las cosas están arreglándose a la vez. Tuve mucho cuidado con esas semillas tuyas. Los granjeros de la zona de Burroughs pagarán bien por la primera cosecha.

    «Granjas María Dolores, Silva & Fitzgerald, Fecundidad Deimos, Geopónica, Tierra Prometida Inc., Burroughs. Astroagronomía, Hacienda Alfonso VI, Silverberg Kibbutz, Lambardar Ranch, Canalalgae, todos cerca de Bradbury, Rancho Aragón, Granjas Herbert, Pantheon Nursery, George Grange & Compañía Mineral, Wells, Olericultura de Marte, las comunas populares, Rancho Peteler, Polecanal.»

    —Gracias, Huo.
    —¿Es algún tipo de bebida lo que viene en esas cápsulas estáticas? —preguntó Johann con gran solemnidad y con un guiño de ojos. Yo asentí—. He echado un vistazo a las envolturas. ¿Realmente contiene todas esas aventuras de Raven Blacksword la cinta de la biblioteca?

    Volví a asentir y, con estudiada solemnidad, Johann elevó un dedo.

    —Camarero, una jarra de almajara de mi botella personal para este caballero.

    Esperamos en silencio, aunque nadie más lo hizo, hasta que los vasos color púrpura ahumada estuvieron llenos; después él brindó:

    —¡Que tu aire nunca se termine y tu filón sea puro!

    Choqué mi vaso con el suyo.

    —¡Que el viento esté siempre a tu espalda y nunca sean borradas las huellas!

    Bebimos en silencio, y el líquido era fuego líquido en todo el recorrido hacia abajo.

    —¡Eh, tú!

    Hubo un atronador bisbiseo, y me di la vuelta, viendo cómo se separaba la muchedumbre. Se hizo el mayor silencio que nunca había conocido aquel lugar y que no conocería en lo sucesivo. Vagamente escuché ruidos de una pareja que hacía el amor y un jadeo de una pasión lejana. Alguien a mi lado se rió; luego calló.

    Nikolai estaba cerca de la entrada, con la parte delantera de su traje amarillo manchada de sangre. El esteriplast blanco contrastaba con su rostro tostado por el sol y con su barba oscura. Me miraba.

    Le observé de arriba abajo. No iba armado, por lo que podía ver, lo que me hizo sentirme algo mejor. Ahora que había sido avisado sobre mi conocimiento del mazeru, no podía esperar que cayese otra vez en la misma trampa.

    Confiaba que tuviesen un buen cirujano en el Centro Ares.

    —¡Aplasta a ese botalimpia, Nik! —dijo un partisano a mi izquierda.
    —¡Eh! ¡Dale, pie elegante! ¡Lo está necesitando! —yo no estaba completamente solo.
    —Mataste a Wheaten.

    La afirmación gutural significó una noticia para algunos, y percibí una corriente de simpatía.

    «La propia supervivencia es una constante —decía Shigeta—. Nunca hagas lo esperado, a menos que lo esperado sea lo inesperado.» Todavía no había llegado a interpretar aquello completamente, pero tampoco había pensado que lo emplearía.

    Se acercó a mí repentinamente, casi a la carrera, con una determinación que me asombró.

    «Se supone que estamos por encima de este tipo de cosas —me dije a mí mismo—. Estamos subiendo, paso a paso, hasta las estrellas. Dioses volantes sobre unidades de fusión. Los aprendices de dioses no tienen peleas en los bares con bravucones gigantes de cerebro confundido por la eroticina.»

    Pero nadie había informado nunca a Nikolai sobre su posible elevación a la deidad, y me derribó contra una pared de mineros intentando pisotearme. Rodé a un lado y pateé hacia arriba, dándole un beso en la cadera con la bota. Volví a rodar y recibí un golpe aterrador en el muslo que casi me dejó atontado. Utilicé a un borracho con un gastado traje color carmesí para ganar de nuevo la posición erecta; después esquivé a Nikolai justo a tiempo, golpeándole con un jinzoo en los ríñones.

    Retrocedí rápidamente para conseguir un poco de espacio y, cuando cargó de nuevo con un terrorífico gruñido animal, fingí una patada contra el rostro y le alcancé en la ingle. Cuando se doblaba levanté la rodilla y le rompí la mandíbula. Sangre, dientes y fragmentos carnosos me cayeron encima, pero él se deslizó bruscamente al suelo, inerte.

    Hubo un silencio, y después un bajo gruñido. Con todos los sentidos alerta, esperé que alguien ocupase su lugar, mas el gruñido se convirtió en un grito pidiendo más cerveza y almajara, y varias manos me dieron palmaditas en la espalda.

    — ¡Se lo andaba buscando! ¡Maldita sea, muchacho, ten por seguro que has tumbado a un tramposo!
    —Por mí no pases cuidado, Diego. De todas formas, nunca me gustó ese arenero.
    —¿Wheaten, eh? Bueno, el gremio no exigirá demasiadas explicaciones por gente de su calaña.
    — ¡Eh, Johann, este compañero tuyo no es malo! —¿Dónde demonios aprendió el oficio Nikolai, de paso? ¿Hombre de las Cavernas U? —No, en alguna sucia fábrica de pieles de cordero de los Urales. Sverdiosk, creo.
    —¿No vino de ahí Menshikov?
    —¡Bueno, aquél era un ruso muy ruso! ¿Os acordáis de la vez que...?

    Y salieron disparados por la calle de los Recuerdos. Yo me froté la pierna. Me dolía muchísimo, y me estaba costando trabajo normalizar los latidos del corazón. Bebí dos jarras de almajara, y pronto dejé de sentir dolores.

    Nova me encontró tendido en una silla con una moza de nombre incierto y de pechos desnudos sobre mi regazo y rodeado por un grupo de hombres tan borrachos como yo. Durante la última hora, la pila de créditos que había puesto encima de la mesa había disminuido considerablemente.

    Levanté la vista, y allí estaba. La miré, después volví a enfocarla, y continué intentándolo.

    — ¡Nova!

    Los otros me hicieron eco, y Banning, mi gran amigo Banning, lleno de cicatrices, la sentó en su regazo, pero ella forcejeó hasta soltarse.

    — ¡Wheaten está muerto, Antonio tiene una rodilla rota y ahora Nikolai la mandíbula! Agité la mano. No sé cómo ésta terminó reposando sobre el pecho de La—que— fuese. —Yup. Más o menos. ¡Ah, fue una lucha limpia, querida! Sí, señor. La mejor pelea que he tenido en mi vida.

    Todos rieron al oír esto, excepto Nova.

    —Y yo creyendo que estabas... ¡oooh!

    Dio media vuelta y se alejó entre la muchedumbre, golpeando las manos que se extendían hacia ella con unas llaves de karate muy poco propias de una dama.

    —El chico pierde a la chica; pero no os preocupéis —dije hacia el interior de los pechos de La—que—fuese—, todo saldrá bien.

    La única cosa que salió bien aquella noche fue mi cena y parte del almuerzo.

    Al día siguiente, al despertarme, averigué por qué le llamaban a aquello «top— pop». Sentía dolores, cojeaba y tenía el cuerpo embotado. Y debía haber hecho algo con La—que—fuese. Cuando me vestía parecía un poco asombroso estar vivo. Al bajar las escaleras me enteré de que Nova se había marchado a Bradbury, a mil kilómetros de distancia, con la mercancía del Balboa.

    Johann me encontró recostado contra la fachada de la posada, preguntándome si prefería morir allí mismo o en la calle. Se echó a reír y me llevó otra vez dentro, donde me rellenó de vitaminas y de algo que, en broma, llamaban «corcho».

    —Esto mantendrá tu cerebro dentro de tu cráneo —dijo.

    Casi una hora más tarde decidí continuar viviendo y volverme a reunir con la raza humana, suponiendo que ésta me aceptase. Para la hora del almuerzo ya estaba lo bastante bien como para alquilar un oruga y desempaquetar mi traje térmico y mi respirador.

    Quería ir a ver las ruinas. No llevé a nadie conmigo. Era algo que deseaba ver solo. No estaba demasiado lejos, y no corría peligro de extraviarme. Me dirigí hacia el oeste, encontrándome bastante bien, dentro de lo que cabe. Pasé junto a los destrozados restos de un oruga, pero aquélla habría sido la única señal de que los humanos hubiesen estado allí alguna vez, a no ser por las huellas.

    A unos cincuenta kilómetros llegué a lo alto de una elevación, y allí estaba. Vi que dicha elevación era el borde erosionado de un vasto cráter. En el centro estaba el Gran Hall. Tenía el aspecto de una masa removida de rocas a medio enterrar, pero era el centro aceptado de la antigua raza marciana. Las ruinas resultaban mayores y más complejas que cualquier cosa que se hubiese encontrado hasta entonces, pero incluso así no cubrían más que unas cuantas manzanas de una ciudad. O bien no habían existido muchos marcianos, o el resto de sus estructuras eran menos durables.

    Paré el motor y dejé que el vehículo resbalara por la pendiente, con los ojos fijos en las antiguas ruinas, a tres kilómetros de distancia. Había señales de unos cuantos orugas, mas eran antiguos y estaban desgastados por el viento. Marte no tenía todavía un desarrollo turístico importante, y me sentí agradecido por ello. Quería encontrarme solo.

    En gran parte de Marte y en toda la Luna, el sentimiento de haberlo visto ya asalta a menudo al visitante. En «el Dios de Marte», la etérea Sinfonía del dios de la guerra había flotado en el aire. En las ficciones de moda surgían siempre «extrañas vibraciones» o «la llamada de los antiguos muertos». Todo lo que oía era el ronroneo del motor y el silbido y el chasquido de la arena al caer de las cadenas.

    Todo lo que yo admito que oía, quiero decir.

    Los grandes bloques rosados y herrumbrosos formaban unas estructuras complejas, sin tejados, ruinosas, destruidas por los vientos helados y transportadas muy lejos por las corrosivas tormentas de arena durante milenios. La mayor parte de una cúpula había caído, pero el arco permanecía en pie. Aparqué el oruga en el exterior y penetré en las ruinas por la Puerta del Sol.

    Quizá yo también estaba escuchando los susurros de los antiguos o los primeros compases del dios de la guerra.

    Cuando penetré en el primero de los amplios patios, el sonido del ligero viento a mis espaldas desapareció y se hizo un gran silencio. Oí cómo rechinaban mis botas sobre los detritus de arena, y me detuve.

    Silencio.

    Veinticinco milenios de silencio. Cubierta y descubierta cien veces por la arena, una ciudad muerta. Un mundo muerto. Pero había vivido una vez, y viviría de nuevo.

    Sabía en qué dirección se encontraba el Gran Hall, pero tomé la otra. Bajé por calles anchas y atajé por entre las derrumbadas paredes. Encontré el lugar donde Evans había excavado hasta el punto donde las piedras estaban relativamente a salvo de la erosión y se demostraba que en un tiempo encajaban tan magníficamente unas en otras, que avergonzaban las monumentales murallas incas de Machu—Picchu. Pero los siglos habían atacado las junturas, profundizándolas, excavando en su perfección hasta que las piedras individuales se erguían atrevidamente, esculpidas lejos de sus vecinas.

    Rodeé una columna caída, y de repente me encontré con el Pequeño Palacio, una estructura casi perfecta enterrada por completo, a excepción de las torres semejantes a minaretes. Describí un círculo para dirigirme hasta donde el equipo Evans—Baker había excavado una abertura, vaciando la arena del interior y apuntalando los tejados. Las láminas de plastex que cruzaban el arco al fondo de la pendiente eran extrañas e intrusas, pero quedaron rápidamente a mi espalda cuando entré por la puerta abierta.

    Lanzando el rayo de mi linterna hacia la oscuridad vi las chimeneas, salas y pequeñas habitaciones, todas con mosaicos y bajos relieves. En esta parte la erosión había sido considerablemente menor, pero sin embargo sólo un instrumento podría desvelar si aquella pulida pared había estado adornada alguna vez con un mural pintado. Cualquier cosa menos permanente que la misma roca era reducida al olvido.

    Durante un largo rato permanecí mirando la escena de caza sobre la pared de la sala principal. ¿Qué animales serían aquellas bestias borrosas? ¿Tendrían realmente seis patas, como las cabras de John Carter? Iba a sonreír, mas la sonrisa se desvaneció cuando vi una arrugada caja amarilla de Kodak Sunpan en el suelo cerca de donde me encontraba. La recogí y me metí en el bolsillo aquel anacronismo. «Lo siento» —le dije a los espíritus.

    Durante un rato todavía más largo me senté sobre un bloque escudriñando el delicado bajo relieve de la habitación conocida como Dormitorio del Pequeño Príncipe. ¿Se trataba de la habitación de un niño, con una fantasía mural que representaba duendes, ratones alados y reinas de las hadas? Con igual facilidad podría tratarse de un mural que describiese una especie de Waterloó, ejércitos en combate y murciélagos voladores al ataque. Casi, porque aquello poseía una cierta delicadeza; aunque ¿qué psicología podrían haber tenido los alienígenas? Nunca lo sabríamos. Ni siquiera sabemos qué les sucedió a los mayas y por qué, y eso había sucedido un poco antes de la llegada de Colón.

    «Habéis desaparecido, pero no se os ha olvidado» —dije a los espíritus.

    Volví a salir a la débil luz del sol y recorrí la calle de los Héroes, con sus columnas esculpidas, convertidas en altas prominencias rosadas sobresaliendo de la arena. A mi izquierda estaba la Cúpula de las Conchas, con restos de crustáceos fosilizados incrustados en las rotas tejas de la cúpula. Más allá, a la derecha, se encontraba el tesoro, donde habían encontrado muchas piezas hermosas de algo que sólo podía ser joyería. Nada tan extravagante como las llamadas Joyas Reales de Ares, procedentes de las ruinas de Bradbury, pero algo maravilloso de mirar y contemplar.

    Tuve tentaciones de entrar, pero una rápida mirada al cielo me dijo que no tenía tiempo para tanto. Me apresuré hacia el Gran Hall.

    El Círculo de Juno, con los sitiales de los jueces. Los Bloques Rómulo y Remo. Más allá, la Estela Atenea, definitivamente graciosa, con su carácter bastante femenino, aunque majestuosa más allá de todo reconocimiento.

    Después se hallaba la entrada al Gran Hall. Me di la vuelta y miré hacia atrás, maravillándome ante la mitología griega y romana que había sido encajada con lo que los hombres habían encontrado aquí.

    —De alguna forma tenemos que llamarla —había dicho Evans—, y la Estela Atenea es mejor que ítem XV—4, de tres metros de altura, en las coordenadas M—12, subsector A—7.

    Debí admitir que tenía razón, pero me preguntaba si esa nomenclatura podría cegar a alguien para el descubrimiento de algo más. En el siglo XX Simpson había dicho: «Es bueno encontrar cosas por casualidad...; de otra forma, nunca se hallaría nada que no estuviésemos buscando».

    «Hasta ahora, todo es "sin embargo".»

    Hasta ahora no hemos encontrado una raza inteligente. Sin embargo, los hombres no son dioses.

    Di media vuelta y entré.

    Hay algo en ciertas proporciones que hace que una cosa sea mayor que la suma de sus partes. El Partenón, ese templo dórico de la Acrópolis dedicado a Atenea, es mencionado a menudo como el edificio perfecto, a causa de sus proporciones. El Gran Templo de Amón, en Luxor; la Pirámide Azteca del Sol, en Teotihuacán; el santuario Shinto, de Nikko; el templo del Cielo, de Pekín; Persépolis, Angkor Wat, Versalles, y, por supuesto, el Taj Mahal, todos han sido alabados como «edificios perfectos» y con razón.

    Pero todos fueron hechos por humanos. Aunque sus constructores diferían grandemente entre sí, todos eran Homo Sapiens. El Xeno ares, o esperemos que el Homo ares, eran sencillamente alienígenas. Su concepto de las proporciones era distinto, y posiblemente lo demás en ellos resultaba también diferente.

    El Gran Hall no se mostraba como esas estructuras terráqueas rígidas, rectangulares o circulares, o hasta trisoctoedrales. Era un enorme espacio cerrado, que aparecía dotado de gran majestad. Resultaba más una música visual que unas paredes, un suelo y (en su tiempo) un techo. Desde ningún punto podía contemplarse todo a la vez, así que siempre excitaba. Las paredes se inclinaban, se curvaban y fluían cambiando de textura y de color. El suelo se elevaba y descendía; tan pronto era una acogedora hendidura en la piedra, donde uno podía sentarse con un grupo pequeño de gente, como se elevaba y se convertía en una protuberancia que recordaba un pulpito. Se alejaba y fluía hacia arriba para convertirse en una pared; después descendía de nuevo, semejante a una piscina. Las paredes se adelgazaban y desaparecían para convertirse en ventanas; luego se espesaban y se acercaban la una a la otra, formando pasillos laterales que conducían a otras habitaciones desaparecidas.

    Vagabundeé por el lugar donde una vez había estado el Coloso y por un enorme cul—de—sac de roca color sangre que había perdido su antiguo brillo, un cilindro abierto hacia el cielo. El suelo se achataba y descendía gradualmente en una suave serie de terrazas muy amplias, que conducían hasta el trono.

    Sólo podía ser eso. Si no lo era, debía haberlo sido. Sobre el centro de la plataforma, que se elevaba ligeramente antes de la última terraza, quedaban únicamente los redondeados extremos de algo. Aquí no había habido ningún gran señor encaramado en lo alto, sobre unos subditos arrastrándose por el suelo, sino un servidor de su pueblo, un escucha, un ser que constituía el ideal de su gente.

    La luz solar lanzaba largas sombras oscuras sobre el destrozado pavimento, acentuando la edad de la roca. Los relieves de las diferentes texturas de todos los materiales resaltaban, enrojecidos por el sol poniente. Aquí habían estado cortesanos y campesinos, se habían desarrollado juicios, repartido honores, tomado decisiones. Quizá aquí había muerto el último marciano, siendo enterrados sus extraños huesos hacía largo tiempo por los torbellinos de arena que cubrían el suelo, rellenando las grietas entre las piedras.

    «¡El rey ha muerto. Viva el rey!»

    Pero la reina estaba viva.

    Me volví y salí, pasando bajo los grabados de bestias alienígenas en movimiento y borrosas vistas de algo que podría ser un mar rebosante de cosas similares a barcos. Giré ante la Estela Atenea, y mis botas levantaron olas de arena castaño—rojizas, mientras atravesaba la Puerta del Sol y trepaba al oruga. Puse el motor en marcha, hice girar el volante y me dirigí a toda prisa hacia el centro, a través de una luz que disminuía por segundos.

    Tenía muchas cosas que hacer.


    Capítulo 7


    Al día siguiente hubo una gran tormenta de arena en la Ausonia Borealis, entre el Centro Ares y Grandcanal City. Nova había tomado ya el único transporte directo y rápido a Bradbury, de forma que yo tenía dos elecciones: el rodeo corto subiendo a Grandcanal, bajando de allí a Bradbury, no saldría hasta dentro de una semana o hasta que la tormenta hubiese cesado; o bien el camino más largo, marchando hacia el sudoeste por Redrock, después a Nobokov, al sudeste; a Marsport, al este, y a Bradbury, que se hallaba al norte. Debido a que el transporte salía al día siguiente y yo quería moverme y ver Marte, escogí el camino más largo, que, en realidad, resultaba el más rápido.

    El enorme transporte de la General Motors, con las cápsulas rotatorias en la parte posterior, estaba preparado en el exterior de la cúpula principal al amanecer del día siguiente. Cambié un apretón de manos con Johann y le dije que le diese lo que quedaba del bulto de tejido vibrante a La—que—fue—se. Me dio un aterrador golpe sobre un hombro y me empujó hacia la cabina, cerrando la escotilla a mis espaldas.

    En Marte todo el mundo trabaja. No hay pasajeros propiamente dichos. Por ser un botas—limpias novato, me dieron el sencillo trabajo de vigilar la presión de la cabina y la lectura del carburante y de sacar del expendedor las comidas congeladas. Cuando cuatro días más tarde llegamos a Redrock, había sido ascendido a vigía, tenía mi propio puesto de observación en una pequeña burbuja en la parte superior del vehículo y era un señor muy importante. Es decir, cuando no estaba descongelando tortas de levadura y ladrillos de algas en los hornos instantáneos.

    El paisaje hasta Redrock es bastante desolado. Sólo arena, cráteres y todo ese aspecto desgastado y erosionado con el que estamos familiarizados. Se hace más abrupto en la zona de Isidis Regio, pasando a ser más rocoso que arenoso; luego casi todo es roca hasta que aparece la meseta de Redrock.

    Por supuesto que era una desolación marciana lo que estábamos atravesando, y sólo esto la hacía fascinante. A pesar de las rutas marcadas claramente por viajes anteriores y, cada pocos kilómetros, por mojones, el circular paralelo a la ruta, haciendo incursiones y desviaciones laterales, era práctica común. Literalmente, nunca se sabía lo que podía encontrarse viajando de esta forma. Las ruinas de Burroughs habían sido descubiertas por un conductor curioso, llamado Solari, que viajaba describiendo un gran arco desde Touchdown hasta las minas de Grabrock, y aquel hallazgo llevó al establecimiento del conjunto de burbujas que constituía la «ciudad» misma.

    Rebrock no era más que un par de cúpulas polvorientas, que recordaban mucho el sujetador desdeñado de alguna amazona gigante. Las rutas que convergían allí convertían la zona en una superficie de polvo cubierta de huellas. Descargamos nuestras mercancías y recogimos diversos materiales para llevarlos a otros puntos de nuestro viaje. El mineral pasaría por los hornos de fusión, y sería disparado a través del acelerador de masas, donde las moléculas desintegradas automáticamente se verían reducidas a su peso atómico. De esta forma, sólo eran transportados elementos muy puros, porque aun así era bastante costoso. La «pureza» del material contenido en las cubas dependía de lo crítico del proceso o de las veces que dicho material fuese sometido al mismo. Para la navegación a la Tierra era el más puro posible, pero allí se empleaban materias menos que perfectas.

    Aquella noche ni siquiera dormimos en las cúpulas, sino que nos quedamos en nuestro revuelto pero «hogareño» transporte. Esos grandes GM movidos por la fusión son unas bellezas, con una multitud de ruedas que pueden marchar sobre cualquier superficie de Marte. La cabina de control está separada con una compuerta automática que da a la cápsula del personal situado detrás. Las literas, la toilette, el congelador con horno infrarrojo y las botellas de oxígeno ocupaban casi todo el espacio. Cierta cantidad de mercancía iba en la parte superior en estantes, mas el resto ocupaba una cápsula parecida a un tren que rodaba detrás de nosotros. En este viaje llevábamos dos, pero me habían dicho que en la zona más llana, entre Centro Ares y Bradbury y entre Touchdown y Wells, podían arrastrar hasta seis.

    Los transportes de mineral se hacían básicamente lo mismo, pero con cabinas de control mayores y sin personal, con gigantescas cisternas rodantes traqueteando detrás.

    Antes del amanecer del día siguiente nos dirigimos hacia la base rusa de Nabokov. Pronto estuvimos en Ice Cream Park, donde estratos multicolores de roca brillante se arrugaban y rodaban, apareciendo y desapareciendo bajo la arena y la roca herrumbrosa. Era una especie de país de las hadas frío y frágil, con estructuras escarchadas de una naturaleza fantástica apareciendo de improviso, serpenteando por el suelo, desapareciendo otra vez, todo cual movimiento frenético, pero sólidamente helado.

    La última de aquellas maravillas de tutti—frutti se desvaneció bajo la superficie, y continuamos rodando hacia el lúgubre Dioscuria Cydonia, el lugar más desolado que existe a este lado del Gobi septentrional. No muchos transportistas se sentían interesados en vagabundear por aquel monótono paisaje, y continuamos resueltamente hacia delante. Wootten, nuestro conductor, hizo una ligera mueca y lo denominó los Estados Hawaianos, conservando el pie sobre el acelerador.

    Era un largo viaje, y tuve mucho tiempo para pensar cuando daba vueltas en mi litera o cuando contemplaba el desierto paisaje desde la parte superior de mi cúpula transparente. Casi todo lo que pensé se refería a Nova.

    Nos habíamos arreglado para estar en nuestra cámara privada de observación en el momento del cambio, cuando la nave dio media vuelta y empezó su largo «retroceso» hasta llegar a Marte. En aquel momento no había gravedad, y probamos a hacer el amor en aquellas condiciones, golpeándonos en las rodillas, los codos y yo en la cabeza, hasta que se encendió la luz de aviso y el comunicador nos dijo que el horno iba a ser encendido. Desconectamos y lo hicimos en el sofá justo antes de que volviese la gravedad. Todo lo que cualquiera de nosotros podría decir sobre el sexo sin gravedad era que lo habíamos conseguido en cierta forma, que es un poco como decir: «¡Hemos recorrido todo el Kama Sutra!»

    Pero habíamos sido amantes durante todo un mes, y ella lo había destrozado todo en unos cuantos segundos. Esto me hacía preguntarme cuánto me amaría, si hacía tan pocos esfuerzos para comprenderme o no podía aceptar mi palabra.

    Contemplando las secas planicies y el cielo casi negro, me pregunté a mí mismo una y otra vez, considerándolo desde distintos puntos de vista: «¿Realmente la necesitas?» Las mismas cosas que la hacían atractiva para mí, también me irritaban; su impredictibilidad, sus cambios repentinos de humor y sus percepciones evitaban que me aburriese a su lado... y a veces me ponían furioso.

