Publicado en
febrero 09, 2014
Su Majestad, a la caza, a punto de girar las patas hacia adelante para atrapar su presa.
Condensado del libro de Dan True.
Hace varios años, cuando Dan True estableció su residencia en el Rancho Currie, en el Cañón de Palo Duro, cerca de Amarillo (Tejas), no esperaba sino filmar las tierras vírgenes y la fauna silvestre del cañón. True, naturalista aficionado, se interesaba especialmente por el águila real (Aquila chrysaétos)... y acabó por convertirse no sólo en fascinado observador, sino en padre adoptivo y partícipe en la diaria lucha de tal ave por la existencia.
Lo que obtenemos de su singular experiencia es la narración de la vida íntima de una espléndida ave, de sus inevitables fracasos ante las rígidas leyes de la naturaleza, y de sus momentos de triunfo en el noviazgo, en el apareamiento, el parto y en el dominio del aire.
Por DAN TRUE (es el realizador de un programa semanal sobre la fauna silvestre para la estación de televisión KOB-TV, de Albuquerque (Nuevo México), a la que sírve también de meteorólogo. "A Family of Eagles" ("Una familia de águilas") es su primer libro Publicado.)
UNA PRADERA cubierta de hierba es el origen de un cañón de 160 kilómetros de extensión, abierto en las llanuras de la región estadounidense conocida por Panhandle (en el estado de Tejas). La boca de la cañada es bastante sencilla: una serie de zanjas o fosos que van a converger en una incisión común de mayor profundidad. A poco más de un kilómetro, la erosión ha cincelado el tajo hasta darle las dimensiones de una quebrada. Más allá, esta se desploma de súbito 200 metros llanura abajo a través de 1.600 metros y se le conoce con el nombre de Cañón de Palo Duro.
En el escarpado corazón del Cañón de Palo Duro se extiende el Rancho Currie. Aquí, en estas 6.475 hectáreas situadas a sólo 13 kilómetros al sudeste de Amarillo, el tiempo y el progreso se han detenido; la garganta es lo bastante silenciosa para que el lobo avance calladamente por las sendas flanqueadas de cedros; lo bastante alejada para que los ciervos pasten en paz; y tan tranquila que el águila construye allí su nido.
El apacible anochecer de abril señalaba el comienzo de mi tercera semana de vivir en el rancho. A corta distancia de allí, a mi derecha, corría el borde del cañón. Delante de mí, y de mi cámara cinematográfica, una manada de antílopes berrendos (Antilocapra americana) rumiaban bajo la mirada vigilante de un ciervo macho. El Sol, al ponerse, parecía pintar el cielo de gasas rosadas y azules de un artista. Ya estaba listo para empezar a filmar cuando un águila real pasó en picada por el lado derecho de mi campo visual.
El águila había recogido sus alas en forma de delta. Volaba a una velocidad probable de 160 k.p.h. Desvié los prismáticos para examinar el camino que se extendía por delante del rumbo seguido por el ave. Una liebre cruzaba, zigzagueando, el lugar. El águila se lanzó contra ella rápidamente. En el último instante, el veloz roedor se deslizó por un arroyo de escaso fondo y desapareció de cabeza en un bosquecillo de cedros.
Cuando el ave se elevaba sobre los cedros, apareció otra águila real, mayor que la primera, y se posó entre los árboles. Por su mayor tamaño, reconocí en ella a una hembra; ya había aprendido que entre las aves rapaces, las hembras son más grandes que los machos. El macho se elevó a mayor altura en el firmamento, hasta quedar revoloteando en círculos unos 30 metros por encima de los cedros. La hembra desplegó las alas, anadeó hacia los árboles, y con el pico abierto y sibilante, se arrojó contra el matorral. La liebre saltó serenamente hacia el otro lado de este.
Luego de escudriñar por un momento, la hembra se volvió contrariada, se encaró al viento, dio dos o tres saltitos, y alzó el vuelo. Resultado: la liebre, un punto; las águilas, cero.
Mientras observaba a las águilas con mis prismáticos, comprendí que los antílopes que tenía yo delante quizá se alejaron y que me estaba perdiendo la oportunidad de lograr un buen filme. Sin embargo, no podía dejar de observar a las águilas que volaban en círculo. De pronto, el macho plegó las alas y se lanzó en picada hacia un halcón de cola roja (Buteo jamaicensis) que volaba a baja altura a lo largo de la orilla. Cuando el águila arremetió, recordé un encuentro que había presenciado cuando cursaba el quinto año de enseñanza primaria, cerca de Ruidoso (Nuevo México ), lugar en el que vivía. Una tarde yo tenía una cometa en el aire, cuando esta fue atacada por un águila, que le destrozó con las garras sus alas de papel y sus largueros de abeto. Mis amigos, los vecinos y mi madre lanzaron exclamaciones al ver las ruinas de mi cometa, y mís deseos de saber acerca de las águilas se avivaron por breve tiempo. Sin embargo, tres días después nos mudamos a Illinois.
Y ahora, sobre el borde del Cañón de Palo Duro, el águila flagelaba con sus garras al gavilán. Este se volvió hábilmente y se alejó aleteando barranca arriba. Tras una corta persecución, el águila abandonó la empresa y remontó el vuelo para reunirse con la hembra. Aquella defensa territorial me llevó a decirme: Ahora comprendo por qué mi cometa fue arrojada al suelo.
Entre tanto, los antílopes se habían alejado del campo visual de mi cámara. Emprendí el regreso al rancho.
La vereda doblaba hacia el primero de cinco recodos que unen la pared de la cañada al fondo de esta, corriendo entre peñascos del tamaño de un automóvil. En el curso de las dos últimas semanas aprendí a cobrar cariño a la cañada: a la turbulenta libertad de su caída más allá de la pradera y el desembarazado alcance de su anchura.
Cuando iba llegando a la sección principal del rancho, una construcción de piedra natural que tiene sólo una planta, oí repiquetear el teléfono. Quien llamaba era Douglas Grayson, muchacho de 19 años, que vivía en White Deer (Tejas), 69 kilómetros al nordeste de Amarillo. En mis recorridos por el Pan-handle había oído hablar de él. Era cetrero, por lo que no me simpatizaba, aun cuando no nos conocíamos. La presunción y el orgullo de los halconeros, amigos de alterar el natural instinto para la caza que tiene un ave silvestre nada más por matar sin objeto, era cosa que me desagradaba.
Me dijo por teléfono que le había interesado mucho mi último programa en la televisión acerca de la naturaleza, y que me llamaba porque tenía un problema. Iba a enrolarse en el Ejército. ¿No me interesaría en ayudarlo a devolver su águila real, de cuatro años a su medio silvestre?
Atrajo mi atención. En la paz de la noche, se me ocurrió que después de 46 años, tal vez se me ofrecía la oportunidad de conocer estrechamente al águila.
TACTICAS AGUILEÑAS
A LA mañana siguiente, al momento de estrechar la mano de Douglas, me juzgué un necio por lo gratuito de la opinión que de él me formara. Era un muchacho tímido, cortés, de ojos azules y cabellos rubios, que se hacía simpático al instante. Sin pérdida de tiempo me preguntó: "¿Quiere usted conocer a Sandose?"
Douglas se caló un raído guante de cuero. Sobre este se puso un guantelete o manopla de piel de borrego que le cubría el guante casi hasta el codo. Con amoroso cuidado, colocó a Sandose a quien traía cubierta con un capuchón en el puño. Al mismo tiempo que le hablaba al ave en tono tranquilizador, ató entre los dedos de su mano las pihuelas de las emplumadas patas del águila.
Ya asegurada el ave con las pihuelas, o correas de cuero, Douglas le retiró con pericia el capuchón. El águila sacudió la cabeza y miró a su alrededor. Los vivos ojos del ave, de intensas y negras pupilas, parecían ser de oro ambarino.
"¿Ves algo, Sandose?", le preguntó. Luego, dirigiéndose a mí, me explicó:
—Los ojos de Sandose son dos o cuatro veces más penetrantes que los humanos.
El joven alzó en alto a su águila. Sandose desplegó las alas, mostrando una superficie de sustentación que era una maravilla de gracia curva.
—Es bellísima —susurré, inquiriendo luego—: ¿Qué envergadura tiene?
—Ciento ochenta y ocho centímetros.
Bajó al ave, se acuclilló y apoyó el brazo sobre la rodilla.
—¿Cuánto pesa?
—La conservo en un peso de tres kilos... el conveniente para cazar —respondió, acariciando a su águila—. Quisiera lanzarla al aire una vez más. ¿Tiene usted tiempo?
Sacudí la cabeza afirmativamente.
En tanto tomábamos recodo arriba, le conté lo del par de águilas que había visto el día anterior, buscando qué cazar, y le pregunté hasta qué distancia del borde del cañón creía él que deberíamos llegar para evitar invadir el territorio de la pareja de aves.
