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febrero 02, 2014
ME DESPERTÉ DESORIENTADO sin tener muy claro el motivo. Sabía que estaba tendido en una cama sencilla, estrecha y llena de bultos, en la habitación 22 del hotel Fleapit. Después de casi un mes en Shanghai la topografía del colchón me era tan familiar como para deprimir al más pintado. Pero estaba tumbado de una forma que no era normal. Los músculos del cuello y de los hombros se quejaban de que nadie podía acabar en esta postura de forma natural, por muy mal que hubiese dormido.
Y podía oler a sangre.
Abrí los ojos. Una mujer a la que no había visto en mi vida estaba arrodillada junto a mí y con un bisturí desechable me hacía una incisión en el tríceps izquierdo. Estaba tumbado de costado, de cara a la pared, tenía la mano esposada a la cabecera y el tobillo al pie de la cama.
La sensación de pánico visceral que me inundaba se vio cortada en seco justo cuando me disponía a revolearme como un estúpido, intentando liberarme por instinto. Puede que una respuesta mucho más antigua —catatonía ante un peligro— le hubiera plantado cara a la adrenalina y hubiera ganado. O puede que sencillamente hubiese llegado a la conclusión de que no tenía derecho a dejarme llevar por el pánico cuando llevaba semanas temiéndome algo parecido.
Hablé con calma, en inglés:
—Lo que estás a punto de arrancarme es una necrotrampa. Un solo latido sin sangre oxigenada y la carga se freirá.
Mi cirujana aficionada personal era recia y musculosa, con el pelo corto y negro. No era china; tal vez fuera indonesia. No parecía sorprendida porque me hubiese despertado antes de tiempo. Los hepatocitos modificados que había adquirido en Hanoi podían degradar casi cualquier cosa, desde la morfina hasta el curare. Por fortuna, la anestesia local excedía su capacidad.
Sin apartar los ojos de lo que estaba haciendo, dijo:
—Mira en la mesa junto a la cama.
Giré la cabeza. Había instalado un bucle de tubos de plástico que estaban llenos de sangre —la mía, al parecer— que circulaba y se oxigenaba mediante una pequeña bomba. El pie de un largo embudo se introducía en el bucle, y la intersección era controlada por una especie de válvula. Unos cables iban desde la bomba hasta un sensor pegado a mi brazo que sincronizaba el pulso artificial con el real. Era evidente que podía arrancarme la trampa de la vena e insertarla en esta réplica sin saltarse literalmente ni un latido.
Me aclaré la garganta y tragué saliva.
—No te servirá. La trampa conoce mi tensión arterial al milímetro. No se va a dejar engañar por unos latidos genéricos.
—Es un farol.
Pero con el bisturí levantado en el aire, titubeó. El escáner MRI portátil que había usado para localizar la trampa le habría revelado su configuración básica, pero no tendría muchos detalles concretos sobre su ingeniería y ninguna información sobre el software.
—Te estoy diciendo la verdad.
La miré directamente a los ojos, lo que no era fácil teniendo en cuenta nuestra absurda geometría.
—Es nuevo, es sueco. Hay que ponérselo en la vena con cuarenta y ocho horas de antelación, se desarrolla una actividad normal para que pueda memorizar los ritmos... y luego se inyecta la carga en la trampa. Simple, sencillo de manejar y efectivo.
La sangre me corría por el pecho hasta llegar a la sábana. De repente, después de todo, me alegré mucho de no haber metido la trampa más hondo.
— ¿Entonces cómo te quitas tú la carga?
—Si te lo digo no tendría gracia.
—Si me lo cuentas ahora te ahorrarás unos cuantos problemas.
Impaciente, se puso a girar el bisturí que sujetaba con el pulgar y el índice. Perdí la sensibilidad de la piel en todo el cuerpo, las terminaciones nerviosas rechinaban y los capilares se cerraban a medida que la sangre se ponía a cubierto.
—Los problemas me provocan hipertensión —dije.
Me dedicó una sonrisa forzada y me concedió una tregua. Luego se quitó uno de los guantes quirúrgicos manchados de sangre, sacó su agenda electrónica y llamó a un proveedor de equipos médicos. Le dio una lista de aparatos que le permitirían solucionar el problema (una sonda de tensión arterial, una bomba más sofisticada, una interfaz informatizada adecuada), y se puso a discutir acaloradamente en mandarín para conseguir que le prometieran una entrega rápida
Dejo la agenda a un lado y me colocó la mano sin enguantar en el hombro.
—Relájate un poco. No habrá que esperar mucho.
Me revolví como si, enfadado, estuviera intentando quitarme la mano de encima. Conseguí que un poco de sangre acabara en su piel. No dijo ni una palabra, pero en ese mismo momento tuvo que darse cuenta de su torpeza. Se bajó de la cama de un salto y se fue directa al lavabo. Pude oír cómo corría el agua.
Entonces se puso a dar arcadas.
—Avísame cuando estés lista para el antídoto —grité en tono jovial.
La oí acercarse y me di la vuelta para encararla. Estaba pálida, tenía la cara desencajada por las náuseas, moqueaba y le lloraban los ojos.
— ¡Dime dónde está!
—Quítame las esposas y yo te lo busco.
— ¡No! ¡Nada de tratos!
—De acuerdo. Entonces será mejor que te pongas a buscarlo.
Cogió el bisturí y lo blandió delante de mi cara.
—A la mierda la carga. ¡Te rajo!
Temblaba como una niña con fiebre, trataba inútilmente de contener el flujo de las fosas nasales con el dorso de la mano.
—Si vuelves a cortarme, perderás algo más que la carga —dije fríamente.
Se dio la vuelta y vomitó; era como un hilillo gris, con sangre. La toxina convencía a las células del revestimiento de su estómago para que se suicidaran todas a la vez.
—Quítame las esposas. Te matará. No tarda mucho.
Se limpió la boca, se recompuso, hizo como si fuera a decir algo y empezó a vomitar de nuevo. Sabía por propia experiencia lo mal que lo estaba pasando. Aguantarse el vómito era como intentar tragarse una mezcla de mierda y ácido sulfúrico. Echarlo fuera era como si te arrancaran las tripas.
—En treinta segundos —dije— estarás tan débil que no podrás hacer nada aunque te diga dónde buscar. Así que si no me sueltas...
Sacó una pistola y un juego de llaves, me quitó las esposas y se quedó al pie de la cama, temblando como loca pero apuntándome. Me vestí rápidamente ignorando sus amenazas. Me vendé el brazo con un calcetín que milagrosamente encontré por ahí y me puse una camiseta y una chaqueta. Clavó las rodillas en el suelo; seguía apuntándome más o menos con el arma, pero tenía los ojos hinchados y medio cerrados, y rebosaban un líquido amarillo. Pensé en quitarle la pistola, pero me pareció que no valía la pena.
Metí el resto de las prendas en la maleta y le eché un vistazo a la habitación como si se me olvidara algo. Pero todo lo que importaba realmente estaba en mis venas. Alison me había enseñado que ésa era la única forma de viajar.
Me volví hacia la ladrona.
—No hay antídoto, pero la toxina no te matara. Eso sí, te vas a pasar las próximas doce horas deseando que lo hiciera. Adiós.
Cuando me dirigía hacia la puerta de repente se me erizaron los pelos de la nuca. Se me pasó por la cabeza que no tenía por qué creerme v que podía dispararme pensando que no tenía nada que perder.
—Pero si se te ocurre seguirme —dije mientras agarraba el tirador, sin mirar atrás—, la próxima vez te mataré.
Era mentira, pero pareció surtir efecto. Cerré la puerta de un portazo y pude oír cómo soltaba la pistola y se ponía a vomitar otra vez.
Mientras bajaba las escaleras la euforia de la escapada comenzó a dar paso a una perspectiva más gris. Si una cazarrecompensas descuidada podía encontrarme, sus colegas más metódicos no podían andar muy lejos. Industrial Algebra nos pisaba los talones. Si Alison no conseguía pronto tener acceso a Luminoso, no nos quedaría más remedio que destruir el mapa. Y con eso sólo estaríamos ganando algo de tiempo.
Le pagué la habitación al recepcionista hasta el día siguiente y le recalqué que no debían molestar a mi compañera. Añadí una propina para compensar el desastre con el que se iban a encontrar los de la limpieza. La toxina se desnaturalizaba con el aire; en pocas horas las manchas de sangre serían inofensivas. El recepcionista me miró con recelo pero no dijo nada.
En la calle me esperaba una agradable mañana de verano con el cielo despejado. Eran apenas las seis en punto, pero Kongjiang Lu ya estaba atestada de peatones, ciclistas, autobuses y unas cuantas limusinas ostentosas con sus correspondientes chóferes que avanzaban lentamente por el tráfico a unos diez kilómetros por hora. Parecía que el turno de noche acababa de salir de la fábrica de Intel que estaba un poco más abajo. La mayoría de los ciclistas que pasaban llevaban puesto el mono naranja con el logotipo.
A dos manzanas del hotel me paré en seco, las piernas casi se me doblaron. No era sólo ansiedad; una reacción postergada, una aceptación diferida de lo cerca que había estado de que me mataran. La violencia clínica de la ladrona ya era escalofriante de por sí, pero lo que implicaba era muchísimo más inquietante.
Industrial Algebra estaba invirtiendo grandes cantidades de dinero, estaba infringiendo leyes internacionales, estaba arriesgando seriamente sus valores futuros, tanto empresariales como personales. La arcana abstracción del defecto estaba siendo arrastrada al mundo de la sangre y el polvo, las salas de juntas y los asesinos, el poder y el pragmatismo.
Y lo más parecido a la certeza que la humanidad había conocido coma el peligro de disolverse en arenas movedizas.
Todo empezó como una broma. Discutir por discutir. Alison y sus desesperantes herejías.
—Un teorema matemático —declaró— sólo se convierte en verdadero cuando es demostrado por un sistema físico: cuando el comportamiento del sistema depende de algún modo de que el teorema sea verdadero o falso.
Era junio de 2004. Estábamos sentados en un pequeño patio pavimentado. Acabábamos de salir al sol invernal (bostezando y parpadeando) de la última charla de un curso semestral sobre la filosofía de las matemáticas; un breve respiro de la aburrida rutina de las matemáticas de verdad. Teníamos quince minutos libres antes de irnos a comer con unos amigos. Era una conversación informal —casi un leve flirteo—, nada más. Puede que en alguna parte hubiera académicos dementes que se ocultaban en oscuras criptas y defendían una visión sobre la naturaleza de la verdad matemática por la que estaban dispuestos a morir. Pero nosotros teníamos veinte años y éramos conscientes de que sólo estábamos hablando del sexo de los ángeles.
