EL COLECCIONISTA (Isaac Asimov)
Publicado en
marzo 09, 2014
MI MUJER —dijo Rubin mientras un temblor de indignación le sacudía la barba rala— ha comprado otro toro.
Las charlas sobre mujeres, y especialmente sobre esposas, se consideraban fuera de lugar en las reuniones estrictamente masculinas de los que de intento se apodaban Viudos Negros, pero los hábitos tardan en desaparecer.
—¿En tu “mini-departamento”? —preguntó Mario Gonzalo, que se hallaba dibujando al invitado de esa noche.
—Es un departamento perfectamente aceptable —replicó Rubin indignado—. Solamente parece pequeño, y no se notaría si ella no acumulara toros de madera, de porcelana, de arcilla, de bronce y de fieltro. Los ha desparramado a lo largo y ancho del departamento, por las paredes, en las repisas, en el piso, suspendidos del techo...
Desde su imponente altura, Avalon agitó su copa lentamente.
—Supongo que necesitará un símbolo de virilidad —dijo.
—¿Teniéndome a mí? —preguntó Rubin.
—Porque te tiene a ti, precisamente —contestó Gonzalo, y tomando la copa que le ofrecía Henry, el eterno e indispensable mozo de los Viudos Negros, se dirigió rápidamente a su asiento para evitar la explosiva respuesta de Rubin.
—Me enteré de que escribirías la Ilíada en quintillas —le decía en ese momento Drake a Halsted.
—Una estrofa por cada canto —dijo éste con evidente satisfacción—, y la Odisea, también.
—Jeff Avalon me recitó la primera en cuanto me vio.
—Ya escribí otra para el segundo canto. ¿Quieres oírla?
—No —dijo Drake.
—Es así:
Un sueño ha visitado a Agamenón.
Y sus planes destruye arteramente.
Las tropas se agitan levemente;
Primero habla Tersites, Odiseo lo acalla con su título
Y el Catálogo de Naves es el próximo capítulo.
Drake lo escuchó impasible.
—Tienes demasiadas sílabas en la cuarta línea.
—No pude evitarlo —dijo Halsted—. Es imposible describir el segundo canto sin mencionar el Catálogo de Naves, y ese verso no puede ser más largo.
—No satisfará a los puristas —dijo Drake sacudiendo la cabeza.
Thomas Trumbull se dirigió a Henry frunciendo el ceño con malevolencia.
—Henry, espero que haya notado que llegué temprano hoy, aunque no presido la reunión de esta noche.
—Claro que lo noté, Sr. Trumbull —dijo Henry, sonriendo cortésmente.
—Lo menos que podría hacer es expresar públicamente su aprobación después de lo que dijo sobre mí la última vez.
—Lo apruebo, señor, pero estaría mal publicarlo. Daría la impresión de que le es difícil llegar a tiempo y nadie creería que usted pueda repetir la hazaña la próxima vez. Si todos hacemos que pase inadvertido, parecerá natural que pueda hacerlo, y así no tendrá dificultad alguna en repetirlo.
—Deme un whisky con soda, Henry, y ahórreme la dialéctica.
En realidad era Rubin quien presidía y su invitado era uno de sus editores, un hombre de cara redonda, impecablemente afeitado y de amable sonrisa. Se llamaba Ronald Klein. Como a la mayoría de los invitados, se le hacía difícil entrar en la conversación general y finalmente se sumergió de cabeza en dirección al único hombre que conocía en la mesa.
—Manny —dijo—, ¿dijiste que Jane había comprado otro toro?
—Así es. Una vaca, en realidad, porque está sentada sobre una media luna, pero es difícil estar seguro. Los que hacen estas cosas pocas veces entran en cuidadosos detalles anatómicos.
Avalon, quien se hallaba trozando delicadamente la ternera rellena, hizo una pausa para decir:
—La manía de coleccionista es algo que se apodera de casi todo hombre de buen vivir. Ofrece muchos encantos: la excitación de la búsqueda, el éxtasis de la adquisición, el gozo de la contemplación posteriormente. Se puede hacer con cualquier cosa. Yo colecciono estampillas.
—Estampillas —saltó Rubin en seguida— es lo peor que se puede coleccionar. Son absolutamente artificiales. Naciones insignificantes las fabrican deliberadamente para conseguir grandes sumas. Las equivocaciones, los errores de imprenta y todo lo demás sirven para crear falsos valores. Todo el negocio está en manos de negociantes y financistas. Si vas a coleccionar, colecciona cosas sin valor.
—Un amigo mío colecciona sus propios libros —intervino Gonzalo——. Hasta ahora ha publicado ciento dieciocho y se dedica a conseguir ejemplares de todas las ediciones, las norteamericanas y las extranjeras, las de bolsillo y las encuadernadas, las abreviadas y las que publica el Club del Libro. Tiene una habitación repleta y dice que es la única persona en el mundo que posee una colección completa de sus obras y que algún día valdrá una inmensa suma.
—Después que muera —dijo Drake lacónicamente.
—Creo que está planeando simular su muerte, vender la colección por un millón de dólares y luego volver ala vida para continuar escribiendo bajo un pseudónimo.
