REMINISCENCIAS (Juan José Castillos)
Publicado en
febrero 02, 2014
El hombre sentado en el escritorio se reclinó en su silla y se llevó las manos al rostro. Había tenido una mañana muy ajetreada y por primera vez ese día podía intentar relajarse por unos instantes.
En ese momento sonó el teléfono. “Hola, sí, ¿quien habla? Roberto... Pero, tantos años... ¿Cómo te va? ¿Qué te trae por Montevideo?... Claro, por supuesto, ¿qué te parece hoy a las ocho en mi casa? Bueno, chau, hasta luego”.
Hacía por lo menos veinte años que no veía a Roberto, desde que se había tenido que ir del país. Era uno de los pocos amigos verdaderos que había tenido.
Hay personas que hacen amigos con facilidad, se los ponen y se los sacan como a un saco o un pantalón, de forma rápida y despreocupada, no así Jorge Peralta. Para él un amigo para ser tal tenía que ser como un hermano, alguien a quien afinidades, temperamento, experiencias de vida similares, un particular sentido del humor, lo uniera con fuerza.
Pensándolo bien, sólo había tenido tres amigos en su vida y por distintos motivos, con ninguno había podido continuar la amistad.
El Pancho, antiguo vecino del barrio con quien había crecido como hermanos, habían sido casi inseparables. Con Pancho descubrió a Bach, a Stravinski, a Ingmar Bergman, disfrutó del inolvidable Marat-Sade de Federico Wolf y del Tartufo de Candeau, participaron en incontables pequeñas aventuras, estudiaron juntos, salieron con sus primeras novias, se pescaron su primera -y última- gran borrachera en Atlántida, de todo un poco.
Ahora el Pancho era todo un catedrático universitario, casado, con hijos y poco a poco dejaron de verse. Quizás Jorge le recordaba cosas que habría querido olvidar, confidencias que le había hecho que ahora le resultaban embarazosas, vaya uno a saber...
Después estaba Oscar. Como le molestaba que lo llamaran por su segundo nombre, así lo hacían indefectiblemente, hasta que al final se acostumbró. Oscar era el caso clásico del hijo mimado hasta límites extremos por una madre sobreprotectora. Casi se muere cuando consiguió su primer empleo a la edad de veinticuatro años y vio a la madre entrar el día en que empezaba a trabajar a hablar con su jefe, seguramente a hacer la apología de su adorado hijo.
A causa de esta situación, no era una persona a quien le gustara esforzarse mucho por nada y al poco tiempo sus compañeros de labor empezaron a hacer caricaturas suyas sentado en su puesto de trabajo, durmiendo y con telarañas cubriéndolo completamente.
Pero era un gran tipo, siempre listo a ayudar a sus amigos en lo que pudiera, el cómplice ideal para cualquier cosa que quisieran hacer. Era socialista y cuando empezaron los problemas políticos se tuvo que ir a México, donde todavía está y nunca más supieron de él.
A Roberto lo había conocido en la fábrica Hisisa, a la que ambos habían ingresado al mismo tiempo por pura casualidad. Allí presenciaron desde las oficinas de la administración las duras luchas sindicales y se enteraron por ser parte del 'personal de confianza' de la empresa, como los llamaban para generar una difícil lealtad, de las maniobras patronales para destruir al sindicato obrero, muchas de las cuales les parecieron francamente repugnantes.
No eran los sobornos más o menos encubiertos, las amenazas, los despidos arbitrarios, sino que hasta se contrataron boxeadores profesionales para 'ablandar' a algún dirigente sindical demasiado rebelde o los capataces se acostaban con obreras para sacarles datos de sindicalistas que habían sido sus anteriores amantes ocasionales.
Desde ese palco privilegiado y conociendo todos los pormenores de cada incidente, casi involuntariamente Jorge y Roberto, acicateados por el ardiente idealismo de la juventud, comenzaron a acercarse a los obreros y a asumir su lucha como propia.
A pesar de las afinidades que los unían, los amigos diferían en otras cosas. Roberto era apasionado e impulsivo, alto, rubio, fuerte y bien parecido, su aspecto à la Chuck Norris hacía estragos entre las mujeres que conocía, pero nunca había sido el donjuán que todo habría hecho suponer pues lo ataba de pies y manos una timidez congénita.
Jorge era también alto, morocho, delgado, no tan atractivo físicamente pero dotado de una voluntad de hierro y un espíritu frío que lo llevaba a actuar en todo con cautela, midiend cada posible consecuencia de sus actos.