—De acuerdo con un estudio hecho en una región de ganado lanar en Montana —me explicó—, una pareja de águilas reales reclama para sí una extensión de aproximadamente 26 kilómetros cuadrados.
A cinco kilómetros del borde, un conejo dejó de pastar al abrigo de un mezquite (Prosopis fuliflora) que se alzaba delante de nosotros y escapó. Sin hacer ruido, nos apeamos del auto y nos dirigimos hacia el mezquital. Al reaparecer el roedor, Douglas lanzó a Sandose al aire. El águila tomó velocidad y sus pihuelas flotaban al aire. Parecía apuntar ligeramente a la derecha del conejo, como si esperase obligarlo a virar hacia la izquierda. Sandose llegó a distancia de acometer, manteniéndose siempre un poco a la derecha. Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, se desvió hacia la izquierda. El roedor viró a su izquierda, directamente en la línea de vuelo del ave. Fue un golpe sencillo para Sandose, y quedé maravillado de la táctica seguida por ella.
Cuando nos acercamos al ave, Douglas sacó de su mochila un trozo de carne. Hablándole suavemente, buscaba llamar su atención con el alimento, al tiempo que deslizaba la mano, cubierta con guante y manopla, bajó el águila. Con destreza, le dio a Sandose el trozo de carne, a la vez que ataba las pihuelas y hacía que pasara sus garras del conejo al guante.
Una vista del Cañón de Palo Duro desde el nido de las águilas.
EN LAS GARRAS DEL AGUILA
YA DE vuelta en el rancho, Douglas instaló a Sandose en el gallinero y entre los dos tendimos un alambrado de una parte a otra de un patio antiguamente reservado a las gallinas. El patio sería un buen albergue provisional para Sandose.
El águila paseó la mirada por cuanto la rodeaba y al parecer fijó su atención en el borde del risco que se alzaba a nuestras espaldas. Douglas se volvió hacia mí.
—¿Quiere usted que deje aquí mi guante y mi manopla? Probablemente Sandose venga a buscarlo a usted durante unos días.
¿Por qué no?, me dije. Aun cuando no sentía deseos de convertirme en cetrero no me disgustaba la idea de fingir durante uno o dos días que lo era.
—Le enseñaré cómo tratarla —añadió Douglas.
Me calé el guante y el guantelete. El chico me dio un trozo de carne y me indicó que atrajese al ave. Así lo hice, y Sandose voló a posarse en mi muñeca; con las alas me rozó la mejilla. Mientras yo la alimentaba, Douglas pasó las pihuelas rápidamente por entre mis dedos enguantados. "Ate usted sus pihuelas con prontitud", me advirtió, "antes que agarre alguna cosa que usted no quisiera que agarrara".
Los lomos color castaño de Sandose se hallaban apenas a pocos centímetros de mi hombro, y su ganchudo pico parecía estar aún más cerca de mis ojos. "No se preocupe por su pico", continuó Douglas. "No es un arma, a menos que quiera picar lo que tenga entre sus garras". Llevó la mano a las garras del ave. "Esto es lo que presta fuerza a su pico. Si asiera mi dedo entre sus garras, podría arrancármelo de la mano".
Ya Sandose me pesaba. Me acerqué hasta un tronco, posé sobre este las garras del águila y solté las pihuelas que tenía yo asidas. El ave se instaló en su percha.
—¿Con cuánta frecuencia deberé darle de comer?
—Come un conejo o la mitad de una liebre, aproximadamente cada 36 horas —Douglas agregó sonriendo—: En el camino de aquí al pueblo hallará usted bastantes liebres muertas.
Se volvió con ligereza y abandonó el patio de las gallinas. La forma en que lo vi dirigirse a su coche me hizo pensar en una madre cuando deja a su primogénito en la escuela por vez primera.
Esa tarde, Sandose atrajo la atención de nuestras águilas residentes. Revoloteaban cerca de ella, rozándola a menudo, y en una ocasión descubrí al macho residente posado en el suelo, junto a la percha de Sandose. Ya me imaginaba la recepción que recibiría el día que volase libremente.
El lunes por la tarde corté un trocito de carne cruda, tomé guante y manopla y me lancé a hacer el papel de cetrero. Sandose voló hasta mi puño directamente. Con cierta torpeza, pasé sus pihuelas por entre mis dedos. Aunque no le tenía yo las patas tan estrechamente apretadas contra el guante como hubiera querido, la recompensé dándole su alimento. Tan luego como hubo comido, se mostró pronta a volver a su percha. Le solté las pihuelas, y el ave regresó a su sitio.
Esa noche, cuando volvía de mi programa de las 10, hallé en el camino un conejo recién muerto. Con la alegría de un chico que hubiera encontrado un huevo de Pascua, recogí del pavimento el cuerpo ensangrentado y continué en el auto rumbo al rancho.
El martes por la mañana practiqué de nuevo la cetrería. Esta vez Sandose se mostró menos impaciente por reunírseme, cosa que tomé por una buena señal. Al día siguiente la encontré definitivamente menos interesada aún. Vino luego el jueves. Hacía calor, y yo vestía una camisa de manga corta. Afuera del patio de las gallinas me calé la manopla y el guante, tomé el trozo de carne cruda con los dedos de mi mano derecha descubiertos y penetré al mundo del águila. Parecía estar inquieta. Sin pensarlo mucho, le alargué el puño. El ave se echó atrás. En tono tranquilizador, la instaba. Sandose no se movía de su percha. Con la mano derecha agitaba la carne hacia ella. Parecía cobrar interés, pero no el suficiente para decidirse a volar. Así pues, puse la carne entre el pulgar y el índice de mi mano enguantada. Era la primera vez que lo hacía. Sandose voló hasta mi puño.
Le busqué las pihuelas, pero el águila cubría las correas con su pata derecha. En el segundo que empleé en tratar de asirle la pata izquierda, el ave me arrebató la carne con el pico, se la tragó, y examinó mi guante ensangrentado. Asió mi brazo entre sus garras y metió el pico en el cuero manchado que me cubría el dedo. Sacudí el brazo levemente, murmurando: "No, Sandose". En el instante en que moví el brazo, el águila me clavó sus garras en la muñeca, en un apretón demoledor: su apretón mortal. Comprendí que había cometido un error.
La muñeca me dolía; el sudor me corría por la frente y sentí que mi boca se convertía en una bola de algodón. Con la desesperada idea de que Sandose me soltara, alcé el brazo. Al instante, elevó la pata derecha y con sus garras asió mi brazo desnudo. El estrujón del ave se me clavó en la carne: Me quedé helado y por un momento permanecí atrapado en una rígida inmovilidad. Sandose aflojó a medias su apretón, bajó el pico hasta el guante ensangrentado, lo introdujo en la costura y abrió un boquete, con lo que apareció a la vista mi dedo descubierto. Cerré la mano con más fuerza. Acto seguido, Sandose repitió su apretón de muerte en mi brazo y mi muñeca.
Si movía yo el brazo, el ave haría un mayor esfuerzo por "matarlo". Si me mantenía quieto, Sandose, al parecer, supondría que mi brazo había "muerto" y que se presentaba el momento de comer. Me sentía impotente y hecho un estúpido. Pensé por un momento en valerme de mi mano libre para empujar o golpear al águila lejos de mí; pero tal mano no la llevaba yo enguantada. De repente me asaltó una idea.
Con la mano derecha, que tenía libre, saqué un pañuelo blanco del bolsillo trasero de mi pantalón. Lo agité una vez, y lo arrojé al lado opuesto del patio. Al instante, el ave me soltó el brazo y se lanzó contra el lienzo en movimiento. Con igual prontitud me precipité fuera de la verja del patio, la cerré, y reclinándome contra la cerca, me estremecí. Pasados unos momentos, me examiné el brazo. Dos manchas rojas y profundas aparecían un poco arriba del codo. Sin embargo, no me había rasgado la piel. "Sandose", dije en voz alta, "aquí acabaron nuestras prácticas de cetrería". A partir de ese instante, dediqué toda mi atención a las águilas silvestres de la cañada.
NIDO DE AGUILAS
A FIN de mantenerme al tanto de los movimientos de nuestra pareja residente, me hacía falta un puesto desde el cual pudiera observar la parte del Cañón de Palo Duro que, al parecer, les pertenecía. Me colgué al pecho los prismáticos y eché a andar barranco abajo. Dos kilómetros y medio más allá de mi vivienda, una colina poblada de juníperos se alzaba del suelo de la cañada, en el lado sur del arroyo que atravesaba la zona, y alcanzaba hasta la mitad de la altura del borde del cañón. Desde la cima del monte tenía ante mí un panorama del cañón, que abarcaba alrededor de tres kilómetros corriente arriba y de unos ocho corriente abajo. Arrastré un tronco hasta el tope de la colina y lo dispuse allí de modo que pudiera sentarme en él a esperar. No tuve que aguardar mucho.
