HÁGASE LA LUZ (Arthur C. Clarke)
Publicado en
febrero 02, 2014
La conversación había vuelto a versar sobre rayos de la muerte, y algún criticón se estaba burlando de las viejas revistas de ciencia ficción, cuyas carátulas mostraban tan a menudo rayos multicolores creando estragos en todas direcciones.
—Qué disparate científico tan elemental —resopló—. Todas las radiaciones visibles son inofensivas; no estaríamos vivos si no lo fueran. Cualquiera debería saber que los rayos verdes y los rayos púrpura y los rayos escoceses son tonterías. Incluso se podría hacer una regla: si logras ver un rayo, ese rayo no puede hacerte daño.
—Una teoría interesante —dijo Harry Purvis—, pero no se ajusta a los hechos. El único rayo mortal que yo he encontrado personalmente era perfectamente visible.
—¿Sí? ¿De qué color era?
—Volveré a eso en un minuto, si ustedes lo desean. Pero hablando de vueltas...
Atrapamos a Charlie Willis antes que pudiera escurrirse del bar, y practicamos un poco de jiujitsu con él, hasta que los vasos estuvieron nuevamente llenos. Entonces descendió sobre el Ciervo Blanco uno de esos silencios curiosos, llenos de suspenso, que todos los parroquianos reconocen como el preludio de una de las improbables historias de Harry Purvis.
Edgar y Mary Burton eran una pareja un tanto incompatible, y ninguno de sus amigos podía explicarse por qué se habían casado. Quizás la explicación cínica era la correcta; Edgar tenía casi veinte años más que la mujer, y había hecho un cuarto de millón en el mercado cambiario antes de retirarse a una edad excepcionalmente temprana. Se había fijado ese objetivo financiero, y había trabajado duro para lograrlo; y cuando su balance bancario llegó a la cifra deseada, instantáneamente perdió toda ambición. De ahora en adelante se proponía vivir la vida de un rico terrateniente, y consagrar los últimos años a su única y absorbente pasión: la astronomía.
Por alguna razón, parece sorprender a mucha gente que el interés por la astronomía sea compatible con la agudeza para los negocios, o incluso con el sentido común. Esto es un error, dijo Harry con mucho calor; una vez casi fui desollado vivo en un juego de póquer por un profesor de astrofísica del Instituto de Tecnología de California. Pero en el caso de Edgar, la astucia y una vaga falta de sentido práctico parecían combinarse en una sola persona; una vez que hizo dinero éste dejó de interesarle, lo mismo que todo lo que no fuera la construcción de telescopios de reflexión cada vez mayores.
Cuando se retiró, Edgar se compró una hermosa casa antigua en lo alto de los páramos de Yorkshire. La zona no era tan yerma y parecida a Cumbres Borrascosas como suena; tenía una vista espléndida, y el Bentley llegaba a la ciudad en quince minutos. A pesar de eso Mary no estaba satisfecha por el cambio, y no es difícil sentir algo de pena por ella.
Mary no tenía ningún trabajo que hacer, pues los sirvientes se ocupaban de la casa, y ella tenía pocos recursos intelectuales a los cuales recurrir. Se dedicó a la equitación, se hizo socia de todos los clubes de lectura, leía El Chismoso y Vida de Campo de tapa a lapa, pero aún sentía que le faltaba algo.
Tardó unos cuatro meses en descubrir qué era lo que quería; y luego lo encontró en una fiesta de aldea que, de no ser por eso, habría sido una fiesta aburrida. Medía un metro noventa, había pertenecido a los Coldstream Guards, y su familia pensaba que la Conquista Normanda era una reciente y lamentable impertinencia. Se llamaba Rupert de Vere Courtenay (olvidaremos los otros seis nombres propios), y era el soltero más codiciado de todo el distrito.
Pasaron dos semanas enteras antes que Rupert —un caballero inglés de altos principios, criado en las mejores tradiciones de la aristocracia— sucumbiera a las zalamerías de Mary. Esa caída fue acelerada por el hecho que su familia estaba tratando de concertar un matrimonio con la Honorable Felicity Fauntleroy, que no era una gran belleza. Ciertamente se parecía tanto a un caballo que le resultaba peligroso acercarse a los famosos establos del padre cuando los padrillos se ejercitaban.
El aburrimiento de Mary, y la determinación de Rupert a tener una última y desesperada aventura, produjeron el resultado inevitable. Edgar veía cada vez menos a su mujer, que encontraba una sorprendente cantidad de razones para ir a la ciudad durante la semana. Al principio le alegró que el círculo de conocidos se agrandara tan rápidamente, y tardó varios meses en comprender que sucedía todo lo contrario.
