SOBRE LA PENDIENTE (Harlan Ellison)
Publicado en
febrero 16, 2014
En el amor, siempre hay uno que besa y otro que ofrece la mejilla.
(Proverbio francés)
Supe que era virgen porque pudo despeinar la crin plateada de mi unicornio. Se llama Lizette y era un templo griego en el que jamás se había celebrado un sacrificio. Virgen vestal de Nueva Orleans, hallada mientras paseaba sin sombra en la divina frescura de la noche que se arrastraba como una cucaracha sobre Louisiana.
Mi unicornio relinchó e inclinó la cabeza, y ella le palmeó la espiral de marfil de su cuerno. Esto sucedió, en su mayor parte, en lo que se denomina el Canal Irlandés, una callecita en la parte vieja de Nueva Orleans donde se instalaron décadas atrás los irlandeses con sus cortinitas de encaje. Pero para entonces los irlandeses ya se habían ido y el canal había quedado en manos de los cubanos.
En esos momentos los cubanos dormían recuperándose del sofocante hoy, que incluía en sus horas el déja vu del sofocante ayer y el déja revé del intolerable mañana. En esos momentos los desvencijados adoquines de las callecitas laterales de Magazine ya habían dejado salir sus espectros nocturnos, y uno de esos fantasmas se me había acercado, llamando a mi unicornio (era, pues, una virgen), y yo me había quedado esperando.
Si hubiésemos estado en Sutton Place, si hubiésemos estado en un atardecer de Manhattan y nos hubiésemos encontrado, ella se habría arrodillado para acariciar a mi perro. Y yo habría esperado. Si hubiésemos estado en Puerto Vallarla, a 20° 36" de latitud norte y a 105° 18" de longitud oeste, y nos hubiésemos encontrado, ella se habría agachado para pasar las yemas de sus dedos por la untuosa piel de mi iguana. Y yo habría esperado. El encuentro callejero tiene sus rituales. Uno debe esperar y tratar de respirar sin hacer demasiado ruido para disfrutar del trato con los espectros de la noche.
Me miró por encima de la esbelta cabeza de mi unicornio y me sonrió. Los ojos tenían una tonalidad gris entre ónix y un error de cálculo.
—¿Hace demasiado frío para usted? —le pregunté.
—Cuando tenía trece años —empezó a decir, tomándome del brazo y tanteando un par de pasitos que nos llevaban calle arriba —, o tal vez doce, bueno, no importa, cuando tenía aproximadamente esa edad, tenía una hermosa mantilla de encaje belga. Podía mirar a través de ella y ver los misterios del sol y de las demás estrellas desplegados ante mí. Estoy segura de que alguien muy importante y muy agradable compró esa mantilla en casa de algún anticuario y pagó mucho por ella.
No parecía una respuesta muy adecuada a una pregunta sencilla.
—Una reina del Baile de Carnaval no tiene frío —agregó, sin que yo preguntara nada.
Caminaba junto a ella, ligados por la fresca evasividad de su brazo, y barajaba en mi mente mil respuestas, todas insatisfactorias.
Mi unicornio nos seguía en silencio. Bueno, no exactamente: sus cascos de platino golpeteaban contra los adoquines. Temo que sentí el aguijón de los celos. La perfección me provoca eso.
—¿Cuándo fue usted reina del baile?
La fecha que me dio se remontaba a ciento trece años atrás. Debió haber sentido un frío atroz bajo la losa.
Hay un librito que se vende, una guía sobre las costumbres y la comida en Nueva Orleans. Me fijé. En ningún lugar del libro indican cuáles son las respuestas adecuadas para un espectro.
En realidad no dice nada acerca de los maravillosos cementerios que hay en la margen occidental de Nueva Orleans o en Metairie. Tampoco habla de la exquisita comida que puede consumirse en esos distritos. Uno busca en vano entre el universo mutable y efímero de esa guía total. Una guía para cualquier cosa. Y al no encontrar nada uno hace lo mejor que puede. Y soporta la frustración, soporta el ennui.
La perfección me provoca esa sensación.
Caminamos un poco y acabamos por conocernos tanto como admitimos que se nos conociera. Los que siguen son algunos de los momentos cumbre. No hay continuidad. No pido disculpas por eso. Simplemente lo señalo, y agrego, sin faltar a la verdad, según creo, que en la mayor parte de las liaisons hay una falta de continuidad. Nos encontramos en lugares extraños en oportunidades diversas y durante un breve lapso ligamos nuestra vida con la de otros —del mismo modo en que Lizette había ligado su brazo con el mío— y después, una vez agotado el tiempo que teníamos reservado, volvemos a apartarnos. A veces a través de una neblina de dolor; por lo general a través del velo de recuerdos que se adhiere por un momento y después pasa; en ocasiones como si nunca hubiésemos tenido contacto.