    Vino a mi cabeza un incidente que había sucedido hacía años. La fiesta de Barlow en el nuevo aeropuerto flotante sobre el lago Michigan. Mi compañera aquella noche era Wyoming Magnum, la nueva estrella de la Metro Universal en Frankenstein en la Luna, asombrosamente hermosa. De ojos soñolientos, increíblemente voluptuosa, tenía la piel suave como el satén, iba vestida en Lafayette y enjoyada en Cartier y lucía sobre su dedo el famoso anillo de los Borgia. Con un maquillaje perfecto y su cabello rojo en una cascada festoneada de perlas, el ascenso y descenso de su busto, casi totalmente al aire, era el centro de atención de todos los ojos masculinos.

    Warner se acercó, hablando conmigo, pero con los ojos fijos sobre la casi inhumana belleza a mi lado.

    —¡Bastardo afortunado! —exclamó.

    Me había estado aburriendo con ella durante cerca de quince horas. Llegó en punto, pero habían pasado dos horas antes de que apareciera ella, perfecta e intocable. Yo también estaba asombrado, pasando las dos horas siguientes arruinando su perfección en la cama, levantándome por último, sintiéndome como si hubiese conseguido una gloriosa masturbación. Después tuve que esperar otras dos horas hasta que ella puso todo en orden otra vez.

    —Te la cambio por una opción a la propiedad de Algae Occidental —dije.

    El me miró y se echó a reír.

    —Lo digo en serio, Gordon.

    Asió la oportunidad de un salto. Wyomin se fue a casa con él con tanta facilidad como se había venido conmigo a petición del estudio.

    Creo que Gordon terminó casándose con Wyoming y odiándome. Pero yo gané cerca de un millón con la inversión en Algae Occidental, y aunque el dinero es sólo dinero, es mejor que Wyoming Magnum, el bonito juguete inflable. Ella me aburría, no porque fuera hermosa o porque me hiciera esperar, sino porque eso era todo lo que era, hermosa nada más. Yo quería otra Madelon, otra... Nova... Quería a Nova porque era... Nova. No era algo fabricado por cubos, algo lustroso y vinílico, diferente únicamente por su número de serie.

    Nabokov se encuentra en la curva de un enorme cráter sobre el Mare Acidalium o mar de Lenin, como ellos lo llaman. El área era rica en tungsteno, titanio y otros elementos valiosos, pero muy escasa en belleza natural. Las minas dominaban la zona, con el terreno excavado y amontonado, formando pequeñas colinas. Pasamos junto a los aceleradores y penetramos en el complejo de burbujas.

    En los rusos hay algo eternamente esquizoide. Conociéndolos de hombre a hombre son amistosos, sociables, amables. Se ponen un uniforme o se menciona la política y se convierten en Gregor el Malhumorado, oficiosos y exigentes. Se transforman en un ser todo suspicacias y comienzan a imaginarse complots nefandos ante la caída de un sello o la menor palabra de crítica.

    Nunca me ha gustado beber con rusos, porque generalmente pierdo. Nunca me gustó hacer negocios con ellos, pues no eran negocios solamente; siempre había regateos, política por el medio y cambios abruptos de dirección.

    Aquí en Nabokov las jerarquías «oficiales» mostraron su mejor conducta, aunque Wootten salió y se emborrachó en compañía de algunos colegas suyos del Leonid Ilych Brezhnev Número Dos y dijo que lo había pasado muy bien y hasta había tumbado a una rolliza hija de las estepas.

    Parecía que se había corrido «la voz», pasada por el satélite, de que uno de los mejores reporteros de Publitex estaba en camino; me dieron una recepción A— Uno, llena de discursos y de Aburrimiento Instantáneo. Me excusé tan pronto como me pareció posible, aunque dos horas antes de lo que tenían previsto para mí, estoy seguro. Me fui a la cama y pensé en frescos manantiales de montaña y en cielos que al mediodía eran azules, en lugar de ser casi negros. Soñé con Nova, desnuda y dorada, con su largo cabello negro desplegándose sobre las aguas de una brillante laguna...

    Marsport estaba casi directamente en el este, justo por encima del borde del Mare Boreum. El paisaje aquí era amplio y salvaje, con unos cuantos riachuelos, pero los transportes anteriores habían volado unos cuantos promontorios y rellenado algunos de los surcos más profundos, por lo cual avanzábamos con mucha rapidez.

    Hay algo divertido en Marsport o en la idea de Marsport. No es gran cosa como lugar; sólo cuatro cúpulas de tamaño mediano y unas cuantas estructuras zómicas de conexión. Está a medio camino entre las ruinas antiguas y los pozos abiertos de las minas Princesa Aura. Los ciudadanos de Marsport soportan con gracia las inevitables bromas y después te las devuelven inventándose unas «costumbres locales» a las que se adhieren estrictamente (por ejemplo, las primeras tres rondas las pagan los visitantes... y las tres últimas también).

    Están el Salón del rancho Raygun, el Hotel Flash Gordon, el Café Ming la Despiadada y Dale Arden, especie de tienda general. Cerca del Bar & Grill Los Destructores del Planeta está la oficina de evaluaciones Mongo. Llamaban «xeno» a la cerveza local y bebían una enorme cantidad de ella. Les pregunté con qué la hacían, y me dijeron que eso no se decía, aunque luego me enteré: de capullos solares; eso suena muy bien, pero resulta ser una especie de liquen verde—grisáceo, de mayor tamaño que el liquen normal y de aspecto nauseabundo.

    Marsport era el punto medio de nuestra gran vuelta, y Wootten me dio permiso durante un par de horas, mientras él hacía un poco de revisión y aprovisionamiento. Pedí prestado su oruga a un prospector que acababa de llegar de Tracus Albus con una muñeca dislocada, y conduje hacia el norte durante un par de kilómetros hasta la Tumba.

    Los arqueólogos han abierto las criptas cuidadosamente y no han hallado nada de valor, ni siquiera los huesos; sólo un poco de polvo calcáreo. Aparentemente los marcianos no enterraban a sus muertos con todo lo que podrían necesitar en la otra vida, como ocurría en tantas y tantas culturas terrestres. O bien no creían que existiera otra vida, o no pensaban que pudiera llevarse nada a ella.

    La Tumba está sólo parcialmente excavada en el exterior, pero se estima que el cuarenta por ciento del interior está despejado. Fue encontrada por un prospector independiente, quien se sintió intrigado por las extrañas vibraciones que leía en su sonar. El Instituto Carnegie y Proyectos Interplanetarios se ocuparon de la excavación, y el único hallazgo visualmente significativo, la Piedra Estrellada, se exhibe en el Museo Moderno.

    Pero no eran las riquezas, ni siquiera el conocimiento arqueológico, lo que me llevó en aquella helada mañana marciana a permanecer en el interior de la enorme bóveda. Quería experimentar todo lo que pudiese sobre Marte. Aquí quizás los antiguos reyes habían sido depositados para su descanso, aunque fácilmente el lugar podría haber sido el equivalente de un monasterio, de un panteón y el cementerio de una prisión. Quizá nunca lo averiguásemos.

    Esta cúpula había sido construida por manos antiguas, manos no humanas. Una bóveda de aristas, una de las pocas que quedaban —o que habían sido descubiertas—, se arqueaba por encima de nuestras cabezas. Cada pisada era respondida por el eco; hasta mi respiración parecía alta. Instintivamente intenté no hacer ruido, aunque me habría encantado despertar a los muertos.

    La mayor parte de las criptas que eran visibles se hallaban abiertas y las losas que las cerraban habían sido numeradas y puestas a un lado. Escudriñé una de ellas, recorriéndola rápidamente con mi linterna. No sabía qué esperaba: ratas, huesos pulverizados, unos ojos que me contemplaban fijamente, una figura que se levantaba envuelta en un sudario. Pero allí no había nada. Literalmente nada, excepto polvo. Y no mucho.

    Con la siguiente pasó lo mismo y con las cinco posteriores también. Ni siquiera huesos. El aire frío y seco debía haberlos conservado momificados durante siglos y siglos; aunque sólo un pequeño porcentaje se secase y desapareciese cada siglo, habían pasado tantos que no quedaba nada.

    ¿Tenían razón los expertos? ¿Había sido alguna vez Marte un jardín? ¿Habían fluido las aguas desde los casquetes polares, regando frondosos bosques de... ¿de qué'/..., ¿de árboles de hojas rojas? ¿Había algún experto en Marte?

    Caminé hasta el centro de la vasta bóveda. Por todas partes surgían arcos que se bifurcaban en pasillos y pasillos, más bóvedas y un cementerio gigante de sueños alienígenas.

    —¡Hola!

    Mi grito fue repetido miles de veces por el eco, pero ni siquiera levantó el polvo. Pasé la luz de mi linterna por el techo. No tenía otros adornos que la belleza de su estructura. Ningún Miguel Angel aquí. Ninguna mano de seis dedos había cogido las brochas que chorreaban pintura sobre sus tentáculos. Ningún encargo real, ningún mecenas, ni siquiera un trabajo de prácticas. Un lugar para albergar a los muertos queridos, no un palacio del placer.

    Volví al exterior y trepé al oruga. Podía llegar a tiempo a la comida del mediodía, y después... ¡hacia Bradbury!

    En seguida ascendimos el Ceraunius, junto al lago Ascraeus nos desviamos ligeramente hacia el oeste, después volvimos al norte cruzando el Tracus Albus por Lux, nos desviamos de nuevo hacia Thaumasia para dejar algunos suministros a un minero solitario que vivía allí, y luego entramos en las comarcas montañosas de Lacus Silis y Bradbury.

    Eso es lo que decía el libro de navegación y el último mapa oficial de la Comisión Marciana, Sector 5—100. Wootten comentó:

    —Subiremos por el cerro hasta llegar a Torre Oruga, nos desviaremos una pizca hacia el oeste, cruzando la franja de la Muerte por Luxy, y después le llevaremos algunas cosillas al viejo Ed Amendola. Nos beberemos una jarra de top—pop, y luego dejaremos los hígados en las tierras altas hasta llegar a Bradbury.

    Existen un montón de cosas que nunca aparecen en los mapas «oficiales», ya se trate de Marte o de Michigan.

    Yo estaba ahora muy excitado, no sólo por acercarme a Nova, sino por hallarme atravesando también algunos de los paisajes más hermosos de Marte. Recuerdo que mi padre me contaba lo desolada y extraña que le había parecido la Luna la primera vez que el hombre había dado el paso gigantesco. Decía que con los primeros reportajes sobre Marte había pasado algo parecido, incluso después del primer contacto con la superficie en Touchdown, que es un lugar bastante lúgubre. Hasta que los hombres no bajaron del cielo y pasearon sobre Marte, no averiguaron lo hermoso que era.

    Es necesario acostumbrarse a él; sobre eso no hay ninguna duda. La mayor parte del tiempo es monótono, pero en los riachuelos se encuentran maravillas inesperadas y en los lugares donde las rocas pueden verse bajo la superficie destrozada, erosionada y llena de cráteres, hay una extraordinaria belleza. No soy el primer entusiasta de Marte al que se le dice que sus «grandes maravillas» pasarían fácilmente inadvertidas en el sudoeste americano. No lo negaré tan siquiera. Pero éstas eran rocas marcianas, llanuras marcianas, desolación marciana. Amaba todo aquello con pasión.

    Cuando avistamos las primeras granjas alrededor de Bradbury, estaba sintiendo todavía los efectos de la top—pop particular de Amendola. Pocas ciudades poseían zonas extensas dedicadas al cultivo. Burroughs, Wells, Bradbury, Grandcanal City, algunas diseminadas entre Grabrock y Northaxe, pero en su mayor parte estos miles de acres suministraban el grueso de la alimentación de toda la población del planeta.

    La Hacienda Alfonso VI estaba a nuestra derecha. Alguien nos saludó desde la cápsula de un tractor que desbrozaba un terreno virgen. Giramos ante un mojón de piedra, límite de un verde campo de patatas, y me sentí atrapado. Descendí de la cúpula de observación y ayudé a los demás a limpiar y ordenar el interior.

    Bradbury es la «ciudad» más próspera de Marte, principalmente a causa del agua, que hace posible la tierra de cultivo. Hacia el este, bordeando la larga ruta hacia Burroughs, hay algunas minas, pero éstas no tienen aquí tanta importancia como en otros lugares. El magnífico Palacio Estrellado está fuera del perímetro, aunque contribuye poco a la economía, excepto por el dinero y suministros que traen consigo los arqueólogos.

    Llegamos hasta una parada ante el almacén principal, una serie de zómicas que se apiñaban sobre la cúpula más occidental. Ayudé a almacenar mis semillas y el resto de mis mercancías en un espacio alquilado; después fui con Wootten a la hospedería de su gremio para lavarme.

    Salí de la ducha, sintiéndome muy refrescado, y revolví en mi bolsa.

    —Por las diez mil torturas de Ares (a Wootten le gustaban los juramentos sintéticos), ¿qué clase de ropa es ésa?

    Contemplé la blusa de seda nevada, los leotardos negros veteados y las botas de piel neotéricas y las vi como las veía Wootten. Sonreí y dije:

    —Mi atuendo de elegante aventurero botalimpia. La gorra con el símbolo secreto me la olvidé en la Tierra.

    Wootten se dejó caer sobre la cama y manoseó la seda nevada.

    —¡Maldición ardiente y llameante! —dijo.

    Hizo una pausa, y luego añadió cuidadosamente:

    —Oye, ¿te importaría que te diese algunos consejos?
    —Adelante.

    No me había sentido tan novato desde que había aprendido a esquiar hacía quince años.

    —Primero: estas cosas son estupendas y elegantes en grado sumo, pero no sólo te delatan como un botalimpia, sino como un botalimpia rico. —Me miró de reojo por un momento, pensativo. Después se encogió de hombros casi imperceptiblemente, y dijo—: Ya tienes bastantes problemas con Nova. Segundo: resaltarás como la estela de un vapor en un momento en que, creo, podría interesarte pasar inadvertido. Tercero: parecerás uno de esos títulos honorarios.

    Sonreí tímidamente y asentí. Sabía que lo de «título honorario» tenía un significado peyorativo, porque aquellos nuvomarcianos eran eminentemente prácticos, y si la mayor parte tenían algún título, era porque realmente lo necesitaban para realizar su trabajo.

    —¿Qué me sugieres? —le pregunté.
    —¿Qué otras cosas tienes?

    Inspeccionamos mi limitado guardarropa y seleccionamos un atuendo similar en negro, pero en tejido coriace tissu, más basto y resistente, y que parecía ser una vestimenta estándar.

    —Vestirse de fiesta generalmente significa ponerte una muda limpia de lo que llevas puesto todos los días —me explicó Wootten—. Bailes del gobernador aquí, hay condenadamente pocos.

    Después cloqueó lujuriosamente y sonrió.

    —Ponte eso y vayamos a sumergirnos en el top—pop local.

    Gemí ante la idea, pero me vestí con bastante rapidez y seguí a Wootten por una calle que divagaba por la ciudad. Pude captar una ojeada de la enorme estructura cilindrica que albergaba el horno de fusión de la GE y de la larga zona con edificios, de tamaño y forma diversos, y conectados con el horno para extraer cada uno los distintos elementos principales que necesitasen.

    Wootten advirtió mis miradas y me dijo:

    —Funciona noche y día. Metales pesados, basura, cualquier cosa. Reduce la materia en bruto al nivel atómico, o lo haría si se metiese ahí dentro el número de veces suficiente. Hacemos eso con cualquier cosa que vayamos a enviar a la Tierra. Es más barato. Dicho horno nos permite pasear sin máscaras por aquí y tener todas esas granjas.

    Yo asentí. «La fábrica de aire», desperdicios, basura, toneladas de rocas, cuerpos muertos, porquería, todo era reducido a sus elementos básicos; el nitrógeno y el oxígeno se recombinaban para formar la atmósfera, junto con cantidades pequeñas de otros gases, con pellizcos de elementos residuales y una parte ínfima de impurezas que hubiesen escapado; con todo eso en el planeta Marte estaba fabricándose una envoltura de aire, esta vez respirable, proporcionada por el Homo sapiens. Terraformación. Adaptación.

    El horno de fusión había salvado a tiempo a la Tierra de ahogarse en sus propios desechos. Vertederos de basura de cien y doscientos años de antigüedad eran explotados en busca de materiales. Algunos de estos lugares resultaban las fuentes más ricas para el aprovisionamiento de metales pesados que quedaban sobre la arruinada Madre Tierra. Mi propia compañía, Ecolocorp, había comprado opciones en cientos de vertederos municipales en cuanto me enteré de que era factible un horno de fusión con acelerador de masas, práctico y portátil. Era más barato llevar el horno a la basura que la basura al horno. Excavadoras gigantes soltaban toneladas de los arruinados recursos del planeta sobre las cintas transportadoras que alimentaban las cubetas.

    Todavía faltaba mucho para que la Tierra estuviese limpia por completo. Montones de elementos puros no alimentaban a billones de humanos, pero ayudaban principalmente a sostener la tecnología. El petróleo y los metales pesados eran reciclados. La tecnología que se necesitaba para recombinar los elementos brutos resultaba todavía más compleja que la que producía la materia prima.

    Pero la pureza atómica se mostraba todavía mejor que la pureza química, y muchas de las ciencias delicadas, tales como la bioquímica corporal y cerebral, eran favorecidas por aquellos elementos puros, que reducían el factor X. En nuestros días, todo el mundo sufre por lo menos un análisis anual, y cuando el balance nutricional ha sido roto, se realizan cuidadosos ajustes químicos.

    El horno de fusión y la tecnología subsiguiente habían salvado los cuerpos de los hombres, pero sus almas continuaban en peligro.

    Quizá fuera ésa la razón por la que yo me encontraba en Marte.

    El Palacio Estrellado de Kochima era nuestro destino. Primero un aperitivo de pop—top, servido en vaso rosado, hecho con la sílice local; después un grueso y gustoso trozo de bistec de algas, unos ásperos cubos de soyasen, unas cuantas rodajas de zanahoria tan gruesas como mi muñeca y una especie de lechuga verde—azulada. Entre la comida y la bebida fui presentado a una docena o más de mineros, técnicos del horno de fusión, granjeros y biólogos. Advertí que, ya fuesen mineros de las rocas duras o biólogos trabajando en tubos de ensayos, todos tenían un factor común de confianza en sí mismos, de independencia y de responsabilidad. Me gustó comprobar que aquellos rasgos no habían sido una creación de los guionistas del video y que, por lo menos por lo que yo había visto, «Mi palabra vale tanto como una firma» era una verdad.

    Eso no quería decir que todo el mundo amase a todo el mundo allí, y ciertamente no eran unos santos. Se puede ser un asesino, ladrón de joyas o criminal de computadora seguro de sí mismo, independiente y de confianza. Simplemente, aquellos supuestos rasgos comunes me parecían reconfortantes. Había estado demasiado tiempo en el mundo de los negocios pragmáticos, donde la verdad era un lujo y la amistad dependía de con quién se estuviese negociando. Los nuvomarcianos querían que cada individuo fuese lo que parecía ser. Vivían cerca de la naturaleza, una naturaleza extraña, a la que solamente estaban empezando a comprender. La necesidad de confiar en la propia especie resultaba fuerte.

    Quizá fuese un poco pronto para ello, pero me sentí como en mi casa.

    Averigué que en algunos de aquellos hombres había aspectos sorprendentes. Easton había estado en Leavenworth durante seis años para «ajustar» los computadores de la Unión Petrolera, a fin de que pagasen grandes cantidades a una cuenta falsa. Ahora dirigía el complejo de computadores del acelerador de masas. «Long Jim» Trotter había sido James Trotter IV, vastago de una megafamilia financiera de Nueva Inglaterra. Wayland y Migliardi lucharon en las revueltas de Nueva Orleáns, cada uno en un bando distinto. Drayeen fue un vendedor espacial para una revista de video. Puma había sido Raimundo Santiago, un famoso pintor, y era ahora un socio de Rojorock In., una pequeña compañía minera.

    Querían conocer todas las últimas noticias y cotilleos en la Tierra, y yo deseaba saber cosas sobre Marte. Pero ellos eran más, de forma que terminé contestando sus preguntas.

    Sí, Rosita Chávez y Olga Norse Jr. eran amantes, pero recientemente habían formado una conocida triada con Ed Avery, el director de La ciudad encima de la ciudad, obra que había hurgado en las inmundicias del arcotólogo denominado Cielo, predominantemente habitado por homosexuales. No, pasarían por lo menos dos años antes de que el horno de fusión Marte IX estuviese listo. Sí. las revueltas en la India a causa del hambre habían provocado la muerte de millones de personas. También había habido revueltas en Perú y en parte de la república Pan—árabe. No, no había ningún plan para la preservación del Centro Espacial Kennedy, ni siquiera como monumento histórico. Sí, la Casa Blanca quería cortar la ayuda a Marte.

    No, China Corlon no era una transexual. Sí, el presidente DeVore había llamado mastoc cornard al presidente Goldstein, y el insulto todavía conmovía las camas de Washington. No, los robots Femmikin no eran un sustitutivo de las mujeres auténticas, por muy bien programados que estuviesen a los gustos. Los silencios de incredulidad eran su mejor baza. Sí, el FSA había escogido a John Grennell y Terry Ballard para la misión Calixto. No, Margarita Silva no tenía trasplantes, por lo menos que yo supiera; simplemente eran un regalo de la naturaleza.

    Sí, Utah había conseguido un mandamiento judicial contra Femmikin Inc. después que el secretario general de Robotics hubiese quedado locamente prendado de uno de aquellos robots. No, Lila Fellini no había sido sometida a ningún tratamiento geriátrico especial, a nada que no fuese estándar para todos nosotros. Sí, los vigilantes anticontaminación habían sido disueltos. No, el culto de La cortina de lo Desconocido no había conseguido ganar las elecciones en Inglaterra.

    Sí, algunos de los cirujanos plásticos consideraban que varios de sus pacientes eran obras de arte vivientes, y resultaba cierto que Dolores Salazar, Helen Troy e Illusiane habían aparecido desnudas o vestidas con escuetos atuendos de joyas energéticas, colocadas sobre unos pedestales en la inauguración de una galería. No, todavía no se habían perfeccionado por completo las técnicas DNA de renacimiento en el hospital John Hopkins West, pero la investigación sobre el RNA hacía grandes progresos. Sí, las técnicas de aprendizaje subcerebrales habían sido muy mejoradas. No, la ley sobre los burdeles había sido derrotada en Australia. Sí, Ron Manuel y Neola Digarth rodarían su próximo sensafilm en Marte. No, viviendo en un complejo de arco torres uno no se volvía loco; solamente daba esa impresión.

    Finalmente supliqué que terminasen, diciendo que toda aquella charla me estaba impidiendo beber. Se rieron y llenaron el vaso con un espumoso color púrpura.

    Cuando estuve lo suficientemente borracho me llevaron a la cama, aunque más tarde tuve que levantarme para ayudar a Tanaka y Migliardi a llegar a sus literas.

    La mañana llegó pronto, como sucede demasiado a menudo. Wootten y yo nos habíamos olvidado de volver opaca la compuerta, e incluso a ciento cuarenta y un millones de millas, el sol era lo bastante brillante como para herir mis ojos, dañados por el pop—top. Afortunadamente, Wootten tenía un poco de «Corcho», y pronto estuvimos desayunando y buscando una forma de trasladarme a las minas Sunstrum. Wootten preguntó por todos lados, y pudo enterarse de que Puma tenía que conducir un oruga hasta Burroughs, pasando por allí; le pedí que me llevara.

    Fueron doscientos kilómetros de belleza, porque el agua procedente de la planta de fusión fluía por un antiguo cauce, y durante la mitad del camino viajamos paralelos a éste. Pinos y otras especies de árboles transplantados crecían espesamente, no en plantaciones en las granjas, sino formando bosquecillos, hileras o como gigantes solitarios de carácter muy realista. Gracias al agua, una pequeña planta nativa, llamada chispa, se convertía en un arbusto de un fresco verde oscuro y daba cientos de flores diminutas. El agua fabricada tenía un aspecto muy natural y muy de agradecer, abriéndose paso entre las rocas y las charcas. No era mucho más que un riachuelo, pero ya se le llamaba el «Mississippi de Marte», y su nombre oficial era río Atenas.

    Puma me puso al corriente sobre los padres de Nova; su relato fue menos formal que lo habría sido uno de los informes de Huo, pero igual de completo y acertado.

    —Sven Sunstrum vino aquí con la primera nave llena de colonizadores. Eran tiempos duros. Agujereó toda la llanura a este lado de la John Carter. Encontró algunas vetas de iridio y, a través de los representantes de la República del Pueblo, consiguió una mujer china hace unos doce años. Por supuesto, hablo de años marcianos. Casi veintidós terrestres. Maldita sea, esa Nova ha crecido, ¿verdad?

    »Bien. Li Wing resultó ser una belleza. Sven se peleó con unos cuantos que querían comprar su contrato, y tuvo que matar a uno o dos que no aceptaron un no como respuesta. El mismo año que tuvieron a Nova, encontraron una maldita montaña de manganeso. Está en el Consejo, y ha sido presidente del gremio. Un viejo arenero tan duro como el que más.
    »Y esto sin menospreciar a Li Wing, una mujer de categoría. No han llegado hasta aquí muchas de su clase. Una vez, cuando Nova era sólo bebé, llegaron aquí unos zongos botaslimpias, quienes se figuraron que éste era un país completamente indefenso y que podrían hacer cuanto les viniera en gana. Esto fue antes de que en Ares hubiese más de un escuadrón de marines.
    «Llegaron a las excavaciones de Sunstrum cuando él se encontraba en Burroughs con un cargamento de mineral. Mataron a un par de mineros y cortaron la energía del ascensor, de forma que los demás quedaron atrapados en la mina. Creían que iban a robar las fabulosas riquezas de Sunstrum y, de paso, violar a su mujer china. Pero Li Wing les hizo frente y mató a uno de ellos con el láser; lo abrió de arriba abajo. Estaba dispuesta a acabar con cualquier cosa que sobresaliese un poco y se acercase adonde estaba, pero entonces uno de aquellos bastardos se apoderó de la pequeña. Dijo que le cortaría el cuello si la mujer no se comportaba bien. Li Wing no vaciló un segundo. Le dio la vuelta al cuchillo y se lo clavó a aquel bastardo en la garganta. La niña cayó sobre la litera; Li Wing agarró un láser y dejó sin piernas a los tres que quedaban.»