A estas alturas, Klein volvió a intervenir en la conversación.
—Ayer conocí aun tipo que colecciona esos fósforos de cartón que vienen en una especie de sobrecito —dijo.
—Yo los coleccionaba cuando era niño —dijo Gonzalo—. Solía registrar todas las veredas y los callejones para...
Pero Trumbull, que había estado comiendo sumido en un silencio desacostumbrado, alzó la voz repentinamente.
—¡Maldición! ¡Qué banda de charlatanes! Nuestro invitado estaba diciendo algo —gritó—. Señor..., eh... Klein, ¿qué fue lo que dijo?
Klein pareció sorprendido.
—Dije que ayer conocí aun tipo que colecciona esas carteritas o sobrecitos de fósforos de cartón.
—Eso podría ser interesante —dijo Halsted amablemente— si...
—Cállate —rugió Trumbull—. Quiero escuchar eso. —Volvió hacia Klein su rostro bronceado y lleno de arrugas—. ¿Cómo se llama el coleccionista?
—No estoy seguro de acordarme —dijo Klein—. Lo conocí ayer durante un almuerzo. Jamás lo había visto antes. Éramos seis en la mesa y él comenzó a hablar de sus sobrecitos de fósforos. Miren, al principio pensé que estaba loco, pero cuando terminó de hablar yo ya había decidido empezar mi propia colección.
—¿Tenía patillas entrecanas, un poco rojizas? —preguntó Trumbull.
—Hum, sí. Claro que sí. ¿Lo conoce usted?
—Ajá. —dijo Trumbull—. Oye, Manny, sé que tú eres el que preside esta noche y no quisiera atropellar tus derechos...
—Pero lo vas a hacer —dijo Rubin—. ¿Es eso lo que quieres decirme?
—No, no lo voy a hacer, ¡maldita sea! Te estoy pidiendo permiso —dijo Trumbull furioso—. Quisiera que nuestro invitado nos contara sobre su almuerzo de ayer con el coleccionista de fósforos.
—¿En lugar de interrogarlo, quieres decir? Ahora nunca interrogamos a nadie —se quejó Rubin.
—Esto podría ser importante.
Rubin lo pensó un rato con expresión poco satisfecha y luego dijo:
—De acuerdo, pero después del postre... ¿Qué tenemos de postre hoy, Henry?
—Zabaglione, señor, como último toque de esta comida a la italiana.
—Calorías, calorías —gimió Avalon por lo bajo.
Halsted hizo sonar su cuchara mientras revolvía el azúcar de su café e ignoró deliberadamente la opinión categórica de Rubin en el sentido de que cualquiera que agregara algo aun buen café era un salvaje. Finalmente dijo:
—¿Satisfacemos a Tom ahora y hacemos que nuestro invitado nos cuente sobre los sobrecitos de fósforos?
Klein echó una mirada alrededor de la mesa y dijo con una risita:
—Estoy dispuesto a hacerlo, pero no sé si será interesante...
—Yo digo que es interesante —dijo Trumbull.
—Está bien. No voy a discutirle. Yo comencé la conversación, en realidad. Nos encontrábamos en “El Gallo y el Toro” que está en la Avenida...
—Jane insistió en comer allí una nueva vez debido al nombre —dijo Rubin—. No se come muy bien.
—Te voy a estrangular, Manny. ¿A qué viene toda esta cháchara sobre tu mujer, hoy? Si la extrañas, vete a casa.
—Eres el único que conozco, Tom, que puede hacer que cualquier hombre llegue a echar de menos a su mujer.
—Por favor, continúe, Sr. Klein —dijo Trumbull. Klein volvió a comenzar.
—Como decía, yo di pie al tema al encender un cigarrillo mientras esperábamos la carta. En seguida me sentí incómodo. No sé por qué, pero parece que se fuma menos durante las comidas ahora. En esta mesa, por ejemplo, el Sr. Drake es el único que está fumando. Supongo que no le importa...
—No —murmuró Drake.
—A mí sí me importó, sin embargo, de modo que después de unas cuantas pitadas apagué el cigarrillo. Pero no me sentía cómodo, así es que me dediqué a jugar con los fósforos que había usado para encender el cigarrillo: ustedes conocen esos sobrecitos con fósforos de cartón. Aquellos que en los restaurantes se colocan en cada mesa.
—Como propaganda del lugar —dijo Drake—. Sí, sé cuáles son.
—Y este tipo... Ahora me acuerdo de su apellido: Ottiwell. No conozco el nombre.
—Frederick —gruñó Trumbull con cierta oscura satisfacción.
—Entonces, usted lo conoce...
—Lo conozco, por supuesto. Pero continuemos.
—Todavía tenía yo los fósforos en la mano cuando Ottiwell extendió la mano y me pidió si podía verlos, de modo que le di el sobrecito. Lo miró y dijo algo así como “Medianamente interesante. El diseño no es especialmente imaginativo. Ya lo tengo”. Algo así. No recuerdo exactamente sus palabras.
—Eso es algo interesante, Sr. Klein —dijo pensativo Halsted—. Por lo menos usted sabe que no recuerda las palabras exactas. En todas las historias en primera persona, el relator recuerda siempre todo lo que dice cada cual y en el orden en que se dijo. Nunca me pareció muy convincente.