—Los sistemas físicos no crean las matemáticas —dije—. Nada crea las matemáticas, están fuera del tiempo. La teoría de números seguiría siendo la misma aunque el universo estuviera compuesto por un solo electrón.
—Sí las crean, porque incluso un electrón —dijo Alison resoplando—, más un espacio-tiempo en el que ubicarlo, necesita la mecánica cuántica y la relatividad general y toda la infraestructura matemática que implican. Una partícula flotando en el vacío cuántico requiere la mitad de los resultados más importantes de la teoría de grupos, del análisis funcional, de la geometría diferencial...
— ¡Vale, vale! Lo pillo. Pero si fuera así... los acontecimientos en el primer picosegundo después del Big Bang habrían «construido» todas las verdades matemáticas necesarias para la existencia de cualquier sistema físico hasta llegar al Big Crunch. Una vez que tengas las matemáticas que fundamentan la Teoría del Todo... ya está, ya no necesitas nada más. Fin de la historia.
—Pero no es así. Para aplicar la Teoría del Todo a un sistema concreto sigues necesitando todas las matemáticas que se refieran a ese sistema; un sistema que podría incluir resultados que fueran más allá de las matemáticas requeridas por la propia Teoría del Todo. Quiero decir, quince mil millones de años después del Big Bang, todavía puede llegar alguien y demostrar, pongamos... el último teorema de Fermat.
Andrew Wiles, de la universidad de Princeton, acababa de anunciar una demostración de la famosa conjetura, aunque sus colegas seguían escrutando su trabajo y todavía no se había emitido un veredicto final.
—Hasta ahora la física no lo necesitaba.
— ¿Qué quieres decir con «hasta ahora»? —protesté—. El último teorema de Fermat nunca ha tenido (y nunca tendrá) nada que ver con ninguna rama de la física.
Alison ocultó su sonrisa.
—No claro, con ninguna rama. Pero sólo porque la clase de sistemas físicos cuyo comportamiento depende de él es ridículamente específico: los cerebros de los matemáticos que están intentando validar la demostración de Wiles.
»Piénsalo. Desde el momento en que te pones a intentar demostrar un teorema, aunque las matemáticas sean tan «puras»» que no afecten en modo alguno a ningún objeto en el universo... ya te están afectando a ti mismo. Tienes que elegir algún proceso físico para probar el teorema; puedes usar un ordenador, o un boli y un papel... o simplemente puedes cerrar los ojos y ponerte a jugar con tus neurotransmisores. No hay nada que pueda llamarse una demostración que no dependa de acontecimientos físicos, y que estén dentro o fuera de tu cráneo no los hace menos reales.
—Muy bien —concedí de mala gana—. Pero eso no significa que...
—Y puede que el cerebro de Andrew Wiles (y su cuerpo y su cuaderno) constituyera el primer sistema físico cuyo comportamiento dependía de que el teorema fuera verdadero o falso. Pero no creo que las acciones humanas tengan un papel especial... y si un enjambre de quarks hubiera hecho lo mismo a ciegas, quince mil millones de años antes (si hubiera ejecutado una interacción totalmente aleatoria que resultó que de algún modo demostraba la conjetura), entonces esos quarks habrían construido el último teorema de Fermat mucho antes que Wiles. Nunca lo sabremos.
Abrí la boca para protestar que ningún enjambre de quarks podía haber comprobado el número infinito de casos que comprendía el teorema, pero me contuve justo a tiempo. Eso era cierto, pero no había impedido que Wiles lo intentara. Una secuencia finita de pasos lógicos relacionaba los axiomas de la teoría de números —que incluía algunas generalizaciones simples sobre todos los números— con la propia afirmación radical de Fermat. Y si un matemático podía poner a prueba esos pasos lógicos manipulando un número finito de objetos físicos durante un periodo de tiempo finito —tanto daba que fueran marcas de lápiz sobre un papel, o neurotransmisores en su cerebro—, entonces cualquier tipo de sistema físico podía, en teoría, imitar la estructura de la demostración... fuera consciente o no de lo que estaba «demostrando».
Me recliné en el banco e hice como que me tiraba de los pelos.
— Si no era un platónico recalcitrante, me estás obligando a serlo. El último teorema de Fermat no necesitaba que nadie lo demostrara o que un conjunto aleatorio de quarks lo descubriera por casualidad. Si es verdadero, siempre fue verdadero. Todo lo que implica un conjunto de axiomas dado está lógicamente conectado con ellos, siempre, eternamente... aunque las personas (o los quarks) no sean capaces de seguir la lógica de esas conexiones en el tiempo de vida del universo.
Nada de esto convencía a Alison. Cada vez que mencionaba las «verdades infinitas y eternas» se le dibujaba una falsa sonrisa en las comisuras de la boca, como si yo estuviera afirmando mi creencia en Papá Noel.
—Entonces, ¿quién o qué llevó al límite las consecuencias del «Existe una entidad que llamamos cero» y el «Todo número X tiene un sucesor», etcétera, hasta llegar al último teorema de Fermat y aún más lejos, antes de que el universo pudiera demostrar nada?
Me mantuve en mis trece.
—Lo que está unido mediante la lógica está sencillamente... unido. No tiene que ocurrir nada: nada ni nadie tiene que «llevar al límite» las consecuencias de nada para que éstas existan. ¿O acaso crees que los primeros acontecimientos después del Big Bang, las primeras vibraciones violentas del plasma de gluones y quarks, se pararon a pensar cómo resolvían todas las inconsistencias lógicas? ¿Crees que los quarks razonaron: «Bueno, hasta ahora hemos hecho A y B y C, pero ahora no debemos hacer D, porque D seria lógicamente inconsistente con el resto de las matemáticas que hemos inventado hasta ahora»... aunque para explicar la inconsistencia hiciera falta una demostración de quinientas mil páginas?
Alison se lo pensó un momento.
—No. Pero, ¿y si el acontecimiento D tuvo lugar de todos modos? ¿Y si las matemáticas que implicaba eran lógicamente inconsistentes con el resto, pero aun así siguió adelante y tuvo lugar... porque el universo era demasiado joven para poder calcular el hecho de que había una discrepancia?
Me debí de quedar ahí sentado, mirándola boquiabierto unos diez segundos. Teniendo en cuenta las ortodoxias que habíamos estado absorbiendo durante los dos últimos años y medio, esto era una auténtica barbaridad.
— ¿Estás diciendo que... es posible que las matemáticas estén plagadas de defectos de consistencia primordiales? ¿Del mismo modo que el espacio puede estar plagado de cuerdas cósmicas?
—Exactamente. —Me sostuvo la mirada como si tal cosa—. Si el espacio-tiempo no encaja perfectamente consigo mismo, en todas partes, ¿por qué tendría que hacerlo la lógica matemática?
Casi me atraganto.
— ¿Por dónde empiezo? ¿Qué se supone que ocurre cuando un sistema físico intenta relacionar teoremas a través del defecto? Si el teorema D se ha convertido en «verdadero» gracias a unos cuantos quarks entusiastas, ¿qué sucede cuando programamos un ordenador para refutarlo? Cuando el software sigue todos los pasos lógicos que conectan A, B y C (pasos que los quarks también han hecho verdaderos) con la contradicción, el temido no-D, ¿lo consigue o no?
Alison eludió la pregunta.
—Supón que los dos son verdaderos: D y no-D. Suena como el fin de las matemáticas, ¿no? Todo el sistema se viene abajo, al instante. Partiendo de D y de no-D juntos puedes demostrar lo que quieras: uno es igual a cero, la noche equivale al día. Pero ésa es la vieja y aburrida visión platónica en la que la lógica se desplaza más rápido que la velocidad de la luz y los cálculos se hacen en un santiamén. La gente vive con teorías que son omega inconsistentes, ¿no es cierto?
Las teorías de números omega inconsistentes eran versiones no estándar de la aritmética basadas en axiomas que «casi» se contradecían unos a otros; lo que las salvaba era que las contradicciones sólo aparecían en «demostraciones infinitamente largas» (que formalmente se rechazaban, y además eran físicamente imposibles). Eran matemáticas modernas perfectamente respetables, pero Alison parecía dispuesta a sustituir «infinitamente largas» por un simple «largas», como si en la práctica fueran casi lo mismo.
—A ver si te entiendo —dije—. ¿De lo que estás hablando es de coger la aritmética ordinaria (ningún axioma de los raros e ilógicos, sólo lo que cualquier niño de diez años «sabe» que es verdad) y demostrar que es inconsistente en un número de pasos finito?
Asintió alegremente.
—Finito pero grande. Con lo que la contradicción se manifestaría físicamente muy pocas veces; sería «computacionalmente distante» de los cálculos y de los acontecimientos físicos corrientes. Quiero decir... una cuerda cósmica perdida en alguna parte no destruye el universo, ¿verdad? No le hace daño a nadie.
—Siempre que no te acerques mucho —dije con sorna—. Siempre que no la arrastres hasta el sistema solar y la dejes dar bandazos por ahí cortando planetas en rodajas.
—Exactamente.
Le eché un vistazo al reloj.
—Hora de bajar a la Tierra, me temo. ¿Sabes que hemos quedado con Julia y Ramesh...?
Alison suspiró teatralmente.
—Lo sé, lo sé. Y esto los mataría de aburrimiento, pobrecitos; ya no hablo más del tema, lo prometo. —Y luego añadió perversamente—: Los estudiantes de letras son tan miopes.
Nos pusimos en marcha por el tranquilo y frondoso campus. Alison mantuvo su palabra y caminamos en silencio; si hubiéramos seguido discutiendo hasta el último momento habría sido más difícil evitar el tema estando con gente civilizada.
Sin embargo, a medio camino de la cafetería, no pude aguantarme.
—Si alguien en algún momento programara en serio un ordenador para que siga una cadena de inferencias a través del defecto, ¿qué crees que pasaría en realidad? Cuando el resultado final de todos esos simples e inequívocos pasos lógicos apareciera finalmente en la pantalla, ¿qué grupo de quarks primordiales ganaría la contienda? Y por favor no me vengas con que el ordenador entero desaparece oportunamente.
Alison, por fin, sonrió irónicamente.
—Seamos serios, Bruno. ¿Cómo esperas que te responda si las matemáticas necesarias para predecir el resultado ni siquiera existen todavía? Nada de lo que yo pueda decirte seria verdadero o falso hasta que alguien se ponga a ello y haga el experimento.
