PROBLEMAS DE HORARIO (Arthur C. Clarke)
Publicado en
febrero 09, 2014
No hay muchos crímenes en Marte —dijo el Detective Inspector Rawlings con un poco de tristeza—. En realidad, ésa es la principal razón de mi regreso a Scotland Yard. Si me quedara aquí más tiempo perdería la práctica.
Estábamos sentados en la principal sala de espera del Espaciopuerto de Fobos, mirando los riscos dentados y soleados de la pequeña luna. El cohete trasbordador que nos llevara desde Marte había partido hacía diez minutos, y comenzaba ahora la prolongada caída de vuelta a la esfera ocre que colgaba allá afuera contra las estrellas. En media hora subiríamos al vuelo regular hacia la Tierra, un mundo en el cual la mayoría de los pasajeros jamás había puesto los pies pero que seguían llamando «nuestra casa».
—De todas formas —continuó el Inspector— de vez en cuando se presenta un caso que hace la vida interesante. Usted es un comerciante en objetos de arte, señor Maccar; estoy seguro que usted oyó hablar del problema que hubo en Ciudad Meridiano hace un par de meses.
—No lo creo —replicó el rollizo hombrecillo de cutis aceitunado que yo había tomado por un simple turista que volvía. Quizá el Inspector había examinado ya la lista de pasajeros; me pregunté cuánto sabría de mí, y traté de repetirme que tenía la conciencia..., bueno, razonablemente tranquila. Al fin y al cabo todos pasaban algo por las Aduanas de Marte.
—Se ha mantenido bien en secreto —dijo el Inspector—, pero estas cosas no pueden ser ocultadas largo tiempo. El caso es que un ladrón de joyas terrestre intentó robar el mayor tesoro del Museo Meridiano: la Diosa Sirena.
—¡Pero eso es absurdo! —objeté—. Tiene un valor inapreciable, por supuesto, pero es solamente un trozo de piedra arenisca. Nadie lo compraría; sería lo mismo que tratar de robar la Mona Lisa.
El Inspector sonrió sarcásticamente.
—Eso ya sucedió una vez —dijo—. Quizás el motivo fuera el mismo. Hay coleccionistas que darían una fortuna por un objeto semejante, aun cuando sólo ellos pudiesen mirarlo. ¿No está usted de acuerdo, señor Maccar?
—Es cierto. En mi negocio se encuentra gente muy extravagante.
—Bueno, este tipo, que se llamaba Danny Weaver, había sido muy bien pagado por un coleccionista. Y de no ser por un golpe de fantástica mala suerte lo habría conseguido.
La dirección del Puerto Espacial se disculpó por un nuevo retraso debido a las últimas verificaciones de combustible, y pidió a varios pasajeros que se presentaran a Informaciones. Mientras esperábamos a que finalizara el anuncio, recordé lo poco que sabía sobre la Diosa Sirena. Aunque nunca había visto el original, lo mismo que la mayoría de los otros turistas, tenía una réplica en mi equipaje. Esa réplica llevaba el certificado del Departamento Marciano de Antigüedades, garantizando que «esta reproducción a escala natural es una copia exacta de la llamada Diosa Sirena, descubierta en el Mare Sirenium por la Tercera Expedición, 2012 d. C. (A. M. 23)».
Es un objeto muy pequeño para haber causado tantas controversias. Mide sólo unos veinte centímetros de altura; uno no lo miraría dos veces si lo viera en un museo terrestre. Representa la cabeza de una mujer joven, de rasgos ligeramente orientales, lóbulos alargados, cabello ensortijado en bucles apretados al cráneo, labios algo separados en expresión de placer o sorpresa. Eso es todo. Pero es un enigma tan desconcertante que ha inspirado un centenar de sectas religiosas, y ha desesperado a más de un arqueólogo. Pues una cabeza humana perfecta no tiene absolutamente ningún derecho a encontrarse en Marte, donde los únicos habitantes inteligentes eran crustáceos, «langostas marinas educadas», como gustan llamarlas los periódicos. Los marcianos aborígenes nunca estuvieron cerca de lograr vuelos espaciales, y de todos modos su civilización murió antes que el hombre existiera en la Tierra. No es extraño que la Diosa sea el misterio número uno del Sistema Solar. No creo que encontremos la respuesta mientras yo viva... Si la encontramos alguna vez.