—Es simplemente una convención literaria —dijo Avalon muy serio, mientras sorbía su café—, pero admito que la tercera persona es más conveniente. Cuando se utiliza la primera persona, se sabe que el narrador sobrevivirá a todos los peligros mortales en los que él...
—Una vez escribí una historia en primera persona —dijo Rubin— en la que el narrador moría.
—Lo mismo sucede en esa canción del oeste llamada El paso —dijo Gonzalo.
—En El asesinato de Roger —comenzó a decir Avalon.
En ese momento Trumbull se levantó y dio un puñetazo sobre la mesa.
—¡Qué sarta de idiotas! Juro que voy a matar al próximo que hable. ¿No me creen cuando les digo que esto es importante...? Continúe, Sr. Klein.
Klein parecía cada vez más incómodo.
—Tampoco yo veo que sea importante, Sr. Trumbull. Ni siquiera hay mucho más que contar. Este Ottiwell comenzó a hablarnos sobre los sobrecitos de fósforos. Aparentemente tienen un gran interés para la gente que se dedica a eso. Hay todo tipo de factores que aumentan su valor: no sólo su belleza y escasez, sino también si los fósforos están intactos y si la franja donde se frotan está sin usar. Habló sobre las diferencias en diseño, la ubicación de la franja, el tipo y la calidad de la impresión, si el interior del sobrecito está en blanco o no, etcétera. Siguió y siguió hablando y nada más. Excepto que, como lo dije, lo presentó de manera tan interesante que me fascinó.
—¿Lo invitó a que fuera a su casa para ver su colección?
—No —dijo Klein—. No lo hizo.
—Yo estuve allí —dijo Trumbull, y habiendo dicho esto se echó hacia atrás en su silla con un aire de la más profunda satisfacción.
Hubo un silencio, y mientras Henry distribuía las pequeñas copas de coñac, Avalon dijo con cierta irritación en la voz:
—Si la amenaza de homicidio ha sido levantada, Tom, ¿puedo preguntar cómo era la casa del coleccionista?
Trumbull pareció retornar de algún lejano lugar.
—¿Qué? ¡Oh...! Un lugar extraño. Comenzó a coleccionar cuando era muchacho. Por lo que yo sé, consiguió sus primeros ejemplares en las cunetas y callejones, tal como Gonzalo. Pero en cierto momento, esto se volvió algo serio. Es soltero. No trabaja. No tiene necesidad de hacerlo. Heredó algún dinero y lo invirtió bien, de modo que sólo vive para esos malditos fósforos. Creo que ellos son los verdaderos dueños de su casa y que lo tienen sólo como administrador. Tiene ejemplares premiados sobre las paredes. Enmarcados. Los guarda en carpetas, en cajas, en cualquier lugar. Todo su sótano está repleto de cajones de archivo donde los tiene catalogados por tipo y alfabeto. No se imaginan cuántas decenas de miles de diferentes sobrecitos de fósforos se han hecho en el mundo entero, con cuántas inscripciones diferentes y con qué extrañas peculiaridades. Me parece que los tiene todos. Tiene sobrecitos delgados que contienen sólo dos fósforos, y otros del largo de un brazo en el que caben ciento cincuenta. Tiene fósforos en forma de botella de cerveza y otros como palos de béisbol o bolos. Tiene sobrecitos de fósforos con la cubierta en blanco, sobrecitos con partituras musicales... El idiota tiene incluso una carpeta entera de fósforos pornográficos.
—Eso me gustaría verlo —dijo Gonzalo.
—¿Por qué? —preguntó Trumbull—. Es el mismo material que puedes ver en cualquier lado, excepto que en un fósforo lo puedes quemar y deshacerte de él más rápido.
—Tienes alma de censor —dijo Gonzalo.
—Lo prefiero en carne y hueso.
—Quizás hace tiempo hayas podido... —continuó Gonzalo.
—¿Qué es lo que quieres? ¿Un duelo verbal? Estamos hablando de algo serio.
—¿Qué hay de serio en los sobrecitos de fósforos? —preguntó Gonzalo.
—Te lo diré. —Trumbull recorrió la mesa con la mirada—. Escuchen, banda de papanatas: lo que aquí se dice es siempre confidencial.
—Todos sabemos eso —dijo Avalon secamente—. Si alguien lo ha olvidado habrás sido tú, o de otro modo no tendrías que recordárnoslo.
—El Sr. Klein también tendrá que... —prosiguió Trumbull, pero Rubin lo interrumpió de pronto.
—El Sr. Klein entiende perfectamente. Sabe que nada de lo que aquí sucede debe ser, nunca y bajo ninguna circunstancia, repetido fuera de este lugar. Yo respondo por él.
—Muy bien. De acuerdo —dijo Trumbull—. Voy a contarles lo menos posible. Les juro que no les habría dicho nada si no hubiera sido por el almuerzo que Klein tuvo ayer. Es algo que simplemente me irrita. Hace meses que me persigue... en realidad, más de un año. Y ya que ha surgido...
—Mira —dijo Drake secamente—: hablas o te callas.