    Puma me sonrió.

    —Así que no dejes que los modales de esa dama te engañen y te hagan pensar que ya está lejos de todo eso. Hice un retrato de ella hace seis u ocho años. Entonces era joven, vivaracha y llena de energía, para ser una dama china, quiero decir. Todavía lo conservan encima del bar.

    Esto nos llevó a una discusión sobre pintores, y se mostró interesado por conocer lo que estaba sucediendo en el mundo del arte en la Tierra. Pareció muy interesado en los sensatrones, pero se figuraba que nunca podría dominar la electrónica. Más adelante añadió una nota a su informe sobre los Sunstrum.

    —Esa Nova... es algo especial aquí. Intentamos no estropearla, pero resultaba difícil. No había muchos niños aquí, y ninguno era tan bonito como ella. Todo el mundo quería enseñarle algo. Creo que ha manejado todos los tipos de orugas, transportes, excavadoras, taladradoras y láseres que existen. Estar cerca de ella hace que uno se sienta bueno, ¿no es verdad?

    Llegamos al borde de un cráter, y un pequeño complejo de cúpulas en la pared opuesta nos dijo dónde estaba el complejo Sunstrum. Puma conducía a gran velocidad sobre el liso suelo del fondo del cráter, riendo a causa de los botes y de los abanicos de arena que levantaba por detrás.

    — ¡Que se enteren de que llega alguien! —dijo.

    Los vagones de mercancías repiqueteaban a nuestra espalda, y nos detuvimos ante la compuerta de la cúpula principal, después de describir tres salvajes círculos delante de la entrada. Puma hizo sonar un par de llamadas increíblemente altas en la bocina de señales, y abrió la puerta del oruga cuando varias personas aparecieron en la compuerta.

    El aire era frío y fino en aquel lugar, pero sólo Puma y yo llevábamos trajes térmicos. Al primero que vi fue al hombretón rubio, con un desgastado mono gris y a sus espaldas un par de rostros sonrientes y barbudos. Después se separaron abriendo paso a una mujer oriental, con espeso pelo peinado hacia arriba y que vestía un traje verde esmeralda.

    —¡Puma!
    —¡Li Wing, Li Wing, cada día tienes mejor aspecto!

    Hubo besos en las mejillas, golpes en la espalda y abrazos, y después apresuradas y bienhumoradas quejas, mientras impulsaban a Puma para que penetrase en el cálido ambiente del interior de la cúpula. A mí me miraron con ojos que querían decir: No—hemos—sido—presentados—pero—cualquier— amigo—de—Puma...; mas todo lo que yo veía era Nova.

    Permanecía junto a la compuerta, vestida con algo sencillo pero fino; el frío aire había enderezado sus pezones. Intentaba parecer despreocupada y cortés, estilo señora—de—la—hacienda, y no le resultaba mal del todo, considerando que sólo tenía diecinueve años.

    Nova.

    Hija de una tigresa, hija de un oso.

    ¿Podría algún día decir «mi Nova»?

    Permaneció junto al borde de la compuerta, y su elegante pose se vio arruinada por un repentino abrazo y beso en la mejilla por parte de Puma, quien, evidentemente, tenía «derechos». Después la absorbieron en su avance hacia el interior, y fui tras ellos. Me había mirado con un rostro cuidadosamente neutral, y yo le había hecho un gesto para que entrara. Se volvió y entró sin hacer comentarios; la compuerta silbó y resonó al cerrarse, mientras se bombeaba aire para compensar la pérdida.

    Puma fue tan atacado con preguntas como lo había sido yo, pero la mayor parte de ellas eran personales o sobre gente que todos conocían. Nova y yo éramos muy conscientes el uno del otro.

    En la puerta interna que silbaba al abrirse, Sven Sunstrum se me acercó y sacudió mi mano con su rubia garra de oso.

    —Señor Braddock, es un honor tenerle aquí —sonrió astutamente y dijo—: Espero que no se os ocurra dramatizar nuestras pequeñas operaciones para un show en el video.

    La forma en que pronunció dramatizar me confirmó lo que sentía sobre la forma en que los videos «electrificaban» la realidad, según decían.

    —Sacamos algunas cosas de la corteza y compramos las cosas que no podemos fabricar aquí. Es una vida sencilla, y nos molestaría mucho verla conmocionada.

    Le miré y le dije:

    —No hay ni el más mínimo problema en ningún aspecto, señor Sunstrum.

    Sonrió más amigablemente y soltó mi mano.

    —Nova nos ha contado cómo evitó usted que ella causase un motín en la nave.

    Sonrió a su hija cariñosamente, y enarqué ligeramente las cejas. Ella parecía serena y majestuosa.

    —¡Vamos, padre! —comentó sin rencor.

    Sunstrum me miró.

    —Y mis gracias —después se echó a reír—. ¡Lo siento, pero tu cara era tan cuidadosamente inexpresiva! ¡Li Wing!

    La madre de Nova se desprendió del revoltijo de gente alrededor de Puma y se reunió con nosotros mientras cruzábamos la puerta.

    —Li Wing, éste es Diego Braddock... Señor Braddock, mi esposa.

    Acompañamos la presentación con unas palabras corteses, y luego Sunstrum añadió:

    —Acababa justamente de agradecer a Braddock la forma en que controló la situación sexual del Balboa.

    Li Wing sonrió tímidamente y asintió.

    —¡Oh, sí! Estábamos muy preocupados a causa de ese viaje tan largo, con Nova ya crecida.

    Disparé hacia Nova una mirada que significaba: ¿Qué les has contado?, pero ella no escuchaba.

    —¡Oh, gracias! —dije inexpresivamente.

    Nos dirigimos hacia la compuerta, que se encontraba en el lado curvo de la estructura, cruzando el área de trabajo. Li Wing me tomó del brazo, y yo la encontré una mujer muy atractiva. «¿Tirando cuchillos, eh?» No podía evitar pensar en la personalidad de aquella pequeña y señorial mujer.

    —Sí, gracias, señor Braddock. Sé que todas las introducciones a la vida sexual son peligrosas, y debo darle las gracias nuevamente.

    «¿Introducción a la vida sexual?»

    Miré a Nova por encima de mi hombro, pero estaba junto a Puma y uno de los corpulentos mineros, mas ninguno me prestaba atención.

    Por la compuerta penetramos en una zómica conectada con la cúpula, que constituía el hogar de los Sunstrum. Por los estándares de Marte era palaciega. Lo corregí rápidamente: por cualquier estándar. No resultaba en absoluto tan grande como la más pequeña de mis casas, pero rivalizaba con la mejor de ellas en un inmediato sentimiento de hogar. Demasiado a menudo los decoradores caros que yo contrataba habían conseguido unos espectáculos maravillosos, muestras ricamente diseñadas de sus talentos. Sencillamente, tenía demasiadas cosas que hacer y demasiadas casas en que vivir, o más bien en que estar, para hacer algo más que indicar unas direcciones básicas y para apreciar los resultados un lunes por la mañana.

    El hogar de los Sunstrum resultaba cálido, con muebles cómodos; algunos de ellos eran las piezas mejores del estilo vital, y otros habían sido hechos por manos cariñosas, con un buen instinto del diseño y del detalle. Cada cosa ocupaba el lugar que le correspondía.

    En una cavidad en la pared, en forma de superelipse, había un gran calorífero, una necesidad en la vida marciana. Junto a la pared más alejada se encontraba una enorme unidad de música—grabación—proyección, y a la derecha, un bar. Sobre éste aparecía el retrato de Li Wing pintado por Puma, y me asombré de su calidad. Allá en la Tierra, donde Puma había sido Raimundo Santiago, había sido bastante popular, pero no siempre bueno. Aquello era bueno. Sospeché que había estado medio enamorado de aquella bella emperatriz oriental, retratada con tanta perspicacia y habilidad.

    Repentinamente me di cuenta de que me hallaba de pie delante del retrato y que me estaban observando. Puse un rostro embarazado e hice un gesto de disculpa.

    —Perdónenme, yo...
    —¡Qué infiernos de perdón! —atronó Puma—. ¡Es el cumplido más puro que puede darse! ¡Maldita sea! Vamos, Sven, minero del demonio, ¿vas a servirnos un poco de ese vino color púrpura o no?

    Miré a Li Wing y encontré que sus ojos iban del retrato a mí.

    —Es una preciosidad —comenté, y quería expresar más que eso.

    Como todas las mujeres hermosas, ella entendió el cumplido y lo agradeció.

    —Estoy intentando que Puma pinte el retrato de Nova —dijo.
    —¡Lo hubiera hecho en cualquier momento, pero la enviasteis a la condenada Tierra! —La contempló, mientras ella permanecía en silencio, atenta, pero pasiva—. Odio sonar como un maldito cliché, pero esta chica ha crecido mucho. ¡Ahora se necesita un lienzo mayor!

    Se echó a reír y probó el vino. El y Sunstrum emprendieron una conversación sobre cosechas, fuerzas solares y una estación más larga, mientras yo aceptaba un vaso de Li Wing y me sentaba sobre el gran sofá de color tostado.

    —¿Qué es lo que piensa hacer durante su visita a Marte, señor Braddock? — preguntó Li Wing.

    Con el rabillo del ojo vi cómo Nova levantaba la cabeza y parecía esperar a la expectativa.

    —Mirar —dije yo.
    —¿Sólo mirar?

    Había una ligerísima sombra de desdén en la voz de la madre de Nova al preguntarme aquello. Un niño bonito. Un vagabundo. Un turista.

    —El señala —dijo Nova. Li Wing enarcó las cejas, y la muchacha añadió—: Señala, y lo señalado se hace famoso.
    —Trabajo para Publitex —observé y me sentí como un mentiroso.

    Lo que quería decir era: en realidad yo soy Brian Thorne; pero ailí había que detenerse. ¿Qué diría después?, suponiendo que me creyesen, cosa muy improbable.

    —Suena como un trabajo interesante —comentó la señora Sunstrum como si se lo creyese.
    —Me trajo aquí —señalé.

    Iba a continuar cuando Sunstrum se acercó y se sentó.

    —Nova me ha dicho que habéis dormido juntos durante el viaje —añadió despreocupadamente.

    La miré, y repentinamente me sentí un poco cansado de ser examinado, sometido a pruebas, de ser yo el que tenía que demostrar lo que valía.

    —Sí, eso es cierto. La amo.

    Sunstrum movió la mano, la que sostenía el vaso.

    —Un montón de gente quiere a Nova.
    —Yo no soy un montón de gente.
    —Justamente, ¿quién es usted, señor Braddock?

    Volví la cabeza y miré a Nova, que estaba sentada en tensión, intentando parecer tranquila, como si no estuviésemos hablando de ella.

    —Soy su amante.
    —¿Está usted seguro de que no hay legiones de ellos? —me preguntó tranquilamente la señora Sunstrum.
    —Sí.

    Mis ojos encontraron los de Nova, y poco a poco el hielo se fue derritiendo.

    —Mató usted un hombre por culpa de ella —dijo Sunstrum.

    No la miré mientras contestaba:

    —Usted hubiera hecho lo mismo.
    —Quizá. —Percibí, más que vi cómo miraba a Li Wing—. He matado. Cuando hay que matar a un hombre se hace. No valen las cosas intermedias. Pero no siempre hay que matarlos.

    No contesté. Estaba en algún lugar de aquellos ojos oscuros.

    —¿Por qué quiere a nuestra hija? —preguntó Li Wing.
    —¿Por qué la quiso a usted Sven Sunstrum?

    Ella vaciló; después dijo:

    —Primero... por el sexo; después, por amor.

    No contesté. Nova se levantó respirando profundamente, sin apartar sus ojos


    de los míos. —Nosotros nos vamos a acostar —anunció—. Buenas noches. —Buenas noches —oí murmurar a Sunstrum. —Buenas noches, querida —dijo Li Wing. Podría haber comentado algo o no. Había dicho palabras. Ahora todo yo

    hablaría. Ella me cogió de la mano. Recorrimos un pasillo y llegamos a un dormitorio. Hasta por la mañana no me enteré de que era la cama donde ella había sido concebida.


    Capítulo 8


    Nova saltó ágilmente a la cabina del oruga y se despidió de los demás. Cogí la mano de Sunstrum y besé a Li Wing en la mejilla.

    —¡Oh, vamos Diego! ¡Dentro de un par de días estaremos de vuelta!

    Trepé a la cabina y cerré la puerta. Nova encendió el motor, que produjo un rugido gargajoso y se puso en marcha con un rápido giro a la izquierda y una desenfrenada carrera hacia el borde del cráter. Yo me agarré a una anilla, busqué a trompicones un asiento y me abotoné el cinturón de seguridad.

    Ella se reía, con su largo cabello negro cayendo por encima del cuello de su traje térmico, y yo la amé mucho.

    Solamente nos detuvimos una vez en un lugar a lo largo del Atenas, donde había una pequeña cascada que llegaba a la cintura y aire suficiente para andar sin máscaras. Hicimos el amor sobre una roca tibia y chapoteamos brevemente en el agua helada; ella era hermosa y dorada, toda carne suave, cabello derramándose y boca apremiante.

    Llegamos a Bradbury al atardecer, y Nova fue vista por un grupo de alegres granjeros con la insignia purpúrea del Kibbutz Silverberg sobre los hombros. No sabían que había vuelto, por lo que surgió un montón de bromas alegres y no poco deseo a primera vista.

    Nova estuvo alegre y encantadora, cotilleó un poco con ellos sobre la granja Canalgae y después fuimos a la oficina de Sunstrum. Su agente en Bradbury tenía un par de cubículos para dormir, que compartían un vibra—baño. Mientras se despojaba del polvo del viaje y del barro seco del río, dijo:

    —¿Sabes que lo único que realmente me gustó en la Tierra fue su gran cantidad de agua? ¡Me encantan las duchas, pero las duchas de verdad!

    «Te compraré un Niágara de duchas —pensé—. ¡Desviaré el Nilo! ¡El agua de Cleopatra caerá sobre tu cuerpo!»

    —Los vibra—baños te limpian mejor.
    —Sólo limpian mejor mi cuerpo —comentó ella—. En sentirse limpia entran otros factores.

    Nos vestimos y salimos para cenar, y fue entonces cuando intentaron matarme.

    Hubo un ruido rechinante, como si algo se desgarrara, y algunos fragmentos de una cúpula de almacenamiento cayeron de una gran grieta, que se abrió repentinamente. Nova miró hacia arriba con curiosidad; después protestó cuando la sujeté por la muñeca y la hice lanzarse junto a mí a la oscuridad entre las cúpulas. Protestaba verbal y físicamente.

    —¿Aquí? Dios mío, Diego, ¿no tienes bastante? Eh, ¿qué estás haciendo?

    La estaba arrastrando, aunque pataleaba y se resistía, hacia el interior de la oscuridad. Vi una sombra que se movía sobre la cúpula al otro lado de la calle, y no tuve tiempo para explicar las cosas. En la oscuridad encontré su mandíbula, y de un golpe la dejé sin sentido. Permanecí tumbado en completo silencio, con el corazón galopando y la mente a la carrera.

    ¿Por qué estaban intentando matarme? ¿A los dos? No, tenía que ser a mí solamente. Un buen tirador podía alcanzarme con un láser y dejar a Nova sujetando una mano sin ningún brazo a continuación.

    Vigilé el retazo de luz sobre la cúpula al otro lado de la estrecha calle, esperando ver alguna sombra, aunque no tenía la más ligera idea de lo que iba a hacer en tal caso. No tenía armas, excepto mi cerebro.

    Palpé a mi alrededor en la oscuridad y encontré una roca, un borde de permaplástico, un enchufe electrónico roto, cosas que habían escapado a la atención de los barrenderos. Sujeté fuertemente la muñeca de Nova y lancé los tres objetos al aire de la noche, lo más alto que pude. Comencé a arrastrar lejos a Nova, y mi pie tropezó con una caja de plasticón; le di una patada empujándola hacia la luz. Los fragmentos de desperdicios cayeron sobre las cúpulas y comenzaron a resbalar hacia el suelo. La caja se deslizó ruidosamente, chocando contra la cúpula. Una sombra se movió, y yo arrastré a la inerte Nova al otro lado de la curva, mientras veía brillar la luz color rubí. A mis espaldas algo silbó repentinamente, y hubo unos crujidos y un borboteo líquido.

    Cogí a Nova en brazos y eché a correr. Corría en zig—zag, dando trompicones; después me di cuenta de que había llegado a la parte trasera de un bar, o por lo menos de un sitio donde estaban varias personas. Me recosté contra la pared curva, respirando anhelosa y entrecortadamente, sosteniendo todavía a Nova. Al fin la deposité sobre el suelo, e intenté volverla a sus sentidos; luego me detuve.

    Tenía que pensar antes que ella se despertase y me hiciese preguntas. ¿Quién demonios estaba intentando matarme? La primera respuesta podía consistir en que Nova tenía un pretendiente celoso, pero yo no habría esperado una cosa así de ninguno de ellos. Los nuvomarcianos que había conocido eran tipos que pelearían de frente y a puñetazos, no asesinos por la espalda.

    Entonces ¿quién? Yo no había hecho ningún enemigo en Marte, excepto aquellos conectados con Nova.

    Pero Brian Thorne tenía enemigos. Nada personal, por supuesto, mas había mil personas a las que les encantaría verme muerto. Un cambio de valores por allí, una presidencia aquí, un cargo de director general dado a otra persona. Decisiones tomadas cinco a cuatro, convertidas en cinco a cuatro en la otra dirección. Nada personal, Thorne, pero muere.

    Tal vez alguno de los neopolíticos, con sus ideas comunistas, mezcladas con una especie de fascismo egoísta. «Hay que matar a Thorne en beneficio del pueblo.» Nada personal. «Thorne, usted sólo es un símbolo.»

    Un chiflado, reducido a la locura en los ghettos de los pobres, me ve un día pasar en mi coche justamente en el momento en que se convierte en un maniaco, y yo soy su foco. «Nada personal, señor, porque estoy loco.»

    O algo personal. Cualquier frustrado que me culpa a mí de su fracaso. Un empleado incompetente, despedido por alguno de mis gerentes, y yo estoy en los anteojos. El hijo de un presidente a quien he sorprendido robando, y que como resultado del descubrimiento, se suicidó. El actual amante de alguna ex querida mía, quien cree que en mi testamento habrá algo para ella.

    Un hombre con un láser.

    Sabía que debería hacer comprobaciones. Me pregunté si aquí tendrían alguna cinta de Información Especial. No, eso llevaría demasiado tiempo. La única forma rápida era un mensaje urgente. ¿Podría permitirse un empleado de Publitex gastar una suma tan grande de dinero? Mi única esperanza estribaba en que ellos no supiesen nada sobre la forma de trabajo en Publitex.

    Después sonreí lastimosamente. ¿De quién me estaba ocultando? Había por lo menos un hombre aquí que sabía quién era yo. Querían matarme, bien por ser el amante de Nova, bien porque era Brian Thorne.

    Tan suavemente como me fue posible desperté a Nova con unos cachetes en la mejilla y ahogué sus lastimeras preguntas poniendo una mano sobre su boca. Ignoré sus protestas sobre la mandíbula rota, y le dije que alguien estaba intentando matarme. ¿Tenía ella alguna idea de quién podría ser?

    —Seguramente unos diez o doce mineros, un puñado de excavadores, un técnico de computadores y un marine, al menos la última vez que los conté. —Hablo en serio, Nova. —Yo también. Pero no creo que ésos lo hicieran desde la oscuridad. Bueno, quizá uno... Ese averiaría las unidades de control de tu oruga, cerraría herméticamente las puertas y te dejaría oxígeno sólo para unos quince kilómetros, o algo así. Jesús, Diego, ¿no tienes ningún antiguo enemigo?
    —No pareces sorprendida de que alguien lo haya intentado.

    Ella se frotó la mandíbula, mientras se ponía en pie.

    —Así es la vida. Y la muerte. Algunas personas compran lo que quieren; otras lo conquistan a fuerza de encanto; otras lo construyen. Otras matan por ello. O bien alguien te quiere lo suficientemente mal como para hacerte desaparecer, o en ti hay más cosas que la publicidad.
    —Vamos —dije prudentemente—, entremos donde haya gente.

    Ella vino cojeando detrás de mí y moviendo la cabeza.

    —Bueno, tengo que confesar que estar contigo no es nada aburrido. ¿Por qué me dejaste sin sentido? Oh, no importa, ya lo entiendo. No había tiempo para explicaciones. La próxima vez estaré más alerta. No me encuentro muy a menudo cerca del Punto Cero en un asesinato.

    La miré asombrado.

    —¿Suceden a menudo esta clase de cosas aquí?
    —No. El tuyo es el primer intento de asesinato que conozco.
    —Intento de asesinato.
    —Sí. Bueno, esto no es exactamente un parque de diversiones, pero tampoco es la Cripta de los Horrores. La gente aquí tiene fuertes sentimientos sobre las cosas. Haré que el agente de papá repare esa cúpula y pague los daños. —Son dos cúpulas. Una está llena de algo húmedo. —Oh, Dios mío. Será mejor que avisemos a Mantenimiento. Vamos, en Flyn hay un telecomunicador. Caminaba delante de mí; después se detuvo para quitarse una piedra de la bota. —Me has dejado hecha una pena al arrastrarme así. Estoy sangrando por un par de sitios. —Mejor roja que muerta —dije. —Mejor en la cama que muerta. Escucha, Diego, vayamos a hacer esa llamada, y luego al gremio a pasar la noche, ¿vale? De repente me ha entrado mucho interés en las acciones que fortifican el sentido de estar viva —me miró sonriendo—. Que no te maten, ¿eh? Todavía no te he devorado por completo.
    —Oh, gracias.
    —De nada. Pero no te sientas demasiado importante; le digo eso a todo el mundo que ha escapado de un intento de asesinato. Fuiste un asesinable terriblemente poco cooperativo, Diego.
    —Dios mío, eres una persona alegre para estar semimuerta.
    —Yo no. Yo voy a vivir para siempre, y haré que me devuelvan el dinero de mi tratamiento geriátrico. Vamos.

    La seguí, mirando cuidadosamente las distintas zonas oscuras que tuvimos que atravesar. Llamamos a Mantenimiento, compramos unas cuantas bebidas y escapamos de la gente; durante todo el tiempo escruté a todo el mundo con bastante nerviosismo. Alquilamos una nueva habitación para pasar la noche, vigilada por un cachalote de dos metros, que sonrió a Nova como si fuese un niño en el día de su cumpleaños, y a mí me miró cual si me hubiese llevado todos los regalos. Nova le indujo a prestarme un Colt láser que alguien se había olvidado.

    Incluso mientras hacíamos el amor con esa especie de intensidad febril que tiene la gente cuando la vida le parece corta, sabía a cada segundo dónde estaba aquel arma.

    Por la mañana cifré dos mensajes y los puse por la red que los transportaría al lado que miraba a la Tierra y al satélite sincrónico, en órbita equilateral. Serían enviados a la Tierra en estallidos bruscos de rayos compactos a gran velocidad. Cuando Huo los recibiese en el colofón: «Deja todo lo demás», esperaba que hiciese justamente eso y que llegaría una contestación en unos cuantos días como muy tarde. El mensaje enviado era corto y sencillo: «¿Quién está intentando matarme y por qué?»

    El otro mensaje cifrado era para Sandler, mi contable: «El Thorne terrestre, falsa pista. Blanco asesinos aquí. Investigue. Contestación Diego Braddock, Bradbury». Firmé: «Brian Thorne».

    Ahora todo lo que tenía que hacer era permanecer con vida.

    Una de mis primeras reacciones fue coger un oruga, dirigirme a algún enclave aislado y encerrarme allí, pero el pensamiento siguiente me dijo que eso podría ser justamente lo que ellos querían. Ningún testigo, quizá ni siquiera un cadáver. ¿Quién echaría de menos a uno de los reporteros de Publitex?

    Revolví entre las cosas que había dejado en el armario del gremio de Wootten y saqué mi propio Colt láser. Aunque completamente consciente de mi romanticismo sin arreglo, no quería ser un romántico muerto. Hice unos cuantos saques rápidos de la ajustada cartuchera que colgaba de mi cadera, y me sentí algo mejor. Era una habilidad sin importancia que nunca había pensado que fuese a necesitar realmente, pero ahora estaba encantado de las horas de práctica y de los cuidadosos ajustes en el arma y en la funda.

    Un láser es una de las armas más mortíferas que se hayan ideado nunca para una pelea a corta distancia. La pulsación de una milésima de segundo de luz coherente es la pistola desintegradora de las novelas antiguas, el desintegrador de la literatura popular de los libros en que comenzábamos a pensar en salir de nuestra vieja pelota de barro. En un costado hay una cavidad para el pulgar que dispara pulsaciones por segundo, convirtiendo el disparo en un rayo de muchas pulsaciones que puede cortar como una espada invisible, en lugar de un disparo de una sola pulsación. Sin embargo, como esas armas están construidas con bastante tosquedad, un disparo muy prolongado requiere que las poderosas baterías descarguen su energía a una velocidad que puede fundir los circuitos. Hay un ajuste vernier para la intensidad, y ambos controles pueden ser alcanzados con el pulgar con el arma dentro de la cartuchera.

    Además de eso, mi cartuchera contaba con un indicador que recogía las ondas de radio emitidas durante el disparo y lanzaba una pequeña descarga de alarma en mi muslo. Desde bastante cerca se pueden oír las descargas del láser, pero a poca distancia, o si había algo de ruido ambiental, son prácticamente silenciosas. Por tanto, el indicador podía avisar si se producían disparos de láser en los alrededores.