Ambos amigos, igualmente inteligentes, emprendedores e idealistas, se respetaban y admiraban las virtudes del otro, que probablemente deseaban aunque nunca lo habrían confesado. Hay muchos puntos de contacto entre los sentimientos que unen a dos buenos amigos y los que consolidan la relación de una pareja.
Roberto, a los 26 años estaba casado y tenía ya tres hijas, sus pequeños tesoros, las llamaba. Jorge también tenía un hogar formado y contaba con un hijo de dos años de edad.
Tenían pues mucho que perder ya que sus sueldos eran prácticamente el único ingreso que mantenía a sus familias, pero cuando la cosa se puso fea y la fábrica se paralizó por una larga huelga, los dos amigos se la jugaron con los obreros. Casi simultáneamente decidieron ingresar al Partido Comunista y organizaron el primer sindicato de administrativos en la historia de la empresa.
Todo esto ocurría en mayo de 1973. Un mes después vino la gran hecatombe. Dos semanas de infernales persecuciones después del golpe de estado, donde uno y otro, separados para mayor seguridad, tuvieron que dormir en altillos o garajes que otros con temor y grandes problemas familiares, les brindaban.
Tan bruscamente como había comenzado, el temporal amainó. El sindicato, clandestino en ese entonces, los autorizó a presentarse a trabajar en la esperanza de que fueran aceptados por el empresario, ansioso por reactivar de cualquier manera su fábrica, que a partir de ese momento estuvo bajo la supervisión directa de un oficial del cuartel militar cercano, un tal capitán Laguna.
A Jorge, quien había sabido mantener una imagen tan ambigua como le fue posible, lo tomaron. Roberto no había adoptado precauciones y fue despedido. Al principio, los amigos continuaron viéndose pero poco a poco se fueron distanciando y cuando meses después Roberto tuvo que refugiarse en Suecia para eludir un seguro encierro, los contactos cesaron.
Cuántas memorias acudían ahora a la cabeza de Jorge, estimuladas por ese llamado inesperado que lo llevaba a un pasado difícil pero, en secreto, añorado por representar lo mejor del idealismo y la pureza de su juventud.
Recordó uno de los breves encuentros furtivos, cuando ambos procuraban eludir a la policía, en que le sugirió a Roberto que se cortara la abundante y fácilmente reconocible cabellera rubia. Con sus propias manos y una herrumbrada tijera llevó a cabo la tarea pelando desparejamente a su amigo hasta dejarlo convertido en un pionero del movimiento punk.
“Nunca me lo habrá perdonado”, pensó Jorge sonriendo. Roberto tuvo que usar gorra hasta para dormir por dos meses. Su mujer se agarraba la cabeza cuando lo vio pensando que había estado preso y que se lo habían hecho en un cuartel. Si lo hubieran agarrado, en aquella época de torturas y brutales palizas indiscriminadas, eso no hubiera sido lo peor que la pobre mujer habría tenido que enfrentar.
En 1974 Jorge emigró a Australia, donde le fue muy bien. Las nuevas ideas que había adoptado y que lo obligaron a irse, las siguió teniendo, pero en un país donde eran muy mal vistas y ni siquiera bien comprendidas, optó por ocultarlas y con el tiempo, como una herramienta que no se usa, se fueron desdibujando y perdiendo validez en su mente, bombardeada por otros estímulos más intensos e inmediatos.
El Jorge que volvió a Uruguay en 1985 era otra persona. Los años transcurridos, la constante lucha por sobrevivir en un medio muy competitivo y las nuevas ambiciones que surgieron, fueron moldeando su carácter. Se sentía inmerso en una carrera desaforada por obtener algo, no sabía bien qué, bienes materiales, status, seguridad económica, cosas que a medida que las lograba, ya no lo satisfacían más, como si se le escapara algo cuya naturaleza no podía comprender.
¿Qué le faltaba? Si lo tenía todo. Una familia hermosa y saludable, dinero, una gran casa, dos automóviles, una buena amiga que lo hacía sentir joven y potente como en los viejos tiempos.
¿Para qué tenía que venir Roberto ahora a agitar fantasmas de cosas a las que con gran dificultad había logrado dar cristiana sepultura? Y sin embargo, junto al rechazo de lo que podría cuestionar su presente realidad, Jorge sentía que en esa presencia no deseada de un pasado que ahora le parecía alocado e irresponsable, se hallaba la respuesta a esa duda desgarrante que a veces lo asaltaba, a esa insatisfacción que en el medio de sus triunfos parecía sonreír burlándose de él.
Fin