Trumbull se frotó los ojos molesto.
—Alguien está entregando información —dijo.
—¿De qué clase? ¿Dónde? —preguntó Gonzalo.
—No importa. No quiero decir exactamente que sea el gobierno, ni que haya agentes extranjeros implicados. Ustedes entienden. Quizá sea espionaje industrial, quizá se trate del robo del código que utiliza en su juego el equipo de béisbol New York Mets. Quizá se trate de trampas en un examen, como el problema que Drake trajo aquí hace un par de meses. Llamémoslo simplemente un escape de información.
—De acuerdo —dijo Rubin—. ¿Y quién está implicado? ¿Ese tal Ottiwell?
—Estamos bastante seguros.
—Entonces deténgalo.
—No tenemos pruebas —dijo Trumbull—. Todo lo que podemos hacer es evitar que le llegue información, pero tampoco queremos hacer eso... totalmente.
—¿Por qué no?
—Porque no se trata de quién es el tipo, sino de cómo lo hace. Si lo detenemos y no sabemos qué método utiliza, entonces alguien tomará su puesto. Las personas son lo de menos. Es el modus operandi lo que nos interesa.
—¿Tienen alguna idea de cómo lo hace? —preguntó Halsted, parpadeando lentamente.
—Son los sobrecitos de fósforos. ¿Con qué otra cosa podría ser? Tiene que ser eso. Toda nuestra evidencia apunta hacia Ottiwell y éste es un loco que colecciona sobrecitos de fósforos. Tiene que haber una relación.
—¿Quieres decir que comenzó a coleccionar sobrecitos de fósforos para poder...?
—No, los ha coleccionado toda su vida. No hay duda sobre eso. Formar la colección que posee ahora debe de haberle llevado cerca de treinta años. Pero una vez reunida esa colección, cuando de algún modo ya lo habían reclutado para transmitir información, es indudable que debió de idear un plan que implicara a los fósforos.
—¿Qué plan? —preguntó Rubin impaciente.
—Eso es lo que no sé. Pero es así. En cierto modo, los sobrecitos de fósforos son perfectos para esa tarea. Por su propia naturaleza, ya llevan mensajes en su interior; y si son cuidadosamente elegidos, no necesitan ser alterados. Tome, por ejemplo, el restaurante en que se encontraban ustedes ayer, Klein, “El Gallo y el Toro”. En la cubierta de los sobrecitos de fósforos seguramente decía “El Gallo y el Toro”.
—Es probable, pero no me fijé.
—Estoy seguro. Bien, si usted quiere enviar algún mensaje en código, envía uno de ésos por correo o desprende la tapa del sobrecito y lo manda.
—Esas son tonteras —intervino Gonzalo—. Perdona, Manny; pero repara, Tom, que cualquiera que envíe por correo sobrecitos de fósforos, o tapas de sobrecitos, debe suponer que pueden descubrirlo. Inmediatamente se ve que hay algo raro.
—No necesariamente. Puede ser que haya una razón valedera para enviar sobrecitos de fósforos.
—¿Cuál, por ejemplo?
—Los coleccionistas de sobrecitos de fósforos lo hacen. Se escriben entre sí y los intercambian. Se envían sobrecitos de fósforos unos a otros. Quizás un tipo necesita uno de “El Gallo y el Toro” para completar una colección de animales en la que está interesado, ya su vez envía un sobrecito pornográfico para alguien que se especializa en ese rubro artístico.
—¿Y Ottiwell intercambia? —preguntó Avalon.
—Por supuesto.
—¿Y nunca han logrado interceptar nada de lo que envía por correo?
Una expresión de desprecio apareció en el rostro de Trumbull.
—Por supuesto que sí. Muchas veces. Lo interceptamos, lo revisamos cuidadosamente y luego lo enviamos.
—Y al hacerlo así —dijo Rubin, mirando a la lejanía— interfirieron en las comunicaciones postales de los Estados Unidos de América. Tratándose sólo de un problema del código de un equipo de béisbol eso es fácil de hacer.
—¡Oh, por amor de Dios! —dijo Trumbull—. Trata de no ser tan bestia por quince minutos al menos, Manny. Aunque no sea más que por la novedad. Sabes que mi especialidad son los códigos y claves. Sabes, que suelo ser consultado por el gobierno y que tengo relaciones allí. Naturalmente, están interesados. Lo estarían aunque no fuese más que un caso de chismes de barrio, y no he dicho que sea más que eso.
—¿Por qué? —preguntó Rubin—. ¿Desde cuándo estamos tan científicos para descubrir chismes?
—Es simple si uno se detiene a pensarlo. Cualquier sistema para transmitir información que no pueda ser descifrado -cualquiera que sea esa información- es sumamente peligroso. Si funciona y se lo utiliza para algo carente por completo de importancia, más tarde puede ser empleado para algo vital. El gobierno no desea que ningún sistema para transmitir información permanezca indescifrable, a menos que esté bajo su propio control. Eso tiene sentido y espero que lo entiendan.
—Está bien —dijo Drake—. De modo que ustedes estudiaron los fósforos que ese Ottiwell envía por correo. ¿Y qué descubrieron?