Al principio sólo avisté al macho, que avanzaba volando a unos 15 metros por encima del borde. Alcé los prismáticos. El ave llevaba consigo un conejo. Al filo de mis cristales vi aparecer a la hembra. Las dos aves se reunieron y se elevaron. A 90 metros de altura se acercaron una a otra. Cuando se tocaron con los extremos de sus alas, se inclinaron de costado, una hacia otra. Diestramente, la hembra recibió en sus garras al roedor, se enderezó y viró con rumbo hacia el lado opuesto del cañón.
Volaba en dirección del lado izquierdo de la boca de una cañada accesoria. A escasos metros delante de un peñasco que partía de la boca de la cañada accesoria, la hembra aterrizó. El águila se alzaba sobre una pila de ramas, armada en el hueco de una rocosa cueva de paredes grises. Esta mediría poco más de dos metros de ancho y uno de alto.
Bajé los anteojos y busqué una ruta que me condujera hasta donde pudiera ver el nido del águila, y que me permitiera levantar una paranza desde la cual tomar fotos. Para llegar hasta allá, debí regresar a casa y trasladarme al borde sur en el auto. Cerca ya de la cañada secundaria, me estacioné a cierta distancia de la orilla. Avancé despacio y en silencio hacia la cañada, buscando un punto por donde salvar el borde de roca. No tardé en descubrir una estrecha hendidura por la cual logré pasar. Avancé deslizándome a la manera del piel roja, por momentos más y más cerca del nido. Por fin, me detuve junto a un frondoso cedro de tronco grueso, que crecía en ángulo. Más adelante no había ningún otro escondrijo apropiado. Metí los prismáticos por una abertura que había entre las ramas.
El águila hembra se hallaba echada en su nido. La plataforma de ramas del nido tendría casi dos metros de ancho, uno de profundidad y 50 centímetros de grueso. El conejo yacía a un lado. Yo estaba impaciente por descubrir cuántos polluelos dormían al abrigo de la madre. Eché una mirada al reloj. Quince minutos después, el macho se posó en el nido, inclinando la cabeza ya a un lado, ya a otro. Luego alzó el vuelo. Seguí sus movimientos con los prismáticos.
Ya en el borde, el águila macho se elevó hasta alcanzar 15 metros de altura y maniobró hasta hallarse encima de un cedro, crecido a medias y de copa redonda. Se dejó caer entre sus ramas más altas, abrió el pico y con este cortó una rama de 20 centímetros. Regresó luego al nido, donde hizo una profunda reverencia a su compañera y colocó frente a ella la rama que traía. Hecho esto, se volvió y emprendió el vuelo.
En el impulso del momento, di al Macho el nombre de sir Galahad. Me preguntaba qué objeto tendría aquella rama tan galantemente presentada. En todo caso, la hembra permanecía inmóvil, salvo el parpadeo de sus ojos.
A las 2:30, cuando me disponía a marcharme, dos cabezas diminutas asomaron por debajo de la hembra y se apretujaron contra sus plumas pectorales. Alcanzaba a percibir sus tenues píos. Un aguilucho se esforzaba denodadamente por mantener la cabeza en alto y piaba muy quedo. El otro sostenía la cabeza con mayor firmeza y sus piadas eran más fuertes. La madre se acercó al conejo, le metió el pico entre las costillas y extrajo un pequeño trozo de carne ensangrentada.
El aguilucho más vigoroso y de mayor edad se alzó, firme y seguro. La cabeza del más joven se bamboleaba. El aguilucho mayor arrebató el trozo de carne del pico de su madre y se lo tragó. El más pequeño dejó caer la cabeza en el nido sin dejar de piar.
Uno tras otro, el aguilucho mayor arrebató y devoró siete bocados, lo que hizo que se le abultara el buche. Satisfecho al parecer, se desplomó en el nido y allí se acomodó. Su hermano menor difícilmente podía alzar la cabeza. La madre se inclinó hacia él con un nuevo bocado. El aguilucho se bamboleó, asestó un mordisco, sin éxito, se bamboleó de nuevo, asestó otro mordisco, y esta vez alcanzó y devoró la carne. La madre arrancó un pedazo del hígado del conejo y agitó la carne frente a su cría. El mayor de los aguiluchos levantó la cabeza y observaba la escena.
El menor de los aguiluchos engulló la carne y reanudó su piar. Su hermano levantó la cabeza a mayor altura. El águila madre arrancó un nuevo trozo del roedor y lo agitó alargándoselo al más pequeño de sus hijuelos. El mayor de los hermanos estiró aún más la cabeza, parpadeó, y asestó el ganchudo pico contra uno de los ojos del pequeño. Este lanzó un chillido. Una gotita de sangre que fluyó de su párpado inferior empezó a crecer a medida que descendía.
La madre ofreció otro bocado a sus hijuelos. Los dos aguiluchos levantaron la cabeza hacia la carne. El mayor la alcanzó, pero no intentó engullirla. El más pequeño volvió a dejar la cabeza en el nido, al parecer incapaz de mantenerla en alto un momento más. El mayor continuó manteniendo erguida la suya un rato, y al fin se arrellanó en el nido. Aún sostenía con el pico el trocito de carne. Con eso, la madre reacomodó a sus crías, y la quietud reinó en el refugio de las aves.
Al atravesar la pradera en el coche, iba yo pensando en todo género de soluciones al aprieto del menor de los aguiluchos, desde cortarle el pico al mayor hasta sacar a aquel del nido y criarlo por mi cuenta.
En casa, me afeité y me vestí para cumplir con mi programa de televisión. Me disponía ya a marcharme cuando repiqueteó la campanilla del teléfono. Quien llamaba era Douglas. "Dan", exclamó, "es tiempo de dejar en libertad a Sandose. Nos veremos por la mañana".
LIBERTAD
UNA VEZ terminada mi difusión, regresé al rancho, me cambié de ropa, tomé la mochila y metí en ella un escardillo, una pala, podadora, tijeras, alicates, restos de malla de alambre para gallinero y un par de zurrones de arpillera. Ya era casi medianoche y me dirigí en el auto al arroyo con el propósito de armar una paranza, desde la cual observaría a las águilas.
Tendí un piso llano al pie del cedro, frente al nido, lo mejor que pude. En seguida desplegué la malla de alambre bajo unas ramas que pendían a poca altura y amarré la arpillera a la malla. Ambas alcanzaban el nivel del suelo, formando una especie de domo de un metro de altura. Corté varias ramas de unos árboles cercanos y las enredé al cedro, con lo que cubrí aún mejor la parte superior de la arpillera. En el interior del refugio abrí una mirilla en la arpillera para introducir la cámara. Con la podadora perforé un túnel de quince centímetros por entre el ramaje, directamente hacia el nido del águila.
La mañana siguiente estaba nublada pero con calor agradable. Terminaba de lavar mis platos cuando llegó Douglas. Le conté acerca de mi hallazgo del nido de águilas y de los polluelos que lo ocupaban; mostró deseos de verlos.
Conduje a mi joven amigo hasta la paranza, dispuse mi cámara, y luego le ayudé a abrir una nueva mirilla en la arpillera. Cuando terminamos de hacerla, el águila hembra regresaba al nido. El aguilucho menor despertó, alzó cuanto pudo la cabeza y pió. Sin vacilación, la madre comenzó a darle de comer. Tras el tercer bocado, el hermano mayor despertó, se abalanzó hacia la madre y le arrebató los ocho bocados siguientes. Habiéndose hartado, el mayor de los aguiluchos volvió a acomodarse en el hueco del nido y encogió lá cabeza, pero manteniendo los ojillos abiertos y atento a lo que ocurriera. La madre dio dos bocados al menor. Cuando este tomaba un tercer trozo de carne, su hermano le clavó el pico entre el blanco plumaje, sacudió el pico varias veces y arrancó de raíz un mechón de plumas. El pequeño estalló en chillidos.
—Eso es lo que se llama el combate entre Caín y Abel —comentó Douglas—. Si el mayor, Caín, es macho y el menor, Abel, hembra, existe la posibilidad de que esta crezca con la suficiente prontitud para que ambos se igualen en la lucha. Si la hembra es el mayor, el menor, probablemente morirá en un par de días, a causa de las heridas y por falta de alimento.
—¿Y si lo sacamos del nido?
—Eso va contra la ley: hay una multa de 5.000 dólares por molestar, transportar o hallarse en posesión de un águila... o incluso de una pieza de esta ave.
Volví la mirada hacia el nido:
—Realmente, ¡es un desperdicio de águilas!
Al instante comprendí que tendría que hacer algo para auxiliar a Abel y librarlo del apuro.
