EL SUEÑO DE HIERRO (Normand Spinrad)
Publicado en
febrero 09, 2014
Este libro ha sido dedicado a BRIAN KIRBY
que no nos permite apartar los ojos.
Adolf Hitler nos transportará a una Tierra del futuro, donde solamente FERIC JAGGAR y su arma poderosa, el Cetro de Acero, se alza entre los restos de la auténtica humanidad y las hordas de mutantes descerebrados a quienes los perversos dominantes controlan por completo.
Los aficionados del mundo entero admiten que «El Señor de la Svástica» es la más ágil y popular de las obras de ciencia ficción de Adolf Hitler; en 1954 recibió justamente el Premio Hugo a la mejor novela del género. Agotada durante mucho tiempo, ahora puede obtenérsela otra vez en esta nueva edición, con un comentario de Homer Whipple, de la Universidad de Nueva York. Compruebe personalmente por qué tantos lectores han acudido a las páginas de esta novela, como un rayo de esperanza en tiempos tan sombríos y terribles como los nuestros.
Acerca del Autor
Adolf Hitler nació en Austria el 20 de abril de 1889. En su juventud emigró a Alemania y sirvió en el Ejército Alemán durante la Gran Guerra. Luego intervino durante un breve período en actividades políticas extremistas en Múnich, antes de emigrar finalmente a Nueva York en 1919. Mientras aprendía inglés, consiguió ganarse precariamente la vida como artista de bulevar y traductor ocasional en Greenwich Village, el barrio bohemio de Nueva York. Después de varios años, comenzó a trabajar como ilustrador de revistas e historietas. En 1930 publicó su primera ilustración en la revista de ciencia ficción titulada Amazing. Hacia 1932 ilustraba regularmente las revistas del género, y hacia 1935 ya sabía bastante inglés como para iniciarse como autor de ciencia ficción. Consagró el resto de su vida a la composición literaria en este género, y también fue ilustrador y editor de una revista de aficionados. Aunque los lectores lo conocen más bien por sus novelas y sus cuentos, Hitler fue un ilustrador popular durante la Edad de Oro de la década de 1930, editó varias antologías, escribió interesantes críticas y durante casi diez años publicó una revista popular, llamada Storm.
En 1955 se le otorgó un premio Hugo póstumo en la Convención Mundial de Ciencia Ficción de 1955 por «El Señor dela Svástica», que terminó poco antes de morir en 1953. Durante muchos años había sido una figura conocida en las convenciones del género, y era muy popular en su condición de narrador ingenioso y entusiasta. Desde la publicación del libro, los atuendos coloridos que creó en «El Señor de la Svástica» fueron temas favoritos en las convenciones anuales del género. Hitler falleció en 1953, pero los relatos y las novelas que dejó escritas son un verdadero legado para todos los entusiastas de la ciencia ficción.
Adolf Hitler
EL SEÑOR DE LA SVÁSTIKA
una novela de ciencia ficción
1
Con un sonoro chirrido de metal fatigado y un chorro siseante de vapor, el vehículo de Gormond se detuvo en el patio mugriento de la estación de Pormi, retrasado apenas tres horas; un rendimiento muy respetable, de acuerdo con las normas borgravianas. Del vehículo de vapor descendió atropellándose un variado surtido de criaturas aproximadamente humanoides, que exhibían la acostumbrada diversidad borgraviana de colores de piel, partes del cuerpo y modos de hablar. En las prendas toscas y en general deshilachadas que les cubrían los cuerpos había restos de alimentos, como resultado del picnic casi permanente que estos mutantes habían celebrado durante el viaje de doce horas. Un olor agrio y rancio se desprendió de la turba de abigarrados especímenes mientras iban por el patio lodoso hacia el desnudo edificio de cemento: la estación terminal.
Por último, de la cabina del vehículo emergió una figura de sorprendente e inesperada nobleza: un verdadero humano, alto y vigoroso, en la flor de la virilidad. Tenía los cabellos pajizos, la piel blanca, y los ojos azules y brillantes. La musculatura, la estructura del esqueleto y el porte eran perfectos, y la ajustada túnica azul estaba limpia y en buenas condiciones.
Feric Jaggar parecía, en todos los detalles, el humano genotípicamente puro que de hecho era. Por este motivo, precisamente, había podido soportar el tan prolongado y estrecho encierro con la hez de Borgravia; los casi hombres no podían dejar de advertir la pureza genética de Feric. La presencia de un verdadero hombre ponía en su lugar a los mutantes y los mestizos, y en general allí se quedaban.
Feric llevaba sus posesiones terrenales en una maleta de cuero, que transportaba con facilidad; de modo que pudo eludir la sórdida terminal y pasar directamente a la avenida Ulm, que atravesaba la sucia y pequeña localidad fronteriza y por el camino más corto posible desembocaba en el puente sobre el Ulm, Hoy al fin volvería la espalda a las conejeras borgravianas, y reclamaría sus derechos como helder y humano genotípicamente puro, heredero de un linaje inmaculado que se remontaba a doce generaciones.
El corazón colmado de imágenes de la meta que se había propuesto, concreta y espiritualmente, Ferie casi logró ignorar el sórdido espectáculo que se le metía por los ojos, los oídos y la nariz mientras recorría el bulevar de tierra, rumbo al río. La avenida Ulm era poco más que una zanja de lodo entre dos filas de cabañas toscas, la mayoría construida con madera mal cepillada, ramas y chapas de acero oxidado. Aun así, esta calle tan poco atractiva era aparentemente el orgullo y la alegría de los habitantes de Pormi, pues en el frente de estos sucios edificios había toda suerte de letreros llamativos e ilustraciones chillonas anunciando las mercaderías que podían encontrarse en las tiendas: producción local, casi toda, o artefactos desechados por la civilización superior del otro lado del Ulm. Más aun, muchos tenderos habían levantado puestos en la calle, y allí exhibían frutas que parecían podridas, verduras sucias y carnes con manchas de moscas; voceaban estas mercancías a voz en cuello, en beneficio de las criaturas que pululaban por la calle, y que a su vez contribuían al estrépito con chillidos, bromas y burlas.
El hedor rancio, el vocerío áspero y la atmósfera en general repugnante recordó a Ferie el barrio de la plaza mayor del mercado, en Gormond, la capital borgraviana, el lugar donde el destino lo había confinado durante tanto tiempo. En los primeros años habían evitado que frecuentara el ambiente del barrio nativo, y luego, ya muchacho, se había mantenido siempre aparte, con no pocos gastos, eludiendo todo lo posible esos lugares.
Por supuesto, no había podido evitar ver los distintos tipos de mutantes que pululaban en todos los recovecos y rincones de Gormond, y el caudal genético de Pormi aparentemente no había degenerado menos que el de la capital borgraviana. La piel de la chusma que atestaba las calles de Gormond era una absurda combinación de mutaciones mestizadas. Los pieles azules, los hombres lagartos, los arlequines y los caras de sangre eran lo de menos; en todo caso, de esas criaturas podía decirse que se mantenían fíeles a su propia especie. Pero había toda clase de mezclas: las escamas de un hombre lagarto parecían teñidas de azul o púrpura en vez de verde; un piel azul podía tener motas de arlequín; y en la cara averrugada de un hombre sapo alcanzaba a verse un leve matiz de rojo.
En general, las mutaciones más groseras eran también las más definidas, aunque sólo fuese porque casi ningún feto sobrevivía a dos catástrofes genéticas de ese tipo. Muchos de los tenderos de Pormi eran enanos de diferentes clases —jorobados, de ásperos cabellos oscuros, cabeza de huevo, y mutaciones secundarías de la piel— e incapaces de sobrellevar trabajos fatigosos. En una localidad pequeña como ésta, los mutantes más extraños se destacaban menos que en las llamadas metrópolis borgravianas. Aun así, mientras Feric se abría paso a codazos entre las turbas malolientes, vio a tres cabezas de huevo (los desnudos cráneos quitinosos tenían un brillo rojizo a la luz tibia del sol) y chocó contra un cara de loro. La criatura se volvió bruscamente, y durante un momento abrió y cerró indignada el gran pico óseo, hasta que advirtió ante quién se encontraba.
Enseguida, por supuesto, el cara de loro bajó la mirada lacrimosa, dejó de mover los dientes obscenamente mutados, y murmuró con humildad:
—Perdóneme, hombre verdadero.
Por su parte, Feric no prestó atención a la criatura, y continuó avanzando a paso rápido por la calle, mirando decidido hacia delante.
Pero pocos metros después una impresión ya familiar cruzó flotando la mente de Feric y lo impulsó a detenerse. Una larga experiencia le había enseñado que esta aura psíquica indicaba la presencia de un dominante en la zona. Y en efecto, cuando Feric examinó la hilera de chozas de la derecha, pudo comprobar la proximidad de un dom, aunque el sistema de dominio no era por cierto demasiado sutil.
Sobre la calle había cinco puestos alineados, presididos por tres enanos: un mestizo de piel azul, un hombre sapo de piel azul verrugosa, y un hombre lagarto. Todas estas criaturas exhibían la expresión alicaída y la mirada apagada típicas de los mutantes capturados desde hacía mucho en un sistema de dominio. En los puestos había carne, frutas y verduras, todo en un lamentable estado de descomposición, aun de acuerdo con las normas borgravianas. Y, sin embargo, hordas de mestizos y mutantes se apiñaban alrededor de estos puestos, abarrotándose de los artículos pútridos a precios exorbitantes, sin la más mínima vacilación.
Sólo la presencia de un dominante en la vecindad podía explicar esa conducta. Gormond estaba completamente infestada de monstruos, que por supuesto preferían las ciudades grandes, donde abundaban las víctimas. Si se habían instalado en un villorrio sin importancia, la conclusión era obvia para Ferie: Borgravia estaba dominada por Zind aún más de lo que él había imaginado.
Tuvo el impulso de detenerse, identificar al dom, y retorcerle el pescuezo; pero lo pensó un momento y comprendió que la liberación de unos pocos mutantes deformes e inútiles, sometidos a un sistema de dominio, no alcanzaba a justificar que demorase un instante más el regreso esperado, la salida del sumidero de Borgravia. De modo que continuó su camino.
Al fin, la calle se angostó y pasó a ser un sendero que atravesaba un repulsivo bosquecillo de pinos achaparrados, con agujas purpúreas y troncos retorcidos cubiertos de pústulas. Aunque no podía llamárselo un paisaje agradable, era en todo caso un alivio oportuno luego del hedor ruidoso de la aldea. Poco más adelante, el sendero se desvió ligeramente hacia el norte, bordeando la orilla meridional del río Ulm.
Aquí, Feric se detuvo para mirar hacia el norte, más allá de las aguas anchas y serenas del río que señalaban la frontera entre la peste de Borgravia y la Alta República de Heldon. Del otro lado del Ulm, los robles majestuosos, genéticamente puros de la Selva Esmeralda, se extendían en hileras hacia la orilla norte del río. A los ojos de Feric, estos árboles inmaculados, que crecían en la tierra negra, fecunda e incontaminada de Heldon, simbolizaban la posición de la Alta República en un mundo mestizado y degenerado. Así como la Selva Esmeralda era un bosque de árboles genéticamente puros, también Heldon era un bosque de hombres genéticamente puros, que se alzaban como una valla contra las monstruosidades minadas del basural genético que rodeaba a la Alta República.
Cuando avanzó por el sendero pudo ver el puente del Ulm, un elegante arco de piedra tallada y acero inoxidable aceitado, obviamente producto de la superior artesanía helder. Feric apresuró el paso, y pronto comprobó con satisfacción que Heldon había obligado a los deformes borgravianos a aceptar la humillación de una fortaleza aduanera helder en el extremo borgraviano del puente. La construcción había sido pintada con los colores de Heldon —negro, rojo y blanco—, en lugar de una bandera; pero, reflexionó Feric, de todos modos proclamaba orgullosamente que no se permitiría que ningún semihombre contaminara ni un centímetro de suelo humano puro. Mientras Heldon se mantuviese genéticamente pura y aplicase rigurosamente las leyes de pureza racial, habría esperanza de que la tierra volviese a ser más adelante propiedad exclusiva de la auténtica raza humana.
Varios senderos que venían de distintas direcciones convergían en la fortaleza aduanera, y por extraño que pareciese, una lamentable colección de mestizos y mutantes formaba cola frente al portón público, vigilada por dos guardias aduaneros meramente ceremoniales, armados sólo con garrotes comunes de acero. Una situación por cierto peculiar, pues la mayoría de estas criaturas no tenían la más mínima esperanza de pasar un examen superficial, aunque los aduaneros fueran ciegos retardados. Un evidente hombre lagarto estaba detrás de una criatura que tenía una articulación suplementaria en las piernas. Había pieles azules y enanos jorobados, un cabeza de huevo, y mestizos de toda clase; en resumen, un muestrario típico de la ciudadanía borgraviana. ¿Qué inducía a estos pobres diablos a suponer que se los autorizaría a cruzar el puente y entrar en Heldon? Feric se lo preguntó mientras se ponía en la fila, detrás de un borgraviano vestido sencillamente, y que no mostraba ningún defecto genético visible.
Por su parte, Feric estaba más que preparado para el examen genético completo por el que tendría que pasar antes que se certificase su condición de humano puro, y se lo admitiese en la Alta República; aprobaba calurosamente la severidad de la prueba y la aceptaba de buen grado. Aunque su linaje inmaculado prácticamente le garantizaba la certificación, con no poco esfuerzo y bastantes gastos él mismo había verificado de antemano su propia pureza genética, al menos en la medida en que esto era posible en un país habitado principalmente por mutantes y mestizos de humanos y mutantes, donde sin duda los propios analistas genéticos estaban completamente contaminados. Si los dos progenitores de Feric no hubiesen tenido certificados, si el linaje familiar no se hubiese conservado sin mácula durante diez generaciones, si a él mismo no lo hubieran concebido en la propia Heldon, pese a que había tenido que nacer en Borgravia porque desterraron al padre a causa de supuestos crímenes de guerra, no se habría atrevido nunca a solicitar que lo admitieran en la patria espiritual y racial que jamás había visto. Aunque se lo reconocía instantáneamente como a un hombre verdadero, en cualquier lugar de Borgravia, y pese a que se había verificado su condición de tal aplicando lo que pasaba por ciencia genética en ese Estado de mestizos, deseaba vivamente que llegase el momento de la única confirmación de pureza genética que realmente importaba: que lo aceptaran como ciudadano en la Alta República de Heldon, único bastión del auténtico genotipo del hombre.
Pero, ¿por qué ese material tan visiblemente contaminado intentaba pasar la aduana de Heldon? El borgraviano que estaba delante era un ejemplo apropiado. Sin duda, la apariencia de pureza genética de la criatura sólo tenía un defecto: un acre olor químico exudado por la piel; pero esa evidente aberración somática era indicio claro de un material genético completamente contaminado. El analista genético helder lo identificaría en un instante, sin necesidad de ningún instrumento. El Tratado de Karmak había obligado a Heldon a abrir las fronteras, pero sólo a los humanos que pudiesen obtener un certificado. Quizá la respuesta era sencillamente el deseo patético, incluso del mestizo genéticamente más degenerado, de obtener que se lo aceptase en la fraternidad de los verdaderos hombres, un deseo a veces tan intenso que desbordaba los cauces de la razón o de la verdad reflejada en el espejo.
En todo caso, la fila avanzaba con bastante rapidez, y desaparecía en el interior de la fortaleza aduanera; seguramente dentro se encaminaba y rechazaba más que deprisa a la mayoría de los borgravianos. No transcurrió mucho tiempo antes que Feric pasara entre los guardias del portal, pisando por primera vez en su vida lo que en cierto sentido podía considerarse suelo helder.
El interior de la fortaleza aduanera era inequívocamente helder, en profundo contraste con todo lo que se extendía al sur del Ulm, donde circunstancias infortunadas habían confinado a Feric hasta la edad adulta. El suelo de la amplia antecámara era de elegantes baldosas rojas, negras y blancas, y estos mismos colores embellecían las paredes de roble lustrado. La cámara estaba iluminada por poderosos globos eléctricos. ¡Qué distinto de los interiores de cemento mal terminados y las velas de sebo del típico edificio público borgraviano!
A pocos metros del portal, un guardia aduanero helder que vestía un uniforme gris un tanto descuidado, con los botones de bronce sin lustrar, dividía la fila en dos grupos. Los mutantes y los mestizos más evidentes atravesaban el salón y pasaban por una puerta en la pared del fondo. Feric aprobó entusiasmado; no tenía sentido malgastar el tiempo de un analista genético con lamentables cuasi humanos. Un guardia aduanero común hubiera podido eliminarlos sin más trámite. Los pocos esperanzados a los que el guardia encaminó hacia la puerta más cercana, incluían varios casos muy dudosos, por ejemplo el borgraviano maloliente que precedía a Feric; aunque nada parecido a un piel azul o un cara de loro.
Pero mientras se aproximaba al guardia, Feric observó algo extraño e inquietante. El guardia parecía acoger a muchos de los mutantes a los que llevaba hacia el grupo de los rechazados, con una cierta familiaridad; más aún, los propios borgravianos actuaban como si conociesen bien el sistema, y ni siquiera protestaban porque se los excluyese, y no mostraban casi ninguna emoción. ¿Acaso estas pobres criaturas tenían una inteligencia tan inferior a la del genotipo humano que se olvidaban de todo de un día para otro, y retornaban aquí ritualmente? Feric había oído decir que esa conducta no era desconocida en los auténticos albañales genéticos de Cressia y Arbona, pero jamás había observado nada parecido en Borgravia, donde el caudal genético se enriquecía constantemente con los nativos exiliados de Heldon, que no podían obtener la certificación de humanos verdaderos, pero que en todo caso estaban bastante cerca del tipo, y por lo tanto elevaban el nivel del caudal genético borgraviano muy por encima de lo que se veía en lugares como Arbona o Zind.
Cuando Feric llegó a la cabeza de la fila, el guardia aduanero le habló en tono neutro, casi aburrido:
—Pase, ciudadano, ¿o candidato a ciudadano?
—Candidato a ciudadano —replicó tersamente Feric. ¡Sin duda, el único pase concebible para entrar en Heldon era un certificado oficial de pureza genética! Uno ya tenía la ciudadanía helder o solicitaba el certificado, y en ese caso se le declaraba puro, o se le prohibía que entrara en Heldon. ¿Qué significaba esa absurda tercera categoría?
El guardia indicó a Feric la fila más pequeña con un flojo movimiento de cabeza. En todo esto, en el tono general de la operación había algo que inquietó profundamente a Feric; un error que parecía flotar en el aire, cierta pasividad, una clara falta de ese brío y esa energía tradicionales en los habitantes de Heldon. ¿Acaso esta vida solitaria en el lado borgraviano del Ulm había deteriorado sutilmente el espíritu y la voluntad de estos helder genéticamente robustos?
Absorto en estas cavilaciones un tanto sombrías, Feric siguió a los otros y entró en una habitación larga y estrecha; las paredes de paneles de pino estaban adornadas artísticamente con bandas de madera tallada que representaban escenas típicas de la Selva Esmeralda. Un mostrador de piedra negra, brillantemente lustrada y con aplicaciones de acero inoxidable, corría de un extremo a otro del cuarto; detrás se alineaban los cuatro funcionarios helder. Estos individuos parecían excelentes ejemplares de la humanidad verdadera, pero llevaban con cierto descuido el uniforme, y no tenían la firme apostura que corresponde a un soldado. Más parecían empleados de una oficina de correos que tropas aduaneras al cuidado de una ciudadela de la pureza genética.
La inquietud de Feric se acentuó cuando el borgraviano hediondo que estaba delante concluyó su breve entrevista con el primero de los funcionarios, se limpió la tinta dactiloscópica de las manos con un trapo bastante sucio, y siguió caminando en busca del siguiente funcionario. En el extremo más alejado de la larga habitación, Feric alcanzó a ver la entrada al propio puente, donde un guardia armado con un garrote y una pistola miraba pasar una colección sumamente dudosa de desechos genéticos, destinada a ingresar en Heldon. De hecho, toda la operación se llevaba a cabo con un aire absurdamente superficial.
El primer oficial helder era joven, rubio, y un magnífico ejemplo del auténtico genotipo humano; más aún, aunque Feric advirtió un dejo de laxitud en la apostura del joven, el uniforme parecía mejor cortado que en casi todos los otros; también estaba recién planchado, y los botones de bronce tenían un cierto lustre, aunque no podía decirse que relucieran. Frente a él, sobre el brillante mostrador negro había una pila de formularios, una lapicera, un secante, un trapo sucio y una almohadilla entintada.
El oficial miró a los ojos a Feric, pero la masculinidad de esta mirada no era muy convincente. — ¿Tiene un certificado de pureza genética emitido por la Alta República de Heldon? —preguntó con expresión formal.
—Vengo a solicitar el certificado y el ingreso en la Alta República como ciudadano y hombre verdadero —replicó Feric con dignidad, esperando estar a la altura de las circunstancias.
—Bien —murmuró tímidamente el oficial, extendiendo la mano hacia la lapicera y el formulario que remataba la pila, y apartando los ojos azules—. Ante todo, las formalidades. ¿Nombre?
—Feric Jaggar —respondió orgullosamente Feric, con la esperanza de ver en el otro un signo de reconocimiento. Pues si bien Heermank Jaggar no había sido más que un suboficial de gabinete en la época de la paz de Karmak, era probable que en la madre patria algunos reverenciaran aún los nombres de los mártires de Karmak. Pero el guardia no reconoció el honor implícito en el linaje de Feric, y escribió el nombre en el formulario con una mano indiferente, e incluso un tanto imprecisa.
— ¿Lugar de nacimiento?
—Gormond, Borgravia.
— ¿Ciudadanía actual?
Feric pestañeó molesto, pues se veía obligado a reconocer que técnicamente tenía la nacionalidad borgraviana. Sin embargo, se sintió obligado a decir:
—Mis padres eran helder nativos, tenían los certificados, y eran humanos puros. Y mi padre fue Heermank Jaggar, que se desempeñó como subsecretario de evaluación genética durante la Gran Guerra.
—Sin duda usted comprende que ni siquiera el linaje más ilustre autoriza a otorgar el certificado de hombre verdadero, ni siquiera a un helder nativo.
Feric enrojeció.
—Sólo deseo destacar que mi padre fue un exiliado, no por contaminación genética, sino por los servicios prestados a Heldon. Como otros muchos buenos helder, fue víctima del repugnante Tratado de Karmak.
—Eso no es asunto mío —replicó el oficial, mientras entintaba los dedos de Feric y apretaba las yemas en los casilleros correspondientes del formulario—. No me interesa mucho la política.
— ¡La pureza genética es la política de la supervivencia humana! —barbotó Feric.
—Supongo que sí —murmuró con voz neutra el oficial, dándole el odioso trapo entintado, contaminado por los dedos del mestizo que había pasado antes, y sólo el destino sabía por cuántos más antes que él. Feric se limpió ansiosamente la tinta de los dedos, lo mejor que pudo, con una pequeña esquina limpia del trapo, mientras el joven oficial entregaba el formulario al helder que estaba a la derecha.
Este oficial era un hombre de más edad, con los cabellos grises bien cortados y un bigote encerado que le daba una cierta dignidad; sin duda había sido una figura impresionante en su juventud. Ahora tenía los ojos enrojecidos y llorosos, como agotados por la fatiga, y los hombros encorvados, agobiados tal vez bajo el peso en verdad físico de la tremenda responsabilidad que soportaba metafóricamente, pues sobre el hombro de la túnica llevaba el caduceo rojo en el puño negro, emblema del analista genético. El analista miró el formulario y luego habló con voz apocada, sin mirar directamente a Feric. —Verdadero hombre Jaggar, yo soy el doctor Heimat. Será necesario llevar a cabo ciertas pruebas antes de otorgarle un certificado de pureza genética. —Feric apenas podía dar crédito a sus oídos. ¿Qué clase de analista genético era ese que así expresaba lo obvio, dándole de antemano el título honorífico de «verdadero hombre»? ¿Qué podía explicar la laxitud y la increíble falta de rigor en la apostura y las actitudes de los funcionarios a cargo de esa fortaleza aduanera?
Heimat entregó el formulario al subordinado que estaba a la derecha, un joven rubio bastante esbelto, de cabellos castaños, con la insignia del escriba en el uniforme. Mientras el papel cambiaba de manos, el escriba atrajo momentáneamente la atención de Feric, que enseguida lo entendió todo, horrorizado.
Pues aunque el escriba parecía genéticamente puré para quien no tuviese la sensibilidad más refinada, ¡Feric supo inmediatamente y con absoluta certidumbre que el hombre era un dom!
No podría haber señalado exactamente qué características identificaban en verdad al escriba, pero la conformación total de la criatura le decía a gritos que era un dom, y lo hacía movilizando todos los sentidos conocidos de Feric, y quizá varios desconocidos. Había cierto destello de roedor en los ojos de la criatura, una actitud sutilmente hipócrita, y quizá otros signos que Feric percibía de un modo enteramente subliminal. Algo impropio en el olor del cuerpo, una emisión de energía electromagnética que despertaba las sospechas de Feric, pese a que el campo de dominio no estaba dirigido a su propia persona. Quizá se trataba sencillamente de que Feric, un hombre verdadero que había pasado casi toda su vida entre mutantes y mestizos, en un país profundamente influido por los dominantes, había desarrollado frente a ellos una sensibilidad psíquica de la que carecían los helder, que vivían con su propia gente. En todo caso, aunque expuesto constantemente a la influencia de los dominantes, Feric jamás se había dejado atrapar por la red mental de un dom, si bien a veces había soportado presiones muy severas. Esta exposición continua le permitía olfatear sin duda la proximidad de un dom, al margen de las sutilezas posibles en los métodos del sujeto.
¡Y allí estaba, frente a él, con la lapicera y el formulario en la mano, al lado mismo de un analista genético helder, en una posición realmente clave, una de aquellas repulsivas criaturas! Eso lo explicaba todo. La guarnición entera había caído seguramente en mayor o menor medida en un sistema de dominio que este escriba en apariencia insignificante había construido lenta y esforzadamente. ¡Era monstruoso! Pero, ¿qué podía hacerse? ¿Cómo era posible señalar la presencia de un dom a unos hombres atrapados en la red de dominio?
Heimat tenía ante sí un pequeño arsenal de instrumentos, que en verdad no parecían gran cosa; el charlatán borgraviano que examinara a Feric en Gormond lo había sometido a muchas pruebas para las que el equipo del helder hubiera sido inadecuado.
Heimat entregó a Feric un gran globo azul.
—Respire ahí, por favor —dijo—. Está tratado químicamente, de modo que sólo con la espiración bioquímica del genotipo humano puro cambiará de color.
Feric exhaló en el globo, sabiendo muy bien que esta era una de las pruebas más elementales; se conocían innumerables casos de mestizos que la habían pasado con éxito y, además, era completamente ineficaz para identificar a los dominantes.
De pronto, el globo viró al verde vivo.
—Análisis de la respiración... Positivo —dijo Heimat, y el dominante escriba, sin mirar a ninguno de los dos, tildó el casillero correspondiente en el formulario. El analista entregó a Feric un frasco de vidrio.
—Por favor, expectore aquí. Análisis químico de la composición de la saliva.
Feric escupió en el interior del frasco, deseando fervientemente que fuese el rostro del dominante, quien ahora lo miraba con una irritante máscara de benignidad.
El doctor Heimat diluyó en agua la saliva, y con una pipeta depositó un poco de líquido en cada uno de los diez tubos de vidrio de un pequeño bastidor. Vertió en los tubos varios productos químicos de una serie de frascos, de modo que el líquido claro de los tubos tomó diferentes colores: negro, azul verdoso, amarillo, anaranjado ladrillo, otra vez azul verdoso, rojo, de nuevo amarillo, y azul verdoso, y luego púrpura y blanco opaco.
—Análisis de saliva... perfecto —proclamó el analista genético. Esta prueba, que examinaba por separado diez características especiales de la saliva humana pura, asignándoles el carácter de criterios genéticos en lugar de limitarse a comprobar la composición bioquímica, era sin duda mucho más precisa. Sin embargo, se conocían docenas de mutaciones de la norma humana auténtica que no tenían ninguna relación con la saliva o la respiración. La misma mutación de los dominantes, por ejemplo, no podía detectarse con ningún tipo de pruebas somáticas.
Feric miró con hostilidad al dominante, desafiándolo a que revelara su verdadera naturaleza. Pero por supuesto, el escriba no emitió ninguna onda psíquica hacia Feric. ¿Para qué manifestarse a un forastero de paso, arriesgando la disolución del sistema de dominio, si no era posible incorporarlo a la cadena?
El doctor Heimat fijó los dos electrodos de un medidor P a la piel de la mano derecha de Feric, utilizando un adhesivo vegetal gomoso. El medidor P era un artefacto destinado a detectar las minúsculas variaciones bioeléctricas generadas por las respuestas psíquicas, y un aparato de tambor que registraba el perfil psíquico así obtenido. Los defensores del medidor afirmaban que si se lo usaba bien, permitía descubrir a los dominantes. Pero era imposible saber si los dominantes no controlaban de algún modo sus descargas psíquicas, y no podían imitar por lo tanto un perfil genotípicamente humano mediante cuidadosos actos de voluntad.
—Haré una serie de afirmaciones, y registraré las respuestas psíquicas. —Heimat informó tímidamente a Feric—. No es necesario que reaccione verbalmente; el instrumento mide las reacciones íntimas.
Enseguida, emitió una serie de enunciados, hablando con rapidez y mecánicamente, y sin ninguna emoción.
—«La raza humana está absolutamente condenada a la extinción. El genotipo humano es la mejor y más auténtica expresión del animal sapiente. Ningún material genético podría haber pasado por la Época del Fuego sin contaminarse de algún modo. El instinto supremo de una especie sapiente ha de perpetuarse a expensas de todas las otras especies sapientes. El amor es una sublimación cultural del deseo sexual. Estoy dispuesto a sacrificar mi vida por un camarada o una amante». Y así por el estilo; una lista de estímulos destinados a provocar diferentes respuestas psíquicas, según que se tratase de hombres auténticos o de mutantes y mestizos, y especialmente dominantes. Feric tenía serias dudas acerca de la validez total de la prueba, pues un dominante que conociera de antemano el orden de los enunciados, por cualquier medio que fuese, podría muy bien preparar sus respuestas, cultivando los pensamientos necesarios para producir la reacción «humana» enérgica correspondiente. De todos modos, si se la combinaba con una batería de pruebas más rigurosas, era bastante útil; eliminaba a la gran mayoría, con excepción de los mestizos cuasi humanos, y quizá de los dominantes.
Luego de completar los enunciados, Heimat echó una mirada indiferente al dibujo trazado sobre el tambor, y anunció:
—Perfil del medidor P... positivo.
El dominante escriba entregó el formulario al analista. El funcionario firmó y proclamó:
—Verdadero hombre Jaggar, en este acto certifico que es usted un ejemplo puro del genotipo humano incontaminado, y proclamo su derecho a la ciudadanía en la Alta República de Heldon.
Feric estaba atónito.
— ¿Eso es todo? —preguntó—. ¿Tres pruebas superficiales y me otorgan un certificado de pureza genética? ¡Es un insulto! ¡Una cuarta parte de la chusma de Zind afrontaría con éxito esta farsa!
En el instante de pronunciar estas palabras, Feric sintió que algo le presionaba las murallas de la mente, y luego que un rayo de energía psíquica le alcanzaba el centro mismo de la voluntad. Durante un instante vio con una claridad deslumbradora el carácter vano y absurdo del escándalo que estaba promoviendo: un hombre razonable no se encolerizaba así en público; si continuaba comportándose de ese modo ofendería a una serie de seres amables e inofensivos. Mucho más le convenía dejarse llevar por la marea del destino cósmico, y no resistirse a la voluntad de los que sabían más que él.
Pero precisamente cuando la psique del dominante comenzó a actuar, Feric, fundándose en su larga experiencia, reconoció ese agradable sentimiento que lo invitaba a dejarse ir en una nada abúlica: un dominante intentaba apresarlo. Sin vacilar, Feric acercó el fuego de su formidable voluntad al combustible del odio justiciero que le inspiraban esas criaturas sin alma, que negaban la supremacía de los hombres verdaderos y pretendían instaurar un reino obsceno, no tenían otra emoción que el deseo de exterminar a sus superiores genéticos, pretendiendo convertir la tierra en una sórdida y miserable pocilga. Aunque el escriba no mostraba que hubiera querido dominarle ni que hubiera sido rechazado tan eficazmente, Feric sintió que el horrible momento de la novoluntad se disolvía en las llamas feroces del odio.
—Como analista genético, quizá puedo juzgar mejor que usted la pureza genética —Heimat había venido diciendo mientras se libraba y resolvía la lucha psíquica.
— ¿Con tres pruebas? —dijo Feric—. Un examen realmente riguroso implicaría por lo menos varias docenas de pruebas, incluso de tejidos, sangre, orina, lágrimas, materia fecal y semen.
—Ese examen llevaría mucho tiempo, y no sería práctico —dijo el analista—. Son pocos los hombres con material genético contaminado que podrían pasar estas sencillas pruebas; y quienes lo consiguen prácticamente son humanos, ¿verdad?
Feric ya no pudo contenerse.
— ¡Esa criatura que tiene al lado es un dominante! —gritó—. ¡Y usted está atrapado en un sistema de dominio! ¡Movilice su voluntad y libérese!
Los que seguían en la fila se mostraron alarmados incluso algunos mestizos muy evidentes, y con razón Pareció que estallaría un escándalo en la sala; luego los rostros de todos se disolvieron en una ausencia total de expresión cuando el dominante intervino para defenderse. —Verdadero hombre Jaggar, es evidente que está en un error —dijo el doctor Heimat con expresión benigna—. El cabo Mork es un hombre auténtico certificado; como usted comprende, si no fuera así no se le permitiría usar el uniforme de Heldon.
—Señor, tal vez el verdadero hombre Jaggar no conoce bien las costumbres de Heldon —sugirió Mork con una ironía que sólo podían percibir él y Feric, la única persona en aquella habitación que compartía el siniestro secreto del aduanero, y que aparentemente nada podía hacer para perjudicarlo—. Es indudable que si cualquiera de nosotros se hubiese visto forzado a crecer entre mutantes, mestizos y quién sabe cuántas cosas más, tal vez también viéramos dominantes a cada paso. —Mork contempló a Feric sin sombra de sonrisa en el rostro y sin atisbo de emoción en los ojos; pero. Feric podía imaginarse muy bien la alegría satánica con que gozaba de la situación.
El doctor Heimat devolvió a Mork el formulario de Feric, y Mork se lo entregó al último funcionario, detrás del mostrador.
—Verdadero hombre Jaggar, al margen de la opinión de usted sobre la eficacia de las pruebas, aquí y ahora se le otorga el certificado de humano auténtico —dijo—. Puede aceptar o rechazar la ciudadanía, como le plazca, pero en cualquier caso le advierto que está demorando el avance de la fila.
Furioso, pero comprendiendo que seguir hablando con Heimat o el traicionero Mork era del todo inútil, Feric se acercó al último funcionario. El hombre que estaba de pie mirando el formulario de Feric era corpulento, de voz madura, cabellos plateados y barba bien recortada. Las cintas que llevaba en la túnica indicaban que no era soldado de tiempo de paz, sino un combatiente veterano de la Gran Guerra. De todos modos, el apocamiento del hombre y cierta falta de virilidad en la mirada indicaban lamentablemente que también él estaba atrapado en el sistema de dominio. En todo caso, un hombre como este podría —bien aconsejado— animarse a quebrar el sistema.
—Usted, señor —dijo Feric con energía—, ¿no advierte en usted mismo cierta flojedad, una inclinación poco viril a dejarse ir? Un veterano como usted sabrá de sobra que no todo está bien en esta guarnición.
El oficial depositó el formulario de Feric en la ranura de una compleja máquina duplicadora.
—Por favor, mire adelante: el punto rojo sobre la lente de la máquina —dijo.
Con un movimiento automático, Feric se inmovilizó un minuto, y el oficial movió una llave, al costado de la máquina. Se vio un haz luminoso muy intenso y breve; luego, las entrañas de la máquina comenzaron a zumbar.
—Verdadero hombre Feric Jaggar, se ha certificado su condición de genotipo humano auténtico —dijo mecánicamente el oficial—. Dentro de un momento le entregaré el certificado. Tendrá que mostrarlo cuando se lo pida un policía, un guardia aduanero o un oficial militar. Los comerciantes pueden negarse a venderle algo si le piden el certificado y usted no lo muestra. Tampoco podrá casarse sin él. ¿Me ha entendido?
— ¡Esto es ridículo! —estalló Feric—. ¿No comprende que un río de genes contaminados está atravesando la frontera?
— ¿Entiende las condiciones en que se le otorga la ciudadanía? —repitió con obstinación el oficial.
— ¡Por supuesto que entiendo! Y usted, ¿entiende que está bajo la influencia de un dominante? Durante un momento el oficial alzó los ojos. Feric lo miró concentrándose. Una chispa azul y acerada pareció saltar de los ojos de Feric, y brillar débilmente en las pupilas del oficial helder.
—Claro... claro —murmuró incómodo el hombre—, pero pienso que se equivoca...
En ese momento una campanilla sonó dentro del duplicador, y el certificado de Feric cayó en la canasta. El sonido movió al oficial helder a apartar los ojos, y Feric percibió que el frágil efecto de la contrafuerza psíquica que había proyectado con tanto trabajo se disipaba por este capricho de las circunstancias.
El oficial retiró de la canasta el certificado y se lo entregó a Feric.
—Al aceptar este certificado, verdadero hombre Jaggar —dijo con aire superficialmente ceremonioso—, usted acepta todos los derechos y las responsabilidades de un ciudadano de la Alta República de Heldon, y de un verdadero hombre certificado. Puede participar en la vida pública de Heldon, votar y ser elegido, servir en las fuerzas militares de la Alta República, entrar en la patria y salir a voluntad. No puede casarse ni engendrar hijos sin permiso escrito del Ministerio de Pureza Genética so pena de muerte. En conocimiento de estas condiciones, y por su propia y libre voluntad, ¿acepta la ciudadanía de la Alta República de Heldon?
Feric contempló el certificado —duro, liso y lustroso— que tenía en la mano. En la superficie de plástico estaban inscritos su nombre y la fecha de certificación, las impresiones digitales, su fotografía en colores, y la firma del doctor Heimat. Este elegante artefacto tenía apropiados adornos, complicadas volutas y esvásticas en rojo y negro, que le daban un aspecto apropiadamente digno. Durante años, aun antes de alcanzar la edad adulta, Feric había soñado con el instante en que ese documento sagrado se convirtiese en su más preciada posesión. Pero ahora, el abandono de las severas normas genéticas lo había arruinado todo; sin esas normas el certificado era sólo un pedazo de plástico y pigmentos.
— ¿Seguramente no rechazará ahora la ciudadanía helder? —preguntó el oficial helder, mostrando por primera vez un atisbo de emoción, un mezquino fastidio burocrático.
—Acepto la ciudadanía —murmuró Feric, guardando con cuidado el documento en la sólida cartera de cuero que llevaba asegurada al cinturón. Mientras caminaba hacia la entrada del puente, se dijo que se aferraría a este sagrado privilegio con más tenacidad que todos aquellos lamentables especímenes. Antes de acabar con los dominantes, vengaría mil veces el ultraje. Un millón de veces aun sería poco.
2
Una brisa fresca envolvió a Feric en la capa azul cuando salió al puente descubierto sobre el Ulm. Unas sendas de madera corrían a ambos lados de un camino de piedra, y el paso de innumerables suelas de cuero y ruedas de látex habían pulido tanto la madera como la piedra. El viento suave soplaba desde Heldon, trayendo el grato olor de la Selva Esmeralda, y ayudando a disipar el hedor de la fortaleza aduanera, y para el caso de toda Borgravia. Feric echó a andar por el puente, con paso Firme, yendo al encuentro de su destino en la Alta República. Al lado pasaron unos pocos vehículos con truenos rugidores, metales estridentes, y vapores siseantes, pero por lo demás el tránsito parecía bastante escaso, y los únicos transeúntes visibles estaban a unos cien metros de distancia, avanzando por el sendero de madera. En consecuencia, Feric pudo envolverse en su propia soledad y contemplar el panorama.
Y lo que tenía ante sí era todo lo que realmente importaba en el mundo: la Alta República dé Heldon, que encerraba el futuro de la auténtica humanidad, si el verdadero genotipo iba a tener algún futuro. En los estados limítrofes había bastante material genético humano, pero como los mestizos y los mutantes eran la parte principal del populacho, y conservaban el control político desde que la Alta República había fracasado en su intento de destruirlos, durante la Gran Guerra, parecía improbable que dichos gobiernos aprobasen las severas leyes raciales que se necesitaban para restablecer el genotipo humano puro en esos caudales genéticos degenerados. Heldon había necesitado varios siglos de aplicación rigurosa de esas leyes para purificar el caudal genético y alcanzar el nivel actual; y aun así Heldon había partido de una evidente mayoría de elementos humanos genotípicamente puros, a diferencia de los estados vecinos, donde en ese momento abundaban los mutantes y mestizos del tipo más obsceno. Aun más lejos, había verdaderas cloacas como Arbona y Cressia, donde ni siquiera se mantenían los prototipos mutantes, y al este se extendía la dilatada pestilencia de Zind, gobernada por los doms. Más allá, hacia los cuatro puntos cardinales, sólo había desiertos hediondos y contaminados, con astronómicas mediciones geiger, donde sólo podían vivir criaturas nauseabundas, carcinomas ambulatorios, animales y hombres mutados de un modo irreconocible. No, sólo Heldon era el bastión de la verdadera humanidad, y si se quería que el mundo volviese a recuperar la pureza genética, la meta tendría que alcanzarse por la fuerza de las armas helder.
Feric meditó acerca de su propio papel en el destino humano común, mientras sus largas y poderosas zancadas lo acercaban a la docena de figuras que avanzaban por el sendero. Mientras vivía en Borgravia había llegado a profundizar varias disciplinas: la mecánica de las motivaciones, la ciencia de los lemas, la artesanía del decorado de interiores y exteriores, el diseño de vestidos, y la redacción de folletos. De tanto en tanto cada una de estas actividades le había permitido ganarse la vida. Más aún, el orgullo que le infundía su propia humanidad, y el estímulo de su padre lo habían llevado a estudiar profundamente temas de historia, genética y arte militar. Un hombre como él, pensaba Feric, que poseía conocimientos tan variados, nunca carecería de empleo.
Pero su anhelo más profundo no era enriquecerse sino servir a la causa de los verdaderos hombres, hasta donde le fuera posible. En este sentido, parecía que la nueva vida en Heldon le abría dos tipos de posibilidades: iniciar una carrera militar o entrar en la política. Era difícil elegir. Por una parte, una carrera militar parecía el camino más rápido a una concreta acción patriótica, pero sólo si el liderazgo político de la Alta República desarrollaba la voluntad de utilizar adecuadamente las fuerzas armadas. En cambio, la política quizá le permitiría ingresar en los círculos mismos en que se adoptaban dichas decisiones, pero sólo mediante un proceso tedioso de adaptación, forcejeo y compromiso, lo que a Feric le parecía esencialmente poco viril.
Resolvió que no adoptaría una decisión tan trascendente hasta que el destino le mostrase algún signo claro, en un sentido o en otro.
Mientras ponderaba estos problemas importantes, los soberbios reflejos corporales y el consecuente paso rápido lo habían acercado a pocos metros de distancia de los inmigrantes que habían entrado con él; y cuando pudo verlos de cerca, se quedó boquiabierto, asombrado y desalentado.
En efecto, sobre el puente del Ulm, acercándose en desorden al bastión de la pureza genética, marchaba una turba increíble de los mutantes y los mestizos más evidentes y repulsivos que pudieran imaginarse. Un cara de loro, con dientes mutados que se adelantaban en un pico inequívoco. Una mujer piel azul, y tres enanos jorobados, y uno, además, con la piel verrugosa de un hombre sapo; y un ser de aspecto humanoide que al andar revelaba tener dos articulaciones suplementarias en las piernas, junto a un cabeza de huevo de cráneo elipsoide groseramente deformado. Todo esto hubiera sido bastante común en las calles de Gormond, pero en el puente que conducía a Heldon, en cierto sentido territorio helder, el espectáculo era horroroso e inexplicable.
Enfurecido, Feric echó a correr, y casi enseguida alcanzó al siniestro zoológico.
— ¡Alto! —gritó—. ¿Qué significa esto?
La colección de mutantes se detuvo, vacilante, y miró a Feric con una mezcla de miedo, desconcierto y ansiedad, aunque quizá también con una cierta obstinación.
— ¿Qué desea, verdadero hombre? —graznó ásperamente el cara de loro, pero con una voz desprovista de engaño o malicia.
— ¿Qué están haciendo en el puente que lleva a Heldon?
Los cuasi hombres lo miraron con lo que parecía ser auténtica incomprensión.
—Verdadero hombre, vamos a la ciudad de Ulmgarn —se atrevió a decir finalmente la mujer piel azul.
¿Tal vez esas criaturas eran incapaces de entender lo inverosímil de la situación?
— ¿Cómo se les permitió pisar este puente? —preguntó Feric—. ¡Criaturas como ustedes no pretenderán decirme que son ciudadanos helder!
—Verdadero hombre, venimos con los acostumbrados pases diarios —dijo el cara de loro.
— ¿Pases diarios? —murmuró Feric. Dios, ¿entonces dejaban entrar a los mutantes? ¿Qué traición a la verdadera humanidad se incubaba allí?—. Déjenme ver uno de esos pases —ordenó.
El cabeza de huevo rebuscó en el interior de una grasienta bolsita de cuero encerado, que le colgaba de una cuerda deshilachada atada al cuello, y mostró a Feric una tarjetita roja. La tarjeta era de cartulina barata, y no de plástico; de todos modos ostentaba el Gran Sello de Heldon con un grabado de minúsculas esvásticas entrelazadas, el motivo tradicional del Ministerio de Pureza Genética. En sencillas mayúsculas de diseño poco elegante, la tarjeta proclamaba: «Pase diario por diez horas de estadía en Ulmgarn, el día catorce de mayo de 1142 AF. El incumplimiento de estas condiciones puede castigarse con la muerte».
Absolutamente desagradado, Feric devolvió la tarjeta.
— ¿Se trata de una práctica corriente? —preguntó—. ¿Dejan entrar a los no ciudadanos un cierto tiempo?
—Si hay tareas que los hombres verdaderos como usted consideran inferiores —explicó un enano.
¿De modo que así era? Feric había oído decir que el universalismo estaba difundiéndose entre las masas de Heldon, pero nunca hubiera supuesto que la insidiosa doctrina de los dominantes hubiese llegado a amortiguar la severidad de las leyes de pureza genética. Los universalistas exigían la producción de criaturas esclavas y descerebradas destinadas a las tareas más bajas: el tipo de perversión protoplasmática que los dominantes practicaban en Zind. Aún no tenían poder bastante para alcanzar este objetivo inconfesable, pero aparentemente habían agitado a las masas perezosas, al extremo de que el pusilánime gobierno estaba ahora permitiendo que los mutantes trabajasen en Heldon, como un modo de frenar esa tendencia.
— ¡Repugnante! —murmuró Feric, y con una docena de zancadas dejó atrás a los deformes cuasi humanos. Lo que había visto hasta ese momento lo perturbaba profundamente. Aún no había entrado en la propia Heldon, y ya había observado una fortaleza aduanera capturada por un dominante, así como un sorprendente relajamiento de las leyes de pureza genética, fenómeno que sin duda era imputable a la influencia de los universalistas. ¿Quizá la Alta República estaba podrida hasta la médula? ¿O sólo contaminada en la periferia? En todo caso, y como verdadero hombre, tenía por delante una tarea inexcusable: hacer todo lo posible para restablecer el rigor de las leyes de pureza genética, trabajar en favor de la aplicación severa, e incluso fanática de esas leyes, y aprovechar sin desmayos las oportunidades que el destino le otorgase para promover esta causa sagrada.
Con renovada determinación y con un sentido cada vez más cabal de su propia meta, Feric apresuró el paso y se adelantó por el sendero que llevaba a la ciudad de Ulmgarn, y a las grandes extensiones de Heldon que se prolongaban más allá majestuosamente.
El puente del Ulm desembocaba directamente en la calle principal de la ciudad de Ulmgarn: una placa de metal esmaltado, sobre un esbelto pilar de hierro fundido informó a Feric que esa importante avenida se llamaba calle del Puente. Frente a él se desplegaba un reconfortante espectáculo. Olvidó completamente la brisa del río y el frío más intenso de la fortaleza aduanera y el puente. Por primera vez en su vida contemplaba una ciudad construida por hombres verdaderos, en suelo incontaminado, y habitada por especímenes sanos del genotipo humano puro. ¡Qué diferencia con la sordidez y la corrupción de Gormond!
En Gormond, las calles y las aceras no eran más que piedras bastas hundidas a martillazos en la tierra; y a nadie sorprendía encontrar allí las suciedades y los desechos más hediondos. Las calles de Ulmgarn estaban pavimentadas con un cemento liso, perfectamente conservado; y las aceras inmaculadas eran también de cemento, hábilmente adornado con ladrillos vidriados amarillos, de color oro y verde. En Gormond, los edificios eran casi todos de chapa metálica y madera, y los más grandes de cemento sin adornos. Aquí las casas comunes eran de ladrillo vidriado y de distintos colores, con frentes de madera hábilmente modelados, y los edificios más majestuosos de piedra oscura pulida, embellecida con fachadas de bronce trabajado y piezas de estatuaria heroica. Por las calles de Gormond pululaba una horda mestiza de pieles azules, enanos, cabezas de huevo, caras de loro, hombres sapos, y muchas otras variedades de mutantes puros y cruzas de mestizos, así como híbridos de humanos y mutantes; una colección arbitraria de fragmentos y partes de docenas de especies, agrupadas al azar y en general vestidas de harapos malolientes. En profundo contraste, dondequiera uno volvía la vista en las calles de Ulmgarn, encontraba magníficos ejemplares de la humanidad verdadera: hombres altos y rubios de cabellos claros o castaños, ojos azules o verdes, y todas las partes del cuerpo en el orden apropiado y en los lugares correspondientes, bellas mujeres de contextura y configuración semejantes, y todos vestidos con una rica diversidad de prendas de cuero, nylon, lino y seda, pieles y terciopelo, adornadas con joyas de plata y oro y bordados multicolores.
La totalidad de la escena estaba envuelta en un aura psíquica de salud genética y somática, un espíritu de pureza racial y elevada civilización que exaltó el alma de Feric y lo abrumó de gratitud y orgullo. Estos seres eran la corona de la creación... ¡y él era uno de ellos!
Cuadrando los hombros, Feric recorrió la calle en busca de un lugar donde comer. Luego iría a la estación de vehículos de vapor, pues se proponía partir hacia la gran metrópoli Walder, en el sur; la ciudad estaba exactamente al norte de la Selva Esmeralda. Ahí, en la segunda ciudad de la patria, quizá descansaría un tiempo, antes de seguir camino hacia la capital, Heldhime, en lo más profundo del centro industrial de Heldon. Sin duda su destino estaba en una o en otra de las grandes metrópolis de la Alta República, más que en las localidades cercanas al Ulm o a la Selva Esmeralda.
Feric dejó atrás tiendas que exhibían toda suerte de riquezas y maravillas. Aquí había puestos que vendían los frutos más preciados de la tierra, y ropas excelentes para hombre y mujer. En la calle del Puente podían comprarse los artefactos mecánicos y eléctricos más modernos y de más perfecta artesanía: motores de vapor para el hogar y los mecanismos correspondientes: lavarropas, herramientas para trabajar la madera, molinos de granos, bombas y cabrias de todos los tipos. Otros emporios vendían hermosos muebles tallados, prendas de cuero o caucho sintético de la mejor calidad y excelente corte, pinturas y trementinas, medicinas y remedios famosos por su eficacia incluso en Borgravia; es decir, todos los productos que uno pudiera imaginar o desear.
Entre estas tiendas había varias tabernas y posadas. Feric se detuvo sucesivamente frente a varias de ellas, olfateando los aromas que llegaban a la calle y observando a la clientela. Por último, eligió una amplia taberna llamada «El nido del águila»; ocupaba un edificio de ladrillo rojo cuya fachada había sido embellecida con escenas pintadas de las Montañas Azules. El motivo central ilustraba la leyenda escrita encima: un águila negra que descendía sobre un nido, en la cima nevada de la montaña. Las puertas que llevaban a la taberna estaban abiertas de par en par, y los olores que dejaban escapar eran bastante gratos; en el interior se alzaban los sonidos imprecisos de una suerte de acalorada discusión. En general, el lugar parecía atractivo, y el río de voces excitó la curiosidad de Feric.
Feric entró en la taberna y se encontró en un amplio salón abovedado con mesas robustas y bancos de madera. El lugar estaba ocupado por unos cuarenta hombres, dispersos aquí y allá, sentados a las mesas y bebiendo cerveza de grandes jarros de cerámica que ostentaban el motivo del Nido del Águila. La atención de quizá la mitad de los hombres se volvía hacia una menuda figura ataviada con una túnica verde, bien cortada, que se había encaramado sobre una mesa apoyada en la pared del fondo. El hombre arengaba a un pequeño grupo; el resto de los clientes conversaba, y parecía aceptar la situación.
Feric eligió una mesa vacía que le permitía oír las palabras del orador enjuto y nervioso, pero un poco al margen de la conmoción de alrededor. Un mozo de uniforme pardo con adornos rojos se le acercó apenas ocupó la silla.
—La dirección actual de la Alta República, o más exactamente los alcornoques y tontos de sucios traseros que profanan los asientos de la Cámara del Consejo no tienen la más mínima idea de la verdadera amenaza que se cierne sobre Heldon —decía el orador. Aunque tenía una boca arrogante y un ligero aire de burla en la voz, había algo en el humor sardónico de los vivaces ojos negros que atrajo la atención y la aprobación de Feric.
— ¿Qué desea, verdadero hombre? —preguntó el mozo distrayendo momentáneamente la atención de Feric.
—Un jarro de cerveza y una ensalada de lechuga, zanahoria, pepinos, tomates, cebollas y cualquier otra verdura que tenga disponible, y que esté fresca y cruda.
El mozo echó a Feric una mirada un tanto severa, y se alejó. Por supuesto, en Heldon como en otros lugares la carne era el alimento tradicional, y en ocasiones Feric aceptaba ese manjar discutible, pues la consagración fanática al vegetarianismo le parecía impráctica y al mismo tiempo quizá no del todo sana. De todos modos, sabía perfectamente bien que el desarrollo de la cadena alimenticia, de las sustancias vegetales a la carne, concentraba el nivel de contaminación radiactiva, y por eso mismo evitaba todo lo posible comer carne. No podía arriesgarse a rebajar su pureza genética para complacer un apetito ocasional; en un sentido superior, dicha pureza era propiedad común de los hombres auténticos, y tenía que defenderla como una especie de fideicomiso racial. La mirada peculiar que de tanto en tanto le echaba el mozo de un restaurante no bastaba para que dejara de lado sus deberes raciales.
—Y, claro está, tu trasero honrará mejor el asiento del poder, ¿eh, Bogel? —rugió un sujeto corpulento que tenía el rostro bastante enrojecido por el exceso de cerveza. Los otros mostraron que apreciaban la observación, pues prorrumpieron en risas sonoras, aunque no maliciosas.