—Nada —gruñó Trumbull—. No pudimos sacar nada en limpio. Estudiamos esos maditos mensajes de propaganda de cada sobrecito y no sacamos nada.
—¿Quiere decir que los estudiaron para ver si las iniciales de cada unas de las palabras de las tapas formaban una palabra, o algo por el estilo? —preguntó Klein con interés.
—Si se tratara del intercambio de un chico de seis años, sí, eso es lo que habríamos intentado descubrir. No; fuimos bastante más sutiles que eso y no logramos nada.
—Bueno —dijo Avalon tristemente—, si no pueden encontrar nada en las leyendas impresas en ninguno de los sobrecitos que envía... quizá sea una pista falsa.
—¿Quieres decir que no son los sobrecitos de fósforos?
—Así es. Puede ser que eso sea para distraer. Este hombre tiene los sobrecitos de fósforos a mano y es un coleccionista de verdad, de manera que hace resaltar todo lo posible su colección para atraer toda la atención que puede. Se la muestra a cualquiera que quiera verla... ¿Cómo lograste verla tú, Manny?
—Él me invitó. Yo cultivé su amistad.
—Y él te correspondió. Este es un hombre que se merece cualquier cosa que le pase. Nunca cultives mi amistad, Tom.
—Nunca lo he hecho... Mira, Jeff, sé lo que quieres decir. Ayer le habló a Klein acerca de los sobrecitos de fósforos. Se lo cuenta a todos. Le enseña su colección a quienquiera que esté dispuesto a ir hasta Queens. Por eso le pregunté a Klein si lo había invitado a su casa. Con toda esa cháchara, toda esa auto-propaganda, todo ese brillo y ese ruido no te sorprendería, supongo, que utilizara algún recurso que no tuviera nada que ver con los sobrecitos de fósforos. ¿No es cierto?
—Cierto —dijo Avalon.
—No es cierto —dijo Trumbull—. Simplemente no lo creo. Él no miente. Es verdaderamente un fanático de los sobrecitos de fósforos que no tiene nada más en la vida. No tiene ninguna razón ideológica para correr el terrible riesgo que realmente está corriendo. No está comprometido con el sector para el que trabaja, sea éste nacional, industrial o local... y sigo sin decir cuál es. No tiene ningún interés en eso. Son solamente los sobrecitos de fósforos. Ha elaborado una forma de utilizar sus malditos fósforos en algo novedoso y ésa es su gloria.
—Escuchen —dijo Drake saliendo de su ensoñación—. ¿Cuántos sobrecitos de fósforos envía por correo cada vez?
—No se sabe. En los casos en que los hemos interceptado nunca ha habido más de ocho, y no los envía realmente muy seguido. Debo admitir eso.
—Muy bien. ¿Cuánta información puede transmitir en unos pocos sobrecitos de fósforos? No puede utilizar los mensajes literalmente o indirectamente. Tiene que ser algo sutil, y quizá cada sobrecito pueda significar una palabra, o quizá sólo una letra. ¿Qué se puede hacer con eso?
—Mucho —dijo Trumbull indignado—. ¿Qué es lo que crees que se necesita en estos casos? ¿Una enciclopedia? Sea quien fuere el que busca información, simplón, ya la tiene casi toda para comenzar. Le faltan sólo algunos puntos claves y eso es todo lo que necesita. Por ejemplo, supongamos que estamos en la Segunda Guerra. Alemania tiene noticias de que algo grande está sucediendo en los Estados Unidos. Llega un mensaje con sólo dos palabras: “Bomba atómica”. ¿Qué más necesita Alemania? No existía la bomba atómica en ese tiempo, por supuesto, pero cualquier alemán con educación secundaria tendría una cierta idea en base a esas dos palabras y un científico alemán tendría una muy buena idea de lo que significan. Entonces llega un segundo mensaje: “Oak Ridge, Tenn”. Todo eso sumaría veinticuatro letras en total, tomando en cuenta ambos mensajes, y habría cambiado la historia del mundo.
—¿Quieres decir que este tipo, Ottiwell, está transmitiendo información como ésa? —preguntó Gonzalo, espantado.
—¡No! Ya les dije que no —contestó Trumbull irritado—. Él no tiene ninguna importancia en ese sentido. ¿Creen que les estaría contando esto si fuese así? Es simplemente que el modus operandi puede ser utilizado para eso, así como para cualquier cosa, y es por eso que tenemos que descifrarlo. Además, está mi reputación. Yo digo que está usando los sobrecitos de fósforos y no puedo demostrar cómo. ¿Creen que me gusta eso?
—Quizás haya alguna escritura secreta en el interior de los sobrecitos de fósforos —dijo Gonzalo.
—Revisamos eso, como es de rutina, pero no hay nada. Si así fuera, ¿para qué molestarse utilizando los fósforos? Podría hacerse en cartas comunes y atraería mucho menos atención. Es cuestión de psicología. Si Ottiwell usa sobrecitos de fósforos, tiene que usar un sistema que puede servir sólo con sobrecitos de fósforos, y eso significa que utiliza sólo los mensajes que ya figuran en ellos... de algún modo.