Regresamos al rancho, alimentamos a Sandose con una liebre muerta que encontramos en el camino, y por fin Douglas movió la cabeza afirmativamente: "Estoy listo para darle su libertad".
El muchacho, sosteniendo al águila, que aleteaba y protestaba, cabeza abajo, se sacó del bolsillo un pequeño marbete numerado de aluminio y unos alicates. Yo le ayudé a fijar el marbete en una de las patas del ave. A continuación hicimos un corte de dos centímetros y medio en mitad de su cola, tras lo cual la pusimos en el suelo. En lo alto, el águila macho residente revoloteaba en círculos.
Sandose tardó algún tiempo en darse cuenta de que estaba en libertad. Cuando lo comprendió, sencillamente desplegó las alas y se alejó al vuelo, hacia el sur. Sin perder un instante, el águila macho se lanzó en picada hacia Sandose y lo persiguió en forma implacable, hasta que ambas aves desaparecieron de nuestra vista tras el borde sur de la cañada. "Adiós, Sandose", murmuró Douglas. "Buena suerte".
Un aguilucho descansa mientras su hermana fija los ojos en la cámara.
VISITA AL NIDO
A LA mañana siguiente fui en el coche al refugio. El águila madre se hallaba empollando a sus crías, en postura tan real que presté al ave el título de Su Majestad. A las 9:30 filmé al macho mientras que, llevando en el pico la ensangrentada parte delantera de una liebre, se posaba en el nido. Casi sin hacer pausa, asió los restos del conejo del día anterior y, alzando el vuelo, se los llevó consigo. Llegado a la mitad de la cañada, dejó caer su cargamento de desechos. Luego regresó, asida en el pico una rama verde de cedro. En galante ademán, se inclinó ante su compañera y puso la rama delante de esta. "Sir Galahad", murmuré para mí. Eché mi cámara adelante, a la vez que me preguntaba de nuevo: ¿Con qué objeto?
A las 10:15, la madre alimentó a sus crías. El menor de los aguiluchos comió más carne que antes, pero aún entonces la menor parte. Antes de tomar un segundo bocado de liebre, Caín comenzó a asestar un torrente de violentos picotazos contra su pequeña hermana. El diminuto aguilucho chilló, agitó las alas, arrastró las patas y, enloquecido, se encaramó al borde del nido. Caín insistía en picotear el lomo de la avecilla fugitiva. Por primera vez, observé que en el lomo de esta brillaba una diminuta llaga acuosa. Débilmente, el menor se arrastró hacia el fondo del refugio y quedó inmóvil.
Oí un ruido a mis espaldas. EraDouglas, quien entraba al refugio. Traía dos cuerdas de montaña en un hombro.
Me preocupaba la idea de separar de su madre al aguilucho menor. Abrigaba en mi pensamiento algo que esperaba pudiera ser una solución diferente.
—Si uno de nosotros llegase hasta el nido —dije—, y le limara a Caín la punta del pico, tal vez Abel cobrara fuerza suficiente para poder defenderse.
Douglas bajó sus prismáticos.
—Vale la pena probar —sacó del bolsillo un tubo de ungüento y me lo pasó—. Ya que esté usted allí, bien podrá hacer el papel de médico —de otro de los bolsillos se sacó una balancita postal—. Y convendría también que los pesara.
Salimos de la paranza y dispusimos las cuerdas. Media hora más tarde, mientras Su Majestad y sir Galahad volaban en círculos de un lado a otro del cañón, salvé de espaldas el borde y me descolgué hasta llegar al nido de las águilas. Empecé por restañar las heridas del menor de los aguiluchos y lo pesé luego en la balanza: pesaba 170 gramos. Caín pesaba 367. En seguida, corté un poco de carne de liebre y se la ofrecí a Abel. El aguilucho la engulló ansiosamente, así como otros siete bocados. Experimentando un sentimiento paternal, volví a colocar a Abel en el nido y tomé a Caín, que se removía y protestaba. Saqué mi lima para las uñas y limé el aguzado extremo del pico del aguilucho mayor. Terminada mi labor, di una palmadita a cada uno de los hermanos, recomendé a Caín que fuese más bondadoso, y descendí del risco con ayuda de la cuerda.
Durante los dos días siguientes, la batalla entre Caín y Abel continuó, pero sin que el segundo sufriera más daño. En una semana más cicatrizó por completo la lesión del aguilucho menor y aparecía ya cubierta por plumaje nuevo.
A la semana siguiente (en ese entonces ya Douglas había partido para incorporarse al Ejército), me trasladé a la ciudad con el propósito de hacer ciertas compras pendientes. Cuando regresé a casa estaba oscureciendo. A cosa de un kilómetro y medio del Rancho Currie, me vi envuelto por una cortina de nubes negras y una repentina caída de nieve derretida. Cuando llegaba a la entrada, al aminorar la marcha del auto, vi que algo revoloteaba en forma extraña sobre la cerca. Me pareció que se trataba de un águila muerta. Un escalofrío me corrió por la espalda.
El alambre oxidado mantenía atrapada a un águila por las alas. La dorada cabeza del ave colgaba fláccida y esta mostraba el pecho cubierto de sangre reseca. La habían matado con arma de fuego. Se me anudó la garganta. Se trataba de sir Galahad.
Examiné el suelo nevado en busca de huellas. Observé las de unas botas, casi borradas por mis huellas. ¿Quién podría ser capaz de matar a un águila y de anunciarlo luego de aquel modo?
Desenredé los alambres. El ave estaba casi yerta. La puse en el autoy, con el corazón oprimido, continué hacia la casa.
UNA VIUDA VALEROSA
LA NOCHE siguiente llegó acompañada por unas cuantas nubes dispersas. Pasé la vista por el borde de la cañada. Durante 40 minutos no hubo nada. Luego, percibí un punto por arriba del borde. Levanté los prismáticos. Aquel punto era Su Majestad. Entre sus garras llevaba un conejo. Sonreí, hasta que vi aparecer un halcón en el ángulo de mis anteojos. Al mismo tiempo que Su Majestad tomaba altura, el halcón se lanzó a acosarla, como si tratase de obligarla a soltar a su presa. Un segundo halcón se reunió con el primero. El águila desplegó las alas y enfiló hacia el otro lado de la cañada. Los halcones intensificaron su ataque. Antes de llegar a la mitad del camino, la madre soltó repentinamente al conejo, recogió las alas y se alejó en otra dirección. Los intrusos descendieron en espiral tras el cadáver. Yo miraba adelante del águila madre. Un búho aleteaba cañón abajo, cerca del nido de aquella. Volví a enfocar los prismáticos hacia el águila. Esta volaba a gran velocidad, a 200 k.p.h. tal vez, y daba alcance al búho rápidamente.
Su Majestad apretó las garras en forma de puños. El hueso principal de las alas del búho se rompió con un ruido seco, y al instante este se desplomó en desgarrada masa de plumas. El águila se elevó haciendo un viraje y emprendió la acometida contra un segundo búho, el cual descendió a refugiarse en una grieta del borde, cubierta densamente de pequeños cedros gruesos, entre los que se posó.
Sin perder tiempo, Su Majestad cayó sobre el búho y lo apretó. Tan luego como el ave nocturna dejó de agitarse, el águila asió su cuerpo con una garra y levantó el vuelo para dirigirse hacia su nido. Enfoqué este con los binoculares. Allí no se veía señal alguna de los aguiluchos. Me costaba trabajo creerlo. Me senté, apoyé los brazos nerviosamente sobre las rodillas, y enfoqué con precisión. Sí, el nido estaba vacío. Aunque en realidad no hubiera visto a los búhos molestando a los aguiluchos, no me quedaba sino abrigar la marcada sospecha de que ellos eran los responsables.
CEBO AGUILEÑO
DESPUÉS de esto, cada cierto tiempo el águila viuda se posaba por la noche en la escarpa de greda amarilla o en un rocoso peñasco gris, al lado opuesto de la cañada. Su elección, al parecer, dependía del viento. Cierto día recibí la sorpresa de encontrarla tendida en la gris cornisa de roca. Esta era la primera vez que la hubiera visto jamás en tal posición. ¿También ella había sido herida? Acerqué aún más la imagen. Tenía las plumas en completo desorden.
Oí ruido tras de mí. Al volverme, descubrí a Douglas Grayson escalando la colina que me servía de observatorio. Traía el brazo derecho en cabestrillo; agitaba el otro en lo alto y sonreía.
—Fue un absurdo accidente en la pista de obstáculos —me explicó. Pasó la vista por el cañón e inquirió—: ¿Cómo van nuestras águilas?
Mientras le contaba lo que había ocurrido desde su partida, y de mi preocupación por el estado de Su Majestad, tomó mis prismáticos y los dirigió hacia el punto indicado por mí.