—Mi nombre es Paul Ordahl —le dije—. Y lo más horrible que me pasó nunca fue mi primer mujer, Bernice. No sé de qué otro modo decirlo, aunque suene melodramático, eso fue lo que pasó, sencillamente; resulta que ella se volvió loca, y yo me divorcié y la madre la internó en un manicomio privado.
—Cuando tenía dieciocho años —dijo Lizette—, mi familia dio una fiesta para presentarme en sociedad. En aquel tiempo vivíamos en Garden District, en la calle Prytania. La casa era una preciosa hacienda blanca, de esas que ahora llaman de antes de la guerra, con columnas griegas. Teníamos una hermosa pérgola de nísperos en el jardín del fondo, justo debajo de un sauce llorón.
Tenía seis lados. Era octogonal. ¿O era hexagonal? Fue la fiesta más linda del mundo. Y durante esa fiesta yo me escapé con un muchacho... no recuerdo como se llamaba... y fuimos a la pérgola y le dejé que me tocara los pechos. No me acuerdo cómo se llamaba.
Estábamos en la calle Decatur y caminábamos hacia el Barrio Francés. A nuestra derecha corría el Mississippi, oscuro pero haciendo notar su presencia.
—Fue su madre la que la internó ¿me comprende? Yo sólo supe algo de ella en dos oportunidades antes del divorcio. Habían sido cuatro años espantosos y yo no quería saber nada más. Una vez, cuando yo ya había empezado a hacer un poco de plata, llamó la madre y me dijo que Bernice tenía que pasar al manicomio estatal. No tenía más dinero para pagar el asilo privado. Mandé algo de plata; no mucho. Supongo que podría haber mandado más, pero me había vuelto a casar y mi mujer tenía un chico de su matrimonio anterior. No quise mandar más.
Le dije a la madre que no volviese a llamarme. Hubo otra oportunidad, la última... fue lo más horrible que me pasó nunca.
Caminábamos por la plaza Jackson, escudriñando el pasto negrísimo, leyendo las placas clavadas en la valla de puntas aguzadas, placas en las que se contaba que Nueva Orleans había pertenecido una vez a los franceses. Nos sentamos en uno de los bancos de la calle. Era una calle que había quedado cerrada al tránsito, y nos sentamos en uno de los bancos.
—Nuestro apellido era Charbonnet. ¿Puede pronunciarlo?
Lo pronuncié, con buen acento.
—Me casé con un hombre muy rico. Era un potentado de verdad. Hubo un tiempo en que fue propietario de toda la manzana donde se levanta ahora el Vieux Carré, en la calle Bourbon. Me admiraba mucho. Vino a casa y pidió mi mano, y mi mamá tuvo que aceptar el negocio porque mi padre era demasiado débil, bebía. Recién ahora puedo entenderlo. Pero no tenía demasiada importancia. Yo ya había averiguado cuál era la situación financiera de mi pretendiente. No era un tipo del montón, aunque tampoco tenía clase. Pero era rico y me casé con él. Me hacía regalos. Hice lo que me correspondía. Pero me negué a que me hiciese el amor después de que se hizo amigo de ese espantoso judío que construyó el cementerio de Metairie sobre la pista de carreras de caballos porque no le dejaban correr sus caballos judíos. Mi esposo se llamaba Dunbar. Claude Dunbar, tal vez lo oyó nombrar. Nuestras fiestas eran de rigueur.
—¿Le gustaría tomar un café con beignets en Du Monde?
Se quedó mirándome fijo un momento, como si quisiese decirme algo más, después me hizo señal de que sí y sonrió.
Dimos la vuelta a la plaza. Mi unicornio esperaba en el recodo. Le rasqué el flanco color arco iris y él arrancó algunos guijarros con su casco delantero.
—Ya sé —le dije—, pronto vamos a entrar en la pendiente.
Pero todavía no. Sé paciente. No voy a olvidarte.
Lizette y yo entramos al café Du Monde y ordené dos cafés con leche tibia y dos porciones de beignets. El mozo había nacido en Nueva Jersey, pero había vivido casi toda su vida a unos pocos kilómetros de College Station, Texas.
Del lado del muelle llegaba un airecito fresco.
—Yo estaba en Nueva York —le dije—, para recibir un premio en una convención de arquitectos (no sé si mencioné que soy arquitecto), porque en ese tiempo yo era arquitecto... bueno, y aparecí en un reportaje de televisión. La madre me vio en ese programa y buscó en los periódicos para ver en qué hotel se celebraba la convención. Averiguó el número de mi habitación y me llamó por teléfono. Era bastante tarde, esa noche me habían entregado el premio, era tarde, bastante tarde. Yo estaba sentado en el borde de la cama, sacándome los zapatos, con la corbata del smoking colgando del cuello, preparándome para tirar la ropa al piso y meterme en la cama cuanto antes. Sonó el teléfono. Era la madre. Era una persona espantosa, una de las peores personas que conocí jamás, un buitre, una persona horrible, espantosa. Empezó a hablarme de Bernice que estaba en el asilo. De cómo la tenían encerrada en esa piecita y cómo ella se pasaba la mayor parte del tiempo mirando por la ventana. Había hecho una regresión completa a la infancia, y casi nunca reconocía a su madre, pero cuando la reconoció le decía algo como «No dejes que me lastimen, mamita, no dejes que me lastimen».