    El radio de disparo de los láseres manuales resulta limitado por las baterías, pero su eficacia es del cien por cien, dentro de cualquier radio visible. Aunque el arma sea precisa en un cien por cien, el hombre que la empuñaba podría no serlo. Con eso contaba yo.

    Nova protestó violentamente, pero la envié hacia su casa en su oruga, acompañada de cuatro amigos de Sunstrum. Todos tenían un aspecto muy capaz y estaban muy enfadados de que alguien pusiera en peligro a Nova. Yo no les importaba en absoluto. No les culpé por ello. Cualquiera que resulte ser blanco probable de un láser, se enterará de que tiene pocos amigos; por lo menos, amigos íntimos.

    Una vez que Nova se hubo marchado, me sentí de repente muy solo. Wootten y Puma habían partido en otras direcciones, y no conocía a nadie más, a excepción de los fortuitos compañeros de borrachera de la otra noche. Ninguno de ellos me apreciaba lo bastante como para estar junto a mí, y tampoco les culpé.

    Todos se sentían curiosos, pero se mantenían estrictamente neutrales. Quizá los asesinos fueran algunos de los admiradores de Nova, y no querían una batalla campal. Si me mataban, nadie más se vería afectado, ni el gremio ni la legión, a menos que alguien más cayese en el proceso. Se me pidió con cortesía que me marchase de dos bares diferentes, y lo hice en silencio.

    Esta no es la primera vez que aparecía como el blanco de un asesino. Siempre esperaba que fuese la última, pero, de alguna forma, nunca sucedía así. No podía decir a nadie quién era yo, o, por lo menos, no creía que pudiese hacerlo ni que sirviese de algo. Empezaba a pensar que sería mejor seguir mi primer impulso y salir corriendo de Bradbury. No podía disparar contra todo el que se me acercase, y ellos tenían la ventaja del anonimato.

    Para alquilar un oruga necesité utilizar mis dos tarjetas: la Unicard y la de Publitex. Comprendí que los dueños no estaban interesados en que una de sus valiosas máquinas quedase averiada o inutilizada. Ni siquiera mis sólidas seguridades de crédito ilimitado y de que el seguro cubriría todos los daños lo consiguieron hasta que no entregué una fianza del doble del valor del oruga, y eso respaldado por el poder de Publitex. Además, creo que sólo lo hicieron para que me marchase de la ciudad.

    Me dirigí hacia el oeste y viré hacia el norte, aprovechando las huellas de la pista para mezclarlas con las mías, de forma que no pudiesen saber qué dirección había seguido. En medio de una afortunada tormenta de arena, torcí hacia el este. Conducía a ciegas, navegando gracias a los aparatos y al satélite; los choques con las rocas y las caídas por los bordes de los pequeños cráteres y por los antiguos cursos de los arroyuelos me llenaron de moraduras. Pero el oruga estaba construido a conciencia y tenía un buen asiento. Cuando la tormenta amainó me encontraba muy al este de Bradbury. y me dirigí otra vez al sur para combinar el placer con el escondite. Hacia el atardecer me detuve en una hondonada, cerca del Palacio Estrellado.

    Desde lejos pasé los sensores térmicos sobre las ruinas y empleé las medidas de luz nocturna, el sonar y todo cuanto pude encontrar, incluidos mis ojos semientornados. Luego conduje el oruga directamente al interior del Palacio Estrellado y lo coloqué en una habitación exterior de forma extraña, que formaba parte de la base de la estructura. Cogí una linterna, comprobé mi láser y abandoné el vehículo.

    Permanecí a la escucha durante un largo rato sin centrarme en nada, recibiendo simplemente. Sólo se oía el ruido del suave viento. El Palacio Estrellado estaba silencioso como la muerte. El metal del motor del oruga, que se enfriaba, hizo ping, y después sólo quedó el susurro del viento.

    La abertura en la que me había metido resultaba grande, y había una serie de ellas recorriendo la base de la ruina, abriéndose hacia fuera; eran formas monoclínicas o triclínicas, formaciones de cristal negativo, con cada faceta compuesta por millones de facetas más pequeñas. Incluso en el penumbroso resplandor del atardecer surgían centelleos de fuego aquí y allá en los niveles más bajos, y mirando hacia arriba pude ver las legendarias espirales cristalinas, las cúpulas luminosas que captaban los rastros más tenues de luz, las puras paredes inclinadas de grandes facetas bruñidas, las tracerías de encaje de gema y la increíble estructura que, según la ciencia, era una formación natural y, según la lógica, no podía serlo. La única respuesta parecía ser la de una arquitectura cristalina que crecía orgánicamente de forma controlada. Pero, ¿qué artistas, qué arquitectos habían concebido y construido una montaña de belleza semejante? Estaba llena de cavernas y salones, habitaciones grandes y pequeñas, que fluían de una a otra, siendo difícil saber cuándo terminaba una y cuándo empezaba otra.

    Durante un tiempo sin fin vagabundeé por esta estructura hermosa y única. Al día siguiente, con la luz del sol, sabía que sería una experiencia distinta, pues la luz solar descendería por los cristales, bañando esta cámara de verde esmeralda, aquélla de rojo rubí, este largo salón tan alto de un veteado arco iris.

    Mientras tanto ahora, en mi vagabundeo, mi poderosa linterna me devolvía refracciones procedentes de un millón de superficies, reflejando y conrarreflejando, hasta que tuve la sensación de encontrarme en el espacio, con luz por encima y por debajo, cambiando monumentalmente a cada pequeño movimiento de la linterna. Salí a una pulida balaustrada y contemplé las estrellas, las galaxias y las invisibles ondas de radio gigantes.

    El hombre es pequeño y el universo vasto, más allá de toda comprensión. Tuve los pensamientos normales en cualquiera que se enfrenta a una belleza y a una extensión que no puede abarcar; después entré en un pasillo de cristales negros, parecidos a espejos ortorrómbicos, y recorrí una serie de cámaras azules que terminaban en espiral hacia arriba, cada una más pequeña, más azul y más compleja que la que la precedía.

    Me encontraba en la cámara superior contemplando el Alma de la Reina, la estrella cristalina de azul hielo, cuando el indicador me mandó un aviso que no hubiera deseado sentir.

    Alguien había disparado un láser en algún lugar muy cercano.

    De un salto cogí la linterna que había colocado enfrente del Alma de la Reina para hacerla brillar en la noche. La apagué y me mantuve en completo silencio. No oí nada; solamente de nuevo el débil crujir del viento.

    Prudentemente me acerqué a una abertura en un costado de la cámara que conducía a una galería de varios pisos, y permanecí sin moverme, escuchando en la noche.

    ¿Qué motivo tendría alguien para disparar, si no lo hacía contra mí? No sentía ningún deseo de ser egoísta en este asunto. Había mucha gente que no me importaba adonde disparase; pero ¿por qué tendría nadie que disparar si no era contra mí?

    El oruga lo habían inutilizado y ahora estarían buscándome. Percibí en mi mano la frialdad del láser; ni siquiera había sido consciente de haberlo cogido.

    Miré las volutas de cristal que me rodeaban, algunas oscuras, algunas brillando débilmente, recortadas sobre las estrellas. No quería una batalla de láser en este templo. Una lucha así es como una pelea a cuchillo, o quizá como un duelo con barras de explosivos, del que nada sale intacto.

    Comencé a desandar lo andado, pasando por los corredores de cristal, de habitación azul en habitación azul, de una cámara oscura a la fresca y pulida habitación de paredes color perla, a la amplia Sala del Rey de las Estrellas, con sus cientos de estalactitas de cristal cayendo por detrás de algo que parecía un trono como una gigantesca cortina. Los nombres provenían directamente de las cabezas de los primeros exploradores, pero a menudo parecían encajar con un asombroso acierto.

    El arma tocó una excrecencia cristalina, haciendo sonar un tono a través de las salas; me quedé inmóvil. Parecía tan ruidoso como si hubiese dejado caer un plato, pero no oí ninguna reacción. ¿Habría funcionado mal mi indicador, disparado por el rebote de alguna onda de radio? ¿Habrían amplificado los cristales algo que había sucedido a mucha distancia?

    Seguí deslizándome hacia abajo, con el arma en la mano, pasando junto a fantásticas glorias sin verlas, y finalmente sentí la arena bajo mis botas. El oruga se hallaba a la vuelta, a la derecha. ¿Estarían esperándome emboscados? ¿Habían disparado sólo una pulsación para que me diera prisa en aparecer por mi única vía de escape?

    El palacio era una silueta plana y oscura, recortada contra las estrellas de esta cara del planeta. Unicamente las cimas de las espirales y las superficies terminadas en ángulo reflejaban la distante luz estelar. Todo lo demás resultaba una impenetrable negrura.

    Comprendí que sujetaba el láser con demasiada fuerza y flexioné los dedos, sintiendo que el corazón daba saltos e imaginando el flujo de adrenalina.

    «El miedo existe cuando no se está seguro de la propia habilidad —dijo Shigeta al oído de mi memoria—. Puedes emplearlo como arma. La imaginación de tu enemigo quizá sea tu aliada.»
    «Muy bien, Shigeta. ¿Dónde estás cuando te necesito?»

    Me moví a lo largo de la pared curva, desde la abertura en forma de cámara hasta un arco de bordes agudos. De nuevo, como un sobrepuesto a los sonidos inexistentes de la noche, oí hablar a Shigeta:

    «Entre estos prolíficos billones no está de moda ser un tipo que sobrevive. Afortunadamente, los tipos que lo consiguen, no se ven demasiado afectados por tales modas, y se las arreglan para continuar haciendo lo que realizan mejor: sobrevivir, incluso si esto está pasado de moda.»

    Pero ¿era yo del tipo que sobrevivía? Sí. Hubo veces en las que había sido probado, y creía ser por lo menos adecuado. Pero las dudas se filtraban a través de las grietas de la armadura y bajaban por mi mente como ríos de sudor.

    «Un país o un planeta que destruya por completo el asesino que hay en todo hombre, será destruido por cualquier otro país, planeta o raza que todavía tenga esa habilidad. Una civilización se crea cuando se mantiene la balanza entre el salvaje pragmático y su poder y el soñador poco práctico.»

    Sí, pero ¿qué se hace en una noche estrellada cuando algún zongo quiere convertirte en unas cuantas paletadas de carne?

    «Tu subconsciente es tu mejor ayuda. El cazador y la víctima son simbióticos. Estos dos instintos responden ante el mismo estímulo. Cualquier cosa puede ser una señal, un aviso, el impulso provocador. A menudo no se reconoce el aviso conscientemente, porque está en las percepciones del subconsciente. Confía en tus reacciones instintivas, porque esos instintos fueron lo primero que tuviste y será lo último en desaparecer.»

    Sonreí repentinamente en medio de la tensa noche. Recordé que una hermosa muchacha negra me había dicho una vez:

    —Si alguien me persiguiese, me aseguraría de no estar en las nubes.

    El oruga estaba a dos aberturas de distancia. Esperé sin moverme durante largo rato, casi sin respirar, inseguro todavía de que el indicador de láser hubiese estado en lo cierto o no. No oía nada, nada que no hubiese estado allí antes. Comencé a rodear una columna de cristal para dirigirme hacia el «garaje» del oruga.

    Algo se raspó, muy poco, sobre otro algo, arena que rechinaba bajo una superficie dura. Me quedé inmóvil, completamente expuesto ahora. Casi esperé que una brillante luz roja me diese muerte.

    Oí un vaguísimo crujido; mis oídos se extendieron en la distancia y me eché hacia atrás, sin hacer ruido sobre las suaves arenas. Me aplasté contra los cristales, sintiéndoles presionar mi traje térmico con un centenar de agudas puntas.

    Ahora ¿qué? Podía escabullirme en la oscuridad, pero en cuanto hubiese luz suficiente encontrarían mis huellas. Escudriñé el cielo. Incluso para mis inexpertos ojos no parecía haber esperanza de que una tormenta de arena me proporcionase una cubierta. Además, ¿cómo sobreviviría? El agua y toda la comida estaban dentro del oruga, y para volver dondequiera que fuese, el camino era largo.

    ¿Podría esconderme en el Palacio Estrellado? Rebusqué en mi memoria todo lo que sabía sobre él, las grabaciones de los primeros exploradores y el magnífico film de la Universidad de Tokio. Me parecía que contenía unos niveles inferiores. Recordaba vagamente que sólo había una entrada en el lecho rocoso, cortado en el estilo del Gran Hall, y alguna versión de unas ruinas de más antigüedad allí abajo, un fragmento de una frase sobre la posibilidad de que el edificio hubiese «crecido» sobre un emplazamiento mucho más antiguo.

    Giré en redondo, recorrí la base cristalina y subí los amplios escalones, o algo que podían ser escalones, entrando en el palacio por la única entrada que conocía. En la oscuridad tropecé varias veces contra las paredes y me corté primero en la mejilla, luego en el codo. Finalmente, comencé a utilizar la linterna en una intensidad baja para emitir un punto de luz.

    Me llevó casi una hora encontrar la rampa que descendía. Estaba ahogada por la arena, y me introduje con dificultad en una pequeña cámara de cristales oscuros, bastante prosaicos. Aumenté la potencia de la linterna y encontré un poco más allá la hendidura en la roca. Retrocedí y alisé la arena, echando unos puñados sobre mis huellas. Después descendí al interior de la roca.

    Había unas habitaciones vacías y del mismo tamaño aproximadamente, sin ninguna de las complejidades de las aberturas triclínicas ni de los espacios abiertos en espiral de la grácil estructura que se elevaba por encima; polvo de siglos y sencillez de una construcción primitiva. Parecía como si hubiesen moldeado cavernas ya existentes o ampliado fracturas de la roca.

    Finalmente me acerqué a lo que parecía la última habitación, y me detuve. Estaba cansado física y emocionalmente. Me senté sobre una duna errante, que quizá había tardado miles de años en llegar tan abajo por el interior del complejo. Me tumbé y cerré los ojos.

    Lentamente recorrí las disciplinas de la relajación, pero sin llegar tan lejos como para perder mi oído. Quería saber si venían. No me gustaba en absoluto la idea de morir. No consideraba la muerte como algunos; para mí, la muerte significa la extinción, y no una transición a un plano superior.

    Repentinamente, con retraso, me asaltó la idea de que había matado un hombre. En cierta forma, no me parecía haberlo hecho. No le había visto muerto, sino únicamente herido. En mí persistía una caprichosa esperanza de que me hubiesen mentido, aunque sabía que no lo habían hecho.

    Había matado. Había matado no por accidente, sino con técnicas aprendidas deliberadamente, técnicas de matar, artes mortales. Como un cuerpo de bomberos, esperaba no tener que usar nunca aquellas habilidades más que para hacer ejercicio. Pero había sabido con claridad lo que estaba aprendiendo a hacer, al igual que pulí mis habilidades en otras áreas; por ejemplo, en el tiro al blanco.

    Mis amigos, ricos y cómodos, detrás de guardas jurados y sistemas de alarma, se habían burlado suavemente de mí algunas veces por «jugar» con aquellas artes mortíferas. Me preguntaban qué tenía que ver la habilidad en el manejo del cuchillo o de la pistola con el mundo moderno, donde la mayoría de los crímenes eran resultado del cálculo sofisticado de un computador o de una revuelta insensata. Había crímenes pasionales, pero no muchos. Gran parte del crimen era corporativo, gigantesco, impersonal, hecho a nivel de consejos o por las manipulaciones de las familias.

    Las técnicas de supervivencia personales y directas no se necesitaban frecuentemente, o así pensaban ellos, sin tener en cuenta los riesgos del tráfico, las revueltas urbanas, la defección de unos vigilantes, un fallo en el sistema de alarmas y todos los otros fallos de una compleja civilización tecnológica.

    Me parece que muchos de esos factores que mantienen a un individuo vivo y funcionando en situaciones de peligro pueden aplicarse también a contextos nacionales; en un país donde no hay tensión, se siente confiado y seguro.

    Sobrevivir no significa sólo matar. Es algo tan amplio como la ecología global y tan personal como mirar en las dos direcciones, incluso en una calle de dirección única. A mí me parece que hay que matar para comer si se necesita carne, o cuando no queda ninguna otra forma de permanecer con vida, pero nunca simplemente por matar. Eso no es sobrevivir, porque todas las criaturas del sistema forman parte de ti, y si sobrevivo, quiero que la variedad y los placeres de la Tierra y de Marte sobrevivan también. Pero mataría al último unicornio que quedase en la Tierra si no hubiese absolutamente ninguna otra posibilidad de sobrevivir, y no me sentiría culpable por ello.

    El enemigo más peligroso que tiene el hombre es el propio hombre. Si no sobrevivimos, aquello en lo que creemos no sobrevive tampoco, a menos que con nuestra muerte lo sostengamos de alguna forma. Puedo entender que un hombre o mujer mueran por algo en lo que creen; pero ¿no es mucho mejor luchar y vivir para disfrutar de ello?

    Entonces me pregunté a mí mismo en qué creía con la fuerza suficiente como para morir por ello, y no encontré nada. Esto me entristeció, porque realmente consideraba que todos los hombres debieran tener en su vida algo tan importante como para pensar que valía la pena asegurar su supervivencia a costa de la propia muerte.

    Era muy deprimente descubrir eso sobre uno mismo. Por supuesto, tanto Madelon como Nova me vinieron a la mente, pero Madelon había desaparecido por propia voluntad y Nova... yo decía que la amaba, creía que la amaba y quería amarla, mas ahora mismo, en una profunda parte de mí, me sentía inseguro en realidad de mi capacidad para abrirme al amor.

    Para apartar mi mente de una lúgubre depresión, abrí los ojos y contemplé el techo.

    Al principio, miré simplemente sin ver; después me di cuenta de que estaba mirando algo. Llenando todo el techo de aquella habitación, que era una cámara antigua, muy por debajo de una estructura ocupada por última vez veinte mil años antes, había un mural. Era más brillante y claro que ninguna de las otras ruinas. Me senté, repentinamente excitado, enfocando aquí y allí con mi linterna, revelando más y más el mural a mis asombrados ojos.

    Tuve un bajón al comprender que las imágenes resultaban tan distintas y tan indescifrables como las que se encontraban en otros sitios, pero aquí, en la más antigua de las habitaciones, el mural estaba más completo y tenía un color más brillante..., y yo era el primero en descubrirlo.

    Las imágenes parecían irradiar desde un centro hasta el exterior, constituyendo largos brazos curvos como los de una galaxia espiral, que salían de un disco central, formando gradualmente más y más formas distintas, según se aproximaban a los extremos de los brazos; seres amorfos, vagamente humanoides, que quizá tenían alas, aunque también podía tratarse de grandes insectoides, naves, o hasta decoración sin sentido.

    Me tumbé sobre el montón de arena y me embebí de aquello, colocando mi mente en una posición neutra, no sondeando, sino absorbiendo, intentando asimilar el total. Cuando en una obra de arte hay piezas o fragmentos que destacan del todo, se trata muchas veces de que la forma no está completa, unificada o integrada. Cuando una obra de arte puede ser experimentada toda de una vez, como en el caso de un cuadro, estos factores aparecen claramente. Si el tiempo y el movimiento tienen algo que ver, como por ejemplo una danza, una película, o incluso un sensatrón, entonces se da un desarrollo lineal que provoca variaciones en la reacción. A veces esta teoría del «punto brillante—punto oscuro» quizá sea una ventaja para el artista, proporcionando contrastes, o un descanso antes de la actividad, parte del proceso de selección.

    De esta forma, permanecía allí absorbiendo, sin juzgar ni concentrarme, ya que siempre habría tiempo de hacerlo. Me preguntaba por qué el hombre —y los ya muertos marcianos— habían creado el arte. El arte no es necesario para alimentar el cuerpo ni para calentarnos o resguardarnos de la lluvia. Pero desde la época de las cavernas hasta aquí, los hombres han creado arte con una persistencia que sólo cede a su deseo de alimentarse, dormir y reproducirse.

    Negar los alimentos a nuestro cuerpo es morir. Negarle al cuerpo el sexo es negarle la vida. Rechazar el arte es empobrecernos a nosotros mismos, rechazar el placer y el crecimiento. Siempre consideramos como unas bestias insensibles o como unos tontos aburridos a aquellos que tienen un interés mínimo en el arte, porque aceptar el ser sexual y el arte significa complementarse a uno mismo.

    El arte refleja las contradicciones internas y externas del sexo, de la vida, de los sentimientos, los sueños, las frustraciones. Nos revela cómo somos nosotros mismos, o al menos eso debiera hacer.

    El hombre crea persistentemente arte bajo las circunstancias más deprimentes o bajo las más placenteras. Para algunos hombres o mujeres crear arte es tan fácil como respirar. No crear significaría para ellos la muerte. El misterioso proceso de la creación es algo que ninguno de ellos ha explicado nunca claramente, por lo menos en mi opinión. Algunos han dicho que significa ir más allá de uno mismo, ser «otro» y «otro» y ser más que la suma de las partes. Goldstone me dijo que era «pirarse», intoxicarse con la creación. Quizá los artistas creen para imitar a Dios, para convertirse en dioses por el hecho de crear. El arte es ego, pero la actitud que un artista puede tener sobre él antes o después resulta la forma más pura del egoísmo.

    Michael Cilento lo definió una vez como un «escapar a la libertad... o de la libertad». La libertad parece ser una constante. Libertad para crear, para crear nuevas imágenes, nuevas ideas, nuevas filosofías, nuevo todo. Quizá un nuevo mundo.

    Libertad para crear Palacios Estrellados y Grandes Halls, y quizá la libertad última de uno mismo ahí fuera, donde habían ido los marcianos, creando sólo el último ser, el artístico, el ego más puro, una forma de energía sin cuerpo que recorriese el universo, dándole forma o simplemente experimentando lo que encontraba a su paso.

    El concepto de una raza que hubiese evolucionado más allá de la carne era antiguo, pero persistente, como una especie de meta genética.

    Apagué la linterna y me forcé a mí mismo a dormir. Y los sueños me asaltaron.


    Capítulo 9


    Pasaron horas antes de que me despertara, y cuando lo hice, me desperté como un animal, instantáneamente alerta, sin moverme, con los ojos muy abiertos en medio de la completa oscuridad de aquella profunda tumba. Tras ser consciente de que sencillamente me había despertado, que nada me había producido un sobresalto que lo causara, encendí la linterna y sonreí para mí. Pocas veces me había despertado de aquella forma, como un animal cazado. Por alguna razón era extrañamente agradable, cual prueba de habilidad.

    Emprendí la vuelta arriba, examinando al pasar el techo de varias habitaciones; aquí y allá había débiles restos de otros murales sobre el techo, muy antiguos y en mal estado de conservación. Pero mi mente se hallaba en cosas más inmediatas.

    Con el láser en la mano me deslicé por los escalones curvos, con la linterna apagada; sólo me guiaba la débil claridad procedente de arriba. Era de día. Cuando mi cabeza sobresalió de la roca y me encontré en el nivel inferior del palacio de cristal, estaba completamente alerta, con todos los sentidos aguzados al máximo.

    Apenas miré el arco iris de glorias iluminadas por el sol, que penetraba desde íntimos recintos amarillo—limón hasta santuarios de techo curvo, con rosetas de verde positivo y negativo; desde salones de un blanco nevado, formados por terrones de una suavidad lechosa, que fluían y se torcían, hasta diminutas celdas de círculos que se entrecruzaban formando esquemas; todos formaban tres dimensiones en espiral, y sus facetas terminaban en punta. Mis ojos iban detrás del cañón del arma, y caminaba tan silencioso como una sombra, cruzando pavimentos de cristal incoloro, escudriñando un bosque de estalagmitas, aparentemente dispuestas al azar desde algunos puntos y ordenadas desde otros. Pasé rápidamente sobre etéreos y delicados puentes, que salvaban lo que parecían ser estanques de cristal líquido de muchos colores; atravesé grutas de remolinos carmesíes y pasé junto a nichos y escondrijos ámbar, azul y rosa. Recorrí con la mayor rapidez posible lo familiar y lo desconocido, caminando casi a tientas, moviéndome con rapidez al principio y despacio después al acercarme al pórtico final próximo a las arenas que se extendían más allá.

    Tras escuchar y mirar un momento, corrí lo más rápidamente que pude sobre la arena, me tiré detrás de una duna, me eché a rodar y me dirigí hacia la derecha. Di la vuelta al palacio, hasta encontrar lo que esperaba que fuera mi propia pista; después la seguí. Si ellos continuaban allí, yo venía del desierto, es decir, de la dirección de donde menos me esperarían.

    Tenía esperanza.

    Me tumbé sobre la arena, detrás de una diminuta excrecencia cristalina, como un arbusto del desierto, y vigilé las entradas que rodeaban la base del edificio principal. En este lado, el viento dominante no había amontonado la arena a la deriva, y había más espacio abierto. Quedaban huellas de otro oruga. Se habían detenido allí y girado luego a la izquierda. Pero ¿habrían dejado a alguien provisto de un Magnum Láser, equipado con detector calorífero, que supiese cómo usarlo?

    Retrocedí hacia el desierto y torcí a la izquierda. Encontré su oruga aparcado en otro compartimiento, un cuarto de círculo más allá, y vi que habían dado marcha atrás con poco cuidado, rompiendo el borde de la hendidura y moliendo los cristales bajo las ruedas. En cierto modo, eso me enfureció más que sus inexplicables intentos de asesinarme. Como la conducta de aquel loco que había atacado La Piedad de Miguel Angel con un martilllo, o la del árabe suicida que había destrozado con un láser el Muro de las Lamentaciones, éste era un acto de destrucción totalmente insensato. Levanté el arma y destrocé la cabina con unos cortes horrorosos, confiando en que la resistencia del metal impidiese que el rayo llegase al otro lado de la cámara.