Me pasé casi todo el día intentando convencerme de que no me seguía ningún cómplice (o rival) de la cirujana, alguien que pudiera haber estado merodeando fuera del hotel. Intentar despistar a alguien que no sabía si realmente existía me hacía sentir una especie de agobio kafkiano: no podía buscar una cara concreta en la multitud, sólo la idea abstracta de un perseguidor. Ya era demasiado tarde para pensar en hacerme la cirugía estética para parecer un chino de la etnia han (en Vietnam Alison lo mencionó como una opción sería), pero Shanghai tenía más de un millón de residentes extranjeros, así que con un poco de cuidado hasta un angloparlante de origen italiano debería ser capaz de pasar desapercibido.
Si yo era o no capaz de hacerlo era otra cuestión.
Intenté unirme a los turistas que avanzaban como regueros de hormigas y me dejé llevar por la corriente. Fui desde la desquiciante aglomeración del bazar Yuyuan (donde estantes repletos de PCs de pulsera a diez céntimos, lentes de contacto sensibles al estado de ánimo y lo último en implantes vocales de karaoke compartían espacio con jaulas de bambú llenas de patos y palomas vivos) hasta la que fuera residencia de Sun Yatsen (por quien había un renovado interés gracias a una miniserie de la Phoenix TV que se anunciaba en diez mil autobuses y en cien mil camisetas). Desde la tumba del escritor Lu Xun («Piensa y estudia siempre... Visita a los generales, después a las víctimas; contempla las realidades de tu tiempo con los ojos abiertos»; nunca lo verás en una miniserie) hasta el McDonalds de Hongkou (donde regalaban figuritas de plástico de Andy Warhol por motivos que se me escapaban).
Hice como que disfrutaba mirando los escaparates entre los templos, pero mi lenguaje corporal era lo bastante hostil como para espantar a cualquier occidental que intentara entablar conversación por muy solo que se sintiera. Por regla general los extranjeros pasaban desapercibidos en casi toda la ciudad, pero aquí saltaban claramente a la vista, incluso entre ellos mismos. Hice todo lo que pude para no darle a nadie la menor excusa para que me recordara.
De vez en cuando miraba por si había mensajes de Alison, pero no los había. Yo le dejé cinco. Marcas de tiza pequeñas y abstractas en las marquesinas de los autobuses y en los bancos de los parques —todas ligeramente distintas, pero todas decían lo mismo: HA ESTADO CERCA, PERO AHORA ESTOY A SALVO. SIGO ADELANTE.
Para cuando anocheció ya había hecho todo cuanto estaba en mi mano por librarme de mi seguidor hipotético, así que me dirigí al siguiente hotel de la lista que habíamos acordado pero no escrito. La última vez que nos vimos las caras, en Hanoi, me había burlado de los meticulosos preparativos de Alison. Ahora me arrepentía de no haberle suplicado que ampliara nuestro lenguaje secreto para incluir contingencias más extremas. GRAVEMENTE HERIDO. TE TRAICIONÉ BAJO TORTURA. LA REALIDAD SE DESMORONA. POR LO DEMÁS TODO BIEN.
El hotel de Huaihai Zhonglu era un poco mejor que el último, pero no con tanta clase como para no aceptar metálico. El recepcionista me dio conversación educadamente y yo le mentí lo mejor que pude sobre mis planes de pasar una semana haciendo turismo antes de irme a Pekín. Al botones se le escapó una sonrisita cuando le di una propina demasiado grande y después me quedé sentado cinco minutos en la cama, preguntándome qué significado se podía inferir de eso.
Había perdido completamente el sentido de la proporción.
Industrial Algebra podía haber sobornado a todos los empleados de todos los hoteles de Shanghai para que nos buscaran, pero eso equivalía prácticamente a decir que, en teoría, podía haber replicado nuestros doce años de búsqueda de defectos, y entonces no estaría persiguiéndonos. Estaba claro que querían lo que teníamos, y mucho, pero, ¿qué podían hacer realmente al respecto? ¿Pedirle un préstamo a un banco comercial (o a la mafia, o a una triada)? Eso habría funcionado si la carga hubiera sido un kilogramo de plutonio extraviado, o una valiosa secuencia de genes, pero sólo unos pocos cientos de miles de personas en el planeta serían capaces de entender lo que era el defecto, incluso teóricamente. Sólo una fracción de ese número creería que tal cosa era posible realmente, y menos todavía eran lo bastante neos y lo bastante inmorales como para invertir en el negocio de explotarlo.
Aunque las apuestas parecían ser infinitamente altas, los jugadores no eran omnipotentes.
De momento.
Me cambié las vendas del brazo, de un calcetín pasé a un pañuelo, pero la incisión era más profunda de lo que pensaba y seguía sangrando un poco. Salí del hotel y a diez minutos encontré justo lo que necesitaba en una tienda veinticuatro horas. Crema reparatejidos de calidad quirúrgica: una mezcla de adhesivo hecho de colágeno, antiséptico y factores de crecimiento. La tienda ni siquiera se especializaba en productos de farmacia: simplemente acumulaba pasillo tras pasillo atestado de todo tipo de cosas sueltas sin sentido, todas colocadas bajo los imperturbables paneles blanco azulados del techo. Latas de comida, piezas de PVC para fontanería, medicinas tradicionales, anticonceptivos para ratas, vídeo ROMS. Era una profusión aleatoria, una diversidad casi orgánica, como si los productos hubiesen crecido en las estanterías a partir de unas esporas que hubieran llegado allí arrastradas por el viento.
Me dirigí de vuelta al hotel abriéndome paso entre una muchedumbre que no daba tregua, seducido y asqueado a partes iguales por el olor a comida, desorientado ante la interminable sucesión de hologramas y luces de neón en un idioma que apenas entendía. Quince minutos después, aturdido por el bullicio y la humedad, me di cuenta de que me había perdido.
Me paré en una esquina e intenté orientarme. Shanghai se extendía en torno a mí, densa y fastuosa, sensual y despiadada: una simulación económica darwinista que se autogestionaba al borde del desastre. El Amazonas del comercio; esta ciudad de diecisiete millones de habitantes tenía más industrias, más exportadores e importadores, más mayoristas y minoristas, comerciantes y distribuidores y recicla— dores y personas que rebuscan en la basura, más multimillonarios y más mendigos, que la mayoría de los países del planeta.
Por no hablar de más capacidad de cálculo.
Después de varias décadas, China propiamente dicha estaba llegando a la cúspide de su transición desde el comunismo totalitario sin concesiones hasta el capitalismo totalitario sin escrúpulos: una lenta y perfecta transformación de Mao en Pinochet aplaudida con entusiasmo por sus socios comerciales y las agencias financieras internacionales. No había hecho falta ninguna contrarrevolución; había bastado con ir acumulando capa tras capa de una jeringonza razonada con esmero para allanar el camino que iba desde la antigua doctrina hasta la sorprendente (por obvia) conclusión de que la propiedad privada, una clase media próspera y unos cuantos billones de dólares en inversión extranjera eran exactamente lo que el Partido había estado buscando desde el principio.
El aparato policial del estado seguía siendo tan esencial como siempre Había que vigilar a los sindicalistas con sus decadentes ideas burguesas sobre salarios no competitivos, a los periodistas con sus nociones contrarrevolucionarias sobre sacar a la luz la corrupción y el nepotismo y a un sinnúmero de activistas políticos subversivos que divulgaban su propaganda desestabilizadora sobre la fantasía de las elecciones libres.
De alguna manera, Luminoso era un producto de esta extraña y paulatina transición de comunismo a no-comunismo. Nadie más, ni siquiera la clase dirigente de la investigación militar de los EE.UU., poseía una máquina autónoma tan potente. Hacía tiempo que el resto del mundo había sucumbido al encanto de las redes, que había cambiado sus imponentes superordenadores, con su fastidiosa arquitectura y sus chips hechos a medida, por unos cuantos cientos de nuevas estaciones de trabajo producidas en masa. De hecho, las mayores hazañas de cálculo del siglo XXI habían pasado a ejecutarse en Internet, en las máquinas de miles de voluntarios que cedían sus procesadores cuando no los iban a utilizar. Así fue como Alison y yo trazamos el mapa del defecto la primera vez: siete mil matemáticos aficionados nos habían estado siguiendo la broma durante doce años.
Pero ahora la red era justo lo contrario de lo que necesitábamos y sólo Luminoso podía sustituirla. Y aunque sólo se lo pudiera permitir la República Popular, y sólo lo pudiera construir el Instituto Popular de Ingeniería Óptica Avanzada... la Corporación QIPS de Shanghai era la única en todo el mundo que podía vender tiempo en él, mientras se seguía utilizando para crear modelos de ondas expansivas de bombas de hidrógeno, cazabombarderos sin piloto y exóticas armas antisatélite.
Por fin logré descifrar las señales de la calle y me di cuenta de lo que había hecho: me había metido por la calle que no era al salir del mercado, tan simple como eso.
Volví sobre mis pasos y todo volvió a sonarme en seguida.
Cuando abrí la puerta de mi habitación Alison estaba sentada en la cama.
— ¿Qué pasa con las cerraduras en esta ciudad? —dije.
Nos dimos un abrazo rápido. Habíamos sido amantes, pero eso se había acabado hacía mucho tiempo. Luego fuimos amigos durante años pero aún no tenía claro que ésa fuera la palabra correcta. Ahora toda nuestra relación era demasiado funcional y espartana. Ahora todo tenía que ver con el defecto.
—Recibí tu mensaje —dijo—, ¿Qué pasó?
Le describí los acontecimientos de la mañana.
— ¿Sabes lo que tenías que haber hecho?
Eso me dolió.
—Sigo aquí, ¿no? La carga está a salvo.
—Tenías que haberla matado, Bruno.
Me reí. Alison me lanzó una mirada plácida y yo miré a otro lado. No sabía si lo decía en serio y la verdad es que no quería saberlo.
Me ayudó a ponerme la crema reparadora. Mi toxina no era ninguna amenaza para ella: en Hanoi nos habíamos inoculado exactamente los mismos simbiontes, el mismo genotipo del mismo lote exclusivo. Pero era extraño sentir sus dedos desnudos en mi piel agrietada, sabiendo que nadie más en el planeta podía tocarme así, con impunidad.
Lo mismo podía decir del sexo, pero no quería pensar demasiado en eso.
Me estaba poniendo la chaqueta cuando dijo:
—Adivina lo que vamos a hacer mañana a las cinco de la madrugada.
—No me lo digas: ¿yo vuelo a Helsinki y tú a Ciudad del Cabo? Para despistarlos un poco.
Conseguí arrancarle una leve sonrisa.
—No. Hemos quedado con Yuen en el Instituto y disponemos de media hora con Luminoso.
—Eres genial. —Me incliné y le di un beso en la frente—, Pero siempre supe que lo conseguirías.