»Así que le pregunté qué quería que hiciese, si quería dinero para Bernice o qué... si quería que fuese a verla ya que estaba en Nueva York... y ella me contestó que de ningún modo, Dios la librara. Y después me hizo algo horrible. Me dijo que la última vez que había ido a ver a Bernice, mi ex mujer se había dado vuelta y había acercado el índice a los labios diciendo "Shh, no hagamos ruido. Paul está trabajando".
»Y, puedo jurarlo, sentí que se me desenroscaba una víbora en el estómago. Fue lo más horrible que oí en mi vida. Por muy seguro que uno esté de encontrarse en paz con Dios y de no haber mandado a nadie al manicomio, siempre queda ese resto de duda y, diciéndome lo que me dijo, me mató. No podía pensar en eso, no podía siquiera oírlo porque me destruía. Así que me escondí detrás de una coraza de metal y seguí hablando como si nada. Después de un rato colgó.
»Pasaron dos años antes de que me atreviese a pensar en eso, y cuando lo hice lloré. Hacía muchísimo que no lloraba. No porque estuviese convencido de esa estupidez de que los hombres no deben llorar, claro está, simplemente porque no había habido nada realmente importante para hacerme llorar, supongo. Pero cuando recordé lo que ella había dicho, empecé a llorar y no pude parar y al final fui al baño y me miré en el espejo y me pregunté cara a cara si yo había hecho eso, si yo alguna vez le había dicho que se callara para poder trabajar con mis croquis y mis dibujos...
»Y después de un rato me vi sacudiendo la cabeza, no. Después todo fue más fácil. Eso sucedió unos tres años antes de que yo muriera.
Ella lamía el azúcar impalpable de las beignets que se le había quedado pegado en los dedos y se sumergió en una larga historia acerca de un amante que había tenido. No recordaba su nombre.
Era algo pasada la medianoche. Yo había pensado que la medianoche iba a ser la señal del comienzo de la pendiente, pero habían pasado las doce y ella no parecía estar por desvanecerse.
Salimos del café Du Monde y caminamos hacia el Barrio Francés.
Tengo un profundo desprecio por la calle Bourbon. Los puchos tirados, esos bultos carnosos en lugar de tetas, el olor a la miseria, las empequeñecidas almas de los hombres preocupados sólo por la carne. El ruido. Caminamos por ella como connaisseurs por una exposición de cuadros baratos. Ella siguió hablando acerca de su vida, de los hombres que había conocido, de cómo la habían amado, de cómo ella los había despreciado, de las cosas triviales de su pasado. Yo seguí hablando acerca de mis amores, de todas las mujeres que habían estado cerca de mi corazón durante el tiempo, más o menos largo, que habían durado nuestras relaciones. Nos intercambiábamos charlas, las frases se cortaban en ángulo recto, los únicos puntos de encuentro eran los silencios que seguían al fin de cada historia.
Ella quiso un julep y la llevé al hotel Royal Orleans. Nos quedamos sentados en silencio mientras ella bebía. Yo la contemplaba, estudiaba ese rostro de fantasma en busca del menor destello de luz en el hielo de sus ojos, con la esperanza de encontrar un indicio de que se acercaba el deshielo. Pero no había nada de eso y yo me quemaba tratando de decir las palabras adecuadas que provocasen calor. Ella bebía y recordaba otras veladas con jóvenes, en hoteles similares, cien años atrás. Fuimos a un club nocturno donde un bailarín de flamenco y sus dos partenaires actuaban sobre un tablado de madera rústica.
Sus zapatos negros, refulgentes como estrellas, despertaban en mí resonancias que preferí ignorar.
Después me di cuenta de que había sólo tres parejas en el club y que el extremadamente lindo bailarín de flamenco actuaba para Lizette. Se agarraba las solapas de su bolero y golpeteaba los talones contra el escenario como si estuviese clavando clavos.
Ella lo miraba y recorrió con la punta de la lengua el borde de su vaso de licor, en un gesto manifiestamente provocativo. Había una consumición mínima de dos tragos y como a mí jamás me gustó el alcohol ella estaba más que dispuesta a evitar que se malgaste el dinero, de modo que bebió mi trago además del suyo.