—Imagino que ha comenzado todo esto —interrumpió Klein— sólo por mencionar el almuerzo de ayer. ¿Tiene una lista de los sobrecitos de fósforos que él ha enviado? Si usted tiene una fotocopia podríamos mirarla y...
—¿Y descubrir el código que yo no encontré? ¿Verdad? —dijo Trumbull—. Vean, desde que Conan Doyle enfrentó a Sherlock Holmes con los chambones de Scotland Yard, parece haber quedado la noción de que los profesionales no pueden hacer nada. Les aseguro que si yo no puedo hacerlo...
—Bien, pero, ¿y Henry? —preguntó Avalon. Henry, quien había estado escuchando seriamente, con una expresión de interés en su rostro sesentón y sin arrugas, sonrió brevemente y sacudió la cabeza.
Pero un pensamiento pareció cruzar por el rostro de Trumbull.
—Henry —dijo—. Me olvidé de Henry. Tienes razón, Jeff. Es el más inteligente de todos, lo que normalmente sería un cumplido si ustedes no fuesen la sarta de tontos que son. Henry —prosiguió—, usted es el hombre honrado. Usted puede ver la deshonestidad del mundo sin tener la vista nublada por su propio deseo de delinquir. ¿Está de acuerdo conmigo en esto? ¿Cree que, de estar implicado este tipo, Ottiwell, en este trabajo, sólo lo haría por utilizar sus sobrecitos de fósforos de modo que presentaran una utilidad particular, o no?
—En realidad —dijo Henry levantando los platos que quedaban—, concuerdo con usted, Sr. Trumbull.
Trumbull sonrió.
—Aquí tenemos las palabras de un hombre que sabe de lo que está hablando.
—Porque está de acuerdo contigo —dijo Rubin.
—No estoy totalmente de acuerdo con el Sr. Trumbull, sin embargo... —añadió Henry.
—¡Ajá! ¿Qué dices ahora, Tom?
—Lo que siempre digo —dijo Trumbull—: que tus silencios son lo mejor de ti.
—¿Puedo pronunciar un discursito? —preguntó Henry.
—Un momento —intervino Rubin—. Yo soy el que preside todavía, y en este momento me reintegro a mi cargo. Yo decido el procedimiento a seguir y resuelvo que Henry pronuncie un discursito y que el resto de nosotros se quede callado, excepto para contestar las preguntas de Henry o para hacer preguntas que estén directamente relacionadas con el caso. Me refiero particularmente a Tom-Tom, el tambor, en eso de guardar silencio.
—Gracias, Sr. Rubin —dijo Henry—. Señores, con ocasión de sus reuniones mensuales, yo los escucho con el mayor interés. Es evidente que todos ustedes experimentan inocentemente un gran placer al flagelarse mutuamente con palabras. Pero no pueden flagelar a un invitado, sin embargo; de modo que todos ustedes tienen tendencia a ignorarlo y entonces no lo escuchan cuando habla.
—¿Hemos hecho eso? —preguntó Avalon.
—Sí; y me parece, Sr. Avalon, que en consecuencia pueden haber perdido un punto muy importante. Dado que, por lo general, a mí no me corresponde hablar, los escucho a todos imparcialmente, incluyendo al invitado, y por lo que parece oí lo que el resto de ustedes no oyó. Sr. Rubin ¿me permite hacerle algunas preguntas al Sr. Klein? Puede ser que las respuestas no sirvan, pero hay una pequeña posibilidad...
—Por supuesto —concedió Rubin—. Había que interrogarlo, de todos modos. Adelante.
—No será un interrogatorio —objetó Henry suavemente—. ¿Sr. Klein?
—Sí, Henry —contestó éste sonrojándose levemente de satisfacción al transformase en el verdadero centro de la atención.
—Se trata de esto solamente, Sr. Klein: cuando usted comenzó a contar, más bien sucintamente, la historia de su almuerzo de ayer, dijo -yo tampoco puedo repetir las palabras exactas- algo así como que pensó que él estaba loco, pero que hizo que todo aquello pareciera tan interesante que, cuando terminó, usted había decidido comenzar su propia colección de sobrecitos de fósforos.
—Así es —dijo Klein asintiendo—. Es un poco tonto, supongo. Indudablemente que no pienso llegar a hacer como él. No me refiero al espionaje; quiero decir a tener esa inmensa colección que él posee.
—Sí —dijo Henry—; pero mi impresión fue que usted se sintió impulsado a coleccionar en ese mismo momento. Por casualidad, ¿tomó usted el sobrecito de fósforos del restaurante al finalizar el almuerzo?
—Así es —dijo Klein—. Me siento un poco avergonzado ahora que lo pienso, pero lo hice.
—¿De qué mesa, señor?
—De la nuestra.
—¿Quiere decir que recogió el sobrecito de fósforos con el que estuvo jugando y que usted le dio a Ottiwell? ¿Más tarde lo pusieron sobre la mesa y usted lo recogió?
—Sí —dijo Klein, repentinamente a la defensiva—. No hay nada de malo en eso, ¿no? Están ahí para los clientes que van a comer, ¿no es así?