Durante un instante pareció que el orador no sabía qué responder. Pero cuando la réplica llegó, Feric sintió que provenía no del instinto innato, sino de una intelectualización precisa, aunque un tanto fría y mecánica.
—No busco el poder personal —dijo Bogel malicioso—. Pero si un individuo tan notable como usted me obliga a aceptar un asiento en el Consejo, qué ingrato sería oponiéndome a esos deseos.
Estas palabras provocaron risas un tanto desganadas. Feric prestó más atención a los hombres que escuchaban a Bogel. Aparentemente se dividían en dos grupos: los que estaban muy atentos, y la mayoría, que consideraba una especie de entretenimiento cómico al hombrecillo vivaz, de ojos brillantes y rasgos finos y saturninos. Sin embargo, parecía que los dos grupos estaban formados en general por el mismo tipo de hombre: robustos bebedores de cerveza, hombres de edad madura, tenderos, artesanos y agricultores: es decir, gente sencilla y honesta cuya comprensión de los asuntos de Estado mal podía considerarse profunda. Feric sospechó que este Bogel había sobrestimado a su público, adoptando erróneamente un aire de sarcasmo intelectual y superioridad en una taberna pública.
— ¡Así podría hablar un dominante! —rugió otro individuo. Otra vez risas estrepitosas, pero ahora con cierto sentimiento de incomodidad.
Los ojos de Bogel llamearon por primera vez. — Así podría hablar un simpatizante universalista, o un hombre sometido a un sistema de dominio —dijo—. El Partido del Renacimiento Humano es enemigo jurado de los doms y sus lacayos universalistas; nadie lo niega, ni siquiera esa misma ralea. Por lo tanto, ridiculizar al partido o a sus dirigentes sirve a los intereses de los dominantes. ¿Cómo sabemos que un amo inhumano no puso esas palabras en tu boca?
Dicho lo cual Bogel sonrió, como indicando que esa pregunta no era más que una broma. Pero pareció que la sutileza pasaba por completo inadvertida para el público, y las expresiones se ensombrecieron. Era evidente que este Bogel, aunque de mente aguda, no dominaba el arte de la oratoria.
— ¡Se atreve a sugerir que soy el títere de un dominante, pobre infeliz!
Bogel pareció desconcertado; ciertamente, no había querido provocar un sentimiento de cólera contra él mismo, pero eso era lo que estaba ocurriendo. En ese momento llegó el mozo con la ensalada y la cerveza de Feric. Feric sorbió desganadamente la cerveza y empezó a comer, absorto ahora, por cierta razón que él mismo no entendía, en el estudio del drama que se representaba ante él.
Bogel esbozó una sonrisa bastante débil.
—Vamos, vamos, amigo —dijo—. No se muestre tan solemne y grave. No digo que ninguno de los presentes sea títere de un dominante. Y, además, ¿cómo es posible saber que algún otro no vive sometido a un sistema de dominio? Ese es el horror insidioso de tales criaturas: ¡los hombres verdaderos como nosotros no pueden tenerse confianza mientras viva un perverso dominante en el territorio de Heldon!
Pareció que estas palabras calmaban un poco a la gente, al menos para permitir que Bogel continuase.
—Estas disputas que nos dividen son en verdad una lección objetiva, e indican a qué abismos ha descendido Heldon con este régimen de mano blanda —señaló—. Apostaría mi vida a que aquí no hay un hombre verdadero que no esté dispuesto a retorcer el pescuezo de un dominante si una criatura así se manifestara de pronto y, sin embargo, todos titubean en apoyar a un partido que está consagrado a la destrucción implacable de esa peste. No hay aquí un hombre verdadero que no esté dispuesto a sacrificar a sus propios hijos, si éstos traicionan a la raza humana uniéndose con un mutante o un híbrido. Y, sin embargo, tentados por la pereza, todos aceptan que el Consejo, bajo la presión universalista, atenúe la severidad de las leyes de pureza genética y permita que los mutantes extranjeros entren en Heldon, para ejecutar las tareas que según los lacayos de los dominantes ofenden nuestra dignidad. No dudo de que en una ciudad como Ulmgarn, tan cerca de la pestilencia borgraviana, los buenos helder como ustedes se alzarán en armas y acudirán en masa a alinearse bajo el estandarte del Partido del Renacimiento Humano, cuando yo proclame nuestra consagración a la defensa de la pureza racial de Heldon, y la expulsión de los estúpidos del Consejo. ¡Esa chusma está dispuesta a ganarse el favor de los débiles y los abúlicos traicionando el rigor férreo de nuestras leyes de pureza genética!
— ¡Bien dicho! —Feric se sintió obligado a exclamar en voz alta. Pero la voz de Feric se perdió entre los gritos generales de aprobación, pues de pronto Bogel había tocado un punto simple pero noble: el orgullo racial de todos. Ahora, había otros que dejaban de hablar entre ellos, y se volvían hacia el orador enjuto y moreno.
—Así lo pensé al menos en mis ingenuas cavilaciones, cuando decidí viajar desde Walder a la frontera, en busca de gentes que apoyaran nuestra causa —continuó diciendo Bogel luego que se calmó la ovación—. Pero, en lugar de una ciudadanía justamente irritada, ¿qué he encontrado? Perezosos vagabundos, seducidos por la perspectiva de que unos seres inferiores lleven a cabo las tareas cotidianas. ¡Patanes ingenuos que creen que todos los dominantes fueron expulsados de Heldon, porque así lo dice un gobierno de estúpidos y eunucos raciales!
La tensión pareció insoportable a Feric. Era evidente que este Bogel hablaba como un auténtico patriota. El discurso tenía lógica, la causa era justa y por cierto merecía apoyo; se había apoderado momentáneamente del corazón del público, pero ahora había desperdiciado la oportunidad incurriendo en expresiones de autocompasión, en lugar de desarrollar el asunto hasta convertirlo en una rugiente exigencia de acción concreta e implacable. En lugar de vivas, estaba provocando una renovada hostilidad. Como agitador político era sin duda un fracaso. Sin embargo, quizá aún fuese posible salvar la situación...
Feric se incorporó de un salto y gritó con voz fuerte y clara:
— ¡Aquí estamos algunos que no somos perezosos ni patanes ingenuos! —expresando así la hostilidad del público y atrayendo instantáneamente la atención de todos; el propio Bogel no intentó interferir, pues las palabras de Feric revelaron a la mente aguda del hombrecillo el aprieto en que él mismo se había metido. Todos esperaron ansiosamente oír las palabras siguientes dé Feric... ¿pensaba atacar al orador, o defenderlo?
» ¡Para algunos de nosotros, las palabras de usted son un verdadero desafío! —continuó Feric, observando la mirada de Bogel, más animada ahora, y los labios delgados que se curvaban en una sonrisa—. Algunos de nosotros no estamos dispuestos a tolerar el descaro de los mutantes o la contaminación del suelo provocada por una momentánea presencia corruptora. Algunos de nosotros estamos dispuestos a destrozar con nuestras propias uñas al primer dom que tengamos delante. ¡Hombres verdaderos! ¡Hombres puros! Hombres consagrados fanáticamente, no sólo a la preservación de la pureza racial de esta Alta República de Heldon, sino a extender el gobierno absoluto de los hombres verdaderos a todos los lugares habitables de esta triste tierra. ¡Aun en el corazón del vagabundo más perezoso vive este héroe dispuesto a tomar las armas y preservar el genotipo humano puro! ¡Nuestros propios genes claman: hay que excluir al mutante! ¡Hay que expulsarlo! ¡Hay que matar al dominante dondequiera se encuentre!
El público prorrumpió en vivas calurosos y prolongados. Mientras los vivas continuaban, Feric observó que todos los ojos se habían vuelto hacia él. Las líneas de energía psíquica parecían conectar el centro mismo de Feric con el corazón de cada uno de los hombres en el salón. Era como si las voluntades del auditorio confluyeran en la voluntad del propio Feric, quien a su vez devolvía ese fervor, pero decuplicado, en una espiral interminable de poder psíquico que fluía y crecía, una fuerza racial compacta que a él le tocaba orientar de acuerdo con su propia voluntad. De pronto tuvo una inspiración: ofrecería a esta energía una salida concreta, un blanco.
—Y no muy lejos de aquí podemos encontrar un dom —continuó Feric cuando se apagaron los vivas—. Sí, hay un dominante en medio de nuestro pueblo, y en el lugar más monstruoso que pueda concebirse. ¡Esa criatura está al alcance de nuestros puños en este mismo instante!
Hubo un silencio en la sala, y de pronto Bogel habló:
— ¡Verdadero hombre, el Partido necesita individuos como usted! Díganos, ¿dónde está ese dominante oculto? ¡Garantizo que ni uno solo de los aquí presentes se negará a destruirlo!
Feric se sintió complacido, pues Bogel había comprendido la oportunidad del momento. Era una causa meritoria, la causa de la verdadera humanidad; los esfuerzos de Bogel merecían una recompensa.
—Por increíble que parezca, un dominante se ha introducido en el corazón de la fortaleza aduanera sobre el puente del Ulm, el órgano al que hemos confiado la protección de nuestra pureza genética —dijo Feric—. ¡Mantiene bajo un sistema de dominio a toda la guarnición!
Una exclamación de horror brotó de los hombres que ocupaban la taberna. Sin pausa, Feric continuó:
— ¡Piensen en la horrible situación! Esta hedionda monstruosidad ha obtenido un certificado, y es et escriba del analista genético autorizado a otorgar certificados de ciudadanía. Desde esta ciudadela, socava la voluntad de la guarnición y del analista, de modo que un verdadero río de genes contaminados se Vuelca sobre esta área, como una cloaca, ¡envenenando la posteridad de nuestros hijos y nuestras hijas! Además, ninguno de los miembros de la guarnición se ha salvado del sistema, ¡nadie es capaz de apartar a la maldita bestia, o destruir ese horror!
Ahora hubo una oleada de murmullos coléricos. Era evidente que estaban dispuestos a ejecutar la voluntad racial, de acuerdo con las instrucciones que él impartiera. Había conseguido despertar el instinto más profundo de esos hombres: la férrea decisión de proteger a la especie humana. Se había encendido un fuego que sólo podía apagarse con la sangre del dominante.
— ¿Qué esperamos? —rugió Feric—. ¡Tenemos nuestras manos, y algunos están armados con garrotes! ¡Marchemos hacia el puente y liberemos a nuestros camaradas raciales! ¡Muerte al dominante!
Dicho esto, Feric se acercó rápidamente a Bogel, y obligó al hombrecillo a ponerse de pie.
Feric pasó el brazo musculoso por los hombros de Bogel, y exclamó:
— ¡Muerte al dominante... todos al puente!
La multitud emitió un rugido feral de aprobación, y Feric, con Bogel pisándole los talones, salió decidido de la taberna sin mirar atrás, seguro de que la turba excitada estaba más que dispuesta a seguirlo.
Descendiendo por la calle del Puente, la turba avanzó como un grupo de ángeles vengadores, treinta o cuarenta helder irritados, encabezados por Feric y Bogel. Los ciudadanos que andaban por la calle se detuvieron sorprendidos ante el inquietante espectáculo, y unos pocos de los más audaces se unieron al grupo.
Pronto llegaron al puente; Feric dirigió a la turba y marchó en línea recta por el centro del camino, de tal modo que todo el ancho del puente quedó bloqueado por las sólidas filas de hombres, marchando hombro con hombro, animados por una cólera justiciera.
—No lo conozco, pero es usted un orador sorprendente —dijo Bogel a Feric, jadeando y resoplando, tratando de mantenerse a la par de las zancadas heroicas de Feric—. El Partido del Renacimiento Humano necesita hombres como usted. Por mi parte, lamentablemente no soy orador de barricada.
—Me hablará del Partido cuando hayamos concluido esto —replicó brevemente Feric.
—Con mucho gusto. Pero, ¿cómo piensa terminarlo? No alcanzo a entender qué se propone.
—Algo muy sencillo —contestó Feric—. La muerte del dominante que ocupa la fortaleza. Si uno quiere conquistar la devoción fanática de los hombres hay que ofrecerles un bautismo de sangre. La turba avanzó resueltamente por el puente, de diez en fondo, cinco filas, un abigarrado grupo de clientes de taberna convertidos en temporaria Tropa de Asalto. Para Feric era una sensación profundamente satisfactoria marchar a la cabeza de la columna de hombres; no había imaginado otra cosa cuando alimentó la idea de una carrera militar. Sentía en sí mismo todo el poder de esta formación maciza, que parecía afirmar su propio destino. Era un líder. Cuando hablara, los hombres lo oirían; cuando mandara, lo seguirían. Y eso, sin instrucción formal ni autoridad oficial; su superioridad en estos asuntos era una cualidad intrínseca sin duda, aportada por sus propios genes. Así como un rebaño de caballos salvajes reconoce la supremacía del padrillo, o como una manada de lobos acepta el liderazgo natural del animal más fuerte, esos hombres a quienes Feric nunca había visto antes marchaban bajo su mando por obra de una autoridad implícita en su voz y en su persona.
Era un poder desconcertante y terrible, que no podría usarse sino con fines patrióticos e idealistas. Ciertamente, la fuerza misma de su voluntad era sin duda en parte resultado de una consagración total a la causa de la pureza genética y al triunfo definitivo de los verdaderos hombres en todo el mundo. Sólo el matrimonio ideal del idealismo y el fanatismo implacable podía sostener esta decisión abrumadora.
Pronto la turba llegó a la fortaleza aduanera. El soldado que guardaba el portal de entrada sacó el garrote cuando Feric y sus adeptos se aproximaron, y esgrimió el arma; pero apartaba los ojos, y le temblaba la voz cuando desafió a la tropa de hombres excitados:
— ¡Alto! ¿Qué es esto?
Como respuesta, un individuo rubio, corpulento, de rostro rojizo, salió del grupo de hombres y descargó un jarro de cerveza sobre el cráneo del infortunado guardia. El guardia se desplomó, aferrándose la cabeza. Alguien le arrebató el garrote, y con un potente rugido la vanguardia de la turba irrumpió en el edificio, seguida inmediatamente por Feric, Bogel y el resto de la improvisada Tropa de Choque.
La turba se volcó en la sala de exámenes, apartó bruscamente a los candidatos que formaban fila a lo largo del mostrador de piedra negra, y enfrentó a los cuatro funcionarios con una sólida falange de cuerpos robustos y rostros enrojecidos e irritados. Los tres hombres verdaderos revelaron tanto asombro como temor ante esta conducta peculiar; el repulsivo Mork fingió indiferencia, pero Feric advirtió qué desordenada y desesperadamente intentaba cubrir con una red de dominio a este grupo de helder que venía a amenazarlo.
— ¿Qué significa este atropello? —exigió el viejo oficial barbado—. ¡Salgan inmediatamente de aquí!
Feric advirtió que el fervor de la turba decaía de pronto; este ataque psíquico de Mork había contado con la ayuda del gallardo guerrero, y la decisión de la tropa de Feric comenzaba a debilitarse.
Feric se abrió paso entre la gente y llegó al mostrador. Extendió el poderoso brazo derecho sobre la piedra negra, aferró del cuello al perverso dominante, y apretando la mano lo dejó sin respiración y lo levantó medio cuerpo sobre el mostrador. El rostro de Mork enrojeció por falta de oxígeno, y Feric advirtió que los poderes psíquicos del dom se desvanecían.
— ¡Esta es la hedionda criatura! —gritó Feric—. ¡Este monstruo es el dominante que mantiene esclavizada a la fortaleza!
— ¡Ojalá te ahogues en tu propia bilis, roña humana! —consiguió barbotar Mork, entendiendo que su juego había concluido. Feric apretó más fuerte, y los balbuceos de Mork se convirtieron en un áspero sonido ahogado. Un gran rugido feral recorrió la turba.
Innumerables brazos se extendieron sobre el mostrador, y aferraron a Mork por los hombros, los cabellos y los brazos, y con un esfuerzo comunitario alzaron al dom casi inconsciente, lo arrastraron sobre el mostrador y lo arrojaron al suelo.
Mork estaba ya casi sin fuerzas, y no pudo resistirse; además, ningún dominante era capaz de someter la voluntad comunitaria de más de cuarenta helder plenamente conscientes, y movidos por una cólera justiciera.
— ¡Llegará el día en que todos ustedes se someterán al Zind y a nuestras órdenes, bestias estúpidas! —consiguió gritar el dom, mientras intentaba ponerse de pie.
Inmediatamente media docena de pies calzados con sólidas botas alcanzaron al infeliz en el tórax, y lo dejaron sin aliento. Otro puntapié, esta vez en la cabeza, desmayó al dom. Cuando cayó inerte, se elevó un gran rugido, y el cuerpo desapareció en una selva de pies, puños y garrotes improvisados.
En pocos instantes Mork no fue más que una pila sanguinolenta de huesos aplastados sobre el suelo embaldosado de la fortaleza aduanera.
Feric volvió su atención a los tres helder que permanecían de pie, silenciosos, detrás del mostrador. Las expresiones desconcertadas se convirtieron lentamente en máscaras de horror.
El oficial más joven fue el primero en recuperar cabalmente el sentido.
—Siento que acabo de salir de un sueño muy largo y horrible —murmuró—. De nuevo me siento un hombre. ¿Qué ocurrió?
— ¡Ocurrió un dominante, Rupp! —dijo el viejo soldado. Extendió el brazo sobre el mostrador y tomó firmemente del hombro a Feric—. ¡Tenía razón, verdadero hombre Jaggar! —exclamó—. Ahora que esta sucia alimaña ha muerto y que se ha quebrado él sistema de dominio, comprendo que la llegada de Mork socavó nuestra condición de hombres verdaderos. ¡Ha salvado usted nuestra virilidad!
—No me lo agradezca a mí, sirio a la causa sagrada de la pureza genética —replicó Feric. Se volvió a enfrentar a la tropa de ciudadanos—. ¡Que esto sea una lección para todos! —declaró—. Ya ven cuan fácilmente un sistema de dominio había atrapado a un grupo de guardias aduaneros. Los dominantes están en ninguna parte y en todas partes, rara vez se los ve o se los siente, y quien caiga en su red difícilmente podrá liberarse. Pero cuando vean que alguien actúa como si estuviese atrapado en los tentáculos de un dominante, ustedes mismos pueden liberarlo con facilidad, como si le retorcieran el pescuezo a un pollo flaco. ¡Todos somos defensores de nuestros hermanos raciales! Que esta pequeña victoria encienda una llama en nuestros corazones. ¡Muerte a los dominantes! ¡Viva Heldon! ¡Que ningún hombre verdadero descanse hasta que el último dom sea un puñado de polvo y la última pulgada de suelo habitable esté sometida al dominio férreo de los verdaderos hombres! ¡Ahoguemos en un mar de sangre a los dominantes y a los mestizos!
Hubo una clamorosa ovación; las tropas aduaneras e incluso los candidatos a la ciudadanía se unieron al grupo de ciudadanos en un acto de celebración fervorosa. Feric sintió que unas manos robustas lo alzaban en el aire, y antes que supiera muy bien qué ocurría se vio instalado sobre los hombros de los alegres individuos. Siempre vivando y gritando, los buenos helder lo sacaron en triunfo de la fortaleza aduanera, y salieron al puente.
De ese modo, Feric Jaggar hizo su segunda y verdadera entrada en Heldon; no como anónimo solicitante de un certificado, sino como un héroe triunfante llevado en hombros por un grupo de adeptos.
3
Después que los compañeros de aventura de esa tarde hubieron celebrado la victoria, y cuando ya todos se habían ido, Bogel le sugirió a Feric que fueran a la «Posada del Valle Boscoso». Además de un salón público similar al de «El nido del águila», el establecimiento contaba con tres salones más pequeños y más íntimos. Un camarero ataviado con el uniforme forestal verde, adornado con un cordoncillo de cuero pardo, los llevó a una habitación de paneles de roble y cielo raso bajo y abovedado de ladrillo desnudo. No había otra fuente de luz que los globos eléctricos sobre las mesas individuales, que simulaban antorchas. Las mesas mismas eran losas de granito gris separadas unas de otras por los altos respaldos de los bancos tapizados, que se enfrentaban entre las mesas, y dividían eficazmente el salón en una serie de gabinetes. Aquí podían conversar sin ser molestados.
Bogel pidió una botella de vino blanco y platos de salchichas y repollo rojo. Feric no rechazó la comida; en ciertas ocasiones consideraba que se había ganado el derecho de comer carne, y ésta era ciertamente una de ellas.
—Y bien, Feric Jaggar —dijo Bogel cuando desapareció el camarero—, ¿quién es usted, exactamente, qué se propone en la vida y adónde va en este momento?
Feric le habló del linaje de la familia, y de la historia de su vida, la que apenas daba motivo para un relato demasiado largo o complejo. Luego que sirvieron la comida informó a Bogel que había pensado ir a Walder. Pero después de los últimos acontecimientos, comprendía que el propósito de su vida era ahora un tema de vastedad casi cósmica, como si hubiese despertado de una larga somnolencia. Por primera vez había sentido la grandeza cabal de su propio ser, el poder intrínseco en una voluntad enérgica. La misión que se había propuesto en la vida siempre había sido clara: servir del modo más eficaz posible a la causa de Heldon, la pureza genética y la verdadera humanidad; y había estado preguntándose cómo podría promover eficazmente esta causa sagrada. Ahora, le interesaba saber cómo lograría que el triunfo final de Heldon y la verdadera humanidad se confundieran con su propio destino personal. Era un problema de sobrecogedora vastedad y complejidad, pero en su fuero interno Feric tenía la íntima certidumbre de que el destino lo había elegido para ejecutar esta hazaña de heroísmo supremo.
Procuró explicárselo a Bogel, mientras el vivaz hombrecillo asentía y sonreía con aire de conocedor, como si las palabras de Feric viniesen simplemente a confirmar una convicción que él ya se había formado.
—También yo siento esta aureola del destino alrededor de usted —dijo Bogel—. Y la siento con tanta mayor claridad cuanto que es una condición que sin duda me falta. Servimos a la misma noble causa con el mismo fervor patriótico, y creo estar a la altura de usted en la esfera intelectual. Más aún, he organizado un pequeño grupo de adeptos que me consideran el jefe. Sin embargo, después de oírlo hablar y de ver cómo las palabras de usted agitan a la gente y la impulsan a actuar, considero ridículo que el Partido del Renacimiento Humano tenga por secretario general a alguien que no sea usted. Yo puedo planear, teorizar y organizar; pero, mi buen Feric, el destino no me ha señalado como a usted. Tengo capacidad para dirigir, pero usted tiene el poder de inspirar.
Feric meditó en las palabras de Bogel, quizá con una profundidad que el individuo no había esperado. Bogel era inteligente, pero tenía un defecto: se creía aún más inteligente. El verdadero sentido de sus palabras era claro: pretendía que Feric dirigiese, mientras él gobernaba entre bambalinas. Pero había interpretado mal una de las grandes lecciones de la historia. Un hombre puede gobernar sin ser un auténtico jefe, pero un jefe auténtico no teme ser dominado por un individuo de menor categoría. Feric comprendió pues que Bogel siempre sería su servidor, y no a la inversa; así el hombrecillo siempre le sería útil, e incluso en medio de la trampa evidente que el otro estaba tendiéndole se sintió cómodo.
—Seph Bogel, ¿está ofreciéndome la dirección del Partido? —dijo Feric con cierta incredulidad calculada—. ¿Cuándo apenas esta tarde nos conocimos en la taberna? Si es así, no confío demasiado en esa gente que yo tendría que dirigir.
Bogel se echó a reír y bebió un sorbo de vino.
—A decir verdad, el escepticismo de usted se justifica —reconoció—. El Partido del Renacimiento Humano tiene a lo sumo una nómina de trescientos afiliados.
— ¡Y usted me pide que dirija eso! A menos, por supuesto, que los afiliados representen a la elite de la nación.
—Francamente —dijo Bogel—, los miembros del Partido son en general trabajadores, agricultores y artesanos, y unos pocos militares y oficiales de policía.
— ¡Insultante! —declaró Feric, realmente desconcertado ante la sinceridad de Bogel. El hombre le pedía que dirigiese el Partido, y luego prácticamente reconocía que todo el asunto era sólo una farsa.
Pero de pronto la expresión de Bogel fue de profunda sinceridad.
—Veamos la situación real. Hoy, Heldon está en manos de hombres para quienes la Gran Guerra es un oscuro recuerdo, y que están dispuestos a traicionar nuestra pureza genética con el fin de satisfacer los deseos de vida cómoda e indolente de un lumpemproletariado perezoso; para ellos las fronteras de Heldon no son más que líneas en un mapa político, y no la trinchera en una guerra santa genética. La mayoría del pueblo dormita arrullado por estos errores; el idealismo fanático que construyó nuestra gran ciudadela de pureza genética en siglos de férrea decisión y lucha heroica está convirtiéndose en un endeble individualismo. Más aún, los llamados elementos superiores de la sociedad no parecen advertir el peligro. Sólo un puñado de hombres, muchos de ellos seres sencillos que reaccionan movidos por el más profundo instinto racial, entienden la realidad de la situación. Cuando ve todo eso, ¿no le hierve la sangre?
El rostro de Bogel resplandecía de pasión, y la luz de la antorcha sintética se lo transformaba en una máscara de cólera justiciera que arrancaba chispas al alma de Feric.
— ¡Así es! —exclamó Feric—. Pero no veo la relación con el destino de su pequeño partido.
—Considere mi caso —dijo Bogel con mal disimulada amargura—. Veo el peligro mortal que amenaza a Heldon, y por lo tanto decido consagrar mi vida al cumplimiento del deber racial. Pero al mismo tiempo sólo consigo organizar un minúsculo partido que a lo sumo tiene trescientos miembros. Ante eso, ¿no le hierve la sangre?
Feric estaba profundamente conmovido; no se había equivocado acerca de las ambiciones personales de Bogel, pero había subestimado la intensidad del idealismo de ese hombre. La ambición personal y el idealismo fanático, puestos al servicio de una causa justa, eran aliados poderosos. En efecto, Bogel sería un servidor magnífico. —Comprendo su punto de vista —dijo sencillamente Feric.
— ¡Unidos podemos dirigir el curso de la historia! —exclamó apasionadamente Bogel—. Los dos comprendemos el peligro, ambos afirmamos que Heldon ha de ser gobernada por hombres de convicción férrea, absolutamente implacables, que sepan cómo sería posible aniquilar a los dominantes y someter a los cuasi hombres, y que estén dispuestos a hacerlo. He creado el núcleo de una organización nacional, y ahora se la ofrezco. ¿Aceptará? Feric Jaggar, ¿conducirá a Heldon a la victoria final?
Feric no pudo dejar de sonreír levemente ante el estilo grandilocuente de Bogel. El hombre hablaba como si le estuviera ofreciendo el Cetro Imperial, el Gran Bastón de Mando de Held, perdido hacía mucho tiempo, y no la dirección de un minúsculo partido. Más aún, no podía dejar de sentir que Bogel estaba representando la escena un poco para impresionarlo. De todos modos, y en el plano más elevado de la cuestión, Bogel era perfectamente sincero, y un hombre auténtico no podía dejar de responder a la llamada. Por otra parte, los pequeños comienzos podían desencadenar acontecimientos extraordinarios. Había llegado a Heldon solo y sin amigos; llegaría a Walder como jefe de un pequeño grupo de simpatizantes. Sin duda, el destino había puesto en su camino esa oportunidad, como indicio de la misión que le tocaba cumplir; y tenía que aceptar el reto del destino.
—Muy bien —replicó—. Acepto. Mañana tomaremos juntos el vehículo de vapor que va a Walder.
Bogel sonrió satisfecho; parecía tan contento como un niñito con un juguete nuevo.
— ¡Maravilloso! —exclamó—. Antes de retirarnos enviaré un cablegrama a la central del Partido, para que se preparen a recibirlo. Es el comienzo de una nueva era para Heldon y el mundo. Lo siento en lo más profundo de mí ser.
Cuando Feric y Bogel subieron al vehículo de vapor que los llevaría a Walder, en Ulmgarn era una maravillosa mañana, de cielo límpido y azul; Feric se sentía renovado y lleno de vigor. Más aún, en contraste con el viaje más breve de Gormond a Pormi, los dos días del trayecto hasta Walder prometían ser una experiencia sumamente grata. El vehículo borgraviano había sido un cacharro viejo y ruinoso, que por dentro parecía un instrumento de tortura mientras avanzaba a los tumbos por el borroso camino, sobre ruedas que ni siquiera parecían redondas. Había compartido ese desagradable artefacto con un hediondo rebaño de mutantes e híbridos de baja ralea. En cambio, el Céfiro Esmeralda era una máquina nueva y reluciente, y los modernos neumáticos se deslizaban suavemente sobre la legendaria perfección de los caminos helder.
El exterior de la cabina estaba pintado de un impecable verde esmeralda, cruzado por discretas rayas pardas, y el metal de la caldera y la cabina de control centelleaban a la luz. Dentro, el compartimiento estaba revestido de planchas de pino, los vidrios de las ventanillas no tenían una sola mancha, y los cincuenta asientos estaban tapizados con terciopelo rojo y rellenos de suave plumón, y casi todos los pasajeros tenían un magnífico aspecto. Este notable vehículo de vapor era un conmovedor tributo a la artesanía y la tecnología helder. Además, gran parte del camino a Walder corría entre las cañadas serpenteantes y los bosquecillos de la Selva Esmeralda, una región famosa por la belleza del paisaje. Finalmente, no viajaría solo, en medio de una turba de mestizos, sino con su nuevo protegido Seph Bogel, y en compañía de ciudadanos helder. ¡En efecto, prometía ser un viaje muy agradable!
Feric y Bogel ocuparon asientos cerca del centro del compartimiento, a igual distancia del ruido de la máquina de vapor y de los rebotes exagerados de la parte trasera; eran los asientos preferidos por los viajeros veteranos, le aseguró Bogel. El hombrecillo insistió amablemente en que el nuevo líder ocupase el asiento de la ventanilla.
Una vez que subieron todos los pasajeros, una azafata de uniforme verde y pardo salió del pequeño compartimiento detrás de la cabina del conductor; se presentó diciendo que era la verdadera mujer Garth, y repartió unos almohadones.
Se cerró la puerta del compartimiento, el vapor siseó, y se aflojaron los frenos; luego el motor emitió un latido regular, grave y potente, y en general agradable, y el vehículo salió lentamente del patio de la estación.
La máquina cobró velocidad a medida que recorría las calles de Ulmgarn, y cuando llegó al límite de la ciudad y al camino abierto, ya estaba desplazándose a más de cincuenta kilómetros por hora, y continuaba acelerando. En Borgravia nada se movía a esa velocidad, y Feric se sintió profundamente regocijado por la sensación física del movimiento. El coche no dejó de acelerar hasta que casi alcanzó los ochenta kilómetros por hora al descender un largo tramo recto de camino que pasaba entre campos verdes pulcramente cultivados, acercándose a los límites de la Selva Esmeralda, cada vez más próxima, como una pared de verdor boscoso.
—¡Mire eso! —exclamó de pronto Bogel, interrumpiendo la ensoñación de Feric. Feric se volvió y vio que Bogel señalaba por la ventanilla trasera del compartimiento algo que se acercaba con increíble velocidad.
—¡Un automóvil de gasolina! —exclamó Bogel—. ¡Apuesto a que no vio nada parecido en Borgravia!
Feric estaba al tanto de la existencia de esa maravilla, pero nunca había visto una. A diferencia de las máquinas de vapor, que quemaban madera, el coche de gasolina funcionaba impulsado por lo que se llamaba un motor de combustión interna, y estaba alimentado por petróleo. Este líquido oscuro se traía en convoyes de buques armados y protegidos, desde los países salvajes que estaban mucho más al sur; o había que comprarlo a los repulsivos habitantes de Zind. En ambos casos, los gastos eran enormes. El nuevo vehículo podía desarrollar velocidades increíbles, cerca de ciento sesenta kilómetros por hora, pero consumía un combustible muy raro y costoso. En Borgravia esos motores se usaban únicamente en la flota nacional de media docena de aviones, o en los vehículos de los funcionarios más importantes. Feric había oído decir que los automóviles de gasolina abundaban más en la civilización superior de Heldon, pero se consideró afortunado por haber podido ver uno de ellos prácticamente al comienzo del viaje.
Pocos instantes después el coche de gasolina había alcanzado al vehículo de vapor, y se movió a un costado para pasar adelante. Durante unos segundos Feric pudo ver claramente el vehículo, y comprobó que era un artefacto cuatro veces menos largo que el coche de vapor, con un tercio de altura y la mitad del ancho; adelante había un motor cubierto, luego una cabina abierta y en ella el conductor ataviado con el uniforme oficial gris y negro; por último una pequeña cabina cerrada en la que podían viajar a lo sumo seis pasajeros. Todo estaba brillantemente esmaltado de rojo con rayas negras, y era un espectáculo de veras notable mientras se adelantaba fácilmente al vehículo de vapor, tocaba la bocina, y luego aceleraba con un suave ronroneo y desaparecía donde el camino entraba en la Selva Esmeralda.
—Un día viajaremos en uno de esos coches —Feric dijo a Bogel—. ¡Así tiene que viajar un jefe! En realidad, así tendría que viajar la minoría selecta... ¡Rápidamente, y con elegancia!
—El petróleo es monstruosamente caro —señaló Bogel de mala gana—. En la situación actual, el gasto anual de este vehículo arruinaría la caja del Partido.
—No sería así si controlásemos los yacimientos petrolíferos del sudoeste de Zind —murmuró Feric.
—¿Qué?
Feric sonrió.
—Bogel, estoy pensando en el futuro —dijo—. Un futuro en que toda Heldon esté unida por excelentes caminos, e incluso los helder de medios modestos puedan tener automóviles de gasolina; un futuro en que los grandes yacimientos del sudoeste de Zind sean nuestro depósito privado de petróleo.
Bogel emitió una risita.
—¡Feric Jaggar, le gusta soñar sueños heroicos!
A lo cual Feric replicó:
—La Nueva Era será más heroica que todo cuanto yo pueda soñar ahora. Hemos de convertirnos en una raza de auténticos héroes. Y cuando lo logremos, viviremos como corresponde.
Poco después, el vehículo de vapor entró en la Selva Esmeralda. Aquí, el camino corría por la orilla derecha de un río de aguas rápidas y límpidas, y serpeaba abriéndose paso entre los frondosos bosquecillos de las tierras bajas. El conductor se vio obligado a reducir la velocidad a unos cincuenta kilómetros por hora, sobre todo en las curvas más cerradas. Ese ritmo más mesurado permitió que Feric contemplase sin apremios la famosa selva primitiva.
Los árboles mismos tenían considerable edad, y los troncos de áspera corteza habían adquirido con el tiempo unas extrañas formas de gárgola, y estaban coronados por un denso follaje verde oscuro. Distribuidos regularmente, casi a intervalos fijos, permitían que los hombres pudiesen caminar con relativa comodidad entre los bosquecillos, al mismo tiempo que se protegían del sol a la sombra densa y profunda de las ramas. El seto estaba formado principalmente por helechos, arbustos bajos y parches de pasto, así como setas y otros hongos. Nada había de la apiñada profusión y el cáncer purpúreo de la maraña mutada obscenamente que colmaba los fragmentos dispersos de la jungla borgraviana irradiada, lugares que eran como pozos negros sucios e impenetrables, donde pululaban bestias cuya imagen misma bastaba para revolverle el estómago a un hombre fuerte.
Los árboles de la Selva Esmeralda eran genotípicamente puros; no se sabía muy bien por qué este bosque había sobrevivido a la Época del Fuego prácticamente intacto, en un suelo incontaminado. Se desconocía la edad de la selva; era mucho más antigua que la propia Heldon, y podía suponerse que ya existía incluso antes de la aparición del genotipo humano verdadero.
Los cuentos de vieja sostenían que la raza humana había nacido precisamente aquí.
Podía ser mera superstición, pero en todo caso se decía que aquí, en la Selva Esmeralda, unos pequeños grupos de hombres verdaderos se hablan refugiado después del Fuego, y habían matado a los mutantes que cometían la torpeza de internarse en la selva. Finalmente, Stal Held los había unificado en el Reino de Heldon. Generación tras generación, los helder se habían extendido lentamente fuera de la selva, eliminando la mutación de las tierras bajas circundantes, hasta que Heldon alcanzó fronteras similares a las que tenía en los tiempos modernos. Éste era también el lugar a donde Sigmark IV, el último de los helder, había huido durante la Guerra Civil, refugiándose como impulsado por el instinto en la patria ancestral, donde según afirmaba la leyenda había escondido el Gran Bastón de Mando de Held, en previsión del día en que un espécimen puro del linaje real pudiese esgrimir de nuevo el arma legendaria y reclamar el trono. Sigmark IV, su corte y el linaje real habían desaparecido luego en las brumas de la historia.
Sí, la Selva Esmeralda abundaba en leyendas que se remontaban a un período anterior al Fuego, y que ocupaban un lugar especial en la historia y el alma de Heldon. Feric se sentía dominado por una emoción sobrecogedora. Alrededor la gloria del pasado se le manifestaba en aquellas leyendas, en la historia gloriosa y a veces sombría que se había desplegado allí, y en la existencia misma de la selva: una isla boscosa que había soportado el Fuego sin contaminarse, y que se había extendido a lo largo de los siglos en lo que ahora se llamaba Heldon; una Selva que era la promesa viviente de que un día las fuerzas de la pureza genética dominarían otra vez el mundo.
—Maravillosa, ¿verdad? —murmuró Bogel.
Feric sólo pudo asentir en silencio, mientras el vehículo de vapor continuaba internándose en las profundidades de la selva señorial.
Poco después que el sol pasara sobre el cenit, la azafata sirvió una comida de pan negro, salchichas frías y cerveza. Ahora, el vehículo se había internado en la selva; el camino avanzaba entre colinas bajas, onduladas, cubiertas de densos bosques, en los que podían verse conejos y a veces venados, mientras los pasajeros comían. Feric miraba de tanto en tanto a sus compañeros de viaje, si bien hasta ese momento no había cambiado con ellos una sola palabra. Al parecer, no era costumbre en los vehículos de vapor helder que los extraños se molestaran unos a otros; un grato contraste después del escándalo estridente y sórdido de los transportes borgravianos.
Los helder que viajaban en el vehículo parecían un grupo típico, y en general robusto de hombres verdaderos. Había una sólida familia campesina con ropas domingueras: alegres prendas de color blanco, rojo, amarillo y azul, sencillas pero absolutamente inmaculadas. Varios comerciantes llevaban atuendos más lujosos aunque también más solemnes, y según parecía dos de ellos viajaban con las respectivas esposas. Además, toda suerte de hombres y mujeres de aspecto respetable, cuya actividad no podía adivinarse. En general, un grupo civilizado y de aspecto culto, una muestra nada excepcional del pueblo de Heldon, y en cierto modo un tributo a la nobleza genética de la población en general.
Todos parecían obtener algún solaz espiritual del paisaje sumido en sombras profundas que el vehículo atravesaba; hablaban con voces apagadas, incluso solemnes, y las miradas no se apartaban mucho tiempo del paisaje magnífico que podía verse por las ventanillas del coche. La presencia abrumadora de tanta vida primitiva sin contaminar, la historia gloriosa de la Selva, producía lo que bien podía denominarse una atmósfera mística. Sólo un mutante de la especie más baja o un dominante sin alma podían ser inmunes a la magia del lugar.
—Bogel, siento la fuerza poderosa que emana de estos bosques —dijo serenamente Feric—. Aquí me siento orgánicamente unido a la gloria de nuestra historia racial. Casi puedo oír la voz de mis genes cantando las sagas del pasado.
—Son bosques extraños —acordó Bogel—. Y todavía hoy los habita gente extraña... grupos de cazadores nómades, recolectores de hongos silvestres y hierbas de la selva, a veces bandidos. Si puede creerse lo que se cuenta, incluso practicantes de la magia negra anterior al Fuego.
Feric sonrió.
—Entonces, Bogel, ¿teme usted a los brujos y a los gnomos de la Selva? —bromeó.
—Esas historias supersticiosas no me impresionan —replicó Bogel—. Sin embargo, he sabido que algunos antiguos sobrevivieron en esos bosques, por lo: menos el tiempo necesario para tallar el Gran Bastón de Mando de Held, destinado a Stal Held, quien vivió muchas generaciones después del Fuego. Reconozco que la idea de que en esos bosques algunos descendientes de Stal Held pueden estar conspirando para recuperar el Fuego me da escalofríos, si bien sé perfectamente que los brujos no existen.
Ante estas palabras, Feric guardó silencio. Nadie deseaba imaginar siquiera el retorno del Fuego. De esos breves días de holocausto, varios siglos antes, provenía la mayor parte de los males que aún agobiaban al mundo: la contaminación genética de la raza humana; los dilatados desiertos radiactivos que cubrían regiones considerables del globo, la existencia de los fétidos dominantes. El viejo mundo había perecido en la Época del Fuego; el nuevo, que había nacido entonces, era una amortiguada y pálida imitación de la gloria de los antiguos. Los hombres auténticos maldecirían la Época del Fuego mientras sobreviviese la raza.
Pero un día, y durante la vida del propio Feric, los verdaderos hombres comenzarían a avanzar inexorablemente por el camino luminoso que llevaba a una nueva Edad de Oro; así se lo prometió Feric, en una suerte de solemne juramento, mientras el vehículo de vapor lo llevaba hacia el norte, atravesando los majestuosos bosquecillos de la Selva Esmeralda.
Cuando el sol comenzó a ponerse, cayó sobré la selva una suerte de pesado manto de penumbras rojizas y alargadas sombras oscuras, de modo que los densos grupos de árboles retorcidos cobraban una apariencia ominosa y siniestra; mucho antes de ponerse el sol, la Selva Esmeralda ya tenía el aspecto de un bosque de noche. La mente poblaba el espacio con formas y temores nocturnos. Lo que no implicaba que la penumbra despojase de su belleza a la Selva; lejos de eso, realzaba la grandeza de los árboles, aunque ahora esta magia tenía matices más ásperos y sombríos.
El vehículo de vapor atravesó el bosque, como un objeto aislado en el espacio y el tiempo; sólo parecía real la vastedad feérica en la que se deslizaba como una criatura arrancada de su medio natural.
Pero cuando el vehículo tomó lentamente una curva muy cerrada del camino, ese espíritu de desprendimiento místico se vio brusca y ásperamente conmovido. Allí, al borde del camino, estaba el automóvil rojo que tan gloriosamente había dejado atrás al vehículo de vapor unas horas antes; estaba volcado, y parecía un enorme escarabajo muerto; tenía los neumáticos desgarrados, el cuerpo metálico deforme, rasgado, y atravesado por agujeros de bala. No se veían cuerpos, vivos o muertos.
Un murmullo de voces llenó el compartimiento del vehículo de vapor cuando el conductor lo detuvo al lado del coche volcado, con un fuerte chistido de los frenos. Siguió un silencio incómodo, cuando todos comprendieron que entre los restos no había seres vivos.
—Sin duda, obra de bandidos —dijo Bogel—. No es un caso tan raro en esta zona.
—¿Cree que hay peligro de que nos ataquen? —inquirió Feric. No sentía el más mínimo temor, sólo una extraña excitación que no alcanzaba a comprender.
—Es difícil decirlo —replicó Bogel—. Una cosa es emboscar a un pequeño automóvil de gasolina y otra muy distinta detener un vehículo de vapor de este tamaño. Sólo los Vengadores Negros montados en motocicletas podrían hacerlo, y por lo que me han dicho el principal objetivo de estos hombres es el petróleo. Por lo tanto, es improbable que nos ataquen.
El conductor del vehículo de vapor no se creyó obligado a abrir la portezuela, o a descender de la cabina; quien había atacado al coche de gasolina bien podía estar acechando en la vecindad. Luego de inspeccionar unos minutos los restos desde la seguridad de su propio coche, y convencido de que no quedaban sobrevivientes, aflojó los frenos, soltó el vapor y el vehículo se puso en marcha. En el compartimiento había una atmósfera de aprensión y firmeza decidida, como cumplía a un grupo de sólidos helder.
El vehículo de vapor continuó avanzando pacíficamente durante la media hora siguiente, y el humor de los pasajeros mejoró un poco, a medida que pasaban los minutos sin que ocurriese nada. Más adelante, el camino atravesaba un cañón entre dos colinas; otrora había sido el lecho de un río, y ahora formaba una suerte de colina natural, que volvía a internarse en las profundidades de la selva.
Cuando el vehículo estaba dejando atrás ese cañón en miniatura, un tintineo extraño se impuso de pronto al zumbido de la máquina de vapor: una serie de explosiones agudas y sucesivas, que resonaron en la noche como una manada de gigantescos pumas metálicos que se acercaban a la presa, y se fundieron en un rugido único y ensordecedor, que pareció conmover todas las moléculas materiales de la vecindad.
De pronto, una horda de fantásticas máquinas salió aullando de los bosques, a increíble velocidad, arrojando tierra y piedras al aire en una nube espantosa, y adelantando como un heraldo el estrépito terrible. Cada máquina consistía en dos grandes ruedas unidas por una estructura de tubos de acero; la rueda trasera impulsada por una cadena de transmisión desde un ululante motor de gasolina cromado, dispuesto directamente entre las piernas del conductor; la rueda delantera sostenida por una horqueta giratoria de dirección, controlada por un adornado manubrio bifurcado, de grandes mangos. Había más de dos veintenas de motocicletas, y cada una estaba adornada con festones y aplicaciones, de acuerdo con el gusto del propietario; brillantes esmaltados rojos, negros o blancos; resplandecientes parabrisas cromados, enrejados barrocos; enormes asientos tapizados de cuero o terciopelo; detrás, grandes canastos embellecidos con motivos extravagantes; colas de reluciente metal que sugerían toda clase de peces y aves. Un espectáculo increíble de potencia, metal, audacia, extravagancia, movimiento y color, en el que la noble insignia de la esvástica predominaba como un emblema unificador.
Esta brillante manada de máquinas relucientes se volcó sobre el camino y avanzó en persecución del vehículo de vapor, en un poderoso despliegue de energía sin esfuerzo. Casi inmediatamente los motociclistas alcanzaron al coche, rodeándolo por delante, por detrás y los costados, y Feric vio qué tipo de hombres montaban esos heroicos corceles de metal.
¡En verdad, eran hombres que armonizaban con las máquinas! Sujetos altos y robustos que lucían llamativas prendas de cuero negro y pardo, y flameantes capas de muchos colores bordadas con esvásticas, calaveras, relámpagos metálicos y otros diseños viriles que ondeaban tras ellos como orgullosos estandartes. Las ropas estaban profusamente tachonadas de piezas metálicas: cadenas, placas, medallones. Llevaban anchos cinturones tachonados con clavos de adorno, y de ellos colgaban dagas y pistolas y cuerdas formidables. Unos pocos usaban casco de acero cromado o esmaltado, pero la mayoría dejaba flotar en la brisa los cabellos rubios.
—¡Los Vengadores Negros! —exclamó Bogel.
—¡Magnífico! —exclamó Feric.
Feric no podía dejar de sentir el miedo de los pasajeros en el compartimiento del vehículo; Bogel estaba pálido y nervioso. Reconoció que la apariencia de esos seres era en verdad inquietante; de todos modos, había algo en el espíritu y el arrojo de los motociclistas, en el viril vigor del espectáculo que lo conmovía de veras. ¡Sin duda bárbaros, pero qué bárbaros maravillosos!
Cuando rodearon totalmente el vehículo, varios de los Vengadores Negros desenfundaron unas pistolas y dispararon tiros de advertencia al aire; el ruido poderoso de tantas máquinas sofocó los estampidos de las armas. De todos modos, el sentido de la advertencia fue bastante claro para el conductor del coche de pasajeros; clavó los frenos, dejó escapar un chorro de vapor, y detuvo el vehículo al costado del camino. Inmediatamente los motociclistas formaron un círculo alrededor, y mientras el grupo principal de los Vengadores permanecía montado en las máquinas ociosas, que continuaban ladrando y rugiendo como una manada de furiosos sabuesos de metal, una docena de individuos desmontó, inmovilizó las motocicletas, y se dirigió a la puerta del compartimiento, con pistolas y porras en las manos.
Casi inmediatamente se oyeron grandes golpes sobre la portezuela, y una voz áspera y profunda rugió:
—¡Abran a los Vengadores, o destrozaremos con las manos desnudas esta lata de sardinas, y los comeremos vivos a todos!
Los pasajeros que estaban más cerca de la puerta saltaron de los asientos y trataron de apiñarse en el fondo del compartimiento, mientras la azafata temblorosa abría la puerta; una actitud cobarde, pensó Feric, que mal podía conquistar la admiración de hombres de ese calibre.
En el compartimiento irrumpió un individuo enorme, de la misma altura de Feric, pero de musculatura más maciza. Vestía un chaquetón negro sin mangas que mostraba claramente las serpientes tatuadas en los brazos y el comienzo del tronco. Del cuello le colgaba una cadena de plata, y de ésta un cráneo de cromo, casi de tamaño natural. Tenía una pistola enfundada en el cinto, asegurado por una enorme hebilla de acero adornada con una esvástica de color rojo sangre, y en la mano sostenía una larga barra de acero cromado, rematada por un cráneo reluciente. El cabello rubio que le llegaba al hombro y la barba rubia abundante le caían en guedejas desordenadas. Del lóbulo de la oreja derecha pendía un pesado anillo de oro. Tenía la mirada sincera, franca, y ojos claros, azules. Arrastraba un manto negro, con dos relámpagos rojos bordados.
Con áspero buen humor, el individuo pellizcó el trasero de la azafata y luego la besó en la boca mientras diez de sus camaradas irrumpían tras él en el compartimiento del vehículo. El aspecto general de estos sujetos era similar al del primero: individuos corpulentos y vigorosos, de cabellos desordenados, y barbas o bigotes floridos, que hubieran requerido algunos recortes, vestidos de un modo extravagante con amplias prendas de cuero, adornadas con toda suerte de brillantes piezas metálicas, emblemas, colgantes y medallones. Blandían pistolas, garrotes, barras o diferentes combinaciones de armas, de acuerdo con el gusto de cada uno. Muchos estaban tatuados, y eran comunes los aros de oro, plata, cromo y acero inoxidable. Todos necesitaban urgentemente un baño, pues estaban cubiertos por una capa sucia y espesa de sudor y de polvo del camino.
Cuando terminó de saludar bárbaramente a la azafata, el enorme Vengador volvió una expresión agria hacia los pasajeros que se agrupaban temerosos al fondo del vehículo.
—Una roñosa pandilla de fabricantes de calzoncillos y vendedores de estiércol, ¿eh, Stopa? —observó un Vengador de cara afeitada, cabellos largos ligeramente castaños, y un anillo de plata en la oreja derecha—. Buenos candidatos para convertirlos en pasta de mutantes.
—Ya arreglaremos eso, Karm —dijo el enorme sujeto—. Eso sí, recuerda quien manda aquí. Cuando quiera tu opinión, te la pediré.
Karm guardó un hosco silencio, mientras los demás reían. Era evidente: aunque en bruto, este Stopa tenía los instintos propios de un jefe de hombres.
—Muy bien, insectos —dijo Stopa a los pasajeros—, por si últimamente no salieron de sus madrigueras, les diré que soy Stag Stopa, y que aquí están los Vengadores Negros; y si ignoran lo que eso significa, pronto tendrán la oportunidad de descubrirlo. Nos gusta viajar en nuestras motos y emborracharnos y putañear y una buena pelea y despachurrar mutantes y soplones, y pocas cosas más. No nos gustan los insolentes, los mutantes, la policía o los dominantes. Si alguien no nos agrada le rompemos la cabeza; nuestra vida es así de sencilla y honesta.
El discurso de Stopa fue tan grato para Feric como podría haberlo sido el de un niño que simplemente necesita un padre severo y más sabio que encauce unos saludables instintos animales. ¡Qué espléndida figura tenían estos Vengadores, comparados con los habitantes de la ciudad que se apiñaban al fondo del compartimiento!
—Lo que quiero que entiendan ustedes, insectos —continuó Stopa—, es que a nuestro modo somos idealistas y patriotas. Cuando creemos que un gusano es un mutante hediondo, lo matamos en el acto. De este modo limpiamos los bosques de mucha basura genética. Hacemos un favor a todos. Y puesto que hacemos favores a todos, pensamos que también tenemos derecho a pedir en cambio algunos favores. De modo que para empezar, vacíen todos los bolsillos y entreguen las carteras y los bolsos.
Un sonoro gemido de desaliento y cólera brotó de los pasajeros, pero cuando Stopa y algunos de sus hombres dieron unos pasos hacia ellos, una lluvia de carteras, bolsos y objetos de valor cayó sobre el piso del compartimiento. Incluso Bogel echó mano a su cartera, y sin duda la habría entregado si Feric, con un ademán y la mirada fría, no se lo hubiera impedido. ¡Qué poco tenían que ver con los hombres verdaderos estos cobardes y poltrones! ¡Desde el punto de vista racial cualquiera de aquellos bárbaros valía por diez de los otros!
Mientras sus hombres comenzaban a recoger el botín, Stopa se acercó a los asientos donde Feric y Bogel permanecían visiblemente aislados e inmóviles. Miró airadamente a Bogel, blandió la porra y rezongó:
—¿Dónde están sus objetos de valor, gusanito? Por lo que veo, usted bien podría ser un mutante, quizá incluso un dominante. Acostumbramos arrancar los brazos y las piernas de los dominantes, antes de asarlos vivos.
Bogel palideció como una hoja y no se movió, pero Feric habló en voz alta y audaz:
—Este hombre está bajo mi protección. Además, le doy mi palabra de honor de que tiene un linaje inmaculado.
—Y usted, ¿quién se cree que es? —rugió Stopa, inclinando su gran torso por encima de Bogel, como para paralizar a Feric con una mirada de fiereza—. Abra de nuevo la boca, y se la llenaré con mi porra.
Lenta y deliberadamente, sin dejar de mirar fijamente a Stopa, Feric se incorporó, de modo que las dos figuras enormes se enfrentaron de pie, los ojos enlazados en una lucha de voluntades sobre la cabeza de Bogel, que continuaba sentado. Durante un largo momento, los ojos azules de Stopa se clavaron en los de Feric, que emitía una mirada férrea y absolutamente decidida. Al fin la voluntad de Stopa se quebró, y el hombrón se sintió obligado a mirar a otro lado, procurando escapar a aquel irresistible ataque psíquico.
En ese momento Feric dijo sencillamente:
—Yo soy Feric Jaggar.
Un tanto recobrado, Stopa preguntó:
—¿Dónde están sus objetos de valor, verdadero hombre Jaggar?
Pero ahora la voz del Vengador carecía de ese tono decidido de absoluta convicción.
—Como usted puede ver, tengo la cartera y el bolso sujetos al cinturón —dijo Feric con voz neutra—. Y allí quedarán.
—Ya le dije que hacemos un favor a todos —afirmó Stopa, levantando nuevamente la porra—. Si usted no quiere contribuir a la causa, ha de ser un mutante o un mestizo, y a ésos los matamos. De modo que será mejor que demuestre la pureza de usted entregando las cosas, o tendremos que prepararnos un guiso de mutante.