No sé si se estaba emborrachando o simplemente se entregaba al juego. Eso no tenía importancia. Me puse ciego de celos y los dragones se apoderaron de mis ojos. Cuando el bailarín terminó, al concluir su actuación de media hora, vino a nuestra mesa. El traje era ajustadísimo y del color de los lagos del Ártico. Tenía un pelo rizado, húmedo por el ejercicio, y su cara linda me ponía furioso. Hubo una escena. Él le preguntó cómo se llamaba. Yo acoté algo. Él trató de mostrarse amable al darse cuenta de mi pésimo humor. Ella pasó por alto lo que yo había dicho. Él intentó una vez más, en castellano, ceceando.
Ella, respondió. Yo me levanté y le di un empujón. Hubo un forcejeo. Nos pidieron que nos retiráramos.
Una vez afuera, ella se separó de mí.
Mi unicornio estaba junto al cordón, comiendo flan de una fuente sopera de porcelana de Sévres. Yo la miré alejarse un poco tambaleante por la calle rumbo a la plaza Jackson. Rasqué el cuello de mi unicornio y él dejó de comer su flan. Me miró un rato largo. Tenía cristales de hielo brillando en la crin. Estábamos en la pendiente.
—Ya falta poco, viejo amigo —le dije.
Él bajó su esbelta cabeza hacia la fuente.
—Veo que estuviste en Las Américas. Cuando devuelvas la fuente dale mis saludos al señor Pena.
La seguí calle arriba. Caminaba rápidamente en dirección a la plaza. La llamé pero no quiso detenerse. Empezó a arrastrar la mano izquierda por los barrotes de acero de la valla de la plaza.
Las yemas de los dedos hacían un ruido sordo al pasar de un barrote al otro y en una oportunidad pude oír el clac de una uña muy cuidada.
—¡Lizette! ¡Maldición!
No me sentía dispuesto a correr detrás de ella; no sé por qué pero me resultaba degradante. Pero ella se alejaba cada vez más. En el parque había vagos recostados sobre los bancos, con los brazos en la nuca. Trabajadores errantes, muchachos con barba y mochila. De pronto tuve miedo por ella. Imposible. Hacía cien años que estaba muerta. No había ninguna razón para temer. ¡Y tenía miedo por ella!
Empecé a correr, mis pisadas resonaban por todo el parque. La alcancé en la esquina y la arrastré conmigo. Ella trató de abofetearme y le agarré la mano. Siguió intentando pegarme, arañarme con sus uñas cuidadas. La sostuve y la aparté de mí con un empujón, la hice girar alocadamente, tratando de impedirle tomar impulso. Ella se bamboleaba enloquecidamente, gritando y diciendo palabras desarticuladas. Finalmente se tropezó y yo la atraje hacia mí y la apreté contra mi cuerpo.
—¡Basta! ¡Basta, Lizette! Yo... ¡Basta!
Ella se apretó contra mí sosteniendo en el aire el pie lastimado y sentí que lloraba contra mi pecho. La llevé hacia la sombra y mi unicornio bajó por la calle Decatur y se quedó de pie junto a un farol callejero, esperando.
Se levantaron los vientos de la quimera. Los oí y me di cuenta de que ya estábamos en la pendiente, que nos quedaba poco tiempo. La abracé y sentí la fragancia selvática que despedía su cabello.
—Escúchame —dije suavemente, muy cerca de ella—. Escúchame, Lizette. Casi no nos queda más tiempo. Es nuestra última oportunidad. Has vivido en la piedra durante cien años; te he escuchado llorar. Fui a visitarte a ese lugar noche tras noche y te oí llorar. Ya has saldado tu deuda, Dios sabe que la has saldado. Yo también. Podemos hacerlo. Tenemos una oportunidad más y podemos hacerlo, si lo intentas. Eso es todo lo que te pido, que lo intentes.
Se apartó de mí bruscamente, sacudiendo la cabeza para apartarse el cabello cobrizo del rostro. Tenía los ojos secos. Los espectros pueden hacer eso, llorar sin lágrimas. Las lágrimas nos están negadas. También otras cosas, de las que no voy a hablar aquí.
—Te mentí —dijo.
Le toqué el rostro, el pómulo, cerca del nacimiento del cabello.
—Ya lo sé. Mi unicornio jamás habría dejado que lo tocaras si no fueses pura. Yo no lo soy, pero no tiene más remedio conmigo. Me fue asignado. Es mi espíritu familiar, y me soporta. Somos amigos.
—No. Otras mentiras. Mi vida fue una mentira. Te dije todas mentiras. No podemos hacerlo. Tienes que dejarme ir.
No sabía exactamente dónde pero sabía cómo iba a suceder.
Discutí con ella, tratando de convencerla de que había una salida. Ella no quería creerlo, no tenía la fuerza o la voluntad o la fe para creerlo. Finalmente la solté. Me echó los brazos al cuello, puso mi cara junto a la de ella y me tuvo así abrazado un rato. Después se levantaron los vientos y hubo sonidos en la noche, llamados, y ella me dejó abandonado en las sombras.
