HOMBRE DE NIEVE (Esla Bornemann)
Publicado en
febrero 09, 2014
Había una vez —en una humilde aldea nórdica— dos mujeres que asombraban a todos con sus delicadas tallas sobre madera.
Una de las mujeres, viejita, muy viejita. Se llamaba Gudelia y era una maravillosa artesana.
La otra, joven, muy jovencita. Su nombre era Romilda, le decían "Romi" y era una excelente aprendiz de Gudelia.
Todas las semanas, las dos iban hasta el bosque más cercano en busca de ramas y pedazos de troncos para su trabajo. Pero como el bosque más cercano quedaba del otro lado del río que limitaba el norte de la aldea, debían cruzarlo en bote.
Cada domingo, Azariel —el botero— las trasladaba de ida al bosque y de vuelta a la aldea, a cambio de una abundante ración de pastel de papas que ellas mismas preparaban especialmente.
Un atardecer dominguero, mientras Gudelia y Romi se encontraban atando el material que habían recolectado, se desató —de improviso— una fuerte tormenta de nieve.
Las dos corrieron —entonces— cargando los atados, en dirección a la orilla donde —habitualmente— las esperaba el botero.
Azariel había construido allí una cabaña y era común que las mujeres tuvieran que entrar para despertarlo, dormido como se quedaba —aguardándolas— después de tomar unas cuantas copitas de ginebra.
Pero en esa oportunidad no lo encontraron; tan tarde llegaron a la cabaña... La tormenta les había dificultado la marcha por el bosque.
A pesar de la nieve que bajaba biombos y de la correntada que agitaba las aguas, Romi pudo ver que el bote del señor Azariel ya estaba amarrado del otro lado del río.
No les quedaba más remedio que buscar refugio en la cabaña y confiar en que las condiciones del tiempo mejoraran pronto.
Se cobijaron —entonces— dentro de la cabaña.
El único cuarto del que constaba la construcción estaba helado. No había ningún alimento, ni bebida, ni siquiera un brasero con el que aliviar el intenso frío.
Apenas un camastro y una botella con restos de ginebra.
Romi tuvo que insistir mucho para que la viejita usara el camastro.
Bondadosa como era Gudelia y tanto como quería a la niña, fue después de un rato de:
—Usted.
—No, usted.
—Insisto en que usted.
—Digo que usted.
—Usted, que Romi consiguió convencerla de que fuera ella quien se acostara en ese precario lecho.
Ya era noche total cuando la viejita se durmió, encogida y temblando de frío.
Echada a su lado —sobre el suelo y también temblando— Romi permanecía despierta en la oscuridad. Le asustaba el silbido del viento y las uñas de la nieve, raspando la ventana y la puerta de la cabaña.
Desde el río encrespado le llegaban —para colmo— las inquietantes voces del agua.
La muchacha sentía que se estaba congelando —tanto de frío como de miedo— pero —finalmente— el cansancio pudo más y —también— se quedó dormida.
Pasada la medianoche y cuando la tormenta continuaba azotando la cabaña, Romi se despertó, de repente.
Un leve roce —como de mano de nieve sobre su frente— la había traído de vuelta del sueño.
Se inquietó: la puerta estaba entreabierta —a pesar de que ellas la habían cerrado bien— y una misteriosa luminosidad le permitía ver —claramente— el interior de la habitación.
Mejor no hubiera visto nada, porque lo que vio la llenó de espanto: un increíblemente hermoso caballero (de belleza masculina, aclaremos), apenas un poco mayor que ella, blanco desde los cabellos a los pies y vestido íntegramente de blanco, se reclinaba sobre la viejita Gudelia y le soplaba a la cara con furia. Su aliento podía verse con nitidez. Era como una cinta de humo —también blanco— desenrollándose de su boca.
Romi quiso gritar, pero ningún sonido salió de su garganta. Sin embargo, fue como si hubiera gritado, porque el caballero cesó con sus soplidos y levantó el blanco rostro hacia ella. Se le acercó hasta casi tocarla y la miraba con sus blanquísimos ojos de alucinado cuando le dijo:
—Vine para soplarte con mi aliento, lo mismo que a la vieja. Pero eres tan dulce y tan niña que siento un poco de pena por ti. Por eso, no voy a hacerte daño. Pero jamás olvides que no deberás contarle a nadie lo que has visto esta noche, ni siquiera a tu padre. Recuérdalo bien, Romi: Si alguna vez —dondequiera que te encuentres— se te ocurre confiarle a alguien —quienquiera que sea— lo que hoy viste aquí, yo me voy a enterar —de inmediato—, y —de inmediato— estaré a tu lado para que mueras en ese preciso instante.