—Puede que tenga razón —dijo—. Tendremos que atraparla y averiguar.
—¿Cómo vamos a hacerlo?
—La atraparemos por las patas. Lo enterraré a usted en arena, a la orilla del arroyo.
Me dio la espalda y echó a andar pendiente abajo. Lo seguí. Por encima del hombro, continuó: "Bajaré al pueblo y conseguiré una paloma. Clavaré unas estacas a los costados de usted. Cuando el águila se abata para apoderarse de la paloma, todo lo que tendrá que hacer es agarrarla por las patas". Avanzó dos o tres pasos, se volvió sonriendo y concluyó: "Y no aflojar".
Transcurrida una hora, Douglas regresó con una paloma enjaulada. Hallamos un conveniente banco de arena, y antes de media hora ya estaba yo enterrado. A continuación, mi joven amigo me colocó una cesta de alambre sobre la cabeza. La cesta venía adornada con algunas ramitas de cedro y provista de una mirilla que me permitía una visión limitada. Yo sostenía las estacas en tanto él las iba clavando a mis costados, a la altura del cinturón. Luego, Douglas ató una cuerda a las estacas y en seguida amarró la paloma a la cuerda, sobre el punto correspondiente a mi ombligo cubierto de arena.
Con curiosidad, le pregunté:
—¿Ya has atrapado algún águila de esta manera?
—Este es el medio del que los pieles rojas se valían para capturar a las águilas —me explicó.
Su evasiva respuesta me vedaba nuevas preguntas. Me cubrió manos, brazos y estómago con arena. La paloma, en el ínterin, se agitaba.
Douglas sacó después un tazón de plástico verde, con el que cubrió a la paloma. A través de un orificio abierto en el labio del recipiente, ató un cordel negro para pesca. Se alejó, alargando el sedal, y si bien yo no podía verlo, percibía el ruido de sus pisadas al retirarse.
"Me esconderé en un cedro, banco arriba", me anunció a voces. "Cuando vea que el águila llega por el borde, tiraré del cordel. Usted asegúrese de que la paloma se agite y aletee". Hizo una pausa, y luego agregó: "Después que la viuda agarre el cebo, cuente hasta diez. Observe la posición de sus patas. Asegúrese bien de asirla por las dos patas al mismo tiempo. De otro modo, la pasará usted mal".
Al hacerse el silencio a mi alrededor, examiné mi situación. ¡Allí estaba yo, enterrado en un banco de arena, con un tocón por almohada, un casco de alambre camuflado con ramas de cedro, y acompañado de una paloma que me rasguñaba el ombligo!
Pasada una hora, todo el cuerpo me dolía, me lastimaba el tocón y la nuca me punzaba. Me pareció oír un silbido lejano. Sentí que el tazón dejaba de pesar sobre mi estómago. La paloma luchaba por escapar, arrojándome arena a la cara. Las lágrimas me nublaban la vista y me corrían por las mejillas. Sacudí la cabeza. De repente, la paloma empezó a agitar las alas con desesperación, a la vez que se volvía y se retorcía y me pateaba el estómago. No menos inesperadamente, el cielo se oscureció en el campo de mi mirilla. Rasgó el aire una racha de viento. Un instante después, una sombra color castaño me cayó violentamente en el estómago. Sentí que me faltaba el aire. Al mismo tiempo, el enorme y oscuro cuerpo del águila estaba ya palpitando frente a mis narices.
Comencé a contar. Uno. La paloma luchaba en la garra del águila. Dos. Con un parpadeo me sacudí una lágrima y busqué con la mirada la pata libre del águila. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. La pata libre del ave rapaz estaba apoyada en la arena, junto a mi cuerpo, lejos de mi alcance. Siete. Me invadía el pánico. Ocho. Me di cuenta de que el tiempo se me agotaba y de que si no atrapaba en seguida al águila podría verme obligado a probar de nuevo al siguiente día. Las lágrimas asomaron a mis ojos. Me la sacudí, y de pronto el águila subió la otra pata hasta mi estómago, oprimiendo a su presa con las dos patas. Estas se hallaban ahora casi juntas. Nueve. Otra lágrima, parpadeé, me dije mentalmente: ¡Ahora!, y alargué las manos.
El águila sacudió las patas, agitó las alas y chilló con un sonido estridente.
"¡No afloje, Dan! ¡Ya voy!" No tardaron en agregarse a la confusión las piernas de Douglas, que vestía pantalones de mezclilla. Mi casco de alambre saltó a un lado. La brillante luz del cielo me hizo pestañear. Douglas acercó un saco de arpillera a la cabeza del águila y con una sonrisa se volvió a mirarme. "Agárrela de las patas con una mano y de las alas con la otra mientras yo la cubro con el saco".
Yo seguí sus instrucciones. El muchacho, valiéndose de su mano buena, pasó el saco por la cabeza del águila y por sus lomos, hasta cubrirla del todo. Poco a poco, fui alzando mi cuerpo dolorido de entre la arena y até las patas del ave. El saco no se movía. Sobre la arena yacía el cuerpo muerto de la paloma. Douglas resplandecía. "Da buenos resultados, ¿eh, Dan?"
Sacó una piececita de metal y unos alicates y se arrodilló al lado del águila. De pronto, se interrumpió. "Esta águila ya está marcada", observó. Aflojó el saco para descubrir las patas del ave y lo levantó. En efecto, en las plumas de la cola se veía una incisión en forma de V. ¡Era Sandose!
Luego que Douglas y yo acabamos de reír, examinamos al águila. Douglas, sonriendo, desató las patas de Sandose. En seguida, con sencillez, liberó al ave. Esta permaneció inmóvil por un instante, como si dudase de haber recobrado la libertad. A continuación, se paró y levantó el vuelo. Mientras el ave se remontaba en el aire, Douglas agitó la mano y gritó: "Por aquí nos veremos, mi viejo amigo".
El autor con su cámara oculta.
GALANTEO
EL ÁGUILA se elevó con prontitud hasta el borde del cañón. Fue en aquellos momentos cuando descubrimos al águila viuda, aparentemente en buen estado, que revoloteaba por encima de la orilla de la cañada, como si aguardara. A unos 200 metros de la hembra, Sandose desplegó las alas y frenó su ascenso. Ambas aves movían la cabeza como si se inspeccionaran mutuamente.
Douglas soltó una risita. "La hembra quizá esté tomando nota de que Sandose no está del todo maduro. Para procrear, digo".
El juicio de Douglas resultó ser muy acertado. Durante los días siguientes estuvimos observando las fases iniciales del galanteo de las aves. Consistía este en una especie de danza alada ejecutada bajo el firmamento. La hembra apretaba las alas contra su cuerpo y se lanzaba en picada, como una bomba, desde el borde del cañón hacía abajo. Sintiendo que el viento le azotaba las plumas abrió a medias las alas y se elevó como un cohete. Al llegar a su máxima altura, inclinó las alas y velozmente enfiló de nuevo hacia tierra. Después de volar en círculos durante un rato, uno junto a la otra, la hembra se precipitó otra vez hacia abajo. En esta ocasión, Sandose plegó las alas y se lanzó en pos de Su Majestad.
Tras ejecutar dos vuelos en picada y otros dos ascensos, el águila hembra aterrizó y comenzó a limpiarse y componerse las plumas. Sin vacilación, Sandose descendió hasta colocarse a dos metros de Su Majestad y, en breve, ambas aves se atareaban en sacarse mutuamente los bichos de la cabeza.
Al día siguiente, salieron de cacería juntas, pero después que sus maniobras en sociedad les habían valido un conejo que Sandose se encargó de matar, este se negó a compartirlo con su compañera.
"A menos que Sandose enmiende sus modales", comentó Douglas, "Su Majestad lo hará a un lado apenas aparezca un macho maduro".
Tras de comer cada cual por su parte, las dos aves se reunieron. "Me figuro que la hembra va a poner a prueba la disposición a cooperar del macho", observó Douglas, "para descubrir si Sandose llegaría a ser un compañero adecuado para ella".
La hembra tomó una piedra del tamaño de una pelota de tenis en su garra derecha y se levantó con el viento hasta 90 metros sobre el borde del cañón. El macho voló en picada, ascendió velozmente, plegó y abrió las alas alternativamente, y otra vez descendió en picada. Su Majestad lo observaba con paciencia. Por último, Sandose llegó en su vuelo al lado de ella y aminoró la velocidad.
Su Majestad aflojó sus gaitas y dejó caer la piedra.
Sandose permaneció inmóvil, y la piedra de Su Majestad se estrelló resonando en el fondo del cañón. Sin perder tiempo, la hembra abrió sus alas de detención y descendió. Se posó en el borde, levantó una varita y se elevó de nuevo hasta el macho. Luego dejó caer la varita. También esta vez Sandose, impasible, sólo miró caer esta. "Quizá sea muy joven todavía", murmuró Douglas.
