EL PRINCIPIO DEL FIN (Vonda N. McIntyre)
Publicado en
febrero 09, 2014
Aprendí a imitar el habla de los humanos durante un prolongado cautiverio, pero no a comprender los pensamientos detrás de ella. ¿Cómo puede alguien aprender a comprender las peculiaridades de los que pasan sus vidas buscando tan desesperadamente una independencia? Aunque me han forzado a ser como ellos, todavía no puedo comprender. Tendría que estar loco para desear tal soledad, y aún no estoy loco.
Me han hecho mudo y casi ciego. Me dejaron los ojos, pero los ojos son menos que inútiles en este mar frío, oscuro y bravío. Todavía puedo saborear y oler. Muchas partículas diferentes flotan entre los suaves gustos salados que rodean la evolución: finas diatomeas, brillantes chispas de crustáceos comestibles (tan bienvenidos después de muchas estaciones oscurecidas por trozos desmenuzados de carne de pez cortante a causa del hielo), el tinte amargo del agua que se filtra de la tierra de los humanos (en el mar, los grandes cantan canciones apagadas que hablan de océanos sin contaminar, pero los grandes están muriendo, asesinados; sus canciones morirán con ellos y nadie recordará el gusto del mar limpio), y el sedimento arenoso que el agua arrastra hacia mí desde un amplio río hinchado por la lluvia. El sedimento es lo que ciega mi vista. Los hombres han enmudecido mi voz para que no pueda pedir ayuda, y así casi me han ensordecido.
Ya no puedo cantar frente a las mareas. Los hombres me ataron una máquina que emite un chirrido horrible. Aunque el sonido metálico se mezcla y se funde erráticamente con el estrépito que llena el océano, es suficiente para la navegación (ellos verificaron esto cuidadosamente). Pero la belleza se ha ido de mi hogar. Hasta las piedras son opacas.
Atravieso la superficie para respirar. Está oscuro, y el agua chispea a la luz de la luna. Me demoro para mirar alrededor, porque ha pasado mucho tiempo desde que vi el océano o el cielo. Descanso con mi dorso y ojos por encima del agua cálida y acariciante. Pero pronto los hombres se dan cuenta de que me he detenido, y emiten una señal que me obliga a proseguir. No puedo soportar la señal. Ni siquiera tengo la satisfacción de intentar la imposibilidad de superar el dolor. No hay dolor, sólo compulsión tan ineludible como las paredes de vidrio y cemento que me mantienen prisionero.
Cuando estaba a punto de volverme loco por culpa de la soledad, soñé que me liberaban y salía para nadar en el amplio y dulce océano. Mi pareja llegaba con nuestra gente, y cantábamos y saltábamos y copulábamos y nos regocijábamos por mi libertad. Pero no puedo gritar, no puedo cantar. No hay libertad ni regocijo.
Y mi pareja nunca me encontrará, sino que aguardará y buscará en vano cerca de la estructura humana donde me aprisionaron. Nadie podría saber que los hombres pusieron cosas húmedas y malolientes a mi alrededor (creo que trataban de cubrir mi piel como cubren la de ellos), que me metieron en una caja y que colocaron la caja en una de sus criaturas metálicas. (Los humanos tienen una necesidad terrible de poner cosas dentro de cosas, de superar lo azaroso de la vida. La gente no es tan tonta como para esto.) La criatura metálica se elevó por los aires y me llevó del Océano Medio al Océano Amplio, y ahí es donde estoy ahora, nadando tras la huella del sol para llegar a la Tierra del Ocaso. Y cuando llegue, moriré.
Mi cuerpo ha dejado de dolerse por culpa de la forma en que los hombres lo cortaron. Estoy curado, pero aún noto la cicatriz. La pesada carga metálica en mi interior turba mi equilibrio. Ellos no comprenden lo mucho que duele que yo no pueda jugar más. No puedo cantar, no puedo saltar. Los hombres no deben tener artes de ninguna clase.
Oigo los pulsos tenues del canto de una ballena, casi borrados por los ásperos chillidos y parloteos de las máquinas acuáticas humanas. Ese canto es apagado y distorsionado; quizás ha recorrido medio Océano Amplio. Es inútil como información, pero es una ilusión como compañía. En las horas inmediatamente siguientes, siempre que la discordancia se vuelva demasiado penosa o el simple sonido de mis dispositivos de navegación me canse hasta la distracción, podré buscar y encontrar los tonos bajos y prolongados del canto del grande. En otros tiempos ese canto solía narrar historias de medio mundo.
Ahora, cuando los grandes no cantan sobre el gusto del mar, cantan sobre sus sonidos. Hace cien años una canción cantada a medianoche llegaba a un lugar a plena luz del día, claro que después de tanto viajar el destino estaba en la oscuridad y la fuente en el día. Los sonidos naturales del mar no eran impedimento para las canciones, que resbalaban entre coros de gruñidos y burbujas, chapoteos y gritos, hasta la charla de los pequeños, mi propia raza. Las ballenas nunca dejaban de estar comunicadas unas con otras, cualquiera fuese el tiempo que llevaran separadas. Ahora están solitarias, criaturas aisladas que no pueden aprender el miedo.