Romi seguía petrificada en el silencio de su pánico.
El caballero blanco le dedicó —entonces— una última y sostenida mirada blanca. Enseguida, abandonó la cabaña cerrando la puerta tras de sí.
La tormenta pareció intensificarse cuando el níveo visitante se perdió en las sombras.
A través de la ventana, Romi ya no volvió a contemplar otra cosa que oscuridad. Desesperada, gritó —varias veces— el nombre de Gudelia y tanteó hasta encontrarla. Le tocó la cara, las manos, los pies: la piel de la viejita parecía de puro hielo. Estaba muerta la pobre.
Romi se abrazó —entonces— a su cuerpo helado y lloró como sólo lo había hecho de muy niña, al perder a su madre.
La tormenta acabó al amanecer. Cuando —poco después— Azariel —el botero— llegó de nuevo a su cabaña, encontró a Romi sin sentido y aún abrazada al cadáver de Gudelia.
La jovencita necesitó varias semanas para reponerse por completo. Su padre pensaba que la muerte de Gudelia —su querida maestra— la había afectado demasiado.
Y sí, la había entristecido profundamente, pero lo que él no sabía era que su hija también sentía el corazón herido por la visión que había tenido en la cabaña y de la que no se atrevía a hablar con nadie.
Silenciosa y solitaria, Romi volvió —al tiempo— a su trabajo con la madera y —también— al bosque a buscar material, como tantas veces lo había hecho con su inolvidable Gudelia.
Pasaron cinco años. Una tarde, Romi volvía a su casa después de unas compras en el centro de la aldea. De pronto —al doblar una esquina— tropezó con un muchacho que caminaba en la dirección contraria. Durante algunos instantes, los dos se corrieron hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia la izquierda y nuevamente hacia la derecha, coincidiendo en sus movimientos.
Así —tan sin proponérselo— ninguno dejaba pasar al otro.
Este brevísimo episodio los divirtió y ambos se pusieron a reír con ganas.
—Permítame presentarme, señorita. Ya que parece que vamos a quedarnos eternamente en esta esquina: será mejor que sepamos quiénes somos, ¿no? —le dijo entonces el joven, riéndose todavía—. Me llamo Olao. ¿Y usted?
—Romi.
Recién entonces observó ella el rostro del muchacho —de una asombrosa palidez lunar— y —de una rápida ojeada— su apariencia.
No era de la aldea. Lo que sí era... extraordinariamente atractivo, hermoso podría decirse, todo lo hermoso que un hombre puede ser para los ojos de una mujer...
—Estoy de paso por aquí. Voy camino al país vecino, donde me han dicho que necesitan brazos para las cosechas. Soy huérfano de nacimiento —le contó más tarde, mientras la acompañaba hasta su casa, de puro cortés—. Lamentablemente, no tengo hermanos, ni primos, ni tíos... Ningún pariente.
Romi lo escuchaba fascinada. Era la primera vez en su vida que un muchacho le llamaba la atención de ese modo.
—¿Me estaré enamorando? —pensaba— ¿Será esto el amor?
Y cuando él la despidió en la puerta de su casa y prometió quedarse un día más en la aldea para poder verla —otra vez— a la mañana siguiente, Romi ya no tuvo dudas: sí, ella estaba enamorada de Olao.
Pero tampoco tuvo dudas de que él también se había enamorado.
Esa noche, le contó todo a su padre y éste le dijo:
—Cuando ese joven venga mañana a despedirse de ti, quiero conocerlo, Romi. Mira, hija, yo ya estoy viejo y no me gustaría morirme sin verte casada. Sufro al pensar que puedas quedarte sola en el mundo... Por eso, si ese tal Olao me parece honrado y trabajador, les daré mi autorización para la boda y...
—Pero... Hay un problema... Ya le conté que él no tiene empleo, padre.
—No me has dejado terminar la oración, hija. Decía que les daré mi autorización para la boda... y trabajo a Olao, en mi molino.