—Ante todo, le diré que apruebo calurosamente sus sentimientos. Yo mismo ayer desembaracé al mundo de un dominante. Servimos a la misma noble causa. En usted veo a un hombre como yo, implacablemente decidido a proteger con el puño y el acero la pureza genética de Heldon.
Pareció que en cierto modo las palabras de Feric irritaban a Stopa; estudió indeciso el rostro de Feric, como si allí estuviese escrito un esquivo sentido Final. Pero sus camaradas habían terminado de recoger los objetos de valor de los restantes pasajeros, y ahora se mostraban molestos e impacientes, un tanto hoscos.
—¡Vamos, Stopa, rómpele la cara y salgamos de aquí!
—¡Aplasta a ese cerdo charlatán!
Ante lo cual Stopa viró en redondo, enfurecido, batiendo el aire con el pesado garrote.
—¡El próximo de ustedes que abra la boca, llevará sus dientes a la madriguera en un saco!
Incluso aquellos individuos ásperos y corpulentos retrocedieron ante la furia de Stopa.
Stopa volvió los ojos a Feric, el rostro aún enrojecido, los ojos irritados de cólera.
—Veamos —rugió—; usted, Jaggar, parece mejor que el resto de estos gusanos, más parecido a mí, así que en realidad no quisiera verme obligado a pulverizarlo. Pero nadie le gana una discusión a Stag Stopa, así que entréguenos sus cosas y nos iremos.
Feric reflexionó un momento. Durante el diálogo se había dejado guiar por un impulso instintivo, sintiendo que esos Vengadores estaban vinculados de algún modo con su propio destino, y que le convenía presentarse ante ellos como un héroe de férrea voluntad. Pero ahora, parecía, tendría que combatir con todos, en cuyo caso lo matarían, o entregar su dinero y perder su modesta fortuna y el respeto que pudieran tenerle. Por su parte, Bogel estaba tan aterrorizado que no se atrevía a intervenir, ni siquiera con un consejo pusilánime. Finalmente, posando en Stopa una mirada despectiva, Feric optó por la máxima audacia.
—Stopa, usted exhibe una magnífica apariencia física —dijo—. Nunca hubiera creído que era tan cobarde.
El rostro de Stopa se tiñó de púrpura, apretó los dientes, y los músculos de los brazos se le abultaron en protuberancias nudosas.
—No se atrevería a amenazarme así si no contase con la ayuda de sus hombres, y no esgrimiera ese garrote. No tengo armas —continuó Feric—. Sabe que en una lucha justa yo podría vencerlo. Un potente aullido animal brotó de los hombres de Stopa, y se convirtió en una risa burlona. Stopa se volvió y miró con hostilidad a los Vengadores, pero sin mucho efecto. Esa tropa estaba organizada como una manada de lobos; el líder dirigía solo mientras era capaz de derrotar a todos los nuevos. Ahora que lo habían desafiado, el poder de Stopa quedaba en suspenso hasta que el problema se resolviera. El propio Stopa comprendía bien la situación, al menos en un plano instintivo, pues cuando de nuevo volvió los ojos a Feric, tenía una expresión de astucia que desmentía el sonrojo de la cara.
—¿Se atreve a desafiar a Stopa? —rugió con expresión beligerante—. Sólo un Vengador puede desafiar en plano de igualdad al Comandante. Jaggar, le doy tres posibilidades: entregué humildemente sus objetos de valor, como los demás gusanos; o lo destrozamos con nuestros garrotes; o se somete a los ritos de iniciación de un Vengador. Si sobrevive, arreglaremos el resto entre los dos.
Feric sonrió ampliamente, pues eso era lo que quería.
—Aceptaré esa iniciación, Stopa —dijo serenamente—. Este compartimiento me entumeció los músculos; creo que me vendrá bien un poco de ejercicio.
Los Vengadores rugieron aprobando esta gallarda broma. Sin duda, estaban hechos de un material excelente, y sólo necesitaban una mano firme, un ejemplo deslumbrante y una meta bien definida para convertirse en animosa Tropa de Choque.
—¡Entonces, venga con nosotros! —dijo Stopa, y le pareció a Feric que una admiración de viejo lobo atemperaba la cólera del hombre. No importaba para el caso que ambos intentaran destrozarse un instante después.
—Mi amigo vendrá con nosotros —dijo Feric, indicando a Bogel—. No es un sujeto robusto, y el aire fresco le hará bien.
De nuevo los Vengadores prorrumpieron en francas risotadas, y el propio Stopa no pudo menos que unirse al resto. En verdad, Bogel sólo deseaba encontrar un agujero y desaparecer.
—¡Pues bien, traiga a su soldadito! —dijo Stopa—. Puede ir con Karm. Usted, Jaggar, viajará conmigo.
Stopa y los Vengadores sacaron rudamente a Feric y Bogel al aire frío de la noche, donde esperaba el círculo rugiente de motocicletas.
4
Aunque las sombras profundas y la fresca brisa de la noche habían descendido sobre la Selva Esmeralda, la zona que se extendía inmediatamente alrededor del vehículo de vapor parecía un turbulento infierno de metal reluciente, de clamorosos aullidos y ladridos, y de ardientes y asfixiantes vapores de petróleo. Feric siguió a Stopa hacia la motocicleta, que esperaba silenciosa en medio de la horda de ruidosos corceles metálicos.
La máquina de Stopa tenía un tamaño y un diseño apropiados a las proporciones del propietario. El motor parecía más grande que en las otras máquinas y las placas de cromo brillaban como espejos. Los manubrios eran también cromados, e imitaban los cuernos de un enorme macho cabrío; eran tan grandes, que cuando Stopa montaba la motocicleta sus puños se alzaban por encima de la cabeza, y los brazos se extendían majestuosamente en toda su longitud. El esmalte del portaequipajes era de color negro azabache, y a cada lado se veía una calavera de cromo, como la que Stopa llevaba colgada del cuello. El tanque de petróleo también era negro, y estaba adornado a cada lado con relámpagos rojos. En el asiento de cuero negro cabían fácilmente dos personas, y aún quedaba espacio para el bolso de Feric. En la culata de la motocicleta había dos aletas cromadas, como las alas de un águila. Sobre el guardabarros de la rueda delantera se alzaba una cabeza de águila, de metal plateado; en el fondo del pico abierto, brillaba un globo eléctrico.
Cuando Feric trepó a la motocicleta, Stopa puso en marcha el poderoso motor con un fuerte golpe de la bota revestida de aplicaciones de acero. Feric pudo sentir a través del asiento el latido del motor entre los muslos.
Stopa se volvió a medias y sonrió perversamente a Feric.
—Agárrese, que volamos —dijo. Y luego a sus hombres, dominando el estrépito—: ¡Adelante!
Con un brinco que casi cortó el aliento a Feric y un estrépito ensordecedor, la motocicleta de Stopa se precipitó hacia delante, se inclinó en un ángulo peligroso, viró en redondo y retornó por el camino hacia la hondonada, y ya desarrollaba por lo menos setenta kilómetros por hora. ¡Qué máquina! ¡Qué conductor! ¡Qué Tropa de Asalto podía formarse con estos Vengadores!
Feric volvió la cabeza y vio que los restantes motociclistas seguían a Stopa, en una horda apretada aunque un tanto irregular, y que Bogel, el rostro pálido como un espectro, los ojos entornados, se aferraba desesperadamente al asiento de la máquina que corría detrás de la de Stopa. Feric rio salvajemente al viento. ¡Qué fuerza tenían esos vehículos, qué impresión maravillosa producían juntos! Lo único que faltaba era orden y uniformidad.
Cuando llegó a la hondonada que se desviaba hacia la Selva, Stopa no vaciló e incluso apenas aminoró la velocidad. La motocicleta abandonó de un salto el camino pavimentado, entró por la huella escabrosa que se internaba en el bosque y se lanzó a través de los grandes corredores oscuros y feéricos, con toda la tropa aullando detrás, a poca distancia.
Siguió una cabalgata salvaje en medio de la selva oscura y sobre el suelo accidentado, algo que Feric no podría haber imaginado ni siquiera en sus momentos de fantasía más extravagante. Lanzado a velocidad vertiginosa por los senderos que aquí y allá corrían entre los árboles, rebotando y deslizándose sobre raíces y piedras y toda clase de arbustos, Stopa guio la máquina con instinto certero y un sentido de la velocidad y la dirección que logró tranquilizar totalmente a Feric. Era como si el destino guiara la motocicleta y Stopa lo supiera de algún modo, en cierto nivel; la máquina, el conductor y el pasajero formaban un Juggernaut del destino: veloz, seguro, inexorable. Aunque a cada instante parecía que la motocicleta iba a destrozarse contra un árbol corpulento o volcar a causa de una roca, un tocón o una raíz, Feric pudo relajarse y gozar de la sensación de poder y peligro, el viento en el rostro, el latido poderoso del motor entre las piernas.
Y en efecto, experimentó cierto pesar cuando, luego de una hora o poco más de esta cabalgata endemoniada, Stopa entró en un sendero irregular que pocos minutos después desembocó en un claro entre dos colinas cubiertas de bosques; allí se levantaba lo que debía ser el campamento de los Vengadores.
Distribuidas en el claro, sin ningún orden, había aproximadamente una docena de chozas. Eran construcciones reducidas y primitivas; las mejores tenían puertas de metal y ventanillas retiradas de los vehículos de vapor y los automóviles destrozados. Una de las chozas era más grande, y había además dos cobertizos de oxidadas chapas de acero. Detrás del grupo de chozas se veía la entrada de una caverna, donde un sendero muy transitado y unos restos dispersos indicaban la presencia humana. En general, un campamento sórdido, que revelaba un conocimiento primitivo del arte de la construcción.
Stopa avanzó hasta el centro del campamento, y detuvo su máquina con una maniobra final, haciéndola girar mientras apagaba el motor, de modo que concluyó levantando la rueda delantera en medio de una nube de polvo. Momentos después el resto detuvo de manera similar sus motocicletas.
Feric desmontó inmediatamente, y aún antes que el propio Stopa pudiese hacerlo, para quitar al líder Vengador la oportunidad de prohibírselo o de ordenárselo. Por su parte, Stopa pareció ignorar el significado de este acto. Se limitó a desmontar, puso las manos en jarras y miró severamente a sus hombres, que descendían de las máquinas y se alineaban ahora frente al líder. Bogel, conmovido y desconcertado, se apartó del grupo para acercarse a Feric.
—¡Esto es absurdo, Feric! —declaró Bogel—. Estos salvajes nos matarán, y sin duda devorarán luego nuestros restos. ¡Qué viaje! ¡Y esta pocilga! ¡Qué amigos se ha echado!
Feric echó a Bogel una mirada tan sombría que el hombrecillo calló instantáneamente, pero sin dejar de estremecerse. Bogel tenía la costumbre de hablar demasiado cuando el silencio era mejor arma que las palabras.
Le faltaba nervio y vigor.
—¡Muy bien! —ladró Stopa—. ¡No se queden ahí con la boca abierta! ¡Hay que preparar el rito!
Los Vengadores Negros se pusieron en movimiento. Un grupo se encaminó al bosque, a cumplir cierta misión, y otros entraron en las chozas, y reaparecieron trayendo brazadas de grandes antorchas de tres metros de largo, afiladas en un extremo. Los Vengadores fueron luego a la choza de mayor tamaño y regresaron haciendo rodar un enorme, barril de madera. Trajeron más antorchas grandes, hasta que juntaron docenas en el centro del claro. El grupo regresó del bosque cargado de ramas y troncos, y apiló el combustible. Enderezaron el barril y retiraron la tapa, revelando un mar de espesa cerveza negra. Se alzó un clamor y cada uno de los Vengadores hundió en el barril un cuerno de madera, lo extrajo desbordante, y bebió el contenido de un solo trago. Repitieron la operación, y así fortalecidos, clavaron prontamente un amplio círculo de antorchas alrededor del montón de leña.
Mientras se llevaba a cabo este trabajo, Stopa había permanecido silencioso e inmóvil al lado de Feric y Bogel, las manos en las caderas en una postura señorial, sin participar en las tareas, y sin beber cerveza con el resto. Al fin, se acercó a su motocicleta, montó, y puso en marcha el motor, Cuando la motocicleta brincó hacia delante, Stopa se inclinó y arrancó al pasar una antorcha. Le acercó un encendedor, y aun sobre la máquina recorrió velozmente el círculo completo de antorchas, encendiéndolas sucesivamente, hasta que el centro del campamento fue un anillo ardiente de antorchas que arrojaban lenguas de fuego y chispas brillantes hacia las sombras de la selva infinita. Luego condujo la máquina al interior del anillo de fuego, directamente hacia la pila de madera. Con un movimiento súbito y desconcertante, hizo girar la motocicleta aullante alrededor del pie derecho, invirtiendo instantáneamente el rumbo, mientras arrojaba la antorcha a la pila, y la encendía. Enseguida frenó bruscamente al lado del barril de cerveza, desmontó y hundió la cabeza en el líquido espumoso. Sostuvo la cabeza bajo la espuma un largo rato, y luego se apartó, chasqueando los labios.
—¡Al círculo, insectos! —rugió—. Veremos si esta noche tenemos otro hermano o un cadáver.
Los Vengadores se agruparon en el interior del círculo de antorchas, frente a Stopa y a la gran hoguera crepitante que ahora ardía detrás del jefe. Mientras Feric llevaba a Bogel al interior del anillo de fuego, el hombrecillo lo miró con una mueca traviesa y dijo:
—Bien, supongo que si he de morir esta noche, más vale que sea envuelto en un resplandor glorioso. Según parece, usted comparte mi inclinación.
Feric apretó el hombro de Bogel mientras se acercaban a Stopa; a pesar de ciertas limitaciones, era innegable que Seph Bogel tenía fibra.
Stopa extrajo el enorme garrote y se apoyó en él en actitud insolente, como si fuera un bastón.
—Muy bien, Feric Jaggar —gritó—, la cosa es muy sencilla. Ahora está dentro del círculo de fuego; cuando lo abandone, será un Vengador o un cadáver. Si sobrevive, aunque no lo creo, se convertirá en un Vengador, y tendrá derecho a desafiarme. Así es el juego, insecto; sólo tiene que sobrevivir a las tres pruebas: la Prueba del Agua, la Prueba del Fuego y la Prueba del Acero. De modo que empecemos. Traigan el cuerno grande.
Al oír esto, un Vengador corpulento, de barba rubia, que vestía un chaquetón negro adornado con una esvástica carmesí, abandonó el círculo de antorchas. Pocos instantes después regresó trayendo un cuerno de proporciones verdaderamente heroicas. Este enorme recipiente había sido tallado en un bloque de madera oscura, parecido a los otros, pero tres veces más grande, y cuatro o cinco veces mayor que los jarros comunes de cerveza usados en las tabernas; estaba cubierto de tallas que reproducían cabezas de caballos, águilas, esvásticas y serpientes en posición de ataque.
Stopa se apoderó del cuerno, lo hundió en el barril de cerveza y lo sacó desbordante de líquido y espuma. Alzó el recipiente con ambas manos, y declaró:
—Quien no pueda beber este cuerno de cerveza sin detenerse a respirar no es bastante hombre para merecer el título de Vengador.
Entregó a Feric el cuerno de cerveza, y extrajo la pistola. El cuerno era tan pesado que Feric necesitó las dos manos para sostenerlo.
—Bébalo todo, Feric Jaggar —dijo Stopa—, y habrá pasado la Prueba del Agua. —Amartilló la pistola, y aplicó el caño directamente en la base del cráneo de Feric—. Pero si se detiene a respirar una sola vez, todo habrá acabado para usted. Feric sonrió valerosamente.
—Reconozco que el viaje me secó un poco la garganta —dijo—. Agradezco tan magnánima hospitalidad.
Dicho esto, Feric vació los pulmones, sorbió una gran bocanada de aire, llevó a los labios el cuerno, y vertió directamente en la garganta un gran trago de la cerveza espesa y poderosa. Después de llenarse la boca y la garganta casi hasta ahogarse, tragó el líquido, mientras continuaba vertiendo más cerveza en la boca. El segundo gran trago siguió inmediatamente al primero, y entre tanto vertió un tercero; de ese modo la cerveza pasaba del cuerno a la boca, atravesaba la garganta y llegaba al estómago en un continuo torrente.
Con rapidez cada vez mayor, Feric tragaba la cerveza oscura y fuerte, casi sofocándose, sintiendo el dolor en los pulmones y el frío metal de la pistola amartillada de Stopa contra la nuca. La cabeza le daba vueltas y se le doblaban las rodillas, por falta de oxígeno y exceso de alcohol, pero esforzándose, recurriendo a las últimas reservas de su voluntad, sintió que la energía psíquica combatía heroicamente contra el dolor en el pecho, la presión en la garganta y la sensación de debilidad en las rodillas. Tragó océanos de cerveza, y luego de una eternidad donde no había otra medida que el zumbido en los oídos, el dolor en el pecho, la pistola en la cabeza y el torrente sofocante de cerveza en la boca y la garganta, el cuerno entregó al fin una última gota.
Exhalando una gran bocanada de aire viciado, Feric arrojó el cuerno vacío al grupo de Vengadores Negros, que rugieron virilmente, aprobando la hazaña. Stopa retiró la pistola y miró a Feric con una suerte de renuente respeto.
Por su parte, Feric aprovechó este momento para respirar a bocanadas, mientras la fuerza le volvía lentamente a las rodillas. Del gran fuego detrás de Stopa se alzaban unas nubes de humo anaranjado y chispas brillantes, como una ofrenda al cielo oscuro; alrededor de las antorchas había una aureola de luz.
—No es mala bebida —dijo al fin Feric, cuando recuperó el aliento—. ¿Tal vez usted quiera probarla?
Los Vengadores aullaron riendo, y uno de ellos arrojó el gran cuerno a Feric, mientras Stopa contenía una cólera silenciosa. Feric hundió el cuerno en el barril, y lo entregó desbordante a Stopa.
Stopa recibió el cuerno de manos de Feric, lo llevó a los labios sin detener el movimiento, y aspiró rápidamente antes de comenzar a tragar la cerveza con grandes resuellos y jadeos, de modo que buena parte del líquido le chorreó sobre el chaquetón y la barba. Concluyó sus tragos con una serie de antiestéticos sofocos, toses y arcadas, pero de todos modos logró vaciar el cuerno.
Stopa arrojó a un lado el cuerno y permaneció de pie, jadeante, envuelto en el resplandor anaranjado como una gran ave de presa, los ojos inflamados por la bebida y la cólera, los músculos tensos y nudosos, el chaquetón de cuero negro manchado de cerveza brillando a la luz del fuego.
—¡Veremos! ¡Veremos! —rugió Stopa, un tanto embriagado—. Le gusta el sabor de la cerveza ¿verdad, Jaggar? Bien, ¡veremos qué le parece el sabor del fuego! ¡Preparen las baquetas! ¡Tráiganle una motocicleta! ¡La Prueba del Fuego!
Los Vengadores inmediatamente rompieron filas y se acercaron a las antorchas clavadas en tierra, y cada uno de ellos se apoderó de una lanza de fuego. Se dispusieron prontamente en dos filas paralelas de unos veinte hombres a cada lado, formando un corredor de algo más de medio metro de ancho cuando extendían los brazos con las antorchas. Las llamas bailoteaban agitadas por el viento, iluminando con intermitentes lenguas de fuego el estrecho corredor.
Un motor se encendió en la oscuridad, más allá del alcance de las luces, y un instante después una motocicleta esmaltada, de color carmesí, con grandes aletas cromadas que exhibían esvásticas negras en círculos blancos, fue llevada a un extremo del corredor en llamas por un Vengador de chaquetón de cuero negro, con una esvástica blanca en un círculo rojo. El Vengador desmontó, y sostuvo la máquina; pero dejó en marcha el motor, que zumbaba y rezongaba.
—Me quedaré en un extremo de la línea —gritó Stopa, para beneficio de los Vengadores tanto como de Feric—, y usted, Jaggar, vendrá hacía mí en la motocicleta de Sigmark, Los verdaderos Vengadores pueden hacerlo; tenemos el cuero demasiado duro, y sólo nos hace daño el fuego celeste de los Antiguos.
Al oír esto, las dos filas de Vengadores prorrumpieron en gritos y agitaron las antorchas.
Con movimientos lentos y deliberados, Feric se acercó a la motocicleta, que lo llamaba con una grave voz metálica desde el extremo de las baquetas de luego. Más allá de las llamas luminosas y parpadeantes del corredor, veía a Stopa contemplándolo con cara tosca y alcohólica; la insolencia de aquel rostro enrojecido era como un reto deliberado a la virilidad de Feric. Feric pensó entonces que no se limitaría a sobrevivir a la prueba; aprovecharía la oportunidad para arrojar su propio reto al rostro arrogante de Stopa. Así, este individuo simple pero animoso sabría quién era Feric.
El Vengador llamado Sigmark instruyó brevemente a Feric acerca del modo de manejar la motocicleta: bajando la palanca con el pie izquierdo podía aumentarse la velocidad; girando el cilindro del manubrio derecho se regulaba la marcha; y bajo el pie derecho y la mano derecha estaban los frenos delanteros y traseros, respectivamente. En fin, la palanca bajo la mano izquierda gobernaba el embrague. Todo parecía bastante claro.
Feric montó el corcel metálico y aferró firmemente los manubrios. Quitó el embrague, movió la mano derecha, e instantáneamente el motor aulló, y Feric pudo sentir la potencia que le recorría todo el cuerpo. Pareció que este acto creaba una relación inmediata con la máquina, que ahora era una prolongación de la carne del conductor, como si la fuerza increíble generada por el motor estridente penetrase directamente en el alma del hombre. En ese momento, Feric tuvo la férrea convicción de que ese corcel podía llevarlo sin daño a través del fuego, y de que él, Feric, era capaz de rematar la prueba como lo exigían las circunstancias: resueltamente, con absoluta confianza, y sin vacilaciones. No era una prueba de capacidad física, sino más bien de heroísmo. Un héroe auténtico podía afrontarla sin riesgo, pero bastaba una pizca de cobardía o vacilación para que acabara en desastre. Feric tuvo que admirar los instintos de esos hombres que habían ideado una prueba tan perfecta de la verdadera virilidad.
Sin más titubeos, Feric retiró el sostén de la motocicleta, se inclinó todo lo posible sobre el tanque de petróleo, de modo que casi colgaba de los brazos extendidos y aferrados a los manubrios; arrancó al motor un terrible rugido que le atravesó todo el cuerpo con pulsaciones de energía, puso en marcha la máquina con un movimiento decidido de la bota, y movió el embrague.
Escupiendo piedras y tierra, y alzando la rueda delantera, la motocicleta saltó hacia delante. Confiando inexorablemente en la unidad del hombre y la máquina, una unidad que sentía en el cuerpo y el alma, Feric llevó la motocicleta directamente hacia el corredor de fuego. Lejos de sentirse atemorizado, experimentaba cierto goce sublime, una emoción viril; se precipitó resuelta y heroicamente hacia las llamas.
Casi enseguida, se vio envuelto en un universo de calor intenso, llamas anaranjadas y sobrecogedora velocidad; sólo estas cosas elementales existían para él, mezclándose en una áspera esencia de poder que le colmaba el cuerpo y le alimentaba el espíritu. No tenía otro pensamiento que el de mantener abierto el regulador, y evitar que la máquina se desviase. No sentía miedo ni ningún dolor; sólo la impresión de que iba montado sobre el Juggernaut del destino; en verdad, pareció que transcurría sólo un instante hasta que irrumpió de las llamas y emergió, chamuscado pero indemne, del otro lado de las dos filas.
Los Vengadores agitaron las antorchas y vivaron salvajemente mientras Feric describía un círculo para regresar a Stopa, Por su parte, Feric pensaba que el juego no estaba aún bien jugado; le había sido bastante fácil evitar la derrota, pero no se sentiría satisfecho mientras no hubiese vencido del todo.
Cuando detuvo la motocicleta al lado de Stopa, rugió su desafío:
—¡Stopa, vuelva a pasar conmigo si se atreve!
En el rostro alcoholizado de Stopa se dibujó una serie completa de expresiones: cólera, temor, provocación y rabia.
—Vamos, Stopa, que no se enfríe el fuego —lo acicateó Feric—, ¡Si no es bastante hombre, confiéselo!
Con un alarido, gutural de furia y desafío, Stopa saltó a la motocicleta, detrás de Feric. Antes que el jefe Vengador pudiese mostrarse más heroico, Feric aceleró el motor, y la motocicleta avanzó entre las llamas.
De nuevo Feric se vio envuelto en un mundo de fuego y velocidad; y por segunda vez la motocicleta salió del túnel llameante, con su carga humana chamuscada pero indemne.
Los Vengadores rompieron filas y danzaron un salvaje rito caníbal de gritos y antorchas llameantes alrededor de la motocicleta. Feric detuvo la máquina con un chirrido estridente y desmontó junto con Stopa.
Ahora, Stopa miraba a Feric con una mezcla de respeto y furia. Sin duda, estaba ya convencido de que se había comprometido en una prueba de voluntad y heroísmo con un hombre que por lo menos era un igual. Otro de menor jerarquía quizá hubiera reconocido el hecho con un gesto fraterno, salvando la situación con elegancia.
Pero, dicho sea en su honor, Stopa se sentía dominado por una cólera inextinguible; era evidente que estaba decidido a llevar hasta el fin esa lucha por la supremacía espiritual y física, sin que le importase la futilidad de su propia causa.
—¡La prueba final es la Prueba del Acero, Jaggar! —gritó de modo que todos le oyesen—. Luchamos con garrotes. Generalmente, me limito a jugar con el ratón de turno hasta que llego a la conclusión de que es un sujeto meritorio, o que no lo es, y entonces lo mato. Si exigiese que cada nuevo Vengador me derrotara en combate, nunca daríamos la bienvenida a un nuevo hermano, pues nadie jamás ha podido compararse conmigo en el uso del garrote.
Stopa hizo una pausa, y miró a Feric con una expresión fría y colérica en la cual la malicia y la admiración concedida de mala gana se habían fundido en una decisión implacable. Había algo en la atmósfera psíquica generada por esta confrontación que hizo callar a los Vengadores; ahora miraban en silencio al líder y al audaz retador. —Pero en su caso, Jaggar —continuó Stopa—, haremos mejor las cosas. En lugar de pegarnos como mocosos que juegan, pelearemos a muerte. Los dos armados de garrotes de acero. El mejor conservará la vida.
El silencio se hizo más sombrío; la broma y el áspero buen humor que habían acompañado hasta entonces el rito de iniciación se disiparon de pronto, pues el duelo que ahora se iniciaba comprometía la suerte de todos. Feric no necesitaba que le dijeran que quien derrotase al antiguo jefe ocupaba su lugar; en una banda como ésa; no había otro modo —salvo la muerte fortuita del viejo jefe— de que el poder cambiase de mano. Era una ley inscrita en la profundidad de los genes humanos auténticos; en realidad, se remontaba todavía más allá... era una ley del propio protoplasma, la norma básica de la evolución, la ley del más fuerte. Bogel lanzó a Feric una mirada fría, y luego severa, como indicando que entendía la verdadera importancia de la situación, y que su fe en Feric era absoluta e inconmovible.
—¡Traigan un arma! —ordenó Stopa—. ¡Traigan el Cetro de Acero!
Siete robustos Vengadores se apartaron del fuego y se hundieron en las sombras. Casi inmediatamente uno de ellos volvió trayendo un viejo y maltratado garrote de longitud y grosor considerables; el eje de acero inoxidable un tanto manchado y marcado por las vicisitudes de mil batallas. El individuo ofreció el arma a Feric. Examinándola con atención, Feric alcanzó a ver unos borrosos grabados de serpientes; el extremo, que al principio le había parecido una simple esfera de acero, representaba sin duda un gran ojo. Feric sopesó el arma con la mano derecha. Era quizá demasiado liviana, pero estaba bien equilibrada y medía algo más de medio metro. La sacudió en el aire; se movía bien y bastaba para destrozar un cráneo. Un garrote muy usado pero honorable; le serviría.
Ahora, Stopa presentó su propia arma, y con ella descargó varios golpes al aire. Feric la examinó con cuidado, Stopa tenía un garrote realmente heroico. Medía unos buenos quince centímetros más que el arma de Feric, y a juzgar por el modo en que Stopa la movía, quizá pesaba una cuarta parte más. El eje de acero estaba revestido de cromo brillante, y el extremo representaba una calavera, aparentemente el motivo favorito de Stopa. El mango de madera estaba forrado de cuero. Era obvio que habían dado a Feric un garrote que de ningún modo podía compararse con aquél, ni por el tamaño ni por la forma; pero también era evidente que hubiera sido poco viril protestar y quejarse.
Cuando Feric y Stopa estaban terminando estos movimientos preparatorios, se oyeron unos resoplidos y jadeos que se acercaban a la zona del fuego, y enseguida aparecieron los seis Vengadores restantes, gimiendo extrañamente bajo lo que parecía un peso despreciable: una especie de plataforma de madera qué llevaban entre todos.
Pero cuando llegaron al lugar donde Feric y Stopa estaban de pie, mirándose, y depositaron en el suelo las angarillas, Feric lanzó una exclamación de asombro, y lo comprendió todo.
Las angarillas estaban cubiertas de inmaculado terciopelo negro, y sobre ellas, en toda su increíble magnificencia, descansaba el Gran Cetro de Stal Held, el perdido cetro del poder real, ¡el Cetro de Acero!
La mera apariencia física del Gran Cetro era sobrecogedora. El mango, un trozo macizo de la antigua sustancia lechosa llamada marfil, estaba revestido con un viejo material que aún brillaba como el rubí. El eje era un cilindro reluciente de metal, y tenía una longitud de aproximadamente un metro veinte, y el grosor del antebrazo de un hombre. Adornado en toda su circunferencia por relámpagos rojos entretejidos, parecía empapado recientemente en sangre. El extremo era un puño de acero de tamaño natural; en realidad el puño de un héroe. Sobre el tercer dedo de esta mano metálica había un anillo con el signo de la esvástica negra sobre un fondo blanco, dentro de un círculo de fuego carmesí; los colores tan vividos como si los hubiesen pintado pocas horas antes, y no siglos atrás.
Feric miró el garrote místico, con maravilla mal disimulada, y dijo en voz baja:
—¿Comprende qué es esta arma?
Stopa sonrió altivamente a Feric, pero no pudo evitar que una cierta ansiedad le suavizase un poco los rasgos feroces.
—Es el Cetro de Acero —dijo—. El poder de los viejos reyes de Heldon procedía de este cetro. ¡Ahora es propiedad de los Vengadores Negros!
—¡Es propiedad de toda Heldon! —rugió Feric.
—¡Lo encontramos en una cabaña en lo profundo de la Selva cuando ustedes, insectos, lo creían perdido para siempre! —rezongó Stopa, aunque era evidente que no se sentía seguro—. ¡Y ahora es nuestro! —Rio sardónicamente—. Si usted lo quiere, Jaggar, ¿por qué no se acerca, y lo recoge y se lo lleva?
Los Vengadores festejaron con risas la pregunta, pero también mostraron cierta inquietud; de instintos simples pero auténticos, sabían que el Cetro de Acero y las artes antiguas que lo habían forjado no eran cosa de broma.
Por su parte, Feric apreciaba la ironía de las palabras de Stopa quizá con mayor lucidez que el propio Vengador. La leyenda afirmaba que Stal Held había ordenado que el arma fuese forjada por una comunidad clandestina de brujos cautivos, quienes habían conservado la ciencia antigua durante la Época del Fuego, y aun después; y una vez terminada el arma, Held había destruido a las malvadas criaturas. Gracias a un arte ahora olvidado, esos brujos perversos habían construido el garrote de tal modo que sólo el propio Held y los portadores de la misma estructura genética podían esgrimirlo. La aleación misteriosa con la que se había forjado el arma le daba el peso de un enorme peñasco; un hombre común no podía sostenerlo, y menos aún empuñarlo. Pero el contacto con una carne de genes reales liberaba una cierta energía contenida en el Gran Cetro, de modo que la mano de un héroe de auténtico linaje real podía esgrimir lo sin esfuerzo, como una rama de sauce, si bien para quienes soportaban los golpes continuaba teniendo la masa de una pequeña montaña. Así, el Gran Cetro era al mismo tiempo el símbolo del Rey de Heldon y la verificación definitiva de un linaje. Algunos insistían en que todas las dificultades que habían agobiado a Heldon desde la desaparición del cetro durante la Guerra Civil tenían una sola explicación: el gobierno había caído en manos incapaces de esgrimir el Gran Cetro; en opinión de esta gente, Sigmark IV había sido el último gobernante legítimo de Heldon. Por lo tanto, esgrimir el Gran Cetro equivalía en un sentido muy real a demostrar el derecho histórico de gobernar a Heldon. Eso era lo que Stopa había sugerido sarcásticamente a Feric.
Y, sin embargo, sin saber muy bien por qué, Feric sintió el impulso absurdo de hacer precisamente eso; el garrote parecía evocar en él algo muy hondo, parecía despertar una vibración profunda, casi cósmica, anhelante. Sin duda muchos hombres habían sentido lo mismo; se conocían muchos relatos de héroes que habían tratado de levantar el Cetro de Acero, y en todos los casos el desenlace era como una advertencia contra un pecado de excesivo orgullo.
—¡Basta ya de cavilar frente a un arma que ningún hombre viviente puede esgrimir! —dijo al fin Stopa, interrumpiendo la ensoñación visiblemente mística—. ¡Usted tiene su garrote y yo el mío, y hombres como nosotros no necesitan más! ¡Defiéndase!
Dicho lo cual, Stopa corrió hacia Feric, el garrote en alto, y lo descargó con un golpe que hubiese podido partir un cráneo como una cáscara de huevo.
Pero Feric se había apartado hacia la derecha, y cuando el garrote de Stopa descendió silbando y golpeó el espacio vacío donde había estado la cabeza de Feric, éste asestó un golpe lateral sobre el cuerpo del arma, cerca del mango, de modo que el Vengador casi perdió el garrote. El primer choque del acero contra el acero disipó la atmósfera solemne, y los Vengadores gritaron y agitaron las antorchas en el aire.
Cuando Stopa, reaccionando con admirable rapidez, alzó de nuevo el garrote para descargar otro golpe, Feric blandió su propia arma a baja altura, con el fin de destrozar la rodilla de Stopa. Stopa se echó hacia atrás, evitando el golpe, aunque Feric alcanzó a hundirle en el estómago el extremo del arma.
Pero mientras Feric retrocedía, Stopa consiguió golpear la punta del arma de aquél, sacudiéndole el brazo e impidiéndole aprovechar la momentánea ventaja.
Los dos hombres se separaron un poco, se movieron en círculo, y casi simultáneamente cada uno apuntó a la cabeza del otro; los aceros chocaron con violencia. Los Vengadores aprobaron estruendosamente este enfrentamiento titánico, a pesar de que los golpes no tuvieron otro resultado que conmover los brazos de los dos rivales.
Casi inmediatamente, otros dos golpes paralelos, esta vez al nivel de las costillas, concluyeron también en una suerte de empate. Enseguida, Feric apuntó a la cabeza, y Stopa al vientre de su adversario. Pero los dos golpes fueron cortos, y los garrotes silbaron en el aire.
Stopa retrocedió rápidamente varios pasos, y luego se abalanzó sobre Feric, apuntándole a la cabeza; éste paró el golpe, y desvió con el garrote otra embestida dirigida al pecho, y luego otra similar al costado. Tuvo que detenerla con el eje del arma, y el golpe le estremeció el brazo. Fingiendo un dolor que no sentía, retrocedió en aparente desorden, mientras los Vengadores aullaban y Stopa corría hacia él, el garrote en alto para asestar el golpe decisivo. De pronto, Feric se detuvo, saltó a un costado mientras el arma de Stopa bajaba en un arco poderoso, y volviéndose, lanzó un golpe a la pierna del Vengador; Stopa se movió a tiempo y lo recibió en la nalga, gritó de dolor y continuó descargando el garrote. Desde la posición agazapada en que estaba, Feric alzó un poco el arma para detener aquel golpe terrible.
El garrote de Stopa dio en el centro del arma de Feric, y éste deliberadamente aflojó un poco el brazo para amortiguar el impacto.
Pero en lugar del sonido limpio del metal, se oyó un crujido y un desgarramiento. El garrote de Feric se partió en dos bajo el golpe de Stopa, y el propio Feric se encontró sosteniendo en la mano el inútil mango dentado.
Stopa esbozó una sonrisa maligna, mientras permitía que Feric se incorporase. Lenta, deliberadamente, con el garrote a la altura del pecho, comenzó a acercarse a Feric, mientras éste retrocedía. El sentido del movimiento era perfectamente claro: no se trataba de una pelea de caballeros; el destino había inutilizado el arma de Feric, y no se le daría cuartel. Y tampoco, pensó Feric, él lo pediría. Si su destino era morir así, lo afrontaría heroicamente, peleando hasta el final con lo que tuviese a mano, y si era necesario con los puños desnudos.
Stopa dirigió un garrotazo a la cabeza de Feric, quien saltó hacia atrás. Luego el Vengador le lanzó un golpe a las costillas, y Feric atinó a pararlo con los restos del garrote; nuevamente tuvo que retroceder, casi perdiendo el equilibrio. Stopa alzó entonces el arma y la dejó caer sobre la cabeza de Feric. De nuevo Feric apenas pudo detener el golpe, que le arrebató lo que quedaba del garrote.
Con un alarido animal, Stopa apuntó a la rodilla de Feric, obligándolo a retroceder en desorden. Al fin Feric tropezó con una piedra o una raíz, y cayó al suelo. Stopa alzó el arma sobre la cabeza del caído; Feric rodó sobre sí mismo para evitar el golpe y el extremo del arma se hundió en la tierra, a pocos centímetros de su cuerpo. Stopa golpeó de nuevo, y Feric volvió a rodar. Una y otra vez Feric evitó apenas la muerte rodando por el suelo, pero en cada ocasión Stopa estaba sobre él antes que pudiese incorporarse.
Feric rodó por última vez cuando el garrote de Stopa le silbó en el oído; pero esta vez rozó las angarillas de madera que sostenían el Cetro de Acero. La sorpresa le costó unos preciosos segundos; más aún, ahora apoyaba el torso en el costado de las angarillas, y ya no podía continuar rodando. Stopa aulló, alzó el garrote, y lo descargó en un arco irresistible.
Sin pensarlo conscientemente, Feric llevó atrás la mano, aferró el mango del Cetro de Acero y lo levantó para parar el golpe. El arma de Stopa golpeó el eje grueso y resplandeciente del arma legendaria, e instantáneamente se partió en pedazos.
Un clamor increíble, casi inhumano, se elevó de los Vengadores; luego se oyó un gemido grave e incrédulo, que se apagó casi enseguida. Stopa retrocedió algunos pasos, y dejando caer los restos del arma se, arrodilló, los ojos bajos, la cabeza inclinada. Un instante después, los otros Vengadores lo imitaron en este acto de homenaje, sosteniendo ante ellos las antorchas llameantes. El mismo Bogel, totalmente confundido, no pudo quedarse de pie en ese momento histórico.
Por su parte, el propio Feric apenas podía comprender la enormidad de lo que había hecho. En la mano sostenía el Cetro de Acero, el Gran Garrote de Held, y le parecía que no pesaba más que una vara de madera; se hubiera dicho que él poder que la sostenía triunfalmente en alto corría por el eje del arma, atravesaba el mango y penetraba en el cuerpo de Feric; un poder al mismo tiempo simbólico y material. Los genes de la casa de Heldon residían en él, Feric Jaggar; esa idea se le aparecía ahora con una claridad absoluta y cristalina. El linaje real había estado escondido durante siglos; no era irrazonable presumir que el genotipo se manifestaría nuevamente, desprendiéndose del caudal genético general de Heldon. El hecho de que él sostuviera sin esfuerzo el Gran Garrote demostraba de modo indiscutible que eso era exactamente lo que había ocurrido.
Lentamente, dominándose. Feric se incorporó manteniendo sobre la cabeza el garrote enorme y reluciente; la luz del fuego, a sus espaldas, lo bañaba en un fiero esplendor anaranjado, y arrancaba reflejos acerados al poderoso cilindro.
Stopa se arrodilló ante Feric, y su rostro mostraba una sumisión de noble y cósmica profundidad.
—Mi vida está en tus manos, señor —murmuró humildemente, sin alzar los ojos.
La verdadera importancia de lo que había ocurrido impregnó al fin todo el ser de Feric, El destino lo había llevado a Ulmgarn, el destino lo había unido a Bogel, de modo que ambos subieron a un vehículo que no era el que había pensado utilizar, y así se encontraron con esos nobles bárbaros; el destino lo había llevado a través del tiempo y el espacio, y ahora tenía en la mano el Gran Garrote de Held. El sentido era claro: él era el verdadero gobernante de Heldon; ahí, en su mano, estaba la prueba. Sólo restaba obtener el poder necesario para alcanzar la posición que le correspondía. Tal era su destino, su deber, su meta: tener en sus manos a toda
Heldon, así como ahora sostenía el Cetro de Acero; expulsar a los mutantes y a los dominantes, y luego reclamar hasta el último centímetro de suelo en beneficio del genotipo humano auténtico. Tal era su misión sagrada. No podía ni debía fracasar.
Envuelto en el resplandor del fuego, en lo profundo de la Selva Esmeralda, el hogar ancestral de Heldon, Feric Jaggar sostuvo triunfalmente en alto el Cetro de Heldon a la luz de las llamas, de pie frente a sus esbirros arrodillados. Ni en su mente ni en la de esos hombres cabía la menor duda; ahora eran los adeptos fanáticos de Jaggar, leales hasta la muerte.
Feric bajó al nivel de la cintura el Gran Garrote, y sosteniendo ante sí el eje de acero reluciente se aproximó a Stag Stopa que seguía arrodillado.
—Levántate —dijo.
Stopa alzó los ojos hasta la gran cabeza reluciente del garrote, una esfera tallada, el puño de un héroe, un anillo de sello con la esvástica en el tercer dedo. Comenzó a obedecer la orden de Feric, vaciló, y luego posó los labios sobre la esvástica en el cabezal del Gran Garrote. Sólo entonces se puso de pie.
Profundamente conmovido por este acto espontáneo de lealtad, Feric permitió que primero Bogel y luego cada uno de los Vengadores, besase el emblema de la esvástica en el extremo del arma heroica. Uno por uno los hombres completaron este rito de sumisión, y se incorporaron; los Vengadores sosteniendo orgullosamente en alto las antorchas, los ojos relucientes como carbones encendidos a la luz del fuego.
Cuando todos estuvieron virilmente de pie ante él, Feric habló:
—¿Me seguiréis todos sin discutir, con total y fanática lealtad a la causa de Heldon y la pureza genética, hasta la muerte si es necesario?
La respuesta fue un rugido colectivo de afirmación. Eran muchachos excelentes, apropiado material para una Tropa de Choque.
—Muy bien —declaró Feric—, ya no sois más los Vengadores Negros. Os rebautizo con un nombre cuya nobleza tendréis que merecer; y no hagáis nada que la traicione.
Feric señaló el cabezal del Gran Garrote: el puño de acero con la esvástica negra sobre blanco, en un círculo de color rojo brillante, como un sol naciente a la luz del fuego.
—¡Ahora sois los Caballeros de la Esvástica! —gritó Feric. Extendió hacia delante el brazo libre, a la altura de los ojos, en el antiguo saludo real—. ¡Hail Heldon! —gritó—. ¡Viva la Esvástica! ¡Viva la Victoria!
Casi inmediatamente, Feric se encontró frente a un bosque de brazos extendidos, y la Tropa de Asalto que acababa de bautizar rugió espontáneamente:
—¡Hail Jaggar! ¡Hail Jaggar! ¡Hail Jaggar!
El cuerpo de Feric se enderezó, orgulloso y decidido: de pie, en lo profundo del hogar ancestral, una figura de nobleza resuelta, un héroe trascendente, enmarcado en llamas.
5
Desde el comienzo, Feric había decidido que no sería sensato ni provechoso llegar a Walder de incógnito, como un viajero común; cuando entrase en la ciudad tendría que hacerlo con la pompa y circunstancias más convenientes. Es decir, que ante todo afirmaría su posición como líder indiscutido del Partido; en segundo lugar introduciría cambios en la nomenclatura y el estilo; y por último, la desordenada tropa de motociclistas se equiparía y ataviaría con nuevos uniformes partidarios de llamativos colores. Sólo así entraría en Walder a la cabeza de los Caballeros de la Esvástica.
Por consiguiente, había ordenado a Bogel que alquilase un lugar de reuniones amplio y aislado, y que convocase allí a los notables del Partido. Bogel había alquilado una hostería situada en la cima aplanada de una pequeña montaña, todavía dentro de la Selva Esmeralda, pero cerca del límite septentrional, quizá a unas dos horas de Walder en vehículo de vapor; la ciudad se extendía sobre la llanura que se abría hacia el norte. Para llegar al refugio, los líderes partidarios tendrían que recorrer un camino de tierra largo y sinuoso que ascendía hasta la cúspide entre bosques espesos y hondonadas abruptas, con lo cual el trayecto ejercería cierta influencia psicológica. El refugio mismo era un edificio sencillo pero impresionante: una construcción larga y baja de una sola planta, de granito y argamasa, frente a la explanada en la que terminaba el camino de tierra, con un portal de madera, y enmarcada por árboles y matorrales. Desde esta fachada del edificio se veía un mar interminable de árboles, un espectáculo que descansaba la vista y reconfortaba el espíritu.
Adentro había un gran salón, flanqueado a izquierda y derecha por alas de dormitorios, que permitían albergar a varias veintenas de hombres. La hostería, vacía durante la estación, se adaptaba muy bien a los propósitos de Feric. Estaba bastante cerca de la ciudad, lo que facilitaba los preparativos necesarios, y al mismo tiempo bastante aislada como para asegurar el secreto de la reunión. Más aún, el acto mismo de convocar a aquellos habitantes de la ciudad a un medio rural era un modo de indicarles el grado de indiscutida lealtad que el nuevo líder exigía. Además, los privaba de las ventajas psicológicas que podían tener si se reunían con Feric en su propio terreno.
Feric decidió recibir a los miembros partidarios en el salón. Las paredes del recinto eran de piedra desnuda, y el piso estaba formado por planchas de madera sin cepillar. Un círculo de antorchas cerca de la base del alto cielo raso abovedado se sumaba a la luz del atardecer, y un fuego intenso ardía en el gran hogar de la pared que daba al oeste. Las paredes mismas estaban adornadas con cornamentas, cabezas de caballos, rifles, arcos, lanzas, garrotes y otros elementos de la actividad del cazador.
En el centro del salón había una gran mesa de roble, cubierta con un manto de terciopelo rojo; el Gran Garrote de Held descansaba allí en su reluciente esplendor. Se habían dispuesto hileras de sillas a lo largo de los costados de la mesa, y el propio Feric se instaló a la cabecera, en una silla un poco más alta que las restantes, frente a la entrada del recinto. Detrás, las puertas que daban a un ancho balcón estaban abiertas de par en par, revelando un paisaje sobrecogedor: el límite septentrional de la Selva y la ondulada llanura que se extendía más allá, pulcramente dividida en un damero de granjas individuales; la propia Walder resplandecía como una ciudad espectral en la línea del horizonte.
Una docena de Caballeros de la Esvástica, aún ataviados con sus atuendos bárbaros, montaba guardia en puntos estratégicos alrededor de la habitación, mientras Bogel, Stopa y otros seis ex Vengadores recibían al vehículo que había entrado en el patio. El propio Feric se había puesto una túnica parda de cazador, una prenda de exagerada austeridad que por eso mismo llamaría la atención, comparada con las ropas de los otros.
En general, Feric llegó a la conclusión de que había preparado una acogida apropiada.
Tal como él había ordenado, Stopa dio fuertes golpes en la pesada puerta de madera, solicitando formalmente permiso para entrar. Feric dio la orden, y uno de los Caballeros que flanqueaban la puerta la abrió con una grandilocuencia un tanto desordenada, aunque bastante de acuerdo con las instrucciones de Feric. Bogel y Stopa venían trayendo un grupo abigarrado de criaturas de edad mediana, algo pálidas, y no por cierto muy marciales; en total, una media docena de individuos. Lo mejor que podía decirse de estos jefes del Partido del Renacimiento Humano era que parecían ejemplos evidentes del genotipo humano puro, y que proyectaban cierta aura ele decisión obstinada, aunque un tanto solitaria. Fuera de Stopa y los seis robustos ex Vengadores de espíritu animoso que venían cerrando la marcha, la dirección del Partido era un lamentable espectáculo. Cuando los hombres se acercaron, Feric tuvo una breve reacción de fastidio ante la calidad del material que él iba a dirigir.
Pero se reanimó inmediatamente cuando Stopa, con una sonrisa quizás excesivamente amistosa, vino a detenerse a la cabecera de la mesa, golpeando fuertemente los talones, y extendió el brazo en el antiguo saludo real, y rugió:
—¡Hail Jaggar! —Al instante todos los ex Vengadores golpearon los talones, saludaron con vigor apropiado y repitieron el saludo. La carencia de la precisión y disciplina estaba compensada por el entusiasmo.
Durante un instante los líderes del Partido miraron alrededor, aparentemente sin saber muy bien qué se esperaba de ellos. Entonces, Bogel saludó y gritó —Hail Jaggar— con una voz de absoluta sinceridad. Siempre inseguros, y con muy escaso entusiasmo, el grupo de hombres poco marciales imitó desordenadamente el saludo. Por el momento, era todo lo que podía esperarse.
Las palabras de presentación de Bogel fueron admirablemente breves y sencillas:
—Verdaderos hombres, vuestro nuevo líder Feric Jaggar.
—Saludo a todos —dijo Feric—. Han presenciado el nuevo saludo del Partido, si bien no alcanzó todavía la deseada perfección. No dudo que pronto lo lograrán. Pero ahora nos esperan asuntos más urgentes. Les ruego tomen asiento.
Bogel y Stopa ocuparon asientos a derecha e izquierda, respectivamente, de Feric; los funcionarios del Partido se instalaron a continuación, echando miradas furtivas al Gran Garrote, y preguntándose sin duda si era verdad lo que afirmaba Bogel: que el nuevo líder a quien él había descubierto era capaz de esgrimirlo. A su debido tiempo se disiparían las dudas; por el momento. Feric prefería la franqueza del escepticismo.
Bogel presentó formalmente a los dirigentes, aunque por supuesto había informado mucho antes a Feric acerca de la historia y el linaje personal de cada uno. Otrig Haulman, un próspero tabernero, era el tesorero del Partido; un sujeto un tanto tortuoso, pero totalmente consagrado a la pureza genética; había demostrado su lealtad a la causa respaldándola con su propio dinero. Tavus Marker, especialista en publicidad comercial, era el secretario corresponsal, un sujeto delgado de aspecto enfermizo, pero trabajador incansable. Heermark Bluth era carnicero, y Barm Decker oficial de Policía de menor jerarquía; los principales oradores del Partido, junto con Bogel. A Manreed Parmerob, profesor de historia, se lo consideraba el teórico de la organización. Sigmark Dugel presidía el comité; una dudosa distinción, si se tenía en cuenta que en la actualidad el Partido contaba a lo sumo con trescientos miembros. En su condición de brigadier retirado estaba en contacto con los altos círculos militares, y sin duda demostraría un día su utilidad. En general, no era exactamente lo que podía denominarse un grupo selecto, aunque no carecía de posibilidades.
Más aún, la presencia de Stopa y los robustos ex Vengadores daba a la reunión cierto aire de solidez, de la que hubiera carecido en otras condiciones. Sin duda, eran hombres capaces de actuar con vigor y eficacia, y además muy leales. Feric ya había aportado una nueva dimensión de sentido práctico y espíritu marcial a este Partido un tanto soñador; el hecho de que los hombres hubiesen aceptado el nuevo saludo significaba que reconocían esa situación.
—Verdaderos hombres, tenemos que hacer mucho y rápido —comenzó Feric con voz tensa—. He estudiado la situación actual del Partido del Renacimiento Humano, y es necesario introducir ciertos cambios drásticos. En primer lugar, hay que eliminar el nombre. En la mente de los individuos sencillos, sugiere una especie de grupo intelectual que se reúne en una taberna, y no un grupo inflexible y resuelto de patriotas. Algo como «Los Hijos de la Esvástica» sería mucho más conveniente. Desde la Época del Fuego, la esvástica ha sido el símbolo inequívoco de la pureza racial. En ese sentido, es un símbolo de nuestra causa que el más simple de los patanes podría entender fácilmente. Más aún, nos dará ciertas ventajas en la esfera de la propaganda práctica, y ello se verá claramente más adelante.
—¡Una idea genial! —exclamó Marker—. Nuestra causa y nuestro Partido estarían representados por un solo símbolo visual que todos comprenderían, aun los analfabetos. Ningún partido tendrá un arma de atracción tan poderosa.
Feric se sintió impresionado por la precisión con que Marker había comprendido la idea, y el entusiasmo y vigor con que la había apoyado. Descubrir esa cualidad en un subordinado en una etapa tan temprana era muy promisorio.
Por su parte, el resto murmuró, vacilante, con excepción del teórico Parmerob, que parecía bastante agitado. Finalmente, su irritación estalló:
—El nombre Partido del Renacimiento Humano fue elegido después de mucha discusión —dijo con aire altanero—. Representa exactamente las posiciones básicas del Partido.
—Exactitud no es lo mismo que fuerza —destacó Feric—. El nombre del Partido ha de expresar lo que defendemos con la voz de un sargento mayor.
Parmerob se mostró aún más indignado.
—Propuse personalmente el nombre y la plataforma del Partido —declaró—. Defendemos la pureza del auténtico genotipo humano, la aplicación rigurosa de las leyes de la pureza genética, la destrucción total de los dominantes antihumanos, la exclusión eterna de todos los mutantes del suelo sagrado de Heldon, y la extensión del dominio de Heldon sobre nuevas áreas, así como la purificación de los caudales genéticos dondequiera sea posible. Esta es la fórmula del renacimiento de la humanidad auténtica; de ahí el nombre de Partido del Renacimiento Humano.
Feric se puso de pie lentamente y apoyó la mano derecha sobre el mango del Gran Garrote de Held; instantáneamente todos los ojos se clavaron en él. ¿Demostraría ahora que era capaz de esgrimir el Cetro de Acero? Durante un rato sólo se oyó el rugido susurrante de las llamas en el gran hogar de piedra.
La voz de Feric quebró el silencio. —¿Alguna de esas ideas que usted ha formulado no está implícita en el símbolo de la esvástica?
El rostro de Parmerob esbozó rápidamente una sonrisa.
—Por supuesto, tiene usted razón —dijo—. El nombre que usted propone para el Partido es infinitamente superior al mío. En efecto, somos Hijos de la Esvástica.
Feric volvió a sentarse sin alzar el Gran Garrote, aunque no apartó la mano.
—Muy bien —dijo—, está decidido. He ideado una bandera del Partido, un brazalete y distintos emblemas con el motivo de la esvástica. También he diseñado un uniforme para los Caballeros de la Esvástica, nuestra Tropa de Asalto. Los hombres que ustedes ven aquí son el núcleo de esa fuerza; en la actualidad los Caballeros de la Esvástica suman, unos cuarenta hombres, pero he trazado planes para una tropa de por lo menos cinco mil individuos.