—Por supuesto, señor. En esta misma mesa tenemos sobrecitos de fósforos de los que ustedes pueden servirse. Pero, Sr. Klein, ¿qué hizo con los fósforos después que los recogió?
Klein pensó un momento.
—No sé. Es difícil recordar. Los puse en el bolsillo de mi chaqueta o en el de mi abrigo, después de retirarlo del guardarropa.
—¿Hizo algo con el sobrecito una vez que llegó a casa?
—En realidad, no. Lo olvidé totalmente. Todo el asunto de los sobrecitos de fósforos se me había ido de la cabeza hasta que Manny mencionó lo de su mujer y su colección de toros.
—¿Lleva ahora la misma chaqueta que ayer?
—No, pero llevo el mismo abrigo.
—¿Quiere mirar en el bolsillo del abrigo y ver si los fósforos están ahí?
Klein desapareció en el guardarropa privado que los Viudos Negros utilizaban en ocasión de sus reuniones.
—¿Qué es lo que busca, Henry? —preguntó Trumbull.
—Probablemente nada. Estoy jugando a una posibilidad remota y ya tuvimos una esta noche.
—¿Cuál es?
—Que el Sr. Klein haya almorzado con un hombre que resulta ser alguien a quien usted ha venido siguiendo y que usted descubra eso al día siguiente. Pedir dos probabilidades como ésta tal vez sea un poco excesivo...
—Aquí está —dijo Klein alegremente, regresando con un pequeño objeto en alto—. Lo encontré.
Lo arrojó sobre la mesa y todos se levantaron para mirarlo. Decía “El Gallo y el Toro” en letra semi-antigua y había un pequeño dibujo de una cabeza de toro con un gallo parado en uno de sus cuernos. Gonzalo estiró la mano para tomarlo.
—Si me permite, Sr. Gonzalo —dijo Henry—. Creo que nadie debiera tocarlo todavía... Sr. Klein, ¿éste es el sobrecito de fósforos que estaba en su mesa, el que usted utilizó para encender un cigarrillo y el que el Sr. Ottiwell luego usó para demostrar algunos puntos sobre el lugar donde está ubicada la franja para raspar las cerillas, etcétera?
—Sí.
—¿Y él lo puso sobre la mesa y usted lo recogió?
—Sí.
—¿Se fijó usted, por casualidad, cuántos fósforos había en el sobrecito cuando usted encendió el cigarrillo?
Klein pareció sorprendido.
—No lo sé. No me fijé.
—Pero sea como fuere, ¿usted arrancó un fósforo para encender su cigarrillo?
—Oh, sí.
—De modo que si hubiera habido un sobrecito completo para comenzar, ahora faltaría uno. Ya que éste parece un sobrecito común de treinta fósforos, no puede haber más de veintinueve ahora... y quizá menos.
—Supongo que sí.
—¿Y cuántos fósforos hay en él ahora? ¿Quiere mirar y ver?
Klein hizo una pausa y luego abrió el sobrecito. Lo miró fijamente bastante tiempo y luego dijo:
—No ha sido tocado. Tiene los treinta fósforos. Déjeme contarlos... Sí, hay treinta.
—¿Pero usted lo recogió de la mesa y le pareció realmente que era el sobrecito de fósforos que había usado? ¿No lo recogió de otra mesa, simplemente?
—No, no, eran nuestros fósforos. O por lo menos yo estaba convencido de que lo eran.
—Muy bien. Si ustedes, señores, quieren tener la amabilidad de mirarlos ahora, por favor, háganlo. Si se fijan, no hay ninguna marca sobre la franja de raspar, no hay señales de que se haya encendido un fósforo.
—¿Quiere decir que este Ottiwell sustituyó el sobrecito de fósforos que había en la mesa por éste? —preguntó Trumbull.
—Pensé que tal cosa era posible tan pronto como usted dijo que estaba pasando información. Concordaba con usted, Sr. Trumbull, en que el Sr. Ottiwell haría uso de los sobrecitos de fósforos. Me parecía que, psicológicamente, correspondía. Pero también concordaba con el Sr. Avalon en que podía utilizar algo para distraer la atención. Sólo que el Sr. Avalon no vio la posible sutileza de esta distracción.
—Por estar demasiado corrupto yo mismo para poder ver con claridad —suspiró Avalon—. Ya sé.
—Al concentrarse en su colección —dijo Henry— y en su intercambio postal de sobrecitos de fósforos, lo hizo caer en la trampa a usted, Sr. Trumbull. Sin embargo, me parecía que el Sr. Ottiwell estaba implicado con los sobrecitos de fósforos más allá de su colección. Cada vez que come en un restaurante decente, que debe de ser a menudo, debe de estar cerca de un sobrecito de fósforos. Incluso, si se encuentra con otros, le ha de ser fácil sustituir el sobrecito de fósforos que hay en la mesa por otro. Una vez que él y el resto del grupo se marchan, un cómplice lo recoge.
—Esta vez, no —dijo Rubin sardónicamente.
—No; esta vez, no. Cuando el grupo se fue, en la mesa no había fósforos. Esto nos lleva a ciertas molestas conclusiones. ¿Lo han seguido, Sr. Klein?
Klein pareció alarmado.