Es casi imposible, en una pequeña ciudad rural como Stocksborough, mantener en secreto una relación durante mucho tiempo, aunque esto es algo que cada generación debe aprender por sí misma, generalmente de la manera más difícil. Edgar descubrió la verdad por accidente, pero algún buen amigo se lo hubiera dicho tarde o temprano. Había ido a la ciudad para la reunión de la sociedad astronómica local —tomando el Rolls, pues su mujer ya había salido con el Bentley—, y a la vuelta fue momentáneamente detenido por la multitud que salía de la última función en el cine local. En medio del gentío estaba Mary, acompañada por un joven muy buen mozo, a quien Edgar había visto antes pero que en ese momento no pudo identificar. No habría pensado más en el asunto si Mary no hubiera mencionado indiscretamente la mañana siguiente que no había podido conseguir entrada para el cine y que había pasado una tranquila velada con una de sus amigas.
Aun Edgar, absorbido como estaba por el estudio de las estrellas variables, comenzó a sumar dos más dos y comprendió que su mujer estaba mintiendo gratuitamente. No dejó traslucir sus vagas sospechas, que dejaron de ser vagas luego del Baile de Cazadores local. Aunque odiaba esas funciones (y ésta, para su mala suerte, tenía lugar justo cuando U Orionis estaba en su mínimo, y se perdía algunas observaciones vitales), comprendió que ahora tenía una oportunidad de identificar al compañero de su mujer, pues todo el distrito estaría allí.
Fue muy fácil localizar a Rupert y entrar en conversación con él. Aunque el joven parecía un tanto incómodo, era una compañía agradable, y a Edgar le sorprendió encontrarlo muy simpático. Si su mujer debía tener un amante, aprobaba enteramente su elección.
Y así quedaron las cosas durante algunos meses, sobre todo porque Edgar estaba demasiado ocupado, estudiando y calculando un espejo de quince pulgadas. Dos veces por semana, Mary viajaba a la ciudad, ostensiblemente para encontrar a los amigos o para ir al cine, y volvía a casa poco antes de medianoche. Edgar podía ver las luces del automóvil a varios kilómetros de distancia en el páramo, los rayos que se movían hacia aquí y hacia allá mientras su mujer conducía de vuelta a casa, a una velocidad que siempre le parecía excesiva. Esa era una de las razones por las cuales rara vez salían juntos; Edgar era un buen conductor pero cauteloso, y su cómoda velocidad de paseo estaba quince kilómetros por hora por debajo de la de Mary.
Unos cuatro kilómetros antes de la casa las luces del coche desaparecían durante varios minutos, pues una loma ocultaba la carretera. Allí había una curva peligrosa. En un trozo de carretera que más parecía de los Alpes que de la Inglaterra rural, la ruta abrazaba la ladera de un risco y bordeaba un desagradable precipicio de treinta metros. Cuando el coche doblaba esa curva, los faros daban de lleno sobre la casa, y muchas noches mientras estaba sentado al ocular del telescopio, Edgar era cegado por el súbito brillo. Afortunadamente ese tramo de la ruta era muy poco utilizado durante la noche; de otra forma las observaciones habrían sido poco menos que imposibles, pues los ojos de Edgar tardaban de diez a veinte minutos en recobrarse plenamente del golpe directo de los faros. Esto no era más que una pequeña molestia, pero cuando Mary comenzó a quedarse fuera cuatro o cinco noches por semana se convirtió en una terrible incomodidad. Algo, decidió Edgar, había que hacer.
No habrá escapado a vuestra observación, continuó Harry Purvis, que durante todo este asunto el comportamiento de Edgar Burton fue muy distinto al de una persona normal. Por cierto que cualquiera que podía cambiar su forma de vida tan completamente, de ocupado corredor de bolsa londinense a casi un recluso en los páramos de Yorkshire, forzosamente tenía que haber sido un poco raro, en primer lugar. No obstante, no me atrevería a afirmar que fuese algo más que un excéntrico hasta que las llegadas nocturnas de Mary comenzaron a interferir en sus importantes observaciones. E incluso después, debemos admitir que hubo una cierta lógica demencial en sus actos.
Había dejado de amar a su mujer algunos años antes, pero se oponía a que se burlara de él. Y Rupert de Vere Courtenay parecía un joven simpático; rescatarlo sería un acto de caridad. Bueno, había una solución muy simple, que se le ocurrió a Edgar en un relámpago literalmente cegador. Y por literalmente quiero decir literalmente, pues fue mientras parpadeaba ante el brillo de los faros de Mary cuando Edgar concibió el único asesinato realmente perfecto que he encontrado. Es extraño cómo factores aparentemente irrelevantes pueden determinar la vida de un hombre; aunque odio decir algo contra la ciencia más antigua y más noble, es innegable que si Edgar no se hubiera convertido en astrónomo no se habría convertido nunca en asesino. Pues su afición le brindó parte de las motivaciones, y casi la totalidad de los medios...