Nado, nado. La señal de los hombres no me permitirá reposo. Hay un programa. Los programas son para hombres y máquinas, no para gente. Pero ahora soy una máquina, o poco más. ¿Qué otra cosa es una máquina sino una criatura sin voluntad?
La máquina de mi interior es fría.
Si lograra encontrar a mi gente podría pedirle —incluso mudo, podría hablarles con la vista y el movimiento— que me detuvieran. Quizá si me sujetaran el tiempo suficiente los humanos me abandonarían.
Tal vez, de todos modos tendría que morir... Pero los hombres me matarán con la máquina cuando llegue al final de mi trayecto. Nada les impedirá destruirme si no puedo completar la misión. Destruirme sería más seguro para los hombres, que pensarían que yo podría ser capturado por sus enemigos. Si mi raza me detuviera y la máquina explotara, yo no sería el único en morir. De manera que he de dejar de esperar confiado que alguien me encuentre y me ayude.
Oigo el refunfuño grave de una orca, un sonido que es casi la única cosa que tememos. Pero la orca no está buscando, simplemente holgazanea en el mar de medianoche. Seguramente sabe que estoy aquí, pero no tiene hambre ahora. Los hombres la llaman ballena asesina, pero esa especie no tiene gusto alguno por la carne humana, sólo por los pequeños.
No deseo hacer la voluntad de los hombres. Si la pérdida fuera solamente mi vida podría aceptarla, creo, siempre que existiera alguna razón comprensible para mí. Pero el fin de mi vida será una señal para que los hombres empiecen a matarse unos a otros. Ya no se matan unos a otros únicamente. Esta vez, cuando empiecen la matanza, el propio mundo estará incluido en ella.
Han estado practicando la destrucción en pequeñas islas meridionales. Cuando acaben de practicar enviarán sus máquinas a estallar en la tierra igual que tormentas, y su polvo se diseminará sobre tierra y mar por igual, envenenando todo. Los que muramos con rapidez seremos los afortunados.
Si pudiera cantar, provocaría a la orca y ella me mataría. Pero no puedo llamar su atención y los hombres no me permitirán desviarme de mi camino tanto como para importunarla, mordisquear sus costados, provocarla hasta la furia.
La orden de los hombres me urge a seguir. Me cansaré con más prontitud que antes de estar aprisionado, pero aún no he llegado a mis límites. La luna desaparece detrás de una nube y el mar se vuelve negro y brillante a trozos. La luz de la luna daba excesiva fuerza al destello del plancton luminiscente, pero en la oscuridad ondea en rayas relucientes en el agua. Paso bajo el plancton, nado hacia arriba y salto entre las algas.
Lanzo gotas de resplandeciente rocío en todas direcciones. Desciendo postrado, con torpeza. He olvidado de nuevo mí estabilidad.
Me pregunto si habrá otros como yo, nadando hacia los enemigos humanos de los hombres, intentando imaginar el ansia de matar a un miembro de la misma especie que uno. ¿O soy el único dirigido por el mar sin sol? ¿Tengo yo la solitaria tarea de iniciar la destrucción?
Si hay otros, todos tenemos temores similares. Me pregunto si alguno de nosotros será tan inteligente o afortunado como para descubrir un medio de pararse.
Las nubes que cubrían la luna son gruesas y ominosas. Veo el esparcimiento de lluvia a lo largo de las lisas ondulaciones del océano. Ahora la lluvia cae sobre mí, y aminoro la marcha tanto como me atrevo. Me encanta flotar justo por debajo de la superficie y notar las gotas de lluvia en mi dorso.
Agua dulce y agua salada se mezclan en un delicioso dibujo de texturas sobre mi piel. Pero el efecto sólo ocurre cuando permanezco quieto. La señal me fuerza a continuar; los dibujos desaparecen. Sólo siento el agua del mar que acaricia mis costados y dorso mientras sigo nadando.
Un latido sordo se hace más alto. Es el sonido de los motores de un barco, casi en mi camino. Al principio no puedo verlo, pero finalmente sus luces aparecen en el horizonte al impulsarme hacia él. ¿Podrá ser mi destino? Creí que me enviaban a un puerto, por eso confiaba en unas horas de vida más.
Ahora puedo ver el barco claramente. Es un barco pesquero.
Quizá me haga detener. La forma de cazar peces de los humanos es encontrar un lugar donde la gente se está alimentando, y apiñarnos en sus redes. El pez huye ante nosotros. Somos una señal conveniente, muy útil para los humanos, pero cuando las redes se cierran no hay forma de escapar. Somos capturados y nos ahogamos. Muchos de los nuestros han sido asesinados de este modo; los hombres matan a nuestros jóvenes, que por su inexperiencia quedan vulnerables al pánico. Las redes ofrecen una muerte cruel.
Nado recto hacia la jábega, permaneciendo cerca de la superficie. Si las redes están fuera, son invisibles a esta distancia; el productor de sonido de los hombres no formará una imagen suficientemente sensible como para mostrármelas.