—Los generales del Comando de la Estrella no mirarán con simpatía ni indiferencia la formación de ese Ejército privado —destacó Dugel.
Feric sonrió.
—No dudo ni por un instante del patriotismo fanático del cuerpo de oficiales profesionales —dijo—. Compartimos una causa común con el Ejército, y habrá que convencer al Comando de la Estrella. Estoy seguro de que la experiencia y los conocimientos de usted en estas áreas serán de un valor inestimable para alcanzar nuestros fines.
La inquietud de Dugel pareció calmarse un poco, aunque todavía mostraba cierto escepticismo. En cuanto a los otros, Haulman aún no había dicho una palabra, y en los dos oradores del Partido, Bluth y Decker, se advertía un atisbo de hostilidad; Parmerob y Marker parecían animados y entusiastas. Por supuesto, Bogel era el principal defensor de Feric, y Stopa lo miraba con un fervor casi infantil. Según estaban ahora las cosas, Feric hubiera podido eliminar fácilmente a los elementos hostiles si así se lo propusiese; pero era mejor conquistar la lealtad indiscutida de todos en el comienzo mismo.
—Sólo resta organizar nuestra primera demostración de masas —continuó Feric con voz lenta.
Pero en ese momento Heermark Bluth habló en voz alta y un tanto beligerante.
—¿Qué me dicen de la jefatura? —preguntó—. Aún no, hemos votado ese punto. En la actualidad, Bogel es nuestro secretario general y jefe titular; usted, verdadero hombre Jaggar, no tiene ningún título.
—Estoy muy dispuesto a renunciar a la secretaría general en favor de Feric —sugirió Bogel—. Me contentaré con el título de director ejecutivo.
—Aún no hemos elegido líder a Jaggar —insistió Bluth—. Exijo una votación.
Feric reflexionó. Bogel, Parmerob y Marker sin duda votarían por él; Bluth y Decker probablemente se opondrían; no sabía cuál sería la actitud de Haulman y Dugel, aunque en una votación ajustada podía confiar quizá en el brigadier retirado.
Más aún, él mismo votaría, y quizá también Stopa. No podía perder votos.
De todos modos, perdería lo que deseaba, una absoluta autoridad, si permitía que los funcionarios del Partido lo eligiesen; además, si la votación no era unánime, las consecuencias podían ser desastrosas. Tenía que mandar por obra de un derecho indiscutible, y no por la autorización de un consejo de notables.
—Bogel, usted conservará el título de secretario general —dijo—. Se adapta a su estilo mejor que al mío. Por mi parte, me bastará el cargo de Comandante. El reto era inequívoco: Feric reclamaba el título de Comandante de los Hijos de la Esvástica; por propio derecho, y no por votación. Bluth se mostró inquieto, y pareció que Decker iba a perder los estribos. Bogel, Marker, Parmerob y Stopa evidentemente entendieron y aceptaron, y por su parte Haulman no expresó ninguna opinión; Sigmark Dugel pareció aprobar el carácter marcial del nuevo título.
Por último, Decker formuló la pregunta que Feric estaba esperando:
—¿Con qué derecho reclama la jefatura del Partido sin ninguna votación?
De nuevo Feric se puso lentamente de pie, la mano derecha siempre descansando sobre el Gran Garrote de Held. Una bocanada de viento entró en el salón por las puertas abiertas, a espaldas de Feric, de modo que en el cielo raso las llamas de las antorchas se estremecieron un instante. Detrás, el cielo del atardecer era de color azul marino, con hilos anaranjados; la gran llanura central de Heldon se extendía al pie de la montaña, más allá del bastión de la selva. Enmarcado por este paisaje impresionante, a la luz vacilante de las antorchas, la mano apoyada en el cetro primitivo de la nación helder, Feric parecía la encarnación de los héroes legendarios del sombrío pasado, e incluso Bluth y Decker no pudieron menos que sentirse sobrecogidos.
—Quien esgrima este Gran Garrote es el verdadero gobernante de Heldon por derecho genético, un derecho que va mucho más lejos que cualquier ley del Partido —dijo Feric—. ¿Cree alguno de ustedes que a él le toca esgrimir el Gran Garrote de Held?
Intimidados, todos guardaron silencio.
Con un movimiento lento y deliberado, Feric cerró la mano derecha sobre el mango del Cetro de Acero, y alzó el Gran Garrote en el aire, por encima de su cabeza.
Casi enseguida descargó el Cetro de Acero sobre la pesada mesa de roble, y la rompió en pedazos.
El propio Bluth se adelantó al resto, y poniéndose de pie de un salto saludó firmemente y gritó:
—¡Hail Jaggar!
6
Rugiendo por la llanura rumbo a los suburbios de Walder desfilaba una gran procesión, que por el empuje, el sonido y el color desconcertaba y exaltaba a quienes la presenciaban: dos largas hileras de motocicletas corrían aullando a ochenta kilómetros por hora detrás de un elegante automóvil negro. Los harapos bárbaros de los Vengadores Negros habían sido reemplazados por el elegante uniforme de cuero pardo de los Caballeros de la Esvástica, unos gorros de guardabosque también de cuero pardo, y los medallones de bronce de la nueva insignia del Partido: un águila sosteniendo el escudo de la esvástica. Detrás de cada motociclista flotaba en el aire un manto rojo adornado con una llamativa esvástica negra en un círculo de un blanco luminoso; la insignia se repetía en el brazalete rojo que cada hombre llevaba en la manga derecha. Los mantos y los brazaletes eran miniaturas de las cuatro grandes banderas partidarias en rojo, negro y blanco, enarboladas en la estructura de las motocicletas que iban al frente y al final de la noble columna. Estas banderas flameaban al viento en unas astas robustas, coronadas por el escudo del Partido, y dominadas por el emblema negro y blanco de la esvástica dibujada en el centro. Las propias motocicletas habían sido adornadas de acuerdo con un plan uniforme: las carrocerías estaban pintadas de rojo, los tanques de combustible tenían los colores de la bandera partidaria, los portaequipajes eran de cromo reluciente sin adornos, las aletas de la culata, también en cromo, imitaban grandes relámpagos. Feric había calculado bien el efecto general, de modo que conmoviese el espíritu y llamara la atención de todos los verdaderos helder.
El automóvil negro que encabezaba la columna carecía de adornos, salvo unas pequeñas banderas partidarias en los guardabarros. En el asiento de adelante iban dos Caballeros de la Esvástica uniformados: el conductor a la izquierda, y un soldado al costado, para conservar la simetría. Detrás, en primer término, Seph Bogel y Sigmark Dugel. Después, en un asiento más alto, el propio Feric. Bogel, Dugel y Feric llevaban el uniforme que Feric había diseñado para la elite del Partido. Era de cuero negro, corte severo, adornado con hebillas y botones cromados, y rematado en un cuello alto y rojo asegurado con broches que repetían la esvástica blanca y negra. Los brazaletes y las capas eran similares a los que usaban los Caballeros de la Esvástica, pero los gorros de cuero negro tenían un corte más refinado, la visera cromada estrecha, y la insignia del Partido de plata, con la esvástica grabada en negro.
Asegurado a la cintura de Feric, con un ancho cinturón de cuero tachonado de cromo, se alzaba el Gran Garrote de Held; lustrado y brillante como un espejo.
De ese modo se proponía Feric Jaggar entrar en la segunda ciudad de Heldon: a la cabeza de una atrevida Tropa de Asalto, expresión de sonido, poder y color diseñada cuidadosamente por él mismo para maravillar a todos los espectadores.
Ciertamente, cuando la procesión llegó a los suburbios del sur de Walder y aminoró la velocidad a unos cincuenta kilómetros por hora, ya había atraído a una pequeña multitud de motociclistas privados, automóviles de gasolina, e incluso ciclistas que pedaleaban frenéticamente para no quedarse atrás. Feric comprendió que esa gente había sido atraída por el excitante espectáculo de los hombres uniformados, que recorrían el camino a gran velocidad, y no movida por un sentimiento de lealtad al Partido, pues nunca hasta entonces habían visto los nuevos colores; aun así, quienes respondían a la escena con tanto entusiasmo muy probablemente eran hombres que tenían el apropiado espíritu helder.
Llevada por un sexto sentido —sin hablar del tremendo estrépito que anunciaba la aproximación de la columna— la gente de Walder se acercaba y se alineaba en las calles, frente a las casas de ladrillo sólidas e impecables, para presenciar el paso del automóvil de Feric. Las limpias avenidas de cemento, las casas de colores claros con jardines y macizos de flores, el robusto pueblo trabajador ataviado con limpias ropas de color azul, gris y pardo, los tenderos de túnica blanca ribeteada, los niños de mejillas saludables... todo era sumamente grato para los ojos de Feric, mientras avanzaba por las calles colmadas de gente. La escena expresaba bien el carácter del caudal genético helder, y la saludable calidad de la vida ciudadana; era reconfortante ver tantos ejemplares excelentes de la verdadera humanidad en ese ambiente inmaculado.
A medida que la columna se internaba en la ciudad, la multitud en las calles se hizo un poco más densa, y los edificios alcanzaron mayor altura; ahora abundaban las casas de cuatro y cinco pisos, en lugar de las residencias privadas. Estas casas eran también de ladrillos, a veces de vivos colores, y adornadas con toda suerte de fachadas de madera tallada y balcones individuales, Los árboles y los arbustos sombreaban apaciblemente las avenidas. A Feric ese barrio le pareció un tanto menos próspero, las fachadas más descuidadas y los negocios menos lujosos; pero en todo caso la limpieza y pulcritud de todo eran ejemplares.
Además, aquí la calle se ensanchaba, y se veía un tránsito abigarrado que cedía el paso rápidamente al desfile motorizado; un elevado número de bicicletas, algunos automóviles de gasolina y motocicletas, camiones de vapor de distintos tipos, y algunos vehículos municipales. Cada vez que la columna tropezaba con algún vehículo cuyo estúpido conductor no había podido apartarse a tiempo, el coche del jefe y las motocicletas daban un rodeo sin disminuir la velocidad; los motores de las motocicletas rugían, y la multitud que miraba satisfecha prorrumpía en vivas espontáneos. El desordenado ejército de ciclistas y vehículos motorizados que iba tras la retaguardia de la Tropa de Asalto seguía la columna como mejor podía.
A medida que el desfile se acercaba al centro de la ciudad, el número de tiendas iba aumentando, y las construcciones de ladrillo, hormigón o cemento eran más imponentes. Muchas tenían diez y hasta quince pisos de altura, con frentes de mármol, latón o piedra tallada. Al nivel de la calle, los edificios albergaban tiendas de amplios escaparates, que exhibían innumerables artículos: alimentos de toda clase, ropas, motores de vapor para el hogar con artefactos anexos, distintos aparatos, cuadros y adornos, estatuas, e incluso automóviles de gasolina para quienes pudieran pagarlos. A juzgar por los ruidos de las máquinas que llegaban a la calle y los operarios atareados que Feric veía de tanto en tanto por las ventanas superiores, los pisos altos de esos grandes edificios estaban consagrados a la artesanía y la industria. Era indudable que muchos de los artículos ofrecidos en venta en las tiendas de la planta baja se elaboraban allí mismo.
La atmósfera en esta caldera del comercio y la industria era un tanto polvorienta, pero de todos modos las calles estaban limpias de residuos, y las aceras parecían admirablemente conservadas y pulcras. ¡Qué diferencia con las horribles cloacas de Gormond! Feric sentía la energía de la ciudad en cada una de estas manifestaciones de vida. Nadie podía dudarlo: el genotipo racial que construía ciudades como ésta era genéticamente superior a cualquier otra población de criaturas sapientes. Los helder tenían derecho al mundo, por obra de la aptitud evolutiva.
Aquí, en el centro comercial de la ciudad, la multitud, distribuida en las aceras, mientras el espectáculo pasaba rugiendo en un gran despliegue de escarlata y esvásticas, parecía muy impresionada, y muchas personas vivaban espontáneamente al desfile. Aunque casi nadie tenía alguna idea de lo que aquello significaba o de la identidad del héroe que iba adelante, Feric se sentía obligado a recompensar esa aprobación instintiva con un ocasional y modesto saludo partidario. Esa buena gente comprendería muy pronto el significado del gesto, y el espíritu entusiasta que estaba creándose exigía sin duda cierta respuesta formal.
Feric se sintió muy complacido ante las gentes que saludaron a la columna cuando ésta desembocó en la avenida Esmeralda, el ancho bulevar que atravesaba el corazón cultural y político de la ciudad; eran multitudes que armonizaban con la escala heroica de la arquitectura oficial.
Aquí podían verse algunas de las pruebas más grandes y visibles de la importancia de la civilización helder. La municipalidad era un edificio macizo de mármol blanco, con un tramo resplandeciente de majestuosa escalinata y una heroica fachada de pilares, todos coronados por estatuas de bronce, figuras notables de la historia helder. Una vasta cúpula de bronce con una pátina de verde coronaba el edificio. Cada uno de los ocho pisos del Teatro Municipal tenía su propia fachada de pilares de piedra con frontones adornados por bajorrelieves, de modo que el macizo edificio parecía tener la levedad de una obra de pastelería. El Museo de Bellas Artes era una construcción baja de sólo tres pisos, pero se abría en una serie interminable de alas que se alejaban en todas direcciones, como frutos de un desarrollo natural. Este atrayente receptáculo de arte había sido construido con distintos materiales, y el estilo arquitectónico variaba un tanto de un ala a otra, y cada ala mostraba esculturas de diferentes períodos artísticos, de modo que el exterior reflejaba en conjunto las múltiples maravillas que albergaba el interior.
Los diferentes edificios públicos de menor jerarquía eran apenas más pequeños, y no se habían ahorrado esfuerzos para embellecerlos con estatuaria heroica, con bronces y piedras bien trabajadas, con mármoles o fachadas metálicas. Todos los edificios daban a una plaza abierta, del otro lado de la avenida Esmeralda, de modo que el conjunto parecía tener una dilatada y heroica amplitud.
Feric anhelaba ver el día en que los desfiles partidarios colmasen de extremo a extremo y a lo largo de kilómetros ese gran bulevar, con innumerables banderas del Partido, como bosques de color escarlata, marchando al son de la música marcial y entonando cantos patrióticos. Pronto llegaría ese día, pero por ahora el aullido de las motocicletas, el movimiento de las banderas, y el acero lanzado a gran velocidad eran una música y un espectáculo que estremecían el majestuoso bulevar, mientras los trabajadores y los funcionarios salían de los edificios para observar el paso de la columna.
La columna recorrió toda la extensión de la avenida Esmeralda, arrastrando una creciente cola de cometa de bicicletas y coches, y luego comenzó a alejarse del centro de la ciudad, hacia el oeste. El sol comenzaba a ponerse, y el plan de Feric era atravesar el sector occidental de la ciudad antes de regresar al anochecer al centro de Walder, el sitio que se había elegido como asiento de la primera concentración, popular, pues sin duda la puesta del sol sería el momento más dramático para llevar a cabo lo que se había planeado.
El trayecto llevó al convoy a través de otro activo distrito comercial, y luego por una zona de elegantes edificios de viviendas; pero lenta y sutilmente esos barrios tan bien mantenidos e inmaculados se transformaron en un vecindario donde la arquitectura de las viviendas era similar, pero las fachadas mostraban deterioros que no habían sido reparados, las paredes estaban sucias, los jardines secos y mal atendidos, y las calles cubiertas de basura e inmundicias. La gente que ocupaba las calles vestía ropas mugrientas y gastadas, y tenían expresiones hoscas y vacías; se alineaban en silencio al borde de las calles, un espectáculo lamentable y enfermizo, que recordaba demasiado bien a la chusma de Borgravia. Para el olfato educado de Feric, el hedor fétido de los dominantes flotaba en el aire.
Feric se inclinó hacia delante y preguntó a Bogel:
—¿Qué es esto?
Bogel volvió el rostro con una expresión de desagrado en los rasgos finos.
—Este barrio hediondo se llama Ciudad Gris. Es un refugio notorio de universalistas; la chusma que lo habita está totalmente infestada con la pestilencia de Zind. Periódicamente sale de esta cloaca para provocar desórdenes exigiendo obscenidades: fronteras abiertas y la procreación de criaturas esclavas subhumanas con la ayuda de consejeros de Zind. Cuando todos conozcan nuestro programa, no podremos mostrarnos en estos barrios.
—Al contrario —le informó Feric—, en el futuro próximo nuestras Tropas de Asalto entrarán en esta zona y destruirán a los dominantes ocultos, responsables de este cáncer que afecta a la verdadera humanidad.
—Nadie ha conseguido eliminar a los dominantes que habitan en este laberinto —dijo Bogel—. Están por doquier, aunque nunca se los ve.
—En ese caso, romperemos cabezas hasta que el mejoramiento de la situación demuestre que los hemos eliminado. La única manera de destruir los arraigados sistemas de dominio es recurrir a la fuerza, con entusiasmo, y en cierto modo sin discriminación.
Mientras la columna atravesaba las calles contaminadas, entre los jardines descuidados y los edificios deteriorados, Feric se prometió salvar al mayor número posible de esos pobres miserables, sometidos a los amos dominantes, para devolverles su auténtica herencia genética. Y con respecto a los que estaban tan comprometidos que ya no era posible salvarlos del sistema de dominio sin destruirlos, matarlos sería un acto de compasión, visto el estado en que ahora se encontraban.
Cuando los últimos rayos de sol teñían de púrpura y anaranjado las colinas occidentales, y las luces de la ciudad comenzaban a encenderse, el automóvil de Feric llevó la columna motorizada por la ancha avenida que entraba en el Parque Bramen desde el sur. Aquí, sobre la cima aplanada de una colina de poca altura, en el extremo meridional del parque, Feric hablaría en el primer mitin de masas de los Hijos de la Esvástica.
Desde la avenida, la colina ahora era claramente visible, y Feric alcanzaba a ver la llameante esvástica de madera de seis metros de alto que coronaba orgullosamente la cima. En torno de esta sobrecogedora insignia partidaria, se alzaba un semicírculo de antorchas de tres metros; cuando el automóvil se aproximó al parque, Feric pudo distinguir la plataforma baja del orador, flanqueada por gigantescas banderas escarlatas, todas con la esvástica; frente mismo a la insignia ardiente estaban los funcionarios del Partido, vestidos con uniformes de cuero negro, a la derecha de la plataforma; y a la izquierda se había instalado la banda militar con uniformes de Caballeros. Todo parecía preparado.
Feric volvió la cabeza y distinguió las dos columnas paralelas de motocicletas, las banderas y los mantos escarlatas con la esvástica ondeando al viento como un inmenso fuego rojo en medio de la selva; el furioso rugido de los motores estremecía las moléculas del aire. Más lejos, a lo largo de la avenida, detrás de esta Tropa de Asalto, alcanzó a distinguir una vasta conmoción de vehículos de vapor, automóviles de gasolina, camiones y bicicletas que bloqueaban el camino de una acera a la otra, y detrás de estos vehículos una multitud de ciudadanos helder apresurándose para no perder el espectáculo. ¡En verdad, la escena estaba dispuesta, y ya podía comenzar la representación de lo que sería un momento crucial de la historia!
Cuando el automóvil de Feric se aproximó a la base de la colina, los Caballeros de la Esvástica ejecutaron una hábil maniobra: las dos columnas de motocicletas aceleraron, y el conductor de Feric aminoró un poco la velocidad, de modo que el vehículo del jefe estaba flanqueado ahora, a ambos lados, por una línea exacta de Tropas de Asalto motorizadas. Cuando la procesión llegó a la base misma de la colina, donde la gigantesca esvástica encendida y la línea de antorchas llameaba contra el cielo cada vez más oscuro, se cumplió otra maniobra. Los dos motociclistas con banderas que iban a la cabeza de la columna retrocedieron y se acercaron, convirtiéndose en una colorida guardia que marchaba directamente frente al reluciente coche negro. Enseguida, las columnas de motociclistas se adelantaron al automóvil y a la guardia de la bandera, avanzaron por la avenida y treparon por la pendiente de la loma hacia el fuego que ardía en la cima. Mientras subían por la herbosa pendiente, los hombres se distribuyeron a intervalos regulares. Cuando las dos motocicletas que iban adelante llegaron a un lugar que estaba a unos tres o cuatro metros de la plataforma del orador, interrumpieron la marcha; el resto hizo lo mismo, instantáneamente, de modo que las dos columnas de motocicletas inmóviles formaron una guardia de honor, bordeando una senda que iba de la base a la cima de la colina.
Al pie de este corredor, la guardia de la bandera y el coche del jefe esperaron inmóviles, mientras la multitud se acercaba por la avenida. Desde allí, Feric podía ver claramente a Bluth, Haulman, Decker y Parmerob de pie en un apretado grupo a la derecha de la plataforma, resplandecientes, vestidos con uniformes partidarios de paño negro y cromo. Stopa se destacaba claramente en su uniforme pardo de Caballero, separado de este grupo por varios metros de espacio abierto.
No pasó mucho tiempo sin que toda la avenida detrás del automóvil de Feric fuese el escenario de un animado pandemonio, pues primero arribaron los vehículos de motor y desembarcaron a sus pasajeros; luego se acercaron los ciclistas y desmontaron, y por último comentó a llegar una gran multitud de gente a pie, por lo menos diez mil personas, que colmaron todo el espacio disponible.
Todos gritaban y discutían, en un gran clamor, pero nadie se atrevía a poner el pie en la ladera desierta, donde el corredor de Caballeros motorizados aceleraba de tanto en tanto los motores: un sonido metálico que cortaba como un cuchillo el tumulto humano.
Cuando consideró que había llegado el momento psicológicamente apropiado, Feric golpeó en un nombro a Bogel. A su vez, Bogel tocó el hombro del Caballero que viajaba al lado del conductor del coche negro. El Caballero alzó el brazo en el saludo partidario.
Instantáneamente, la banda instalada en la cima de la colina atacó una briosa marcha marcial, y los dos motociclistas que guardaban las banderas comenzaron a subir la colina por el corredor, llevando las dos banderas con las esvásticas delante del automóvil. Mientras el automóvil de Feric seguía a la guardia cuesta arriba, hacia la esvástica en llamas, cada pareja de Caballeros hizo el saludo partidario en el momento de pasar el coche, y luego siguieron tras él, de modo que cuando la guardia llegó a la cima, y viró en redondo para detenerse frente al vehículo, las dos columnas originales de Caballeros montados se habían rehecho detrás,
llevando consigo otras dos banderas del Partido. El vehículo de Feric se detuvo ante la guardia, y las dos columnas se dividieron en un semicírculo de motocicletas a unos seis metros de la media luna de antorchas, formando como un muro de seguridad entre la zona del orador y la gran multitud de ciudadanos que ahora había comenzado a subir por la colina.
Con un mínimo de ceremonia, Bogel y Dugel descendieron del automóvil y se unieron a los restantes funcionarios del Partido, junto a la plataforma del orador. Por su parte, Feric esperó en el automóvil, hasta que la multitud comenzó a presionar el círculo de motocicletas.
Entonces, descendió lentamente del coche. Cuando su pie tocó el suelo, todos los funcionarios del Partido y los Caballeros extendieron el brazo derecho en el saludo partidario, y se oyó un entusiasta rugido:
—¡Hail Jaggar!
Los saludos se repitieron hasta que Feric llegó a la plataforma del orador, y el automóvil fue llevado detrás de la gran esvástica en llamas, donde no perjudicaría el espectáculo. En lugar de subir a la plataforma, Feric se volvió para enfrentar a la gran multitud de ciudadanos helder que colmaba la ladera de la colina; un público de adecuada magnitud. Se detuvo para obtener un efecto dramático, como si estuviese inspeccionando a la multitud reunida. Luego él también alzó la mano en el vibrante saludo partidario.
En ese mismo instante se oyó otro gran clamor de —¡Hail Jaggar!—, un entrechocar de talones, y luego los brazos de los Caballeros y los funcionarios del Partido descendieron marcialmente.
Feric permaneció de pie al lado de la plataforma, la mano derecha apenas apoyada en el mango del Cetro de Acero, mirando con expresión decidida a la gran multitud, mientras Bogel subía a la plataforma y pronunciaba un breve discurso de introducción.
—Hoy no vengo a hablar como jefe del Partido del Renacimiento Humano, porque ese partido ya no existe. Como el fénix legendario, ahora surge de sus cenizas algo más grande y más glorioso, la auténtica y definitiva expresión de la voluntad racial de Heldon, un partido nuevo, una cruzada nueva, una nueva causa: ¡los Hijos de la Esvástica! Y para dirigir esta fuerza nueva y poderosa, un nuevo líder, un hombre nuevo, un héroe en el más cabal sentido de la palabra. ¡He aquí al Comandante de los Hijos de la Esvástica, Feric Jaggar!
Bogel concluyó su introducción golpeando los talones y elevando el brazo en el saludo partidario. Al mismo tiempo, todos los caballeros y los funcionarios del Partido lo imitaron: —¡Hail Jaggar!—. Más aún, los grupos de afiliados al Partido distribuidos estratégicamente en la multitud hicieron otro tanto, promoviendo cierto número de gritos y saludos espontáneos, y obteniendo una respuesta bastante activa.
Mientras se prolongaba el clamor, Bogel abandonó la plataforma; luego de un intervalo apropiado. Feric hizo una señal con la mano, y una súbita fanfarria de trompetas dominó el vocerío. Feric subió a la plataforma; la esvástica en llamas se recortaba detrás, contra la oscuridad del cielo, bañando a Feric en una heroica bruma rojiza, arrancando destellos al metal de su uniforme de cuero negro, y encendiéndole los ojos penetrantes.
Sentía en el aire como una fuerza física, el silencio pavoroso, cerniéndose sobre la gran multitud; millares de personas, hombro contra hombro hasta donde él podía ver, todas las fibras de cada alma concentradas exclusivamente en él, esperando a que hablase. Sintió el poder irresistible del destino que le recorría el cuerpo, fundiéndose con la energía de su propia y poderosa voluntad. Él era la encarnación concreta de la causa más excelsa de la raza, la materialización de la voluntad racial, y sentía que la multitud que se extendía ante él así lo comprendía. Él era la voluntad de Heldon; no podía ni debía fracasar.
Las palabras le brotaron espontáneamente de los labios.
—Han transcurrido más de mil años desde la Época del Fuego, y todavía los mutantes pululan sobre la tierra contaminando a la verdadera humanidad con genes sucios y deformes. ¿Quién puede negar que Heldon es un bastión de la pureza racial en un mar de pestilencia? Hacia el sur está Borgravia, un estado rico en potencial genético, y por lo tanto un país que por derecho propio pertenece al dominio helder, pero gobernado ahora por viles mutantes y mestizos que procuran eliminar hasta el más mínimo resto del genotipo humano puro. Al oeste, Vetonia y Husak, estercoleros de basura genética, uno peor que el otro, donde se persigue y envilece al auténtico genotipo humano. Allende estas obscenidades políticas están las cloacas genéticas de Cressia, Arbona, Karmath y sus anexos, cuyos caudales genéticos no merecen la vida; más allá sólo hay desiertos radiactivos. Todos estos mutantes y mestizos son nuestros implacables enemigos raciales... ¡y eso aun no es lo peor!
Feric hizo una pausa buscando cierto efecto dramático y en ese instante sintió la tremenda oleada de energía psíquica y exultante aprobación que se volcó sobre él; diez mil pares de ojos ardían como carbones encendidos en la oscuridad. En todos se manifestaba un idéntico e insaciable apetito: seguir oyendo lo mismo; el anhelo racial del pueblo helder: escuchar la verdad dicha sin rodeos, un anhelo que desde hacía mucho nadie satisfacía.
—¡No, eso no es lo peor ni mucho menos! —rugió Feric—. Pues hacia el este, acechando detrás de farsas políticas como Wolack y Malax, ¡se encuentra la inconcebible vastedad y la descomposición inigualada de los campos de esclavos de Zind! ¡La mitad de la población de mutantes del mundo está gobernada por un puñado de doms! ¡Vastos recursos y una gigantesca población en un imperio de perversos dominantes, cuyo principal deseo es exterminar los últimos vestigios de la verdadera humanidad que aún habita la faz de la tierra, gobernando eternamente una chusma mundial de esclavos sin alma! ¡Y eso no es lo peor!
De nuevo Feric hizo una pausa, y en ese momento casi llegó a palpar la respiración contenida de la multitud frente a él. Estaba despertando los instintos adormecidos de la voluntad racial y la indignación justiciera. Estaba encendiendo los espíritus sólo porque se atrevía a decir la verdad pura y simple. Estaba creando un Juggernaut de poder racial.
—¡Tenemos lo peor aquí, en Heldon! —continuó—. Tenemos aquí un gobierno de cobardes y débiles que lamen las botas de la chusma hedionda y quieren producir esclavos descerebrados relajando el rigor de las leyes de pureza genética. Así confían en defender su propio y miserable pellejo cuando llegue el momento de ajustar cuentas. En Heldon, la última esperanza del verdadero genotipo humano, tenemos un gobierno de imbéciles que coquetea con los malolientes universalistas, aunque sabe perfectamente que el universalismo es la cínica creación de los dominantes de Zind. ¡En Heldon, la patria de la pureza humana, vivimos infestados por dominantes secretos consagrados con fanatismo inhumano a nuestra destrucción total!
Esta vez, cuando Feric se interrumpió, se alzó un enorme clamor de voces indignadas. Un bosque de puños se agitó en el aire. Los más profundos instintos raciales de la multitud habían despertado al fin del letargo. El aire vibraba de energía; todos reclamaban la sangre de los dominantes.
—Lo que ahora necesitamos es una nueva y fanática decisión: ¡prevenir la pureza racial de Heldon! ¡Lo que ahora necesitamos es un gobierno que exprese la férrea voluntad de purgar a toda Heldon del último dom y del último gene contaminado, mediante el hierro y el fuego! Lo que ahora, necesitamos es una política exterior consagrada implacablemente a la conquista total y definitiva del último centímetro de suelo habitable por las fuerzas de la verdadera humanidad. ¡Lo que ahora necesitamos es un nuevo partido de fuerza heroica y entusiasmo fanático que expulse del poder a la chusma actual, y la arroje al basural de la historia! ¡Lo que ahora necesitamos es una jefatura que quiera y pueda guiar al pueblo helder a una victoria definitiva y abrumadora sobre todos los dominantes, mutantes y mestizos que se nos oponen! ¡Lo que Heldon necesita ahora es el apoyo absoluto y fanático de todos los verdaderos hombres a los Hijos de la Esvástica!
De la multitud brotó un tremendo grito de aprobación. Diez mil brazos se alzaron una y otra vez, en un saludo repetido y espontáneo. Feric permitió que esta entusiasta demostración continuase un momento, mientras él paseaba la vista sobre la multitud frenética, una figura decidida a todo envuelta en el impresionante halo anaranjado de la gigantesca Esvástica que dominaba el cielo.
Luego, con gesto dramático, Feric alzó el Gran Garrote de Held, y sostuvo ante sí, en el saludo partidario, el arma reluciente. En la multitud se oyeron murmullos y exclamaciones ahogadas, a medida que la gente identificaba el legendario Cetro de Acero; pasó un minuto o dos y reinó un absoluto silencio.
El reluciente extremo esférico del arma se iluminó con el resplandor del fuego, y ardió como un sol en miniatura, mientras Feric la elevaba sobre su propia cabeza, forzando todo lo posible la voz para llegar al pueblo con acentos realmente heroicos.
—Sostengo en mi mano el Gran Garrote de Held, y en este mismo acto reclamo el derecho único y exclusivo de gobernar a toda Heldon y las áreas vecinas, no para mí mismo, ¡sino en nombre de la Esvástica! ¡Me consagro yo mismo, consagro a los Hijos de la Esvástica y a esta arma sagrada a la nueva purificación de toda Heldon por la sangre y el hierro, y a la extensión del dominio de la verdadera humanidad sobre la faz de la tierra! ¡No habrá descanso mientras no haya desaparecido de la superficie del planeta el último gene imitante!
Milagrosamente, como reunida en una sola voz gigantesca, y con sobrecogedora precisión, todos los miembros de la enorme multitud elevaron el brazo derecho y entonaron:
—¡Hail Jaggar! ¡Hail Jaggar! ¡Hail Jaggar! —Pareció que el clamor llegaría al cielo intimidando a los mismos dioses.
Satisfecho, Feric bajó el Gran Garrote y devolvió el saludo. Pero el volumen y el fervor del canto aumentaron aún más, y hubo un frenético movimiento de brazos. El entusiasmo del momento elevó el alma de Feric a alturas inauditas de gozo racial. Diez mil o más helder se habían convertido en fanáticos fieles del Partido. Así como una antorcha había encendido la gran esvástica de madera que ardía a sus espaldas, así sus palabras y su voluntad habían encendido la esvástica en el alma de esos buenos helder. Así como la esvástica flameante iluminaba el cielo nocturno con lenguas de fuego anaranjado, también la esvástica del alma helder disiparía las sombras del espíritu y bañaría de luz celeste la insignia de la Nueva Época.
7
Los Hijos de la Esvástica ocupaban el cuarto piso de un edificio de piedra de diez plantas; el resto había sido alquilado a diferentes comerciantes, pequeños empresarios, médicos, etcétera. Por orden de Feric, Haulman había elegido una casa en la que el Partido era el principal inquilino; además, había mejorado la propuesta de Feric, alquilando el piso a un individuo que estaba muy endeudado. De modo que, si bien el Partido ocupaba un solo piso del total de diez, Feric había podido imponer la redecoración de toda la fachada.
Los seis pisos superiores de piedra negra habían sido pintados de rojo, y sobre este enorme campo rojo se destacaba una esvástica negra en un círculo blanco de proporciones adecuadas, de modo que la mitad superior de la fachada parecía una gigantesca bandera del Partido, Inmediatamente debajo había una gran placa de bronce que proclamaba orgullosamente: «Cuartel Nacional de los Hijos de la Esvástica». Dos grandes banderas del Partido pendían sobre la calle. En general, Feric había logrado transformar la fachada de ese edificio común y corriente, adaptándola a su propio estilo y propósito.
Como el Cuartel General del Partido era literalmente una gigantesca bandera roja desplegada frente a la chusma universalista, se habían adoptado las correspondientes precauciones de seguridad. Una patrulla de Caballeros uniformados, armados con pistolas y garrotes, montaba guardia en la calle, vigilando la entrada de visitantes a toda hora del día y la noche. Cuatro guardias permanecían constantemente en la puerta misma. Sobre el techo del edificio había cuatro puestos de ametralladoras, atendidos permanentemente, que cubrían todos los ángulos. Día y noche, con intervalos breves, patrullas de seis Caballeros recorrían el terreno alrededor del edificio. En su interior, todos los pisos estaban patrullados continuamente por Caballeros armados, y en el cuarto piso sólo se podía entrar por dos escaleras, ambas protegidas por ametralladoras.
Sobre la calle lateral había un terreno baldío rodeado por una alta empalizada de alambre de púa electrizada con la poderosa corriente de un motor instalado en el edificio. La guarnición de Caballeros del Cuartel General vivía en el lugar mismo, y ocupaba una serie de barracas bajas de madera. Este sector incluía unos doscientos motociclistas con sus máquinas. En caso de ataque al Cuartel General del Partido, la chusma quedaría atrapada entre los hombres del edificio y esta Tropa de Asalto motorizada, y sería aplastada sin piedad. Incluso hubiese sido posible rechazar durante un período prolongado un ataque de las tropas regulares.
El cuarto piso estaba dividido en una serie de oficinas, salas de reuniones y dormitorios. Si bien Stag Stopa se alojaba con los Caballeros en el patio, y los restantes funcionarios del Partido se retiraban de noche a sus casas. Feric dormía en el edificio mismo, como también Bogel. Además, Ludolf Best, un joven despierto que por su inteligencia y devoción a la causa y a la persona de Feric era un ayudante personal de condiciones ideales, dormía también en el Cuartel General, donde estaba constantemente al servicio de su amo.
Aunque el despacho de Feric era el más espacioso, habían cuidado de que tuviera un aspecto austero. Las paredes estaban revestidas de madera sin cepillar, como en las barracas militares. El cielo raso y el suelo eran de yeso y baldosas respectivamente, ambos pintados de rojo, con la esvástica roja dentro de un círculo blanco. Frente al sencillo escritorio de roble de
Feric había tres hileras de bancos de madera, de modo que si era necesario podía hablar a un grupo bastante numeroso. Sobre el escritorio, el Gran Garrote de Held descansaba en una bandeja cubierta de terciopelo negro. Este símbolo, las cortinas negras en las dos ventanas, la gran bandera del Partido colgada como un tapiz detrás de la mesa, y un enorme cuadro al óleo de la Batalla de Roost eran los únicos adornos del despacho.
Con gasto considerable y por insistencia de Bogel se había adquirido un televisor privado. Era una sencilla caja de acero con pantalla de vidrio, y ocupaba un rincón discreto de la habitación. Ahora, Feric y Bogel se habían sentado en uno de los bancos, y por primera vez estaban usando el costoso artefacto.
—Ya ve, Feric, que bien valía la pena —insistió Bogel por décima vez—. Con este receptor podemos ver todos los canales públicos de televisión, y obtener información valiosa.
Un tanto dubitativo, Feric observó al ministro de Finanzas que leía un aburrido informe económico en el noticiero oficial de mediodía. Aún no comprendía bien para qué podía servir todo eso; la televisión pública estaba en manos del gobierno decadente. No cabía duda de que esas emisiones eran un instrumento de propaganda de inmensas posibilidades, pues llegaban a los televisores de todas las plazas de Heldon; pero parecía imposible que el Partido pudiera aprovechar alguna vez para sus propios y patrióticos fines esa maravilla ultramoderna de la ciencia helder.
De pronto, Feric abrió asombrado los ojos, pues en la pantalla había aparecido su propia imagen, sobre el fondo de una esvástica en llamas, y ahora se oía la voz del comentarista oficial:
«...esta tercera asamblea de masas de los Hijos de la Esvástica en otras tantas semanas habría de terminar en la tragedia de la violencia...».
La pantalla mostraba la avenida Esmeralda colmada de ciudadanos de una acera a la otra, todos con brazaletes que exhibían la esvástica y muchos llevando antorchas en la mano. Podían verse veintena de banderas con la esvástica roja, enarboladas triunfalmente sobre la multitud.
—¡Bogel, la estupidez del régimen libertario me asombra! —exclamó Feric—. Si regaláramos palas a estos cretinos, se cavarían de buena gana su propia tumba.
—Desde el punto de vista de ellos, están previniendo al pueblo contra una amenaza —observó astutamente Bogel—. ¡Pero lo que en verdad consiguen es que todo el territorio de Heldon conozca nuestra existencia!.
Ahora la pantalla mostraba una apretada formación de Caballeros encabezando al pueblo a través de las calles, montados en las llamativas motocicletas, vestidos con uniformes pardos y llameantes capas escarlatas.
«...se desarrolló pacíficamente, hasta que los manifestantes llegaron a Ciudad Gris, donde fueron recibidos por escuadras volantes de universalistas...».
Ahora podían verse las sórdidas calles de Ciudad Gris, mientras los Hijos de la Esvástica desfilaban en ese ambiente de pobreza y suciedad. De pronto, una escuadra de hombres, todos mal vestidos y muy sucios, esgrimiendo garrotes y cuchillos, apareció por una calle lateral y se arrojó sobre la columna de ciudadanos desarmados. En un instante una docena o más de Caballeros viraron con sus máquinas y se echaron sobre la chusma cobarde enarbolando los largos garrotes de acero. Los pocos universalistas que no fueron derribados en un minuto o poco más de acción violenta, huyeron de la escena dando alaridos y con las cabezas ensangrentadas. Aunque el comentarista oficial insistía en el hecho de que las tropas de la Esvástica y las pandillas universalistas ajustaban sus diferencias en las calles perjudicando el orden público, Feric advertía claramente que el buen helder que observaba el espectáculo en las plazas públicas de todo el territorio de Heldon daría más crédito a sus propios ojos que a las tonterías de los charlatanes del gobierno; y lo que en efecto veían era el triunfo de la Esvástica. A tales extremos estaban corrompidos los cerebros de los traidores raciales, que difundían propaganda de la Esvástica sin advertirlo siquiera, pues la visión de las masas agrupadas tras la insignia de la Esvástica y aquel glorioso triunfo hablaban al corazón, y en cambio la vulgar crítica del comentarista bien educado a lo sumo podía alterar la digestión de unos pocos espectadores.
—Tiene que haber un modo de engañar a estos idiotas, y que permitan el acceso del Partido a las transmisiones públicas —dijo Feric—. Si pudiésemos difundir nuestra propia propaganda a todas las plazas de Heldon, en un mes o dos eliminaríamos del poder a esos degenerados, y los enviaríamos a la cloaca a que pertenecen.
—Incluso en las condiciones actuales, siempre encontramos la manera de mostrar nuestros espectáculos —destacó Bogel...
Feric sonrió y asintió.
—¡Basta destruir a unos pocos universalistas en cada mitin para asegurar nuestra presencia en los canales de televisión!
Cuando Bogel apagó el receptor, Ludolf Best, rubio ejemplar de la verdadera humanidad, joven esbelto y enérgico, de atractivo uniforme de cuero negro y manto escarlata, entró en la oficina, se acercó a Feric con paso marcial, golpeó los talones, saludó con el brazo y esperó rígidamente en posición militar.
—¿Qué pasa, Best?
—Mi Comandante, el brigadier Lar Waffing ha venido a pedir audiencia inmediata.
—Bogel, ¿qué sabe de este Waffing? —preguntó Feric:
—Una figura importante —replicó Bogel—. Comandante de acorazados aéreos en la otra guerra, y un héroe a pesar de su juventud. Aunque la familia es bastante rica, no abandonó la carrera militar después de la guerra; al fin renunció al cargo de brigadier como protesta contra la política cobarde del régimen actual.
Ese Waffing parecía un auténtico patriota y un hombre animoso, reflexionó Feric; y lo que era más importante, tenía sin duda gran influencia en los círculos militares y económicos.
—Hágalo pasar, Best —ordenó Feric; se puso de pie, cruzó la habitación y fue a instalarse detrás de su escritorio. Quería recibir al visitante con cierta dignidad.
El hombre a quien Best introdujo en el despacho tenía una figura extravagante, por no decir cómica. Waffing era un individuo alto, de rasgos regulares que revelaban la más elevada pureza genética, y de una apariencia robusta, cálida y viril; pero había engordado considerablemente desde los años de la guerra. Estaba vestido con una túnica gris de estilo militar, adornada con abundantes recamados de oro, y llevaba una capa azul; ese estilo, en un hombre común del tamaño de Waffing habría sido ridículo, pero Waffing exhibía una aureola de voluntad y virilidad que le permitía ostentar ese atuendo.
Los dos hombres marcharon al paso hasta el escritorio, y Feric observó sorprendido pero al mismo tiempo con agrado que Waffing acompañaba a Best en el saludo partidario, y que iniciaba la entrevista con un —¡Hail Jaggar! Sonriendo amablemente, Feric retribuyó el saludo, ordenó a Best que se retirase y pidió a Waffing que se sentara en el primer banco, al lado de Bogel. Había algo en la personalidad de Waffing que atraía instintivamente a Feric, completamente al margen del provecho que pudiera sacar de un hombre de ese calibre.
—Jaggar, veo que usted es un hombre con quien se puede hablar claro —dijo Waffing con voz profunda y resonante—. Un hombre muy parecido a mí. Me gusta lo que está haciendo. Como yo mismo me dije muchas veces, el único modo de tratar a los enemigos de la pureza genética es romperles la cabeza, y me alegro de que en Heldon haya al fin un partido consagrado precisa mente a eso. Me gustan las cosas que usted dice, Jaggar; yo mismo vengo diciéndolas desde hace años, pero no tengo el talento oratorio de usted y, además, no deseo ensuciarme complicándome en las pequeñas maniobras de los procesos electorales. Pero usted ha convertido a los Hijos de la Esvástica en expresión de la voluntad racial, y no en una sociedad de charlatanes, y por eso con mucho gusto vengo a ofrecerle mis servicios.
Feric se sintió profundamente conmovido por esta profesión de lealtad en un hombre de semejante jerarquía. La franca honestidad de Waffing era convincente, sobre todo porque no había en ella ni un gramo de falsa humildad. Sólo un magnífico ejemplar de la verdadera humanidad, consciente de su propia estatura heroica, podía hacer una declaración inmediata de fe en la causa que no pareciera arrogante ni sospechosamente servil.
—Brigadier Waffing, le doy la bienvenida en su condición de nuevo miembro del Partido —dijo Feric—. Estoy seguro de que servirá bien a nuestra causa.
—¡Y yo estoy tan seguro como usted! —exclamó Waffing, con una risa sonora—. Por lo que he podido saber de esta organización (que es mucho, pues tengo acceso a todos los informes de inteligencia del Comando de la Estrella), considero que carecen ustedes de una adecuada dirección militar. Por supuesto, usted, verdadero hombre Jaggar, tiene el instinto del mando supremo, pero en el nivel de la jefatura militar no supera el abismo en que se encuentra ese rufián llamado Stopa.
—Stopa hace bastante bien su trabajo —replicó cautelosamente Feric—. Las cabezas rotas de centenares de matones universalistas demuestran la eficiencia y la fuerza de los Caballeros de la Esvástica, que él comanda.
Waffing sonrió.
—No lo dudo, no lo dudo —dijo—. Estoy seguro de que ese hombre conduce bastante bien a su pequeña banda, Pero no creerá seriamente que puede ponerlo a la cabeza de un verdadero Ejército.
Feric advirtió que el comentario del militar tenía un sentido más profundo.
—Los Caballeros de la Esvástica no son más que una fuerza privada de seguridad —dijo con voz neutra—. Mal puede considerárselos un Ejército.
—Hablaré claro —dijo Waffing—. La mayoría de los miembros del Comando de la Estrella simpatiza con los Hijos de la Esvástica, pero como están firmemente decididos a defender su propia posición no permitirán que los Caballeros sean mucho más poderosos bajo la dirección actual.
—¿Bajo la dirección actual?
—No puede pretender que el Comando de la Estrella confíe en las intenciones amistosas de una gran fuerza dirigida por individuos como Stopa. Por otra parte, si esas Tropas de Asalto estuviesen encabezadas por un hombre que goza de la confianza de los generales, éstos llegarían a ver un aliado en los Caballeros de la Esvástica, más que un rival. Feric no pudo contener una risita.
—¿Un hombre como usted mismo? —preguntó a Waffing.
Waffing mostró una amplia sonrisa de burlona humildad.
—Es cierto que estoy acostumbrado a mandar, y que gozo de la confianza del Comando de la Estrella —dijo—, Con respecto a mis calificaciones personales, no me atrevería a ofrecerle consejos, Comandante Jaggar.
—¿El Comando de la Estrella le ha encomendado esta misión?
La respuesta de Waffing fue instantánea y vigorosa, y se caracterizó por una sinceridad intensa, casi fanática.
—¡Comandante, soy leal a usted y a los Hijos de la Esvástica! —gritó, los ojos chispeantes—. ¡Si usted lo manda, iré a limpiar letrinas, para servirlo, y servir a la Esvástica! El Comando de la Estrella nada sabe de todo esto; yo me limito a informar aquí cuál es la actitud de los generales, y a sugerir una solución.
La situación era muy clara. Si Stopa conservaba el mando de las fuerzas, el Ejército no permitiría que los Caballeros se convirtiesen en una posible amenaza; es decir, no toleraría que llegasen a ser una fuerza militarmente útil. Si se designaba jefe a Waffing, el Comando de la Estrella se mostraría menos precavido; más aún, era posible que se lo conquistase del todo, pues la mayoría estaba formada por buenos patriotas helder. Por otra parte, el núcleo de los Caballeros procedía de los ex Vengadores y los hombres que ellos habían reclutado; esos individuos sentían por Stopa un respeto temeroso apenas inferior al que sentían por el propio Feric. La sustitución de Stopa por un extraño como Waffing sin duda provocaría inquietud en las filas. Se necesitaba una solución más sutil.
—Lo designaré secretario de seguridad del Partido —dijo Feric a Waffing—. Crearé una nueva guardia, los Soldados de la Esvástica, un verdadero cuerpo selecto, cuyos miembros se seleccionarán de acuerdo con la abnegación, la pureza genética, la fuerza física y la inteligencia. Usted no mandará directamente ni a los Caballeros ni a la Escuadra de la Esvástica; pero en su condición de secretario de seguridad tendrá autoridad sobre los jefes de ambas tropas. Este tipo de organización tranquilizará sin duda al Comando de la Estrella.
En el rostro de Waffing apareció una ancha sonrisa.
—¡Una idea genial! —declaró—. Mejor que la que a mí podría habérseme ocurrido. —Waffing volvió a reír de buena gana—. Cuando me conozca, mejor —dijo traviesamente—, ¡sabrá lo que significa ese cumplido viniendo de labios de Lar Waffing!
Ante lo cual Bogel y el propio Feric no pudieron menos que echarse a reír amistosamente.
Finalmente, Feric pudo convocar a la primera reunión plenaria del Círculo de la Esvástica, la jerarquía partidaria reorganizada y rebautizada por completo; en verdad se sentía profundamente complacido por los importantes cambios que él mismo había llevado a cabo. Habían desaparecido los mezquinos títulos que antes se usaban en el Partido, reemplazados por denominaciones altisonantes, plenas de vigor y fuerza, las que, además, aclaraban perfectamente los distintos eslabones de la cadena de mando. También habían desaparecido las formas personales de atuendo con que los líderes partidarios se habían presentado la primera vez ante Feric; con excepción de Stopa en su uniforme pardo de Caballero, todos los hombres sentados alrededor de la sencilla mesa de roble, en la sombría sala de conferencias, vestían el resplandeciente uniforme de cuero negro de la elite del Partido. Más aún, la estructura del Círculo de la Esvástica reflejaba perfectamente la voluntad de Feric. Bogel era ahora Alto Comandante de la Voluntad Pública, y su tarea era formular los objetivos del Partido y difundirlos en la población helder; por otra parte, hombres como Parmerob y Marker habían desaparecido de los altos círculos partidarios. Haulman continuaba a cargo de la caja del Partido, pero sin el rango de Comandante; una distinción que destacaba claramente la relación entre la necesidad económica y la política partidaria. Waffing era Alto Comandante de Seguridad. Se había concedido a Stopa el título ambiguo de Comandante de los Caballeros de la Esvástica, de modo que su jerarquía era inferior a la de Waffing, si bien tenía derecho a ocupar un lugar en el Círculo de la Esvástica. En beneficio de la simetría, Bors Remler, Comandante de la nueva escuadra, los Soldados de la Esvástica, también ocupaba un lugar en el Círculo de la Esvástica. Con el fin de destacar la supremacía absoluta de su cargo como Comandante Supremo, Feric había incluido a Best en el Círculo de la Esvástica, con la jerarquía de Alto Comandante, pese a que el muchacho no tenía un solo subordinado en la línea de mando. Con respecto a Bluth y Decker se los había remitido a la mediocre oscuridad que se merecían. En general, se había reordenado la estructura interna del Partido, en vista de la lucha heroica que se avecinaba.
Feric inauguró la reunión sin mayores formalidades; la atmósfera se parecía más a un encuentro de camaradas que se disponen a discutir la estrategia que seguirán en el campo de batalla que a una sesión polémica de un partido burgués.
—Nuestra meta final es el restablecimiento del dominio de los humanos verdaderos sobre la tierra habitable, y la eliminación de todos los sapientes subhumanos. El primer paso fundamental en este sentido ha de ser establecer el dominio absoluto de la Esvástica en Heldon. Tenemos que adoptar medidas prácticas que nos permitan conquistar el poder.
Este franco enunciado fue recibido con ferviente entusiasmo. Sobre todo Remler parecía arder en un fuego fanático; los helados ojos azules y los rasgos aquilinos irradiaban un frenesí patriótico casi palpable.
—Con quinientas motocicletas y cinco mil hombres, los Caballeros pueden tomar Walder en un día —prometió Stopa—. ¡Con mil motocicletas y diez mil hombres, marchamos sobre Heldhime y aplastamos a todos esos insectos!
—No es tan simple —dijo Waffing, sin alzar la voz ni irritarse—. Si los Caballeros se apoderan de Walder o marchan sobre la capital, el gobierno ordenará que el Ejército intervenga. En lugar de atemorizarse, el Comando de la Estrella actuará contra nosotros, y se perderá nuestra causa. No podemos derrotar al Ejército regular en una guerra civil de carácter local.
—Por mi parte, me inclino por el método electoral —dijo Bogel—. Pronto habrá elecciones para los cargos del Consejo; es necesario elegir a los nueve titulares. Confío en que por lo menos podamos enviar a Feric. Si Feric está en Heldhime como consejero, es indudable que en la elección siguiente, dentro de cinco años, podremos introducir a cuatro hombres más en el Consejo.
El rostro delgado y brillante de Remler ardió de indignación.
—¡No podemos esperar cinco años para tomar el poder! —exclamó—. ¿Cuántos genes se perderán en cinco años? ¿Hasta dónde llegará la penetración de los dominantes en el cuerpo de Heldon? ¿Qué fuerza llegarán a tener los universalistas? ¡Nuestro sagrado deber racial es tomar el poder absoluto con la mínima demora posible!
—¡Bien dicho! —declaró Feric. Era indudable que había elegido bien al nombrar a Remler como jefe de los SS. El individuo era un idealista brillante, pero absolutamente pragmático, y había expresado con exactitud el imperativo moral inmediato. Los dos relámpagos rojos que Feric había ideado como insignia especial de los SS se ajustaban bien al vigor y al estilo del jefe; Remler era un excelente modelo para la elite de probada pureza genética que él comandaría.
El discurso de Remler simplemente había confirmado el carácter moral y la conveniencia práctica del plan que Feric ya había elegido. Comprometer al Partido en la búsqueda del poder sólo mediante el decadente mecanismo electoral era traicionar la causa sagrada de la pureza genética. Pero una campaña política podía centralizar eficazmente la propaganda partidaria; y había algo más importante: a cada candidato al Consejo se le daba una hora en los programas de la televisión nacional, para que la utilizara como le pareciera más conveniente.
—He decidido cuál será nuestro curso inmediato —declaró Feric—. Yo y sólo yo seré candidato al Consejo. El hecho de que mi candidatura nos facilitará una hora semanal de televisión pública para difundir nuestra propaganda (la que no tiene por qué limitarse a las trivialidades de la política electoral) es argumento suficiente para convencerme de la necesidad de participar. En el curso de la campaña organizaremos mítines de masas y manifestaciones de fuerza. Expulsaremos de la calle a los universalistas apelando al puño y el hierro, y lograremos que las cosas se pongan bastante feas también para los tradicionalistas y los libertarios. La meta no será tanto ganar la elección como demostrar a los patriotas de Heldon nuestra decisión de conquistar el poder y nuestra aptitud genética e ideológica. Con toda intención atraeremos sobre nosotros la ira de los escuadrones universalistas, de modo que nos presenten sus cráneos y podamos destrozarlos. El Partido no será un instrumento para ganar la elección; más bien la elección será un instrumento para promover los fines últimos del Partido.
Aquí, incluso el idealista Remler se unió al aplauso de todos. Se había forjado el instrumento de la victoria final; ahora, se lo aplicaría con fanatismo implacable y fuerza abrumadora.