Me senté en el cordón de la vereda y pensé en los años pasados desde mi muerte. Años sin mucha música. La luz se desangraba. Vagaba. Sólo los recuerdos y el paso del unicornio guiaban mi marcha. Estaba muy triste por él; me había sido asignado hasta que se me presentase la oportunidad. Y la oportunidad había llegado y yo había hecho mi mejor intento y había fallado.
Lizette y yo éramos las dos caras de una misma moneda, una moneda sin valor y caduca. Prenda legal ofrecida por naciones desaparecidas desde hacía mucho, que ya ni siquiera conservaban sus nombres en el arrugado papiro de las cartografías. Nos habían arrancado de nuestro sueño final y se nos había mandado a vagar por nuestros crímenes; no tendríamos más que una única oportunidad entre la muerte y la eternidad. Esta noche... esta noche sin nada especial... esta había sido nuestra oportunidad.
Entonces mi unicornio se me acercó y frotó su hocico contra mi hombro. Yo levanté el brazo y le rasqué la base de su cuerno en espiral, su lugar predilecto. Emitió un suspiro largo y plateado, y en ese sonido creí escuchar la sentencia que también le haría cumplir a él. Nos habíamos sentido muy unidos, además. El que había dispuesto la oportunidad de esta noche nos había asignado uno al otro. Pero, si yo había perdido, también había perdido mi unicornio, que había vagado conmigo todos esos años sin luz y silenciosos.
Me puse de pie. No estaba de ningún modo preparado como para presentar batalla, pero al menos podía aguantar a completar el viaje... hasta el pie de la pendiente.
—¿Sabes dónde están?
Mi unicornio empezó a caminar calle abajo y yo lo seguí, entre la desesperanza y la frustración. Entre el crepúsculo y el amanecer se desarrolla la cabalgata final, la última oportunidad. Después de la medianoche comienza la pendiente. Quedaba poco tiempo y en cuanto el tiempo se acabase ya no habría más que tiempo para Lizette, para mí y para mi unicornio. Para siempre.
Cuando pasamos por el hotel Royal Orleans me di cuenta hacia dónde íbamos. Ya se había desvanecido el rumor del barrio. Se acercaba el amanecer. Los piojos humanos se habían arrastrado por fin hasta sus montoncitos de carne para dormir la noche de jarana. Aunque yo jamás había tenido una experiencia directa de la Nueva Orleans en la que había crecido Lizette, ansiaba tener el poder de borrar el cáncer inmundo en que se habían convertido la calle Bourbon y el Barrio, con la roña turística y las chillonas luces de neón, el poder de restaurar el colorido pero saludable aspecto de la época de su esplendor, cien años atrás. Pero yo no era más que un espectro, no uno de esos dioses con poderes, y en ese preciso momento estaba casi sobre el final de la cuerda que sostenía uno de esos dioses.
Mi unicornio dobló por calles oscuras, manteniendo siempre la misma dirección, y cuando vi las primeras sombras negras de las tumbas contra el cielo nocturno, contra el relampagueante cielo nocturno, me di cuenta de que no me había equivocado con respecto a nuestro destino.
El cementerio de Saint Louis.
¡Oh, cuanto lamento por el que no haya visto nunca el mundialmente famoso cementerio de Saint Louis en Nueva Orleans! Es el camposanto más perfecto, el más completo, el más hermoso del universo. (Hay cierta perfección en determinados detalles que invade por completo lo demás. Hay sillas danesas que no podrían ser ninguna otra cosa más que sillas, que son tan absoluta y definitivamente sillas que si el mundo, tal como lo conocemos, llegase a su fin y en un billón de años más las cucarachas tamaño caballo de Nueva Orleans se convirtiesen en la especie dominante, y cavaran el suelo hasta llegar a las capas aluvionales profundas y encontrasen una de esas sillas, aun cuando ellas mismas no las usasen, aun cuando no estuviesen diseñadas, estructuralmente, como para usarlas, aun cuando jamás hubiesen visto una silla, aun así sabrían cuál es el uso que hay que darle a ese objeto, sabrían que fue creado para ser eso: una silla. Porque sería un ejemplo de sillidad. Y, a partir de ella, serían capaces de reconstruir una réplica de la raza humana. Ese es el tipo de camposanto al que uno se refiere cuando habla del mundialmente famoso cementerio de Saint Louis.)
El cementerio de Saint Louis es muy antiguo. Está impregnado de sombras y de huesos que se sienten cómodos y de imágenes post mortem de personajes que se hicieron famosos por el solo hecho de estar enterrados en el cementerio de Saint Louis. La napa de agua yace a escasos centímetros del suelo de Nueva Orleans. Es por eso que no hay tumbas en tierra. Los cuerpos son colocados en criptas, sepulcros, bóvedas y mausoleos construidos sobre la superficie. Las lápidas son todas distintas, no hay dos que sean iguales, y cada uno de ellas es testimonio del arte de algún lapidario. Y sólo en segunda instancia testimonio de los que yacen debajo de la piedra.