    La cabina, que estaba bajo presión, estalló, pero como la presión interior no era mucho mayor que la exterior, no hubo demasiado ruido. Bajé la boca del arma y disparé una serie de pulsaciones sobre el sistema de tracción delantera, inutilizando para siempre aquel oruga.

    Si acababan conmigo, tendrían que volver andando. No creía que lo consiguiesen.

    En cuanto terminé de disparar, eché a correr, porque sabía que ellos también tendrían indicadores. Salí al desierto y describí una curva en dirección a mi propio vehículo. Tendría que examinarlo rápidamente, mientras ellos investigaban la destrucción del suyo.

    Abandoné velozmente el asilo de las dunas, respirando con dificultad en el fino aire, con el corazón latiéndome salvajemente, esperando, casi con seguridad, que la silenciosa espada de una pulsación de láser me desgarrase en cualquier momento. Alcancé el refugio de una grieta en el cristal, pero no me sentí protegido tras aquellas murallas de una antigüedad de milenios. Sus pulidas superficies quizá reflejasen una parte del rayo, pero no lo suficiente. Tenía que moverme mucho.

    Entré y salí en dos arcos más corriendo en zig zag, y después me encontré junto a mi máquina.

    Nada parecía en mal estado, hasta que advertí que habían cortado la cerradura. Salté al estribo y miré en el interior, con cuidado por si hubiera alguna trampa; vi fundido el control del arranque del motor con un disparo a baja intensidad. Volví a saltar al exterior, y entonces oí las voces.

    —¡Maldita sea, Ashley, vigila ese oruga!

    Oí el crujido de unas pisadas sobre la arena y me lancé a la oscuridad detrás del oruga, intentando controlar mi entrecortada respiración. Sentí un repentino impulso de algo que era casi alegría. Me recorrió como una ola caliente, haciéndome temblar y mezclándose con el miedo. Sólo durante un segundo, solamente durante un efímero nano—segundo o tres, me sentí encantado de poder devolver los golpes, de hacer algo. Me agazapé, dispuesto y primitivo, con el láser firme en mi mano y el dedo tenso.

    Alguien entró en la caverna de cristal, se detuvo, gruñó débilmente como satisfecho de que no hubiese nadie cerca, y después dio rápidamente la vuelta al vehículo para ocultarse en la oscuridad.

    Si yo no hubiese estado dispuesto y asustado, podría haberme alcanzado. Era muy rápido. El rayo le alcanzó en el pecho y mi dedo, nervioso, continuó, apretando el gatillo; pero para entonces ya estaba cayendo, cayendo en trozos ensangrentados, fragmentos y pedacitos de carne. Chocó contra mi pie y rodó contra mi pierna, arañando su láser la parte posterior del vehículo; mas sin efecto.

    El sonido de algunos órganos que todavía funcionaban era de pesadilla. Comencé a vomitar, mientras retiraba el pie bajo el bulto de su cabeza y uno de sus hombros, y retrocedí contra la pared. La sangre empapaba la arena. Había perdido todo control del esfínter y de la vejiga. El creciente mal olor era nauseabundo e inolvidable, pero restregué el pie ensangrentado contra la arena y me tiré al suelo justo detrás de la rueda trasera, mirando por debajo de la máquina hacia la entrada por la que el otro —o lo otros— entrarían.

    —¡Ashley!

    Ashley no tenía nada que decir, de forma que se acercaron prudente y cautelosamente. Podía ver a dos de ellos.

    «La evaluación de los contrarios debe ser completamente automática —oí decir a Shigeta—. Cuando llega el momento del combate, si llega, hay que acabar primero con el más peligroso... y deprisa.»

    Disparé contra el pecho del que estaba más cerca. Mis manos temblaban demasiado para apuntar a la cabeza. Supe que le había alcanzado, pero no podía esperar ver cómo caía. Me eché a rodar y disparé desde la parte posterior del vehículo; mas fallé. Disparé otra vez, pero un milisegundo tarde, y él alcanzó el faro que se encontraba sobre mi cabeza, sembrándome de cristales y fragmentos de metal fundido. Se encontraba, sin embargo, demasiado lejos de algún refugio, y yo le alcancé con el disparo siguiente. Cayó, mas vi que sólo le había rozado la pierna, y antes de que pudiera apuntar otra vez, se había arrastrado a lo largo de la curva de la base, fuera de mi vista.

    ¿Habría más?

    ¿Podría arreglar el arranque fundido y marcharme de allí? ¿Podía dejar allí al hombre herido? Hay algo extraño en relación con los heridos. Según las reglas del juego, se supone que están neutralizados, fuera de combate; de modo que se debe tratarlos con respeto, amor y cuidado. Pero aquel hijo de perra había intentado asesinarme. Y quizá lo hiciera otra vez. ¡Hagan juego!

    Vacilé; después rodeé el arco y eché a correr de nuevo hacia el Palacio Estrellado. Atravesé un espacio compuesto de fantásticas lacerías de cristal y un atrio de rosetas dispuestas en hilera, con forma de cuenco, abierto al oscuro cielo marciano; luego recorrí una galería serpenteante, orlada de volutas de un tamaño no mayor que mi brazo; no había dos iguales. Seguí corriendo con el arma dispuesta, intentando calcular dónde se había escondido el hombre herido. Al mismo tiempo vigilaba el suelo por debajo y los balcones por encima, nervioso como un gato.

    «No es muy importante ganar una pelea —dijo Shigeta con una intrusión inesperada—, pero es importante no permitir que ganen los otros.»

    Vi sobre la arena unas marcas y unas cuantas gotitas de sangre. Trepé por el balcón, con cuidado de no romper las maravillas de cristal, y bajé la pendiente de las facetas que formaban la base inferior. Me fui hacia la derecha, detrás de donde se había ocultado. Me movía lenta y prudentemente, observando hasta mi sombra completamente al descubierto, por si él o cualquier otro salían a la arena. Finalmente, me arrastré hasta un punto llano y me aproximé lentamente hasta el borde.

    Pude ver un pie. Vacilé ante la idea de disparar contra él, y si se hubiera movido, quizá lo habría hecho. No sentía sed de sangre; sólo una desesperada necesidad de sobrevivir. Destrozar aquel pie no hubiera sido más penoso que despedir a un empleado absolutamente ineficaz. Ahora me sentía más tranquilo y algo más confiado.

    Pero el pie no se movía. Cuando por fin me acerqué más, con el láser listo y apuntando, comprendí la razón: una enorme charca de sangre. ¿Qué decía aquel texto de Macbeth que habla sobre su ignorancia de que tuviese tanta sangre?

    Me sentí enfermo.

    Cuando por fin recorrí a rastras lo que quedaba de descenso y me dejé caer sobre la arena, supe que todo había terminado. Registré otra vez el palacio sólo para asegurarme, pero no había más que aquellos tres. Pensé en enterrarlos, mas decidí que sería mejor que las autoridades lo viesen todo tal como estaba.

    Me sonreí irónicamente a mí mismo. ¿Qué autoridades? ¿El comandante de marines de Ares? ¿Un presidente del consejo del gremio?

    El arranque del vehículo de los asesinos estaba intacto. Necesité casi todo el día para sacarlo de allí, reparar mi propio vehículo y transbordar los suministros que me quedaban. Cuando me dirigí hacia Bradbury era casi la puesta de sol.

    Detrás quedaba uno de los edificios más bellos de todo el sistema. Y tres hombres muertos. Pero había descubierto dos cosas importantes. Primera: justamente antes de marcharme, advertí que los cristales rotos cerca del vehículo de los asesinos se habían vuelto a vidriar por encima de las fracturas. Examiné atentamente las superficies y pensé que ya conocía por qué el Palacio Estrellado era todavía tan hermoso, incluso después de todos aquellos siglos de arena. Los cristales volvían a crecer muy lentamente en la formación original, o quizá en una configuración nueva.

    La segunda cosa que había aprendido se refería a mí mismo. Tres asesinos a sueldo me habían atacado, y yo les había vencido. A pesar de la repulsión, a pesar del miedo y del dolor, me sentía jubiloso. ¡Había sido probado y había triunfado!

    Esta vez Shigeta y sus eternos consejos volvieron a mi conciencia: «Creer que uno mismo es el mejor puede vencerte o matarte. Siempre conviene sentirse un poco asustado, y no pasear imprudentemente. Cuidado con aquella fama que haga que algunos quieran probarte.»

    Estaba comenzando a entender a Shigeta cada vez más.

    Todavía no esperaba una respuesta de Huo, pero simplemente para asegurarme, fui a ver. Me llevé una sorpresa; lo que había llegado era una grabación confidencial de Bowie, mi chófer y guardia personal.

    —Llegó en el Iván Dimitri, justo después de que lo hiciese usted —me dijo el encargado de las muletas. Aparté mis ojos de las muletas, luchando contra las imágenes que me sugerían—. Le ha estado siguiendo hasta aquí.

    Le di las gracias y le pedí prestado un lector y la intimidad de su baño. Me senté sobre un taburete de cerámica y leí el código impreso en el exterior del aparato, marcándolo en el lector. Nada. Oprimí la llave del código personal y volví a marcar. Quizá fuese Huo, enviando a través de Bowie para despistar. Pero todo lo que vi fueron manchas borrosas.

    Volví a marcar, dejando fuera el código personal. Los números casuales de aquella grabación habían sido ajustados al código de mi propia compañía. Cuando apreté el tabulador verde, oí el zumbido del auditivo y supe que esta vez era sincrónico.

    La pantalla se iluminó. Allí estaba Bowie. Me miraba muy nervioso.

    —Señor —comenzó casi susurrando—, sé que supuestamente no tendría que saber dónde está usted, pero tenía que avisarle. Aquí pasa algo raro. No puedo figurarme lo que puede ser.

    Miró a su alrededor, como si temiera ser encontrado.

    —Cuando no me llevó con usted, pensé que resultaba raro, pero que eso no era asunto mío. Despué fui destinado al señor Huo, mas sólo en protección exterior. —Parecía ligeramente molesto al decir—: Ya sabe mi categoría. Me parecía extraño ser... bueno... olvidado de esa forma, a menos que me creyesen... demasiado leal hacia usted. Luego escuché algo, tan sólo parte de una conversación, y me figuré que estaba usted en Marte.

    Sonrió a la cámara y dijo:

    —¡Bien por usted! Quiero decir: eso es estupendo. Así que me figuré que todo era una tapadera para que usted pudiese hacer su número, y todo sería una tontería mía. Si quiere saber la verdad, le tenía envidia.

    Bowie se puso serio.

    —Después vi a Osbourne y a Sayles entrar en el ascensor privado del señor Huo. Son una pareja traicionera. Nunca se pudo probar nada sobre ese asunto de Metaxa, mas yo tengo mis propias ideas. Tras aquello, ninguna compañía de seguridad quiere contratarles, de forma que se dedicaron a trabajar por libre. Por lo menos, ése es el rumor.

    Bodigard, Commguard, la Agencia Burns y todas las demás agencias de seguridad con calidad tienen una política estándar, que es absolutamente efectiva. Si alguno de sus agentes jurados —el término que ellos gustan de emplear en lugar de guardaespaldas o agente de seguridad— viola alguna vez su juramento, las agencias se comprometían no solamente a perseguirle hasta los límites de la ley, sino a perseguirle sin descanso y con pocas precauciones por la extradición, la legalidad o cosas así; es decir, a no detenerse nunca hasta que esté muerto legal o ilegalmente, si su crimen ha sido suficientemente grave. Como resultado, los agentes jurados eran leales, inteligentes y muy bien pagados.

    —Francamente, señor, creo que intentan asesinarle. Yo enviaré esto en el Dimitri, pero ellos también van en esa nave. Espero que éste le llegue antes que le encuentren. Escóndase, señor, o vuelva aquí lo más pronto que pueda. Está pasando algo muy raro. Hay un Brian Thorne por ahí fuera, pero ahora pienso que es un doble, no una simple pista en los periódicos. Tenga mucho cuidado.

    La pantalla se oscureció, y hasta que la grabación terminó, sólo hubo intermitencias electrónicas. Continué sentado, contemplando fijamente el diminuto rectángulo.

    «Gracias, Bowie.»

    Supongo que debiera haberme sentido asombrado y traicionado, pero sólo me encontraba atontado. Huo había sido mi mano derecha durante años, siempre eficiente y siempre leal. Si Bowie tenía razón, aquello significaba un cambio importantísimo en el carácter de aquel hombre. Pero quizá este factor había estado allí todo el tiempo oculto, reprimido, esperando el momento apropiado.

    Parecía tan extraño. Antes de que Huo comenzase a trabajar para mí, había estado con Randall Bergstresser, recorriendo todo el camino desde un programador y un urbomax de segunda categoría hasta la jefatura del departamento. Su curriculum no tenía un fallo; su informe retrataba a un hombre ambicioso, pero ético. Había hecho alguna pequeña inversión en el mercado, ganando una suma modesta, que había aumentado constantemente con los años. Había comprado acciones de varias de mis propias compañías, incluso antes de que yo le contratase, y con varias opciones en la bolsa, era un hombre considerablemente bien acomodado.

    ¿Qué ganaría Huo con mi muerte? Si mi viaje a Marte no era revelado a mi consejo de dirección, ellos creerían que continuaba vagabundeando por ahí, una treta que yo mismo había ayudado a preparar. Eso quizá diese a Huo tiempo para pasar unos cuantos millones de la Columna A a la Columna B, a fin de vender una compañía a un precio bajísimo y comprarla él mismo, para falsificar los pagos del computador, para dejar sin fondos a otra compañía, etcétera. Pero ¿cuánto podría robar?

    Me reí de mí mismo. Recordé cuando unos cuantos millones de dólares nuevos parecían la suma de poder y energía más grande que existía. Sí, Huo podría robar más de lo que nunca ganaría como mi ayudante, aun limitándose a los robos «legales» que jamás serían descubiertos si yo moría. Podía robar y proporcionarse una vida de lujos en un solo año. El verdadero poder, la verdadera riqueza, estaban muy altos en nuestra superpoblada Tierra. Incluso el segundo de a bordo de Brian Thorne no tenía esperanzas de vivir como lo hacía su jefe. ¿Igual que el jefe, eh, Huo? Mujeres. Mujeres a montones. Grandes rubias opulentas, sedosas y ardientes. Todas tus fantasías sexuales realizadas, Huo. La superpoblación hacía que la vida fuese barata. Los padres vendían a sus hijas bajo contratos de esclavitud, simplemente para asegurarse de que sobrevivirían y tendrían qué comer. Y aquellas mujeres estarían muy ansiosas de complacer, de escapar de las mega—ciudades, de los estratos más bajos de los arcólogos para someterse al poder de los que las contrataban.

    Poder. Todo tipo de poder en un mundo que bullía con débiles y debilitados. Jugar con las vidas, cambiar su realidad, jugar a ser Dios.

    Y todo lo demás: comida, casas, placeres, servicios, protección, fama.

    Pero sólo si yo estoy muerto.

    Y no muerto cual Brian Thorne, sino cual Diego Braddock.

    ¿Sería tan sencillo como enviar un cable urgente a mi consejo de dirección diciendo que me encontraba vivo y bien en Marte y mandar a Huo a la cárcel?

    No, él sacaría al doble. Probablemente sería un buen doble. ¿Cuándo me había reunido con el consejo por última vez? Cuatro meses antes del viaje. Hacía cinco meses. Un hombre puede cambiar mucho en cinco meses; eso es lo que diría Huo si alguien advertía las ligeras diferencias en el doble.

    Espera, yo había visto a Fredrickson una semana aproximadamente antes de marcharme. No, eso todavía significaba dos meses o más, tiempo suficiente para muchos cambios.

    ¿Cuánto tiempo hacía que Huo planeaba esto? Todo aquel tiempo detrás de Madelon, todos aquellos meses, muchos, muchos, sin querer preocuparme de todos los negocios ni de todas las decisiones. Huo había hecho entonces un trabajo espléndido, y yo le había dado una enorme gratificación, suficiente como para poder retirarse, pero no para vivir rodeado del conjunto que veía a su alrededor.

    La envidia es una emoción inútil. Por lo menos, la avaricia es comprensible. La avaricia es la responsable de casi toda nuestra tecnología, y pienso que merecemos lo que hemos conseguido.

    ¿Y suponiendo que me metiese en un vuelo de vuelta y regresara? ¿Cómo podía estar seguro de que uno de los tripulantes o de los pasajeros no era un agente? ¿Estaba atrapado aquí? De nuevo comencé a enfurecerme. ¡Nadie le dice a Brian Thorne lo que tiene que hacer! Parte de mi entusiasmo de vencedor volvió. ¡Regresaría en el próximo vuelo, y pobre del zongo que intentase echarme las zarpas encima! ¡Entraría en mi oficina y mataría a aquel hijo de perra en mi propia mesa! El caería convertido en fragmentos sangrientos y...

    Me volví a sentir enfermo.

    Devolví el lector después de limpiar las cintas dos veces, por si quedaba algún magnetismo residual. Tiré la grabación en un recipiente con la etiqueta del horno que estaba en la calle y pedí una habitación en un hostal, propiedad del gremio. Pagué un precio extra por una habitación privada y me tumbé un largo rato intentando pensar en algo.

    Ahora Huo sabía que yo preveía que alguien estaba intentando matarme, mas no que sospechaba de él, o eso pensaba yo, en cualquier caso. ¿Serían Osbourne, Sayles y algún contratado más los tres que logré matar? ¿Había más?

    Me levanté, salí, trepé a mi oruga con un solo faro y me dirigí a la mina de los Sunstrum. Descendí del vehículo cansado y con la cara llena de arañazos y me quedé allí, sosteniendo la puerta. Sven Sunstrum recicló la compuerta y se me acercó. Me miró a mí, al maltratado oruga y a la soldadura que había puesto sobre el cerrojo roto para poder dar presión a la cabina.

    —Entra —dijo.

    Me senté en el salón de su cúpula, desparramado sobre una silla. Me observaron, esperando que hablase.

    —No me llamo Diego Braddock, sino Brian Thorne.
    —¿Brian Thorne? —preguntó Nova con los ojos muy abiertos.

    Asentí.

    —Vine aquí de incógnito para no tener problemas —sonreí con tristeza al decir esto—. Ahora temo que alguien pueda resultar dañado.
    —¿Necesitas ayuda? —preguntó Sunstrum.
    —Alguien está intentando matarme —respiré profundamente, y lo dije despacio—. No entiendo por qué.

    Sunstrum miró a su hija; después, a mí.

    —¿Es a causa de Nova?

    Negué con la cabeza.

    —No lo sé. Probablemente no. Son muy profesionales.

    Li Wing comentó:

    —Hay muchos individuos de esa clase aquí. Han pasado ya muchas cosas. Esto atrae a cierta clase de hombres, que saben cómo matar.

    Sus ojos iban de mí a su esposo.

    —¿Quién querría matarte? —preguntó Sunstrum—. Como Thorne, quiero decir.

    Me encogí de hombros.

    —Supongo que mucha gente.
    —Brian Thorne —dijo Nova pensativa—. Creía que eras mucho mayor.

    Le sonreí fatigadamente.

    —Ahora mismo sí lo soy.

    El cansancio se estaba apoderando de mí, mientras mi cuerpo se vaciaba de adrenalina.

    Nova repitió a sus padres:

    —Es Brian Thorne.
    —Le he oído explicarlo, querida —observó Li Wing suavemente.
    —No, no entiendes. El es Brian Thorne —su rostro se nubló—. ¿Por qué no me lo dijiste?

    Yo suspiré y su padre fue el que habló:

    —No quería que te hicieran daño —me miró—. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Quieres que te protejamos aquí? Podríamos enviar un mensaje a la Tierra ahora mismo.
    —No. A decir verdad, no sé lo que quiero. Solamente necesitaba decíroslo... a Nova y a vosotros.
    —No me lo comunicaste antes —exclamó Nova—, porque querías que me enamorase de ti, no de todo ese dinero, ¿verdad?
    —Por favor, querida —dijo Li Wing.
    —Bueno, ¿no es así?
    —Te lo he dicho ahora. Creo que me gustaría dormir.

    Y eso fue lo que hice en aquel mismo momento y lugar.


    Capítulo 10


    Me desperté en la oscuridad con un cuerpo suave y tibio apretándose contra mi torso. Una boca fresca como la fruta se me acercaba en la noche, trayéndome los dones del amor. Tomé en mis manos sus redondas caderas desnudas y dije:

    —No.
    —Te sentirás mejor, cariño.
    —Mi cabeza estaría en otra parte —sonreí—. Y sería una pena desperdiciar algo así.

    Ella aceptó el rechazo sin rencor y se acurrucó contra mí, uno en brazos del otro.

    —¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó después de un rato.
    —Voy a volver a la ciudad para ver si ha llegado algo —detuve sus protestas, colocando unos dedos sobre sus labios—. Quizá haya matado a todos ya; así que no te preocupes.
    —¡Pero supon que no lo has hecho!
    —Nadie vive siempre, ni siquiera con los tratamientos de longevidad, cariño. Tendré ciudado. Pero debo estar informado para poder hacer algo.

    Ella se me abrazó con más fuerza, y sentí la rica abundancia de sus pechos contra mi costado y el muslo protector sobre mis ríñones. Respiré la oscura niebla de su cabello, y por un momento sólo quise permanecer allí a salvo, hasta que los malos se hubiesen marchado.

    Pero no se irían. Si fallaban, no les pagarían. Si habían sido reclutados para hacer el trabajo, querrían el dinero. Si eran profesionales, tenían que mantener sus reputaciones.

    «Hasta los asesinos tienen egos y reputaciones que mantener» —pensé tristemente.

    Lo volverían a intentar. Si yo logré liquidar a la brigada local, existiría otra o el control reclutaría otro equipo. Por culpa de Nova, habría más de uno dispuesto a prepararme un entierro hecho trocitos.

    Pero tenía que volver a la ciudad. Las grabaciones confidenciales sólo se entregaban al propio interesado. Necesitaba información, y hasta un vacío No se preocupe, jefe de Huo me diría algo, aunque fuese en forma negativa.

    Sunstrum había arreglado el faro de mi oruga y recargado mi láser. A Nova le pareció mal no poder venir conmigo y que ni su padre ni yo permitiésemos que alguno de los mineros viniese para vigilar la retaguardia. No se trataba de que no lo quisiera. Simplemente, no podía pedir a ninguno de ellos que arriesgase su vida por mí, un hombre que probablemente de todas formas no les gustaba, sólo por obedecer a su jefe, que sí les gustaba.

    Entré en Bradbury procedente del norte, camuflado como el vehículo final de un tren cargado de mineral de las minas Enyo y Eris de Arlington Burl. Polvorientos y abollados, nos adentramos en una zona de descarga, y yo me deslicé hacia la salida sin que nadie me prestara demasiada atención.

    El encargado inválido me tendió una grabación confidencial y un mensaje y empujó un lector hacia mí sin decir una palabra. Fui hacia mi «oficina» y me agazapé en el servicio para ver lo que Huo tenía que decir.

    Si no hubiese estado alerta, no habría sospechado nada. Allí estaba Huo, sentado en su despacho de la oficina de Problemas Generales, con un aspecto frío y seguro, aunque ligeramente preocupado.

    —Señor, he recibido su mensaje y me he apresurado a contestarle en forma confidencial —parecía tan entusiasta y tan de fiar como siempre—. Pero, señor, necesitamos más información. ¿Quién está intentando matarle? ¿Es personal entrenado o son reclutas locales? ¿Ha reconocido a alguno de ellos?

    Miró rápidamente algunos informes encuadernados en rojo y hacia alguien que se encontraba fuera del receptor.

    —Señor Thorne, estamos investigando esto con la mayor rapidez posible. Si se mantiene usted en contacto, le enviaremos un informe completo en cuanto podamos.

    «Quédate quieto, Thorne. Así puedo apuntar mejor. Un blanco que se mueve no es juego limpio.»

    —Todos los otros asuntos van bien, señor. Todo normal.

    «Tranquilo, no se preocupe, siéntese ahí hasta que el blanco que hemos pintado sobre usted se seque.»

    —Volveré a ponerme en contacto con usted en cuanto sea posible, señor.

    Comenzó a cortar, pero se detuvo. Un pliegue de preocupación se marcó en su entrecejo.

    —Y cuídese, señor.

    «Seguro que lo haré, Huo, muchacho.»

    ¿Estaba siendo desmasiado suspicaz? ¿Sería todo el problema una fantasía de Bowie? ¿Por qué después de todos aquellos años iba a dudar de Huo? Pero Bowie no era ni un borracho ni un psicópata, y durante largo tiempo había dado muestras de su coraje y su lealtad.

    Sencillamente, no podía correr el riesgo. Tenía que volver a la Tierra, y rápido.

    Desgarré el sello sobre el mensaje. Era de Sandler, y mi corazón se encogió.

    «Una broma cara o una pobre estafa. Thorne aquí y en buena salud. Demasiado ocupado para jugar. Informo de su tontería a Publitex. Sandler. Problemas Generales.»

    O bien estaba con ellos o el doble era soberbio. Me lamenté repentinamente de no haberme inventado algún tipo de código personal con Lowell, pero era demasiado tarde para hacer algo a larga distancia.

    Devolví el lector y busqué un escondrijo para la grabación y el insípido mensaje en caso de que los necesitase más adelante ante un tribunal. Pero dudaba de que este tipo de asuntos fuesen arreglados en algún tribunal.

    Pedí prestado el comunicador urbano del encargado y llamé a la oficina de viajes.

    —¿Cuándo sale la primera nave para la Tierra?
    —El Elizabeth II saldrá dentro de diez horas.
    —Tengo billete de vuelta de cualquier clase para una persona. Compruébelo, por favor. El nombre es Braddock de Publitex.

    Hubo una larga pausa, y cuando habló, la voz era diferente.

    —¡Eh, escuche! Aquí hay un mensaje. Su billete ha sido anulado. No hay crédito. Lo siento. Supongo que su compañía le ha cortado el aire.