—¡No! Al menos... al menos... no sé. No noté a nadie.
—¿Algún ratero que se haya interesado en sus bolsillos?
—¡No! Ninguno, que yo sepa.
—En ese caso puede ser que no estén seguros de quién lo tomó. Después de todo había cuatro personas, además de usted y Ottiwell; o también puede ser que los recogiera el mozo. Además, quizá piensen que la pérdida de un sobrecito de fósforos causará muchos menos trastornos que el intento de recuperarlo. O, si no, estoy equivocado desde el comienzo hasta el final.
—No se preocupe, Klein. Haré que no le quiten la vista de encima por un tiempo —dijo Trumbull, y prosiguió—: Veo qué quiere decir Henry. Hay docenas de sobrecitos de fósforos en cualquier restaurante, en cualquier momento, todos idénticos. Ottiwell pudo fácilmente haber recogido uno o dos en una visita anterior -o una docena- y luego usarlos como sustitutos. ¿Quién lo notaría? ¿A quién le preocuparía? ¿Y usted sugiere ahora que un pequeño sobrecito de fósforos puede transmitir información?
—Indudablemente me parece una posibilidad casi cierta —dijo Henry.
—Pero, ¿cómo funciona? —inquirió Trumbull. Dio vueltas al sobrecito de fósforos de un lado y del otro—. Es un sobrecito de fósforos igual al resto, simplemente. Dice “El Gallo y el Toro” además de un teléfono y una dirección. ¿Dónde podría haber alguna información en éste que los otros no tengan?
—Tendríamos que mirar en el lugar adecuado —dijo Henry.
—¿Y cuál podría ser? —preguntó Trumbull.
—Me atengo a lo que usted dijo, señor —dijo Henry—. Usted decía que, seguramente, el Sr. Ottiwell usaría el sobrecito de fósforos de modo que sirviera por sus cualidades únicas, y yo estuve de acuerdo. Pero ¿qué hay de único en los mensajes que aparecen en los sobrecitos de fósforos? En casi todos los casos es sólo material de propaganda que se puede encontrar en una infinidad de lugares, desde las tapas de las cajas de cereal hasta el interior de las portadas de las revistas.
—Bueno, ¿y entonces?
—Sólo hay algo único en cada sobrecito de fósforos: los que contiene. En un sobrecito común hay treinta fósforos que parecen estar distribuidos en un sistema no muy complicado. Si usted estudia la base donde vienen implantados los fósforos, sin embargo, verá que hay dos pedacitos de cartón de los cuales se desprenden quince fósforos. Si usted los cuenta de izquierda a derecha, comenzando por la hilera inferior y después la hilera superior, puede asignarle a cada fósforo un número definido e inequívoco del 1 al 30.
—Sí —dijo Trumbull—, pero todos los fósforos son idénticos entre sí, idénticos a los fósforos de otros sobrecitos del mismo tipo. Los fósforos de este sobrecito son comunes.
—Pero, ¿tienen que permanecer idénticos, señor? Supongamos que usted arrancó un fósforo... cualquier fósforo. Habría treinta maneras diferentes de arrancar un fósforo. Si usted sacara dos o tres fósforos, habría muchas otras maneras.
—No falta ningún fósforo aquí.
—Era simplemente para explicarle cómo funciona. Arrancar fósforos sería una manera muy primitiva de diferenciarlos. Suponga que ciertos fósforos tengan pequeñas perforaciones con una aguja, o raspaduras, o una pequeña gota de pintura fluorescente en la punta, que fuera visible sólo a la luz ultravioleta. Con treinta fósforos, ¿cuántas combinaciones diferentes podrían hacerse marcando cualquier cantidad de fósforos, desde ninguno hasta treinta?
—Yo les diré cuántas —interrumpió Halsted—. Dos elevado a treinta, son... ¡oh, un poco más de mil millones! ¡Mil millones! Y si uno también marcara o dejara de marcar el interior del sobrecito, justo debajo de los fósforos, esa cifra podría llegar al doble, a los dos mil millones.
—Bien —dijo Henry—. Si aun sobrecito de fósforos en particular le asignamos cualquier número desde cero hasta dos mil millones, estos números podrían transmitir una cantidad considerable de información codificada, quizás.
—Fácilmente hasta seis palabras —dijo Trumbull pensativamente—. ¡Maldición! —gritó poniéndose de pie de un salto—. Denme esa cosa. Me voy ahora mismo.
Fue corriendo hacia el guardarropa y volvió, luchando por ponerse el abrigo y gritando:
—Su abrigo, Klein, viene conmigo. Necesito su declaración y estará más seguro.
—Puedo estar bastante equivocado, señor —dijo Henry.
—¡Qué va a estar equivocado! Tiene toda la razón; sé que es así. Todo este asunto encaja en una serie de detalles que usted no conoce... Henry, ¿consideraría la posibilidad de entrar en este tipo de cosas? Profesionalmente, quiero decir.
—¡Eh! —gritó Rubin—. No te atrevas a quitarnos a Henry.
—No hay cuidado, Sr. Rubin —dijo Henry tranquilamente—. Encuentro esto mucho más entretenido.
Fin