Habíamos llegado al cénit de la noche. Ese punto extremo que precede al amanecer. El alba no había empezado aún a cubrir el horizonte del este, pero el tono de la noche se había tornado más cálido; era el último tramo de la pendiente de mi última oportunidad. También de la de Lizette.
Nos acercamos al cementerio, mi unicornio y yo. Desde el profundo centro del horizonte de tumbas que se levantaban más allá del cerco pude ver el resplandor gélido de una luz azul vibrante. El tipo de luz que encuentra uno en la heladera, fría, chata, vidriosa.
Me monté en mi unicornio y me incliné contra su cuello, aferrándome a su crin con ambas manos y apretando las rodillas contra sus flancos de seda, que ahora ondulaban con luz y con color, y emití un ligero silbido de aceptación, una leve señal de partida.
Mi unicornio voló por encima de la cerca, penetrando en el mundo del famoso cementerio de Saint Louis. Desmonté y le di las gracias. Empezamos a abrirnos camino entre las tumbas, los sepulcros, las criptas.
El resplandor se hizo más evidente. Ya podía oír a los vientos de quimera que se levantaban, se arremolinaban, soplaban desde mares remotos. La luz que vibraba, los vientos que gemían, la noche que agonizaba. Mi unicornio se quedó cerca. Incluso nosotros, los habitantes del mundo espectral, sabemos cuándo tener miedo.
Al fin de cuentas había perdido la última apuesta; no tenía la protección de ningún dios. Estaba más desnudo aún en la muerte.
No hay niebla en Nueva Orleans. A nuestro alrededor empezó a levantarse la bruma. Salvo escasas oportunidades en el invierno no hay niebla en Nueva Orleans.
Recuerdo el amanecer de la noche en que morí. Había bruma.
El mío había sido un suicidio.
Me había abandonado mi tercera mujer. Se había ido durante la noche, mientras yo estaba en una reunión de negocios con un cliente. Me habían contratado para construir una iglesia en Baton Rouge. Me había pasado el día despegando con vapor el empapelado viejo del departamento que habíamos alquilado. Iba a ser nuestro primer hogar y lo íbamos a pagar con la comisión.
Me había ocupado personalmente de despegarlo, con una escalera alta y un condensador de vapor. Cerca del cielorraso el calor había sido tan intenso que casi me desmayo. Ella me había traído limonada recién exprimida. Después me había bañado, me había vestido y había ido a la reunión. Al volver, ella ya se había ido. Sin dejar ni una nota.
Lizette y yo éramos las dos caras de una misma moneda, arrojada después de la muerte en castigo por los extremos opuestos de un mismo crimen. Ella no había amado jamás. Yo había amado demasiado. El abuso en algo tan delicado como el amor es monstruosamente pecaminoso a los ojos del Dios del Amor. Y algunos de nosotros —los que nunca comprendimos que la salvación estaba en la Dorada Medianía— somos arrojados a la deriva con una última oportunidad. Puede darse.
Se levantó la bruma a nuestro alrededor, y mi unicornio se deslizó hasta quedar pegado a mí, parecía más pequeño, casi tímido. Estábamos penetrando en reinos que él no comprendía, donde su limitada magia resultaba inútil. Eran reinos de potencia tan remotos incluso de los seres del limbo, como mi unicornio, tan ajenos incluso para los que deambulábamos por la zona intermedia —como Lizette y yo—, que nos sentíamos tan inermes y desconcertados como los seres vivos. Teníamos una única ventaja sobre los humanos vivos, palpitantes, sobre los que aún no han muerto: estábamos muy seguros de que los reinos del más allá existían.
Más arriba, más allá, más abajo, donde habitan los dioses. Donde vivía Él, el que me había dado mi oportunidad y se la había dado a Lizette. Y, sin lugar a dudas, estaba observando.
La bruma se arremolinaba alrededor de nosotros, tan fría y definitiva como el polvo de las tumbas de los faraones. La atravesamos rumbo al corazón vibrante de la luz azul. Y al llegar al penúltimo círculo nos detuvimos. Estábamos en el anillo externo de la potencia y vimos las cosas que habían venido a reclamar a Lizette. Ella yacía sobre un altar de cristal, desnuda y temblorosa. Las cosas estaban de pie alrededor de ella, enormemente altas y transparentes. Siluetas de hombres sin cara.