    Sí, por cierto que lo habían hecho. Era un complot barato, pero momentáneamente efectivo. Y un momento podría ser todo lo que necesitaban. Estaba tan acostumbrado a mi Unicard que, por un momento no fui capaz de imaginarme cómo comprar mi pasaje. Después se me ocurrieron varias alternativas, desde vender las mercancías que había comprado hasta hacer que otra persona comprase el billete.

    Comencé a dirigirme hacia el oruga. Iba a grabar un bloque de explicaciones y despedidas para Nova, buscar a alguien que quisiese comprar mis mercancías, dirigirme al puerto espacial y marcharme.

    En la oficina del gremio me tropecé con Johann, que me miró de una forma extraña.

    —Justamente eres el hombre que necesitaba ver —le dije, llevándolo a un lado—. ¿Qué me ofreces por el material que he traído?

    Sus ojos se estrecharon y pareció incómodo, con dificultades al hablar.

    —Necesito el dinero para el billete. Rápido. Tengo problemas, Johann. Todo lo que necesito es lo suficiente para volver.
    —No tienes nada que vender, Braddock. Embargaron todas tus mercancías y precintaron todos los containers. Hubo algún tipo de aviso desde la Tierra, y el capitán de los marines te está buscando. Se dice que eres un ladrón, una especie de falsificador de computadores; eso se comenta.

    Le miré con dureza. —¿Tú crees que soy un ladrón?

    —No. Pero de todas formas te buscan.

    Estaba atrapado limpiamente. No tenía nada tangible que transformar en un billete. Pero quizá tuviese algo intangible.

    —Johann, ¿has oído hablar alguna vez de Brian Thorne?

    Me miró con los ojos entornados.

    —¿Es él el que te persigue?
    —No. Yo soy él. Yo soy Brian Thorne.

    Johann miró a su alrededor en el bar, y sus ojos no quisieron encontrar los míos.

    —¿Tienes alguna prueba?

    Yo negué con la cabeza.

    —No pensé que las fuera a necesitar.

    Johann miró a media distancia y habló lentamente.

    —No digo que lo seas ni que no. Pero he oído rumores. El Robert Oppenheimer llegó ayer y hay un montón de cotilleo.

    Hizo una pausa mirándome, y yo le indiqué que continuase.

    —Se divulga que... Brian Thorne se ha arruinado. Sólo se ha mencionado esto porque él estaba detrás de las excavaciones arqueológicas por aquí.

    Me vigilaba esperando mi reacción, pero yo lo ignoraba. .

    Así que Huo había hecho más que robar unos cuantos millones. Se las había arreglado para dejarme sin nada. Y Sandler, o bien le había ayudado, o había sido perfectamente engañado. Lo último era más probable. Debían tener un buen doble, alguien que había estado entrenándose durante años.

    De repente, sentí todo el impacto de aquello tanto emocional como intelectualmente. Estaba acabado, arruinado y, peor aún, unos asesinos me andaban buscando. Me hallaba atrapado en un mundo en el que casi no tenía amigos.

    Regresé a la realidad y fui consciente de la inspección de Johann. Me encogí de hombros.

    —Yo soy Thorne. Braddock es simplemente un nombre que utilizo cuando necesito intimidad.

    Esta vez se encogió de hombros él, indicando su opinión neutral.

    —No te culpo —le dije—. Pero necesito regresar a la Tierra. Alguien... varios álguienes... me persiguen.

    Johann volvió a contemplarme con fijeza y a encogerse de hombros.

    —Te prestaría ese dinero, pero no creo tenerlo en efectivo. También pasa algo raro con las comunicaciones; podemos recibir, mas no hay visibilidad para enviar más allá del satélite. En un día o dos estará arreglado. Entonces podría enviar un mensaje a mi banco y hacer que pagasen el billete desde allí, pero...
    —No importa. Gracias. Iré a ver a los Sunstrum.

    Hizo un gesto de asentimiento. Salí del bar y me dirigía hacia el aparcamiento del oruga cuando lo intentaron otra vez.

    Esta vez estaba alerta y preparado. Me tomé cierto tiempo para aproximarme al oruga. Me escondí entre dos enormes tambores de fertilizantes y estudié los escondites que quedaban a la vista del transporte más rápido hacia el campo de aterrizaje. Todo parecía normal. O tan normal como yo me imaginaba que estaría. Dos conductores polvorientos comprobaban algo en el segundo transporte de mineral, y un minero solitario hacía una soldadura en el cilindro descargador de una mezcladora que tenía el emblema de Arlington Burl.

    Salí y caminé rápida y resueltamente hacia el oruga. Cuando extendía la mano hacia la manilla, la puerta se chamuscó, la pintura hirvió y borboteó.

    Me tiré a un lado y rodé por el suelo hasta quedar detrás del próximo vehículo. O bien no habían colocado bien el láser o estaban muy lejos, pero yo me hallaba vivo. Di un salto y corrí agachado, pasando junto a otros dos transportes y deteniéndome detrás de un vehículo que abría zanjas. Escudriñé la zona donde era probable que estuvieran, mas no vi nada.

    Mis botas levantaron remolinos de arena cuando eché a correr en dirección al conjunto de cúpulas más cercano, poniéndome a cubierto y deslizándome como un loco. Había una zona entre mis omóplatos que parecía estar esperando la sacudida de un láser.

    Cuando me detuve entre una cúpula de reparaciones y un edificio para almacenar piezas, estaba sin aliento y furioso. No me gustaba correr. No me gustaba que disparasen contra mí. No me gustaba ignorar quién era el que disparaba. Mas puesto que no podía hacer nada para cambiar aquello, comencé a caminar hacia el campo de aterrizaje.

    Reinaba una oscuridad completa cuando llegué allí, pero había un transporte, además del grisáceo transporte de la estación. No pude leer el nombre; el emblema era el negro y oro de Vuelos Espaciales.

    Era casi seguro que tuviesen a alguien allí; por tanto debía correr el riesgo. Vigilé debajo de un gran Caterpillar para el transporte de mineral hasta que me sentí seguro; después comencé a deslizarme hacia el transporte de Vuelos Espaciales. Lejos, a mi izquierda, la superficie de arena fundida del campo burbujeó y se resquebrajó formando una larga grieta en ángulo recto con mi carrera. Torcí a la izquierda para despistar al que disparaba y salté sobre una repentina hendidura hirviente que apareció delante de mí. Mi indicador emitía furiosamente, y yo estaba asustado.

    Sentir pánico es un estado autodestructivo, y el peor momento para caer en él son las dificultades que lo provocan. Así que continué mi carrera, zigzagueando y buscando el refugio del enorme y sólido transporte. Por lo menos, su masa amortiguaría la quemadura de cualquier láser de mano.

    Rodeé la parte trasera de la nave; una de las luces de los pilotos y parte de una escotilla de control quedaron destrozadas. Las piezas y los trozos tintinearon sobre la arena fundida, mientras yo saltaba al otro lado del transporte, el opuesto a los asesinos.

    Miré por debajo de la nave y vi aparecer una, dos, tres largas arrugas sobre la superficie del campo. Disparaban bajo las extremidades de aterrizaje, esperando cortarme por los talones. Calculé la posición de uno de ellos, trazándola a partir de las líneas del disparo; luego di un salto y disparé por encima de la escotilla posterior. Envié varias pulsaciones hacia la oscuridad y barrí el arco delante de mí con un peligroso gasto de energía.

    Hubo un crujido y un grito gorgoteante, y yo retrocedí; mi láser estaba casi demasiado caliente para tocarlo. La luz azul de aviso parpadeaba, mas me atreví a volver a disparar durante un rato.

    La compuerta de entrada del transporte se hallaba cerrada, por lo cual mis llamadas no obtuvieron respuesta. Me sentí muy solo allí fuera y escudriñé la oscuridad en busca de algún otro vehículo.

    De repente fui atrapado por un brillante cono de luz.

    —¿Qué demonios pasa ahí?

    Hubo un rugido de rabia procedente de la compuerta del transporte, al inundar el comandante el área con luz.

    «Tú serás mi muerte —pensé lúgubremente, mientras permanecía inmóvil, abrazado al acero del transporte—. ¡Apaga esa luz!»

    La luz se alejó, enfocando el área donde había dirigido mis disparos, pero no me quedé a ver los daños que había causado. Eché a correr.

    El campo de arena fundida bajo mis pies cedió repentinamente paso a la blanda arena del desierto, y le di de firme entre las marcas de los vehículos y los revueltos aparcamientos. Corrí ciegamente, buscando la seguridad en la oscuridad.

    Cuando por fin me dejé caer, . jadeante de cansancio, detrás del erosionado borde de un pequeño cráter, no podía pensar. Estaba contento de estar vivo y muy cansado. Después de algún tiempo comencé a recobrarme. El láser todavía se hallaba caliente, pero la luz de aviso se había apagado. En la oscuridad no podía comprobar la carga, mas tenía que estar muy baja.

    Lentamente comencé a pensar.

    Estaban vigilando la estación. ¿Lo harían también en el Centro Ares o en Burroughs? ¿Cuántos eran? Parecía como si un ejército anónimo estuviese persiguiéndome. ¡Cualquiera que me encontrase en la calle podía ser uno de ellos!

    Finalmente, me puse en pie y miré hacia la estación. Pude ver varias luces y los dos transportes iluminados. Alguien estaba en la compuerta de uno de ellos con varias figuras más, recortadas contra la luz. Dos orugas se acercaban, y uno de ellos tenía una relampagueante luz roja sobre el techo.

    ¿Debía volver y contarle el problema a las autoridades locales? ¿Cómo podía estar seguro de que alguno de ellos no hubiese sido sobornado? De nuevo mi frustración se convirtió en ira, y me dirigí hacia la izquierda, rodeando el campo de aterrizaje y acercándome a varios orugas aparcados cerca del Palacio Estrellado de Kochima. El segundo se encontraba abierto, aprovisionado y listo para partir. Salté dentro y me puse en marcha con un bramido.

    Ni siquiera sabía en qué dirección había partido, sino sólo que iba a toda velocidad. Tenía que pensar, sin estar constantemente mirando a mis espaldas a la vez. Después de una veloz hora de saltar y girar, me detuve para consultar el automapa.

    Yo estaba aquí. El complejo de los Sunstrum se hallaba allí; el Palacio Estrellado, más o menos aquí; Bradbury, a mis espaldas. Ahora tenía miedo de ir a casa de los Sunstrum. Los asesinos debían conocer mi relación con Nova, y quizá lo intentasen de nuevo mientras yo estaba allí. No quería poner en peligro a los Sunstrum innecesariamente; de manera que me dirigí hacia el Palacio Estrellado. Quizá tuviese tiempo suficiente para pensar y encontrar una solución.

    Agarré el volante y emprendí la marcha.

    La mañana era brillante cuando crucé una duna y divisé más adelante el Palacio Estrellado, que parecía la corona caída de un rey rico. Lo rastreé con todo lo que había en el oruga; luego me preparé. Programé el autopiloto y salté al estribo lateral. Extendiendo la mano a través de la escotilla abierta, circulé lo más cerca posible al borde de la base del edificio.

    Cuando el oruga, traqueteando y levantando arena, pasó rozando la base, pulsé el autopiloto y salté hacia la oscura abertura de una de las curiosas cámaras, semejantes a garajes, que se encontraban en la base. El oruga giró a la derecha, la escotilla se cerró y desapareció a gran velocidad, cubriéndome de arena al cambiar de marchas.

    Lo vi marchar en línea recta por el desierto, programado para pasar cerca de Burroughs, bordear la cordillera John Carter y aparecer en algún punto cerca de Northaxe, a menos que ellos lo alcanzasen antes.

    Había radiado a los Sunstrum dónde iba a estar para que vinieran a recogerme en cuanto estimase que las cosas se habían enfriado un poco.

    —Ten cuidado —me había dicho Nova por el microrreceptor—. Dentro de uno o dos días poseeremos unos documentos falsos para ti. Hubo una pausa y sólo oí el zumbido y el chisporroteo de la onda de transmisión; después habló otra vez:
    —Te amo, Brian. Adiós.

    Me levanté, me sacudí el polvo y me eché a la espalda la bolsa con las provisiones. Pisando con cuidado, subí por el costado del palacio algo menos preocupado esta vez por romper o no los cristales. Trepé por un balcón de un erizado verde azulado y entré buscando un sitio tranquilo donde sentarme y pensar.

    Rechacé el esplendor rojo y oro de una esfera hueca, formada por pirámides, que apuntaban hacia dentro y el misterio púrpura de una caverna de techo muy bajo a su lado. Escogí la tranquilidad de un hemisferio verde esmeralda, pavimentado con lisos cristales transparentes en bloques redondeados. Bajo el suelo, claro como el agua, había un mar de vida helada, intrincados complejos cristalinos y extrañas excrecencias que parecían ondularse y moverse con las reflexiones del sol y del ser.

    Me tumbé sobre una superficie lisa y llana, como si estuviese flotando en un mar alienígena, y descansé la cabeza sobre una almohada de cristal suave como el satén, con una estructura semejante a una flor roja en su interior.

    Recorrí lentamente las disciplinas de la relajación, y por fin me dormí. En mis sueños, amenazas sin nombre me persiguieron por corredores de cristal color sangre con suelos de arena, siempre corriendo, siempre huyendo.

    Los ruidos invadieron mis sueños y surgieron hombres mecánicos, incansables, robots mortíferos que me daban caza. Repentinamente, se quedaron inmóviles en la trampa cristalina. Los ruidos cesaron.

    Me desperté instantáneamente, con el arma en la mano y los ojos buscando afanosamente. ¿Qué había pasado?

    Me deslicé sobre el lago de cristal, entre bandas de luz ámbar y marrón, y salí a una diminuta galería, en forma de copa. Era el final de la tarde, casi al anochecer, y no se oía nada, excepto el suave suspiro del viento. Justo detrás de la duna más cercana había un vago remolino de polvo y, al mirar esto con más atención, vi un pequeñísimo destello de luz. Era un oscuro reflejo rojo del distante sol. Vi aparecer primero a uno, después dos motas diminutas, y me acurruqué mientras se acercaba el destello de una lente.

    Estaban rastreando el palacio, y su oruga se hallaba aparcado detrás de las dunas.

    Tenían que ser asesinos, porque cualquier turista conduciría directamente hasta allí y subiría sin más. Un nuvomarciano ni siquiera se detendría.

    «Ya empieza otra vez» —pensé irritado.

    Ellos no podían estar absolutamente seguros de que yo me encontrase en el palacio, y quizá no me encontrasen. Ocultarme en un cubil ya conocido era mejor que correr, y les observé acercarse cautelosamente sobre las dunas. Eran dos y caminaban separados. Seguí a uno con mi arma, pero la luz era demasiado mala para que me arriesgase a disparar; se movía engañosamente, corriendo, reptando, andando, deteniéndose de repente.

    Decidí volver a mi anterior escondite allá en las entrañas de la gran estructura. Me moví con tanta rapidez y silencio como pude, mas esta vez no disponía de la linterna y me golpeaba continuamente con las agudas esquinas. Me di un buen golpe en la cabeza con una estalactita, y apenas ahogué una maldición. Seguí adelante, tropezando a menudo, hasta que vi debajo de mí los resplandores de un brillante arco iris; había dos linternas examinando la caverna inferior.

    Las linternas, moviéndose y produciendo reflejos, me confundían todavía más porque ahora eran la única iluminación. La luz cambiaba de color varias veces por segundo, rebotando y retrocediendo, abrillantándose y recorriendo el espectro al subir a través de estratos, habitaciones y cristales de colores.

    Me detuve y no me moví en absoluto, excepto para respirar y escuchar. Mi arma estaba a mi costado, e intenté fundirme con el bosque de estalagmitas. Las dos luces de abajo se separaron, y una se oscureció mientras la otra brillaba y se acercaba más.

    Se reflejaron desde un centenar de superficies, llegando desde ángulos diferentes, formando una multitud de sombras, haciendo difícil apuntar. Disparé primero, y hubo un frágil colapso de un montón de cristales. El disparó, pero las superficies espejeantes de las estalagmitas cerca de mí reflejaron la mayor parte del rayo. Sin embargo, hacía calor; éste chamuscó mi mano y mi cara. Volví a disparar, más cerca del pánico que nunca; mas no sé si llegué a acercarme siquiera. Yo disparaba rodeado de un centenar de luces, mientras que él me tenía al descubierto.

    Sentí en el muslo una repentina lanzada de metal hirviendo, como un golpe de espada, y jadeé de dolor. Mientras mi pierna se doblaba disparé y mantuve el dedo sobre el gatillo. La destrucción de un millar de cristales se mezcló con el ronco grito de un hombre; mi arma se derritió. Caí hacia adelante y la solté; mi mano estaba chamuscada. Me golpeé el hombro con algo duro, y mi cuerpo se tambaleó, cayendo pesadamente sobre unas estalagmitas que parecían cuchillos. Sentí un dolor cegador.

    Mis dedos buscaron mi muslo, y lo encontré empapado de sangre, con una gran herida al descubierto. Comprendí que la pierna debía estar casi separada del tronco y me vino a la mente la imagen del asesino yaciendo en un charco de sangre. Me palpé el resto del cuerpo y lo sentí cubierto de quemaduras y cortes de los cristales.

    Aquel desconocido enterrado bajo los cristales caídos me había matado.

    Me arrastré hacia adelante, asombrado de poder tan siquiera pensar, a pesar del dolor. Todavía había un asesino más, pero mi arma estaba inutilizada. Intenté encontrar al tacto la pistola del muerto; no pude. La linterna también se hallaba enterrada; brillaba bajo aquellos hermosos escombros. La cogí y la apagué. A causa del esfuerzo casi me desmayé, y cuando el mundo volvió flotando hacia mí, supe que tenía que escapar de allí.

    Intenté desgarrar mi traje para hacer un torniquete, pero el material era demasiado resistente para mis débiles manos, y resultaba resbaladizo a causa de la sangre. Revolví entre las enormes joyas marcianas que cubrían el cuerpo del asesino, utilizando su linterna para encontrar su láser. Con ojos nublados por el dolor, lo examiné y vi que la carga estaba casi exhausta. Lo coloqué en la intensidad más baja y amplié el radio del rayo. Después respiré con fuerza y disparé una larga llamarada contra la enorme herida.

    Mi grito resonó en las cavernas de cristal, produciendo ecos y distorsiones de una forma grotesca. Me hallaba en el suelo, jadeando de dolor; el láser, descargado, había caído de mi mano; mas mi pierna estaba casi cauterizada. Quizá no me desangrase inmediatamente.

    Quizá tardase una hora.

    Comencé a reptar. No iba a ningún sitio determinado; sólo me alejaba. Esperaba dejar un rastro de sangre demasiado débil o demasiado confuso por los intrincados laberintos cristalinos para que el otro hombre fuese capaz de seguirlo.

    Sabía que estaba muerto, pero el animal que había en mí me impulsaba a continuar.

    A través del suelo contemplaba complejos enmarañados que lo mismo podían ser estructuras cristalinas del tamaño de mi mano como del tamaño de un transporte visto de lejos. La realidad bajo mis destrozadas manos y rodillas era cortante y penosa, pero al mismo tiempo flotaba, variaba, cambiaba, como un torrente mental que descendiese por unos rápidos. El dolor, la realidad y la fantasía alienígena se borraban y confundían.

    La muerte me esperaba en el tiempo. La muerte me perseguía, oprimiendo un láser. La muerte iba goteando detrás de mí, en ronchas y ampollas. La llevaba conmigo como una roca del tamaño de una montaña. Quería tumbarme y desentenderme de todo, mas algo me impulsaba hacia adelante. Dejé de sentir el dolor de las desgarradas palmas y las rodillas hinchadas. Sólo quedó el ahora del destino y la extinción.

    Me derrumbé varias veces; cada vez perdí el conocimiento y desperté, sabiendo de algún modo que había sido solamente por unos cuantos segundos. Nadé en el dolor hasta que se convirtió en una parte de mí, una piel y al mismo tiempo la punta de una daga.

    Mis manos me hacían avanzar sobre la arena cuando las piernas me fallaban, y me arrastré como un juguete roto que no se sabe cuándo hay que abandonarlo. En la oscuridad tropecé contra un montón de arena y me deslicé al otro lado, llenándome la boca de un crujiente cargamento. Lo escupí y continué.

    En algún lugar había perdido la linterna, pero me parecía moverme a través de una débil neblina luminosa. Las paredes de piedra roja rasparon mi hombro, y a causa de mis tambaleos de borracho, me desgarré un lado de la cara.

    ¿Arena?

    Me detuve y me apoyé contra la piedra. Mis dedos ensangrentados tocaron la pared en la oscuridad. De alguna forma debía haber llegado a la parte antigua, la más profunda, donde estaba el mural. Quizá estuviese a salvo allí.

    Me forcé a continuar hasta que no pude más. Me quedé allí acostado contra una duna; mi mente era un perezoso estanque, lleno de cieno, que pensaba. «Así que esto es la muerte.» Mi torturado cuerpo me decía que tal vez habría sido más fácil si hubiese recibido un limpio corte de láser en el torso.

    Pero me quedé allí, en aquella oscuridad, con las imágenes y las ideas yendo y viniendo.

    Nova.

    Madelon.

    Cilento y Sunstrum y la gran esfera estrellada.

    Mi madre, mi padre y la caída entre los cristales rotos.

    «¿Es que mi muerte va a ser tan vulgar? —pensé—. ¿Mi vida va a desfilar ante mí como en alguna biografía filmada?»

    Las imágenes se nublaron, y a través de mis párpados cerrados vi el mural sobre mi cabeza, reluciendo en la oscuridad, vibrando, latiendo, agitando los largos brazos. La perspectiva cambió, se extendió, después se condensó y se fundió como si fuese cera derretida. Madelon estaba en uno de los brazos, brillantemente desnuda, dando vueltas, nadando entre las estrellas, riendo, formando una red con su largo cabello. Al girar la gran rueda espiral, Nova apareció en el brazo siguiente, con el cabello esparcido cual la negra noche, bloqueando las galaxias, que giraban en la distancia. Joyas de cristal recubrían su cuerpo como la luz, girando y corriendo cual agua al moverse ella por el espacio. En el siguiente brazo de la espiral apareció otra cosa, una forma sin forma, un arco iris en la forma de una forma, una danza reluciente, cambiante.

    El dolor era distante; luego desapareció, y allí estaba yo, en la danza de la galaxia, en parte en los brazos extendidos, en parte en las estrellas y átomos y en el mundo del más allá. Los brazos se curvaban en el espacio y en el tiempo, convirtiéndose en uno, en muchos, uniéndose, regenerándose, purificándose, una cascada de sonido y color, un río de luz, una cometa de tiempo....

    Mi cuerpo y mi mente se separaron, rompiéndose, desintegrándose, cada uno en una reflexión del total, cada uno con el todo de la perfección. Yo era Nova, una estrella, el vacío, el cristal, energía...

    Yo era... Siempre había sido...

    Me uní... Retrocedí más allá, muy atrás, uniéndome, uniéndome, uniéndome.

    Yo era parte de todo...

    Era Pluma de Fuego y el Ultimo Guerrero.

    Era el Portador de Flores y Viento Nocturno y Gilgamesh.

    Era la tierra y el fuego y Jenofonte, el Matador de Demonios y el Sonido del Arco Iris.

    Era el Rugido de la Tormenta y la Estrella de Fuego.

    Era Brian Thorne.

    Me reflejaba en el hombre, pero era un único fragmento del todo. Era IOK, y IOR, y Crevlar—morama. Era merah y damu y humo.

    Me uní.

    Era.

    Sabía.

    Los átomos se unieron. Formaron el antiguo diseño. Volvían, se movían y se confundían, y yo estaba completo otra vez. Pero ciertamente no era el mismo.

    Comprendí que estaba contemplando el antiguo mural oscuro; sin embargo, podía verlo claramente, con mayor claridad que con la linterna. La espiral galáctica continuaba girando en un momento del tiempo detenido, el marco de la eternidad durante un milisegundo.

    El dolor había desaparecido.

    Sobresaltado, me palpé el muslo en la oscuridad.

    Estaba sano.

    Completo, sin un corte, sin una herida.

    Mis manos eran suaves, mi cansancio había desaparecido. Podía sentir en mis pulmones el fino y fresco aire de Marte. Percibía las pulsaciones sanguíneas y mi cuerpo funcionando, ocupado, muy ocupado.

    Levanté la vista hacia el mural, mas ahora se hallaba demasiado oscuro para poder verlo con claridad. •

    Me puse de pie, con la mente temblorosa y el cuerpo completo. Moví la pierna y se deslizó sin dolor, sin pensarlo. Bajé por el corredor, seguro en la oscuridad, como si hubiera estado mil veces allí, y no me preocupé de interrogarme sobre mi conocimiento.

    Era de noche en el Primer Lugar. Ascendí por entre las cavernas, crucé el Salón del Mago, traspuse el lugar donde había sido coronado Windbird y el zarri, donde en un tiempo el Sol había bailado sobre los niños. Crucé el varuna de Starbringer y allí, en la sala púrpura y carmesí de los Ultimos Nacidos, maté al asesino.

    Me vio y se movió lentamente, como atrapado en una gelatina de pánico. Su arma giró hacia mí, hacia el rostro solar, hacia el Omi, donde se había erguido una vez el Profesor. Yo extendí una mano, le arrebaté el arma y consideré que era justo matarle con ella.


    Capítulo 11


    Salí del Palacio Estrellado y, cogiendo el vehículo de los asesinos, me dirigí al hogar de los Sunstrum. Necesitaba dinero, y ellos me lo dieron. Besé a Nova y atravesé las arenas, en dirección a Bradbury. Ahora me encontraba en un traje espacial, en la concavidad de la noche. Bajo la erosionada roca que pisaba se encontraba el núcleo de la nave, y todo un asteroide bautizado como Mariscal Iván Dimitri; delante de mí se encontraba la Tierra. Y Huo.