Podía haber construido el espejo que necesitaba —entonces ya era un experto—, pero en este caso la exactitud astronómica era innecesaria, y era más simple recoger un reflector de segunda mano en uno de esos negocios de desechos de guerra, cerca de Leicester Square. El espejo tenía un metro de diámetro, y le llevó solamente unas pocas horas de trabajo armar un pie para sostenerlo y colocar en su foco un arco voltaico tosco pero efectivo. Alinear el rayo de luz fue igualmente fácil, y nadie notó esas actividades, pues tanto su mujer como sus sirvientes daban por seguro que se dedicaba a sus experimentos.
Hizo una breve prueba final una noche oscura y sin nubes, y se instaló a esperar el regreso de Mary. No perdió el tiempo, por supuesto, sino que continuó las observaciones de rutina con un grupo selecto de estrellas.
Alrededor de medianoche todavía no había señales Mary, pero a Edgar no le importó, porque estaba obteniendo series magníficamente consistentes de magnitudes estelares. Todo iba bien, aunque no se detuvo a pensar por qué Mary llegaba tan tarde.
Finalmente vio las luces del coche que vacilaban en horizonte, y algo a regañadientes interrumpió las observaciones. Cuando el coche desapareció detrás de la loma, esperó con la mano en el conmutador. Su cálculo de tiempo fue perfecto: en el instante en que el automóvil dobló la curva y los faros lo deslumbraron, cerró el arco.
Encontrar un auto en la noche ya es desagradable, aun si uno está preparado para ello y viaja por un camino recto. Pero si uno esta doblando una curva, sabe que no viene otro coche, y súbitamente se encuentra mirando directamente a una luz cincuenta veces más poderosa que cualquier faro... Bueno, los resultados son más que desagradables.
Eso era exactamente lo que Edgar había calculado. Apagó el reflector casi inmediatamente, pero las propias luces del coche le mostraron todo lo que quería ver. Miró cómo giraban hacia el valle y luego hacia abajo, cada vez más rápidamente, hasta que desaparecieron tras la cima de la loma. Hubo un resplandor rojo que duró algunos segundos, pero la explosión fue casi inaudible, lo que era mejor, pues Edgar no quería molestar a los sirvientes.
Desarmó el pequeño reflector y volvió al telescopio; no había completado las observaciones. Luego, satisfecho de un buen trabajo nocturno, se fue a la cama.
Su sueño fue profundo pero breve, pues una hora después comenzó a sonar el teléfono. Sin duda alguien había encontrado los restos del accidente, pero Edgar deseó que lo hubieran dejado hasta la mañana, pues un astrónomo necesita todo el sueño posible. Con cierta irritación levantó el teléfono, y pasaron varios segundos hasta que comprendió que su mujer estaba del otro lado de la línea. Lo llamaba desde Courtenay Place, y quería saber qué había pasado con Rupert.
Aparentemente ellos habían decidido reconocer con franqueza todo el asunto, y Rupert (no debilitado por el fuerte licor), había aceptado ser un hombre y darle la noticia a Edgar. Iba a llamar en cuanto hubiera hecho eso y decirle a Mary cómo había reaccionado su marido. Ella había esperado todo lo posible con impaciencia y alarma crecientes hasta que por fin la ansiedad superó a la discreción.
Apenas necesito decir que el golpe al ya desequilibrado sistema nervioso de Edgar fue considerable. Mary, luego de hablar algunos minutos con su marido, comprendió que éste había enloquecido completamente. Recién a la mañana siguiente supo lo de Rupert.
A la larga creo que Mary tuvo bastante suerte. Rupert no era demasiado inteligente, y nunca hubieran hecho una buena pareja. Cuando la locura de Edgar fue debidamente certificada, Mary recibió un poder para disponer del patrimonio, y rápidamente se trasladó a Dartmouth, donde alquiló un piso encantador, cerca del Real Colegio Naval, y rara vez tenía que manejar ella misma el nuevo Bentley.
Pero estoy divagando, concluyó Harry, y antes que alguno de ustedes, escépticos, me pregunte cómo sé esto, lo sé a través del comerciante que compró los telescopios de Edgar cuando lo encerraron. Es triste que nadie creyera su confesión. La opinión generalizada es que Rupert tomó demasiado, y que manejaba a demasiada velocidad por una carretera peligrosa. Eso puede ser cierto, pero prefiero pensar que no. Después de todo esa es una forma aburrida de morir. Ser asesinado por un rayo mortal sería un destino más adecuado para un De Vere Courtenay, y en estas circunstancias no creo que nadie pueda negar que Edgar usó un rayo de la muerte. Fue un rayo, y mató a alguien. ¿Qué más quieren?
Fin