Dentro de las formas transparentes se arremolinaba una niebla extraña, plateada, como el humo de los incensarios sagrados. En el lugar en que tendrían que haber estado los ojos del hombre o del espectro sólo había resplandores opacos, titilantes como luciérnagas; bailoteaban allí adentro, colgados del humo, cambiando de forma y de ubicación. No tenían ojos. Y eran altas, muy altas, mucho más altas que Lizette y que el altar.
Para mí, que había abusado del amor, al llegar el amanecer sin salvación, sólo quedaba el vagabundeo eterno con mi unicornio como única compañía. Un espectro para siempre jamás. Una quimera de incienso que sólo parecería polvo del diablo sobre el horizonte, produciendo escalofríos al pasar por las calles de la ciudad, ido para siempre, invisible, perdido, vacío, inerme, vagabundo.
Pero para ella, receptáculo vacío, el destino era totalmente diferente. El Dios del Amor le había concedido su tiempo de vagabundeo y, atrapada durante el día bajo la lápida podía errar durante la noche. Le había dado su última oportunidad. Y como ella la había perdido, su destino eran esas criaturas que la requerían, dioses también ellos... dioses de otro orden... no sé si superiores o inferiores. Pero terribles.
—¡Lagniappe! —grité.
Era un viejo vocablo francés usado en Nueva Orleans cuando se pide un poco más, una medialuna de obsequio, algunas zanahorias extra agregadas a la bolsa de las compras, una porción más generosa de almejas, o de cangrejos, o de camarones.
—¡Lagniappe! ¡Un poco más, Lizette! Inténtalo una vez más.
Trata... pídelo... hay tiempo... se te da la oportunidad... ya has pagado... yo también pagué... es nuestra oportunidad... ¡inténtalo!
Se incorporó con el cuerpo desnudo iluminado por los brillantes resplandores de escalofriante azul gélido que venían del otro lado. Se incorporó y miró hacia mí a través del círculo interior. Yo me quedé allí parado, con los brazos abiertos, tratando desesperadamente de abrirme paso hasta donde estaba ella a través del círculo externo. Pero era sólido y no pude pasar. Sólo las vírgenes podían atravesarlo.
Ellos no estaban dispuestos a dejarla ir. Se les había prometido un festín y estaban allí para reclamarlo. Empecé a llorar, como había llorado cuando por fin escuché lo que había dicho la madre, cuando volví por fin a mi departamento vacío y me di cuenta de que había malgastado mi vida amando demasiado, exigiendo demasiado, yo mismo un cebador junto a una mesa que podía vaciarse y agotarse y que ya no me permitiría volver a servir. Ella quería venir hacia mí, se veía que quería venir hacia mí. Pero ellos estaban decididos a comerse su plato.
Entonces sentí el hocico de mi unicornio junto a mi cuello. Con un solo paso había atravesado esa barrera impenetrable para mí, había llegado del otro lado del círculo y se había quedado esperando. Lizette saltó del altar y corrió hacia mí.
Todo sucedió al mismo tiempo. Sentí que el cuerpo de Lizette anclaba en el mío y los dos vimos a mi unicornio de pie del otro lado y por un instante no pudimos responder con las reacciones esperadas, ni pronunciar los sonidos correctos. Supimos por primera vez en nuestras vidas y en nuestras muertes lo que significaba estar paralizado. Después las reacciones me fueron llegando, nos fueron llegando, por oleadas, una detrás de la otra: una cascada de alegría porque Lizette había venido hasta... nosotros; un amor decidido por esta criatura espectral, por Paul; la certeza de que, instintivamente, parte de nosotros estaba retornando a un mismo molde; miedo de que esa parte amara demasiado en esa unión mística; decisión de atemperar nuestro amor, y después angustia al ver a nuestro unicornio allí parado, esperando los reclamos...
Lo llamamos... usando su nombre secreto, uno que nunca habíamos pronunciado en voz alta. Apenas podía hablar. Tenía un nudo en la garganta, también nosotros.
—Viejo amigo...
Dimos un paso en dirección a él, pero no pudimos atravesar la barrera. Lizette se aferró a mí, Paul me abrazó fuerte mientras temblaba con terror y mientras el frío de ese círculo interior seguía helándome la carne.
Los grandes reclamadores transparentes estaban en silencio, observaban, esperaban, como si estuviesen satisfechos de permitirnos unos instantes para la decisión final. Pero se olía su impaciencia en el aire, un leve ronroneo, como el estertor de muerte permanente en la garganta de un gato.
—¡Vuelve! No lo hagas por mí... por mí no... no es justo.
El unicornio de Paul volvió la cabeza y nos miró. Mi amigo de noches sin estrellas, en las que nos habíamos deslizado juntos y a oscuras. Mi amigo, que había recorrido conmigo inacabables paseos por lugares vacíos. Mi amigo de naturaleza amable y compañerismo constante. Hasta que apareció Lizette, mi amigo, mi único amigo, mi espíritu familiar, al que se le había asignado una tarea pesada, que había acabado por quererme y al que yo había pertenecido del mismo modo en que él me había pertenecido a mí.