    Pero, en cierta forma, el enfrentarme a Huo me parecía el último de mis problemas. Para hacerlo con él y su doble, primero tenía que llegar hasta allí sano y salvo. Un doble, por muy bueno que fuese, no podría resistir probablemente una minuciosa investigación profesional. Conocía a los suficientes jueces, senadores y figuras poderosas como para conseguir, por lo menos, que alguno de ellos me escuchase, fuese la que fuese la opinión pública sobre la bancarrota de Thorne.

    Por lo menos, eso creía yo.

    Lo que, en realidad, ocupaba mis pensamientos era lo que me había sucedido en el Palacio Estrellado.

    Estaba todavía confuso sobre la extremada claridad de lo que me había pasado. ¿Había sido todo una imaginación mía, por muy vivida que fuese? Había estado tan seguro, tan cierto, y dos hombres más habían muerto a mis manos.

    ¿Habría soñado con mi fatal herida?

    Yo tenía muy claro lo que había acontecido, pero no estaba seguro del porqué de ello. Si había llegado a suceder en realidad, había sucedido en la forma en que yo lo recodaba, con una increíble extensión de mí mismo, atrás hacia el pasado, adelante hacia el futuro y lateralmente hacia el ahora.

    Pero yo sabía que aquello era una verbalización actual, una pálida explicación para mi ser lógico. Cuando todo un acontecimiento carece de palabras, ¿cómo puede explicarse, incluso para uno mismo? Me había pasado a mí. Había sentido y experimentado... algo.

    Había vuelto a matar, o más bien, había ejecutado. Si no lo hubiese hecho, él me hubiese matado a mí; ciertamente estaba intentando hacerlo. No sentía remordimientos ni culpabilidad, excepto en aquella extraña forma abstracta de ¿Qué hubiese podido hacer para prevenirlo?

    La nave—asteroide, engastada en la roca, iba disparada hacia la Tierra a una velocidad inimaginable, pero yo parecía permanecer como muerto en el espacio, mis sentidos demasiado limitados por naturaleza para ver nada, excepto lo obvio. Sin embargo, durante aquella única vez (¿durante cuánto tiempo?) mis sentidos habían parecido ser casi infinitos, una especie de deidad, o eso creía al compararlos con mi condición normal. Aquello había desaparecido, pero los residuos que quedaban me cambiaban. Me sentía como la terminal de un computador, con un universo de conocimiento unido a mí, esperando únicamente la presión de las claves apropiadas, las preguntas correctas, la situación correcta.

    Permanecí sobre el asteroide, mientras el silencioso empujón interior le daba una dirección; aquel gran azucarillo de desperdicios espaciales amontonados me anonadaba. Esperé a que saliesen para intentar matarme.

    Estaba cansado de matar; sin embargo, todo aquello se me presentaba muy remoto. Había salido al exterior para que nadie más resultase herido; eso era todo.

    «Terminad de una vez —les pedí silenciosamente—. Tened vuestra oportunidad y morid. Ahora no dispongo de tiempo para vosotros.»

    Había dos, uno vestido de tripulante. Esperé pacientemente hasta que me vio y comenzó a apuntar. Disparé primero contra él, y luego contra el otro. El tripulante fue empujado hacia atrás por el disparo; la explosión de su traje le separó de la superficie, y flotó como una unidad rota, acercándose lentamente al motor posterior.

    El otro era Pelf. Le levanté y le di un empujón, y él también flotó.

    «Y van siete.»

    Regresé al interior, reciclé y volví a mi camarote. Tenía muchas cosas en qué pensar.

    Rodeamos la Tierra y nos colocamos en órbita de aparcamiento cerca de la Estación Tres. El transporte nos recogió y nos llevó directamente a Descontaminación, pasando junto al Tycho Brahe y al George IX. Supongo que podría haber empleado los documentos de Pelf, pero no tenía ganas de hacerlo. Lo que sí hice, sin embargo, fue sobornar a uno de los tripulantes para que me dejase llevar un uniforme y evitar así la atención de los reporteros; los viajes a Marte ya habían dejado de constituir una gran novedad, pero los encargados de relaciones públicas de la estación recibían generalmente a cualquier nave que llegaba y rastreaban alguna noticia.

    Conservando oscurecida la placa facial del traje, me dirigí directamente al transporte terrestre y pasé desapercibido. Aterrizamos en Sahara sin ningún incidente y reciclé en los alojamientos de la tripulación, guardando el traje en un armario.

    En primer lugar, tomé un avión para Berlín; después otro para Artica Cuatro, antes de dirigirme a Nueva York, utilizando unas tácticas de evasión mínimas. Todo esto lo hice mecánicamente, como en una niebla oscura, con la mente en muchos puntos.

    Me detuve sobre el nivel de peatones de la calle, ante el edificio de Problemas Generales. Me encontraba muy alejado de aquello, y el orgullo que había llegado a sentir me parecía extraño y distante. No era mi edificio; yo sólo lo había pagado. Lo habían construido los que manejaban el acero, los soldadores, los que trabajaban el cemento. Los electricistas, decoradores y operadores de los ascensores aéreos eran sus dueños. Ellos lo habían hecho; no yo.

    Huo había puesto guardias en la calle también. Parecían transeúntes casuales, pero sus ojos eran demasiado inquietos, demasiado alertas. Pasé el perímetro exterior, mas ninguno pareció advertirme.

    ¿Había cambiado tanto?

    Los guardias de la puerta me reconocieron, pero les miré y parecieron inmovilizarse, inseguros y confusos. Me acerqué al ascensor para los ejecutivos, y allí el único y huraño guardián estuvo más seguro; mas fue lento.

    La puerta del ascensor se abrió en el piso cerrado al público, según un código secreto, y aparecieron cuatro vigilantes dispuestos, aunque no muy deseosos de actuar. Bowie los salvó.

    —Tranquilos, muchachos —exclamó desde la derecha con el láser dispuesto. Luego dijo con una sonrisa, separándose un poco de los otros—. Hola, jefe.
    —Gracias, Bowie. —Me encaminé por el piso desierto hasta mi oficina.

    Fue como si lo hubiese hecho todo mil veces antes y aquello resultaba una mortal representación más. Huo actuó de una forma tan predecible, tan vulgar, que era casi asombroso. El aspecto sorprendido, la frenética búsqueda del láser en el cajón de seguridad, su expresión cuando se dio cuenta que era demasiado tarde.

    Me quedé mirando su cuerpo, con tristes pensamientos. ¡Qué canalla tan vulgar! ¿Quién había dicho que el verdadero horror de la avaricia era su completa banalidad?

    Me fui a ver a Sandler, que pareció muy confundido. Me enseñó las cintas de sus conversaciones con «Brian Thorne», y tuve que admitir que el doble era excelente. Después, Lowell me dio las malas noticias.

    —Está usted arruinado, señor Thorne. Necesitará años para arreglar este barullo. Su firma era perfecta. Incluso la huella dactilar fue hecha por un falsificador perfecto. Lo siento..., pero usted mismo pudo verle. Sus manierismos, su forma de hablar, su voz, los apodos, la información especial y...

    Le hice un gesto de que se callara.

    —Entiendo. En realidad, no es importante. ¿Queda algo? Tengo que pagar a los Sunstrum el dinero del billete y hacer una pequeña investigación.
    —Estaba procediendo a liquidar la inversión Itacoatiara Dam con la Compañía Amazonia. De eso quedará algo; no he vendido las acciones Cortez en los pozos profundos de Marte y...
    —Necesitaré unos diez millones de francos suizos. ¿Los tengo o no?
    —Creo que sí, señor. Dentro de un día o dos se lo podré decir. ¿Dónde podré encontrarle?

    Lowell siempre tan cauteloso, ultraconservador.

    —En Londres. Control lo sabrá.
    — ¡Eh! Control ya no es suyo, señor. Lo tuve que vender, junto con... —De acuerdo. Yo le llamaré. El banco de los Sunstrum es el Banco Luna. Págueles a ellos primero; después quiero saber cuánto me quedará.

    Pero habría suficiente.

    Hice que me llevaran los documentos originales de Cilento a su estudio de Londres y, junto a ellos, los informes de los equipos de investigación que había puesto a trabajar dos años antes. Lo leí todo una vez; luego lo volví a leer. Al principio tenía confianza en que mis nuevos conocimientos, o lo que yo consideraba como tales, me ayudarían a resolver el problema rápidamente.

    Pero estaba equivocado. Durante días estuve mirando el sensatrón, leyendo los apuntes, los informes, los documentos de Análisis de Probabilidad, las conjeturas y las adivinanzas. Una vez y otra di vueltas alrededor del último y extraño sensatrón de Michael Cilento, contemplando el mar rojo—violeta, las pisadas que se alejaban por la hierba hacia las rocas distantes, a la orilla del mar.

    Después tuve que admitir mi fallo para comprender. Una simple y extraña experiencia metafísica en el cuarto planeta no me había preparado para ser un científico. Pero sabía que una de las formas de resolver un problema era buscar a gente que gustaba de resolver problemas y prestarles la necesaria asistencia técnica.

    Ataqué el asunto como si estuviera preparando una exposición o montando un festival de arte. Conseguí que Coleman viniese desde Harvard, comprando una de las mejores bodegas de Inglaterra, que abrí para él. Gilman Gottlieb salió de su agujero para conejos en las sierras cuando se enteró de que Gilman alcanzaría una solución, y no él. Derramé los recursos sobre equipos de apoyo de Intertech y de física Internacional. Concedí becas al M.I.T. y a Caltech y fundé la Cátedra de Física Mark Rhandra en la Universidad de Méjico sólo para conseguir a un cierto científico.

    Pagué el mejor dinero por los mejores hombres, pero el dinero no era la única consideración. Hice un desafío y, por supuesto, lo era. Tardamos ocho meses, mas lentamente las piezas comenzaron a encajar. Resultó que mis «conocimientos» no eran tan erróneos, después de todo.

    En el exterior del universo no existe el tiempo. Eso lo averiguamos cuando conseguimos poner a un lado toda la energía, todas las partículas, toda la luz, para hacer un agujero en el espacio. Los sensores sondearon, a través de un agujero, en el exterior del espacio curvo para encontrar otro camino de vuelta. De lo que no podíamos estar seguros era del dónde y del cuándo de esta reentrada. Esto ocurrió cuando el sensatrón de Cilento proporcionó una información crítica.

    Lo abrimos con el mayor cuidado. Coleman rastreó los circuitos de enfoque. Gottlieb se encargó de la parte matemática e Intertech construyó la maquinaria para el transporte. Que fuese autosuficiente, con un generador de fusión portátil, llevó mucho más tiempo; mas así lo necesitaba yo.

    Enviamos varios objetos, pero no regresó nada. Una rata de laboratorio regresó muerta y muy vieja. Una segunda rata volvió muerta, pero aproximadamente de la misma edad. La mitad de un conjunto de relojes atómicos fue y volvió. Cuando se los comparó, había una diferencia de 45.76.3 segundos. Nos estábamos acercando.

    Intentamos experimento tras experimento. La mayor parte fallaron de una forma u otra. Fueron enviados artificios sensores y grabadores, pero el magnetismo quedaba inutilizado, la película velada y cualquier otro método era demasiado poco seguro para que sirviese de algo. Teníamos que enviar un ser humano, el artificio capaz de grabar miles de cosas distintas y realizar análisis generales. Una máquina sólo puede responder a aquello para lo que fue construida. Un hombre logra aceptar variables, percibir lo desconocido y analizar de alguna forma con la base de una información muy pequeña.

    Insistí en que ese hombre fuera yo, mas todavía no estaban preparados. Los factores derivados del movimiento eran el problema: comenzamos aquí, vamos allí y volvemos en seguida...; pero aquí está a varios segundos de distancia. El planeta gira en órbita alrededor del Sol; el Sol se mueve en relación a otras estrellas; todo el universo se halla todavía explotando.

    No había ningún punto relativo donde nos pudiésemos anclar, ninguna marca fija desde la que pudiésemos medir.

    —Lo que necesitamos es una especie de proceso gradual —me dijo Coleman—. Nos movemos a una distancia aproximada desde un punto X en una dirección aproximada. Después nos detenemos y hacemos los ajustes necesarios. Dos dings a la izquierda, un ding de altura. Luego vamos al punto B y miramos al punto A, donde comenzamos, y volvemos al punto X y hacemos otra adivinanza. Y así todo. Acercándonos más con cada ajuste.
    —¿Adivinanza? —pregunté yo.
    —Seguro —sonrió él—. Una adivinanza. Dentro de cincuenta o cien años, cuando todo esto esté computado hasta el grado enésimo, seremos capaces de condenar y acelerar todo el proceso. Pero por ahora es una aproximación. Corta y ajusta. Con cada corte y ajuste ganamos en conocimientos y en experiencia.
    —Esa es la razón por la que los pioneros se llevaron todos los flechazos —dije suspirando.
    —Pero si funciona —observó alegremente—, podemos ir a cualquier sitio. Las primeras exploraciones avanzarán despacio. Después pondremos estaciones transmisoras en Centauro, por ejemplo. Podremos enviar allí, simplificando de esta forma todo el proceso. Luego sobre un planeta en otra dirección..., con triangularización, podremos desplazarnos a algún otro lugar con más rapidez y seguridad.

    Me quedé pensativo durante un momento.

    —¿Qué pasaría si enviásemos una señal desde aquí, desde la Tierra, y la otra desde Marte?
    —Hemos pensado en eso. Ampliaría la base y nos proporcionaría un método más seguro de enfoque. La diferencia en el tiempo de aquí allí puede ser averiguada con bastante facilidad.
    —¿Cómo lo hizo Cilento?
    —Probablemente, pura suerte. Se mantuvo justo lo suficiente para que él pudiera pasar, mientras duró el ciclo de grabación; después, el agujero se cerró. Nunca podrá volver de la misma forma que se marchó.
    —He hecho que el Observatorio Young de la Luna analizase el espectro del sol grabado en el sensatrón e hiciese unas pruebas comparativas. Hasta ahora han encontrado nueve soles a unos diez años luz, que se aproximan bastante.

    Coleman se frotó un labio con el pulgar.

    —¡Ah, sí, nuestro objetivo! ¿No se conformaría usted con llegar hasta Centauro? Sería mucho más fácil.
    —Sería más fácil, pero no es eso lo que quiero.

    El se encogió de hombros.

    —Yo estaría muy satisfecho si consiguiese llegar a cualquier otro sol.
    —Lo comprendo —dije—, pero quiero ir a ese planeta determinado.
    —Pueden estar muertos... o... cualquier cosa semejante.
    —Sí, lo sé.

    Una idea me vino de repente. El mural en el Palacio Estrellado. Durante aquella alucinación que había tenido, había parecido... abrirse..., convertirse en una especie de guía. ¿Podría ayudarme aquel mural?

    Pensé en ello durante las semanas que siguieron, mientras mi equipo construía pacientemente un fondo de experiencia con el transportador. Podíamos apuntar el rayo con un cierto grado de seguridad, o, por lo menos, alcanzar el mismo punto más de una vez. El problema consistía en no saber si ese punto estaba en la manzana siguiente, dos sistemas estelares más allá... o al otro lado de la galaxia o del universo. Cabía cualquiera de aquellas posibilidades, en teoría al menos.

    Podíamos disparar a ciegas, pero con certeza. Lo que necesitábamos eran ojos. Yo estaba comenzando a pensar que sabía cómo se lograría. Sólo había una forma de averiguarlo.

    Bowie permanecía junto a mí en la escotilla de carga de Estación Dos, mirando cómo transbordaban el gran cilindro estático al transporte espacial. No teníamos gran cosa que decirnos que no hubiese sido dicha ya. La tripulación de la nave desapareció en la bodega, excepto uno que me hacía señas de que embarcara.

    Me volví hacia Bowie y nos miramos el uno al otro durante un momento, reflejando en nuestras placas faciales las luces y las estrellas.

    —¡Bueno, hasta la vista, jefe! —dijo él—. ¡Buena suerte!
    —Gracias, Bowie. Gracias.
    —Mire, en cuanto a lo que ha hecho por mí, yo...
    —Olvídalo. No te necesitaré, y tú podrás disfrutar de ello.
    —De acuerdo, jefe.
    —Nos movemos o no, ¿eh?

    El tripulante hizo un nuevo gesto desde la escotilla. Me alejé, y descendí por un cable de seguridad hasta la nave. Sentí el tintineo de la escotilla bajo mis pies, y después nos alejamos silenciosamente de la estación. —Despejad el diecisiete para el Libertad. —Plano cuatro, espacio noventa. Cuidado al pasar cerca del Chekov, Jake. Han tenido una especie de pérdida. —De acuerdo. Diecisiete listo. Pasamos cerca de un laberinto de núcleos de naves, y pudimos ver a los soldados instalando andamios alrededor del Steinmetz y del Anthony Coogan para unirlos al principal complejo; otro grupo que se convertiría en naves— asteroide. El sistema solar estaba siendo domesticado; las grandes aventuras eran ahora misiones rutinarias.

    La nave rodeó el antiguo Einstein, todavía en servicio, deformado por las modificaciones. Más allá se encontraban la nave de juego Eros y el Lao—tzu, ahora una simple nave de suministros, pero que en un tiempo había hecho historia. El Libertad se posó cerca del borde. Sólo una parte de mi atención fue dedicada al transbordo del cilindro estático. Lo que, en realidad, contemplaba era la vieja Tierra por encima de mi cabeza, que tenía un aspecto azulado, con arrugas blancas.

    —Adiós —dije, y penetré en la nave. Nova corrió sobre la chamuscada arena y se lanzó a mis brazos. Me caí riendo sobre el oruga mientras la besaba. —Es muy difícil reír y besar al mismo tiempo —exclamó ella—; así que cierra la boca. Entramos en la cúpula de los Sunstrum, donde les conté todo. O, por lo menos, todo lo que podía explicarse, porque dejaba un montón fuera. —Yo quiero ir —dijo Nova. Vi que sus padres intercambiaban unas miradas y unos suspiros de tristeza. —Todavía no sé si puedo ir yo —lamenté. —Claro que podrás —replicó ella con seguridad—. Tengo confianza en ti. Li Wing me sonrió. —Supongo que debes intentarlo —dijo Sven. —Por supuesto que debe hacerlo —habló Nova—. ¡Será algo fantástico! —Si funciona... —exclamó Sven Sunstrum—, si realmente resulta, lo cambiará todo. ¡Podemos ir a cualquier lugar! Asentí, aunque no quería ir simplemente a cualquier lugar. —Mañana iré contigo —dijo Nova. Nos acercamos al Palacio Estrellado, con el sol poniente a nuestras espaldas, y la enorme estructura, semejante a una corona, relució como la gran joya que era en realidad. Aparqué el oruga en la base, cerca de los escalones, y descendimos del vehículo.

    Nova estaba a mi lado mientras contemplábamos el hermoso edificio alienígena que relucía a la distante luz del Sol. —Nunca me canso de venir aquí. Siempre es el mismo, pero... nunca es lo mismo.

    Me pregunté si debía desatar el gran cilindro estático que contenía mi equipo ahora o más tarde, y decidí posponerlo. El satélite meteorológico había predicho una tormenta de arena al oeste; así que nos pusimos nuestros trajes espaciales, por si acaso. Ayudé a Nova a colocarse las correas de su gran mochila, repleta de un surtido de equipo y alimentos. Después me coloqué la mía, inclinándome bajo su peso, incluso en aquella ligera gravedad.

    Tuve dificultades en encontrar los escalones en espiral, porque con aquella luz todo parecía distinto. Aquella cascada de cristal líquido helado la recordaba como estando en otro lugar y la pared estrellada me resultó completamente desconocida. Supuse que en la oscuridad la había pasado sin darme cuenta. Registramos una caverna esmeralda que me parecía vagamente familiar, y después nos encontramos subiendo, en lugar de bajando, entre una columnata de árboles ambarinos y por una glorieta de flores verde—azuladas.

    Aquí descansamos, hicimos el amor y dormimos. Por la noche me desperté y la sentí a mi lado, cariñosa y confiada. Miré directamente hacia arriba, a través de un techo transparente que transformaba las estrellas en floraciones de soles en punta. Me sentí tranquilo y, quizá por primera vez en mi vida, sereno.

    Por la mañana encontramos la hendidura en la base rocosa sin ningún problema. Nova y yo salimos para llevar al interior el equipo del transporte. Con nuestros trajes y mochilas encima, entramos en la piedra y llegamos por el corredor hasta la habitación donde estaba el mural del techo. Coloqué el equipo con el artificio que servía para enfocar sobre el montón de arena debajo del mural.

    No conocía ningún otro lugar donde poder hallar mis respuestas. Quizá éstas estuvieran en mi interior, sencillamente por descubrir, igual que toda la magia es ciencia ignorada.

    Enfoqué la linterna hacia el techo para enseñarle el mural a Nova, pero ésta no me miraba. Su propia linterna mostraba una mancha oscura sobre la arena.

    —Es tu sangre, ¿verdad? —preguntó.

    Asentí. Allí estaban las.marcas de mis pies y la arena removida donde había yacido dos veces, una presa del miedo y otra del dolor.

    —Mira hacia arriba —le dije.

    Ella lo hizo así, y su suave exclamación resonó en la pequeña habitación.

    —Me había olvidado de lo extraña y hermosa que era —observó. Se sentó sobre el montón de arena y miró hacia arriba—. Cuando era pequeña, solíamos venir aquí de cuando en cuando. En nuestra primera visita encontré esto. Yo era muy pequeña y me había separado de los demás. Me tumbé aquí y... —su rostro se puso solemne—. Creo que me dormí y tuve unos extraños sueños. Me desperté cuando les oí llamarme y encontré el camino de salida. Venía aquí todas las veces después de aquello y... —sus ojos escudriñaron el descolorido mural—. Lo había olvidado... así... siempre era muy molesto, pero... siempre venía.

    Se rió algo conscientemente y dio unas palmaditas sobre la arena.

    —Ven, toca las arenas de Marte.

    Tumbado a su lado, contemplé el remolino galáctico de aquellas formas informes. ¿Qué significaban? ¿Significan algo? ¿Se trataba de algún tipo de pintura rupestre marciana, sin significado para nadie, excepto para el artista alienígena o para la tribu prehistórica a la que éste pertenecía? ¿O era una especie de mandala, de imagen concentradora? ¿Era una decoración sin significado, un dibujo sin ningún contenido, la obra de un loco encerrado a perpetuidad en un calabozo de piedra roja?

    Mis ojos vagabundearon sobre el desconchado y descolorido mural, intentando recolocar las partes que faltaban, mezclándose, fundiéndose, abrillantándose... ¿Habla allí algún tipo de centro galáctico de todo? ¿Representaba verdaderamente la pintura una extensión de la inteligencia, como me parecía a mí?

    Los silenciosos brazos giraron sin palabras. El mural galáctico se movió. Pasaron los eones. Los soles nacieron y envejecieron, convirtiéndose en cavidades negras que esperaban volver a nacer. La espiral continuaba moviéndose, dando forma y siendo formada, expandiéndose y cambiando.

    Las formas de vida proliferaban, cambiaban, morían, se trasladaban.

    El torbellino de la galaxia rotaba en su majestuoso recorrido; los brazos amorfos, con los gérmenes de vida que contenían, pasaban... me arrastraban... arrastraban a Nova... nos fundíamos, nos mezclamos, enlazamos...

    Hubo una ligerisima sacudida en la conciencia, un milímetro de reorientación, y la conciencia repentina de una nueva realidad. Entonces supe cuál era la verdadera función del mural galáctico: algo que servía para enfocar, un mandala cósmico... y más que eso, la creación suprema de los antiguos marcianos. A través del mandala enlazamos con su última idea, un computador orgánico gigantesco, capaz de perpetuarse a sí mismo, autoconsciente, casi eterno.

    Transportados por una corriente de realidad en movimiento, nos pusimos en contacto completo con aquel increíble almacén de información, aquella enorme máquina pensante, el corazón de la civilización marciana, todavía vivo.

    Repentinamente supe lo primitiva que era todavía la titubeante ciencia mnemotécnica de los hombres. Todavía estábamos en la fase de «hacer rimar para recordarlo», y ellos habían creado el mural como un instrumento de enfoque y de aprendizaje antes de que el hombre en la Tierra hubiese salido de la Edad del Bronce.

    Enterrado en la duna arenosa, en aquella antigua habitación aparentemente sin sentido, había un banco de piedra, una especie de silla y mesa de jardín de infancia para los niños marcianos. Era un aula donde los jóvenes marcianos habían aprendido los primeros pasos del control del computador de su raza. Había estado allí, sin utilizarse durante un largo tiempo, hasta que yo tropecé con él.

    Ahora miré realmente a través de la piedra hacia la estructura de cristal sobre nuestras cabezas y vi lo que era en realidad: ni el capricho de un antiguo gobernante, ni el mayor logro de alguna dinastía, sino una entidad orgánica de cristal, un almacén y una máquina, una función y una personalidad, fundidas en una obra de arte viviente. Cada micropunto de cristal estaba sometido a una determinada tensión y enlazado con otro; era un entramado de conocimiento y función, que había durado durante milenios, una matriz de realidad que se trasladaba fuera del espacio y del tiempo cuando resultaba necesario. Al ser una herramienta decorada, también era hermosa, y ahora, por primera vez, podía ver su belleza.

    Me sumergí en el entramado mental del Palacio Estrellado y vi cosas que los seres humanos todavía no habían soñado que fueran posibles: los sencillos métodos con los que el hombre podría controlar su propio cuerpo. Vi las técnicas para una regeneración de los tejidos virtualmente instantánea, cualquier tipo de tejido viviente, humano o marciano, animal o cristalino. Vi el rastro de un hombre, una micromota sobre la gotita de oro inmóvil, que constituía toda la existencia del planeta desde que el hombre había llegado; y aquel hombre era yo. Vi la pierna cortada, la carne ensangrentada, el corazón, latiendo con fuerza, el chasquido y el centelleo de mi cerebro cuando utilicé las técnicas del computador de cristal para curarme a mí mismo.