Y tendría que haber estado loco de contento, pero lo cierto era que se me revolvían las tripas; me sentía casi tan atrapado como cuando me desperté esposado a la cama. Si Luminoso hubiera seguido estando fuera de nuestro alcance (y así debería haber sido, puesto que con la tarifa actual no podíamos permitirnos ni un microsegundo), no nos habría quedado más remedio que destruir todos los datos y esperar a ver qué pasaba. Era obvio que Industrial Algebra había obtenido unos cuantos miles de fragmentos de los cálculos originales de Internet, pero estaba claro que aunque supieran con exactitud en qué consistía nuestro descubrimiento, no tenían ni idea de dónde lo habíamos encontrado. Si hubieran tenido que empezar su propia investigación desde cero —limitados a su propio equipamiento privado por la necesidad de secretismo— podrían haber tardado siglos.
Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás y abandonarlo todo a su suerte. íbamos a tener que enfrentarnos al defecto en persona.
— ¿Cuánto has tenido que contarle?
—Todo. —Se acercó al lavabo, se quitó la camiseta y empezó a secarse el sudor del cuello y del torso con una toallita—. Todo menos darle el mapa. Le mostré los algoritmos de búsqueda y los resultados y todos los programas que tendremos que ejecutar en Luminoso; sin los valores específicos de los parámetros, pero lo suficiente para que validara las técnicas. Quería ver una prueba fehaciente del defecto, claro, pero por ahí no pasé.
— ¿Y cuánto se creyó?
—No ha hecho ningún comentario. El trato es que tenemos media hora de acceso sin restricciones, pero él puede observar todo lo que hagamos.
Asentí, como si mi opinión contara para algo, como si tuviéramos otra opción. Yuen Ting-Fu había sido el director de la tesis de Alison sobre aplicaciones avanzadas de la teoría de anillos, cuando estudiaba en la universidad de Fu-tan a finales de los noventa. Ahora era uno de los criptógrafos más importantes del mundo, trabajaba como consultor para el ejército, los servicios de inteligencia de algunos estados y unas cuantas multinacionales. Alison me contó una vez que se rumoreaba que había descubierto un algoritmo de tiempo polinómico para calcular el producto de dos números primos; nunca se confirmó oficialmente, pero su reputación era tan grande que conforme se difundía el rumor casi todo el mundo dejó de utilizar el antiguo método de encriptación RSA. No me extrañaba que pudiera solicitar acceso a Luminoso, pero eso no quería decir que no pudiera acabar encerrado en una cárcel veinte años por regalárselo a la gente equivocada, por las razones equivocadas.
— ¿Y te fías de él? —dije—. Puede que ahora no crea en el defecto, pero cuando se convenza...
—Querrá exactamente lo mismo que nosotros. De eso estoy segura.
—Vale. Pero, ¿cómo puedes estar segura de que IA no va estar mirando también? Si han deducido por qué estamos aquí y han sobornado a alguien...
Alison me cortó con impaciencia.
—Hay cosas que todavía no se pueden comprar en esta ciudad. Espiar una máquina militar como Luminoso sería un suicidio. Nadie se arriesgaría.
— ¿Y qué me dices de espiar proyectos no autorizados que se ejecutan en una máquina militar? Puede que los delitos se cancelen mutuamente y acabes como un héroe.
Se me acercó, medio desnuda, secándose el pelo con mi toalla.
—Esperemos que no.
De repente me eché a reír.
— ¿Sabes lo que más me gusta de Luminoso? Que en realidad no dejan que Exxon y McDonnell-Douglas utilicen la misma máquina que el Ejército Popular de Liberación. Porque el ordenador entero desaparece cada vez que lo desenchufan. Si lo miras de este modo, no hay ninguna paradoja.
Alison insistió en que nos turnáramos para hacer guardia. Hacía veinticuatro horas podría haber hecho un chiste al respecto; en ese momento me limité a aceptar el revólver que me entregó. Me senté y me quedé mirando la puerta en la oscuridad teñida de neón. Ella no tardó ni un segundo en meterse en la cama.
El hotel había estado tranquilo toda la noche, pero a partir de ese momento cobró vida. Cada cinco minutos se oían pasos en el pasillo y en las paredes las ratas rebuscaban comida, follaban y puede que hasta dieran a luz. A lo lejos se oía el quejido de las sirenas de policía; abajo, en la calle, una pareja se gritaba. En alguna parte había leído que Shanghai era la capital mundial del crimen; ¿pero lo era per cápita o en total?
Pasó una hora y estaba tan nervioso que no sé cómo no me volé un pie. Descargué el arma y me puse a jugar a la ruleta rusa con el cañón vacío. A pesar de todo, aún no estaba listo para meterle una bala en el cerebro a nadie por defender los axiomas de la teoría de números.
Industrial Algebra se había puesto en contacto con nosotros de manera perfectamente civilizada. Eran una empresa pequeña pero agresiva situada en el Reino Unido. Diseñaban equipos informáticos especializados y de alto rendimiento para aplicaciones industriales y militares. No era raro que hubiesen oído hablar de la investigación (se había debatido en Internet durante años, incluso se habían hecho bromas a su costa en algunas publicaciones de matemáticas serias), pero nos pareció una extraña coincidencia que se pusieran en contacto con nosotros justo unos días después de que Alison me enviara un mensaje privado desde Zúrich donde mencionaba el último resultado «prometedor». Después de media docena de falsas alarmas —todas provocadas por fallos y errores en los sistemas— dejamos de hacer públicos los descubrimientos sin confirmar. Nadie sabía de nuestros progresos, ni siquiera la gente que donaba tiempo de ejecución al proyecto. Temíamos que si volvíamos a meter la pata la mitad de nuestros colaboradores se enfadaría y dejaría de ayudarnos.
IA nos ofreció una generosa fracción de su capacidad de cálculo en la red privada de la empresa; mucho más de lo que habíamos recibido de cualquier otro donante, con diferencia. ¿Por qué? La respuesta variaba. Su gran respecto por las matemáticas puras... su actitud jovial y abierta ante la vida... su deseo de que los vieran como los patrocinadores de un proyecto tan descabellado y vanguardista, y con tan pocas probabilidades de éxito, que hacía que el SETI pareciera una aburrida inversión de rentabilidad segura. Finalmente admitieron que se trataba de una apuesta desesperada por mejorar la imagen de la empresa tras años de mala prensa provocada por lo que ciertos gobiernos indeseables hacían con las bombas inteligentes que fabricaban con tanto orgullo.
Declinamos su oferta con amabilidad. Nos ofrecieron trabajos de consultoría muy bien remunerados. Perplejos, suspendimos todos los cálculos que se hacían en la red y empezamos a cifrar nuestro correo (usábamos un algoritmo sencillo pero muy efectivo que Alison había aprendido de Yuen).
Alison había estado recopilando los resultados de la investigación en su propia estación de trabajo, en su casa actual de Zúrich, mientras yo ayudaba a coordinar las cosas desde Sídney. Era evidente que IA había espiado los datos que fuimos obteniendo, pero estaba claro que habían empezado a reunir la información necesaria para crear su propio mapa demasiado tarde; por separado, los fragmentos de los cálculos no tenían mucho sentido. Pero cuando robaron la estación de trabajo (todos los archivos estaban cifrados, por lo que no les podía aportar mucho) nos vimos finalmente obligados a preguntarnos: «Si resulta que el defecto es auténtico, si la broma no es una broma... entonces, ¿qué es exactamente lo que está en juego? ¿Cuánto dinero? ¿Cuánto poder?».
El 7 de junio de 2006 nos reunimos en una sofocante y abarrotada plaza de Hanoi. Alison no perdió el tiempo. Llevaba una copia de seguridad de los datos de la estación de trabajo robada en su agenda, y con solemnidad afirmó que esta vez el defecto era real.
El minúsculo procesador de la agenda habría tardado siglos en repetir el largo y aleatorio barrido del espacio de sentencias aritméticas que se había realizado en la red, pero si se le indicaban directamente los cálculos principales, podía confirmar la existencia del defecto en cuestión de minutos.
El proceso empezaba con la sentencia S. La sentencia S era una proposición sobre algunos números ridículamente grandes, pero en sí misma no era matemáticamente sofisticada o polémica en ningún sentido. No se afirmaba nada sobre conjuntos infinitos, ni se hacían proposiciones sobre «cualquier número entero». Simplemente se decía que ciertos cálculos (complejos) realizados en ciertos números enteros (muy grandes) daban ciertos resultados; en esencia, no era distinto de algo como «5+3 = 4x2». Con lápiz y papel se habrían tardado diez años en confirmarlo, pero habría bastado con las matemáticas de primaria y un montón de paciencia. Una proposición como ésta no podía ser indecidible; o era verdadera o era falsa.
La agenda decidió que era verdadera.
Luego la agenda cogió la sentencia S y... tras cuatrocientos veintitrés sencillos pasos de una lógica impecable, la utilizó para demostrar no-S.
Repetí los cálculos en mi propia agenda utilizando un paquete de aplicaciones distinto. El resultado fue exactamente el mismo. Me quedé mirando la pantalla, tratando de inventarme alguna razón plausible por la que dos máquinas distintas que ejecutaban dos programas distintos podían dar exactamente el mismo fallo. Se conocían casos en los que una sola errata en un algoritmo de un libro de texto de informática había dado lugar a miles de programas inútiles. Pero en este caso las operaciones eran demasiado básicas y sencillas.
Lo que dejaba sólo dos opciones. O bien la aritmética convencional era intrínsecamente imperfecta, y en última instancia el ideal platónico de los números naturales se contradecía a sí mismo; o bien Alison tenía razón y hace miles de millones de años surgió una aritmética alternativa que funcionaba en una región «computacionalmente remota».
Me afectó mucho, pero mi primera reacción fue intentar quitarle importancia al resultado.
—Los números que se están manipulando aquí son mayores que el volumen del universo observable, medido en longitudes de Planck cúbicas. Si IA esperaba utilizar esto en sus transacciones de moneda extranjera, creo que han cometido un pequeño error de escala.
Pero según lo iba diciendo me daba cuenta de que no era tan sencillo. Los números en sí podían ser transastronómicos, pero en realidad lo que se había comportado de forma extraña en el plano físico eran los 1.024 bits de las representaciones binarias de la agenda. Cualquier verdad matemática implicaba y se reflejaba en un sinfín de formas distintas. Si una paradoja como ésta (que a primera vista sonaba como una disputa sobre números demasiado grandes para aplicárselos incluso a los debates cosmológicos más altisonantes) podía afectar al comportamiento de un chip de silicio de cinco gramos, estaba claro que en el planeta podía haber miles de millones de sistemas que coman el riesgo de verse afectados por el mismo defecto.
Pero eso no era lo peor.