—El plan de Danny era sencillísimo —continuó el Inspector—. Ustedes saben lo muerta que queda una ciudad marciana el domingo. Todo está cerrado, y los colonos permanecen en sus casas para ver la televisión transmitida desde la Tierra. Danny contaba con eso cuando se instaló en un hotel de Meridiano Occidental, en la tarde del viernes. Tendría el sábado para inspeccionar el Museo, el domingo para el trabajo, y en la mañana del lunes sería simplemente otro turista que dejaba la ciudad...
»El sábado temprano vagabundeó por el pequeño parque y cruzó hacia Meridiano Oriental, en donde está el Museo. En el caso que ustedes no lo sepan, la ciudad lleva ese nombre porque está exactamente en la longitud de ciento ochenta grados; en una gran laja de piedra del parque está grabado el meridiano principal, así que todos los visitantes pueden sacarse fotografías de pie sobre dos hemisferios al mismo tiempo. Es sorprendente cómo algunas personas se divierten con cosas tan simples.
»Danny pasó el día recorriendo el Museo, como cualquier otro turista resuelto a sacarle el jugo a su dinero. Pero a la hora del cierre no salió; se escondió en una de las galerías no abiertas al público, donde el Museo había estado haciendo una reconstrucción del Último Período de los Canales, quedándose sin dinero antes de terminar. Danny se quedó allí hasta cerca de medianoche, por si todavía quedaban visitantes en el edificio. Luego salió y se puso a trabajar.
—Un momento —interrumpí—. ¿Y el sereno?
El Inspector rió.
—¡Mi querido amigo! En Marte no existen esos lujos. Ni siquiera había alarmas, pues, ¿quién podría molestarse en robar trozos de piedra? Es cierto que la Diosa estaba perfectamente sellada en una resistente vitrina de vidrio y metal, por si algún cazador de recuerdos se encaprichaba con ella. Pero incluso en el caso que la robasen el ladrón no tenía dónde esconderse, y por supuesto que si se notaba su desaparición serían registradas todas las personas al salir.
Eso era cierto. Yo había pensado en términos terrestres, olvidando que cada ciudad marciana es un pequeño mundo cerrado bajo el campo magnético que la protege del vacío helado. Más allá de la protección electrónica está la atmósfera marciana, vacuidad absolutamente hostil donde sin protección un hombre moriría en segundos. Eso facilita la observancia de la ley; no es extraño que haya tan pocos crímenes en Marte...
Danny tenía un hermoso equipo de herramientas, tan especializadas como las de un relojero. El instrumento principal era una microsierra no mayor que un soldador, donde una batería ultrasónica impulsaba una hoja delgada como una oblea a un millón de ciclos por segundo. Esta herramienta atravesaba el vidrio o el metal como si fuesen de manteca, y producía un corte delgado como un cabello, lo cual era muy importante para Danny, ya que no debía dejar huellas de su maniobra.
»Supongo que ya han adivinado cómo pensaba trabajar. Iba a cortar la vitrina por la base y sustituir a la Diosa real por una de esas réplicas. Podría pasar un par de años antes que algún experto curioso descubriese la terrible verdad; mucho antes, el original habría viajado a la Tierra, perfectamente disfrazado como una copia de sí mismo, con un genuino certificado de autenticidad. Bien pensado, ¿no?
»Debe de haber sido espantoso trabajar en la oscura galería con todas esas tallas de un millón de años y esos inexplicables artefactos alrededor. Un museo terrestre es desagradable de noche, pero por lo menos es..., bueno, humano. Y la Galería Tres, que alberga a la Diosa, es muy inquietante. Está llena de bajorrelieves, que representan a animales increíbles luchando entre ellos; parecen escarabajos gigantes, y la mayoría de los paleontólogos niegan categóricamente que puedan haber existido alguna vez. Pero imaginarios o no pertenecían a ese mundo, y no perturbaban tanto a Danny como la Diosa, que lo miraba fijamente a través de los siglos, desafiándolo a explicar su presencia. Le daba escalofríos. ¿Cómo lo sé? Él me lo dijo.