El Estadio Municipal de Heldhime era un vasto recinto de hormigón que albergaba a bastante más de cien mil personas, y en la noche de la primera asamblea de masas de los Hijos de la Esvástica, cada centímetro de las plateas y también de las graderías estaba atestado de verdadera humanidad. El borde superior del estadio así como la pared interior de la arena habían sido adornados con resplandecientes insignias —esvásticas rojas, blancas y negras— creando una ferviente atmósfera patriótica.
En el centro exacto de la pista se había levantado la plataforma para los oradores; era un sencillo cubo de madera pintada de blanco, de tres metros de lado. De ese modo, podía verse al orador desde todos los rincones del estadio.
Rodeando la plataforma y ocupando la pista, un mar de uniformes y fuego. Ocho mil Caballeros de la Esvástica con sus uniformes de color pardo estaban allí de pie, sosteniendo en alto antorchas flameantes. Entre esos Caballeros, dos mil Soldados de la Esvástica con uniformes de cuero negro y capas negras especiales, formaban una gran esvástica cuyo centro era la plataforma de los oradores. Como la formación SS no tenía antorchas, el aspecto de la pista desde el borde superior del estadio, donde Feric había ordenado que se instalasen las cámaras de televisión, era un gran círculo de fuego con una gigantesca esvástica negra que resplandecía como un metal fantástico en medio de la masa de antorchas. La plataforma blanca del orador se destacaba en el centro de esta enorme esvástica negra como el ombligo del universo.
Mientras esperaba el comienzo de la asamblea en el interior hueco de la plataforma, acompañado de Lar Waffing, Feric experimentaba una exaltación casi insoportable; en esta asamblea de masas, en que anunciaría su propia candidatura, culminaría la semana más excitante que hubiera pasado hasta entonces en Heldon. Su primera visita a la principal ciudad del mundo, de arquitectura heroica y avanzada tecnología, había sido bastante emocionante en sí misma; pero había algo más importante en esa coyuntura: Heldhime era desde todo punto de vista la cabeza de Heldon. Allí sesionaba el Consejo y tenían su sede los ministerios oficiales, el Comando de la Estrella, y la mayoría de las grandes industrias de la Alta República. Heldhime era el centro de la investigación científica y la producción más avanzadas. Aquí estaban las riendas del poder, que él podía tomar.
Waffing había presentado a Feric en los altos círculos económicos, así como ante miembros importantes del Comando militar de la Estrella. Muchos oficiales habían dado dinero para la caja del Partido, y todos los generales se habían declarado enemigos de los universalistas y los dominantes; muchos habían reconocido francamente que esperaban con ansiedad el día en que se les ordenase aplastar a esa chusma. Por su parte, Feric se había despedido de ellos prometiéndoles solemnemente que cuando él fuera gobernante de Heldon podrían satisfacer esos deseos y algunos otros.
Además, la fama de Feric había llegado a la capital antes que él mismo, y pequeñas multitudes de ciudadanos fervorosos acudieron pronto a verlo. Funcionarios desconocidos lo recibieron con entusiastas saludos partidarios. Cuando concurrió al teatro, apenas entró en el palco, el público lo saludó de pie, con una ovación que duró tres minutos.
De modo que esperaba el comienzo de la asamblea con un sentimiento de profunda expectación y abrumadora confianza en sí mismo.
Cuando la televisión comenzó a transmitir, Lar Waffing, impresionante en su uniforme negro del Partido y el manto con la esvástica roja, le estrechó la mano deseándole suerte, y luego comenzó a subir la escalera de madera, apareciendo en la plataforma saludado por un clamor de vivas y gritos. ¡Había sonado la hora del destino! En ese mismo instante, Bogel debía de estar hablando en la Plaza Arn de Walder, donde millares de personas estarían reunidas alrededor del televisor público para escuchar el discurso de Feric. Asambleas multitudinarias similares, también con antorchas, se habían organizado alrededor de los televisores públicos de todas las ciudades, las localidades y las aldeas de Heldon, y distintos funcionarios grandes y pequeños de los Hijos de la Esvástica estaban en ese mismo instante preparándose para anunciar a Feric.
Waffing se acercó al micrófono y alzó la mano reclamando silencio; un rumor apagado recorrió el estadio. La introducción de Waffing fue notablemente breve y concreta.
—Hijos de la Esvástica, compatriotas, verdaderos helder de todo el país, os presento al Comandante Supremo de los Hijos de la Esvástica, nuestro grande y glorioso líder, ¡Feric Jaggar!
El estadio de Heldhime se convirtió de pronto en un verdadero pandemonio. La gran multitud parecía decidida a quedar afónica, mientras el mar de antorchas sobre la pista se agitaba enloquecido, y los hombres SS que formaban la gran esvástica negra saludaban una y otra vez, en un unísono perfecto y fervoroso. Lentamente, Feric subió la escalera y apareció sobre la plataforma, saliendo a ese universo sobrecogedor de llamas, gritos y saludos compactos. A la vista de esa figura heroica, de ajustado uniforme negro y cromo, el manto con la esvástica roja arrastrándose majestuoso detrás, el Gran Garrote de Held enfundado en el cinturón de cuero tachonado, dos relámpagos rojos aplicados a las botas negras, el entusiasmo de la enorme multitud alcanzó una cumbre febril de frenesí.
Feric palmeó a Waffing en el hombro cuando éste se retiraba, y se quedó solo sobre la plataforma blanca, en el centro de la gran esvástica negra que resplandecía en un mar ardiente de antorchas. Los vivas, los saludos, el mar de brazos de los ciudadanos helder parecían rodearlo; era el foco de esos millares de almas que podía ver alrededor, y de millares más que esperaban su palabra a lo largo y a lo ancho del país. El rugido de la multitud tenía la intensidad y la magnificencia del legendario Trueno de los Antiguos, un sonido que rasgaba el cielo y que ahora envolvía a Feric en una mítica grandeza.
De pie en el preciso punto focal del espacio y del tiempo de ese momento histórico, su alma el centro de un mar de fuego patriótico, Feric sintió el poder del destino cósmico que fluía a través de él y le transmitía la voluntad racial del pueblo helder. En un sentido muy real, él era el pináculo de esta fuerza evolutiva; cuando hablara, ordenaría el curso de la evolución humana hacia una nueva cima de pureza racial, expresando la voz colectiva de la verdadera humanidad. En un acto semejante, él era el Partido, él era la voluntad racial; él era Heldon.
En el momento culminante de la ovación, Feric alzó la mano en el saludo partidario, y el silencio casi instantáneo fue incluso más sobrecogedor que el tumulto anterior. Pareció que el mundo entero contenía la respiración, esperando a que él hablase.
—Conciudadanos helder —dijo sencillamente, y los ecos de su voz reverberaron retornando hacia él, y colmando el silencio total—. Hoy me presento ante ustedes para anunciarles mi candidatura a un asiento del Consejo de Estado. Me presento solo, como portaestandarte de los Hijos de la Esvástica, porque aspiro a ingresar en el Consejo, no para unirme a la chusma decadente que controla esa farsa, como un Consejero entre otros, sino para destruir del todo a esta cábala de inútiles traidores y cobardes, arrojándolos de ese modo al basurero de la historia. La elección de una mayoría esvástica en el Consejo no bastaría para salvar a la verdadera humanidad de los peligros que la agobian; ni siquiera bastaría un Consejo formado totalmente por Hijos de la Esvástica. ¡Los desafíos heroicos exigen actos heroicos!
Deliberadamente, para que todos advirtieran el significado del gesto, Feric apoyó la mano derecha sobre el mango del Gran Garrote de Held, aunque se abstuvo de esgrimir la noble arma.
—Otrora, este Gran Garrote fue el cetro de los reyes de Heldon; ahora yo lo esgrimo, no como aspirante al título real, sino como un instrumento de nuestra voluntad racial. ¡Participo en esta ridícula elección para permitir que mi nombramiento haga conocer la voluntad racial! Una vez elegido, basaré mis actos no en los dictados de una supuesta mayoría numérica, ni en un hipotético sentimiento de fidelidad a un mezquino legalismo, sino en el principio de la inquebrantable lealtad a la voluntad racial, a la pureza genética de Heldon, ¡y a la causa de la victoria humana total sobre todos los mutantes y los mestizos del universo!
Al oír esto, el estadio desbordante rompió otra vez en una ovación prolongada y gigantesca, mientras los hombres SS de la formación de la Esvástica volvían a saludar, una y otra vez, con perfección férrea y fuerza fanática.
Feric apartó la mano del pomo del Cetro de Acero, y la alzó reclamando silencio. Instantáneamente, un vasto susurro dominó el estadio; por extensión, Feric pudo sentir que esta mudez expectante abarcaba a millares de almas de las plazas públicas de toda la nación, pues en ese momento toda Heldon estaba unida en una mística comunión de voluntad racial.
Hablando con acento un tanto más mesurado, Feric volcó en el vacío expectante palabras que tocaban una noble cuerda en todos los pechos helder.
—Hoy, convoco a todos los hombres verdaderos de Heldon, a todos los patriotas, a todos los especímenes del genotipo humano verdadero, a todos los ciudadanos de este amplio dominio que caminan en dos pies, como cumple a los hombres, a alzarse en una gran masa de héroes encolerizados, ¡y a llevar a los Hijos de la Esvástica, como estandarte de nuestra causa racial y la causa de la evolución sapiente, a la victoria total y final!
De nuevo la mano derecha de Feric descansó sobre el pomo del Gran Garrote de Held.
—¡No mendigo los votos como un afeminado político burgués! —gritó—. Ni tampoco intento obtenerlos con engaños, como los lacayos universalistas de los hediondos dominantes subhumanos. En mi carácter de representante humano de la voluntad racial, ¡los exijo por derecho propio! ¡Y exijo más! Exijo que todos los hijos verdaderos de Heldon salgan esta noche a la calle con fuerza abrumadora. Exijo que con apretada presencia y fanatismo patriótico, convenzan a todos los que encuentren de la justicia de esta causa, el carácter irresistible de nuestra voluntad, ¡y la certidumbre de nuestra victoria total y final! Si la chusma universalista muestra su rostro repugnante, ¡habrá que romperles el cráneo y aplastar los cuerpos enfermizos bajo la suela de nuestras botas! Si los simpatizantes de otros partidos nos critican con palabras o con hechos, ¡habrá que persuadir a los que son capaces de razonar, y expulsar al resto! ¡Que las fuerzas de la Esvástica recorran Heldon esta noche y hasta el alba! ¡Hagamos nuestras las calles!
Dicho esto, Feric desenfundó el Gran Garrote de Held y apuntó al cielo, un enorme eje de metal centelleante dirigido a las estrellas; la esfera reluciente pareció concentrar en su extremo el poder de la masa de antorchas, despidiendo ramalazos eléctricos de esta manifestación física de la fuerza racial hacia todos los sectores del estadio, y por las ondas de la televisión a toda Heldon.
Ante esta señal, los millares de Caballeros y hombres de la SS iniciaron una marcha circular en orden cerrado alrededor de la plataforma del orador, llenando el estadio y toda Heldon con el retumbar de miles de botas ribeteadas de acero. Desde arriba, el gran círculo de llamas sobre la pista parecía prácticamente inmóvil, mientras la gran esvástica negra de los SS rotaba interminable e irresistible alrededor de Feric, como la rueda implacable del destino.
Feric tuvo la impresión de que él mismo estaba de pie sobre el eje del mundo, mientras toda Heldon rotaba a sus pies, y que la voluntad racial tenía en él mismo su centro, en el instante en que llevaba el discurso a una aplastante culminación.
—¡Hail Heldon! —gritó poniendo en la voz hasta el último átomo de su energía física y mental—, ¡Viva la Esvástica! ¡Viva la victoria final!
De pie en medio de la gran esvástica giratoria, como epicentro de la erupción nacional de voluntad racial, el cuerpo latiendo al ruidoso compás de catorce mil pies en marcha, Feric sintió que se fundía totalmente con el pueblo, como si cada uno de los helder que ahora se volcaba en las calles de ludo el país fuese una extensión de su carne y de su ser.
Y de cien mil gargantas del estadio, de millones de nuevos fanáticos de la esvástica que se volcaban en todas las plazas públicas de la nación, llegó la respuesta en una gran voz racial que tenía sus raíces en los bosques y las selvas de la patria, y esa voluntad racial se expresó de pronto en un rugido trascendente que estremeció la tierra: —¡HAIL JAGGAR! ¡HAIL JAGGAR! ¡HAIL JAGGAR!
8
El resultado de la elección ya se conocía desde el principio, pues Feric era el único candidato de la Esvástica, y en cambio los restantes partidos presentaban la lista completa de nueve candidatos para los nueve asientos del Consejo. Por supuesto, Feric sería el único consejero de la Esvástica, en un Consejo que probablemente estaría otra vez dominado por los libertarios, pero a juicio de Feric esto no sería un inconveniente, ¡Mucho mejor ser un héroe solitario contra una pandilla de traidores y poltrones, que el líder de un partido político minoritario!
Como el resultado legal de la elección no era de temer, la campaña podía usarse para promover otras metas absolutas: mostrar el fanatismo implacable y vigoroso con que los Hijos de la Esvástica perseguían sus fines sagrados, y probar que la voluntad racial hablaba por boca de Feric. Para esto era necesario que él obtuviese más votos que cualquier otro consejero. Felizmente, estas dos metas electorales eran compatibles; podían dedicar a ambas una atención monolítica, y una total concentración de fuerzas.
Así fue como, tres días antes de la elección, Feric iba de pie en su automóvil abierto, vestido con un resplandeciente uniforme de cuero negro y capa escarlata, sosteniendo en la mano el Cetro de Acero, de manera que todos lo viesen, dispuesto a conducir a sus hombres a la batalla culminante de la campaña electoral. Lo acompañaban en el automóvil, también vestidos con el cuero negro de la elite partidaria, Bors Remler y Ludolf Best, armados con relucientes metralletas nuevas.
La fuerza que Feric encabezaba marchando por las calles de Heldhime, rumbo al Parque de los Robles, debía de ser la tropa mejor y más numerosa que los Hijos de la Esvástica hubieran reunido jamás, pues Feric había desafiado deliberadamente a la hez universalista anunciando a todos los vientos que la última asamblea electoral de los Hijos de la Esvástica se celebraría en el sórdido parque situado en el centro mismo de Borburg, un distrito maloliente y notorio, pues era el más grande y perverso escondrijo de los dominantes y los lacayos universalistas en toda Heldon. Si los universalistas permitían la celebración del mitin sin tratar de destruirlo, se verían totalmente desacreditados en la lucha por el poder, y no sólo en Heldhime, sino en toda la Alta República, pues Feric había de consagrar su última hora de tiempo en la televisión pública a la presentación de esta asamblea.
Por otra parte, los Hijos de la Esvástica tenían que defender la seguridad y la integridad del mitin en ese medio absolutamente hostil, porque de lo contrario caería sobre ellos una ignominia similar. De modo que Feric había reunido una fuerza capaz de afrontar cualquier eventualidad. Frente a su automóvil avanzaba un vehículo de vapor provisto de una gran pala de hierro; detrás de este escudo se ocultaban tres SS armados con ametralladoras, y en el interior del vehículo una Tropa de Choque de los mejores hombres de la SS, con garrotes y metralletas. Alrededor del automóvil de Feric marchaba una escuadra de fanáticos SS con uniformes de cuero negro, montados en relucientes motocicletas negras adornadas con piezas de cromo brillante. Detrás del automóvil iban cinco mil Caballeros de la Esvástica esgrimiendo garrotes, antorchas, banderas y pesadas cadenas. A retaguardia de esta infantería, dos mil Caballeros motorizados, y cerrando la columna quinientos fanáticos SS a pie, blandiendo metralletas y garrotes.
En el curso de la campaña tanto los SS como los Caballeros se habían desempeñado dignamente. Los entrometidos que molestaban en todos los mítines de la Esvástica apenas alcanzaban a abrir la boca cuando ya las porras de los SS les rompían la cabeza; los Caballeros actuaban por doquier, al extremo de que ningún orador universalista o burgués podía hablar en presencia de diez personas sin convertirse en infortunado blanco de los puños de hierro. Tres veces los universalistas habían intentado celebrar grandes asambleas, y tres veces las Tropas de Asalto motorizadas habían dispersado a la chusma.
Pero ahora cabía esperar que los universalistas y los dominantes apelasen a peores recursos. Mientras el automóvil de Feric avanzaba detrás del vehículo de vapor armado, por la avenida Torm, que en realidad era una especie de zanja sembrada de basuras, entre dos filas de fétidas viviendas, Feric aferró el mango del Gran Garrote, listo para la acción y deseándola al mismo tiempo.
—¡Comandante, mire! —gritó de pronto Best, señalando avenida arriba con el caño de la metralleta. Una tosca barricada de vigas, cajones y toda clase de desechos y basuras interrumpía la calle, impidiendo el paso de las motocicletas. Detrás, se apretaba una horda de la sucia y patética chusma controlada por los dominantes, armada de palos, mazas y cuchillos; esos infelices de ojos desorbitados ocupaban la calle hasta donde alcanzara la vista. Flameando sobre esa turba sórdida se veían harapos azules grasientos y desgarrados, con una estrella amarilla dentro de un círculo: la bandera de guerra de los universalistas controlados por los dominantes.
—No se preocupe, Best —dijo Feric—, ¡destruiremos enseguida a esos insectos! —Pues, en efecto, Feric había equipado el vehículo de vapor de modo que frustrase precisamente esas tácticas.
A diez metros de la barricada, las ametralladoras del vehículo que iba a la cabeza abrieron fuego. La turba burlona que se apiñaba detrás de la barricada rompió en alaridos de dolor, miedo y desaliento, cuando sus Filas se vieron súbitamente diezmadas por ráfagas de balas. Veintenas de criaturas cayeron ensangrentadas. La turba se movía ahora aplastando a los heridos y los muertos, presionando y golpeándose unos a otros, en un intento frenético y fútil de retroceder calle arriba, alejándose de la fuerza de la Esvástica.
La pala del vehículo de vapor tocó la tosca barricada a cuarenta kilómetros por hora, destrozándola totalmente. Los SS que estaban en el interior del vehículo comenzaron a disparar sobre las miserables viviendas, a cada lado de la calle, sembrando el pánico.
—¡Adelante! —aulló Feric alzando el Gran Garrote de Held. Las armas del vehículo de vapor callaron de pronto, y el coche de mando, protegido por los motociclistas SS, y encabezando la tropa de Caballeros, penetró directamente en la masa de la chusma universalista.
Los garrotes de los Caballeros saltaban y caían como martillos de acero, derribando a las aullantes criaturas controladas por los doms; las cadenas silbaban en el aire como molinos de viento, y golpeaban las cabezas de los universalistas que estallaban como huevos podridos. Una docena de corpulentos sujetos armados de cuchillos avanzó de pronto atravesando la cortina de motocicletas, hacia el coche de mando, con los ojos encendidos y frenéticos de los esclavos de los dominantes, y las bocas chorreando baba.
—¡Mi Comandante! —gritó Best, mientras su metralleta derribaba a dos de los atacantes. Feric sintió que el poder ilimitado del Cetro de Acero le sacudía el cuerpo como una corriente eléctrica; con un salvaje grito de batalla, sin esfuerzo, alzó en el aire el garrote.
Golpeó en el pecho a los primeros atacantes, y los atravesó como si hubiesen sido de gelatina, partiéndolos en dos, en medio de una erupción de órganos y entrañas. Enseguida destrozó los cráneos de otros tres, mientras Best y Remler daban cuenta del resto con las metralletas.
Como un rebaño de vacunos espantados o una piara de cerdos aterrorizados, la chusma retrocedió tratando de escapar a la cólera irresistible de las fuerzas de la Esvástica, y aplastando a veintenas de sus propios camaradas. Mientras la columna de la Esvástica se abría paso por la avenida Torm, grupos de Caballeros SS entraban en los inmundos cubículos, y arrastraban a la calle a los sospechosos que se habían mantenido apartados del combate; casi seguramente eran dominantes, y se los ejecutaba sin más trámite en el lugar. Una vez eliminadas las alimañas, pusieron fuego a las casas, para asegurar la limpieza.
Mientras la columna avanzaba por la calle hacia el Parque de los Robles, con velocidad cada vez mayor, el automóvil de Feric atravesó un corredor de llamas y humo; pues el fuego purificador estaba arrasando los cubículos de la maloliente Borburg. En la calle había algo más que los desechos habituales: pilas de cadáveres de dominantes y lacayos universalistas. Una figura furtiva salió al portal de un edificio en llamas; Best destrozó instantáneamente al dominante con la ametralladora.
De pronto, uno de los cuerpos sobre los que había pasado el automóvil de Feric, se levantó de un salto, aferró la carrocería, y apuntando con una larga y sucia daga al cuello de Feric, gritó:
—¡Muere, roña humana! —Como no podía usar el Cetro de Acero, Feric extendió la mano izquierda y atrapó por el cuello al dominante que gritaba y apretó hasta que la criatura puso los ojos en blanco. Feric arrojó el cuerpo al pavimento.
Pronto la columna llegó a la calle Lormer, frente al propio Parque de los Robles. Era una amplia extensión de césped mal cuidado, cubierto con toda suerte de basuras y porquerías; también aquí prevalecía el olor agrio y pútrido característico de Borburg, y el pedestal de hormigón del televisor público estaba completamente cubierto por obscenidades garabateadas y viles epítetos políticos. Todo el parque estaba ocupado por la chusma más baja, por lo menos diez mil de aquellas sórdidas criaturas, armadas con garrotes, cuchillos, porras y armas de fuego, e inflamadas por la sed de sangre que les inspiraban los amos ocultos.
Feric alzó tres veces el Cetro de Acero sobre su cabeza, y a esta señal una complicada maniobra fue ejecutada con precisión y arrojo. Los SS descendieron de la cabina del vehículo de vapor y se convirtieron en la punta de lanza de dos grandes falanges de Caballeros, que avanzaron en ambas direcciones por la calle Lormer, empujando a la chusma y obligándola a retirarse. Más Caballeros salieron por la avenida Torm y entraron en la calle Lormer, para unirse a los anteriores, de modo que toda la extensión de la calle Lormer frente al Parque de los Robles pronto quedó completamente ocupada por una maciza formación de Caballeros.
Un silencio momentáneo dominó la escena, interrumpido únicamente por el crepitar de las llamas y el pesado rugido de los motores de las motocicletas, mientras la chusma cobarde del parque se veía súbitamente enfrentada a una verdadera muralla de héroes vestidos de cuero pardo. El desaliento de la turba se expresó en un gran gemido colectivo. Y luego, a otra señal de Feric, el centro de la formación de los Caballeros se dividió, y los motociclistas SS, con prendas de cuero negro reluciente y cromo brillante, avanzaron hacia la línea de combate, formando un escudo de motocicletas de acero y decisión férrea frente a la infantería.
Finalmente, el coche de Feric se adelantó a ocupar la posición central en esta vanguardia de héroes.
Mientras, los Caballeros motorizados y las restantes tropas a pie eran conducidas por Stag Stopa en un amplio círculo a través de las calles incendiadas de Borburg, con el fin de entrar por el fondo del Parque de los Robles y cortar todo intento de retirada.
Feric miró a la turba confusa que ahora fingía burlarse, y agitaba sus armas en una lamentable manifestación de falsa bravuconería, y luego examinó las formaciones exactas y la uniformada elegancia de los robustos Caballeros y la fanática elite SS, observando cómo contrastaban con el populacho miserable que tenía enfrente. ¡Qué notable espectáculo estaba transmitiéndose a los televisores públicos de las plazas de toda Heldon!
Feric permaneció de pie, erguido sobre el piso del coche de mando, la mano izquierda apoyada en el respaldo del asiento de Best; con la derecha, apuntó al cielo el reluciente puño de acero que era el cabezal del Gran Garrote.
—¡Hail Heldon! —gritó, y su voz poderosa atravesó el estrépito—. ¡Muerte a los dominantes y sus esclavos universalistas! —Con el Cetro de Acero describió un gran arco descendente, y lanzando un rugido poderoso de —¡Hail Jaggar!— las fuerzas de la Esvástica iniciaron el ataque.
La línea de motocicletas cortó la primera fila de la horda que ocupaba el parque, acompañada por el fuego concentrado que disparaban las ametralladoras de los SS. Con grandes alaridos de miedo y desaliento, centenares de infelices de ojos desorbitados cayeron ahogados en su propia sangre, mientras el frío acero partía los cráneos y las ruedas aplastaban los miembros de los caídos. Por los intersticios de la primera línea de motocicletas cargaron los Caballeros enarbolando garrotes y volteando cadenas, y así, entre miembros rotos y cabezas aplastadas, consolidaron la brecha que había abierto la SS motorizada. El conductor de Feric llevó el automóvil directamente hacia el frente de batalla. Mientras Best y Remler guadañaban con las metralletas a la chusma enloquecida, Feric describía grandes arcos destructivos con el Cetro de Acero, destrozando docenas de cabezas, aplastando veintenas de miembros, cortando en dos los torsos enemigos, y provocando un terrible desastre con cada golpe. ¡Qué imagen sobrecogedora para todos los espectadores de Heldon, y qué inspiración para sus hombres!
Después de unos minutos de este asalto furioso, las filas de los universalistas se vieron dominadas por el caos y el pánico ciego y total. Los que estaban cerca del centro de la pelea se sintieron tan aterrorizados por la eficiencia de las tropas de la Esvástica que ni siquiera la voluntad de los doms dispersos en la multitud pudo mantener una semblanza de orden. Sólo tenían un pensamiento: huir antes que les volaran en pedazos el cerebro, o lo que pasaba por tal. Mientras huían aterrorizados muchos universalistas pelearon con los que estaban detrás, y que aún se sentían inflamados y sedientos de sangre por la influencia de los dominantes. Y resultó que ellos mismos mataron a tantos camaradas como las tropas de la Esvástica.
Cuando el coche de mando se adentraba en el parque, se vio atacado por treinta o cuarenta enemigos armados de garrotes y largos cuchillos, y al parecer exaltados hasta el fanatismo suicida por algún dom cercano. La mitad cayó bajo el furioso fuego de metralletas de Remler y Best; Feric despachó a cinco más de un solo golpe del Cetro de Acero. De pronto alcanzó a ver a una criatura encorvada y gris, de relucientes ojos negros de roedor, que marchaba a retaguardia de esta fuerza atacante.
Sosteniéndose con la mano izquierda para mantener el equilibrio, Feric se inclinó todo lo que pudo y dirigió la esfera que remataba el arma directamente sobre el cráneo del cobarde dominante, haciendo saltar por el aire una fuente de sesos grises. Casi inmediatamente la roña universalista que un momento antes había atacado sin miedo el coche de mando, se dispersó lanzando alaridos de horror.
Al presenciar la escena, los fanáticos SS concentraron el ataque en los dominantes reconocibles, y pronto la dureza y la velocidad de la pelea se multiplicaron. Poca duda cabía acerca del resultado. Aunque los universalistas luchaban con ferocidad animal cuando estaba cerca un dom, carecían de voluntad y disciplina, y menos aun de una dirección adecuada, y ni siquiera mantenían Un simulacro de resistencia. En el combate mano a mano un solo Caballero valía al menos por diez de aquellas criaturas sin alma; y en cuanto a los hombres SS, la superioridad en voluntad y capacidad de lucha sólo podía medirse en cifras astronómicas.
No pasó mucho tiempo sin que la turba perdiese la más mínima esperanza de victoria, e incluso los dominantes que mandaban a la horda esclava pensaron únicamente en huir. Con un gran movimiento de retroceso, las filas de la hez universalista se dispersaron y corrieron hacia la calle Ophal, que era el borde septentrional del parque, alejándose todo lo posible del centro de la pelea. Casi inmediatamente los Caballeros y los SS se encontraron persiguiendo a un rebaño desconcertado, informe y aterrorizado de ganado humano que se dispersaba por el parque.
El coche de mando de Feric marchaba a la cabeza de esta persecución triunfante, y las metralletas de Remler y Best diezmaban las filas de las turbas que huían delante del automóvil, mientras el noble garrote de Feric destrozaba a todos los rezagados. La estampida aterrorizada no podía desprenderse de la vanguardia motorizada de las Tropas de Asalto de la Esvástica, y el coche de mando y los SS motorizados pronto comenzaron a penetrar en las filas de retaguardia, apilando grandes montones de cadáveres sangrientos y desmembrados.
Más aún, cuando los rufianes en fuga se volcaron en la calle Ophal, los motociclistas de Stopa salieron de pronto de todas las calles y callejones laterales, y detrás de ellos aparecieron Caballeros a pie, enarbolando cadenas y porras. La turba se encontró atrapada entre el martillo y el yunque.
Los pequeños grupos de enemigos huyeron desordenadamente en todas direcciones, para ser atrapados por las patrullas de motociclistas y luego derribados por la infantería. No se perseguía a los que lograban huir de las proximidades del Parque de los Robles, y desaparecían entre las ruinas llameantes de Borburg. Pero la chusma universalista que todavía estaba dentro de los confines del parque terminó dividida en fragmentos cada vez más pequeños, y reducida a pulpa.
Como aún quedaban algunos minutos de tiempo en la televisión pública después de liquidado, herido o expulsado el último de los universalistas, Feric ordenó que el coche de mando se encaminara al centro geométrico del parque. Alrededor, los SS motorizados, con los motores silenciosos, las prendas de cuero negro honrosamente sucias con la sangre y el polvo de la batalla, formaron un círculo de honor. Frente a sus camaradas de las motocicletas, quinientos infantes SS se alinearon en posición de firmes. Detrás de esta guardia selecta, se ordenaron las filas de motociclistas de los Caballeros y luego la tropa de Caballeros de la Esvástica, todos figuras heroicas en uniformes de cuero pardo, la mayoría generosamente manchados con la sangre del enemigo.
Alrededor de este Ejército victorioso, yacían las pruebas de un heroico e implacable fanatismo. Los cadáveres de los universalistas y los dominantes estaban dispersos por todo el parque, aislados o en grandes pilas sangrientas. Allende el parque, las grandes llamas quemaban los últimos restos de pestilencia de los edificios de Borburg.
Entregaron un micrófono a Feric, de pie sobre el asiento del coche de mando, para que hablase a sus tropas victoriosas. Al fin la voz de Feric reverberó en toda la Alta República, así como en las calles vecinas de la Borburg capturada.
—¡Conciudadanos helder, este es mi saludo! ¡Esta grande y gloriosa victoria que hoy hemos alcanzado perdurará eternamente en los corazones de todos los verdaderos humanos! ¡Hail Heldon! ¡Viva el genotipo humano puro! ¡Viva la victoria total de la Esvástica!
Por respuesta, el rugido de —¡Hail Jaggar!— conmovió hasta los cimientos a toda Heldon, y los hombres no pudieron contenerse y lo repitieron una docena de veces, y cada vez se entrechocaban los talones de millares de botas, en una selva de saludos partidarios que eran un desafío al cielo. Cuando el ferviente clamor se calmó al fin, la última asamblea electoral concluyó solemnemente con el canto nutrido del nuevo himno partidario, «La Esvástica eterna», que Feric había compuesto para la ocasión. Los nobles acordes de este gran canto marcial, que brotaban de las gargantas de los héroes victoriosos, eran una nota de dignidad suficiente para clausurar la actividad del día.
Después del aplastante éxito de la asamblea del Parque de los Robles, los tres días restantes de la campaña electoral no fueron más que un paseo victorioso para los Hijos de la Esvástica; nadie lo dudaba ahora: Feric Jaggar sería elegido para el Consejo de Estado por el margen más amplio de la historia.
9
Mientras los coches de gasolina de los miembros del Consejo se acercaban a la entrada ceremonial del Palacio de Estado, la escena estaba preparada para un momento realmente histórico. La primera reunión de un Consejo de Estado elegido poco antes era siempre un acontecimiento importante, pero esta vez se trataba de la primera confrontación directa entre el degenerado viejo orden y Feric Jaggar, el héroe de la naciente Nueva Época. No era exagerado afirmar que el pueblo de Heldon estaba conteniendo su aliento racial.
El Palacio mismo era un marco apropiado para este drama: un impresionante edificio de mármol negro, realzado por cuatro heroicos bajorrelieves de bronce que representaban grandes batallas de la historia de Heldon, una en cada cara del edificio. La entrada ceremonial daba frente al bulevar Heldon, del que estaba separado por una ancha y pulcra extensión de césped. Un largo camino de coches describía una curva elegante sobre la suave pendiente del prado, hasta el pórtico de entrada, y luego volvía en una curva de elegancia similar hasta el bulevar público, donde una nutrida multitud se había reunido en las aceras. Una fila de tropas del Ejército con uniformes de campaña y bruñidos cascos de acero evitaba que los espectadores invadiesen los jardines.
Los automóviles poco llamativos de los consejeros llegaron uno por uno, y fueron escoltados por una guardia de honor de motociclistas militares. Los políticos, hombres todos de aspecto sencillo, descendieron y desaparecieron en el interior del edificio, hasta que al fin sólo faltaba Feric. La atención dramática de los espectadores que esperaban en el bulevar, así como del inmenso público que miraba por televisión en las plazas de Heldon, fue acentuándose poco a poco, pues todos querían presenciar la aparición culminante de Feric Jaggar.
Finalmente, se oyó el rugido de la caravana de motocicletas que avanzaban a gran velocidad por el bulevar, hacia el Palacio del Estado, y un momento después el reluciente coche negro de Feric apareció detrás de una escuadra de diez motociclistas SS, resplandecientes, en uniformes de cuero negro y capas rojas con la esvástica, llevando al frente dos enormes banderas del Partido. El propio Feric, una alta figura de uniforme negro y escarlata, con deslumbrantes aplicaciones metálicas que reflejaban la luz del atardecer, venía de pie en el asiento trasero del automóvil, un brazo apoyado en el borde del vehículo.
Cuando la caravana abandonó el bulevar y comenzó a subir por la senda del Palacio, la buena gente alineada en las aceras saludó espontáneamente alzando la mano y lanzó fervientes gritos de —¡Hail Jaggar!—, que continuaron hasta que el coche llegó a la entrada. Por su parte, Feric devolvió los saludos con el brazo extendido, y lo mantuvo en esa posición, con gran alegría de todos, hasta que el automóvil se detuvo.
La escolta SS desmontó y Feric descendió del automóvil, mientras seis hombres se alineaban frente al breve tramo de escalones de mármol, con gran desagrado de los oficiales del Ejército. Los dos portaestandartes precedieron a Feric cuando éste subió la escalinata, mientras otros dos SS lo seguían, como una guardia menor. Un momento antes de entrar en el edificio, Feric se detuvo, dio media vuelta, golpeó los talones, y saludó otra vez a la multitud. Luego de oír el vocerío clamoroso de —¡Hail Jaggar!— Feric y su escolta SS ingresaron en el Palacio de Estado.
Feric avanzó por un largo vestíbulo de paredes de mármol blanco, suelo de baldosas rojas, blancas y negras, y un cielo raso pintado con colores vivos, hacia un par de grandes puertas de madera decoradas con herrajes de bronce, y vigiladas por soldados del Ejército regular. Las botas ribeteadas de acero de la guardia de honor SS resonaban con un ritmo terso y marcial en las baldosas relucientes, mientras el grupo se aproximaba a la puerta. Los portaestandartes se detuvieron frente a los soldados, entrechocando los talones y golpeando contra el piso el extremo de las astas; luego alzaron el brazo y emitieron un vigoroso —¡Hail Jaggar!—. Detrás de estos magníficos hombres de la SS, Feric esperó un instante, mientras los dos soldados, divididos entre su inclinación natural a devolver el saludo y las órdenes pusilánimes que habían recibido, vacilaban confusos. Finalmente, los hombres se limitaron a abrir las puertas dobles, y Feric, precedido por los portaestandartes y seguido por los dos SS, entró en la Cámara del Consejo.
La cámara era una pequeña rotonda, en cuyo centro había una amplia mesa redonda de reluciente madera negra con aplicaciones de mosaico blanco y rojo. Alrededor de la mesa, nueve sillas del mismo estilo; todas, salvo una, ocupadas por ejemplares realmente desagradables. Estas criaturas se comportaron como insectos súbitamente expuestos a la luz cuando Feric y sus hombres entraron en la habitación; se movieron incómodos en los asientos, y mostraron francamente una cobarde consternación. Rodeado por su guardia de honor. Feric se acercó a la silla vacía y tomó asiento, mientras los cuatro SS se disponían detrás en posición de firmes, golpeaban los talones, saludaban y rugían:
—¡Hail Jaggar!
—Retire inmediatamente de aquí a esos rufianes —gimió un viejo reumático en quien Feric reconoció a Larus Krull, el senil jefe libertario.
—Por lo contrario —replicó Feric—, la elite SS a su debido tiempo expulsará de aquí a todos los inútiles como ustedes.
—Verdadero hombre Jaggar, no hay precedentes que justifiquen la presencia de guardias privados en esta cámara —afirmó un fatuo individuo vestido de oro y azul. Era Rossback, uno de los tres tradicionalistas, y un cretino total.
—Acabo de remediar ese defecto —replicó secamente Feric.
—¡Exijo que retire inmediatamente a sus hombres! —insistió Guilder, notorio secuaz de Krull.
—Votaremos el asunto —dijo el universalista Lorst Gelbart. Gelbart era una masa realmente repelente de protoplasma, pero cuando la pustulosa criatura abría la boca para decir algo, los restantes infelices mostraban una extraña deferencia, y al instante callaban y le prestaban una profunda atención. ¡Y no era raro que así fuese, pues al ojo educado de Feric le bastó una rápida mirada para advertir que este Gelbart, de cabellos negros y grasientos, túnica azul, y ojos redondos de roedor, era en realidad un dominante!
La piel áspera y sucia de Gelbart exudaba un evidente olor a dominante. Si la perversa criatura aún no había sometido a todo el Consejo a un sistema de dominio, sin duda era sólo cuestión de tiempo, ¡y a juzgar por lo que podía verse, no mucho tiempo!
Por consiguiente, no tenía objeto malgastar energía en delicadezas.
—No vine a esta reunión a discutir detalles de protocolo, por mucho que esos pasatiempos puedan ser del agrado de ejemplares como ustedes —dijo Feric, echando abiertamente una mirada desdeñosa a cada uno de los consejeros humanos. Cuando miró a Gelbart, hubo un extraño instante de reconocimiento mutuo, aunque el hediondo dominante se mostró prudente, y no intentó atraer a Feric a su telaraña psíquica.
—Estoy aquí para exponer el problema básico de los Hijos de la Esvástica, y para, exigir su aplicación total e inmediata —continuó Feric—. La voluntad racial así lo exige.
Por supuesto, a los viejos charlatanes se les aflojó la mandíbula cuando oyeron una declaración tan directa, y varios jadearon como peces fuera del agua. Por su parte, Gelbart se mantuvo inmutable, mostrando una inhumana frialdad.
Ignorando las impotentes y silenciosas protestas, Feric enumeró las exigencias básicas del Partido.
—Primero, ha de denunciarse el Tratado de Karmak. y todos los mestizos y mutantes tendrán que abandonar para siempre el territorio helder. Segundo, se aplicarán con renovado vigor las leyes de pureza racial, y como últimamente se ha permitido la infiltración de toda suerte de contaminantes en el caudal genético helder, se organizarán Campos de Clasificación, donde se recluirá a todos los helder cuya pureza genética sea dudosa, hasta que los respectivos linajes y las formas genéticas sean totalmente reexaminados. Los que revelen genes contaminados, podrán elegir entre el exilio o la esterilización.
Feric observó serenamente a Gelbart; pero advirtió que el dominante sabía muy bien que Feric lo había identificado.
—Los dominantes descubiertos —dijo Feric— serán ejecutados, por supuesto. Tercero, triplicaremos rápidamente las Fuerzas del Ejército, de modo que podamos enfrentar adecuadamente a las hordas mutantes que nos rodean. Por último, para llevar a cabo con vigor y energía esta nueva política nacional, el Consejo votará la suspensión de la constitución, y me otorgará poderes de emergencia que me permitan gobernar por decreto.
—¡Este hombre está loco! —gritó el viejo Pillbarm, el decano de los tradicionalistas, y una vieja pasa seca que no había demostrado hasta entonces que fuera capaz de usar el lenguaje humano.
Al instante, Feric se puso de pie, con el Gran Garrote de Held en la mano, una figura imponente poseída por una justiciera cólera.
—¿Alguno de ustedes se atreve a defender la contaminación del caudal genético por los mutantes y los mestizos? ¿Defenderán con su propia vida la roña de los dominantes? ¿Se presentarán ante el pueblo helder y afirmarán que la debilidad es preferible a una política de fuerza y decisión férreas?
Este resonante desafío no provocó ninguna reacción. Era evidente que el sistema de dominio de Gelbart estaba casi totalmente consolidado. Como obedeciendo a una orden, los cobardes retrocedieron y esperaron la respuesta del propio dominante.
—Jaggar, toda esta charla acerca de la pureza genética es cosa superada —dijo Gelbart con una sonrisita cruel—. Ya son muchos los que reclaman la importación de grandes masas de mutantes. Estas criaturas se encargarían de los trabajos desagradables, necesarios para mantener una civilización superior. Muy pronto Heldon comprenderá que lo mejor es producir criaturas descerebradas, autómatas protoplásmicos si usted lo prefiere, tal como hace Zind. Usted está clamando en medio de un ciclón. La pereza natural de los seres humanos es el principal enemigo de usted.
Feric ignoró por completo a Gelbart; no tenía sentido razonar con un dom, y menos aún tratar de persuadir a aquellas víctimas pusilánimes para que cumpliesen sus deberes raciales. Lo único que podía eliminar la pestilencia que carcomía el corazón de Gelbart era la aplicación implacable de la fuerza.
Feric enfundó el Cetro de Acero, pero permaneció de pie, y echó una mirada acerada sucesivamente sobre cada uno de los miembros del Consejo. Todos, con excepción de Gelbart —quien, por supuesto, era incapaz de una reacción tan humana— retrocedieron ante el ataque psíquico.
—He cumplido mi deber de verdadero humano y les he ofrecido la oportunidad de apoyar sin coacción la voluntad racial —dijo serenamente Feric—. Si no votan inmediatamente la aceptación del programa de! Partido, de hecho proclamarán la quiebra moral del gobierno de la Alta República. Y las consecuencias recaerán sobre ustedes.
Sólo Gelbart tuvo el descaro de contestar a esta solemne advertencia.
—Jaggar, ¿se atreve a amenazar al Consejo de Estado de la Alta República? Incluso un consejero puede ser arrestado por traición.
El humor grotesco implícito en el hecho de que ese dominante enfermizo acusara a un verdadero humano de traición a Heldon casi movió a risa a Feric, a pesar de la furia justiciera que esa perfidia despertaba en él.
—¡Me gustaría ver cómo este montón de estiércol viejo trata de arrestar a los Caballeros de la Esvástica y a los SS por traición! —rugió Feric—. ¡Muy pronto veríamos quiénes son los que cuelgan de los patíbulos destinados a los traidores!
Dicho esto, Feric dio media vuelta y salió de la Cámara del Consejo.
Después de ser elegido miembro del Consejo de Estado, Feric había trasladado el Cuartel General del Partido a un espacioso grupo de edificios cerca del centro de Heldhime, en un punto más o menos equidistante del Palacio de Estado y el Centro de la Estrella, Cuartel General del Comando del Ejército, y la barraca donde se alojaba la guarnición de la ciudad. El nuevo Cuartel General había sido la residencia palaciega de un industrial a quien se convenció de que la alquilase a los Hijos de la Esvástica por una suma nominal. La mansión estaba dividida en apartamentos para Feric, Bogel, Waffing, Bors Remler y Best, dormitorios para los funcionarios menos importantes, salas de reunión y despachos; además, dos mil SS se alojaban en tiendas levantadas en un prado amplío, protegido por una alta pared de piedra. Las motocicletas y los vehículos se guardaban en diferentes cobertizos y garajes; se habían emplazado ametralladoras cada cuarenta metros sobre el borde superior de la muralla. Además, se introdujeron en el área cinco obuses, bien disimulados. En resumen, el Cuartel General del Partido era una fortaleza que podía rechazar a la guarnición de la ciudad durante un tiempo sin necesidad de refuerzos.
De todos modos, tales refuerzos estaban al alcance de la mano, pues cinco mil Caballeros de la Esvástica, al mando directo de Stag Stopa, se alojaban en las afueras de Heldhime, a unos quince minutos en motocicleta del Cuartel General del Partido. Una orden de Feric, y estas Tropas de Asalto podían entrar en la ciudad para atacar por detrás a quienes asediaran el Cuartel General del Partido.
Tres semanas después de la elección, Feric convocó a una reunión en su salón privado, con el fin de completar los planes definitivos que permitirían tomar por asalto al Consejo controlado por los dominantes. El recinto era una cámara bastante amplia, pintada de azul, con lujosos tapices y refinadas aplicaciones de metal dorado; gozaba de la preferencia de Feric únicamente a causa del amplio balcón; desde allí la visión nocturna de Heldhime era como una alfombra de luces resplandecientes bajo la sombría grandeza de los cielos. Feric, Bogel, Waffing y Best tomaron asiento en sillas tapizadas, alrededor de una mesa redonda de palo de rosa, cada uno con su jarro de cerveza, esperando a Remler, que siempre había sido muy puntual.
—Según veo las cosas —dijo Bogel—, nuestro problema es tomar el poder por medios aparentemente legales, de modo que el Ejército no discuta nuestra autoridad. ¿Acaso el Comando de la Estrella no aceptaría instantáneamente a Feric como gobernante absoluto de Heldon si contase con el pretexto legal adecuado?
La pregunta había sido dirigida a Lar Waffing, quien bebió un buen trago de cerveza mientras meditaba la respuesta. Puso el jarro de madera sobre la mesa, y luego de servirse otra porción habló pausadamente:
—Es indudable que el Comando de la Estrella desea que la Esvástica gobierne a Heldon, pues sólo nosotros prometemos lo que todos los buenos soldados anhelan —dijo Waffing—. Pero los generales se han comprometido a defender al gobierno legal de Heldon, y el orgullo no les permitirá faltar a esta palabra. Una acción irreflexiva bien podría desencadenar ahora una guerra civil.
La situación irritaba profundamente a Feric. Gelbart había presentado un proyecto que ordenaba el desarme de los SS y la dispersión de los Caballeros; y cuando sus esclavos lo aprobaran, la situación sería realmente grave. Sin duda, era mejor golpear antes que los hechos llevaran al Comando de la Estrella a un dilema inexcusable: capitular ante la fuerza del Partido o desencadenar la guerra civil. ¡De todos modos, una insurrección directa podía poner al Ejército en la misma situación!
—Por otra parte —dijo Waffing—, los Caballeros y Stag Stopa inquietan cada vez más al Comando de la Estrella. Consideran que Stopa tiene cierto prestigio personal, pues sus subordinados son todos ex Vengadores cuya lealtad...
En ese instante Bors Remler irrumpió en la sala, el rostro fino enrojecido y casi febril, los ojos azules ardientes.
—Por qué necesitó tanto...
—Mi Comandante —dijo Remler excitado, mientras se desplomaba en la silla, a la izquierda de Feric—; ¡he de informar de la existencia de una conspiración contra usted y el Partido, organizada por Stag Stopa en complicidad con el Consejo de Estado!
—¿Qué?
El Comandante de los SS habló claramente.
—Como cosa de rutina, tomé la precaución de infiltrar agentes SS en la jerarquía de los Caballeros —dijo—. Esta noche recibí un informe muy urgente. Stopa se reunió con agentes de Gelbart y quizá también de Zind. Un grupo de Caballeros uniformados destruirá el Comando de la Estrella la noche en que se apruebe la resolución disolviendo las Tropas de Asalto del Partido. De ese modo, se empujará al Ejército a iniciar una guerra civil contra el Partido. Según parece, Gelbart prometió a Stopa el mando militar supremo una vez concluidas las hostilidades; y es posible que Zind le haya ofrecido el cargo de señor supremo de Heldon, pues el resultado de esa guerra civil sería sin duda la destrucción de las principales fuerzas combatientes de Heldon, lo que abrirá el camino a las hordas de Zind. Por supuesto, Stopa será aniquilado por los agentes de Zind en el momento adecuado; es demasiado ingenuo, y no comprende la verdadera situación.
Cuando Remler concluyó, se oyó claramente una exclamación colectiva ahogada. Por su parte, Feric se sentía profundamente herido y sorprendido. —¡Jamás dudé de la lealtad de Stopa a la causa y a mi persona! —declaró.
—¡Comandante, tengo abundantes pruebas!
—No pongo en duda la palabra de usted —aseguró Feric—. Pero la situación me sorprende y desconcierta. Es evidente la necesidad de destruir el plan de Stopa, pero la tarea no me complace.
Aunque era innegable que le dolía profundamente verse obligado a castigar la traición de Stopa, no podía negar que la Esvástica y la causa de la pureza genética estaban por encima de todo. Stopa era un traidor que se interponía en el camino de la victoria; el deber no siempre coincidía con el placer personal. Además, podían obtenerse ciertas ventajas de un asunto tan lamentable.
Feric habló a Lar Waffing.
—Si logramos que las inquietudes del Comando de la Estrella acerca de los Caballeros se resuelvan definitivamente, ¿me aceptarían sin más trámite como gobernante absoluto de Heldon, si tales atribuciones me fueran otorgadas por un Consejo de Estado constituido legalmente?
—¡En esas circunstancias, no habría la más mínima duda acerca del resultado, mi Comandante!
—¿Cómo se propone llevar a cabo semejante hazaña? —preguntó Bogel—. ¡Esos malditos preferirán renunciar a sus cargos o suicidarse!
—Mi querido Bogel —replicó Feric—, eso será precisamente lo que harán antes que concluya la semana. ¡De aquí a cinco días la Esvástica reinará suprema sobre toda Heldon!
—¡Brindaré por eso! —declaró Waffing.
—¡Waffing, usted es capaz de brindar por cualquier cosa! —observó Bogel. Todos los presentes, incluso el propio Waffing estallaron en sonoras carcajadas.
Cuando el sol se ponía tras las torres de Heldhime, difundiendo profundas sombras sobre las calles y pintando de anaranjado oscuro el alto muro de piedra del Cuartel General del Partido, varios grupos de SS con uniformes de cuero negro, ocupando automóviles comunes sin identificación, salieron por el portón principal a intervalos de cinco minutos. Cada grupo estaba formado por seis soldados con metralletas y porras; un total de ocho grupos salió del Cuartel General y se internó en las penumbras de la capital.
Dos horas después, cuando ya era noche cerrada, otro automóvil sin identificación salió del recinto, seguido cinco minutos después por cuarenta veloces motocicletas negras de los SS.
En el Palacio de Estado sólo una guardia de unas pocas docenas de soldados patrullaba los jardines sombríos. Dos hombres montaban guardia sobre el acceso al bulevar Heldon, otros cuatro a la entrada misma del Palacio; los seis restantes vigilaban el seto que bordeaba los jardines. Nadie pensaba en la posibilidad de que quisieran apoderarse del Palacio a esa hora, pues dentro no había nada ni nadie que mereciese la pena; tos guardias eran casi todos veteranos a quienes poco faltaba para retirarse, y no jóvenes despiertos y vigorosos.
Los SS dominaron fácilmente a ese puñado de abúlicos veteranos. Un coche sin identificación, ocupado por cuatro SS de civil, se acercó a la entrada y solicitó permiso para pasar, afirmando que traía una autorización del consejero Krull para retirar algunos libros y papeles que el funcionario deseaba estudiar esa noche. Cuando uno de los guardias metió la cabeza en el automóvil, se encontró con el caño aceitado de una metralleta. No costó mucho trabajo conseguir que este individuo llamase a su compañero, con el pretexto de confirmar la autenticidad del certificado de autorización. Los dos fueron desmayados con sendos golpes, y arrojados al asiento trasero del coche, mientras uno de los SS abría la puerta.
Luego, ya no fue necesario adoptar muchas precauciones; se envió una señal, y en la oscuridad de un callejón lateral cuarenta motores de motocicletas se pusieron en marcha, Antes que los restantes soldados pudiesen responder al súbito estrépito con algo más efectivo que alarma y confusión, cuarenta motocicletas negras de los SS subieron por el camino a ciento veinte kilómetros por hora. Llegaron a la entrada del Palacio tan velozmente y ofreciendo un espectáculo de tan notable vigor, que los cuatro impotentes infelices que estaban al pie de la escalera no alcanzaron a disparar un tiro antes de ser derribados por los garrotes de los SS. Después fue fácil rodear a los seis centinelas aislados, que temblaban de miedo, y encerrarlos en el sótano del edificio, con los otros detenidos.
La noticia de la captura del Palacio se comunicó por electrofón al Cuartel General del Partido, e inmediatamente se despacharon refuerzos. Quince minutos después, el Palacio de Estado tenía una guarnición de trescientos hombres seleccionados de la SS, y el perímetro de los jardines estaba defendido a intervalos de quince metros por emplazamientos de ametralladoras pesadas. • Además, los obuses del Cuartel General apuntaban al Comando de la Estrella. Si el Ejército intentaba marchar sobre el Palacio, lo pagaría caro. En ese mismo momento, Lar Waffing estaba informando al Comando de la Estrella de ciertos detalles de la situación.
En la media hora que siguió a la captura del Palacio por las Tropas de Choque SS, varios coches no identificados comenzaron a llegar a intervalos breves, con sus respectivos prisioneros. Poco después el propio Feric, escoltado por una veintena de motociclistas SS, salió para el Palacio.
La Cámara del Consejo nunca había ofrecido a Feric un aspecto tan agradable. Los ocho consejeros habían sido depositados en sus sillas, maniatados como pollos en un mercado; detrás de cada uno había dos hombres de la SS, altos y rubios, de ojos azules y acerados, fanáticos decididos con metralletas amartilladas. Otros veinte SS con uniforme de cuero negro estaban distribuidos alrededor de la rotonda; desde el vestíbulo llegaba a Feric el sonido reconfortante de las botas tachonadas de acero, mientras los SS marcaban el paso sobre las baldosas. Ahora era evidente quién mandaba allí.
Detrás de Feric, que enfrentaba a los detenidos, estaban Best, Bogel y Remler, cada uno con su metralleta. Habían puesto la bandera del Partido al lado de la mesa del Consejo, y a poca distancia se veían los dos relámpagos rojos, la insignia de los SS, sobre un banderín negro.
Solamente Krull, movido por una arrogancia senil y gemebunda, se atrevió a hablar a Feric.
—Jaggar, ¿qué significa este perverso ultraje? —protestó—. ¿Cómo se atreve...?
Antes que el viejo degenerado pudiese continuar contaminando la atmósfera, el guardia SS más próximo lo interrumpió con un diestro revés en la boca, que dejó manando sangre al viejo vampiro.
Feric favoreció a su magnífico y joven fanático con un breve gesto de aprobación antes de volver los ojos a aquella colección de gansos políticos; el muchacho merecía saber que el Comandante había tomado nota de su prontitud y rapidez.
—Ahora les informaré la razón del arresto —dijo Feric.
— ¡Arresto! —exclamó Guilder—. ¡Secuestro querrá decir! Un culatazo en la nuca desmayó a Guilder poniendo fin a tan groseras expresiones, y Feric continuó:
—Todos están acusados de traición. Entre ustedes hay un dominante, y se han dejado atrapar. Esta falta de voluntad en helder de tan elevada posición equivale a cobardía en presencia del enemigo, a traición que se castiga con la muerte.