No podía soportar el dolor que se me agrandaba en el pecho, en el estómago; tenía la cabeza ardiendo y los ojos se me quemaban con lágrimas, primero por Paul, y ahora por la criatura más dulce que jamás hubiese enviado un Dios para calmar la angustia de un hombre... y por mí. No podía soportar el dolor de no poder conocer jamás, como Paul, la compañía silenciosa de esa bestia dulce y mágica.
Pero él volvió la cabeza y avanzó hacia ellos, y ellos tomaron ese gesto como la decisión final, y esos grandes reclamadores transparentes se le acercaron y extendieron sus manos de cristal para tocarlo. Por un momento parecieron titubear y yo grité:
—¡No tengas miedo...!
Y mi unicornio volvió la cabeza para mirar a través de la bruma de potencia por última vez, y yo vi que si tenía miedo, pero no tanto como habría tenido si yo no hubiese estado allí.
Entonces el primero de ellos tocó su flanco suave y plateado y él emitió un trémulo suspiro de dolor. Un temblor le recorrió el cuerpo. No el movimiento veloz de la carne cuando se espantaba una mosca, sino un temblor totalmente nuevo, no natural, que contenía en su viveza toda la energía y la pérdida de eternidades.
Del unicornio de Paul salió un gemido, aunque él no lo había emitido.
Podíamos sentir el dolor, la soledad. Mi unicornio ya no tenía más tiempo. Terminaba. Era todo un terminar definitivo; se había quedado conmigo, había caminado conmigo y había llegado a preocuparse por mí hasta que llegase el momento en que ese Dios particular lo relevase de su obligación; pero ahora se le negaba la libertad; terminaba.
Los grandes reclamadores transparentes lo tocaban y le acariciaban el cuero tibio con sus dedos de hielo, mientras nosotros observábamos, inermes, y Lizette hundía su cara en el pecho de Paul. Los colores ondulaban por el cuerpo de mi unicornio, como si al hacerse más intensos pudiesen combatir el contacto gélido de los reclamadores. Olas vibrantes de arco iris que se avivaban por un instantes en su pelaje, se opacaban luego, volvían a encenderse y se agotaban. Después los colores se fueron escurriendo uno tras otro, los tonos languidecían; azul púrpura, violeta manganeso, discordia, azul cobalto, duda, afecto, verde cromo, cromo amarillento, siena crudo, contemplación, bermellón alizarina, ironía, plateado, severidad, compasión, rojo cadmio, blanco.
Lo vaciaron... él no les dio batalla... se fue enfriando de a poco... resplandores de amarillo, un toque de azul, pálido como el blanco... los estremecimientos se fundieron en un temblor constante... los maravillosos ojos dorados giraban atormentados, se apagaron, perdieron su brillo, metal opaco... los cascos de platino tenían costras de herrumbre... y él se quedó allí, no trató de huir, se entregó por nosotros... y lo vaciaron. De todo.
Después, como pasaba con los reclamadores, pudimos ver a través de él. Los vapores se arremolinaban dentro de la cáscara transparente, un vidrio neblinoso, trémulo... después nada. Y después absorbieron hasta la cáscara.
La fría luz azul se desvaneció y ya no pudimos distinguir a los reclamadores. El humo que había dentro de ellos se hizo más espeso, empezó a moverse con más lentitud, horriblemente, como si se hubiesen hartado y se sintiesen pesados y pudiesen irse, de vuelta a ese lugar que había del otro lado de la cuerda, donde esperaban, siempre esperaban, hasta que volvían a sentir hambre. Y mi unicornio había desaparecido. Estaba solo con Lizette. Estaba sola con Paul. La bruma se esfumó, y los reclamadores se habían ido, y una vez más no era más que un cementerio, mientras los primeros rayos del día empezaban a deslizarse por entre el desorden y el caos de las lápidas.
Estábamos juntos y de pie, un único cuerpo desnudo, blanco y virginal en mis brazos cansados; y en cuanto la luz del sol nos alcanzó empezamos a desvanecernos, a fundirnos, a mezclar nuestros cuerpos y nuestros espíritus errantes, formando un único espíritu que no amaría excesivamente ni demasiado poco, ya que habíamos aprovechado nuestra oportunidad en la pendiente.
Nos desvanecimos y fuimos levantados invisiblemente por el hálito perfumado de ese buen Dios que nos había poseído, y llevado lejos de allí. Para nacer nuevamente como un único espíritu en alguna otra forma humana, no sabíamos si de hombre o de mujer. Tampoco habríamos podido recordarlo. Y no tenía importancia.
Esta vez no nos destruiría el amor. Esta vez tendríamos suerte en el viaje. La suerte de crines de seda, de colores de arco iris, de cascos de platino y de cuerno en espiral.
FIN