¡Qué extraño pensar que los hombres evitarán que yo ejecute la tarea que me han encargado otros hombres...!
Puedo oler y gustar el casco de frío metal y el petróleo y el metal caliente de hélices y motores. Y ahora incluso puedo oír la sombría cortina de redes pesqueras, extendidas como enormes alas, barriendo el mar conforme se acercan. Las he evitado tantas veces antes...
Dentro de unos instantes mi vida acabará. Mi gente tal vez esté segura durante breve tiempo después de mi muerte... Pero deseo vivir. Debo renunciar a mi vida, pero no lo haré felizmente, ni siquiera con bravura. Las redes se cerrarán a mi alrededor y el pánico con ellas, y me revolveré y lucharé y gritaré en silencio mientras las cuerdas y cables penetran en mí.
Las redes están justo ante mí. Las toco, y la dura malla araña mi piel.
De repente mi cuerpo se retuerce para apartarse, girando con gran celeridad, en contorsiones por la señal. Me sumerjo y doy la vuelta de mala gana, rodeando el barco y redes pesqueras, y huyo.
¿Cómo pueden saber los hombres tantas cosas sobre lo que está pasando tan lejos en el océano? ¿Pueden saber dónde están todos los barcos, y dónde nadan todas las criaturas?
Avanzo con potentes coletazos involuntarios, asustado al darme cuenta del estrechísimo control que los hombres tienen sobre mí, aliviado sin embargo por tener todavía unos minutos más.
Pero no me queda alegría. Los hombres me han hecho un terrible obsequio que será pagado con las vidas de gente. Incluso si los hombres no empezaran a matarse unos a otros y a matar a otros por culpa de mis actos, si acabo esta tarea todos los respiradores de aire del mar quedarán bajo mayor sospecha. Las máquinas submarinas ya nos matan si nos acercamos demasiado. Hemos aprendido a esquivarlas, pero no podemos esquivar todas las máquinas humanas. Las hay en exceso, y nuestros alocados jóvenes hacen la corte al placer y la muerte que cabalgan en las ondas de proa de esas máquinas.
El sabor de tierra se hace más fuerte ahora, y el agua es mucho más somera. Los sonidos metálicos que me guían reverberan ruidosamente, con rapidez. El agua está espesa con los desechos de los humanos y sus criaturas. La gente ya no visita esta bahía.
Impulsado a proseguir, todo mi cuerpo se estremece de fatiga y miedo. Apenas soy una presencia dentro de mi cuerpo, capaz de guiarme en torno a las peores islas de basura y veneno, pero poco más. Si pudiera cerrar mi oído como puedo cerrar mis ojos, y no saber nada más hasta el fin...
Soy la única criatura viviente en un mundo desierto.
Al dar la vuelta a una punta de tierra, el grito y el gemido de maquinaria me anega, una onda sónica opuesta a las olas del mar. Estoy nadando en un puerto lleno de barcos y otras cosas importantes para los hombres. Salgo a la superficie, respiro el aire cargado, presto atención a los sonidos que el aire transporta.
Las luces son brillantes delante de mí.
Vuelvo a zambullirme. Esa es otra compulsión que los hombres han metido en mí: permanecer bajo la superficie tanto como sea posible. Me habrían dado agallas si hubieran podido.
Este laberinto de formas y ecos no es un lugar adonde vendría la gente por su propia voluntad, aunque con mi voz yo no estaría tan confundido. Todas las notas me indicarían algo nuevo sobre mis alrededores.
Una figura viene hacia mí.
Estos hombres me han descubierto. Comprenden que soy una criatura de otros hombres, y están lanzando un arma para matarme. Ondeo hacia adelante, intentando dejarla atrás.
De pronto dejo de huir. Esto es lo que buscaba: la muerte por algún otro medio que el plan de los hombres que me capturaron. La figura se acerca más y nado tan lentamente como puedo. No quiero morir.
La figura no se mueve como una máquina.
Y ahora la veo, a través de la oscuridad y lobreguez. No es ningún arma humana.
Si estuviera libre jamás podría nadar con tanta calma, aguardando al tiburón. Sus antepasados masacraron a los míos cuando la gente decidió volver al mar. Por nuestra parte aprendimos a matar a las únicas criaturas que hemos odiado jamás.
Son preferibles la ballena asesina, las redes, las armas de los hombres. Ahora puedo oler a la fría bestia. Se retorcerá alocada al primer paladeo de mi sangre. Me matará como cualquier cosa que su cerebro minúsculo entienda por placer, porque sabe que mi gente es su único desafío en el mar. Excepto los hombres. Y no hay defensa contra los hombres para gente o tiburones.
El tiburón me detendrá, pero yo no puedo evitar que los hombres se maten entre ellos. Cuando se hayan suicidado, cuando sus venenos hayan asesinado a toda la gente, el tiburón persistirá, como ha persistido durante millones de años, como persistirá hasta el fin del mundo. Esto es el principio del fin.
Fin