Los rostros de los prisioneros mostraron un desánimo generalizado. Poco a poco volvieron los ojos hacia Gelbart; al fin y al cabo un universalista, y por lo tanto el que tenía más probabilidades de ser un dominante. Por su parte, Gelbart miraba impasible el espacio; Feric advertía que estaba tratando de manejar a aquellas infelices criaturas. Poco a poco la decisión del grupo se afirmó, y todos se animaron a hablar.
—¡Qué tontería!
—¿Cuáles son las pruebas?
—¿Un dominante en el Consejo? ¡Absurdo!
Feric había alzado la mano apenas comenzó el vocerío, impidiendo que los guardias SS impusieran silencio a la fuerza. Ordenó que despertasen a Guilder, de modo que todos los consejeros supiesen a qué atenerse.
—Muy bien —dijo Feric—, les daré la oportunidad de demostrar que no están bajo, el control de un dominante. Les ordeno me otorguen poderes de emergencia para gobernar a Heldon por decreto, que suspendan indefinidamente las sesiones de este Consejo y renuncien a sus cargos. Si obedecen estas órdenes, mi primer acto como Comandante Supremo del Dominio de Heldon será conmutar las sentencias de muerte por el exilio perpetuo. Tienen sesenta segundos para decidir.
El gimoteo de los degenerados e infelices fue demasiado previsible.
—¡Qué ultraje!
—¡No puede dictar condenas sin proceso!
—¡Usted no tiene autoridad!
Era evidente que esas pusilánimes criaturas no hubieran podido reaccionar así en presencia de la muerte sin el apoyo psíquico suministrado por el dom, es decir Gelbart.
Esta repelente criatura miraba a Feric con odio mal disimulado; los ojos negros de roedor emitían un ardor frío.
—Jaggar, así no conseguirá nada —silbó el dominante—. Cuando el Ejército se entere de lo ocurrido, lo aniquilará.
Al oír esto, pareció que los consejeros se animaban, envalentonados por las palabras de Gelbart y sus emanaciones psíquicas.
—Veo que es hora de resolver el asunto de una vez para siempre —observó Feric, desenfundando el Cetro de Acero y alzándolo en el aire. Se adelantó algunos pasos, y descargó el Gran Garrote sobre Gelbart, destrozándole la cabeza.
Cuando el dominante que había controlado a todos se derrumbó en la silla, con los sesos pútridos desparramados sobre la mesa del Consejo, los siete consejeros restantes ya no se engañaron acerca de la gravedad de la situación. El hedor del miedo se desprendió de ellos como los vapores de un pantano maloliente.
—Voto en favor de la moción del consejero Jaggar —tartamudeó Rossback.
—Y yo también —dijo Krull.
Enseguida, los demás se interrumpieron unos a otros, deseosos de presentar una moción unánime. —Los documentos, Best —ordenó Feric—. Desate las manos de los prisioneros. —Mientras Best sacaba del bolsillo de la chaqueta un manojo de documentos, los guardias SS liberaron a los prisioneros, que emitieron un suspiro colectivo de alivio. Feric les pasó una copia de la resolución, y todos la firmaron. Luego él mismo firmó el documento, aprobado así por unanimidad, y lo devolvió a Best—. Las notas de renuncia al cargo —dijo Feric. Best entregó los documentos a los consejeros. Cuando varios de aquellos puercos comenzaron a leer los papeles, Feric rugió—: ¡Fírmenlos inmediatamente! —Los detenidos acataron enseguida la orden.
Una vez que Best recogió todos los documentos, Feric se volvió hacia Bogel.
—El Nuevo Consejo de Estado comprende ahora a los miembros actuales del Círculo de la Esvástica. Gobernaré por decreto hasta que pueda redactarse una nueva constitución que eliminará para siempre las formas republicanas. Prepare la proclama que se difundirá mañana al mediodía.
Bogel sonrió, saludó, exclamó: —¡Hail Jaggar!—, y fue a cumplir las órdenes.
Feric volvió los ojos hacia la chusma cobarde sentada alrededor de la mesa del Consejo. Habían firmado la resolución y las confesiones de alta traición. Ya no necesitaba a esos insectos, y había llegado el momento de despacharlos. La vista misma de aquellos hediondos traidores le revolvía el estómago. ¡No cabía duda de que el mundo estaría mucho mejor si exterminaba a esos siete puertos!
—Remler, saque de aquí a estas inmundas bolsas de basura, ¡y pégueles un tiro! —ordenó. Ninguna de las órdenes que había impartido hasta entonces le había dado una satisfacción tan patriótica.
Feric esperó al Mariscal de Campo Heermark Forman en un pequeño y sencillo despacho del último piso del Palacio de Estado, de modo que cuando el representante del Comando de la Estrella llegase a destino ya habría tenido ocasión de ver qué bien defendido estaba el edificio y, además, habría tenido que subir varios tramos de escalera.
El hombre a quien Waffing introdujo en la salita era un imponente anciano que tenía bastante más de sesenta años; ejemplo excelente de cómo un humano genéticamente puro podía conservarse vigoroso y fuerte a pesar de la edad. Aunque mayor que Waffing, pesaba alrededor de veinte kilogramos menos; y se lo veía ágil y apuesto en su uniforme gris adornado con medallas y lustrosas piezas de metal, aunque el uniforme de cuero negro de Waffing estaba sin duda mejor cortado. El bigote gris y los ojos acerados añadían dignidad y fuerza a su aspecto; era un hombre acostumbrado al mando y la disciplina. Forman respiraba pesadamente cuando se sentó en una de las sillas de madera que eran el único amueblamiento de la sala. Y con respecto al estado de la respiración de Waffing después de la subida, cuanto menos se dijera tanto mejor.
—Entiendo que el Alto Comandante Waffing ya le ha informado de la situación general —comenzó a decir Feric.
Forman lo observó con cierta frialdad.
—Se me ha informado que los hombres de usted ocuparon el Palacio de Estado para frustrar una conspiración universalista, en la que estaría complicado el propio Consejo —dijo prudentemente el Mariscal de Campo.
—Los hechos se han desarrollado con rapidez —dijo Feric—. Pero ya hemos dado cuenta de ese perverso grupo. Gelbart era un dominante; salvo yo mismo, todos los consejeros estaban bajo su control. El plan de Gelbart era disolver a los SS y a los Caballeros de la Esvástica. Lamento verme obligado a decir que el Caballero Comandante Stopa estaba complicado en el asunto. Los hombres de Stopa tenían la misión de asesinar al Comando de la Estrella, desencadenando de ese modo una ruinosa guerra civil entre los Hijos de la Esvástica y el Ejército. Las fuerzas patrióticas de Heldon hubieran quedado diezmadas, y las hordas de Zind habrían marchado sobre nosotros, para aniquilar al auténtico genotipo humano. Por supuesto, cuando los SS descubrieron la conspiración, ordené la acción inmediata de mis hombres. Gelbart murió y los perversos consejeros confesaron.
Feric metió la mano en un bolsillo de su túnica, y extrajo una serie de documentos que entregó a Forman; éste los aceptó sin hacer comentarios.
—El Comando de la Estrella puede inspeccionar cómodamente las confesiones firmadas —dijo Feric—. Antes de renunciar, los consejeros aprobaron por unanimidad una resolución que suspende los derechos constitucionales y me otorga el poder de gobernar por decreto. He asumido el título de Comandante Supremo del Dominio de Heldon, y he designado a buenos patriotas de lealtad indudable a Heldon y devoción absoluta a la pureza racial para ocupar los asientos vacantes del Consejo. La situación de emergencia ha quedado dominada.
—¿Y qué pasó con los traidores? —preguntó serenamente Forman.
—Aún es necesario ejecutar a Stopa —dijo Feric—, pero mi primer acto como Comandante Supremo de Heldon fue ordenar el fusilamiento de todos los conspiradores del Consejo.
El rostro del mariscal de campo pareció animarse al fin, brevemente: un gesto de aprobación ante una tarea ejecutada con rapidez y eficacia.
—No sé muy bien por qué estoy aquí, Comandante Jaggar —dijo—. Es evidente que usted domina la situación. Si todo ocurrió como dice, el Comando de la Estrella está dispuesto a aceptarlo como gobernante legítimo de Heldon; lo digo como representante dotado de atribuciones plenipotenciarias.
Feric echó una mirada de aprobación a Waffing, y éste contestó con un movimiento de cabeza; el Alto Comandante había hecho un buen trabajo. Forman estaba autorizado a concertar un acuerdo obligatorio y comprendía perfectamente la situación, de modo que ninguna de las partes necesitaría apelar a medidas extremas.
—Un solo aspecto del asunto inquieta al Comando de la Estrella —continuó Forman—. Usted es indudablemente un hombre de condiciones superiores, y esperamos que como Comandante Supremo de Heldon entenderá mucho mejor los propósitos de los militares que la chusma libertaria. Sin embargo, lamento tener que informarle que para el Comando de la Estrella la existencia permanente de un Ejército privado como los Caballeros es totalmente inaceptable, sobre todo en vista de que el Comandante ha estado comprometido en una conspiración contra Heldon. Sólo puede haber un Ejército Helder; en este asunto estamos dispuestos a luchar hasta la muerte.
—¡Bien dicho! —observó Feric con gesto de aprobación—. Sin duda los hechos recientes confirman la sensatez de ese punto de vista. En todo caso, es necesario resolver el problema de Stopa y los traidores que militan en las fuerzas de los Caballeros, y usted acaba de sugerir la acción más adecuada.
—Por favor, continúe —dijo Forman.
—Disolveremos el cuerpo de los Caballeros. La parte principal de los hombres, es decir, los que son inocentes de cualquier delito, podrán alistarse en el Ejército Federal. ¿Estarían de acuerdo? —Siempre podemos aprovechar a un grupo de jóvenes fuertes y bien entrenados —dijo Forman—. No veo por qué la perfidia de unos pocos ha de impedir que gran número de Caballeros quede excluido del Servicio Militar.
—Los SS continuarán existiendo como fuerza selecta —dijo Feric—. Como usted sabe, el nivel genético, intelectual, físico e ideológico de los SS es el más elevado que pueda imaginarse. Pero la fuerza de los SS será siempre muy inferior a la del Ejército. En este punto, le doy mi palabra de honor.
—Aceptado —dijo sencillamente Forman.
—Por último, designaré ministro de las Fuerzas de Seguridad al Alto Comandante Waffing. Aunque tradicionalmente ha sido un cargo civil, Waffing ascenderá a Mariscal de Campo, con el propósito de que se advierta claramente que la relación entre el Ejército y el Comandante Supremo será cálida e íntima.
Después de oír estas palabras, Forman esbozó una sonrisa. Se puso de pie.
—En nombre del Comando de la Estrella, comprometo nuestra lealtad al nuevo Comandante Supremo de Heldon. —El Mariscal de Campo golpeó los talones e hizo el saludo partidario—. ¡Hail Jaggar! —declaró.
Ahogado por la emoción, Feric se puso de pie y retribuyó el saludo. Qué momento maravilloso para Heldon: ¡la Esvástica y el Ejército al fin unidos! Juntos dominarían la tierra!
—Si usted desea que el Ejército se ocupe de Stopa y su camarilla, no tiene más que impartir la orden —dijo Forman.
Una sombra de odio oscureció la alegría que colmaba el corazón de Feric; la perfidia de Stopa y los ex Vengadores le entristecía el alma. Si remitía el asunto al Ejército, todo sería menos doloroso para él; sin duda, era una posibilidad muy tentadora. Pero el Partido tenía que disciplinar a su propia gente.
—He de declinar el ofrecimiento —dijo Feric con tristeza—. Estos hombres han traicionado a la Esvástica. Estamos obligados, por nosotros mismos y por Heldon, a depurar nuestras propias filas.
—Se necesita mucho coraje para adoptar esa decisión —dijo Forman—. Sí, un hombre ha de mantener una disciplina de hierro en su propio ámbito.
En las horas frías y oscuras que preceden al alba, el propio Feric dirigió un convoy SS por las calles vacías y silenciosas de Heldhime, y salió al campo dormido, enfilando hacia los cuarteles de los Caballeros. El honor lo exigía, pues Stopa había jurado lealtad a Heldon y a la persona del propio Feric.
Feric se sentía socialmente obligado, como el propietario de un perro enfermo de rabia; su obligación era acabar personalmente con el tormento de la criatura.
Para esta misión, Feric había armado a sólo trescientos SS con metralletas y garrotes, y los había embarcado en camiones. Trescientos nombres seleccionados de los SS, operando con discreción y disimulo, podían realizar una intervención quirúrgica; en cambio, un ataque masivo desencadenaría una sangrienta batalla, en la que se perderían muchos Caballeros rescatables.
Así, cuando el convoy de camiones estaba todavía a más de tres kilómetros del campamento de los Caballeros, Feric ordenó detener la marcha; hizo bajar a los hombres, y acompañado de Waffing y Remler los condujo a través de los campos bañados de rocío. Ninguno de esos magníficos y juveniles héroes murmuró ni siquiera una queja; solamente Waffing cambió el asiento por sus propios pies con algo que mal podía denominarse entusiasmo. El peso que agobiaba el alma de Feric se alivió un poco cuando advirtió que el orgulloso Alto Comandante, que evidentemente no era un atleta, jadeaba y resoplaba para mantenerse a la par de las poderosas zancadas del jefe. Sin embargo, aunque aquella marcha forzada estaba agotándolo, Waffing no decía una palabra.
Feric había instalado los cuarteles de los Caballeros en una pequeña colina que dominaba el camino de acceso a Heldhime, con el fin de entorpecer todo lo posible un ataque sorpresivo. Ahora tenía que luchar contra los efectos de su propio criterio militar. Al pie de la colina, en la oscuridad, dividió a sus hombres en pelotones de ataque, y estudió la situación. Arriba, las barracas de madera estaban rodeadas por una verja electrificada; en cada esquina había una torre con un reflector y una ametralladora, además de los guardias que patrullaban el perímetro a intervalos muy breves. El portón de acceso también estaba electrificado y defendido por ametralladoras. Feric sabía muy bien que la fortificación era inexpugnable, puesto que él mismo la había concebido. En realidad, la alternativa era apoderarse de la plaza a pura fuerza de voluntad.
—Muy bien, Remler —dijo al Comandante SS, que estaba a su lado—, mantenga aquí a los hombres, mientras Waffing y yo nos acercamos al portón y ordenamos que lo abran. Una vez conseguido este objetivo, entre con la tropa. A toda costa evite disparar antes de llegar a las habitaciones de los oficiales.
—Pero, mi Comandante, ¡quiero estar en la primera línea de batalla! ¡Déjeme ir con usted!
Feric se sintió profundamente conmovido por el fanatismo de Remler, pero la presencia del Comandante SS no facilitaría las cosas cuando llegase el momento de enfrentar a los guardias.
—Lo siento, Remler —dijo—, pero si lo ven con nosotros, los guardias sabrán que se trama algo.
Como respuesta, Remler golpeó los talones e hizo un silencioso saludo partidario. Feric le sonrió brevemente, retribuyó el saludo, y acompañado por Waffing abandonó la protección de las sombras y salió al camino que conducía a la puerta principal.
Apenas habían recorrido la mitad del camino cuando quedaron encerrados en un círculo de luz; por lo menos, podía afirmarse que la perfidia de Stopa no había reducido a cero la eficiencia de la guarnición. Mientras el haz de luz iluminaba el camino hasta la entrada, Feric se envolvió bien en la capa escarlata, agachó un poco la cabeza y marchó detrás dé la figura inconfundible de Waffing, que avanzó despreocupadamente hacia los gloriosos guardias, representando su papel hasta el final.
Feric se refugió en las sombras mientras Waffing llegaba a la puerta y rugía a los hombres de las ametralladoras:
—¡Abran enseguida!
—El Comandante Stopa nos ha ordenado que esta noche no aceptemos a nadie —dijo incómodo uno de los soldados, que había identificado perfectamente a su superior.
—¡Abra la puerta o mandaré fusilarlo por insubordinación, puerco! —replicó Waffing—. Soy el Alto Comandante Waffing, y mis órdenes anulan las de Stopa.
—Hemos recibido órdenes estrictas de no admitir a nadie, bajo pena de muerte —balbuceó el segundo de los soldados—, ¡Orden directa de un superior!
Feric comprendió que los hombres estaban en un aprieto moral, pues no sabían qué órdenes tenían que obedecer. Sólo él podía resolver la duda. Abriendo la capa y mostrándose a propósito con un ademán grandilocuente, Feric dio un paso adelante y entró en el círculo de luz.
Los dos jóvenes soldados se cuadraron instantáneamente golpeando los talones, alzaron el brazo en el saludo partidario y clamaron:
—¡Hail Jaggar!
Feric retribuyó el saludo e impartió órdenes.
—Asumo el comando directo de esta guarnición. Se releva al Comandante Stopa. Ustedes sólo obedecerán mis órdenes. Abran inmediatamente las puertas y permitan el paso de la escuadra SS. Cuando la tropa esté dentro, cerrarán las puertas y no permitirán que nadie entre o salga hasta que yo lo autorice. No avisarán a nadie de nuestra llegada. ¿Han comprendido?
—¡Sí, mi Comandante!
—Muy bien, muchachos —dijo Feric con voz más amable—. Recordaré el buen criterio y la consagración al deber que demostraron esta noche.
Dos minutos después Feric tenía a los trescientos SS reunidos a su alrededor, en el interior del cuartel. Bastó un movimiento de cabeza de Feric señalando las barracas de los oficiales, en el centro del campamento, para que comenzara la acción. Feric había impartido órdenes muy sencillas. Cada SS debía acercarse con la mayor discreción posible a las barracas, y no dispararía hasta que oyese el primer tiro. Cuanto más cerca estuviesen, más los sorprenderían, y la ingrata operación de limpieza sería más rápida y rotunda.
A esta hora de la noche la mayor parte del campamento estaba a oscuras, pues hacía mucho que los Caballeros se habían retirado a sus camastros. Por eso mismo Feric confiaba en que la alarma se demoraría un poco. La escuadra SS se abrió en abanico entre las hileras de sencillas construcciones de madera, y se acercó a los cuarteles de los oficiales en pequeños grupos silenciosos; los uniformes de cuero negro contribuían admirablemente a disimularlos en la oscuridad general.
Pero había luces en las ventanas de los oficiales; más aún, en la puerta estaban apostados dos guardias, y cuatro centinelas vigilaban las cuatro esquinas de las barracas. Era indudable que tendrían que abrirse paso a tiros.
Feric, Waffing y Remler se aproximaron a la entrada de las barracas, la metralleta al brazo, al amparo de los edificios en sombras, hasta que estuvieron a unos quince metros del objetivo.
Feric se detuvo un momento.
—Iniciaremos el ataque —dijo—. Hay dos centinelas y los guardias de la puerta en nuestro campo de fuego. Me ocuparé personalmente de quienes defienden la puerta; Remler, dispare al centinela de la derecha; Waffing, usted al de la izquierda. Tenemos que aniquilarlos con la primera andanada. ¡Buena suerte!
Dicho esto, Feric levantó su metralleta, apuntó a los dos guardias de la puerta, y oprimió el disparador corriendo rápidamente hacia las barracas.
El silencio se quebró bruscamente. Centenares de metralletas tartamudearon de pronto; un trueno humano capaz de desplomar los cielos. En pocos instantes los centinelas y los guardias cayeron abatidos, antes que pudiesen disparar una sola vez. Mientras se acercaba corriendo a la entrada del edificio, disparando al azar por las ventanas, Feric alcanzó a ver una horda de hombres vestidos de cuero negro que se acercaban desde todos los ángulos a los cuarteles de los oficiales, descargando incesantemente sus metralletas. Se abrió la puerta y dos desconcertados Caballeros de arrugados uniformes pardos abrieron fuego contra las sombras. Feric los derribó a ambos con una rápida andanada. Aparecieron tres Caballeros más, y cayeron inmediatamente bajo el fuego concentrado de las veintenas de SS que venían pisándoles los talones a Feric. Mientras, Feric subía a saltos el corto tramo de escalones, abría de un puntapié la puerta lateral y entraba en el edificio sin dejar de disparar el arma.
Adentro todo era confusión y horror. El interior de la barraca olía como una cervecería; había charcos de cerveza por doquier, y tres grandes barricas volcadas. Los amigotes de Stopa estaban todos vestidos a medias, y algunos sólo llevaban pantalones, o camisas, y otros se movían de un lado para otro desnudos y calzados con botas; todos corrían, borrachos y dominados por el pánico, tratando de evitar la lluvia de balas, como pollos asustados en un gallinero revuelto. Además, había una docena, poco más o menos, de mujeres desnudas que chillaban y gemían; no eran verdaderas humanas, sino muñecas de placer del tipo que los dominantes criaban en Zind: criaturas descerebradas, de caderas y pechos exagerados, que no sentían otra cosa que una insaciable necesidad de copulación.
Feric disparó furiosamente la metralleta sobre este foco corrupto; advirtió que Remler y Waffing estaban a pocos pasos, descargando sus propias armas, los rostros contraídos por el asco y la repulsión. Veintenas de SS entraron en las barracas, entre el chisporroteo de los disparos y el olor acre de la pólvora.
Feric vio a Stag Stopa, desnudo y calzado con botas, que extendía la mano hacia el arma de un Caballero caído. Alcanzó al traidor con varios disparos en el estómago. Stopa gritó, escupió sangre y se derrumbó, retorciéndose en el sufrimiento de la muerte. Feric lo remató con varios tiros a la cabeza; incluso un traidor merecía esa compasión.
Todo terminó en menos de un minuto. Los camastros y el suelo estaban sembrados por los cuerpos de los traidores y las muñecas de placer traídas de Zind. Aquí y allá un SS terminaba la agonía de un caído con breves disparos.
De pronto, Remler gritó:
—¡Mi Comandante!
Feric se volvió para ver que el Comandante SS había aferrado por el cuello a un hombre herido que aún vivía, y que lo obligaba a enderezarse. Cuando Feric vio los ojos del moribundo, comprendió que no era un hombre sino un repugnante dom. ¡El odio frío que la criatura exudaba no permitía dudas!
Feric se aproximó y contempló al dom moribundo. El desprecio por todo lo humano que caracterizaba a esos monstruos ardía en los ojos ofídicos como una brasa que se apaga. La criatura reconoció a Feric y lanzó un rezongo de desafío.
—¡Ojalá te mueras revolcado en tu propio estiércol, basura inmunda! —jadeó—. ¡Que tus genes se dispersen a los cuatro vientos! —Tosió una gran burbuja de sangre y expiró.
—¿Notó el acento, Comandante? —preguntó Remler.
Feric asintió:
—¡Viene de la propia Zind!
Feric paseó la vista por el cuarto sembrado de traidores muertos, si bien muchos de ellos eran quizá víctimas tanto como malvados, dominados por un auténtico agente de Zind. ¡Felizmente se les había asestado un buen golpe! En efecto, Zind debía de estar preparándose para desencadenar una guerra, si los puercos se atrevían a tanto. El peligro era más real de lo que todos habían soñado.
—¡Comandante! —gritó un SS—. ¡Los Caballeros han rodeado el edificio! —¡Vamos, Waffing! —dijo Feric, y los dos salieron a la puerta, para enfrentarse con una verdadera multitud de Caballeros confundidos, algunos de uniforme, otros a medio vestir, varios armados con rifles o metralletas o porras, y otros caminando de aquí para allá, aturdidos y desarmados.
En todo caso, cuando los hombres vieron a Feric, la horda desordenada recuperó un poco de disciplina. Muchos hicieron el saludo partidario y gritaron —¡Hail Jaggar!—, pero en general la situación era bastante confusa.
Feric no se anduvo con rodeos.
—El Comandante Stopa y sus oficiales eran traidores que conspiraban con Zind, y han sido ejecutados. El Alto Comandante Waffing está ahora al mando directo de los Caballeros de la Esvástica y el Ejército regular, en su nueva jerarquía de Mariscal de Campo y Alto Comandante de las Fuerzas de Seguridad de Heldon.
Hizo una pausa, esperando que la idea fuese asimilada antes de comunicarles las buenas noticias; de ese modo sería más fácil recuperarlos.
—Los Hijos de la Esvástica han tomado el poder en Heldon —continuó Feric—. He asumido el título de Comandante Supremo de Heldon, y ahora gobierno por decreto.
Al oír esto, los Caballeros estallaron en unos vivas desordenados, pero estridentes y entusiastas. Feric permitió que las manifestaciones durasen varios minutos. Cuando consideró que la exuberancia de los hombres había tenido oportunidad suficiente para expresarse, le hizo a Waffing una señal con la cabeza.
—¡Atención! —Waffing mugió como un toro. Casi inmediatamente la tropa enardecida guardó silencio, formó filas más o menos improvisadas, golpeó los talones y se cuadró rígidamente.
—¡Tenemos mucho que hacer! —dijo Waffing—. Quiero que limpien este basural y preparen todo el campamento para una rigurosa inspección dentro de media hora. ¡Hail Heldon! ¡Viva la victoria! ¡Hail Jaggar!
Ahora la respuesta fue un saludo compacto de precisión realmente militar, y un clamor de —¡Hail Jaggar!— que nada dejaba que desear en entusiasmo o intensidad. Se había iniciado la Nueva Época; la Esvástica gobernaba a toda Heldon. La amenaza interior había sido destruida definitivamente, y la nación estaba unida detrás del Partido.
Pero mientras contestaba el saludo, Feric pensaba que su misión sagrada apenas había comenzado. Como una dilatada y gangrenosa monstruosidad, el Imperio de Zind se cernía en el horizonte oriental, dispuesto a estallar como una pústula gigantesca y a ahogar a la humanidad en una marea de veneno. Esa noche habían destruido con fuerza implacable el tentáculo de la cancerosa masa mutante que había penetrado en el cuerpo de Heldon; pero Feric Jaggar no podía descansar, ni la verdadera humanidad tener paz hasta que el último y repulsivo mutante y el último monstruoso dom hubiesen sido expulsados de la faz de la tierra. El globo entero necesitaba purificarse de toda contaminación, así como esa noche se había purificado a Heldon.
¡Hoy Heldon, mañana el mundo!
10
Sobre la alta plataforma, frente al Palacio del Estado, Feric Jaggar permanecía de pie, ciñendo el brillante uniforme de cuero negro, el manto escarlata flotando en la brisa, a la espera de que se iniciara el gran desfile. A su derecha estaba Lar Waffing, con el nuevo uniforme militar —gris claro, con una capa roja adornada por la esvástica— y Seph Bogel con uniforme partidario; a la izquierda, Ludolf Best, también en elegante uniforme de cuero negro; y Bors Remler, con uniforme de cuero negro adornado por los dos relámpagos de la SS.
El sol estaba alto en el cielo límpido y azul, y se había adornado el bulevar con la bandera de la Esvástica, roja, blanca y negra. A cada lado de la calle, las aceras estaban atestadas de robustos helder que agitaban un mar rojo de banderas partidarias. Las cámaras de televisión difundirían el espectáculo a todo el mundo, y Feric esperaba sinceramente que los dominantes de Zind comprendieran con claridad el significado de la ceremonia.
No cabía duda de que Heldon había adoptado medidas heroicas durante los dos primeros meses de gobierno de Feric como Comandante Supremo; y todos los Altos Comandantes tenían derecho a sentirse orgullosos.
Bogel había eliminado del ministerio de la Voluntad Pública a veintenas de simpatizantes universalistas, incluso a algunos dominantes, y había transformado esa madriguera de cagatintas en verdadera arma de la conciencia racial.
Waffing había asumido el control del Ejército y aplicado mano de hierro, purgando de cobardes y embrollones la estructura de mando, e incorporando a muchos viejos Caballeros, que inspiraban confianza, entusiasmo y fervor patriótico al soldado común helder.
Bajo la supervisión de Feric, Best había redactado una nueva constitución, que otorgaba todo el poder al Comandante Supremo, único responsable; el Comandante Supremo conservaba su cargo de acuerdo con la voluntad del pueblo de Heldon, que podía removerlo en cualquier momento mediante un plebiscito. De ese modo, la voluntad del Comandante Supremo y la voluntad racial de Heldon siempre armonizarían.
La tarea de Remler apenas había comenzado. En todas las regiones de Heldon estaban organizándose Campos de Clasificación, y varios ya estaban funcionando, pero la tarea de reexaminar a todos los habitantes que tuvieran certificados era abrumadora, y exigiría un esfuerzo prolongado y heroico. Sin embargo, los beneficios justificaban cualquier sacrificio. Cuando se completase la tarea, el último dominante que habitaba el territorio de Heldon habría muerto, todos los ciudadanos mancillados por algún gene mutado estarían esterilizados o habrían sido desterrados, y la crema misma del caudal genético se concentraría en los SS, que sería el fermentarlo absolutamente puro de la etapa siguiente de la verdadera evolución humana.
Aunque Feric no encontraba nada que criticar en los progresos realizados hasta entonces, tampoco estaba demasiado satisfecho. El desfile que iban a presenciar no era una verdadera celebración, sino una ostentación de fuerza, una señal de advertencia a los dominantes de Zind. Los movimientos en el este eran cada vez más ominosos. El Servicio de Inteligencia SS había señalado la presencia de una gran horda en la región occidental de Zind, no lejos de la frontera con Wolack. No se sabía si esta movilización estaba ligada a la fracasada conspiración del Consejo, pero sí era evidente que los dominantes se disponían a marchar hacia el oeste.
Y Heldon no estaba preparado para enfrentarlos.
Se había duplicado la magnitud de las tropas, pero con excepción de los ex Caballeros, los nuevos soldados, eran casi todos reclutas inexpertos. Los SS habían llegado a tener diez mil hombres, y estos excelentes especímenes estaban preparados por supuesto para afrontar cualquier cosa. Además, era posible seleccionar otros diez mil entre la población común, gracias a los Campos de Clasificación, aunque este trabajo no se completaría antes de otros cuatro meses. Estaba desarrollándose también un nuevo programa de armamentos, pero hasta ahora sólo la mitad de las tropas había recibido las últimas metralletas, los acorazados aéreos no pasaban de veinte, y la producción en masa de acorazados terrestres y tanques livianos apenas había comenzado. Por último, la munición para las nuevas armas aún escaseaba.
Heldon necesitaba por lo menos cuatro meses para terminar de prepararse; sólo entonces podría descargar todo su poder sobre la vastedad bárbara de Zind. Feric esperaba que una exhibición de fuerza, como la de ese día, atemorizara de algún modo a los doms, inclinándolos a postergar varios meses la marcha hacia «el oeste; el coraje no era, ni mucho menos, una de las características principales de los dominantes.
Un gran vocerío se elevó de la multitud cuando diez motociclistas SS, llevando enormes banderas partidarias pasaron frente a la plataforma; se iniciaba el desfile. Inmediatamente detrás marchó un cuadro de cien soldados SS, la mitad con banderas partidarias, y la otra mitad con el estandarte de los SS, todos vestidos con trajes de cuero negro que chispeaban al sol. Cuando la guardia embanderada pasó Frente a la plataforma, los hombres bajaron las banderas escarlatas del Partido, Feric respondió al saludo extendiendo el brazo derecho, y manteniéndolo así, con rígida precisión, mientras las tropas continuaban el desfile.
Siguió otro cuadro formado por mil hombres de la SS, que marchaban a paso de ganso, y cuando llegaban a la altura de la plataforma volvían los ojos a la derecha y hacían el saludo del Partido; los uniformes de placas cromadas refulgían bajo el sol, y los rebordes de acero de las botas golpeaban sobre el cemento. ¡Qué imagen terrorífica para los enemigos de Heldon!
Ahora, un enorme contingente militar de uniformes grises comenzó a pasar frente, a la plataforma, una fila tras otra, el final de la formación oculto por un recodo de la avenida, a varios cientos de metros de distancia. Esas tropas, con capas rojas adornadas por la esvástica, uniformes nuevos impecables, relucientes metralletas, y espíritu renovado, en nada se parecían a la chusma lamentable y descuidada que Eric había encontrado en el desfile inaugural. Quizá careciesen en verdad de experiencia y de arrojo, pero de todos modos eran una muestra excelente del genotipo humano verdadero. El orgullo y el espíritu con que las botas golpeaban el pavimento en cada paso, y la ferviente precisión de los saludos, no dejaban duda acerca de la devoción de esos jóvenes a la causa sagrada. Incluso la hez de Zind entendería que este era un Ejército de verdaderos héroes raciales.
Después de las filas de la infantería regular, comenzó el paso del primer escuadrón de nuevos acorazados terrestres. Esta veintena de tanques livianos con motores de gasolina parecían harto superiores a los enormes y pesados acorazados con motores de vapor, aún parte principal de las fuerzas de Heldon. Eran cuatro veces más pequeños que los pesados artefactos de vapor, y dos veces más veloces. En lugar de una enorme cabina blindada perforada por troneras, estos tanques tenían torrecillas giratorias con cañones de repetición y ametralladoras pesadas; había, además, dos ametralladoras al alcance del conductor y el acompañante, y otra que defendía la retaguardia. Tres meses más tarde el Ejército dispondría de centenares de estos tanques livianos, y una vez que los yacimientos petrolíferos del sudoeste de Zind fueran accesibles, y el problema del combustible quedara así resuelto, podrían producirse millones de máquinas. El Ejército de Heldon avanzaría en Zind protegido por una coraza impenetrable de blindados rápidos y poderosos.
Cuando el último de los tanques pasó frente a la plataforma, cinco grandes acorazados aéreos aparecieron en el cielo, estremeciendo el aire con prolongados estampidos. Mientras Feric observaba esas enormes fortalezas volantes, de diez hélices cada una, movidas por motores individuales de gasolina, tuvo una súbita inspiración. ¿Qué impedía aplicar el mismo principio de velocidad, tamaño y número a las máquinas volantes? La producción de acorazados aéreos era larga y costosa. Los pequeños aviones de caza, diez veces más chicos que las fortalezas, necesitaban un solo motor, desarrollaban el doble de velocidad y se producían en masa a la vigésima parte del costo. Heldon podía disponer de una gran armada aérea en lugar de unos pocos monstruos de movimientos lentos. ¡Sí, era necesario iniciar inmediatamente la producción de aviones de caza!
Detrás de los tanques apareció un millar de motociclistas SS, y luego un contingente parecido del Ejército regular, en un deslumbrante espectáculo de velocidad y fuerza. El estrépito de los motores era como un grito de batalla que conmovía la tierra.
Después de los motociclistas, pasó un grupo de camiones rápidos destinados a transporte de tropas. La clave del nuevo Ejército que Feric estaba organizando era la fuerza y la velocidad. Un Ejército que fuese capaz de concentrar un poder abrumador sobre un objetivo dado antes que el enemigo reaccionase, podría vencer a un adversario diez veces superior.
Detrás de los camiones apareció un Cuerpo de Infantes de los SS, y luego una segunda formación de infantería regular, con lo que terminó el desfile. Cuando los primeros de estos hombres de uniforme pasaron frente a la plataforma, el brazo en alto, Feric vio que un Capitán SS corría excitado hacia aquélla y murmuraba algunas palabras al oído de Remler, Instantáneamente el Comandante SS se acercó a Feric, con una mirada de fervor afiebrado iluminándole la cara huesuda.
—Bien, Remler, ¿qué pasa? —preguntó Feric, manteniendo el brazo en alto para beneficio de las tropas que desfilaban frente al palco.
—Mi Comandante, las hordas de Zind han cruzado las fronteras de Wolack. Están ocupando con fuerza irresistible las regiones orientales de ese país.
Aunque la noticia impresionó profundamente a Feric, la mano en alto no vaciló un instante; en ocasiones como esta era indispensable que los jefes mostraran una calma glacial. Indicó a Waffing y a Remler que se acercasen, y mandó llamar al Capitán SS, aunque la enorme multitud que presenciaba el acto no advirtió ninguna anormalidad.
—Capitán, ¿cuál es exactamente la situación? —preguntó Feric.
—Mi Comandante, los últimos informes indican que una gran horda Zind está a no más de cinco días de marcha de Lumb.
—Cuando ocupen la capital, nada se opondrá a que lleguen a la frontera helder —señaló Waffing—. En nueve días pueden estar sobre nosotros. Tendríamos que reforzar inmediatamente la frontera con Wolack; yo enviaría una Fuerza SS, y contendría al enemigo hasta que preparemos el nuevo Ejército.
Por lo que Feric sabía, en la zona occidental de Wolack abundaban las tierras de cultivo, no contaminadas, que pedían a gritos una colonización de hombres. Que ese territorio (parte natural de Heldon) estuviese en manos de los wolacks ya era bastante desagradable; pero que el pus de Zind lo inundase y contaminase, un patriota sincero no podía permitirlo, aun dejando aparte la amenaza militar que esa ocupación representaba.
—Mientras Zind invade a Wolack es imposible adoptar una posición defensiva —declaró firmemente Feric—. Tenemos que atacar, e inmediatamente; y atacar con la mayor rapidez, concentrando todas nuestras fuerzas.
—Pero, mi Comandante, todavía no estamos en condiciones de luchar contra Zind; de aquí a cuatro meses...
—Waffing, estoy decidido —afirmó Feric—. No podemos permitir que Zind invada Wolack sin oposición. Atacaremos inmediatamente, con todas las fuerzas disponibles.
Apenas treinta y seis horas después, un gran Ejército Helder estaba apostado en la frontera, listo para penetrar en Wolack occidental. Feric había movilizado la crema del Ejército y las mejores unidades SS, y se proponía dirigirlas personalmente en la batalla. La clave era concentrar poder con la velocidad del rayo, y Feric había reunido una fuerza de ataque completamente motorizada, dividida en dos columnas principales.
Lar Waffing dirigía un contingente de dos Divisiones de Infantería Motorizada, embarcada en todos los camiones de gasolina que Heldon podía reunir, y escoltada por tres mil motociclistas y una veintena de acorazados de vapor. Esta fuerza atravesaría la región occidental de Wolack, para encontrar a la horda Zind en algún lugar próximo a la capital, Lumb, sobre la orilla occidental del río Roul. Dada la desproporción del número, las tropas de Waffing tenían escasas posibilidades de detener ellas solas a la horda.
Pero el propio Feric, con el fiel Best al lado, conduciría la División de las mejores Tropas de Choque: motociclistas SS, apoyados por una veintena de tanques livianos, en una amplia maniobra de flanqueo hacia el nordeste. Si todo ocurría de acuerdo con el plan, la fuerza de Feric bordearía el campo de batalla de Lumb, para descender y atacar la retaguardia de las fuerzas de Zind, al este del Roul, precisamente cuando toda la horda se dispusiese a cruzar el río por un puente relativamente estrecho. El plan exigía que las Tropas SS destrozaran rápidamente a fuerzas que desde el punto de vista numérico las superaban en una proporción de cien a uno; pero la conmoción y la sorpresa compensarían la desventaja, y la superioridad innata de los SS, convertida en fervor fanático por inspiración del Comandante Supremo, podía hacer el resto.
Un cielo plomizo desdibujaba el sol de la mañana cuando Feric, sentado en su motocicleta, a la cabeza de la División SS, miraba él cronómetro que marcaba los últimos segundos. Al lado, el rostro de Best resplandecía de juvenil excitación, mientras esperaba el momento de poner en marcha la motocicleta.
—¿Cree que los wolacks se opondrán a nuestro avance? —preguntó esperanzado Best.
—Es poco probable, Best —replicó Feric—. El Ejército de Wolack no es más que una chusma de mutantes; y, además, creo que ya está bastante ocupado en el este.
De todos modos, como el tiempo y la velocidad eran esenciales, convenía anular la resistencia de Wolack desde un principio. La artillería, dispuesta en una explanada, a unos ocho kilómetros de la frontera, podía pulverizar las fortificaciones de Wolack preparando el camino para el Ejército y los SS. Las dos columnas entrarían en Wolack, aplastando cualquier posible resistencia. Cuando el pánico se apoderase de las fuerzas de Wolack, Feric dirigiría a los SS hacia el nordeste.
Detrás de Feric y Best se alineaba la guardia selecta de cien hombres SS, con las motocicletas negras y las ropas de cuero del mismo color, todo reluciente, las metralletas recién aceitadas, los garrotes al alcance de la mano, prontos para la acción. Detrás de esta guardia selecta una docena de tanques, y luego el resto de los motociclistas SS, los tanques livianos, y siguiendo a este macizo contingente SS, la fuerza del Ejército regular dirigida por Waffing, extendiéndose hacia occidente, hasta donde la vista, podía alcanzar.
—¡Qué gran espectáculo! —exclamó Feric.
Best asintió.
—¡Antes que concluya la semana, los dominantes sabrán lo que puede la Esvástica, mi Comandante! —replicó con entusiasmo.
Cuando se acercó el momento, Feric desenfundó el Gran Garrote de Held, y alzó en el aire el eje reluciente, Ante esta señal, la atmósfera se conmovió con el sonido estremecedor de millares de motores de motocicletas; los corceles de acero despertaban a la vida. A este estrépito se unió, un momento después, un sonido bajo y profundo, que pareció conmover las colinas; un ronroneo de motores, camiones, tanques y acorazados de vapor. Feric sintió en el cuerpo la voluntad racial de los helder, como una vibración de energía que se comunicaba a los seres humanos y las cosas, como si él fuera dueño de la voluntad multitudinaria de los hombres a quienes dirigiría en la batalla; él era el Ejército, ellos le pertenecían, y juntos eran Heldon.
Luego, echando una mirada a Best, Feric movió en el aire el Cetro de Acero. A lo lejos, retumbó el cañón, y un instante después la fuerza armada de Heldon inició la marcha.
Alrededor los rugidos eran ahora poderosos y constantes. La potencia de la máquina en que Feric iba montado le sacudía el cuerpo. El Ejército se precipitaba vertiginosamente por las colinas verdes y onduladas, hacia la frontera con Wolack. Las granadas de cañón silbaban arriba, en el aire, la tierra se estremecía con el movimiento de las ruedas y las orugas, y en la atmósfera había humo y polvo. Los sonidos y los olores, el poder gigantesco y la velocidad vertiginosa, dejaban a Feric sin aliento y le exaltaban el corazón. Una mirada a Best, que iba junto a él, le indicó que también el joven se sentía transportado por la gloria del momento; se sonrieron fraternalmente, mientras los tanques que marchaban detrás comenzaban a disparar.
Feric dirigió a su gran Ejército por la cuesta de la última colina, llegó a la cumbre y contempló la frontera con Wolack, Una empalizada de alambre de púa marcaba el sector helder de la frontera, y había emplazamientos de ametralladoras a intervalos regulares; luego, una faja de casi un kilómetro de ancho, la tierra de nadie, y una línea de toscas casamatas de piedra, separadas entre sí por unos doscientos metros de terreno. Se habían evacuado las posiciones helder, abriéndose grandes huecos en la empalizada. Los cañonazos habían alcanzado a muchas fortificaciones wolacks, que ahora sólo eran cráteres humeantes sembrados de restos. Otras estaban destruidas parcialmente, y los cadáveres de los wolacks asomaban entre la mampostería destrozada.
Sobre el estrépito de los motores, Feric alcanzó a oír los gritos de entusiasmo de los soldados en presencia de las fortificaciones de los wolacks. En el instante en que una andanada de granadas de cañón estalló trazando una línea nítida entre las casamatas wolacks, y lanzando al aire grandes masas de piedra gris, tierra parda y carne ensangrentada, Feric aceleró el motor y descendió a toda velocidad la colina, pasó por un hueco en el alambre de púa, y entró en Wolack, con la motocicleta de Best a pocos metros de distancia. Inmediatamente detrás llegó la guardia selecta SS, esgrimiendo garrotes y prorrumpiendo en ásperos gritos de batalla. Luego, el escuadrón de tanques se abrió en abanico, y las pesadas orugas de acero aplastaron el alambre. Millares de motocicletas SS avanzaron por la tierra de nadie, en un ancho frente.
Mientras Feric y la vanguardia de las tropas cruzaban la tierra de nadie, hacia las villas de los wolacks, los motociclistas SS se abrieron en una larga línea de combatientes a cada lado de la motocicleta del jefe. A intervalos de setenta u ochenta metros, esta línea delantera de héroes estaba reforzada por tanques que disparaban sus ametralladoras y cañones. Detrás de esta falange protectora venían los camiones de la infantería regular motorizada, apoyados por los grandes y lentos acorazados de vapor, que disparaban granadas de mortero contra las fortificaciones wolacks.
Poco después la primera línea de SS alcanzó la línea de los wolacks. El propio Feric llegó a una casamata parcialmente demolida, de la que salió arrastrándose media docena de wolacks: un enano jorobado, un cara de loro, un grupo de hombres sapos, y otras monstruosidades; todos huyendo aturdidos como perros cobardes que eran. Feric se encontró persiguiendo a un cara de loro; con un golpe heroico del Gran Garrote le hizo volar los sesos podridos. Al lado, Best, los ojos azules relucientes de patriótico ardor, se acercó a un enano y con un diestro garrotazo despachó a la criatura.
De pronto, Feric advirtió que un enorme mutante hombre rana de piel leprosa y húmeda apuntaba un oxidado rifle a la cabeza de Best. Instantáneamente aceleró la motocicleta y golpeó a la monstruosidad con la rueda delantera, a sesenta kilómetros por hora. La criatura gritó y cayó al costado, chorreando una viscosa sangre púrpura. Feric dio media vuelta, volvió rugiendo, y le aplastó el cráneo con el garrote.
Best se detuvo el tiempo suficiente para emitir un conmovido:
—¡Gracias, mi Comandante! —Luego el muchacho volvió a zambullirse en el ardor de la batalla.
Alrededor de Feric, los SS rompían los cráneos de los wolacks, y corrían tras ellos en todas direcciones. Un piel azul enloquecido de terror se precipitó ciegamente hacia la motocicleta de Feric, esgrimiendo un garrote. Feric decapitó a la criatura con un golpe del Cetro de Acero, y la cabeza cayó bajo las ruedas de la motocicleta, mientras el cuerpo todavía daba unos pasos antes de expirar. No era una auténtica batalla, sino una masacre. Los wolacks iban de un lado a otro, sin objeto, como animales enloquecidos; eran unos cobardes y alfeñiques incapaces de apreciar un combate honorable.
Feric alzó el Gran Garrote de Held, el eje de plata engalanado con la sangre honrosa de la batalla, y aceleró la motocicleta dejando atrás las fortificaciones en ruinas, e internándose en territorio wolack junto con la vanguardia de los SS. No había por qué perder tiempo despachando a todas esas criaturas; las fuerzas de ocupación que llegarían detrás de las columnas motorizadas antes que se pusiera el sol, eran más que adecuadas para acabar con esa chusma patética.
Muy pronto, Feric estaba otra vez a la cabeza de una disciplinada formación de Tropas de Choque SS en motocicletas, que se internaban en Wolack en una maniobra exacta y atrevida. Los tanques se desplegaron alrededor de esta columna, para proteger ambos flancos. Aproximadamente un kilómetro más atrás, y un poco hacia el sur, marchaban las tropas regulares de Waffing, oscurecidas por una enorme nube de polvo. Detrás, las fortificaciones fronterizas de Wolack no eran más que ruinas humeantes.
—¡Excelente principio de la campaña, Comandante! —exclamó Best—. ¡Una victoria aplastante!
Tenía el rostro casi afiebrado por la tensa emoción viril de haber librado su primera verdadera batalla.
—¡Adiós al Ejército de Wolack! —respondió Feric, que no deseaba amortiguar el entusiasmo de Best. Pero sabía muy bien que los wolacks no habían sido más que un bautismo de sangre para las bisoñas tropas helder, y la posibilidad de que experimentaran ellos mismos su propia virilidad, heroísmo y destreza. La verdadera batalla se libraría a varios centenares de kilómetros de allí, con los Guerreros de Zind; y esas perversas criaturas no se asustarían, ni huirían como los cobardes wolacks.
Pero Feric oyó la extraordinaria y compacta sinfonía de los motores que ronroneaban detrás, y vio las sucesivas filas de brillantes y oscuras motocicletas, los tanques veloces, y la infantería motorizada, que atravesaban la llanura como en un gran desfile alcanzando a sentir el entusiasmo y la exaltación y el ánimo ardiente de las tropas, como una fuerza material.
¡Que los Guerreros de Zind luchasen a muerte! ¡Que se lanzaran impetuosamente contra el Ejército de Heldon! ¡Todavía más a fondo este cuerpo de héroes convertiría el obsceno protoplasma deformado en un cieno de gelatina escamosa!
A medida que la Fuerza de Ataque de Heldon se internaba en Wolack, Feric advirtió que el terreno estaba cambiando. El pasto comenzaba a escasear, y era a menudo de un desagradable color gris azulado. Los cerdos y vacunos que las columnas a veces espantaban, cuando avanzaban por el campo, mostraban deformaciones genéticas cada vez más evidentes; muchos animales se movían con dificultad, arrastrando vestigios de miembros, y todos tenían la piel manchada de púrpura o verde, y en algunos casos se veían unas cabezas secundarias abortadas, que emergían como bubones de la base del cuello.
—¡Qué país horrible! —exclamó Best, al lado de Feric—. Tal vez convenga incendiar todo, mi Comandante.
—Sería inútil, Best —dijo Feric—. Las llamas no pueden eliminar el veneno del Fuego de los Antiguos.
En efecto, el campo estaba convirtiéndose rápidamente en una pútrida cloaca de radiación residual y contaminación genética. Los cuervos mutados, de picos deformes, graznaban y revoloteaban, los ojos fuera de las órbitas como en los peces abisales. A la distancia, aquí y allá, Feric distinguió los primeros montes de jungla irradiada: grandes y retorcidos laberintos de vegetación purpúrea, rojiza y azulina, caricaturas de pastos grandes como arbustos, marañas de sarmientos enormes, entrelazados como serpientes, flores gigantescas con manchas cancerosas. En esos montones purulentos de radiación acechaban criaturas casi indescriptibles: perros salvajes que arrastraban sus intestinos en sacos traslúcidos, cerdos de varias cabezas, aves sin plumas cubiertas de llagas pestilentes, toda suerte de alimañas mutadas que engendraban variaciones cada vez más repulsivas de generación en generación.
A veces, la cabeza de la columna espantaba a grupos de acobardados campesinos wolacks. Estos repulsivos mutantes eran exactamente lo que podía esperarse de un ambiente tan inmundo. Ni uno solo dejaba de exhibir alguna grave deformación del verdadero genotipo humano. Pieles azules, caras de loro, hombres sapos, enanos y todas las mutaciones conocidas, además de algunos monstruos de piel de rana. Los SS persiguieron y mataron sin excepción a estas criaturas de piel lodosa, que eran una afrenta particularmente grave para los ojos humanos verdaderos. Con respecto a la mayoría de los campesinos wolacks, en general se les permitió huir; sólo los que eran demasiado tontos o estaban físicamente muy deformados y no podían echar a correr, sintieron la fuerza dé los garrotes helder. Los Campos de Clasificación que las fuerzas de ocupación organizarían enseguida darían buena cuenta de todos esos infelices.
En general, el aspecto más irritante de la marcha hacia el este era hasta ese momento la náusea que Feric sentía a medida que se internaban en los pantanos contaminados de Wolack. No encontraban resistencia, y sólo de tanto en tanto la persecución de un mutante particularmente desagradable despertaba el espíritu combativo de las tropas. La columna no evitaba las aldeas repulsivas, ni tampoco las buscaba; marchaba directamente hacia el este, y destruía e incendiaba todo lo que se le ponía delante.
Después que este avance implacable continuó durante varias horas, recorriendo unos trescientos kilómetros sin incidentes de importancia, Feric decidió que había llegado el momento de variar el rumbo iniciando el movimiento envolvente hacia el oeste.
Desenfundó el Gran Garrote de Held, apuntó el puño reluciente hacia el nordeste, y dirigió hacia allí su motocicleta. Sin detenerse, la columna de motocicletas negras y tanques siguió a Feric, pasó por encima de una colina y descendió hacia las tierras bajas del delta del Roul.
—A esta velocidad llegaremos al Roul en un día —gritó Feric a Best—. Hay un antiguo puente a unos trescientos kilómetros de Lumb, que sobrevivió por milagro a la Época del Fuego. Por allí podemos cruzar el río sin que nadie oponga resistencia.
Best pareció asombrado.
—Comandante, ¿seguramente Zind fortificará una posición de tanta importancia? —dijo, confuso.
Feric sonrió.
—Se dice que el puente está infestado de monstruos tan malvados y terribles que ni siquiera los Guerreros de Zind desean enfrentarlos —dijo—. A causa de estos trasgos no hay seres sapientes en toda la zona.
Cuando advirtió que la información alarmaba a Best, Feric se echó a reír.
—No se preocupe, Best —dijo—. ¡Ninguna criatura protoplasmática es inmune a las metralletas de los SS!
Al oír esto, el propio Best sonrió reconfortado.
El avance a través del delta del Roul no fue exactamente un paseo muy agradable; pero tampoco hubo incidentes serios. Estas tierras bajas estaban mucho menos habitadas que el resto de Wolack; la reputación de la región entre los wolacks era verdaderamente ingrata, y aun ominosa.
Feric entendía perfectamente por qué incluso criaturas degeneradas como los wolacks evitaban ese territorio. Era evidente que la radiación residual alcanzaba allí niveles muy elevados, pues abundaban los parches de jungla irradiada, y muchos se unían en selvas de pesadilla de considerable extensión. Incluso la poderosa columna de motocicletas flanqueada de tanques evitaba las zonas muy contaminadas; no por temor a las monstruosidades que acechaban allí dentro, sino a causa del nivel peligrosamente elevado de radiación en aquellos bolsones purulentos de cromosomas degenerados. —¡Allí, mi Comandante! —gritó Best, señalando hacia el este. Las dos torres del antiguo puente se destacaban claramente sobre el horizonte.
Con movimientos del Cetro de Acero, Feric volvió a desplegar sus tropas, por si algún obstáculo le impedía atravesar el puente. Cuatro tanques pasaron a encabezar la columna, y allí formaron un escudo protector alrededor de las motocicletas de Feric y Best. Los tanques restantes se acercaron más a la columna, cerrando la formación para protegerla por los lados y la retaguardia.
A unos tres kilómetros del puente comenzaba un viejo camino, que atravesaba los pantanos y llevaba al puente mismo; mientras Feric dirigía la columna por esa senda irregular, vio que alrededor de la cabecera del puente crecía una jungla muy irradiada: una fétida profusión de enredaderas, sarmientos y arbustos de colores espectrales, azulinos y purpúreos, y una maraña mutada que sólo dejaba libre el camino de cemento.
Feric desvió ligeramente la máquina y le hizo señas al tanque que marchaba al costado; la cabeza de la columna aceleró a casi ochenta kilómetros por hora, separándose unos cien metros de la tropa de motocicletas. Feric se adelantó unos metros a los tanques, con la máquina de Best a poca distancia, desenfundó el Cetro de Acero y metió la motocicleta en el estrecho cañón, entre las paredes enmarañadas de la jungla.
Inmediatamente se encontró en medio de una putrefacción de entrañas viscosas. De los árboles cubiertos de limo pendían serpientes de muchas cabezas. Grandes aves sin plumas, con picos prensiles, saltaban pesadamente de rama en rama, emitiendo unos graznidos guturales y líquidos. Algo grande y absurdo chillaba espantosamente en las profundidades de la jungla. Aquí y allá, unas formas enormes y oscuras se desplazaban detrás de los árboles retorcidos y enfermos: vastas extensiones de piel verde, masas móviles de pulpa roja, cosas que parecían gigantescos órganos abdominales.