»Danny se puso a trabajar en esa vitrina con el cuidado de un tallador de diamantes que se prepara cortar una gema. Le llevó casi toda la noche rebanar la puerta trampa, y ya casi amanecía cuando descansó y bajó la sierra. Todavía quedaba mucho por hacer, pero el trabajo más duro estaba concluido. Colocar la reproducción en la caja, comparando su aspecto con las fotos -que en forma previsora había llevado, y cubrir sus huellas, podría tomarle casi todo el domingo, pero eso no le preocupaba. Le quedaban otras veinticuatro horas y seguramente recibiría a los visitantes del lunes para confundirse con ellos y salir inadvertido.
»Por eso, su sistema nervioso sufrió un golpe terrible cuando a las ocho y media las puertas principales fueron ruidosamente desatrancadas y los seis empleados del museo comenzaron a abrir.
»Danny se lanzó a la salida de emergencia dejando atrás herramientas, Diosas, todo. Otra gran sorpresa lo esperaba en la calle: ésta debería haber estado completamente desierta a esa hora del día, con todo el mundo en su casa leyendo los periódicos del domingo. Pero allí estaban los ciudadanos de Meridiano Oriental camino a las fábricas y a las oficinas en lo que obviamente era un normal día de trabajo.
»Cuando Danny regresó al hotel lo estábamos esperando. No tenía demasiado mérito deducir que sólo un visitante de la Tierra, y uno muy reciente, podía haber ignorado la más famosa peculiaridad de Ciudad Meridiano. Supongo que ustedes la conocen.
—Francamente, yo no —respondí—. No se puede ver mucho de Marte en sólo seis semanas, y nunca fui al este de Syrtis Mayor.
—Bueno, es absurdamente simple, pero no debemos ser muy duros con Danny; hasta los habitantes caen a veces en la misma trampa.
Es algo que no nos molesta en la Tierra, donde hemos podido arrojar el problema al Océano Pacífico. Pero en Marte, por supuesto, todo es tierra firme; y eso significa que alguien tiene que vivir con la Línea Internacional de Cambio de Fecha...
»Danny había salido de Meridiano Occidental. Allí era domingo..., y todavía era domingo cuando lo recogimos en el hotel. Pero allá en Meridiano Oriental, a un kilómetro de distancia, recién era sábado. La culpa la tuvo ese corto paseo a través del parque; ya les dije que tuvo muy mala suerte.
Hubo una larga pausa de silenciosa compasión; luego pregunté:
—¿Cuánto le dieron?
—Tres años —dijo el Inspector Rawlings.
—No parece mucho.
—Años marcianos; son casi seis de los nuestros. Y una multa enorme que, por extraña coincidencia, ascendió justo al valor de reembolso de su pasaje de regreso a la Tierra. No está en la cárcel, naturalmente; Marte no puede permitirse ese tipo de lujos improductivos. Danny debe trabajar para vivir, bajo discreta vigilancia. Ya les dije que el Museo Meridiano no podía pagarle a un sereno Bueno, ahora tiene uno. Adivinen quién.
—¡Todos los pasajeros deben prepararse para subir en diez minutos! ¡Por favor recojan su equipaje de mano! —ordenaron los altavoces.
Mientras íbamos hacia las compuertas, no pude evitar hacer otra pregunta.
—¿Y la gente que encargó ese trabajo a Danny? Seguramente había mucho dinero detrás suyo. ¿Los atraparon?
—Todavía no; taparon muy bien las huellas y creo que Danny dijo la verdad cuando afirmó que no podía darnos ninguna pista. De todas formas no es mi caso; como les dije, vuelvo a mi viejo trabajo en Scotland Yard. Pero un policía siempre tiene los ojos abiertos; igual que un comerciante en objetos de arte. ¿No es así, señor Maccar? ¿Se siente bien? Tome una de mis pastillas contra mareos espaciales.
—No, gracias —contestó el señor Maccar—. Estoy muy bien.
El tono de su voz era claramente hostil; la temperatura social parecía haber caído bajo cero en los últimos minutos. Miré al señor Maccar, y miré al Inspector. Y di repente comprendí que íbamos a tener un viaje muy interesante.
Fin