Diez años después de esta conversación, Romi y Olao cumplieron diez felices años de matrimonio.
Cuando el padre de ella murió, sus últimas palabras fueron de gran afecto para su hija y de sincera alabanza para su yerno.
Todos en la aldea apreciaban a Olao y adoraban a los siete hijitos que había tenido con Romi. Los siete eran parecidísimos ya a ella, ya al abuelo... pero todos con esa sorprendente palidez lunar que sólo habían heredado de su papá.
A pesar de estimarlo a Olao, los hombres de la vecindad murmuraban —a veces entre cerveza y cerveza— que ese extranjero debía de poseer el elixir de la juventud, porque —mientras ellos envejecían— él se mantenía igualito al día en que había aparecido en la aldea, diez años atrás.
Una noche, mientras los niños dormían y Romi daba los últimos toques a una nueva talla a la luz de una lámpara; a la luz de otra y en la misma cocina, Olao arreglaba la rotura de una bolsa.
La gruesa aguja iba y venía sobre el cuero.
Al rato, Romi descansó un instante y fijó su vista sobre el esposo. Un lejano recuerdo se le superpuso —de golpe— sobre la imagen de Olao y —amorosamente— le dijo entonces:
—¿Sabes una cosa, querido? Recién, al mirarte mientras estabas tan concentrado en tu trabajo de compostura, con la luz de la lámpara haciéndote brillar el pelo y la barba, me acordé de un suceso extraño y terrible...
Olao no abandonó su labor, pero se notaba que la escuchaba atentamente.
Romi prosiguió con el relato:
—Yo tenía trece años... Una noche de tormenta, conocí un joven tan atractivo, tan hermoso, tan pálido como tú... Cuando te miré —recién— sentí que —en realidad— eres idéntico a aquel muchacho...
Sin dejar de coser la bolsa, Olao le preguntó:
—¿Y dónde lo conociste, si puede saberse?
Entonces Romi le contó la espantosa historia vivida en aquella cabaña, del otro lado del río. Concluyó su narración con estas palabras:
—Fue la única vez que vi a un joven tan seductor como tú... Claro que nunca estaré segura de si fue una pesadilla... o —si en verdad— estuvo conmigo un hombre de nieve... un caballero de muerte... De todos modos, él sólo me produjo pavor... en tanto que tú... Te amo, Olao... Te amo...
Como si le hubiera dado un súbito ataque de locura, Olao saltó de su silla al escuchar el final de esta confesión, arrojando la bolsa al aire.
Se abalanzó sobre Romi —que lo contemplaba perpleja— y la empezó a sacudir de los hombros, a la par que le gritaba con furia:
—¡Era yo! ¡Era yo, insensata! ¡Aquél hombre de nieve era yo! ¡y te dije —entonces— que si alguna vez —dondequiera que te encontraras— se te ocurría contarle a alguien —quienquiera que fuese— lo que allí habías visto, yo me iba a enterar —de inmediato— y —de inmediato— estaría a tu lado para que murieses!
La miraba con ojos de alucinado y de su boca comenzaba a salir como una cinta de humo blanco —que congelaba el aire al desenrollarse— cuando soltó a Romi —de golpe— y se echó hacia atrás.
Impresionantes temblores agitaban su cuerpo y un viento helado invadió la cocina mientras seguía gritándole a su esposa:
—¡No te mato ahora mismo porque tengo piedad de los siete niños! ¡Pero escucha bien —insensata— cuida de ellos, cuida de mis hijos con todas tus energías y jamás reveles su origen, porque si llego a encontrar el mínimo motivo de queja te juro que volveré —de inmediato— para arrancarte la vida, con el más gélido de mis soplos!
A medida que terminaba de hablar, la voz de Olao se iba afinando, afinando hasta no ser sino un agudo silbido del viento. Su cuerpo —desde la cabeza a los pies— se tornó blanco primero, de nieve después, de hielo enseguida hasta que —finalmente— se derritió por completo y no fue más que una extendida mancha sobre el piso, una mancha que se evaporó, desapareciendo en una espiral de humo blanco que congeló el aire a su alrededor.
Aterrorizada, Romi comprendió —entonces— que se había enamorado del hombre de nieve, del blanco caballero helado... que se había casado con él, con el irresistible Hermano Muerte.
Fin