—¡Qué cloaca de basura genética! —exclamó.
La respuesta de Best fue un súbito grito de terror.
A unos cuarenta metros de distancia, Feric vio algo nauseabundo, que le heló la sangre. Adelante, bloqueando el camino, había una masa gigantesca de protoplasma informe, una ameba palpitante de carne traslúcida y verdosa, de unos tres metros de altura, y más ancha que el propio camino. En la superficie de esta enorme masa de limo viviente había centenares de poderosos tentáculos y veintenas de enormes ventosas armadas con hileras de afilados dientes; de cada obsceno orificio emergía una lengua roja, tubular y ondulante. Las bocas emitían unos chasquidos fantasmales y húmedos, y unos ruidos agudos, de raspado, que revolvían el estómago.
Feric apretó los frenos y detuvo la motocicleta apenas a quince metros de la cosa; a esa distancia el hedor a pescado podrido del monstruo era casi abrumador. Feric estaba enderezando aún la motocicleta, cuando el montículo amiboideo de protoplasma básico comenzó a acercársele. ¡No era de extrañar que los wolacks evitasen el lugar!
Pero los wolacks cobardes eran una cosa, y los hombres verdaderos otra muy distinta. Feric desenfundó la metralleta y apuntó a la criatura. Oprimió el disparador y el arma despidió una ráfaga de balas que alcanzaron directamente al monstruo pustuloso; otra arma que disparaba atrás, a corta distancia, le indicó que el veloz Best estaba imitándolo.
Las balas tocaron la carne pulsátil de la criatura amebiana como una serie de pequeñas explosiones, lanzando al aire pedazos de limo verde traslúcido. Veintenas de ventosas se abrieron como bocas emitiendo unos horribles y prolongados alaridos. Un líquido verde y viscoso brotaba copiosamente de las heridas. La criatura se retorció desesperadamente, mientras Feric y Best continuaban rociando con balas de metralleta la superficie lodosa.
En ese momento, los tanques que se habían detenido detrás de la motocicleta de Feric abrieron fuego. Cuatro granadas disparadas casi a quemarropa estallaron sobre la criatura con un rugido poderoso, enviando al aire humo y limo, en una explosión titánica y destructiva.
Cuando el humo se disipó, sólo quedaban sobre el camino unos pocos charcos humeantes de líquido verde.
Feric y Best se miraron con expresión triunfante.
—¡Se terminaron los trasgos del puente sobre el Roul! —gritó Feric.
—Sin embargo, no creo que sea una práctica adecuada para las armas modernas del Ejército Helder —dijo Best—. Mi Comandante, ¡espero que pronto tengamos verdadera acción!
—No se preocupe, Best, pronto nos encontraremos con la horda Zind.
Feric alzó el Cetro de Acero, y llevó a la tropa a través de la jungla, hacia el antiguo puente de caños de acero y torres de piedra firmemente asentadas en las aguas barrosas del Roul.
En mitad del cruce, Feric oyó detrás fuego de ametralladora y de cañón. Volvió la cabeza, y vio que otros horrores pútridos habían salido de la jungla para impedirles el paso. Los cañones de los tanques y las ametralladoras de los SS liquidaron definitivamente a aquellas monstruosidades.
Cuando la retaguardia de la columna llegó a la orilla oriental del río, Feric ordenó que detuvieran la marcha, y dispuso los tanques como una improvisada fuerza de artillería. Los tanques dispararon granadas explosivas sobre las viejas torres; el centro del puente se desplomó en las aguas inmundas del Roul.
De pronto, Feric tuvo otra idea. Ordenó que recargaran los cañones con granadas incendiarias, y que Bombardearan la jungla. Cuando la columna reanudó la marcha, virando hacia el sur para acudir a la cita con la retaguardia de la horda de Zind, allí donde había crecido la obscena masa irradiada ardía un humeante fuego anaranjado que iluminaba el horizonte.
A más de ochenta kilómetros de Lumb, vieron señales de que estaba librándose una gran batalla. Grandes masas de refugiados huían hacia el norte y el oeste, como insectos que escapan cuando les destruyen el nido, mientras la columna se apresuraba hacia el sur, hacia la capital que estaba a unos treinta kilómetros al este del Roul. Los mestizos y los mutantes de toda clase escapaban hacia el norte, por el camino principal que llegaba a Lumb, cerrando el paso a las Tropas de Choque de Heldon. Hubiera sido posible abrirse camino a cañonazos, pero no podían perder tiempo. Aun a esa distancia podía verse a veces una humareda, ocasionalmente iluminada por relámpagos de fuego, mientras se oían los estampidos de la artillería lejana. Era seguro que la fuerza de Waffing estaba ya en contacto con el enemigo, pues los wolacks carecían de semejante poder de fuego, y Zind no emplearía la artillería en escala tan considerable contra un enemigo tan minúsculo.
De modo que Feric dirigió la Columna SS hacia el sur, a través de los campos contaminados, y evitando el camino colmado de pobladores que huían; pues era absolutamente esencial llegar a la escena antes que toda la horda Zind hubiese cruzado el río. De otro modo se perdería la ventaja inicial. El enemigo podría desbordar al Ejército de Waffing, y la Columna SS quedaría atrapada detrás de las líneas, en territorio conquistado por Zind. Pronto el lejano estampido de la artillería se convirtió en un trueno próximo, y al sur, sobre la orilla occidental del Roul, pudieron verse unos claros relámpagos, que iluminaban el cielo. Además, como contrapunto del duelo de artillería se alcanzaba a oír un repiqueteo continuo: el fuego de miles de ametralladoras. Las fuerzas de Waffing estaban combatiendo a los Guerreros de Zind al oeste de Lumb; ahora, sólo restaba preguntarse qué parte de la horda continuaba aún en las márgenes orientales del río. De la respuesta quizá dependiera la historia del mundo y la supervivencia del genotipo humano auténtico.
Mientras la columna se aproximaba a las afueras de Lumb, la masa de refugiados fue reduciéndose, hasta desaparecer. Todo lo que estaba a la vista había sido incendiado o destruido; signo evidente de que la horda de Zind había pasado por allí, y a juzgar por el aspecto de las cosas, hacía no mucho tiempo.
Feric dispuso sus fuerzas para la batalla final. Por supuesto, él y Best encabezaban la formación, apoyados por un cuerpo de cien motociclistas selectos, y protegidos por cuatro tanques. Detrás de esta punta de lanza, venía una ancha y sólida línea de tanques que defendían a las Motocicletas de Choque SS. Otros cuidaban los flancos de esa apretada formación de hombres de hierro y máquinas de acero. ¡La roña de Zind nada podría contra esta fuerza impenetrable!
Feric desenfundó la metralleta y la apoyó en el soporte de tiro. Mirando a Best, que también había preparado el arma, gritó:
—¡Ahora, Best, tendrá toda la acción que pueda desear! —Cuando Feric aceleró la máquina, Best replicó con una sonrisa infantil y un grito —¡Hail Jaggar!— que desencadenó un saludo macizo y espontáneo en las filas de la gran Fuerza SS, lanzada hacia delante en una acometida final que la llevó al centro de la batalla a casi ochenta kilómetros por hora.
Feric condujo a sus tropas por campos y colinas sembrados con pedazos y fragmentos de wolacks muertos, en parte devorados por los nauseabundos animales de presa de Zind. La poderosa fuerza de choque motorizada subió una última colina, y Feric contempló el extenso valle que llevaba a Lumb, colmado por las hordas de Zind.
Ludolf Best gritó horrorizado ante esa primera imagen de los Guerreros de Zind. Todo el valle estaba cubierto con grandes formaciones de estas monstruosidades, y las criaturas mismas hubieran desanimado al más audaz de los héroes. Estas máquinas protoplasmáticas de muerte, criadas especialmente, eran horrendas caricaturas de la forma humana; de una altura de tres metros, tenían el pecho, los brazos y los muslos increíblemente desarrollados; en las minúsculas cabezas apenas había sitio para los ojitos rojos, los botones de las orejas, y las bocas babeantes y sin labios. A estas criaturas de cabeza de alfiler, totalmente desnudas, salvo los toscos cinturones de cuero de los que colgaban unos enormes y pesados garrotes, estaban literalmente cubiertas de estiércol, basuras y toda suerte de suciedades. Lo que era más horrible, cada formación, que incluía quizá quinientas criaturas, marchaba en sincronización perfecta, sin excluir el balanceo de los brazos y los rifles en las manos, como si fueran engranajes intercambiables de una vasta máquina de carne.
Feric advirtió el desaliento de Best, y gritó:
—¡Son autómatas descerebrados! ¡Todo músculos, sin cerebro!
El espectáculo no molestaba a Feric, todo lo contrario, pues era evidente que la mitad de la horda continuaba de este lado del Roul. ¡El arriesgado plan comenzaba a dar resultado! Más aún, sabía que esta vasta horda de Guerreros dependía por completo de los dominantes; en realidad, cada formación sincronizada era un grupo sometido a un solo dom. En combate, los
Guerreros mostraban a lo sumo una voluntad propia rudimentaria. Distribuidos en la horda, a intervalos más o menos regulares, había enormes carros de guerra, transportes tirados por equipos de gigantescos mutantes, que eran todo muslos y nalgas, de torso superior reducido, y prácticamente sin brazos o cabeza. El interior de estos carros de guerra estaba ocupado por mutantes comunes, que servían a los morteros, y manejaban las ametralladoras; pero bien podía suponerse que los dominantes se ocultaban entre la chusma que tripulaba los vehículos. Además, era muy probable que los ocho grandes acorazados con motores de vapor que estaban cerca de la retaguardia albergasen a los principales dominantes de toda la horda. ¡No sería raro que un dom se refugiase en el lugar más seguro posible! Si conseguían destruir a estos doms toda la horda caería en la confusión más desordenada.
Feric lanzó un feroz grito de batalla, y condujo a la formación SS en línea recta, descendiendo la pendiente a más de sesenta kilómetros por hora, contra la concentración más próxima de Guerreros. Feric oprimió el disparador de la metralleta, y sembró de plomo mortífero las filas enemigas; y a esta señal todos los cañones de los tanques comenzaron a vomitar granadas con explosivos de alto poder, de modo que la primera advertencia que recibió la horda fue el hecho de que un millar de Guerreros volaron de pronto por los aires, en fragmentos humeantes y sangrientos.
Un momento después, Feric llevó su vanguardia de tanques y motocicletas hacia esta abertura sangrienta en el flanco enemigo. De nuevo los tanques helder descargaron una andanada compacta, ahora casi a quemarropa, y toda la muralla de carne desnuda y maloliente que se alzaba ante Feric voló en una lluvia de tierra y trozos sanguinolentos, bañándolo de entrañas y suciedad mientras él lanzaba adelante la motocicleta.
Sólo entonces los cañones de los acorazados zind abrieron fuego, y una descarga cerrada cayó sobre la retaguardia de la columna helder. Las explosiones destrozaron varias veintenas de máquinas helder. pero no conmovieron la precisión de las formaciones SS.
En cuanto a los esbirros de Zind, la sorpresa, la velocidad increíble y el fuego destructivo y concentrado del ataque helder los dejó tambaleándose como ciegos, yendo de aquí para allá en confuso desorden. Los acorazados continuaban descargando granadas sobre las filas helder, y a esa distancia aun los ineptos que servían como artilleros a los dominantes inevitablemente tenían que dar en el blanco, diezmando las tropas helder. Pero mientras las formaciones de Guerreros continuaban marchando» irreflexivamente hacia Lumb y aún no habían respondido al rápido fuego de los cañones helder, la Tropa de Choque SS conservaba en cambio una disciplina de hierro, aun bajo el ataque a quemarropa de las tropas de Zind.
Feric dirigió su fuerza de ataque, a velocidad vertiginosa, por el camino abierto en las filas enemigas, procurando acercarse a los acorazados de mando.
Al fin, pareció que los dominantes reaccionaban, pues de pronto y con una sobrehumana y extraña exactitud, millares de Guerreros gigantes dieron media vuelta y corrieron a la máxima velocidad posible hacia el centro de la lucha, enarbolando como enormes hoces los garrotes macizos. Una oleada tras otra de Guerreros desnudos voló por el aire, pero la horda era tan gigantesca, tan inagotable la provisión de carne de cañón de los dominantes, que millares y millares de criaturas cayeron sobre las fuerzas helder, desde todos los ángulos, superando el fuego de cañón y ametralladora gracias a la mera fuerza del número.
De pronto, el avance de Feric tropezó con un obstáculo: una sólida línea de monstruosidades musculosas de tres metros de altura, cubiertas de suciedad, descargando en el aire los garrotes enormes y toscos, con golpes aparentemente casuales, los ojos ardientes desorbitados, y la baba cayéndoles por el mentón, se acercaban ahora corriendo, moviendo frenéticamente las piernas, gruesas como columnas de mármol. Feric alzó el Gran Garrote de Held y los enfrentó, blandiendo el arma mística en arcos amplios y poderosos.
Una vasta corriente de poder pareció bajarle por el brazo derecho, inundándole el cuerpo de energía inagotable y tuerza sobrehumana. Sostenía el Cetro de Acero como si fuera una pluma, pero el primer golpe cayo con la fuerza de una avalancha, destrozando las minúsculas cabezas de seis Guerreros, que volaron en astillas sangrientas, mientras. los cuerpos se retorcían en el polvo. Oyó detrás un gran clamor: conmovida hasta el fervor heroico por la visión de esta hazaña increíble, la guardia selecta de motociclistas SS, con Ludolf Best a la cabeza, se precipitó a combatir al lado del Comandante Supremo. Aunque seriamente superados en número, y para colmo por criaturas que los doblaban en estatura, los fanáticos SS compensaban la desventaja con la velocidad y el entusiasmo sobrehumano, y descargaban garrotazos sobre los Guerreros y les destrozaban las piernas con las ruedas de las motocicletas, siempre cerca de Feric, que penetraba cada vez más en el corazón de la Horda zind, armado con el irresistible Cetro de Acero.
Por su parte, Feric continuó destrozando grupos y pelotones enteros de gigantes desnudos y sudorosos; abriéndose paso entre bosques de piernas, y dejando que las tropas que venían detrás remataran a las criaturas que caían aullando, y volviéndose luego a despachar a nuevos grupos de Guerreros de cabeza minúscula y rostro inexpresivo, sobre quienes descargaba el puño de acero del Gran Garrote.
Incluso en este combate que era casi cuerpo a cuerpo, los Guerreros de Zind mostraron escasa iniciativa individual. Se limitaban a avanzar, fila tras fila, golpeando todo lo que se movía; quizá los garrotazos eran también automáticos. Cuando caía un Guerrero, otro pasaba a ocupar su lugar en la línea, una suerte de repuesto de la gran máquina protoplasmática que era la horda de Zind.
Así, la batalla adoptó un curso previsible. Dirigida por Feric, la columna helder se arrojó veloz sobre la horda, matando todo lo que encontraba a su paso, pero sufriendo a su vez algunas pérdidas inevitables. En cuanto a los dominantes, se limitaron a arrojar una ola tras otra de Guerreros para detener el ataque helder, y parecían disponer de interminables reservas. La matanza de Guerreros fue tan tremenda que el avance de la fuerza helder se vio limitado sobre todo por la maraña de cadáveres gigantescos que obstruía el camino.
Muy pronto Feric consiguió llegar a menos de cien metros de los acorazados zind, dispuestos en círculo y defendidos por una muralla de Guerreros. Detrás iba Best, después los cuatros tanques y el cuerpo selecto de motociclistas SS, con los uniformes de cuero negro enrojecidos por la sangre de los Guerreros. A retaguardia, el Escuadrón de Tropas de Asalto SS atravesaba el cuerpo de la horda dejando un río sangriento de Guerreros caídos.
De pronto, la táctica de los dominantes cambió. Los grupos de Guerreros que protegían a los acorazados se aferraron al terreno, pasaron de los garrotes a los rifles, y comenzaron a disparar una andanada tras otra, a quemarropa, directamente sobre las Tropas de Choque helder. Detrás de Feric, un magnífico héroe SS lanzó un alarido de dolor, y cayó de la motocicleta, la sangre roja manando a borbotones de la herida profunda del cuello. Alrededor de Feric las balas derribaban a los SS, y veintenas de magníficos ejemplares aullaban de dolor y caían de las máquinas al polvo; una bala tocó la motocicleta de Best, y le pasó a pocos centímetros de la cabeza.
—¡Las ametralladoras! —gritó Feric, guardando el Cetro de Acero y desenfundando la metralleta. Aceleró el motor, y llevó la columna hacia el norte, en un corto movimiento de flanqueo, de modo que los tanques helder pudieran actuar cómodamente contra los acorazados enemigos.
Feric disparó la metralleta directamente sobre la formación más próxima de Guerreros, y derribó a un grupo de criaturas. Enseguida, los cañones de los tanques abrieron fuego. Una andanada de granadas explosivas estalló en medio de los acorazados enemigos, alzándose en una densa columna de fuego anaranjado y humo negro, seguida por una espesa lluvia de fragmentos metálicos. Antes que las llamas y el humo hubieran comenzado siquiera a dispersarse, otra serie de disparos cayó sobre los artefactos de guerra zind, y luego otra, y otra.
Donde habían estado los ocho acorazados de mando zind, sólo quedaba un cráter humeante con restos de metal chamuscado y trozos de protoplasma sangriento.
El efecto de esta destrucción sobre las tropas de Guerreros que habían estado defendiendo a los vehículos fue asombroso en verdad. Las formaciones sincronizadas y disciplinadas se disolvieron instantáneamente; una multitud de gigantescos Guerreros descerebrados comenzó a errar sin rumbo de un lado a otro. Algunas criaturas dispararon al aire los rifles; otras se limitaban a dejar caer las armas. Muchas de estas montañas de músculos que ahora carecían de dirección comenzaron a orinar distraídamente, ensuciando a sus camaradas. El aire se llenó de gruñidos, alaridos y gemidos repulsivos. De la masa entera de criaturas dispuesta alrededor del cráter humeante, así como de otros grupos próximos, sólo quedó un rebaño descerebrado de animales en desorden; los doms que controlaban toda esta sección de la horda estaban seguramente en los acorazados junto al alto mando zind. Con la destrucción de estos artefactos, la horda zind se había quedado sin mando, y la tropa no era más que una agitada masa de músculos.
Los cañones y las ametralladoras de los SS destruyeron sin la más mínima dificultad a estos esclavos descerebrados, y Feric dirigió sus tropas en un curso zigzagueante que atravesó el inútil rebaño de Guerreros sin jefes, para salir del valle por el límite sur, dejando atrás una masa caótica y desordenada. Innumerables esclavos zind fueron muertos; y hubiera sido posible acabar con muchos miles más si la táctica de Feric no hubiese requerido una serie de rápidas maniobras.
Feric se encaminó hacia el este, siguiendo durante unos pocos kilómetros la altura que dominaba el valle; luego descendió otra vez al valle, de modo que atacó a la horda en un punto mucho más próximo a Lumb. Las tropas helder concentraron los ataques en los vagones artillados, arrastrados por enormes tractores; pues cada vez que una de estas plataformas móviles de artillería volaba en pedazos, otra formación de Guerreros parecía enloquecer, y arrojaban las armas, o disparaban al aire, o se atacaban entre ellos, o se dedicaban a orinar y defecar unos sobre otros, como cerdos enloquecidos en una enorme porqueriza. Sin duda alguna los dominantes que gobernaban las tropas se habían instalado en los vagones artillados; la muerte de un dom inutilizaba a un millar de combatientes.
Feric lanzó un ataque tras otro contra la horda zind, y cada vez la fuerza SS se acercaba más a Lumb y al puente sobre el Roul, abriendo una ancha senda de destrucción en la horda zind.
Cuando alcanzaron a ver el límite oriental de Lumb, toda la retaguardia de la horda zind era una marea caótica. Habían muerto decenas de miles de Guerreros, y otros tantos, que habían sido engranajes eficientes en una máquina protoplásmica de destrucción, eran ahora una repugnante masa de músculos descerebrados. Del mismo modo que un reptil decapitado se retuerce en las convulsiones de su propia muerte interminable, estos rebaños enormes de gigantes literalmente sin cerebro se retorcían y agitaban en desorden y disparaban, golpeaban, orinaban, mordían, defecaban y corrían a ciegas, y en ese proceso destruían a centenares de sus propios compañeros; y para colmo, impedían que las formaciones que aún estaban manejadas por los doms actuasen con eficacia.
Cuando Feric condujo su motocicleta por la ancha avenida que pasaba entre los edificios derruidos del este de Lumb, entró en un escenario que era un caos de pesadilla.
La horda de Zind había avanzado a través de la ciudad sobre un amplio frente. La tropa había destrozado las toscas construcciones de piedra y barro, pulverizándolas casi; no quedaba en pie un solo artefacto, y las ruinas que atestaban las calles de tierra apenas podían reconocerse como los restos de los edificios. Los Guerreros quitaban de en medio todo lo que se les interponía, y la ciudad estaba colmada de cadáveres en descomposición de todos los tipos posibles, mutantes y mestizos; el hedor era insoportable. Aparentemente, la proximidad de tantos Guerreros feroces impedía que los dominantes que todavía vivían siguieran controlando adecuadamente a sus propias criaturas, pues decenas de miles de los temibles gigantes recorrían la escena de esta, carnicería espantosa destruyéndose unos a otros en un movimiento de pánico absurdo e irreflexivo, disparando al aire, gruñendo, golpeándose entre ellos o descargando garrotazos sobre las pilas de cadáveres, orinándose encima, aullando, y escupiendo océanos de baba.
Para Feric era una escena nauseabunda, que le aceleraba el corazón.
—¡He ahí el futuro que los dominantes ofrecen al mundo! —gritó a Best—. ¡Un planeta cloacal, poblado por monstruosidades babosas y descerebradas, que sólo los doms podrán controlar! Juro por mi Gran Garrote y la Esvástica no descansar hasta que ese azote sea borrado para siempre de la faz de la tierra!
Feric aceleró la motocicleta, y encabezando la Columna SS descendió por la avenida, como un Juggernaut irresistible de cañones, ametralladoras y garrotes, una masa helder elevada a las alturas del heroísmo trascendente gracias a la absoluta repugnancia racial que sentían por las perversiones absurdas y bajas de lo que otrora había sido el plasma germinal humano, y que ahora protagonizaba el desorden, y se babeaba, y orinaba obscenamente alrededor de la tropa helder. Destrozando todo lo que se interponía en su camino, los soldados helder avanzaron hacia la inmensa escena de fuego y humo que era el sector occidental de Lumb. Aun a esa distancia, el rugido del cañón y el repiqueteo inmenso de millares de ametralladoras, provenientes de la gran batalla que se libraba del otro lado del río, eran en verdad ensordecedores.
Un solitario paso de pontones cruzaba el Roul, atestado de cadáveres, y cuando Feric alcanzó a ver esta estructura esencialmente primitiva, la escena era un pandemonio total. La formación de Guerreros que rodeaba un vagón artillado atravesaba el puente con movimientos uniformes y perfectos; según parecía, estos Guerreros, limitados al estrecho territorio del puente, no se habían visto infestados por el pánico y la desintegración generales que Feric y los SS habían infligido a los otros grupos. De todos modos, la orilla oriental del Roul estaba cubierta por masas de gigantes que gritaban, mataban y se movían sin ningún control. Muchos de estos Guerreros indisciplinados trataban de abrirse paso entre las tropas del puente, quizá movidos por cierta lealtad residual a olvidados imperativos psíquicos, o tal vez sólo como resultado de las leyes matemáticas del movimiento casual. En todo caso, los crueles Guerreros erraban alrededor del puente en gran número, alterando el orden y la disciplina de las formaciones que querían incorporarse a la batalla de la orilla occidental.
Feric comprendió instantáneamente que no era posible usar los tanques para abrirse paso entre los Guerreros que ocupaban el puente, pues una sola bala de cañón mal dirigida podía destruir este único medio de comunicación con la orilla occidental del Roul, dejándolos aislados en ese vasto hoyo de basura descerebrada y frenética.
Feric desenfundó el Gran Garrote de Held e hizo una señal a sus tropas. La vanguardia de tanques retrocedió, lo mismo que los tanques que apoyaban a la punta de lanza de motociclistas SS, de modo que la vanguardia de la tuerza de ataque, detrás de Feric y Best, era ahora un cuerpo de motocicletas negras, manchadas de sangre, manejadas por los ejemplares más heroicos de la humanidad verdadera: las capas de color escarlata flameando al viento, en el rostro una expresión de decisión fanática, los garrotes desenfundados. Este grupo de héroes se abriría paso entre los monstruos del puente, a fuerza de acero y voluntad.
Lanzando un grito de guerra, Feric condujo esta sólida falange de la SS directamente hacia el rebaño de gigantes que gruñían, se babeaban y movían en desorden, bloqueando la entrada del puente. Con un golpe del Cetro de Acero decapitó a un Guerrero de ojos enrojecidos, y con el mismo impulso destrozó los muslos gigantescos de otras dos criaturas, que cayeron revolcándose en un mar de sangre. Al lado, Best derribó a un enorme Guerrero con una rápida serie de garrotazos, y luego remató a la criatura con un golpe que le quebró la columna vertebral. Alrededor, los SS despachaban a veintenas de monstruos, con firmeza y precisión; apenas daban un golpe que no tuviera efectos notables.
La tropa SS se abrió paso entre la turba, matando a centenares de repugnantes criaturas, y dispersando finalmente al resto que huyó poseído por el pánico, en todas direcciones, apartándose del camino de las tropas helder que así pudieron arrojarse sobre la retaguardia de la formación enemiga, apoyada en el propio puente.
Antes que el dominante que ocupaba el vagón artillado pudiese iniciar la engorrosa maniobra de hacer girar a sus tropas en ese espacio limitado, el propio Feric ya había atacado las espaldas indefensas de una veintena de Guerreros, abriéndoles los cráneos con el Cetro de Acero, mientras los SS, con un fervor combatiente elevado al máximo gracias a los heroicos esfuerzos del líder, aplastaban cabezas, destrozaban piernas y en general desnucaban a centenares de criaturas, limpiando los primeros cuarenta metros del puente, y permitiendo que la vanguardia de tanques y motocicletas empezara a pasar.
Cuando la formación de Guerreros se volvió para enfrentar el ataque de los helder, Feric y sus hombres ya estaban cerca de las grandes y crujientes ruedas de madera del vagón artillado. Una sólida línea de Guerreros, formada literalmente hombro contra hombro, bloqueaba el paso con una mortífera masa de garrotes gigantescos que no dejaba de moverse. Con un golpe final del Gran Garrote, Feric destrozó los brazos de una docena de criaturas, dejándolos sin armas y arrancando gritos de dolor a las minúsculas bocas cubiertas de baba.
Extrajo luego la metralleta y disparó una larga andanada a los mutantes que ocupaban el vagón artillado; desde el lugar en que él estaba era imposible determinar quién era el dominante, de modo que había que despachar rápidamente a todos. Seis soldados de Zind cayeron en un instante, destrozados por los disparos; enseguida, Best disparó también, y alrededor los soldados SS comenzaron a derribar a las criaturas que ocupaban el vagón, descargando sobre ellas las llameantes metralletas. Bastaron unos instantes de este fuego terrible, para que el último ocupante del vagón artillado cayera retorciéndose. El caos dominó entonces a los esclavos de Zind que ocupaban el puente. Los enormes Peones, seres casi totalmente desprovistos de brazos que arrastraban el vagón artillado, se pusieron a gritar y corrieron en distintas direcciones; pero como seguían atados al vehículo, éste comenzó a sacudirse y a desintegrarse, pues lo tironeaban desde todos los ángulos. Los Guerreros que aún ocupaban el puente estaban tan aterrorizados como sus compañeros al este del Roul, y corrían de un lado a otro, se golpeaban, gruñían, orinaban y vomitaban, y empujaban a sus compañeros y se arrojaban del puente para caer en el río repleto de cadáveres.
Para Feric y sus hombres fue un juego de niños abrirse paso en esta masa retorcida de músculos decapitados; sobre todo cuando la mayoría de los Peones comenzó a empujar casualmente en la misma dirección, y arrastró el vagón al borde del puente, de modo que las criaturas y el vehículo se precipitaron a las profundidades del Roul con un chapoteo gigantesco. El sonido mismo pareció acentuar el pánico, y grupos enteros de Guerreros saltaron del puente al río, donde los cerebros rudimentarios probaron que no servían para la tarea de nadar.
Encabezada por Feric y la guardia selecta de los SS, la columna helder eliminó cualquier tipo de oposición, y atravesó velozmente el puente para incorporarse a la tremenda batalla que se libraba en la orilla occidental del Roul. Cinco tanques cruzaron en último término, y cuando los coches orugas rodaron por el suelo de la orilla occidental, volvieron las torrecillas, y con tres rápidas andanadas destrozaron el puente, aislando a la diezmada retaguardia de la horda zind detrás de la barrera del río.
La horda restante estaba ahora atrapada entre los hombres de Waffing en el oeste y los de Feric en el este, partida en dos, aislada.
Las tropas de Waffing formaban un amplio frente en los suburbios destruidos de Lumb occidental. Bajo la protección de las trincheras y los toscos montículos, millares de soldados helder enviaban una lluvia constante de balas a las olas de Guerreros que la horda zind lanzaba sin descanso. Desde posiciones de retaguardia, los viejos acorazados de vapor del Ejército de Heldon descargaban explosivos sobre la horda, sin temor a la represalia de los morteros de alcance más coito instalados en los vagones artillados de Zind. Nubes espesas de humo acre oscurecían el aire a lo largo de muchos kilómetros, y el estrépito era sencillamente terrorífico.
Cuando la fuerza de Feric se acercó a la retaguardia de Zind, la horda, apoyada en la mera fuerza del número, se encontraba ya a unos cien metros de la primera línea de trincheras de Waffing, literalmente al abrigo de un enorme túmulo de Guerreros muertos, y frente mismo al mortífero fuego de las ametralladoras. Mientras Feric miraba desde la cima de una loma, filas sucesivas de Guerreros se adelantaron disparando los rifles en descargas sincronizadas. Casi inmediatamente las criaturas caían, abatidas por las armas helder, pero con la misma rapidez aparecía otra fila de gigantes autómatas de tres metros de altura. Cada nueva ola de Guerreros acercaba la horda un metro o dos a las líneas helder, aunque a un precio enorme. La horda avanzaba como un proceso de erosión, lento, imperceptible, y al mismo tiempo irresistible, como un glaciar que desciende por la ladera de una montaña.
La vasta horda que se extendía frente a Feric continuaba avanzando hacia el oeste, fila tras fila, directamente sobre las armas de Waffing. Feric sonrió malignamente a Best.
—¡Los dominantes esperan cualquier cosa menos un ataque por la retaguardia! —exclamó—. ¡Los aplastaremos como insectos!
Feric agitó tres veces el Cetro de Acero y las Tropas de Choque SS se organizaron en formación de combate: millares de motocicletas distribuidas en un amplio frente a cada lado de Feric, y los tanques escalonados regularmente en esta punta de lanza.
Feric alzó en el aire el Gran Garrote, aceleró la motocicleta, y llevó a esta gran masa de hombres y metal ladera abajo, entre las ruinas calcinadas y destruidas de Lumb, en busca de la retaguardia de la horda. Mientras la fuerza SS avanzaba, los cañones de los tanques lanzaban una andanada tras otra contra las filas del enemigo, concentrando el fuego en los vagones artillados, y volando muchos de ellos en pocos minutos, de modo que cuando las motocicletas y los tanques llegaron al fin a la horda, docenas de formaciones de Guerreros ya se habían convertido en turbas de animales babeantes y asustados.
Feric cayó sobre las espaldas de una veintena de Guerreros, y les destrozó los cráneos con un golpe heroico del Gran Garrote. Cosa extraña, las filas de gigantes de tres metros continuaron avanzando hacia la línea de Waffing, ignorando a los motociclistas y los tanques SS. Los motociclistas SS derribaban una fila tras otra de Guerreros con el fuego de las metralletas, y no encontraban resistencia. Best abatió a una veintena de criaturas con una andanada, y mostró una expresión de absoluta incredulidad.
Cuando los dominantes que aún restaban lograron mover las formaciones de retaguardia, para que afrontaran el ataque de los SS, Feric ya había entrado profundamente en la horda, infligiéndoles terribles pérdidas; más aún, era tan elevado el número de vagones destruidos y de dominantes muertos que la masa de Guerreros que erraba enloquecida por el campo de batalla parecía mayor que el núcleo de tropas disciplinadas. El avance de Zind hacia las posiciones de Waffing se deshizo en una absurda batahola de animales rabiosos, aullantes, defecantes.
Al comprender la situación, y advertidos de que las tropas de Feric habían llegado a la escena, todos los hombres del Ejército de Waffing salieron de las trincheras y avanzaron en un ataque general, arriesgando el todo por el todo.
La horda zind, que ya era presa del desorden más absoluto, se encontró ahora entre las dos grandes y dinámicas líneas del acero y el heroísmo helder. En esas condiciones, el resultado de la batalla era totalmente previsible.
Mientras se abría paso entre verdaderos océanos de Guerreros enloquecidos y malolientes que erraban sin objeto de aquí para allá, hasta que morían al fin bajo los golpes de los SS, Feric sintió una áspera alegría. Con cada golpe del Cetro de Acero caía otro grupo de monstruos obscenos; cada Guerrero abatido era un enemigo menos en el camino hacia la victoria total. Alrededor, los SS destruían Guerreros con creciente frenesí, movilizando vastas reservas de vigor histérico, y aun apelando quizá a los recursos de la propia voluntad racial. Feric y sus hombres estaban unidos en una comunión combativa de lucha heroica y triunfante, en la que el tiempo y la fatiga eran palabras desprovistas de sentido.
Feric no tenía idea de lo que había durado la batalla. Enfiló la motocicleta hacia el hirviente caos de la horda zind, y blandiendo el Gran Garrote destrozó todo lo que encontró delante. La sangre le teñía prácticamente el uniforme de cuero negro, resbalaba por el eje plateado del Cetro de Acero, y le empapaba la mano derecha con un líquido espeso y pegajoso. Sin embargo, Feric no tenía la impresión de que el tiempo pasara o de que le faltaran las fuerzas. Había que destruir a los Guerreros, y él los destruía; esos eran los únicos parámetros en aquel universo de lucha.
Por último, fue evidente que en el paisaje había más Guerreros muertos que vivos; y pronto Feric se dedicó a destruir una por una a las repugnantes criaturas, en lugar de atacar a grupos enteros, pues los blancos escaseaban cada vez más, y estaban separados unos de otros.
Feric vio a dos Guerreros a pocos metros de distancia, de pie sobre una pila de compañeros caídos, amenazándose y esgrimiendo los enormes garrotes. Lanzó la motocicleta contra la pareja, y descargó el Gran Garrote de Held. Pero antes que el arma llegase a destino, una de las criaturas lanzó un grito y cayó con la cabeza destrozada; Feric tuvo que contentarse con despachar al otro.
Y de pronto, apareció ante él la figura voluminosa de Lar Waffing, con el uniforme gris manchado de sangre, y sosteniendo un enorme garrote literalmente revestido de entrañas.
Feric acercó la motocicleta al sonriente Waffing, y desmontó. Un momento después Best se acercó a Feric. Los tres hombres permanecieron silenciosos un momento, mientras los SS revestidos de cuero negro saludaban a las tropas de uniforme gris. La pinza se había cerrado; la horda zind había sido destruida.
El impulsivo Waffing se encargó de quebrar el silencio solemne.
—¡Lo hemos conseguido! —exclamó—. ¡Heldon se ha salvado! ¡El momento más grande de la historia del mundo!
—No, mi querido Waffing —lo corrigió Feric—, el momento más grande de la historia será aquel en que perezca el último de los dominantes. Podemos alegrarnos de haber ganado una batalla, pero no creamos que es el fin de la guerra.
Waffing asintió, y los tres hombres permanecieron de pie, iluminados por los rayos del sol poniente, contemplando el campo de batalla. Entre donde ellos estaban y el río Roul se extendía una vasta franja de terreno completamente cubierto por los cadáveres del enemigo y las ruinas del equipo militar. Las patrullas de limpieza de los SS y del Ejército comenzaban a recorrer este enorme sector; a veces los disparos quebraban la calma de la tarde. Los rayos rojos del sol poniente aureolaban la figura de Feric y de sus dos paladines, y bañaban el campo de la victoria con un resplandor celestial.
11
Una vez que las hordas de Zind quedaron momentáneamente confinadas detrás del Roul, la construcción de la nueva Heldon continuó con un ritmo realmente vertiginoso. La victoria de Lumb había exaltado el espíritu de la raza helder, y la convicción de que tarde o temprano los dominantes arrojarían de nuevo a aquellos horrendos esbirros contra el sagrado suelo humano impulsaba a todos a hazañas de fanática abnegación y de una energía sin precedentes.
El programa de los Campos de Clasificación era el mejor ejemplo de las cualidades encarnadas por el Nuevo Orden, Nada agradaba más a Feric que recorrer estos Campos, pues aquí el fervor patriótico que impregnaba al país se manifestaba del modo más alto y completo.
Por eso, con un sentimiento de profunda complacencia Feric atravesó la puerta principal del más moderno Campo de Clasificación de Heldon, cerca de la margen septentrional de la Selva Esmeralda, para llevar a cabo una inspección informal, con la asistencia del propio Bors Remler, Al lado de Feric, el Comandante SS irradiaba fervor patriótico, y Feric pensó que ni siquiera Waffing —que había hecho maravillas por el Ejército y la industria de armamentos había trabajado como Remler y los SS durante esos dos meses de febril actividad.
Desde el punto de vista físico, el Campamento era una construcción bastante modesta. Un perímetro oblongo de alambre de púa electrificado guardaba un galpón de inspección, y una serie de barracas de madera, todo dominado por torres con puestos de ametralladoras en cada esquina. Las barracas podían albergar a unos diez mil helder por vez; como muestra de la sobrehumana eficiencia de los SS, Remler había prometido una completa renovación de todos los internos en cada una de las tres docenas de campamentos y en un término de cinco días, y ya estaba acortando los plazos.
No es necesario señalar que nada de todo esto habría sido posible sin el apoyo fanático del pueblo de Heldon; por ejemplo, las dos mil o más personas que Remler había ordenado formar para someterse a la inspección de Feric en el patio principal del Campamento. En general, eran ejemplares aparentemente sin defectos, que habían cambiado las ropas civiles por las sencillas túnicas grises numeradas del Campo de Clasificación. Aunque la estancia en el Campamento representaba hasta cierto punto una relativa privación, aun para la abrumadora mayoría que obtenía la confirmación de su certificado, Feric se sintió complacido advirtiendo que no había expresiones irritadas en el grupo. Parecía indudable que la posibilidad de ser aceptado en la SS contribuía notablemente a la elevada moral de los Campamentos, pues apenas pasaba un instante en que los internos no tuviesen delante de los ojos, como ejemplo de inspiración, la figura atrevida y ágil de un SS alto y rubio, físicamente perfecto, con uniforme de cuero negro y capa escarlata. Mientras Feric se detenía a unos diez metros de la primera fila de internos del Campamento, Remler se cuadró junto a él, golpeando los talones y saludando en silencio con el brazo en alto.
Inmediatamente, un verdadero bosque de brazos se alzó en el aire, y un vigoroso —¡Hail Jaggar!— reverberó a lo largo y lo ancho del Campamento de Clasificación.
Feric retribuyó el saludo, y como era su costumbre dijo unas pocas palabras, destinadas a recompensar el abnegado patriotismo de los internos.
—Conciudadanos helder, os felicito por vuestro espíritu de patriota abnegación. Sé que casi todos vosotros sois voluntarios. Este fervor idealista es un motivo de inspiración no sólo para mí mismo sino para todos y cada uno de los humanos verdaderos que viven bajo la esvástica. Además, es un mensaje de advertencia a los dominantes de Zind, y a todos los que los sirven, aquí y en el extranjero. ¡Que no aparezca entre vosotros un dominante! ¡Qué obtengáis todos la confirmación de vuestro certificado! ¡Que muchos de vosotros seáis dignos de ingresar en la SS! ¡Hail Heldon! ¡Viva la victoria!
Aún resonando en sus oídos el rugido estentóreo de —¡Hail Jaggar!—, Feric entró con Remler en el galpón de inspección, para completar la visita del Campo.
El galpón de inspección era una construcción ancha, baja y rectangular de chapas de acero galvanizado. Una nutrida multitud de internos, presididos por altos y rubios jóvenes de la SS, vestidos con inmaculados uniformes de cuero negro, se acercaban a un costado de la puerta principal. Otros SS vigilaban a cuatro filas de internos que comenzaban a entrar en el edificio. Como estas líneas avanzaban con bastante rapidez, los SS incorporaban constantemente a nuevos internos, reclutados en la multitud; de tanto en tanto, pelotones de SS traían a nuevos grupos, y los introducían en el área de espera. De este modo el proceso era continuo, como en una línea de montaje. Feric observó que la gente agrupada en el área de espera hablaba con bastante animación; en cambio, los que ya estaban en fila tenían una actitud de solemne dignidad, acorde con la importancia del momento.
—Me alegro de comprobar que las líneas avanzan con rapidez —observó Feric a Remler—, Tanto por consideraciones humanas como por motivos de eficiencia.
Remler asintió con un movimiento de cabeza.
—Algunos de estos jóvenes están tan seguros de que serán admitidos en la SS que intentan canjear sus raciones por un lugar más adelantado en la fila —dijo.
Feric sonrió, mientras Remler lo conducía a una puerta lateral; simpatizaba con ese fervor. De todos modos, ¡no convenía que los mejores candidatos a la SS se estropearan por no haberse alimentado bien!
—Imparta esta orden: el hombre a quien se vea canjeando raciones tendrá que retroceder diez lugares en la fila —dijo con voz firme—. No podemos permitir que nuestros mejores ejemplares genéticos se debiliten por causa de un entusiasmo mal entendido.
—¡Sí, mi Comandante! —replicó Remler mientras entraban en el galpón de chapa de acero.
El interior del galpón era severamente funcional, sin ninguna pintura. Cada una de las cuatro líneas desfilaba frente a un largo mostrador que tenía la mitad de la longitud del recinto; detrás de estos mostradores, había largas filas de analistas genéticos SS vestidos de cuero negro y armados con baterías de pruebas que eran administradas en serie a los internos. Las cuatro líneas desembocaban en una pequeña área abierta vigilada por una docena de SS que esgrimían garrotes y metralletas. Detrás, el resto del galpón estaba oculto por una pared de chapa de acero, interrumpida únicamente por cuatro puertas sin señales de identificación. Cada vez que un hombre terminaba sus pruebas, pasaba por una de esas puertas, para continuar el proceso. Feric observó que la mayoría de los hombres iba hacia la última puerta de la derecha.
—Últimamente hemos ideado cuatro pruebas adicionales —dijo orgullosamente Remler a Feric—. Ahora, cada helder ha de satisfacer veintitrés criterios genéticos, y por supuesto las condiciones de ingreso en la SS son muchísimo más severas. Como ya hemos descubierto a cerca de setenta mil reclutas para los SS, nos permitimos ajustar los criterios de selección. Los Campamentos de mujeres han encontrado unas cuarenta mil mujeres genéticamente apropiadas para unirse con los SS. Comandante, ¿puede imaginar los ejemplares increíbles que producirá la próxima generación?
—De eso no cabe la menor duda, Remler —dijo Feric—, ha hecho usted un trabajo notable.
Resplandeciente de merecido orgullo, Remler llevó a Feric por la puerta de la izquierda, y ambos entraron en un pequeño cubículo donde dos SS armados de metralletas y garrotes se cuadraron instantáneamente y saludaron al Comandante Supremo.
En el suelo del cubículo había un sumidero; una manga de goma colgaba del grifo en la pared. De todos modos, en el piso de hormigón había una especie de pátina pardorojiza.
—Hasta ahora hemos descubierto unos pocos miles de dominantes —dijo Remler—. Sin embargo, los hombres de ciencia SS nos han prometido una prueba específica para el genotipo de los dominantes. En las condiciones actuales me temo que algunos dominantes consigan pasar inadvertidos, confundiéndose con los mutantes y los mestizos.
Feric devolvió los saludos de los exterminadores SS y asintió.
—Cuando se haya ideado una prueba específica y absolutamente segura, será bastante sencillo reprocesar a los esterilizados, y de ese modo eliminar de la superficie de Heldon hasta el último de los genes dominantes.
—En todo caso, de un modo o de otro el problema se resolverá durante la próxima generación —señaló Remler.
Remler salió con Feric por la puerta del fondo de la cámara de exterminio; atravesó un corredor, y pasó a una amplia habitación ocupada por sonrientes y animados helder que hacían cola ante un mostrador; allí se les entregaba los nuevos certificados de pureza genética y las ropas civiles.
Antes que el Comandante SS pudiera pedirles que saludaran, los excitados helder estallaron en un clamor desordenado de —¡Hail Jaggar!—, y muchos levantaron el brazo. Luego siguió un minuto de vivas espontáneos.
Mientras devolvía el saludo, Feric no pudo evitar una sonrisa. Estos helder tenían sobrados motivos para alegrarse: habían pasado por las nuevas y estrictas pruebas genéticas, y se los había reincorporado a la nueva humanidad. Feric se sintió profundamente conmovido, y volvió a prometerse que los verdaderos humanos, y sólo ellos, heredarían el futuro del mundo.
Luego Remler lo guio otra vez por el corredor, y los dos entraron en una sala larga y rectangular que evidentemente era el orgullo y la alegría del jefe SS. El portal que comunicaba con la principal área de procesamiento se abría directamente a un mostrador, detrás del cual se alineaban cinco analistas genéticos SS, todos ejemplares altos y rubios. Detrás de este equipo de expertos en genética trabajaba un médico SS, equipado con aparatos médicos de precisión. El fondo de la sala estaba ocupado por una serie de escritorios, a los que se sentaban unos jóvenes altos y rubios, muy atareados, respondiendo a cuestionarios bajo la supervisión de un Capitán SS. Casi podía palparse el exaltado fervor patriótico que reinaba en el recinto; aquí los internos, seleccionados en las pruebas generales, tenían oportunidad de afrontar los rigores sumamente severos del examen genético, somático, mental y patriótico que quizá les permitiría ingresar en la SS.
Cuando vieron a Feric, todos los que estaban en la habitación se cuadraron, saludaron y rugieron: —¡Hail Jaggar!—. Feric respondió con un breve saludo, e indicó con un ademán que los solemnes exámenes debían continuar, y que no le prestaran atención. Él mismo llevó a Remler fuera de la sala, por una puerta lateral, pues estos muchachos tenían que concentrarse en los cuestionarios, ¡y era indudable que en esos momentos la presencia del Supremo Comandante podía distraerlos!
Cuando pasó por la puerta, Feric se encontró frente a una fila de ejemplares de rostro pálido y expresión afligida. Varios SS armados con garrotes y metralletas vigilaban a intervalos regulares a esa línea de infortunados. A la cabeza de la línea había un mayor SS, con planillas y un escriba; detrás, dos puertas.
Cuando Feric se acercó, oyó que el funcionario hablaba al helder de rostro sombrío que estaba a la cabeza de la línea, y que era un ejemplar de aspecto decente.
—Es mi deber informarle que usted no se ajusta del todo a las normas del genotipo humano puro. Tiene una alternativa: el exilio permanente o la esterilización. ¿Cuál prefiere?
El individuo vaciló un momento; Feric notó que tenía los ojos llenos de lágrimas. De pronto, todos advirtieron la presencia de Feric, y tanto los SS como los internos de expresión avinagrada hicieron el saludo del Partido y gritaron: —¡Hail Jaggar!— con un vigor y un entusiasmo que nada dejaban que desear. Feric se sintió muy emocionado con esta demostración de solidaridad racial en gentes que estaban destinadas a renunciar a la procreación por el bien futuro de la Patria.
Un momento después, el helder que encabezaba la fila cuadró los hombros, golpeó los talones, y replicó con voz clara y firme:
—¡Prefiero la esterilización por el bien de la Patria! —Alzó rígidamente el brazo y marchó con paso firme hacia la puerta de la derecha.
—El ochenta y cinco por ciento de los rechazados prefiere la esterilización antes que el exilio —murmuró Remler al oído de Feric.
Feric sintió lágrimas en los ojos, lágrimas de alegría y de tristeza, pues uno tras otro los rechazados se encaminaban estoicamente a la puerta de la derecha, para que les quitaran la capacidad de reproducirse; y en ese instante, Feric comprendió que tenía ante los ojos la prueba definitiva de la justicia de la causa helder y el triunfo de la Esvástica.
El Mariscal de Campo y Alto Comandante Lar Waffing se puso de pie, miró el gran mapa desplegado tras el asiento de Feric, hizo un gesto a los generales reunidos en la Sala de Guerra del Comando de la Estrella, sonrió directamente al propio Feric y presentó su informe.
—Comandante, tengo el honor y el agrado de informarle que la renovación del Ejército puede considerarse ya terminada. Nuestras fuerzas tienen más de trescientos tanques, y las nuevas fábricas continúan entregando veintenas, semana tras semana. Disponemos de más de doscientos cazas y bombarderos, y muchos más están saliendo de las líneas de montaje. Se ha incorporado a las filas a medio millón de excelentes soldados, y tengo el honor de anunciar que todos los soldados helder están ahora equipados con una metralleta nueva y un formidable garrote. Disponemos de municiones en abundancia y hemos acumulado gasolina suficiente para un mes de guerra total. Los científicos militares se disponen a reconstruir los proyectiles teledirigidos, así como muchas otras armas de la gente antigua.
»En resumen, Comandante, dispone usted de una fuerza que sólo espera órdenes para entrar en acción.
—¡Buen trabajo, Waffing! —dijo Feric entusiasmado, mientras el Alto Comandante volvía a sentarse. El Ejército y la SS necesitaban acción para desarrollar la capacidad combativa. El único problema era ahora dónde y cómo.
—Waffing, ¿cree que estamos en condiciones de aniquilar a Zind? —preguntó.
Waffing meditó un momento. —No dudo de que si atacamos ahora, podríamos derrotar a Zind —dijo—. Pero la guerra sería larga y difícil. Dentro de seis meses nuestro Ejército será dos veces más grande, dispondremos de millares de tanques y aviones, y sólo los tanques podrían limitar la rapidez de nuestro avance a través de Zind. Pulverizaríamos a esos cerdos en una guerra relámpago.
Feric meditó esta evaluación. Sin duda, convenía esperar unos meses hasta que las huestes de Heldon alcanzaran un máximo desarrollo, antes de lanzar un ataque definitivo contra Zind, Por otra parte, cierta acción inmediata podía beneficiar al Ejército.
—Waffing ¿es posible que Zind nos ataque en las próximas seis semanas? —inquirió.
—No lo creo —replicó el Alto Comandante—. El sistema logístico de esas gentes es bastante lento. Lo sabríamos con mucha anticipación. Por ahora no están preparando nada.
Feric se puso de pie, decidido. Se volvió al contemplar el enorme mapa de guerra desplegado sobre la pared y habló a los Comandantes.
—Dentro de dos semanas el Ejército de Heldon se pondrá en marcha. Una gran columna atravesará Borgravia, tomará Gormond y penetrará en Vetonia. Al mismo tiempo, el grupo norte de nuestras fuerzas entrará en Vetonia pasando Feder, para unirse en la capital con el Ejército del sur. Luego, la fuerza combinada atacará a Husak sobre un amplio frente, aplastará todo lo que se le oponga, y empujará a las huestes de Husak hacia los desiertos occidentales, donde perecerán. Mientras nuestras tropas ocupan Borgravia, todas las casas de barro de Cressia, Arbona y Karmath serán bombardeadas por nuestra fuerza aérea, y expulsaremos a la chusma hacia los desiertos del sur. Así aseguraremos nuestra retaguardia para el encuentro definitivo con Zind. Me sentiría muy decepcionado si toda la operación llevara más de un mes.
Los viejos generales lo miraron atónitos, desconcertados por la, audacia del plan; pero Waffing descargó el puño sobre la mesa, sonriendo complacido.
—Si la operación nos lleva más de un mes, Comandante —declaró—, fusilaré personalmente a todos los oficiales del Ejército, me degradaré yo mismo a soldado de infantería, me aplicaré el caño de la metralleta en la boca, ¡y me ejecutaré por alta traición!
Feric sonrió, apreciando la tosca broma de Waffing. El propio Waffing no pudo contenerse y festejó su propia salida riendo a carcajadas. Un minuto después, incluso los contristados generales se unieron a la algazara general.
De todos modos, Feric comprendió que el espíritu mismo que había impulsado a Waffing a hacer una promesa tan extrema, lo llevaría también a cumplirla en el caso inconcebible de que semejante expiación resultara necesaria. ¡Qué magnífica tropa de héroes la que tenía el honor de mandar!
Cerca de medianoche, Feric Jaggar ocupó el puesto de observador en el tanque helder que encabezaba la columna. Al lado, en el puesto del conductor, los ojos de Ludolf Best brillaban excitados y fanáticos. La verdadera batalla de esta campaña sería la lucha contra el tiempo, pues el Ejército Borgraviano apenas merecía el nombre de tal. Por eso mismo, la vanguardia de la fuerza que Feric había reunido sobre el borde sudeste de la Selva Esmeralda era sólo de ciento cincuenta tanques, aunque bien provistos de granadas incendiarias y explosivas. Combinados con la fuerza devastadora de un centenar de bombarderos que en ese mismo instante volaban hacia la capital de Borgravia, esos tanques bastaban para pulverizar toda oposición organizada en cuestión de horas. A medida que los tanques penetrasen en Borgravia, la infantería motorizada y los motociclistas SS barrerían el terreno, y en el momento en que la fuerza de tanques llegase al límite con Vetonia, Remler ya estaría levantando Campos de Clasificación. Feric había decidido encabezar el avance inicial en territorio de Borgravia, y comandar las fuerzas helder que limpiarían esa cloaca hasta que nada quedara de Gormond; y esto por razones personales, además de las consideraciones de moral general. Pocas cosas podían complacerlo más que ver incendiada y arrasada la perversa capital donde había tenido que pasar los años de juventud.
Best había estado consultando el cronómetro casi cada treinta segundos. Volvió a mirarlo, y enseguida, con una sonrisa infantil, encendió el motor de la máquina.
—¡La hora, mi Comandante! —dijo.
Sonriendo ante el juvenil entusiasmo de Best, Feric desenfundó el Gran Garrote de Held, y se puso de pie. Alzó el arma sobre su propia cabeza a través de la escotilla del tanque, y el puño reluciente reflejó la luz plateada de la luna. De pronto, la noche se estremeció con el estruendo retumbante de veintenas de motores de gasolina que tosían y se encendían. El zumbido poderoso del tanque de Feric le sacudió las moléculas del cuerpo con un activo ritmo marcial. Feric enfundó el Cetro de Acero, cerró la escotilla sobre su cabeza, se acomodó en el asiento, conectó el micrófono y dio a Best y a sus fuerzas la orden largamente esperada:
—¡Adelante!