La teoría era que habíamos ubicado parte de la frontera que separaba dos sistemas de matemáticas incompatibles, que eran «físicamente verdaderos», en sus respectivos dominios. Cualquier secuencia de deducciones que permaneciera íntegramente en uno de los lados del defecto —tanto si era el «lado cercano», donde se aplicaba la aritmética convencional, como si era «lado remoto», donde se imponía la aritmética alternativa— no tendría contradicciones. Pero cualquier secuencia que cruzase la frontera daría lugar a absurdos: por lo tanto de S se podía llegar a no-S.
De tal manera que, examinando un gran número de cadenas de inferencia (algunas autocontradictorias y otras no), debería haber sido posible trazar con precisión el área que circundaba el defecto; asignar cada proposición a un sistema o al otro.
Alison me enseñó el primer mapa que había elaborado. Representaba un borde fractal minuciosamente almenado, muy parecido al contorno entre dos cristales de hielo bajo el microscopio; como si los dos sistemas hubiesen estado extendiéndose de manera aleatoria desde puntos de partida distintos y hubiesen acabado chocando, impidiéndose el paso mutuamente. A estas alturas estaba dispuesto a creer que lo que estaba viendo era una imagen de la creación de las matemáticas: un fósil de los intentos primordiales para definir la diferencia entre lo verdadero y lo falso.
Luego sacó un segundo mapa del mismo conjunto de proposiciones y lo colocó encima del otro. El defecto, el borde, se había movido; había avanzado en algunas partes y retrocedido en otras.
Se me heló la sangre.
—Tiene que ser un error del software.
—No lo es.
Respiré hondo mientras recorría la plaza con la mirada, como si la masa indolente de turistas y vendedores ambulantes, compradores y ejecutivos, pudiera ofrecerme una verdad humana y sencilla más consistente que la mera aritmética. Pero lo único que me vino a la cabeza fue 1984: Winston Smith, por fin subyugado a base de a golpes, renunciando a cualquier tipo de razón al conceder que «dos y dos son cinco».
—Vale —dije—. Continúa.
—En el principio del universo algún sistema físico tuvo que comprobar las matemáticas aislado, separado de todos los resultados establecidos, lo que le permitía decidir el resultado al azar. Así es cómo surgió el defecto. Pero ahora todas las matemáticas de esta región ya han sido comprobadas, ya se han rellenado todos los huecos. Cuando un sistema físico comprueba un teorema en el lado cercano, no sólo ya ha sido demostrado miles de millones de veces antes, sino que también se han decidido todas las proposiciones lógicamente adyacentes que lo rodean, y ellas implican el resultado correcto en un solo paso.
— ¿Quieres decir... que hay una presión de pares por parte de las proposiciones contiguas? ¿Que no se permite ninguna inconsistencia, que hay que ajustarse? ¿Si x—1 = y—1, y X+1 = y+1, entonces x tiene que ser por fuerza igual a y porque no hay nada cerca que permita lo contrario?
—Exactamente. La verdad se determina de forma local. Y lo mismo pasa si nos adentramos en el lado remoto. Las matemáticas alternativas han dominado allí y cualquier comprobación tiene lugar rodeada de teoremas establecidos que se refuerzan unos a otros y refuerzan el resultado correcto no estándar.
—Pero en el borde...
—En el borde todos los teoremas que se comprueban reciben instrucciones contradictorias. Por un lado, x—1 = y—1... pero por el otro, x+1 = y+2. Y la topología del borde es tan compleja que un teorema del lado cercano puede tener más vecinos en el lado remoto que en su propio lado, y al revés.
—De manera que la verdad en el borde no es fija, ni siquiera ahora. Ambas regiones siguen teniendo la posibilidad de avanzar o retroceder. Todo depende del orden en que se comprueben los teoremas. Si se comprueba en primer lugar un teorema claramente situado en el lado cercano, y éste contribuye a consolidar a un vecino más vulnerable, eso puede garantizar que ambos permanezcan en el lado cercano.
Ejecutó una breve animación que demostraba el efecto.
—Pero si se invierte el orden, el más débil se vendrá abajo.
Observé, medio mareado. Verdades insondables pero supuestamente eternas caían como piezas de ajedrez.
—Y... ¿crees que en este preciso momento se están produciendo procesos físicos (acontecimientos moleculares fortuitos que sin quererlo siguen comprobando una y otra vez distintas teorías a lo largo del borde) que hacen que cada lado gane y pierda territorio?
—Sí.
— ¿Entonces ha habido una especie de... marea aleatoria que ha estado subiendo y bajando entre dos tipos de matemáticas durante miles de millones de años?
Se me escapó una risa inquieta e hice algunos cálculos mentales aproximados.
—La esperanza matemática de un paseo aleatorio es la raíz cuadrada de N. No creo que tengamos que preocuparnos por nada. La marea no va a inundar la aritmética útil en el tiempo de vida del universo.
Alison sonrió sin humor y volvió a coger la agenda.
— ¿La marea? No. Pero construir un canal es la cosa más fácil del mundo. Para influir en el flujo aleatorio.
Ejecutó una animación de una secuencia de comprobaciones que obligaba al sistema del lado remoto a retroceder en un frente pequeño; lo hacía aprovechando una «cabeza de playa» que se había formado al azar, y luego avanzando para socavar una sucesión de teoremas.
—Aunque imagino que a Industrial Algebra le interesaría más lo contrario. Establecer una red de estrechos canales de matemáticas no estándar que se adentren en el espacio de la aritmética convencional; canales que luego podrían utilizar contra ciertos teoremas con consecuencias prácticas.
Me quedé callado, intentando imaginarme unos tentáculos de aritmética contradictoria que llegaban hasta el mundo cotidiano. Era evidente que IA pretendía hilar muy fino con la esperanza de ganar unos cuantos miles de millones de dólares corrompiendo las matemáticas específicas que fundamentan algunas transacciones financieras. Pero las consecuencias no se podrían predecir, ni controlar. No habría manera de limitar el efecto en el espacio. Podían apuntar a ciertas verdades matemáticas, pero no podían confinar los cambios en ninguna ubicación en concreto. «Unos cuantos miles de millones de dólares, unos cuantos miles de millones de neuronas, unos cuantos miles de millones de estrellas... unos cuantos miles de millones de personas». Cuando se vieran afectadas las reglas básicas de la numeración, los objetos más sólidos y definidos podían volverse tan inciertos como volutas de niebla. No era la clase de poder que yo le habría confiado a un cruce entre la Madre Teresa y Cari Friedrich Gauss.
— ¿Entonces qué hacemos? ¿Borrar el mapa y esperar que IA no sea capaz de encontrar el defecto sola?
—No.
Alison parecía sorprendentemente tranquila, pero claro, su filosofía, la que llevaba atesorando tanto tiempo, no había sido refutada sino que se acababa de confirmar, y en el vuelo desde Zúrich había tenido tiempo de pensar en toda la realmathematik.
—Sólo hay una manera de asegurarse de que no lo puedan utilizar nunca. Tenemos que atacar primero. Tenemos que conseguir la capacidad de cálculo suficiente para trazar el mapa completo del defecto. Y luego tenemos dos opciones: o limamos el borde para que no pueda moverse (si se amputan las pinzas, no puede haber movimientos de pinzas); o (todavía mejor, si podemos conseguir los recursos) lo aplastamos, desde todos los ángulos, hasta que el sistema del lado remoto desaparezca.
—Hasta ahora sólo hemos trazado el mapa de una pequeña parte del defecto —dije tras un momento de duda—. No sabemos lo grande que puede ser el lado remoto. Sólo que no puede ser pequeño, de lo contrario las fluctuaciones aleatorias se lo habrían tragado hace mucho tiempo. Y por lo que sabemos, podría no tener límite; podría ser infinito.
Alison me miró de una manera extraña.
—Sigues sin entenderlo, ¿no, Bruno? Sigues pensando como un platónico. El universo sólo ha existido durante quince mil millones de años. No le ha dado tiempo a crear infinitos. El lado remoto no puede ser ilimitado, porque en alguna parte, lejos del defecto, existen teoremas que no pertenecen a ningún sistema. Teoremas que nunca se han tocado, que nunca se han verificado, que nunca se han declarado verdaderos o falsos.
»Y si tenemos que ir más allá de las matemáticas que existen en el universo para poder rodear el lado remoto... eso es lo que haremos. No tiene por qué ser imposible, siempre y cuando lleguemos primero.
Cuando Alison me sustituyó a la una de la mañana, estaba seguro de que no me iba a dormir. Cuando me despertó tres horas más tarde, me sentía como si no lo hubiese hecho.
Con la agenda envié un código de activación a las memorias caché que corrían por nuestras venas, luego nos pusimos de pie, uno junto al otro, hombro con hombro. Los dos chips reconocieron sus respectivas firmas magnéticas y eléctricas, se interrogaron para cerciorarse y comenzaron a irradiar microondas de baja potencia. La agenda de Alison captó la transmisión y mezcló los dos flujos de datos complementarios. El resultado seguía estando cifrado en extremo, pero aun así, después de todas las precauciones que habíamos tomado hasta ahora, pasar el mapa a un miniportátil nos parecía tan seguro como tatuárnoslo en la frente.
Abajo nos esperaba un taxi. El Instituto Popular de Ingeniería Óptica Avanzada estaba en el sur de la ciudad, en Minhang, un enorme parque tecnológico a unos treinta kilómetros del centro. Avanzábamos en silencio por una luz gris que precedía al amanecer, dejando atrás torres de apartamentos feas y gigantes, el vómito arquitectónico de los terratenientes del nuevo milenio, y aguantábamos la fiebre mientras las necrotrampas y su carga se disolvían en nuestra sangre.
El taxi enfilaba una avenida llena de empresas aeroespaciales y biotecnológicas cuando Alison dijo:
—Si alguien pregunta, somos estudiantes de postgrado de Yuen y estamos comprobando una conjetura sobre topología algebraica.
—Y me lo dices ahora. ¿Supongo que no tienes en mente ninguna conjetura en concreto? ¿Y si nos piden más detalles?
— ¿Sobre topología algebraica? ¿A las cinco de la mañana?
El edificio del Instituto no era lo que se dice imponente —una gran extensión de cerámica negra de tres pisos de alto—, pero tenía una verja electrificada de cinco metros y a la entrada se apostaban dos soldados armados. Pagamos al taxista y nos acercamos a pie. Yuen nos había facilitado pases de visitante, con fotografías y huellas dactilares. Los nombres eran los nuestros; no tenía sentido engañar más de lo necesario. Si nos descubrían, los pseudónimos sólo empeorarían las cosas.