    Sentí cómo Nova se reunía conmigo, mezclándose y fluyendo hasta que fuimos una sola persona. Vimos cómo el mural la había arrastrado cuando era pequeña y nos reímos de lo claro que había sido todo. «Mirábamos» con un solo conjunto de percepciones, los dos unidos, pero siendo cada uno un individuo distinto.

    Observamos todos los instrumentos que vigilaban la propia materia del espacio y sentí cómo el computador leía nuestras sencillas mentes y dirigía nuestros focos unidos hacia la anomalía que buscábamos: una diminuta rotura en aquella materia varios años antes y varios millones de millas hacia el Sol. Vimos por dónde habían pasado las criaturas a través de aquella ruptura momentánea y artificial y dónde habían ido. Percibimos dónde habían ido Michael y Madelon y sentimos un relámpago de pena por los científicos que creían que una de las leyes de la naturaleza en relación a la radiación electromagnética seguía siendo cierta para los objetos físicos. Vimos el camino a las estrellas abierto.

    Percibimos dónde había desaparecido el último marciano en la materia del espacio, viajando por un espacio que no era espacio, saliendo hacia un destino que no podíamos adivinar, ni siquiera con la ayuda de su gran máquina. Ya no la necesitaban más, y la dejaban detrás como un juguete olvidado, o quizá como una señal en el camino.

    ¿Sería capaz el hombre de seguirles? El enorme ego de la humanidad ¿le permitiría aceptar un préstamo de conocimiento, incluso de un conocímiento tan amplio? Pero nuestras mentes ya se estaban concentrando en otra parte.

    Seguimos el rastro desde la máquina que había abierto momentáneamente un camino entre las estrellas hasta cierto lugar, hasta el centro de las líneas de energía gravídica que el computador de cristal señaló como el planeta donde habían ido Madelon y Mike. Lo hicimos a través del no—espacio que el artefacto marciano concentró para nosotros.

    Casi inconscientemente, quise ir en aquella dirección. Hubo un pequeño empujón, un electrón que se trasladó de esta órbita a aquella, una lectura de los factores de probabilidad.


    Nos enlazamos...
    Enlazamos... con la Séptima Esfera y el Guía.
    La primera Estrella... Copo de nieve.
    La piedra en la vuelta y la espada de la mente.
    El Profesor...
    Enlazamos con las vías que ellos habían programado para llegar al conocimiento... a la comprensión...
    No puede ser así de fácil...
    saber cómo...
    uniéndome al ser...
    haciendo...
    moviéndome...
    enfocando... dirección... empuje... viento y movimiento... espacio borroso...
    el hecho...
    un sol...
    dos lunas...
    un mar rojo—violeta...
    hierba nueva y fresca bajo nuestros pies...
    el viento marino, fresco y vivo, sobre nuestros cuerpos desnudos...
    ¡Brian!



    —¡Brian! Dios mío, ¿dónde estamos?
    —En un lugar —dije yo.

    Comencé a descender hacia las rocas por la pendiente cubierta de hierba.

    —Vamos. Quiero que conozcas a alguien. Después quizá podamos ir a algún otro lugar.


    Capítulo 12


    El viento que venía del mar era fresco y tenía un gustillo revigorizante. Miré a Nova justamente en el momento en que comprendió que estábamos desnudos, pero ninguno de nosotros pensábamos que eso fuese importante. Hacía buen tiempo; las brisas marinas ondulaban las vastas extensiones herbáceas y torcían las diminutas superficies de las pequeñas flores. La gravedad era una décima parte menor que la de la Tierra, y resultaba cómoda. Mirando el gran cuenco del cielo, podíamos ver, incluso con la brillante luz del sol, discos y veladuras pálidos.

    Las primeras y asombradas preguntas de Nova se apagaron:

    —¿Brian, qué hemos hecho? ¿Dónde estamos?

    Le dije que no estaba totalmente seguro, pero que pronto lo averiguaríamos. Sentí una confianza que, después de pensarlo un momento, tenía muy poco en qué basarse. Mas sabía que estaba donde había querido ir y que tanto las fuerzas en mi interior como las fuerzas con que nos habíamos enlazado nos habían llevado aquí.

    Antes de llegar a las rocas descansamos dos veces; eran mucho mayores de lo que yo me había imaginado. Estaban rodeadas por árboles de hojas verdes, que se extendían hasta las hendiduras, y por pequeños cañones. Había una gran abundancia de criaturas cubiertas de plumas, semejantes a pájaros, pero con pequeñas bocas, en lugar de picos, muy hermosas.

    Descansamos bajo un árbol enorme y enmarañado, del que colgaban unos frutos azules del tamaño del melón. Abrí uno, y encontramos un interior aromático de color rosa y una pequeña y reluciente semilla, como un abalorio. No lo comimos, pero parecía en cierta forma comestible.

    —Brian —dijo Nova—, el cielo es... diferente. No estamos en ningún punto perteneciente al sistema solar.
    —Lo sé. No te preocupes.
    —¿Que no me preocupe? Ni siquiera estoy segura de lo que hemos hecho, Brian. Era tan extraño, tan... único; mas estamos aquí, y desnudos; cualquier monstruo podría aparecer por detrás de esa roca y almorzarse con nosotros. Toda aquella sensación se estaba desvaneciendo, como si no puediese enfocarla bien. ¿Podremos... volver?
    —Creo que sí. Vamos. Vayamos al mar por encima de esas rocas.

    Trepamos por un barranco, asustando a algo que se ocultaba entre las altas y espesas hierbas y que se alejó corriendo a toda velocidad. Solamente vi una mancha de un castaño dorado entre la hierba verde—azulada, pero supe que aquí había algún tipo de vida.

    Desde aquella espina rocosa pudimos contemplar pronto el enorme mar rojo— violeta y las pálidas olas rosáceas que se estrellaban contra las rocas. Bajamos con cuidado y encontramos una especie de rastro débil de algún animal. Lo seguimos.

    De nuevo nos hallamos en el cinturón de jungla que rodeaba las rocas, y lo seguimos entre la luz amortiguada por el follaje, hasta que logramos ver y oler el océano. Entramos en una pequeña espesura arbórea de ramas negras, con frutos purpúreos y flores de color carmesí, y nos dirigimos prudentemente hacia el agua.

    Justo tras el borde de los árboles había un círculo de piedras ennegrecidas, sobre una roca, una colección de extraños huesos de peces puestos a secar.

    —¡Mira! —dijo Nova, señalando la playa.

    Dos figuras, desnudas y humanas, se acercaban corriendo hacia nosotros, con el cuerpo reluciendo por el agua. El hombre tenía barba y llevaba una lanza de madera, con una amplia punta de hueso de pez. La mujer balanceaba por las agallas un enorme pez negro de ojos saltones.

    Eran Madelon y Mike.

    —¡Dios mío, es Brian! —exclamó Madelon, soltando el pescado para correr hacia mí.

    Me abrazó con fuerza, oprimiendo su cuerpo contra el mío, besándome en el rostro. Sus ojos estaban húmedos y brillantes y reflejaban su total incredulidad.

    —¡Brian! ¡Dios mío! ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? ¡Mike, es Brian!

    Michael Cilento estaba en pie mirándonos, sonriendo y sin aparentar sorpresa. Miró a Nova.

    —¡Hola! Soy Michael Cilento.

    Nova le miró, y después observó a Madelon, que estaba cubriéndome con un ciento de pequeños y hambrientos besos.

    —Brian...

    Empujé hacia atrás a Madelon y la rodeé con el brazo.

    —Nova, éstos son Mike y Madelon. Dama y caballero, ésta es Nova Sunstrum.
    —¡Doctor Livingstone, cariño, estamos encantados de que os halléis aquí!

    Madelon dio un alarido de alegría y corrió a abrazar a Mike.

    —Querido, ¡no puedo creerlo!

    Se volvió para mirarnos a los dos con ojos brillantes.

    —Pero ¿cómo habéis podido...?
    —Seguimos el rastro que dejó Mike —dije yo—. Unicamente buscamos una forma distinta para llegar hasta aquí.
    —Brian —exclamó Nova—, ¿quieres decirme quiénes son éstos?

    Rodeé a Nova con el brazo.

    —Estos son unos... viejos amigos. Mike es un artista: Michael Cilento. ¿No te acuerdas?

    Vi el asombro en sus ojos.

    —¡Pero estabas muerto... o algo así!
    —Algo así —sonrió Mike.
    —Michael encontró una forma de... —vacilé—. ¿Cómo lo diría?
    —¿De viajar por el espacio?
    —¿Pero qué es lo que hemos hecho nosotros? —preguntó Nova—. ¡Nunca experimenté nada así!
    —¡Oh, eso no importa! —dijo Madelon—. Tú lo hiciste y nosotros también; aquí estamos todos.

    Comenzó a andar, y nosotros la seguimos.

    —Nuestra cueva está allí.
    —¿Cómo llamáis a... este lugar? —preguntó Nova.
    —Todavía no lo hemos decidido —respondió Mike—. La mayoría de las veces le llamamos simplemente Aquí. Pero ya que el hombre parece impulsado a poner etiquetas, hemos pensado en Nueva Tierra, o Terra —que no nos gusta a ninguno—, Estrella—Hogar, Hierbilandia, o Thor, ¿qué más?
    —Floresta —dijo Madelon—. Pacífica. Pero casi siempre es Aquí.
    —Un mundo con cualquier otro nombre sería igual de dulce —observé—. Es hermoso.

    Desnudos, los cuatro caminamos por la playa y rodeamos una roca para llegar a la casa—cueva que se habían creado. Una terraza arenosa estaba bordeada por las flores y un armazón de troncos soportaba una planta de uvas de color rojo y forma de pera. La caverna era larga y sinuosa. Había lechos de musgo, y allá atrás, en la zona más fresca, los restos de algún tipo de animal de carne.

    —Vinimos desnudos —habló Mike—. Ni siquiera conservamos los empastes de los dientes. Menos mal que sólo teníamos un par de ellos. Llegamos hasta aquí y cogimos peces con las manos y con sus huesos hicimos herramientas. Preparé jabalinas y rastreé a los saltadores para procurarnos comida. Se parecen un poco a los ciervos, pero pueden dar saltos hasta una altura increíble. Hay una especie de cereal que crece al sur, fruta.

    Su voz se apagó, y sentí una repentina simpatía por él. Aquella vida, tan parecida a la del Edén, era como unas vacaciones cómodas y divertidas, pero no un mundo para un hombre, ciertamente no el mundo de Michael Cilento. Advertí las esculturas de arcilla secadas al sol, los recipientes cocidos en la hoguera, el mural a medio terminar que estaba grabando sobre un punto blando de la pared rocosa. Un artista siempre creará arte, pero Mike había conocido medios mejores y no se encontraba satisfecho con aquellos tan primitivos que tenía ahora.

    —¿Quieres volver? —pregunté.

    Los tres me miraron.

    —¿Podemos? —me preguntó Madelon.
    —No estoy seguro —dije—. Creo que sí.

    Miré a Nova.

    —No estoy seguro de que podamos hacerlo sin ellos.

    Mike y Madelon se miraron interrogativamente el uno al otro.

    —Son los marcianos —exclamó ella—, o algo que ellos dejaron detrás. No estoy del todo seguro. Brian... entró en contacto con ellos en el Palacio Estrellado. De alguna forma, nos mezclamos con ellos. Brian quería venir aquí, y nos concentramos en ello... Simplemente... llegamos.

    Ella me miró confiadamente.

    —Podemos hacerlo.

    Yo no estaba tan seguro. Parte de mi seguridad se había ido disipando al sentir nuevas dudas. Para evitar pensar en ello, durante un rato pregunté algo sobre la fruta que había en una cesta hecha a mano, y después sobre el planeta en general.

    Mike me dijo que por lo que él podía determinar, aquello parecía ser un mundo oceánico y la parte sólida una vasta pradera, aunque él sólo había visto una pequeña parte.

    —Brian, ven a ver el atardecer —dijo Nova, y todos nos reunimos con ella a la entrada de la cueva. El cielo oriental era de un rojo anaranjado, y lejos sobre el mar, las nubes iluminadas por debajo resultaban magníficas.

    Un insecto que zumbaba, del tamaño de un canario, se acercó a mí desde la oscuridad del este. Cuando levanté una mano para golpearle, Mike me cogió por la muñeca.

    —No te lastimarán, a menos que tú les hagas daño a ellos —se rió—. Créeme, yo lo aprendí a mi costa. Aquí no hay insectos diminutos y molestos, sino solamente tres o cuatro especies de insectos grandes, que sirven para todos los propósitos, con el fin de fertilizar los árboles y las flores. Aquí... coexistimos todos.

    Las dos mujeres dieron un paso adelante para colocarse sobre una desgastada prominencia rocosa y escuchar las olas, mientras aquel sol sin nombre se ponía y doraba sus desnudos cuerpos, esbeltos y voluptuosos. Las dos parecían muy vivas y conscientes de su mutua presencia; obviamente, obtenían placer de la presencia de la otra. Nova se volvió hacia mí para señalarme el vuelo bajo de un pájaro de agua, y vi que la aprensión había desaparecido, reemplazada por una sonrisa. Los pezones de sus llenos pechos se habían endurecido, y la brisa del atardecer agitaba su largo cabello negro.

    Madelon también miró hacia atrás para sonreírnos y compartir la belleza y el placer de la camaradería. Su figura continuaba siendo aquella deliciosa combinación de voluptuosidad y atletismo que siempre había poseído, y su apenas suprimida excitación resultaba estimulante.

    Mike se apoyó sobre una roca y se mantuvo inmóvil, delineado contra el atardecer. También parecía delgado y en buena forma, con un largo cabello enmarañado y la barba crecida. Vio cómo las dos mujeres se acercaban corriendo al agua, con los pechos saltando y agitando el largo cabello.

    —Esto es el Edén, Brian —dijo Mike—. La vida es fácil, tranquila, hermosa. Justamente el tipo de sitio al que todos queremos escapar.

    Mike volvió la cabeza y me miró, pero a causa de la escasa luz del atardecer, no pude ver su expresión.

    —Tengo a mi Eva, pero no hay ningún Abel, ni siquiera un Caín. No sabemos por qué. Nuestras inyecciones terminaron hace más de un año. Sentíamos (sabíamos) que cuando muriéramos no habría nada detrás; únicamente...

    Señaló a su alrededor con la mano.

    —Únicamente todo este espacio. —Vaciló un momento, y luego prosiguió—: Me alegro de que hayáis venido.

    Después dio media vuelta y gritó a las dos mujeres que jugaban con las oscuras olas:

    —¡Eh, vosotras dos! ¡Tenemos hambre! ¡Vamos a preparar algo de cenar!

    Madelon y Nova, flexibles y voluptuosas, llegaron trotando por la arena y subieron hacia la cueva por delante de nosotros. Estaban hablando del efecto de la luz del sol sobre la piel. Madelon se acercó a un recipiente que había sobre una piedra, y sacando un collar de semillas de frutos grabadas se lo dio a Nova, que lo deslizó sobre su cabeza y lo ajustó entre sus firmes pechos. Me miró sonriente, mientras Mike avivaba la hoguera. Yo le dije que era tan hermoso como un traje seleccionado en Tiffany's. Nova abrazó a Madelon y se besaron, sus pechos muy juntos.

    Mike sonreía mientras se ponía en cuclillas junto al fuego y limpiaba un pescado.

    —¡Hum! —dijo, y puso el pescado encima de la hoguera.

    Madelon y Nova se desprendieron una de otra tras mirarse largamente con las manos juntas. Después Madelon comenzó a cortar unos vegetales parecidos a la remolacha y Nova a picar un montón de plantas con hojas del tamaño de un puño. Yo me senté en la hierba y lavé algunas hojas grandes para utilizarlas como platos.

    La comida fue excelente, y nuestros dedos nos vinieron muy bien. Luego Madelon rodeó la hoguera y se me echó encima, tumbándome sobre el lecho de hierba.

    —¡Oh, estoy muy contenta de verte!

    Me besó fuertemente durante un buen rato, y su piel estaba suave y flexible contra la mía.

    Me levanté riendo y se rieron de mi obvia reacción física. Nova tenía ojos de gata, pero de todas formas sonreía y parecía hacerlo de verdad.

    Un poco más tarde, Nova se me acercó y me cogió por la cintura cuando yo estaba en la boca de la cueva, contemplando la fantasía del cielo. Unas desgarradas láminas pálidas de gas llameante flotaban en el firmamento, conteniendo gigantescas estrellas multicolores, gigantes pálidos que habían brillado incluso en el sol de mediodía.

    —Era tu mujer, ¿no es cierto?

    Yo asentí.

    —Hace mucho tiempo. Entonces yo la amaba.

    Contestando a su silenciosa pregunta, proseguí:

    —Pero ahora... la amo..., mas no estoy enamorado de ella.

    Abracé a Nova mientras las olas se estrellaban atronadoramente contra las rocas.

    —Te amo a ti —le dije en el oído—. A ti.

    Ella me abrazó con fuerza y me besó apasionadamente.

    —Yo también te amo... pero, Brian, me encuentro asustada. Este lugar está bien por un rato..., mas ellos se aburren, lo sé. Yo también me aburriría.

    Levanté la vista hacia el cielo nocturno y exclamé:

    —Lo intentaré.

    Madelon y Mike salieron. El hizo un gesto hacia la brillante luz estelar.

    —¿Podéis imaginar dónde estamos? ¿Nos encontramos al menos en nuestra galaxia? Si es así, ¿será el sector de Perseo?

    Me encogí de hombros.

    —¿Añoranza? —pregunté.
    —Sí —dijo Madelon—. Poder venir está muy bien, pero tener que quedarse aquí es molesto. ¿Pensáis que vuestro camino marciano podrá servir de algo?
    —Ni siquiera sé cómo funciona —contesté—, sino sólo que parezco...

    No tenía palabras para aquello. ¿Concentrarme? ¿Fundirme? ¿Enlazarme? ¿Mezclarme? ¿Funcionaría aquel método en un lugar tan lejos de donde había comenzado? ¿Podía una roca salir nuevamente del mar?

    —No tengo prisa en irme —dijo Nova—, pero me gustaría saber que podemos hacerlo.

    Estuve de acuerdo con ella y nos separamos para ir a nuestros lechos de hierba y musgo. Hicimos el amor en la noche y escuchamos los orgasmos y jadeos de los otros. Me asombré completamente a mí mismo al pensar: Me alegro de que Madelon sea feliz. Oír sus desinhibidas intimidades excitó a Nova, y quizá estuvo un poco competitiva al hacer el amor.

    Me quedé dormido, con Nova acurrucada en mis brazos, más asombrado por mi propia reacción ante los placeres sexuales de mi anterior mujer que de haber cruzado las estrellas en un parpadeo de ojos. Pero una cosa era emocional y la otra simplemente intelectual. Cruzar el espacio era posible de una u otra forma; cambiar uno mismo es la tarea más difícil de todas.

    Por la mañana, Nova se fue de pesca con Mike, mientras yo me senté en una soleada roca con Madelon. Cortamos y limpiamos fruta para el desayuno. Algunos frutos, de un rojo oscuro, tenían en el centro un jugo dulce y sabroso en el que flotaban pequeñas semillas. Los verdes, con listas púrpuras, sabían a algo parecido a la menta, y algunos amarillos, muy pequeños, a manzana.

    Mientras abría la fruta con un cuchillo de hueso de pescado, tuve tiempo de inspeccionar a Madelon, que se hallaba preparando una pequeña hoguera para asar el pescado de la mañana. Estaba profunda y regularmente bronceada y tenía muy buen aspecto.

    —La vida en este Edén parece sentarte bien —le dije.

    Ella se encogió de hombros y sonrió débilmente.

    —Es agradablemente primitiva y perfecta.
    —En otras palabras, estás cansada de esto.
    —Aquí tenemos de todo —protestó—. Intimidad, comida, belleza, seguridad. Para alguien que se ha criado en arcólogos de tres cuartos de millón de habitantes, esto es intimidad.
    —Es agradable para verlo, pero tú no quieres vivir aquí.

    Madelon me miró por encima de su bronceado hombro.

    —Siempre pudiste leer en mí.

    Colocó otra rama llena de comida sobre la hoguera y se puso en pie, frotándose las manos. Miró a su alrededor y suspiró profundamente.

    —Es hermoso, Brian. Alienígena y, sin embargo... familiar. Cuando Mike lo encontró en el sensatrón, nos pareció perfecto. Teníamos que intentar venir. No sabíamos que no podríamos volver.
    —¿Por qué lo afirmas? ¿Lo has probado?

    Cuando llegamos había un cuadrado de espacio, de espacio negro, justo detrás de nosotros y del tamaño del sensatrón. Colgaba allí en el aire, al alcance de la mano sobre la hierba. Comenzamos a descender de la colina, y yo miré hacia atrás.

    Había subido un poco... Estaba al nivel de la rodilla. Mike echó a correr hacia allí, gritándome que viniera, pero lentamente se elevó y se alejó en dirección este. Cuando nos acercamos allí, no pudimos llegar a él. Después comenzó a volverse gris..., alejándose, y luego transparente, hasta que desapareció. Mike dijo que debía haber perdido fuerza o que estábamos demasiado lejos para conservar un control sobre aquello. De todas formas, se había ido, y aquí estábamos nosotros.

    —Yo no moví el sensatrón y lo conservé encendido. Todavía quedaba una imagen, recorriendo el ciclo...
    —Quizá solamente las cosas se salieron de fase. Después de todo, no sabemos dónde nos encontramos. Podríamos encontrarnos en cualquier lugar.
    —Pero no estamos en cualquier sitio. Estamos aquí.

    En cuanto la necesité, comprendí que tenía almacenada en el fondo de mi mente, donde nunca llega el mundo exterior, una imagen perfecta del mural marciano. Cuando necesité el contacto, lo sentí restablecerse en nanosegundos, midiendo en cierta forma la distancia entre mi mente y el Palacio Estrellado, en razón del tiempo.

    Di un salto.

    —¡Podemos hacerlo! —exclamé—. ¡Podemos regresar!

    La tomé de la mano y la hice ponerse en pie.

    — ¡Hay que encontrar a los demás!

    Bajamos de las rocas a la arena y vi dos figuras en el agua, sumergidas hasta la cintura. Nos saludaron y comenzaron a salir, al ver que corríamos, levantando abanicos de arena dorada.

    Llegamos sin aliento, dirigiéndonos los unos hacia los otros.

    —¿Qué pasa? —dijo Mike, escudriñando las rocas a nuestra espalda.
    —Podemos hacerlo —observé mirando a Nova—. Yo estoy enlazado...; tú también. Lo que debemos hacer es desearlo. ¡Para eso sirve el computador: para ayudar!

    Todos me miraban, tocándonos los unos a los otros, y yo deseé el empuje.

    Hubo un cambio...

    El espacio a nuestro alrededor se adelgazó.

    Vibramos...

    Fluíamos...

    Aquí se convirtió en allí, y después allí fue aquí.

    —¡Dios mío! —musitó Mike.

    Los cuatro, desnudos todavía, colgábamos en un laberinto de espacio a millones de millas por encima de un sol amarillo—anaranjado ardiente. No sentíamos ni frío ni calor y respirábamos con normalidad. Un ambiente seguro resultaba necesario, y era automáticamente proporcionado.

    Con una especie de claridad más allá de los sentidos, todos pudimos ver a nuestro alrededor el sistema solar, la caliente mancha de roca cerca del sol, el segundo planeta rodeado por la niebla, la pelota azul—verde—marrón de la Tierra, el distante Marte; luego los grandes planetas, majestuosos y únicos, y más allá las heladas esferas de metano y roca, el polvo, los asteroides, un cometa entrando en el plano, las primitivas naves espaciales, los desperdicios y las radiaciones, los iones y el viento solar. Todo estaba allí, cada átomo rotulado y catalogado.

    Y más allá, lo más hermoso de todo, la espiral de muchos brazos de nuestra galaxia y las demás galaxias, la flexible materia del espacio extendiéndose, las estrellas que explotaban, las nebulosas resplandecientes, la vida, el tiempo y el no—tiempo.

    «Esto es lo que nos han dejado los marcianos —me dije a mí mismo, y los demás me oyeron—: un instrumento, el instrumento. Lo cogeremos, lo utilizaremos y lo haremos nuestro. Algún día los encontraremos... y aprenderemos cómo la ciencia puede convertirse en arte y el arte en ciencia.»

    —Pueden haber pasado años... siglos... desde que nos... fuimos —era Nova la que hablaba.
    —No importa —observó Mike.

    «Ha sucedido» —pensaba Madelon.
    «Es sólo el principio» —pensé yo.

    Después nos dirigimos hacia la Tierra. Queríamos contarlo todo; luego nos iríamos a otro lugar. Había muchas cosas que hacer y que ver.


    FIN



    Título original inglés: Patron Of The Arts
    Traducción de: Inmaculada De Dios
    Cubierta realizada por: TOM ADAMS
    Copyright © 1974 by William Rotsler.
    Traducción publicada por acuerdo con BALLANTINE BOOKS,
    una división de Random House, Inc.
    Copyright © Para la lengua española,
    EDAF, Ediciones— Distribuciones,
    S. A. Jorge Juan, 30. Madrid, 1977.
    Depósito Legal: M. 27304-1977
    I. S. B. N. 84-7166-532-8
    IMPRESO EN ESPAÑA PRINTED IN SPAIN
    G. Ruimor . Plaza M. Pignatelli, 2 . Madrid—28
    EDAF Ciencia Ficción-15

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