Al día siguiente, Su Majestad brindó a Sandose una nueva oportunidad. Pero esta vez el macho tampoco comprendió.
El programa de la pareja de aves sufrió escasa alteración durante el resto del verano. Sandose continuaba saliendo de cacería con Su Majestad sin compartir con ella la presa.
Se presentó un cambio cierto día de mediados de diciembre. Por primera vez, tras haber estado cazando juntas, Sandose permitió a la hembra llegar primero a la presa, hundir el pico entre el costillar de la liebre y comenzar a comer.
Después de haber comido, se posaron una al lado de la otra y se dedicaron a limpiar y concertar sus plumas. En cuanto concluyeron, Su Majestad alzó el vuelo y se alejó. Esto me causó asombro, pues por lo general solía permanecer echada por un rato cuando había llenado el buche. A los 90 metros de altura detuvo su vuelo y no se movió hasta que Sandose se le reunió. Entonces plegó las alas, descendió con rapidez hasta el borde, y tomó una piedra del volumen de una pelota de béisbol. Ni tarda ni perezosa, se elevó de vuelta hasta el macho. Se le arrimó, lo miró, y dejó caer el pedrusco. Sandose inclinó la cabeza y observó caer la piedra. Cuando esta iba a la mitad del camino, Sandose plegó las alas tentativamente y se lanzó en picada por escasos metros. El pedrusco llegó al suelo.
Al momento, Su Majestad descendió rápidamente hasta el borde, agarró una ramita y de nuevo se elevó. Ya junto al macho, se estabilizó otra vez. Sandose volvió la cabeza y miró la rama que sostenía Su Majestad entre las garras. La hembra abrió estas. La vara se fue abajo. Al instante, Sandose dobló las alas y se arrojó en picada. Atrapó la rama poco antes de que esta tocase el suelo, y a continuación se elevó para volver a ocupar, aunque inseguro de sí mismo, su anterior posición al lado de Su Majestad. Tras cierta vacilación, lanzó una mirada a la hembra y soltó la vara. El águila hembra se arrojó en espiral en seguimiento de ella, en un vuelo dichoso y entusiasta. En mitad del camino, la atrapó, y ascendió de regreso volando en círculos. Ya cerca del extremo del ala de Sandose, aflojó las garras. En reacción instantánea, el macho recogió sus alas y se lanzó en picada.
En esta ocasión, Sandose atrapó la rama fácilmente y se elevó como si supiera bien lo que se hacía. Al llegar a la altura de Su Majestad, se estabilizó, se volvió a mirarla y soltó la rama. Ambos continuaron aquel juego por largo rato después que yo me viera obligado a marcharme.
Al día siguiente, la hembra condujo al macho hasta un cedro de forma peculiar, cuya copa era plana, que crecía cerca del punto donde al parecer la hembra tuviera trazada en el pasado su línea territorial. Aquí, Su Majestad y Sandose se aparearon por primera vez. Después, aquella desplegó las alas y guió a su compañero directamente al lado opuesto del cañón. Sobre un cedro del borde, curtido por la intemperie, la hembra se posó de nuevo. Y de nuevo ambas aves se aparearon.
Una vez más, con las alas replegadas ligeramente, la hembra tomó la delantera. Después de volar unos cuantos kilómetros, el ave revoloteó por encima de un nudoso cedro de ramas desnudas, cerca del sitio correspondiente a la invisible línea que parecía separar a Su Majestad de sus vecinos. La pareja de águilas cercana partió velozmente desde el lugar en que se hallaba al lado contrario de la cañada. Sandose se elevó como con la intención de proteger a Su Majestad. El otro macho voló simulando atacarlo. Sandose se mantuvo firme. En el último momento, el enemigo se volvió y se alejó. Cautelosamente, Su Majestad se posó en el nudoso cedro. Aquí nuestras dos aves se aparearon una vez más.
¿Acaso era posible que Su Majestad, a su manera personalísima, estuviera mostrándole a Sandose los límites de su territorio? De ser así, su método parecía impresionar de verdad a Sandose. Por mi parte, decidí que el método de las águilas era superior al de cercar las propiedades suburbanas.
DOS HUEVOS
CIERTO sábado de febrero, las dos águilas permanecían sentadas en una cornisa, haciendo la digestión y limpiando y componiendo sus plumas. Alrededor de las 4 de la tarde, alzaron el vuelo. La hembra parecía seguir el rumbo de la cañada secundaria que el año anterior le sirviera para anidar.
El nido era ya una desordenada pila de ramas curtidas por la intemperie. Su Majestad le echó un vistazo y se alejó. Visitó así otros siete nidos caídos en desuso, y por último eligió y se instaló en el octavo. Tras ello alzó de nuevo el vuelo, pasó rozando el borde, asió el extremo de una rama de un metro de longitud y, armada de ella, revoloteó frente a su compañero. Sandose desplegó las alas y la siguió. En el momento en que este inclinó la cabeza para examinar la rama, la hembra la soltó. Al instante, Sandose plegó sus alas y se arrojó en picada. En el último momento, agarró la rama al vuelo, abrió las alas y se elevó de vuelta con su presea. Al llegar a la altura de la hembra y nivelarse con ella, la dejó caer. Esta descendió en picada, atrapó la rama en el aire y enfiló por encima del cañón hacia el nido.
Su Majestad se posó en el centro de la estructura, soltó la rama y la colocó en el nido destruido. Se echó hacia adelante, tomó con el pico una ramita del nido y la dejó caer. El macho tomó tentativamente en el pico una segunda ramita, la retuvo por un momento, y luego la colocó cuidadosamente en el lecho. Después avanzó hasta el filo de este, se lanzó abajo y cruzó aleteando la cañada.
Sandose aterrizó en el borde norte, tomó una rama entre sus garras, se elevó y volvió a atravesar el cañón. Con la actividad de castores alados, dispusieron las ramas del nido, arreglaron las de mayor tamaño con las patas y las pequeñas con el pico. En el curso de una semana, la pila de ramas curtidas se había convertido en un refugio organizado. Después llevaron trozos de yuca y montones de hierba fresca. Sandose arregló esta, y a continuación se echó sobre ella. Volviendo el cuerpo a uno y otro lado, el macho metió sus patas bajo el vientre. De vez en cuando se incorporaba, cambiaba el ángulo de ataque, se volvía a echar sobre la hierba y continuaba apisonándola. Por último, se levantó de un nido cubierto de hierba fresca y del tamaño de un tazón.
El nuevo nido me obligaba a armar una nueva paranza, tarea que esa noche me mantuvo ocupado durante dos horas.
En los últimos días de febrero, Su Majestad parecía más pesada y le era más difícil volar. Estas observaciones me obligaron a hacer algunas consultas en la Biblioteca Pública de Amarillo. Según un texto, los huevos de águila pesan de 113 a 128 gramos cada uno. En el 66 por ciento de las nidadas es común que estas aves pongan dos huevos; en el 14, tres y, en contadas ocasiones, la hembra pone cuatro. Después de aquello, mí investigación se tornó confusa, aunque fascinante. En cierto libro leí: "Los huevos del águila real tienen manchas castañas". En otro: "Son blancos". Una fuente decía que el período de incubación era de 30 días; otra, que de 46. Una más declaraba 35.
A la primera oportunidad que tuve de instalarme en mi nuevo refugio, tomé lápiz y papel e hice las siguientes anotaciones el 25 de febrero: "Su Majestad echada en el nido". "En el refugio a las 5:55 de la mañana".
Durante la mañana, Sandose continuó haciendo guardia. Su Majestad se mantenía echada. Luego, a las 4:30, la hembra se incorporó a medias. Manteniendo el cuerpo sobre el hueco del nido, metió su cabeza bajo el pecho. En la sombra que arrojaba el águila, percibí un huevo. La madre lo volvía sobre sí mismo. La sombra del ave me impedía ver si el huevo era todo blanco o si estaba manchado.
Poco después se alejó volando y Sandose ocupó el lugar de su compañera. Con torpeza, cubrió el huevo con su barriga. Se echó, acomodando metódicamente hierba y ramitas de todos lados para que quedara bien ajustado. En días ventosos y fríos, un nido que no estuviera bien acondicionado amenazaría la seguridad de los huevos durante el turno que le correspondiera empollarlos al macho.
Quince minutos más tarde, poco antes que Su Majestad volviese, el macho se llegó hasta la parte delantera del nido y echó a volar. En el intervalo, estudié el huevo. Era de color crema. Satisfecho de los resultados de mi jornada como observador de águilas, dejé la paranza y regresé a casa. Varios días después que Su Majestad pusiera su primer huevo, hizo su aparición el segundo. Este mostraba multitud de manchas de color castaño rojizo.