Los soldados comprobaron nuestros pases y a continuación nos hicieron pasar por un escáner de resonancia magnética. Me obligué a respirar con calma mientras esperábamos los resultados; en teoría el escáner podía detectar las extrañas proteínas de nuestros simbiontes, los restos de la descomposición de las necrotrampas y otra media docena de restos químicos sospechosos. Pero todo dependía de lo que estuvieran buscando. Se había catalogado el espectro de resonancia magnética de miles de millones de moléculas, pero ninguna maquina podía buscarlas todas a la vez.
Uno de los soldados me llevó aparte y me pidió que me quitara la chaqueta. Conseguí controlar una oleada de pánico y luego intenté no pasarme de listo: aunque no tuviera nada que ocultar lo normal sería estar algo nervioso. Me tocó la venda del antebrazo con un dedo; la piel de alrededor seguía estando roja e inflamada.
— ¿Qué es esto?
—Tenía un quiste. Me lo han quitado esta mañana.
Me miró con recelo y me quitó la venda adhesiva. No llevaba guantes. Ni siquiera me atreví a mirar. La crema reparadora debería haber sellado la herida completamente —en el peor de los casos aún quedaría algo de sangre coagulada y seca—, pero en la línea de la incisión podía sentir una ligera tibieza acuosa.
El soldado se rio al verme apretar los dientes y me indicó que me alejara con una expresión de desagrado. No sabía qué pensaba que podría haber estado ocultando, pero, al ir a ponerme la venda, vi que en la piel tenía algunas gotas de sangre fresca.
Yuen Ting-Fu nos estaba esperando en el vestíbulo. Era un hombre delgado de sesenta y muchos años. Llevaba puesto unos vaqueros y parecía estar en forma. Dejé que hablara Alison: pidió disculpas por la falta de puntualidad (aunque en realidad no habíamos llegado tarde), y le agradeció efusivamente por habernos concedido esta magnífica oportunidad de continuar con nuestra indigna investigación. Me quedé al margen e intenté parecer deferente, que era lo que se esperaba de mí. Cuatro soldados nos observaban impasibles; por lo visto todo este despliegue adulatorio no les parecía excesivo. Y lo cierto es que si en realidad hubiera sido un estudiante a quien le hubiesen concedido tiempo aquí para una tesis normal y corriente, me habría sentido apabullado.
Seguimos a Yuen, que andaba con grandes zancadas. Pasamos por un segundo puesto de control y por otro escáner (en esta ocasión nadie nos detuvo), y luego seguimos por un largo pasillo con un suelo de vinilo de color gris claro. Nos cruzamos con un par de técnicos en bata blanca, pero apenas se fijaron en nosotros. Me había imaginado que en un sitio como éste un par de extranjeros llamarían la atención tanto como si hubiéramos estado dando vueltas por una base militar, pero eso era absurdo. Las empresas extranjeras compraban la mitad del tiempo de ejecución de Luminoso, y la máquina no estaba conectada a ninguna red de comunicaciones, de modo que los usuarios de pago tenían que venir aquí en persona. La frecuencia con la que Yuen se agenciaba tiempo extra para sus alumnos —de la nacionalidad que fueran— era otra cuestión, pero si él pensaba que era la mejor tapadera para nosotros, yo no era quién para discutírselo. Lo que sí esperaba es que hubiese dejado un rastro impecable de mentiras convincentes en los registros de la universidad y demás instituciones, por si la administración del Instituto decidía comprobar nuestras credenciales.
Nos detuvimos en la sala de operaciones y Yuen se puso a hablar con los técnicos. Una de las paredes estaba cubierta con una serie de pantallas planas que mostraban histogramas de estado y diagramas técnicos. Parecía el centro de control de un acelerador de partículas pequeño, lo que no distaba mucho de la verdad.
Luminoso era, literalmente, un ordenador hecho de luz. Existía cuando una cámara de vacío (un cubo de cinco metros de ancho) se llenaba con una onda estacionaria compleja. Ésta se creaba con tres inmensas matrices de rayos láser de gran potencia. Un haz de electrones coherente se introducía en la cámara y del mismo modo que una red muy fina hecha de materia sólida podía difractar un haz de luz, una configuración de luz lo bastante organizada (y lo bastante intensa) podía difractar un haz de materia.
Los electrones iban pasando por las distintas capas del cubo de luz, en cada fase se recombinaban e interferían, y cada cambio en sus fases y en sus intensidades ejecutaba el cálculo correspondiente. Todo el sistema se podía reconfigurar, nanosegundo a nanosegundo, para crear un «hardware» nuevo y complejo optimizado para los cálculos que tuviera que realizar en cada momento. Los superordenadores auxiliares que controlaban las matrices de rayos láser eran capaces de diseñar (y de construir al momento) la máquina de luz perfecta para llevar a cabo cualquier fase concreta de cualquier programa.
Se trataba, por supuesto, de una tecnología diabólicamente complicada, increíblemente cara y temperamental. La probabilidad de que acabara en el ordenador de sobremesa de un contable normal que jugara al Tetris era cero, por ello en Occidente nadie se había molestado en desarrollarla.
Y esta máquina engorrosa, tan poco práctica y tan difícil de manejar, era más rápida que todos los trozos de silicio que colgaban de Internet juntos.
Pasamos a la sala de programación. A primera vista, podría haber sido el centro de computación de una pequeña escuela de primaria. Sobre unas mesas de fórmica blanca había media docena de estaciones de trabajo totalmente normales. Sólo que eran las seis únicas en todo el mundo que estaban conectadas a Luminoso.
Ahora estábamos a solas con Yuen. Alison se saltó el protocolo y se limitó a mirarle buscando su aprobación. Luego procedió a conectar apresuradamente su agenda a una de las estaciones de trabajo y a descargar el mapa cifrado. Conforme ella tecleaba las instrucciones para decodificar el archivo dejaron de tener sentido todas las imágenes que pasaban por mi cabeza sobre qué habría pasado si hubiese envenenado al soldado de la entrada. Teníamos media hora para hacer desaparecer el defecto y seguíamos sin tener ni idea de hasta dónde llegaba.
Yuen se volvió hacia mí. La tensión en su cara delataba su nerviosismo, pero se permitió reflexionar en tono filosófico:
—Si nuestra aritmética parece fallar en el caso de estos números grandes, ¿quiere eso decir que las matemáticas, el ideal, son en realidad defectuosas y maleables, o sólo que el comportamiento de la materia siempre se queda corto con respecto al ideal?
—Si todas las clases de objetos físicos «se quedan cortas» exactamente del mismo modo —respondí—, ya sean cantos rodados o electrones o bolas de ábaco, ¿a qué obedece su comportamiento común, o qué lo define, si no es a las matemáticas?
Esbozó una sonrisa, perplejo.
—Alison pensaba que eras un platónico.
—Retirado. O... derrotado. No le veo sentido a hablar de que la teoría de números estándar sigue siendo verdadera para estas proposiciones (en un sentido platónico difícil de precisar) si ningún objeto real puede llegar a reflejar esa verdad.
—Pero sí podemos imaginárnoslo. Podemos contemplar la abstracción. Sólo renunciamos al acto físico de la validación. Piensa en la aritmética transfínita: nadie puede demostrar físicamente las propiedades de los infinitos de Cantor, ¿verdad? Lo único que podemos hacer es razonar acerca de ellos desde la distancia.
No contesté. Desde las revelaciones de Hanoi, podía decirse que había perdido la fe en mi capacidad para «razonar desde la distancia» sobre cualquier cosa que no pudiera describir personalmente en un folio con números arábigos. Tal vez el concepto de «verdad local» de Alison era todo lo que estaba a nuestro alcance; pretender ir más lejos empezaba a parecerse a la «física» de tebeo que consistía en ponerse a girar sobre uno mismo agarrando una viga de acero de diez mil millones de kilómetros de largo por una punta y predecir que la otra punta superaría la velocidad de la luz.
En la pantalla de la estación de trabajo apareció una imagen: empezó como el mapa del defecto que conocíamos, pero Luminoso ya lo estaba expandiendo a una velocidad pasmosa. Miles de millones de bucles inferenciales giraban en torno a los márgenes: algunos confirmaban sus propias premisas, y así delineaban regiones en las que imperaba sólo un tipo de matemáticas estable; otros se retorcían hasta contradecirse a sí mismos, revelando brechas en el borde. Intenté imaginar cómo sería recorrer mentalmente una de esas cintas de Moebius de lógica deductiva; los conceptos no eran complicados, lo que hacía que fuera imposible era la magnitud de las proposiciones. ¿Pero qué pasaría si pudiera seguir esa lógica contradictoria? ¿Acabaría balbuciendo como un loco, o cada uno de los pasos me parecería perfectamente razonable y la conclusión sencillamente inevitable? ¿Acabaría concediendo feliz y tranquilo que «dos y dos son cinco»?
Conforme el mapa crecía —la escala se iba reajustando para que cupiera en la pantalla, lo que daba la sensación de que nos alejábamos de las matemáticas extrañas lo más rápido que podíamos y escapábamos por los pelos de ser engullidos— Alison permanecía sentada, echada hacia delante, esperando a que se revelara la imagen completa. El mapa representaba la red de proposiciones como un enrevesado entramado tridimensional (una burda convención representacional, pero tan buena como cualquier otra). De momento, el límite entre ambas regiones no mostraba signos de curvatura general, sólo se apreciaban incursiones aleatorias de distinto tamaño en ambas direcciones. Hasta donde sabíamos, era posible que las matemáticas del lado remoto acabaran envolviendo a las del lado cercano, que la aritmética que creíamos que se extendía hasta el infinito no fuera en realidad más que una isla diminuta en medio de un océano de verdades contradictorias.
Miré a Yuen, que observaba la pantalla incapaz de disimular su angustia.
—Cuando estudié vuestro software pensé: «Claro, esto parece que está bien, pero tiene que haber un fallo en sus máquinas. Luminoso los sacará de su error enseguida».
—Mira, está dando la vuelta —le interrumpió Alison exultante.
Tenía razón. Conforme la escala se reducía, los meandros fractales y aleatorios del borde por fin parecían adoptar una convexidad general... una convexidad del lado remoto. Era como si el punto de vista retrocediera ante un erizo de mar gigante y espinoso. En cuestión de minutos, el mapa mostraba un tosco hemisferio decorado con complicadas extrusiones cristalinas de todos los tamaños. Ahora la sensación de estar observando unos restos paleomatemáticos era más intensa que nunca: parecía como si este extraño grupo de teoremas hubiera surgido de una premisa central para llenar el vacío de verdades no reclamadas, tal vez una mil millonésima parte de segundo después del Big Bang, sólo para ser detenido al encontrarse con nuestras propias matemáticas.
El hemisferio se expandió lentamente hasta alcanzar los tres cuartos de esfera... y luego formó un todo espinoso. El lado remoto tenía límite, era finito. Era la isla, no nosotros.
Alison se rio nerviosa.
— ¿Era así antes de que empezáramos, o hemos sido nosotros los que hemos hecho que lo fuera?
¿Había contenido el lado cercano al lado remoto durante miles de millones de años, o había sido Luminoso el que había abierto nuevos caminos, expandiendo activamente el lado cercano hacia territorios matemáticos que no habían sido verificados nunca antes por ningún sistema físico?
Nunca lo sabríamos. Habíamos diseñado el software para que siguiera trazando el mapa de modo que cualquier proposición no reclamada pasara instantáneamente a engrosar las filas del lado cercano. Si nos hubiéramos adentrado a ciegas, hasta llegar al vacío, podríamos haber acabado verificando una proposición aislada, y sin darnos cuenta habríamos originado unas nuevas matemáticas alternativas con las que lidiar.
—Vale —dijo Alison—. ¿Qué hacemos ahora? ¿Intentamos sellar el borde o borramos la estructura entera?
Por su parte el software estaba evaluando la dificultad relativa de ambas tareas.
—Sellamos el borde, nada más —respondió Yuen de repente—. No podéis destruirlo. —Se volvió hacia mí, suplicante—. ¿Aplastaríais un fósil de Australopitecus? ¿Borraríais del cielo la radiación cósmica de fondo? Puede que esto ponga en tela de juicio todas mis creencias, pero en ello se inscribe la verdad sobre nuestra historia. No tenemos derecho a destruirlo como bárbaros.
Alison me dirigió una mirada nerviosa. ¿De qué iba esto? ¿Había que votar? Yuen era el único que podía decidir; podía desenchufarlo en cualquier momento. Sin embargo su actitud dejaba claro que quería un consenso; quería que le apoyáramos en su decisión.
—Si alisamos el borde —dije con cautela— será prácticamente imposible que IA se aproveche del defecto, ¿no?
Alison negó con la cabeza.
—No lo sabemos. Puede que haya un componente cuántico de defecciones espontáneas, incluso para las proposiciones que aparentan estar en perfecto equilibrio.
—En ese caso podría haber defecciones espontáneas en cualquier parte —contestó Yuen—, incluso lejos del borde. Borrando toda la estructura no se garantiza nada.
— ¡Se garantiza que IA no la encuentre! Puede que haya defecciones concretas en todo momento, pero la próxima vez que se comprueben siempre acabarán revirtiendo. Están rodeadas de contradicciones explícitas; es imposible que se afiancen. No se pueden comparar unos cuantos errores transitorios con este... arsenal de contramatemáticas.
El defecto se erizaba en la pantalla como un abrojo gigante Expectantes, Alison y Yuen se volvieron hacia mí. Justo cuando abrí la boca la estación de trabajo emitió un pitido. El software había examinado las alternativas al detalle: Luminoso tardaría veintitrés minutos y diecisiete segundos en destruir por completo el lado remoto; más o menos un minuto por debajo del tiempo que nos quedaba. En sellar el borde tardaría más de una hora.
—No puede ser correcto —dije.
—Pero lo es —protestó Alison—. En el borde se producen interferencias aleatorias que provienen de otros sistemas todo el tiempo, y hacer cualquier cosa complicada significa tratar con ese ruido, enfrentarse a él. Cargar hacia delante y hundir el borde es otra historia: puedes explotar el ruido para acelerar el avance. No es una cuestión de «tratar con una mera superficie» o «tratar con todo un volumen». Es más parecido a... intentar esculpir una isla como un círculo totalmente perfecto con las olas rompiendo constantemente en la playa o arrasarlo todo y hundirlo en el océano.
Nos quedaban treinta segundos para decidirnos, o bien hoy no haríamos ni una cosa ni la otra. Y tal vez Yuen tuviera los recursos para mantener el mapa fuera del alcance de LA durante el mes o más que tendríamos que esperar para tener otra sesión con Luminoso, pero yo no estaba preparado para vivir con esa clase de incertidumbre.
—Yo digo que nos libremos de todo. Hacer menos es demasiado peligroso. Los futuros matemáticos podrán estudiar el mapa de todos modos; y si nadie se cree que el defecto existió de verdad, qué le vamos a hacer. LA nos pisa los talones. No podemos arriesgarnos.
Alison tenía una mano levantada sobre el teclado. Me volví hacia Yuen; angustiado, miraba fijamente al suelo. Nos había dejado exponer nuestros puntos de vista, pero al final la decisión era suya.
Levantó la vista y en tono triste pero con decisión dijo:
—De acuerdo. Hazlo.
Alison pulsó la tecla cuando quedaban unos tres segundos. Me hundí en la silla, mareado de alivio.
Contemplamos cómo se encogía el lado remoto. El proceso no se veía tan extremo como «arrasar una isla»: era más parecido a disolver en ácido un cristal de estrambótica belleza. Sin embargo, con el peligro retrocediendo ante nuestros ojos, empecé a sentir ligeras punzadas de arrepentimiento. Nuestras matemáticas habían coexistido con esta extraña anomalía durante quince mil millones de años y me daba vergüenza pensar que, a los pocos meses de descubrirla, estuviéramos acorralados de tal manera que no nos quedaba más remedio que destruirla.
Yuen parecía extasiado con el proceso.
—Entonces, ¿estamos quebrantando las leyes de la física, o las estamos cumpliendo?
—Ni una cosa ni otra —dijo Alison—. Simplemente estamos cambiando lo que implican las leyes.
Yuen se rio quedamente.
—«Simplemente». Para cierto conjunto esotérico de sistemas complejos, estamos reescribiendo las reglas de alto nivel de su comportamiento. Lo que espero que no incluya al cerebro humano.
Se me puso la carne de gallina.
— ¿No cree que eso es... poco probable?
—Estaba bromeando —dudó y luego añadió con seriedad—: Poco probable para los humanos, pero puede que alguien, en alguna parte, dependa de esto. Podríamos estar destruyendo la base de su existencia: certezas tan fundamentales para ellos como las tablas de multiplicar de un niño para nosotros.
Alison apenas pudo disimular su desprecio.
—Son matemáticas basura; una reliquia de un accidente sin sentido. Cualquier tipo de vida que evolucionara de formas simples a formas complejas las encontraría inútiles. Nuestras matemáticas funcionan para... rocas, semillas, animales en la manada, miembros de una tribu. Esto sólo empieza a tener sentido por encima del número de partículas que hay en el universo...
—O sistemas más pequeños que representan esos números —le recordé.
— ¿Y crees que la vida en alguna parte podría sentir la necesidad acuciante de hacer aritmética transastronómica no estándar para sobrevivir? Lo dudo mucho.
Nos quedamos callados. La culpa y el alivio podían pelearse más tarde, pero nadie sugirió detener el programa. Tal vez, al final nada podía compararse al caos que el defecto podía haber causado si se hubiese llegado a usar como un arma, y estaba impaciente por redactar un largo mensaje para Industrial Algebra, informándoles de lo que habíamos hecho exactamente con el objeto de sus ambiciones.
Alison señaló una esquina de la pantalla.
— ¿Qué es eso?
Una púa fina y oscura sobresalía del grupo decreciente de proposiciones. Por un momento pensé que simplemente estaba esquivando el ataque del lado cercano, pero no era así. Lentamente, de forma constante, se iba alargando.
—Podría ser un error en el algoritmo de mapeo. —Agarré el teclado y amplié la estructura. En primer plano se apreciaba que tenía varios miles de proposiciones de ancho. En su borde se podía ver el programa de Alison en acción, comprobando proposiciones en un orden diseñado para que los zarcillos del lado cercano tuvieran que penetrar cada vez más. Esta delgada extrusión, rodeada de matemáticas contradictorias, debería haber sido aniquilada en una fracción de segundo. Sin embargo, algo estaba contrarrestando activamente el ataque; reparando la más mínima fisura antes de que pudiera extenderse—. Si IA ha metido un virus aquí... —me volví hacia Yuen—, No podrían atacar directamente a Luminoso, así que no podrían impedir que el lado remoto siguiera encogiéndose, pero una estructura pequeña como ésta... ¿Qué piensa? ¿Podrían estabilizarla?
—Tal vez —reconoció—. Se podría hacer con cuatrocientas o quinientas estaciones de trabajo de las más rápidas. Alison tecleaba frenéticamente en su agenda. —Estoy escribiendo un parche para identificar cualquier interferencia sistemática y desviar todos nuestros recursos contra ella —dijo quitándose el pelo de los ojos—, Bruno, mira lo que hago. Corrígeme sobre la marcha.
—Vale. —Le eché un vistazo a lo que llevaba escrito—. Vas bien. Tienes que tranquilizarte. —Le temblaban las manos.
La púa no paraba de crecer. Para cuando el parche estuvo listo, la escala del mapa se reajustaba constantemente para caber en la pantalla.
Alison activó el parche. Apareció una capa de un azul eléctrico que envolvió a la púa, indicando la concentración de capacidad de cálculo, y la púa se paró en seco.
Contuve la respiración, a la espera de que LA se diera cuenta de lo que habíamos hecho; y reagrupara sus recursos en otra parte. Si lo estaba haciendo, no aparecería una segunda púa —no llegaría tan lejos—, pero el marcador azul de la pantalla se desplazaría hasta la ubicación donde se hubiesen reagrupado para intentarlo.
Pero el resplandor azul no se movió de la púa. Y la púa no desapareció aplastada por el embate de Luminoso.
Al contrario, comenzó a crecer de nuevo muy despacio. Yuen tenía mala cara.
—Esto no es obra de Industrial Algebra. No hay ordenador en el planeta...
Alison se rio con sorna.
— ¿Y ahora qué vas a decir? ¿Que los alienígenas que dependen del lado remoto lo están defendiendo? ¿Alienígenas de dónde? Nada de lo que hemos hecho ha tenido tiempo de llegar ni a... Júpiter. —Había una nota de histeria en su voz.
— ¿Has medido lo rápido que se propagan los cambios? ¿Estás segura de que no pueden viajar más rápido que la luz, con las matemáticas del lado remoto socavando la lógica de la relatividad?
—Sean quiénes sean —dije—, no están defendiendo todos sus bordes. Están acumulando todos su esfuerzos en la púa.
—Tienen un objetivo. Un objetivo concreto. —Yuen alargó el brazo por encima del hombro de Alison para coger el teclado—. Vamos a apagarlo ahora mismo.
Alison se giró y le bloqueó el paso.
— ¿Estás loco? ¡Estamos a punto de repelerlos! Reescribiré el programa, lo ajustaré, conseguiré que sea un poco más eficaz...
— ¡No! Dejemos de amenazarlos y veamos cómo reaccionan. No sabemos el daño que estamos causando...