Su Majestad alimenta a un aguilucho, deber que el águila hembra cumple hasta que sus crías tienen de tres a siete semanas de nacidas.
ESPIANDO AGUILAS
Los DÍAS eran ya más largos, y la primavera se extendía por la cañada con el canto de amor de las palomas en celo y con las arias del pinzón, el cardenal y el sinsonte. No había día en que no pensara yo en alguna forma de precisar cuándo empollarían los huevos de Su Majestad. Hacia finales de marzo, resolví colocar un pequeño micrófono debajo del nido, conectándolo a un magnetófono dispuesto en la paranza. De esta manera sabría exactamente el momento en que de la garganta de un aguilucho brotara el primer pío.
Para efectuar la instalación, escogí un día cálido, ahuyenté a Su Majestad y trabajé con toda la rapidez que me fue posible. Ya sólo me quedaba esperar.
Escuché la cinta magnetofónica la mañana del 4 de abril. Percibí el ruido de las patas de las águilas en el nido; el arrullar de pichones; trinos de abadejos; el raspar de picos de águila contra unos huevos; el aletear de águila cuando una de las aves llegaba a posarse; el zumbar de un avión que pasaba; y el apagado aullido de un coyote. De nuevo dispuse la máquina y seguí aguardando.
A las 10:42, Su Majestad se levantó, volvió la cola hacia el cañón, y graznó en sordina (evacuó el vientre). Esto repercutió en el peñasco sobre el cual estaba su nido. Era la primera vez que había graznado en el nido desde que pusiera el primero de sus huevos, 39 días antes. Era obvio que no quería alejarse de allí.
Una hora y media después, llegó Sandose. Su Majestad no se movió. El macho inclinó la cabeza hacia su compañera, de un lado primero, luego del otro, tras lo cual se volvió y emprendió el vuelo. Pasados cinco minutos ya estaba de vuelta. Traía en el pico una verde ramita de cedro. Hízo una reverencia y puso la ramita ante el pecho de Su Majestad. Rápidamente, volví a enredar la cinta y presté oído.
Oí otra vez pisadas de águila en el nido. Es probable que fueran las que hizo Su Majestad cuando se puso en pie y graznó. Pero, ¡un momento! En el fondo se dejaban oír tenues píos. Con dedos temblorosos, ajusté de nuevo el magnetófono.
Sandose no tardó en regresar con un conejo recién muerto. También esta vez inclinó la cabeza hacia su compañera, prestó oído, y luego alzó el vuelo. Poco después estaba de vuelta trayendo otra ramita verde. Transcurridos unos minutos, la hembra se levantó, dejó cuidadosamente el hueco del nido, se acercó hasta el roedor muerto y empezó a comer. Aquella era la primera vez que la observaba alimentarse en el nido. Apliqué el ojo al buscador de la cámara. No vi ningún polluelo. Más aun, no pude descubrir alguna abertura en los huevos.
Una hora después se escuchó un nuevo sonido. Entre el débil piar percibía yo una nota aislada, suavemente repetida; algo así como: boak. Es probable que el águila madre le estuviera indicando al aguilucho por dónde era la salida, razonaba yo antes de alejarme para ir a trabajar.
El siguiente amanecer vino fresco y despejado. Pero hubo de transcurrir una hora y media antes que Su Majestad se levantara y volviera sus huevos. Ninguno de los dos estaba agrietado. Sandose llegó a posarse, se detuvo, alzó el vuelo y luego regresó trayendo otra rama verde. A la 1:08, la hembra se puso en pie y emitió un leve graznido. El macho reapareció provisto de un conejo recién muerto y lo dejó en el nido, agarró los restos de la comida de la víspera y echó a volar de nuevo. Consulté mi reloj. Tendría que marcharme a los cinco minutos. Yo no apartaba los prismáticos del nido. Una cabecita del tamaño de una pelota de golf y cubierta de suaves plumas se agitaba, saliendo por abajo del plumaje pectoral de Su Majestad. El aguilucho abría y cerraba el pico.
Su tenue piar alcanzaba a llegar hasta el refugio. Con una sonrisa, anoté en mi cuaderno: "Día 41, el huevo color crema dio cría".
A la mañana siguiente, ya el huevo manchado se hacía oír. Treinta y seis horas después aparecía el polluelo. Tres días más tarde estallaba la guerra Caín-Abel. Le limé el pico al mayor de los aguiluchos, y aunque insistía en continuar la batalla, sus ataques disminuyeron en pocos días.
Al término de la cuarta semana, el aguilucho mayor pesaba 1.667 gramos; el menor pesaba sólo 1.441. A lo largo del filo trasero de las regordetas alas de la avecilla, una hilera de puntos negros señalaba las nacientes alas con que volaría. A tal edad, las garras de los aguiluchos eran lo bastante fuertes para asir la comida, y ambos hacían ya sus primeros intentos por alimentarse solos. Si bien ya podían mantenerse en pie, su andar era inseguro y los obligaba a recurrir al cabo de sus alas para emplear estas como alerones.
Pasadas ocho semanas, los aguiluchos tenían ya casi todas sus plumas. Su plumaje era de un color castaño tan oscuro que resultaba casi negro. Sus colas mostraban rayas blancas, y manchas albas iluminaban sus coyunturas por la parte inferior de las alas. Por añadidura, una pequeña mancha clara marcaba el buche de ambos aguiluchos. Saltaba a la vista que el ave primeramente empollada era hembra: era de tamaño mucho mayor.
El aguilucho menor era macho. Mostraba un aspecto más fino, más pulido que el de su hermana. Buena parte de su tiempo lo dedicaba a asear y engrasar sus plumas, en tanto que la joven águila continuaba echada en el nido. Cierta vez, cuando el joven macho se ocupaba en arreglarse una de las plumas del ala, una racha de viento que sopló sobre el refugio alcanzó el ala abierta del aguilucho. La brisa le mantenía el ala en libertad, ingrávida. El avecilla dejó de engalanarse y, tentativamente, desplegó sus dos alas. Ambas "volaron". El aguilucho se mantuvo durante algunos minutos con las alas desplegadas, moviendo su alerón y alternando el ala que presentaba al viento. Cedió este, las alas del ave se aflojaron, y el aguilucho reanudó su aseo.
A EMPRENDER VUELO
EL JOVEN macho cumplió 64 días el 8 de junio, y ese día se llegó con cautela hasta el filo del nido y se encaró al cañón. Durante los dos días siguientes se pasó horas enteras poniendo a prueba sus alas. A veces, una racha de viento lo arrancaba del nido a pesar suyo. Al instante, abría sus alerones, se asía a las ramas del nido y se aferraba a este.
Por la mañana del 11 de junio, el día 67 de su vida, el aguiilucho macho despertó a temprana hora y comenzó a acicalarse. Durante la hora y media que siguió se mantuvo de pie en la orilla del refugio, contemplando la cañada. Parecía estudiar especialmente un gran peñasco que estaba a 90 metros a su izquierda, muy cerca de la pared de roca y a cosa de 25 grados de inclinación.
Con los ojos puestos en el peñasco, el aguilucho se echó ligeramente hacia adelante y abrió un poco las alas. Pasado un momento, las plegó; hizo tal cosa dos o tres veces y, luego, volvió a dejar caer despacio las alas sobre el nido.
El aguilucho estuvo haciendo tales frustrados intentos cada media hora, uno más atrevido que el otro. Por último, desplegó las alas, se inclinó hacia adelante y se dio impulso con todas las fuerzas de sus patas. Su hermana alzó la cabeza para seguir su vuelo con la mirada. El joven macho cayó del refugio y con pesados y desesperados aletazos se dirigió hacia el peñasco. Ya cerca de este, viró con torpeza, alargó las patas y se aferró a la roca. Aterrizaba a impulsos de una corriente de aire descendente, lo que duplicaba su velocidad. El avecilla trató de adelantarse a su excesiva velocidad, no lo consiguió, y cayó sobre su pecho y barbilla. Levantó bruscamente la cola y detuvo su marcha con un patinazo.
Durante el resto del día y toda aquella noche, el aguilucho permaneció en el peñasco, aleteando, descansando y acicalándose. A la mañana siguiente, poco después de las 10, de nuevo se lanzó a volar, siguiendo la cañada a escasa altura del suelo, esquivando vacilante los cedros y mezquites que encontraba en su camino. De lo alto se oyó el silbido de un milano de Misisipí, como si buscara anunciar: "¡Vean esto! ¡Un aguilucho poniendo a prueba sus alas! ¡Vengan, muchachos! ¡Nos divertiremos!" El joven milano descendió en vuelo inclinado hacia el aguilucho, pasó veloz a pocos centímetros por encima de este, frenó, viró, y otra vez se arrojó en picada. Un segundo milano se le reunió, y uno y otro se turnaban para lanzarse sobre el desmañado aguilucho.
El joven macho volaba cada vez a menor altura, hasta llegar a rozar la pradera. Entonces, los milanos descendían hasta golpear con el pico, a su paso, la cabeza del aguilucho. Al alcanzar terreno alomado, nuestra avecilla quiso probar a aterrizar, más obligada por la necesidad que porque tuviese algún plan. Un viento sesgado la forzó a revirar sobre el suelo. Se esforzó por frenar el viraje asiéndose a los cortos penachos de hierba sobre los que pasaba. Por fin logró posarse, haciendo un cómico alto sobre su vientre y con las alas extendidas en el suelo. Un milano pasó con gran ruido sobre la cabeza del avecilla y le picó muy fuerte la cresta.
Sandose se elevó desde su puesto de guardia y avanzó con lentitud en vuelo inclinado a lo largo del borde. El aguilucho emitió un silbido, y su hermana hizo otro tanto al lado opuesto de la cañada. Los milanos se alejaron para reanudar su aérea cacería de langostas y libélulas.
Después de algunos minutos, la inmadura águila macho echó a andar hacia el borde norte. Durante 45 minutos continuó caminando, se detenía a descansar y reanudaba su marcha. Al pie de la pared de la cañada, el aguilucho se inclinó hacia adelante sobre la creciente elevación y siguió andando. Las puntas de las alas cruzadas sobre sus lomos, le prestaban el aspecto de algún caballero de edad que anduviese de paseo. Junto a un peñasco del tamaño de una casa, el joven macho, aleteando a medias y a medias de un salto, se encaramó a aquel por su parte más baja. Tras tomarse un descanso, ascendió anadeando hasta el punto más alto de la roca. Ya allí se acicaló de nuevo. Desde lo alto de la escarpa, Sandose lo observaba.
Una vez que el aguilucho terminó de componerse las plumas, se volvió hacia el viento, desplegó las alas y se elevó.
Aunque inseguro de sus alas, experimentaba la disposición de sus alerones y los extremos de su cola buscando la manera de evitar que el viento lo arrojara contra el risco, pero que lo mantuviese a flote. En el momento que creyó estar seguro que chocaría contra la pared rocosa, ejecutó un brusco viraje. El viento continuó llevándolo con suavidad risco arriba, y de pronto se halló más arriba del borde, volando con toda libertad.
Casi inmediatamente, Sandose volaba a su lado. El aguilucho emitió un sonido. Su Majestad se unió a ellos. El avecilla cesó de silbar y se entregó a realizar otros experimentos. Era lento para compensar los leves cambios necesarios en una corriente ascendente o cuando variaba la dirección del viento. Como resultado de ello, su altitud y su posición eran inciertas, y volaba por encima o por debajo de sus padres, que lo hacían a nivel. Bien pronto mejoró su vuelo.
Después de volar durante media hora con sus padres, el aguilucho se dirigió sin esfuerzo hacia el borde y maniobró para aterrizar. Sus reflejos operaban tardíamente en relación con los cambios del viento, pero se aferró a la roca y se posó en el borde casi con gracia.
Poco antes de la puesta del Sol, el aguilucho abrió las alas y emprendió de nuevo el vuelo. El aíre, ya más fresco, soplaba con mayor suavidad. Al principio, se limitó a elevarse; luego descendió y volvió a ascender con lentitud. De vez en cuando, viraba con recelo, como si intuyera la conveniencia de ensayar el vuelo en círculo. Tras varias tentativas en falso, acabó por lanzarse del borde y efectuó dicho vuelo, precipitado e imperfecto. Vuelto de nuevo hacia la cañada, se elevó, vaciló unos instantes, y otra vez voló en círculo. En esta ocasión fue más preciso, y la confianza que ello le dio era evidente.
No tardó en descubrir que si volaba en línea paralela al borda y se lanzaba por un rato cabeza abajo para contrarrestar la corriente ascendente, su velocidad aumentaba. Cuando caía el Sol, ya el avecilla efectuaba breves y rápidos vuelos a lo largo del borde y se elevaba luego en círculo antes de volver, en nuevo y veloz vuelo, al punto de donde partiera. Se conducía como un niño que, provisto de un juguete nuevo, disfruta de él antes de dormir.
Al oscurecer demasiado para seguir volando, el aguilucho se posó junto al cedro que antes le diera sombra, se escurrió debajo de él y se dispuso a pasar la noche.
MUERTE... Y VIDA
EL DÍA en que el aguilucho hembra dio principio a su propia rutina de practicar el aleteo y el aseo previo al vuelo, tenía exactamente once semanas y dos días de vida. La mañana del 23 de junio, tercera de tal rutina, era fresca y un viento moderadamente fuerte soplaba del norte. Poco después de mediodía, la hembra se posó en el filo del nido, vaciló por unos momentos, y en seguida abrió las alas y comenzó a batirlas. Al instante se alzó en vuelo. Una racha de viento la llevó a mayor altura. Iba con las patas colgando, y comprendí que su vuelo no era sino un accidente. Una nueva racha la impulsó muy cerca del risco, contra el que habría podido estrellarse.
A la vez que mecía sus poderosas alas, recogió las patas, y se vio rápidamente elevada por el viento hasta el borde del cañón y 30 metros más arriba. En pocos segundos alcanzó los 60 y luego 90. Apareció Sandose y se puso a nivel del aguilucho hembra, bastante cerca de esta. Momentos después se les unió Su Majestad, y los adultos volaron en formación adaptándose al incierto vuelo de la mayor de sus crías.
Las águilas siguieron cañada arriba, alejándose de mí, y Sandose se entregó a la caza. Luego, Su Majestad, tras breve vacilación, se le unió. A 500 metros atrás del borde, Sandose atrapó algo. Al instante, el águila joven se inclinó en un vuelo en picada demasiado veloz para su escasa experiencia. A unos cien metros de Sandose, aminoró la velocidad pero sólo un poco. Me asaltó cierto temor. A los 100, volaba aún con excesiva celeridad.
A los 50 metros el aguilucho hembra se encontró en aprietos, pero no parecía darse cuenta de ello. Seguía descendiendo cada vez más. Cuando se acercaba a Sandose, el suelo de la pradera corría velozmente bajo sus alas. Sandose, por su parte, se apartó de un salto.
En el último momento posible, el aguililla trató de echar sus patas adelante. Era demasiado tarde. Dio con todo su cuerpo en el suelo, justo más allá de Sandose. Bajo una nube de polvo y una lluvia de plumas, fue dando tumbos por la pradera. Llegué a la carrera al lado del avecilla; estaba muerta.
PARA MEDIADOS de julio, ya el aguilucho macho había aprendido a cazar por su cuenta. Durante una de estas solitarias cacerías, cruzó inadvertidamente una línea territorial, y recibió su primera lección de mantenerse dentro de sus propios límites. Al mismo tiempo, alcanzó a ver de cerca al aguilíta que la pareja vecina estaba criando.
En agosto, los instintos territoriales de las águilas disminuían, y la población aguileña de la cañada se tornaba más sociable. Pasado poco tiempo, nuestras jóvenes águilas, macho y hembra, salían de cacería juntas, a veces sobre un territorio,—a veces sobre otro, sin que en ello interfiriesen las águilas adultas. No conseguía ver si las aves jóvenes compartían o no sus presas, pero en diferentes días sí pude verlas jugar entre ambas a soltar y atrapar una rama.
Los álamos de la cañada adquirieron un color dorado. En esa misma época, las jóvenes águilas comenzaron a mudar de plumas. A fines de noviembre, Su Majestad experimentó las primeras muestras de su necesidad de aparearse, propia de la temporada. Cierta tarde, ella y Sandose condujeron con dulzura a su aguilucho más allá del cedro de copa llana que señalaba uno de los límites de su territorio. Como el joven macho pretendiera regresar, sus padres emplearon firmes tácticas de vuelo para mantenerlo alejado. Al principio, el aguilucho parecía estar confuso y sus intentos por volver acusaban una juvenil determinación. Mas la determinación de Sandose y Su Majestad no era menor que la del aguilucho, así que después de un rato el ave inmadura se dio por vencida.
Más tarde, en ocasiones y a gran altura, las águilas adultas le permitían a su retoño que volviera a su lugar de origen. Pero jamás se le permitía llegarse por allí a cazar ni tampoco a permanecer. Al fin, llegado enero, Su Majestad y Sandose cerraron sus fronteras por completo. Por esos mismos días, el aguilucho y la hembra joven se convirtieron en formales compañeros de cacería y de arreglo individual. Si la suerte les es favorable, vivirán muchos años uno al lado del otro.
Y el ciclo de la vida continúa.
CONDENSADO DE "A FAMILY OF EAGLES". © 1980 POR DAN TRUE. FOTOS DEL AUTOR.