Volvió a intentar hacerse con el teclado.
Alison le dio un codazo en la garganta, con fuerza. Yuen se tambaleó hacia atrás, intentando respirar, y luego se desplomó en el suelo derribando una silla que le cayó encima. Ella me susurró:
— ¡Rápido, haz que se calle!
Vacilé. Mi lealtad se hacía añicos: su idea me había parecido perfectamente razonable. Pero si se ponía a llamar a gritos a los de seguridad...
Me agaché sobre él, aparté la silla y le puse una mano en la boca apretando fuerte, haciendo que la cabeza se le fuera hacia atrás al presionar en la mandíbula inferior. Tendríamos que atarlo y luego intentar salir descaradamente del edificio sin él. Pero lo encontrarían en cuestión de minutos. Aunque lográsemos atravesar la verja, estábamos jodidos.
Yuen recuperó el aliento y empezó a forcejear; con las rodillas le sujeté torpemente los brazos. Podía escuchar el tecleo irregular y entrecortado de Alison; intenté ver la pantalla de la estación de trabajo, pero no podía girarme mucho sin descargar el peso de encima de Yuen.
—Puede que tenga razón —dije—: tal vez deberíamos retirarnos y ver qué pasa.
Si las alteraciones podían propagarse más rápido que la luz... ¿cuántas civilizaciones distantes podrían haber notado los efectos de lo que habíamos hecho?
Nuestro primer contacto con la vida extraterrestre podía acabar siendo un intento de erradicar unas matemáticas que para ellos eran... ¿qué? ¿Un recurso irreemplazable? ¿Una reliquia sagrada? ¿Un componente esencial de su concepción del mundo?
El sonido de las teclas se paró en seco.
— ¿Bruno? ¿Lo notas...?
— ¿Qué?
Silencio.
— ¿Qué?
Parecía que Yuen había dejado de forcejear. Me arriesgué y me di la vuelta.
Alison estaba echada hacia delante con la cara hundida en las manos. En la pantalla la púa había interrumpido su implacable crecimiento lineal, pero ahora en su extremo había brotado una compleja estructura dendrítica. Volví a mirar a Yuen; parecía ensimismado, ajeno a mi presencia. Le quité la mano de la boca con cautela. Se quedó tumbado, plácidamente, esbozando una leve sonrisa, sus ojos escudriñaban algo que yo no podía ver.
Me levanté. Agarré a Alison por los hombros y la sacudí suavemente; su única reacción fue apretar todavía más la cara contra las manos. La extraña flor de la púa seguía creciendo, pero no se expandía hacia fuera; lanzaba delgados brotes sobre sí misma, entrecruzando la misma región una y otra vez con estructuras cada vez más finas.
¿Tejía una red? ¿Buscaba algo?
Me impactó con una descarga de claridad más intensa que nada que hubiese sentido desde la infancia. Fue como revivir el momento en que comprendí por primera vez el concepto de número... pero con la comprensión adulta de todas las posibilidades que ofrecía, todo lo que implicaba. Fue una revelación en forma de relámpago... pero sin el menor matiz de confusión mística: sin la neblina opiácea de la euforia, sin la descarga pseudosexual. Con la lógica clarividente de los más simples conceptos, contemplé y comprendí cómo funcionaba exactamente el mundo...
... Salvo que todo estaba mal, todo era falso, todo era imposible.
Arenas movedizas.
Con una sensación de vértigo recorrí la habitación con la mirada, contando con frenesí: «Seis estaciones de trabajo. Dos personas. Seis sillas». Agrupé las estaciones de trabajo: tres conjuntos de dos, dos conjuntos de tres. Uno y cinco, dos y cuatro; cuatro y dos, cinco y uno.
Las volví a agrupar una docena de veces buscando la consistencia, buscando la cordura... pero todo tenía sentido.
No me habían robado la vieja aritmética; sencillamente me habían incrustado la nueva en la cabeza, encima de la otra.
Quienquiera que hubiese resistido nuestro ataque con Luminoso nos había alcanzado con la púa y había reescrito nuestras metamatemáticas neuronales —la aritmética que subyacía a nuestro propio razonamiento sobre la aritmética— lo suficiente para que pudiéramos comprender lo que habíamos estado intentando destruir.
Alison seguía sin decir nada, pero ahora respiraba despacio y de forma regular. Yuen parecía encontrarse bien, felizmente absorto. Me relajé un poco y traté de darle sentido al torrente de aritmética del lado remoto que corría por mi cerebro.
En sus propios términos los axiomas eran... triviales, obvios. Podía ver que correspondían a proposiciones muy elaboradas sobre números enteros transastronómicos, pero me era imposible realizar una traducción exacta. Y pensar en las entidades que describían en términos de los enormes números enteros que representaban era un poco como pensar en pi o en la raíz cuadrada de dos en términos de los primeros diez mil dígitos de su expansión decimal: sería como no entender nada en absoluto. Los «números» extraterrestres —los objetos básicos de la aritmética alternativa— habían encontrado una manera de alojarse en los números enteros y de relacionarse con ellos de una forma simple y elegante, y si los caóticos corolarios que implicaban al traducirlos contradecían las reglas que se suponía que respetaban los números enteros... bueno, sólo se había subvertido un conjunto pequeño y remoto de oscuras verdades.
Alguien me tocó el hombro. Me asusté, pero Yuen sonreía de manera amistosa, todas las disputas y la violencia estaban olvidadas.
—No se está superando la velocidad de la luz —dijo—. La lógica necesaria para que así sea permanece intacta.
No me quedaba más remedio que creérmelo; habría tardado horas en comprobarlo. Tal vez los extraterrestres habían hecho un mejor trabajo con él, o puede que sencillamente fuera un matemático superior en ambos sistemas.
—Entonces... ¿dónde están?
A la velocidad de la luz, nuestro ataque en el lado remoto se habría notado como mucho en Marte, y unos pocos segundos de retardo habrían hecho imposible la estrategia empleada para evitar la aniquilación de la púa.
— ¿En la atmósfera?
— ¿Quiere decir en la de la Tierra?
— ¿Dónde si no? O quizás en los océanos.
Me dejé caer en la silla. Puede que no fuera más extraña que cualquier otra explicación imaginable, pero aun así me negaba a aceptar las implicaciones.
—Para nosotros —dijo Yuen—, su estructura no parecería una estructura en absoluto. La unidad más simple podría implicar un grupo de miles de átomos (representando un número transastronómico) que ni siquiera tendrían que estar enlazados de una manera convencional, pero incumplirían las consecuencias normales de las leyes de la física, obedeciendo a un conjunto diferente de reglas de alto nivel que surgen de las matemáticas alternativas. La gente se ha preguntado a menudo sobre la posibilidad de que pueda haber inteligencia codificada en los longevos vórtices de los lejanos gigantes gaseosos... pero estas criaturas no se encontrarán en los huracanes o en los tornados. Se encontrarán a la deriva en las ráfagas de aire más inocuas, invisibles como neutrinos.
—Inestables...
—Sólo de acuerdo con nuestras matemáticas. Que no se aplican. —Aunque todo esto sea verdad —interrumpió Alison de repente, enfadada—, ¿qué nos importa? Tanto si el defecto es la base de todo un ecosistema invisible como si no lo es, IA lo encontrará y lo utilizará exactamente igual.
Por un momento me quedé atónito. ¿Contemplábamos la idea de compartir el planeta con una civilización desconocida y en lo único que podía pensar era en las sucias maquinaciones de LA?
Aunque tenía toda la razón. Mucho antes de que se pudiera demostrar o desmentir alguna de estas fantasías extravagantes, IA podía causar un daño increíble.
—Deja que el software de mapeo se siga ejecutando —dije—, pero apaga el reductor.
Le echó un vistazo a la pantalla.
—No hace falta. Lo han dominado, o han desmantelado sus matemáticas.
El lado remoto había vuelto a su tamaño original. —Entonces no hay nada que perder. Apágalo. Así lo hizo. Al no sentirse atacada, la púa comenzó a invertir su crecimiento. Sentí una punzada de nostalgia mientras se evaporaba mi limitada comprensión de las matemáticas del lado remoto; intenté aferrarme a ella, pero era como intentar agarrar el aire. Cuando la púa se retiró por completo, dije:
—Ahora intentemos hacer lo que haría Industrial Algebra. Intentemos acercar el defecto.
Casi no nos quedaba tiempo, pero la tarea era muy fácil. En treinta segundos reescribimos el algoritmo reductor para que funcionara al revés.
Alison programó una tecla de función con las instrucciones para revertir a la versión original; así, si el experimento nos salía por la culata, bastaría con una tecla para volver a concentrar toda la potencia de Luminoso en defender el lado cercano. Yuen y yo nos miramos nerviosos. —Tal vez no sea una idea tan buena —dije. Alison no estaba de acuerdo.
—Tenemos que saber cómo van a reaccionar a esto. Prefiero que lo descubramos nosotros ahora a que lo descubra LA. Activó el programa.
El erizo empezó a hincharse lentamente. Me puse a sudar. De momento los remotos no nos habían atacado, pero esto era como ponerse a dar patadas a una puerta que no querías que se abriera por nada del mundo.
Un técnico asomó la cabeza en la habitación y anunció alegremente:
— ¡Desconexión por mantenimiento en dos minutos!
—Lo siento —dijo Yuen—, no podemos...
El lado remoto entero se volvió azul eléctrico. El parche original de Alison había detectado una intervención sistemática.
Ampliamos la vista. Luminoso estaba arrancando proposiciones vulnerables del lado cercano, pero había algo más que iba reparando los daños.
Se me escapó un ruido ahogado que podría haber sido un grito de alegría.
Alison sonrió con serenidad.
—Estoy satisfecha —dijo—. IA no tiene nada que hacer.
—Quizá tengan un motivo para defender el statu quo —Yuen se preguntó en voz alta—. Quizá dependan tanto del borde como del lado remoto.
Alison apagó nuestro reductor inverso. El resplandor azul desapareció; ambos lados dejaron en paz al defecto. Queríamos saber las respuestas a miles de preguntas, pero los técnicos habían apagado el interruptor maestro y el mismo Luminoso había dejado de existir.
El sol despuntó en el horizonte mientras nos llevaban de vuelta a la ciudad. Cuando paramos en el hotel, Alison se puso a temblar y a sollozar. Me senté a su lado, apretándole la mano. Sabía que lo que podía haber pasado la había afectado mucho más que a mí.
Le pagué al conductor y nos quedamos un rato en la calle, en silencio, mirando pasar a los ciclistas, intentando imaginar cómo cambiaría el mundo al procurar abrazar esta nueva contradicción entre lo exótico y lo mundano, lo pragmático y lo platónico, lo visible y lo invisible.
Fin