Aplastando la tierra y los matorrales con las macizas orugas de hierro, la máquina dio un salto y abandonó el prado que había sido el lugar de concentración. Mientras Best aceleraba lentamente, Feric miraba por el periscopio trasero, y veía un sólido mar de tanques a poca distancia, atravesando el claro y saliendo al camino que llevaba a los pasos del Ulm. La formación era muy sencilla: el tanque de Feric adelante, y detrás diez filas de quince tanques cada una. La infantería motorizada y las Divisiones de Motocicletas no se pondrían en marcha hasta dos horas más tarde, bajo la protección de esta muralla de acero.
Por orden de Bogel —aunque no ciertamente sin la cálida aprobación de Feric— los tanques habían sido adornados adecuadamente para esta ocasión de heroica grandeza. El cuerpo de cada máquina estaba pintado de negro brillante, y las torrecillas eran rojas, con grandes esvásticas negras en círculos blancos a cada lado. Además, una bandera roja con la esvástica flameaba orgullosamente en la antena de radio de todas las máquinas. Cuando estos tanques llegaron a la amplia llanura que desembocaba en el Ulm, el vigorizante espectáculo fue televisado no sólo a toda Heldon, sino también a Husak y Vetonia, para paralizarlos más eficazmente, infundiéndoles un justificado temor al poder armado de Heldon. ¡Qué maravilloso espectáculo era esta falange de relucientes máquinas negras, con las audaces y heroicas esvásticas escarlatas, avanzando en formación hacia el Ulm, inundando el aire en muchos kilómetros a la redonda con el estrépito de la formación militar, que avanzaba entre grandes nubes de polvo ardiente!
En ese sector el Ulm apenas llevaba agua; las fortificaciones borgravianas de la orilla opuesta eran sólo unas pocas trincheras ocupadas por mestizos, con defensas de alambre de púa. De todos modos, cuando los tanques avanzaron hacia el río en medio de las sombras, la noche se iluminó súbitamente con los disparos que venían de las posiciones borgravianas, y Feric alcanzó a oír algunas balas que rebotaban en la coraza impenetrable del tanque. Los escuadrones de bombarderos que habían cruzado la frontera media hora antes, habían alertado con toda seguridad a los pobres infelices; pero de muy poco les serviría.
Feric oprimió el botón del micrófono, e impartió la orden:
—¡Fuego a discreción hasta aplastar toda resistencia!
Dentro del tanque se sintió y oyó un chirrido gemebundo: la tripulación de la torrecilla movía el cañón, apuntando al blanco. Enseguida sonó un estampido y el vehículo se estremeció; un momento después Feric vio una explosión anaranjada que se abría en las sombras del otro lado del Ulm. Casi inmediatamente el rugido ensordecedor de los disparos de cañón lo sacudió de pies a cabeza, a pesar de la protección de las paredes de acero; una nutrida andanada de disparos se elevó al cielo y un momento después las posiciones borgravianas vomitaban manantiales de llamas.
La formación se adelantó y el tanque de Feric volvió a disparar; el fuego concentrado de las máquinas negras continuó debilitando las posiciones borgravianas. Una andanada final levantó nubes de tierra y cuerpos destrozados y luego las orugas del tanque de Feric comenzaron a chapotear en las aguas poco profundas del Ulm. Feric oprimió el disparador de la ametralladora, mientras el tanque irrumpía a través del alambre de púa; detrás, la formación de tanques disparaba una y otra vez, aplastando totalmente lo poco que quedaba de las fortificaciones.
De los propios borgravianos, sólo podían verse algunos trozos sangrientos, dispersos entre los humeantes orificios de las granadas. Los pocos infelices que no habían volado por el aire, alcanzados por las balas de cañón, habían huido gritando y aullando en medio de las sombras de la noche. Cuando saliera el sol, la Infantería Motorizada y los Motociclistas SS perseguirían y destruirían a los dispersos uno por uno, si era necesario. Cuanto más implacable la precisión inicial, más evidente sería para todos los mutantes y los mestizos que se interpusieran en el camino de las tropas helder que la resistencia era prácticamente inútil. Una política eficaz de aniquilamiento del enemigo sería a la larga la más humana y misericordiosa.
Durante la noche, la Fuerza de Tanques se desplazó hacia el este, atravesando la campiña ondulada de Borgravia, rumbo a Gormond, sin encontrar nada que pudiera llamarse una resistencia razonable.
Feric había ordenado a las tropas helder que devastaran todas las aldeas, granjas y otras estructuras que encontrasen en el camino; y también que aniquilasen a toda la chusma borgraviana que se atreviera a mostrarse. En general, las viviendas de la región eran chozas solitarias, toscamente construidas con madera y barro seco o estiércol. Una sola granada incendiaria bastaba para convertir una de esas porquerizas en una verdadera hoguera, y uno o dos disparos más incendiaban los campos. A veces, criaturas deformes huían de las ruinas, como escarabajos del estiércol, y caían doblegadas por las descargas de las ametralladoras; pero en general, los borgravianos de la zona escapaban mucho antes que aparecieran los tanques, de modo que la tarea de despacharlos quedaba a cargo de las tropas que venían detrás. Aun las aldeas que la columna atravesaba de tanto en tanto estaban desiertas y carecían de defensores, de manera que los tanques pudieron arrasar totalmente la zona sin gastar mucha munición.
Alrededor de una hora antes de la salida del sol, Feric vio un resplandor rojo hacia el este, como las llamas de un incendio lejano.
—Mire, Best —señaló—. ¡Eso tiene que ser Gormond!
—Es indudable que nuestros bombarderos en picada están dando una lección a esos cerdos.
No mucho después, comenzaron a oírse unas explosiones lejanas, y cuando salió el sol, las bombas cayeron sobre la ciudad conmoviendo la atmósfera con un sonido de trueno, las grandes llamaradas se alzaron claramente sobre las ruinas, y Feric alcanzó a ver los aparatos que se precipitaban sobre la ciudad a descargar las bombas.
De pronto, Best señaló hacia el este.
—Allí, mi Comandante —dijo—. Creo que es el Ejército Borgraviano.
Sobre la ancha planicie, entre la fuerza de tanques helder y Gormond, Feric observó una especie de mancha gris en el paisaje verdoso; aparentemente se trataba del Ejército Borgraviano, convocado para oponer cierta resistencia al avance de las fuerzas de Heldon.
Como confirmando esta observación, unos pocos relámpagos partieron de aquella chusma gris, y un momento después media docena de granadas estalló sin causar daños a unos ochocientos metros frente a los tanques. Por su parte, los artilleros helder no malgastarían munición disparando a esa distancia. Feric tomó el micrófono y habló con el jefe de los bombarderos que atacaban a Gormond.
—Habla el Comandante Supremo. Envíe una veintena de aviones a atacar a las tropas borgravianas al este de la ciudad.
—¡Inmediatamente, mi Comandante! ¡Hail Jaggar!
De modo que cuando la masa grisácea se convirtió en un sórdido amontonamiento de mestizos borgravianos de uniforme gris, distribuidos irregularmente sobre la línea de avance de las tropas helder, veinte veloces y esbeltos bombarderos negros ya estaban cayendo sobre ellos, uno tras otro, en una serie de vuelos en picada, inmovilizando a las criaturas y destrozándolas con una lluvia continua de disparos de ametralladoras. Como grandes águilas metálicas, los aviones se zambullían y remontaban vuelo, y destruían a grupos enteros de infelices mutados que huían y saltaban estúpidamente; luego los bombarderos volaron en pedazos a los pocos y pesados tanques que eran el orgullo de Borgravia; en general, una actuación magnífica y alentadora.
—¡Fuego! —ordenó Feric a los Comandantes de los tanques—. ¡Fuego a discreción mientras haya blancos!
El propio tanque de Feric se estremeció y se sacudió cuando el cañón abrió fuego; las granadas pasaron silbando por el aire, y una selva de explosiones floreció en las filas de los borgravianos. Una y otra vez los tanques descargaron andanadas de explosivos de alto poder sobre la turba desordenada, mientras los bombarderos acribillaban a los mutantes con ráfagas de ametralladora. Luego los propios tanques entraron en contacto directo con el Ejército Borgraviano.
Un vasto y torpe laberinto de trincheras y pozos había sido cavado apresuradamente en la llanura, frente a la capital incendiada; y entre estas toscas y ridículas fortificaciones se habían tendido unas líneas de alambre de púa. Toda el área estaba perforada por centenares de cráteres humeantes; sobre el campo de batalla flotaba una bruma acre de pólvora. Por doquier había fragmentos de equipos borgravianos destruidos (cureñas de obuses, restos de tanques, ametralladoras destrozadas y retorcidas) y toda clase de repulsivos mutantes vestidos de gris, caídos, aquí y allá, como una masa lacerada y sangrienta.
—En realidad, mi Comandante, no hay nada que valga la pena —observó Best con cierta desilusión.
Una observación hasta cierto punto exagerada, pues bajo la protección de las trincheras, los agujeros individuales, los cráteres y los restos de vehículos, caras de loro, pieles azules, hombres sapos, enanos y una serie de criaturas que exhibían todos los defectos genéticos imaginables disparaban inútilmente contra los tanques; las balas rebotaban como guijarros luego de golpear la armadura de las máquinas de guerra.
Feric no soltaba el disparador de la ametralladora, y enviaba salva tras salva de plomo a los monstruos que se le ponían en el camino, mientras las orugas del tanque derribaban una barrera de alambre de púa, y aplastaban a un cara de loro, y a un enano jorobado, y a un piel azul, agazapados tras los restos de un tanque.
—¡Usen las ametralladoras! —ordenó a los Comandantes de las máquinas—. ¡Carguen los cañones con granadas incendiarias!
Los tanques cruzaron velozmente el campo de batalla detrás de una sólida muralla de balas de ametralladora, aplastando el alambre de púa, destruyendo las trincheras y destrozando a los borgravianos bajo las macizas orugas de acero. Casi a quemarropa los cañones dispararon granadas de fósforo en las filas de la chusma de mutantes. Centenares de criaturas deformes corrieron, se cruzaron y huyeron en todas direcciones, los uniformes y los cuerpos en llamas. Los borgravianos que estaban en el camino de los tanques comenzaron a abandonar sus posiciones, corriendo unos pocos metros, aterrorizados; pero pronto fueron abatidos por las ametralladoras y reducidos a pulpa por las orugas.
La máquina militar helder atravesó la llanura y empujó a los restos del destrozado Ejército Borgraviano, rumbo a Gormond. La cerrada formación de acorazados negros, desplegando las banderas rojas de la esvástica, pulverizaban todo lo que se les ponía por delante, y no dejaba a su paso más que llamas, cenizas, y los cadáveres de los enemigos.
—¡Qué magnífico espectáculo, Best! —exclamó Feric—. ¿Se imagina el efecto que tendrá en Vetonia y Husak?
—Quizá se rindan sin combatir, mi Comandante.
—¡En esta guerra no se tolerará la rendición! —exclamó Feric—. El destino de estos pueblos de mutantes ha de servir de ejemplo al mundo.
Pocos minutos después, el tanque de Feric entró en las afueras de Gormond, o más bien en lo que quedaba de la ciudad: montículos de restos humeantes, y a veces un edificio de madera todavía en llamas. En todas partes había cadáveres de mutantes y mestizos, muchos decentemente desfigurados por las quemaduras, pero la inmensa mayoría mostrando la más horrenda degeneración genética: minúsculas cabezas de alfiler, brazos demasiado largos, piel de colores abigarrados, que incluían el azul, el verde, el pardo y aun el púrpura, y repugnantes jorobas peludas, picos quitinosos o incluso caparazones, miembros que remataban en racimos de tentáculos delgados, y en general un horroroso despliegue de protoplasma deformado y retorcido.
Mientras los tanques se abrían paso entre esta humeante carnicería de desechos genéticos, a veces destruyendo a cañonazos una estructura milagrosamente intacta, o dispersando con las ametralladoras a una banda de grotescos sobrevivientes, la mente de Feric retornó a los terribles años de exilio, cuando esos distritos hediondos estaban colmados de seres repulsivos, que habían sido para él como una continua ofensa a su propia humanidad.
Un piel azul saltó de un montón de escombros al siguiente, y Feric lo destrozó con una andanada de metralleta.
—¡Una bolsa menos de cromosomas deformes! ¡Ya no contaminará el caudal genético del mundo! —exclamó—. ¡Best, usted no se imagina mi satisfacción personal mientras contemplo la destrucción de esta inmunda cloaca! Una hora después el escuadrón de tanques se había abierto paso entre las ruinas de Gormond, y se había ocupado de que no quedase en pie ningún edificio, y que no quedara vivo ni uno solo de esos repugnantes monstruos, que podían propagar otra repulsiva estirpe. Feric no tenía la más mínima duda de que Remler y los SS eran perfectamente capaces de limpiar de elementos contaminadores el antiguo territorio de Borgravia, que luego sería anexado al Dominio de Heldon. Pero era para él una cuestión de honor personal que sus propios tanques completasen la depuración de Gormond, hasta la destrucción de la última estructura fétida y el último gene retorcido. La cloaca en que había vivido tantos años condenado por la traición de Karmak, tenía que ser purificada por el fuego, hasta que no quedara una huella, como si nunca hubiera existido.
Y mientras la fuerza de tanques avanzaba hacia el oeste, recorriendo las planicies de lo que había sido Gormond, y empujando a una horda de refugiados, como a cerdos subhumanos que eran, Feric miró por el periscopio de la máquina, y allí donde había estado el estercolero de Gormond, sólo vio una gran columna de humo y fuego que se elevaba al cielo.
—Me pregunto, Best, si comprende usted qué satisfecho me siento eliminando de mi historia personal esta repulsiva mancha —dijo en voz baja.
—¡Pero, Comandante, el modo como esgrime el Gran Garrote de Held prueba claramente que el linaje de usted es el mejor del mundo!
Feric sonrió.
—Por supuesto, tiene usted razón —dijo—. De todos modos, creo que he borrado una afrenta personal, y esto aumenta el placer de ver un trabajo bien ejecutado.
Best asintió con entusiasmo.
—¡Lo comprendo perfectamente, mi Comandante! —exclamó.
El sol iluminaba las aguas claras del Ulm cuando el coche negro y lustroso de Feric, escoltado por un grupo de motociclistas SS igualmente inmaculados, atravesó el puente de Ulmgarn y penetró en la provincia de Ulmgarn meridional, que apenas un mes antes había sido la pestilencia mutante de Borgravia. Al lado de Feric, Bors Remler sonreía con satisfacción, pues bajo la dirección de los SS, la laboriosidad y el fanatismo del pueblo helder habían hecho milagros en muy poco tiempo, transformando la antigua cloaca genética en una excelente provincia, apropiada para los verdaderos humanos.
Se había renovado por completo la localidad fronteriza que antes se llamaba Pormi y que ahora era Cabeza de Puente. Los ingenieros helder habían demolido las sórdidas chozas y casuchas de la localidad borgraviana, abriendo calles nuevas de hormigón, de agradable trazado y combinándolas con una serie de avenidas que se concentraban en cinco grandes plazas circulares. Va se habían levantado muchos edificios nuevos, y otros más estaban en construcción. Los edificios públicos eran de piedra negra o mármol veteado de rosa, de proporciones adecuadamente magnas, y adornados con relucientes aplicaciones de bronce y estatuas heroicas en las que predominaba el tema de la continuidad histórica entre los héroes del pasado y los principales héroes de la Esvástica. Los primeros edificios se habían construido con ladrillo esmaltado de alegres colores: amarillo, azul, rojo y verde, y muchas casas tenían fachadas de madera. En Cabeza de Puente ya vivían varios centenares de colonos helder. Todos ellos, junto con las cuadrillas de construcción, se habían alineado a lo largo de las calles de la ciudad modelo a medio terminar, agitando pequeñas banderitas esvásticas de papel, lanzando vivas, haciendo el saludo del Partido y gritando —¡Hail Jaggar!— mientras pasaba el automóvil de Feric.
Por su parte, Feric no podía dejar de sonreír complacido mientras se mantenía de pie en el coche abierto, y retribuía los saludos. Acababa de hacer una triunfante visita a las Regiones Occidentales, la nueva provincia que apenas una semana antes había sido Vetonia, y estaba perfectamente al tanto del desarrollo de la guerra. Las alas meridionales y septentrionales del Ejército Helder se habían puesto en contacto dos semanas después de la iniciación de la campaña, anticipándose al programa inicial; habían destrozado en tres días al Ejército Vetonio, y luego habían arrasado la ciudad de Barthang, utilizando los nuevos proyectiles guiados de Waffing. Se había doblegado así a Vetonia, y la chusma había huido dando alaridos, dispersándose en los desiertos del sur, o en los caminos que llevaban a Husak. Ahora, Waffing dirigía el ataque a Husak, y se esperaba que Kolchak cayese en un par de días. Una vez pulverizada la capital de Husak, la guerra habría terminado con éxito, y a lo sumo restaría la tarea de purificar los países conquistados y colonizarlos con humanos verdaderos.
Y ahora aquí estaba la prueba irrefutable del vigor y la velocidad con que el pueblo helder, dirigido por los SS, podía purificar la tierra conquistada, para incorporarla luego al Dominio de Heldon.
Mientras el convoy salía a campo abierto, Remler volvió hacia Feric un rostro un poco preocupado.
—Mi Comandante —dijo—. Me he tomado la libertad de ordenar al conductor que nos lleve a un Campo de Clasificación cercano. Tenemos un problema de menor importancia, que a mi juicio requiere su decisión personal; y pienso que usted tendría que ver un campamento borgraviano antes de decidir.
Feric asintió un tanto distraídamente, pues estaba concentrado en los resultados del ingenio y la laboriosidad helder, que también se manifestaban con claridad en la zona rural. La superficie del camino era ahora hormigón duro, en kigar de la tierra apisonada de los borgravianos. Aquí y allá sólidas casas rurales de madera, típicas de los helder, salpicaban el paisaje, y los agricultores comenzaban a pasar el arado por las tierras ocupadas poco antes. El convoy de Feric avanzó más de treinta kilómetros a lo largo del nuevo camino, atravesando una zona que ahora era más helder que borgraviana.
Ciertamente, de los antiguos habitantes mestizados no se vieron rastros hasta que el convoy se aproximó a uno de los grandes Campos de Clasificación, organizados en todo el territorio de Ulmgarn meridional, y cuidadosamente apartados de los centros de viviendas humanas.
Este Campamento, como todos los inaugurados en los nuevos territorios, era mucho más amplio que los de Heldon, pero respondía al mismo criterio básico, si bien la tarea era aquí bastante más pesada. En ese campamento había cerca de cien mil borgravianos, confinados en un enorme rectángulo de alambre electrizado, y que se albergaban en una larga serie de barracas; más aún, la población del campamento se parecía mucho a la de todas las unidades de ese tipo levantadas en las nuevas provincias.
Cuando el conductor detuvo el vehículo frente a la alta empalizada, Feric vio el espectáculo más repulsivo con que hubiera tropezado hasta entonces. Apiñada tras el alambre de púa había una masa informe de criaturas grotescas, y de las más variadas características. Millares de caras de loro se picoteaban unos a otros. Los enanos jorobados iban de aquí para allá como rebaños de monstruosos cangrejos. Ciertas criaturas con brazos más largos que el cuerpo se desplazaban como simios de la selva. La piel de estos desdichados era de distintos matices, todos cancerosos: verde, azul, rojo, pardo, púrpura. Los cabezas de alfiler alternaban con los repugnantes hombres sapos. Además, había excrementos, desechos y roña en todas partes, y el hedor era terrible.
—Quise que usted conociese personalmente la realidad del problema, mi Comandante —dijo Remler—. Hemos capturado a todos los borgravianos, y los SS los han confinado en los campos; y hasta un ciego podría separar a los verdaderos humanos de la basura genética, recurriendo únicamente a la nariz. Pero, ¿qué podemos hacer con estas sórdidas criaturas? Hay millares en los campos borgravianos, y la situación en las otras provincias conquistadas no es mejor que aquí.
Del otro lado del alambre de púa, los caras de loro, los pieles azules, los hombres sapos y todas las variedades de monstruos rebuscaban en el estiércol y la roña, retirando fragmentos de material comestible, que se llevaban directamente a la boca. Feric sintió que se le revolvía el estómago.
—Es evidente que habrá que esterilizarlos, y luego echarlos al desierto —dijo.
—Pero, mi Comandante, ¿cómo impedir que millones de estos monstruos vuelvan a los lugares donde vivían antes? Ya vio lo que hemos conseguido; en pocos meses esta región no podrá distinguirse del resto de Heldon. Pero, ¿cómo lograrlo si hay que lidiar constantemente con hordas de mutantes pauperizados?
Era indudable que Remler tenía cierta razón. ¡Qué contraste entre el ambiente civilizado de Cabeza de Puente y la atmósfera hedionda de la misma región infestada por la chusma! ¿Cómo podrían decirle a Heldon que colonizara las nuevas provincias si tenían que soportar a cada paso el repugnante espectáculo de una turba degenerada?
—Quizá convenga confinar a las criaturas toda la vida —dijo Feric, mientras un hombre sapo de ojos apagados, a seis o siete metros de distancia, se bajaba los pantalones y se disponía a defecar.
—Eso quisiera, mi Comandante —replicó Remler—. Pero el gasto de alimentar y albergar a millones de individuos inútiles durante décadas es prácticamente inconcebible. Además, ¿de qué serviría?
—Comprendo su idea —dijo Feric—. De acuerdo con mi propia experiencia entre los borgravianos, sé que llevan una vida sórdida y miserable; son genéticamente incapaces de progresar. Es indudable que la eutanasia sería un servicio que prestaríamos a estos infelices, y también el criterio más práctico. Pero insisto en que la tarea se lleve a cabo con un mínimo de sufrimiento, y con la mayor eficiencia y el menor gasto posibles.
—¡Por supuesto, mi Comandante! —dijo Remler—. Los hombres de ciencia SS han obtenido un gas que anula la conciencia del individuo, y luego lo elimina sin dolor. Además, es eficaz en dosis muy pequeñas, y no demasiado costoso. De este modo, eliminar a todos los internos de los nuevos territorios no nos costaría más que el mantenimiento de los campos durante seis semanas.
Los repulsivos borgravianos allí apiñados hedían como los miasmas de una inmensa pila de estiércol. Sin duda, el programa de Remler era lo más práctico. Mal podía esperarse que el pueblo helder dedicase enormes sumas a mantener a esos infelices monstruos durante varias décadas permitiéndoles ir de un lado a otro y pasearse entre verdaderos humanos. Más aún, esas pobres criaturas tenían sin duda derecho a que los verdaderos humanos, sus superiores, los sacrificaran rápidamente y sin dolor, en vez de permitir que continuaran estropeándose. En este asunto, los dictados del pragmatismo coincidían con los dictados de la moral. Las obligaciones humanitarias del pueblo helder eran también una necesidad económica. —Muy bien, Remler —dijo Feric—. Se le darán los materiales necesarios, y completará usted el tratamiento de los internos en un plazo de dos meses.
—¡En seis semanas, mi Comandante! —prometió fervientemente Remler.
—¡Es usted una honra para la Esvástica! —exclamó Feric.
Aunque sabía muy bien que la lucha por la preservación del genotipo humano auténtico no concluiría mientras los dominantes y sus esbirros siguiesen ocupando las vastas extensiones de Zind, Feric opinó que el pueblo helder bien merecía una celebración. Unasemana después de la caída de Kolchak —la victoria final de la Esvástica sobre el último estado mestizo del oeste— convocó al pueblo a un día de regocijo nacional.
En todo el Dominio de Heldon se organizaron asambleas partidarias; en la propia Heldhime, Feric decidió ofrecer el más gigantesco e impresionante espectáculo de todos los tiempos, que se televisaría a los rincones más alejados del país, como recompensa e inspiración.
En un campo abierto no muy alejado de la ciudad se erigió una enorme tribuna. A la luz del sol poniente, esta construcción tenía un aspecto majestuoso para los centenares de miles de helder que se habían reunido alrededor, hasta donde alcanzaba la vista. La tribuna imitaba una pila de cilindros superpuestos, de diámetro cada vez menor. La base de la torre era una plataforma circular, de una altura aproximada de quince metros, donde estaban formados mil SS de linaje completamente puro, la verdadera crema de la minoría selecta: ninguno medía menos de dos metros de altura, y todos tenían los cabellos color de lino y ojos azules y penetrantes; además, todos llevaban los pulquérrimos uniformes de cuero negro con adornos de cromo lustrado que reflejaban la luz del ocaso. Cada uno de estos especímenes sobrehumanos sostenía en alto una antorcha llameante, cuyo brillo carmesí armonizaba con las capas y el símbolo de la esvástica. Sobre este gigantesco pedestal de llamas se elevaba un cilindro más pequeño, revestido de tapices con la esvástica escarlata, y allí se habían reunido los altos funcionarios del Partido —Waffing, Best, Bogel y Remler—, esplendorosos en sus uniformes negros. Finalmente, el centro de la tribuna era una columna angosta, de color escarlata brillante, de unos quince metros de altura, en cuya cúspide estaba de pie el propio Feric, con el atuendo heroico de cuero negro y la capa escarlata, el Gran Garrote de Held, perfectamente pulido y colgando del ancho cinturón de cuero. Desde abajo un globo eléctrico oculto lo iluminaba con un resplandor rojizo, de modo que Feric tenía el aspecto de un bronce heroico, mientras contemplaba el mar infinito de sus adeptos desde treinta metros de altura.
Frente a Feric, del otro lado de la avenida del desfile, bordeada por antorchas que se extendían en línea recta entre la multitud, se alzaba una enorme esvástica de madera de una altura de cincuenta metros.
En el momento mismo en que el borde del disco solar tocó la línea del horizonte, bañando de rojo el campo, veinte esbeltos aparatos de bombardeo pasaron rugiendo a unos doscientos metros de altura; el eco estrepitoso del aparato se fundió con los poderosos vivas de la multitud. Luego de esta señal espectacular, la esvástica gigante ardió en llamas, con un rugido explosivo y estremecedor.
Sobre la dilatada superficie del campo, Feric alcanzó a sentir el calor de este fuego de gloria, que le encendió la sangre. En ese mismo momento se inició el gran desfile, con cinco mil relucientes motociclistas SS que pasaron frente a la tribuna a cien kilómetros por hora, en fila tras fila de impecable precisión, cada ciclista llevando la bandera con la esvástica roja, tiesa al viento como una llama helada. A medida que cada fila de motocicletas pasaba frente a Feric, desplegando los gloriosos colores negros y rojos, los hombres SS saludaban disciplinadamente y gritaban: —¡Hail Jaggar!—; desde el mirador de Feric los brazos parecían alzarse como olas sucesivas, y el rugido de los gritos se confundía con el estruendo de los motores, conmoviendo las montañas y los valles con un eco que llegaba a muchos kilómetros de distancia.
Feric respondió a este reconocimiento gigantesco y conmovedor con una larga serie de tersos y marciales saludos partidarios, de modo que cada fila de motociclistas SS tuvo la impresión de que el Comandante Supremo la saludaba reconociéndola.
Detrás de los motociclistas SS apareció una formación de doscientos tanques negros y escarlatas, que desfilaron velozmente en filas de diez unidades. Cuando las máquinas pasaban frente a la tribuna, los cañones saludaban con disparos de fogueo, llenando el aire con las reverberaciones de un trueno continuo y el aroma pungente de la pólvora. Feric respondió desenfundando el Cetro de Acero y sosteniendo rígidamente en alto el arma poderosa hasta que pasó el último tanque; el eje reluciente centelleaba reflejando la luz de la gran esvástica llameante.
A los pies de Feric se extendía hasta el horizonte un océano de ciudadanos helder que gritaban, saltaban y saludaban con verdadero frenesí. Se abrieron barriles de cerveza, y aquí y allá la gente se puso a bailar danzas populares. Se encendieron millares de antorchas improvisadas, y hubo también fuegos de artificio que contribuyeron a la alegría de la fiesta.
Enormes formaciones de infantería regular, con uniformes grises, marcharon a paso de ganso, y al llegar frente a la tribuna saludaban en masa con movimientos rígidos y vigorosos. El ruido de la multitud se convirtió en una fuerza que Feric podía sentir en todos los átomos del cuerpo; una amalgama exultante de vivas, fuegos artificiales, música, danza, tropas en marcha, rugidos de motores, cañonazos al aire. Los escuadrones de aviones de caza negros volaron sobre la multitud, dejando estelas de humo azul, rojo, verde y amarillo.
La infantería motorizada pasó velozmente en poderosos camiones orugas, disparando al aire las ametralladoras con un ruido que parecía el fuego graneado de los dioses. Siguieron más tanques, que saludaron disparando los cañones.
Feric se sentía tan arrebatado por la gloria del momento como el más sencillo de los helder. Una y otra vez saludaba a las tropas que desfilaban frente a las tribunas, bajando y alzando el brazo con una inexorable precisión, respondiendo con todo el cuerpo a la mística energía racial que saturaba el aire, la energía fervorosa de la enorme multitud, el poder de las legiones en marcha, y la llama inextinguible que parecía brotar aquí y allá, y en el alma de todos los helder.
Cada vez que Feric alzaba el brazo para saludar, el estruendo sobrenatural se elevaba aún más, y era como un sonido sobrecogedor que arrebataba a Feric, en un éxtasis cada vez más elevado, de modo que el saludo siguiente parecía aún más fervoroso.
Y ahora, frente a la tribuna desfilaba el orgullo y la alegría de Waffing: los proyectiles largos, esbeltos, plateados y pulidos, arrastrados por camiones, la expresión definitiva de la potencia helder, capaces de caer chillando sobre blancos situados a centenares de kilómetros, desplazándose a velocidades supersónicas. Seguía una formación de motociclistas del Ejército regular, que se esforzaban tratando de superar la marcialidad y el fervor de los SS. Y entre tanto, más aviones, que arrojaban bengalas con los colores del arco iris.
La Infantería SS marchó con sus ajustados uniformes de cuero negro, elevando la bota por encima de la cabeza, y luego bajándola con fuerza increíble, y saludando con absoluta precisión, a la vez que gritaba: —¡Hail Jaggar!— con un fiero vigor que parecía casi sobrenatural.
El gran desfile continuó bien entrada la noche, y el poder de Heldon se desplegó ordenadamente frente a la alta torre de la tribuna. La multitud parecía crecer constantemente, cada vez más entusiasta, como si movida por un impulso místico toda Heldon estuviera acudiendo a esta cita gloriosa.
Sobre el pedestal escarlata, Feric se erguía tieso e infatigable, saludando a las tropas con una severidad y una exaltación que no disminuyeron ni siquiera cuando los primeros rayos del alba comenzaron a insinuarse en el horizonte. Todo él estaba poseído por la felicidad racial que impregnaba el aire y fundía los corazones de todos los helder en un solo corazón.
Un momento antes del alba, Feric extrajo el Gran Garrote de Held, y apuntó al este con el reluciente puño de metal. Cuando el sol asomó sobre las colinas, un clamor titánico, supremo y extático brotó de la multitud. Pues en ese momento pareció perfectamente justo que el propio sol finalizara el desfile pasando revista a las fuerzas, y mostrando así su propia e indeclinable lealtad a la causa sagrada de la Esvástica.
12
Expectante, pero al mismo tiempo satisfecho, Feric convocó a una reunión de los Altos Comandantes, con el fin de determinar la estrategia general. Había transcurrido un mes desde la caída de Kolchak, pero la decisión fanática y el heroico espíritu de sacrificio del pueblo helder no habían disminuido un instante, en un tiempo que para los humanos verdaderos no era más que una paz temporaria.
Era indudable que Remler, Waffing y Bogel tenían motivos para sentirse orgullosos mientras bebían cerveza en las habitaciones de Feric, esperando el momento de presentar los respectivos informes. Con respecto al fiel Best, había llegado a ser indispensable en miles de pequeños asuntos.
—Bien, Remler —dijo Feric, apartando el jarro de cerveza y disponiéndose a iniciar la sesión—, qué le parece si comenzamos con usted. ¿Cuál es la situación de los Campos en los nuevos territorios?
—Mi Comandante, el procesamiento de los internos finalizará en las próximas dos semanas —dijo Remler—, Luego podremos clausurar los campamentos, y concentrarnos en proyectos eugenésicos más concretos.
—Espero que la prisa de usted no esté destruyendo valioso material genético —dijo Feric—. Todo humano verdadero que encontremos en los estados mestizos es un posible soldado de Heldon.
Los rasgos finos de Remler mostraron que estaba ofendido, casi indignado.
—Mi Comandante —dijo con cierta serenidad—, ¡tengo el honor de informarle que hemos extraído casi cien mil humanos verdaderos de esas pilas de basura genética! En realidad, hasta hemos identificado unas pocas docenas de candidatos a la SS, aunque parezca increíble.
—¡Bien hecho! —exclamó Feric, impresionado por las cifras, y tratando de corregir su escepticismo anterior—. Remler, ha trabajado usted maravillosamente.
—Mi Comandante, el procesamiento es un detalle secundario comparado con lo que han obtenido los genetistas SS. Hemos elaborado toda una serie de criterios genéticos aplicables a los superhombres SS del futuro. Estos ejemplares maravillosos tendrán dos metros diez centímetros de altura, la piel clara, los cabellos rubios, y cuerpos de dioses; además, la inteligencia media será superior a la de los genes actuales. Si vigilamos estrictamente la reproducción de los SS actuales, podremos obtener ésa raza de señores en apenas tres generaciones.
Los Comandantes Supremos se miraron atónitos.
—¡Fantástico! —exclamó Feric—. Bueno, apenas dispongamos de un caudal suficiente de individuos puros, podremos elevar a toda la población helder a ese nivel de dioses en una sola generación; bastará convertir a los SS en los reproductores exclusivos de la nueva generación helder.
Remler apenas pudo contenerse.
—Exactamente, mi Comandante —exclamó—. Pero nuestros hombres de ciencia más visionarios creen que están cerca de obtener algo todavía mejor: la reproducción por clones. Se extrae una muestra de tejido de un SS del linaje más puro. A partir de este tejido somático, y en probetas de nutrientes, se desarrolla un nuevo SS que genéticamente es idéntico al donante. De ese modo, se eliminan de raíz los caprichos de la reproducción sexual. Además, un donante puede producir centenares e incluso miles de brotes genéticamente idénticos. ¡La raza superior podría formarse en una sola generación! Sin embargo, la investigación está todavía en una etapa inicial.
Mientras se mantenía esa conversación, Waffing se movía inquieto en la silla, y bebía su cerveza, evidentemente deseando oponer sus propias realizaciones a las de Remler.
—Veo que usted desborda algo más que cerveza, Waffing —dijo Feric con una sonrisa—. Hable antes que reviente.
—El Ejército no ha estado ocioso mientras los SS creaban maravillas —dijo Waffing—. Las fábricas están produciendo aparatos que a mí mismo me parecen increíbles; nuestros hombres de ciencia han redescubierto las artes marciales de los antiguos. Los últimos tanques vienen equipados con artefactos que arrojan lenguas de fuego, además del cañón y las ametralladoras de costumbre. Muy pronto entrarán en operaciones los cazabombarderos; aparatos que superarán la velocidad del sonido. Con respecto a las cifras de producción, hemos sobrepasado el millar de tanques, y tenemos una cantidad parecida de aviones, y equipo suficiente para un Ejército de un millón de soldados, y montañas de munición. Tan pronto nos apoderemos de los yacimientos petrolíferos del sudoeste de Zind, habremos resuelto definitivamente nuestros problemas logísticos.
Waffing se interrumpió para fortificarse con un gran trago de cerveza, y quizá también para obtener cierto efecto dramático.
—Pero, mi Comandante, he reservado lo mejor para el final —dijo con una sonrisa de triunfo—. Nuestros especialistas en cohetes han desarrollado un proyectil capaz de transportar una carga de tres toneladas al territorio enemigo, cubriendo una distancia de seis mil quinientos kilómetros. Ahora, todo el territorio de Zind está al alcance de nuestros proyectiles.
—¡Magnífico, Waffing! —exclamó Feric.
Nuevamente Waffing se llevó a los labios el jarro de cerveza, en una pausa que esta vez era deliberadamente dramática, y cuando dejó de beber tenía el aire satisfecho del gato que se ha comido al canario.
—¡Y eso, mi Comandante, es apenas la mitad del asunto! —dijo—. Uno de nuestros grupos de investigación está a punto de obtener los ingredientes legendarios del Fuego de los Antiguos: uranio enriquecido, plutonio y agua pesada. En pocos meses podremos eliminar a Zind de la faz de la tierra con el arma más terrible de los Antiguos: ¡los misiles nucleares!
Nadie replicó. Feric tuvo la impresión de que podía oír el descenso de las motas de polvo en el aire.
¡Armas nucleares! El Fuego de los Antiguos que había arrasado la tierra, creando los desiertos radiactivos, contaminando completamente el caudal genético, ¡y provocando la mutación de los dominantes! El Fuego era directamente responsable del estado de cosas que los verdaderos humanos trataban de remediar. ¡Qué absurda la idea de desencadenar otra vez esas fuerzas! Un experimento fallido, y la purificación del caudal genético podía retrogradar varias generaciones. Y en cuanto a librar una guerra nuclear, la perspectiva era inconcebible. ¿Cómo podía purificarse la tierra con el mismo Fuego que la había contaminado?
Best y Bogel parecían atónitos, pero Remler tenía una expresión sombría y misteriosa.
Feric rompió al fin el terrible silencio. —Waffing, le prohíbo absolutamente proseguir esas investigaciones. Recrear el Fuego es inconcebible.
Waffing abrió la boca para protestar, pero Remler se adelantó.
—Será inconcebible para nosotros, Comandante, pero no para los doms.
—Me parece difícil creer que aun los dominantes caigan en tales abismos de perversidad —murmuró Feric.
—He sabido que esas criaturas irradian el plasma germinal de los esclavos, produciendo perversiones protoplasmáticas cada vez más horrendas —destacó Remler.
El argumento era válido. Feric no podía esperar que unos monstruos capaces de tamaña obscenidad tuvieran algún escrúpulo cuando llegase el momento de utilizar las armas nucleares.
—Por supuesto, tiene usted razón —dijo con voz grave—. Pero la cuestión me parece meramente teórica. El nivel tecnológico de Zind es todavía rudimentario.
—Quizá —dijo Remler con expresión inquieta—. Pero por otra parte las noticias que nos llegan llaman la atención. Sabemos que los doms han enviado una expedición de esclavos a las regiones más inhóspitas de los desiertos orientales, regiones tan contaminadas que estas criaturas morirán de un modo horrible dentro de pocos meses. Tiene que haber allí algo muy importante para los doms, si están dispuestos a gastar tanto protoplasma. Y he sabido que en esa zona y en la época de los Antiguos se almacenaban poderosas armas nucleares.
—Pero aunque Zind las descubra, sin duda esas armas nucleares no servirán para nada después de tanto tiempo —dijo Feric.
—Es muy posible, mi Comandante —dijo Remler—. Quizá sólo se trate de un acto de desesperación de los doms, pues saben que muy pronto serán destruidos.
—Sin embargo —dijo Waffing—, mis hombres de ciencia dicen que los materiales nucleares tardan miles de años en deteriorarse, y que la manipulación de esas misteriosas sustancias es el aspecto más difícil en la fabricación de las armas. Aun la gente de Zind podría resucitar el Fuego de las Antiguos, si descubrieran los métodos apropiados.
Feric se sintió profundamente deprimido; la lógica de Waffing era irrefutable. Si Zind descubría las armas de los Antiguos, podría renovar el Fuego; si los dominantes tenían el Fuego, lo usarían. Pero Feric estaba decidido; Heldon no arriesgaría una definitiva e irreparable contaminación del caudal genético por obra de una manipulación irresponsable del Fuego. ¡Tenía que haber un mudo de resolver el problema! De pronto, se le ocurrió algo.
—Aun suponiendo lo peor, Waffing —preguntó—, ¿cuánto tiempo necesitaría Zind para utilizar esas armas nucleares?
Waffing sorbió su cerveza, con aire meditabundo.
—¿Quién sabe? —dijo finalmente—. Han de encontrar las armas de los Antiguos, descubrir cómo funcionan, y renovar el arsenal. Si nosotros tenemos muy mala suerte, y ellos la tienen muy buena, es posible que en el plazo de seis meses dispongan de algunas armas eficaces.
—¿Pero no en dos semanas?
—¡Eso sería inconcebible!
Feric se puso bruscamente de pie, y desenfundó el Gran Garrote de Held.
—¡Muy bien! —declaró—. ¡Lo he decidido! Preparados o no, en los próximos diez días, descargaremos toda nuestra fuerza contra Zind, y eliminaremos a esa roña de la faz de la tierra, ¡antes que pueda utilizar el Fuego! Instantáneamente Best, Bogel, Remler y aun el adiposo Waffing se pusieron de pie, alzando los jarros de cerveza, los ojos encendidos.
—¡Muerte a los dominantes! —gritó Best.
—¡Viva la victoria final!
—¡Viva Heldon! —exclamó Bogel.
—¡Un brindis a nuestro glorioso líder Feric Jaggar!. —rugió Waffing, alzando el jarro en el aire. Los restantes Comandantes entrechocaron los jarros; todos gritaron —¡Hail Jaggar!— y bebieron la cerveza.
Por su parte, Feric sintió una salvaje alegría que disipaba todas las dudas; nada mejor que una lucha de vida o muerte para elevar a un hombre o a un pueblo a las alturas sobrehumanas de la gloria. Alzó el jarro de cerveza y pronunció otro brindis:
—¡Por la fuerza de la evolución! ¡Por la sangre y el hierro, y la victoria total de los más aptos!
Imitando a Waffing, los Altos Comandantes lanzaron grandes vivas, y rompieron contra la pared los jarros de cerveza.
Feric no alimentaba la más mínima duda: la clave de la victoria sobre Zind era la ocupación inmediata de los grandes yacimientos petrolíferos del sudeste. Si esta enorme reserva de petróleo continuaba en manos de Zind, el poderoso Ejército Mecanizado de Heldon quedaría paralizado luego de un mes de guerra; en cambio, la captura temprana de los yacimientos petrolíferos permitiría que las Divisiones Blindadas y el poder aéreo de Heldon convirtieran a las Fuerzas de Zind en una masa informe de pulpa.
Lamentablemente, los dominantes no podían ignorar esta situación. Por lo tanto, la única posibilidad era simular una ofensiva en el norte de Zind contra Bora, la capital; si los dominantes se convencían de que la estrategia helder era terminar rápidamente la guerra avanzando por el norte, y saqueando la capital, Heldon podría inmovilizar la parte principal de las fuerzas de Zind, que intentarían proteger a Bora, en el norte. Una fuerza de choque formada por tanques y motocicletas, y apoyada por los primeros escuadrones de nuevos aviones de reacción, podría pasar por el sur y el este de Borgravia, y ocupar los yacimientos petrolíferos antes que Zind reaccionara.
La clave de esta estrategia era que los dominantes creyesen que los helder marchaban sobre Bora; por eso mismo tenía que ser una ofensiva de la mayor parte del Ejército contra el baluarte principal del enemigo. Era indudable que habría grandes pérdidas, combates de increíble ferocidad y mucha resistencia. Sin duda se requería un despliegue espectacular de fanatismo y heroísmo en las fuerzas helder. De ahí que Feric comprendiese que él mismo tenía que conducir este ataque, y dejar a Waffing la captura de los yacimientos petrolíferos. Además, la presencia conspicua del Comandante Supremo al frente de la marcha contra Bora daría un toque final de verosimilitud a la operación, a los ojos de los amos de Zind.
Así, cuando los primeros rayos del alba comenzaron a iluminar el cielo sobre las colinas onduladas del este de Heldon, Feric tomó asiento al lado de Best, en el tanque que encabezaba el Ejército más grande que Heldon hubiera reunido jamás, y que ahora esperaba el momento de ponerse en marcha. Unos doscientos cincuenta kilómetros hacia el norte, dos Divisiones Blindadas Helder ya estaban cruzando el Roul sobre puentes de pontones, en las proximidades del Ulm. Esta pequeña fuerza se había incrementado con centenares de transportes de tropas vacíos, de modo que tenía la apariencia de un Ejército mucho más grande; los dominantes seguramente ya se habían convencido de que el principal ataque helder se realizaría a través de Wolack, y sin duda estaban desplazándose hacia el oeste, para detener la ofensiva. De modo que cuando el verdadero ataque se desencadenase unos doscientos cincuenta kilómetros al sur, a través del estado tapón de Malax, el Ejército Helder podría caer sobre el flanco sur de la horda, unos ciento cincuenta kilómetros o más en el interior de la propia Zind. Feric abrigaba la esperanza de que esta maniobra dentro de la maniobra haría todavía más verosímil la estratagema, determinando al mismo tiempo que la guerra comenzase con una delicada finta y una contundente derrota de Zind.
—¡Comandante, faltan dos minutos para la hora cero! —exclamó Best. Feric asintió, y miró por la escotilla abierta del tanque de mando. Detrás se desplegaba un Ejército que sin duda habría provocado un estremecimiento aun en los Antiguos.
Setecientos veloces tanques negros y rojos —la mayoría equipados con los nuevos lanzallamas— formaban la primera línea, de un ancho de cincuenta tanques. Detrás de esta pared de acero, y flanqueándola a ambos lados, había dos Divisiones completas de Motociclistas SS, y luego tres Divisiones de Motociclistas del Ejército regular, rodeando a centenares de veloces transportes de tropas y camiones de abastecimiento. Cuarenta tanques viejos y pesados completaban la vanguardia totalmente motorizada. Un vasto Ejército Aéreo esperaba en los aeródromos de Heldon la primera señal de resistencia seria. Detrás de las tropas motorizadas, un cuarto de millón de hombres de infantería entraría en Zind, preparados a sumarse a cualquier batalla, y a cumplir las órdenes de Feric: no dejar en pie ninguna estructura artificial, ni permitir que sobreviviese un solo enemigo. ¡Todo lo que era Zind tenía que ser barrido literalmente de la faz de la tierra!
—Un minuto, Comandante —dijo Best, mientras el borde superior del sol asomaba por el este, pintando de escarlata y anaranjado las colinas onduladas, como anticipando las batallas próximas. Feric cerró la escotilla, se ajustó las correas, abrió el micrófono y ordenó:
—¡En marcha los motores! —el rugido de los tanques y camiones fue sofocado por el estrépito de los aviones de caza que volaban a baja altura sobre el gran Ejército Helder, de cara al sol.
Best le hizo una seña a Feric.
—¡Adelante! —gritó Feric.
Best puso en acción el tanque, y con un fuerte brinco la máquina abrió la marcha, y la tierra se estremeció con el peso de los blindados helder que venían detrás. Hacia el este se elevaban columnas de espeso humo negro y llamas rojas, en un amplio frente, mientras los aviones pulverizaban las mezquinas fortificaciones de la frontera con Malax. Pocos momentos después, pudieron oírse los estampidos prolongados y sucesivos del bombardeo, a pesar del terrible estrépito de las orugas, las ruedas y los motores.
Los aviones continuaron pasando y maniobrando en el cielo, mientras Feric dirigía la maciza formación de acero a través de las colinas y los valles, destruyendo todo lo que se le ponía en el camino, y lanzando al aire una masa infernal de polvo que se extendía a ambos lados de la columna. Las bombas continuaron cayendo mientras la fuerza de ataque motorizada rezongaba y rugía, y la avalancha de hombres y acero se acercaba a la frontera. Feric tuvo la impresión de que estaba dirigiendo a sus tropas directamente hacia una muralla de nubes de humo y explosiones súbitas.
Cuando el tanque de Feric estaba a dos o tres kilómetros de ese terrible infierno, pudo oírse nuevamente el retumbo de los aviones mientras ola tras ola de cazabombarderos helder viraban hacia el oeste, de regreso a las bases, luego de descargar sus bombas.
Pocos minutos después, las fuerzas helder cruzaban la frontera con Malax, internándose en un paisaje surrealista de destrucción.
—Así debió de parecer a los Antiguos la superficie de la luna —murmuró Best.
Feric asintió. Hasta donde él podía ver, la tierra estaba abierta y desgarrada por grandes cráteres humeantes, sembrada de afilados fragmentos de árboles, roca y metal; cada centímetro cuadrado de terreno parecía revuelto y volcado, como si un arado gigantesco lo hubiese preparado para la siembra. Las humaredas densas y acres tenían un olor químico, completando la ilusión fantasmagórica. De la chusma de Malax no quedaba nada excepto unas manchas rojas aquí y allá.
—¡La fuerza aérea ha trabajado bien! —exclamó Best.
—Sí, Best —dijo Feric—, se ha iniciado una nueva era en la historia de la guerra: el rayo que cae del cielo, luego del ataque irresistible de los blindados; los dos poderosos puños de acero que se cierran coordinadamente.
—¡Parece que uno solo de los puños bastó para liquidar a Malax, Comandante!
Feric sonrió ásperamente, pero sabía muy bien que las grandes hordas de Zind no serían eliminadas con tan absurda facilidad. Antes que transcurriese mucho tiempo, este nuevo estilo de guerra que él había desarrollado sería sometido a una prueba definitiva. Imaginaba con fruición el momento en que el poder aéreo y los blindados de Heldon caerían sobre las fuerzas de Zind: un enemigo más digno del inmenso poder destructivo que ahora él comandaba.
La ofensiva a través de Malax fue para Feric un aburrido ejercicio; solamente colinas onduladas, bolsones de jungla irradiada y cancerosa, más extensos a medida que el Ejército avanzaba hacia el este; campos de cosechas patéticamente raquíticas, a veces vacunos de seis patas o cerdos deformes con manchas repugnantes en la piel, y aquí y allá unas pocas chozas de barro hediondo. No encontraron resistencia organizada; más aún, ni siquiera pudieron ver a los malaxios, pues la nube de polvo que levantaba el Ejército Helder bastaba para dispersarlos mucho antes que apareciese el tanque de Feric.
Los servicios de inteligencia habían indicado que una modesta fuerza de Zind ocupaba las regiones orientales de Malax; Feric confiaba en que estos Guerreros serían los primeros en calmar la viva sed de combate que acosaba a los helder. La resistencia sería sólo pasajera, por supuesto, pero al menos podía esperarse que los Guerreros se aferrarían al terreno, y que lucharían hasta el fin.
De modo que todos se sorprendieron un poco cuando el primer contacto con las fuerzas de Zind provino del aire.
El tanque de Feric había llegado a una zona que estaba a unos cien kilómetros de la frontera con Zind; aquí los parches de jungla irradiada eran más espesos y extensos que el terreno libre. Durante una hora toda suerte de monstruos había huido de la jungla cancerosa, mientras los lanzallamas de los tanques incendiaban aquellas cloacas de putrefacción genética: aves cuadrúpedas sin plumas y carcinomas goteantes en vez de picos; obscenidades alargadas que arrastraban órganos pulsátiles, sabuesos purulentos, cerdos y manadas de minúsculos horrores de distinto tipo que podían ser comadrejas o topos deformes, o quizá mestizos de todas esas especies.
Nadie se asombró pues cuando Best señaló unos veinte puntos que volaban hacia el Ejército Helder, viniendo del este.
—Sin duda algún tipo horrendo de ave mutada —observó Feric, y no prestó mucha atención, pues las criaturas parecían pequeñas y lentas. Pero pocos minutos después Feric descubrió que en vez de pequeñas y lentas, las aves eran veloces y enormes, pues de pronto aparecieron volando sobre el tanque.
—¡Qué horrores repugnantes! —exclamó Best. Un comentario que por lo demás podía considerarse moderado. Las criaturas tenían unas alas enormes, de quince metros de envergadura, y el tejido era mucilaginoso y traslúcido, extendido sobre una estructura de huesos delgados. Bajo las alas se veía un vestigio de torso, cubierto también de tejido mucilaginoso y traslúcido, aunque podían verse claramente los órganos internos, palpitantes. Las aves no tenían cabeza ni otros apéndices, salvo unos enormes sacos distendidos que colgaban a los lados del cuerpo.
Cuando los monstruos pasaron sobre el tanque de Feric en formación cerrada, se abrieron varios esfínteres en la base de los sacos, y sobre los tanques que estaban inmediatamente detrás de Feric comenzaron a caer unos chorros de un repugnante fluido verde. Cuando esta lluvia pútrida tocó el revestimiento blindado de los tanques, unas densas nubes de un humo amarillo y nauseabundo se desprendieron del metal.
—¡Fuego! —exclamó Feric. Él también levantó la escotilla, elevó el caño de la metralleta, y disparó contra uno de aquellos horrores, abriendo veintenas de orificios en las membranas viscosas. Instantáneamente y sin ruido, la criatura plegó las alas, y los grandes sacos estallaron como pústulas, bañando uno de los tanques con una lluvia acida, antes que la cosa cayese a tierra y fuese destrozada por las orugas de veintenas de tanques que avanzaban detrás. La máquina que había estado bajo el monstruo pareció disolverse en una columna de humo ardiente.
—¡Prueben el lanzallamas! —ordenó Feric a su propia tripulación, mientras él continuaba disparando con la metralleta, y derribaba a otro de los monstruos, pero perdiendo un tanque más. Apenas impartió la orden, el aire se llenó de balas de ametralladora; otras seis criaturas estallaron y cayeron, destruyendo cuatro tanques.
Un momento después, una lengua de fuego anaranjado brotó del lanzallamas en la torrecilla del tanque de Feric, y bañó en fuego de gasolina a una de aquellas cosas aladas. La monstruosa criatura se convirtió en ceniza negra antes de llegar al suelo, y los sacos de ácido estallaron en el aire.
Al ver esto, los Comandantes de los otros tanques recurrieron también a los lanzallamas, y derribaron otros siete artefactos antes que los monstruos restantes virasen bruscamente como una bandada de gansos, cobraran altura y volaran hacia el este, de donde habían venido.
—¡Comandante! —gritó Best, señalando un punto a gran altura, a unos ciento cincuenta metros sobre la formación de monstruos que se alejaba poco a poco. Era una criatura parecida a las otras, pero en lugar de sacos de ácido llevaba una especie de canasta de metal, en la que alcanzaba a verse claramente una forma humanoide.
—¡Un dom! —exclamó Feric—. ¡Por supuesto! ¡Tenía que haber un dom controlando a esas bestias! —Gritó en el micrófono—: ¡Fuego! ¡Hay un dominante en ese canasto, allá arriba, y se escapa!
Inmediatamente el aire se pobló de granadas de cañón, lenguas de fuego y una lluvia cerrada de balas de ametralladora; pero todo fue inútil. La cosa volante estaba fuera del alcance de los disparos, salvo los de cañón; y como las granadas no tenían espoletas de proximidad, la posibilidad de acertar era escasísima.
Luego de unos instantes de esta gigantesca cortina de disparos, Feric vio que lo único que conseguían era malgastar munición, y ordenó que se suspendiera el fuego.
—Bueno, hemos destruido bastantes de esas cosas, Comandante —dijo Best, un tanto desalentado, mientras las criaturas volantes se convertían de nuevo en puntos sobre el horizonte.
—Pero no a la que importaba, Best —dijo Feric—. No cabe duda de que fue un ensayo de ataque, más que una ofensiva en serio. Ahora, el dom informará sobre la presencia de nuestro Ejército.
—Lo que no mejorará la moral de esa gente —señaló entusiasmado Best.
Al oír esto, Feric se sintió reanimado. Best era un excelente compañero de lucha; ¡el muchacho siempre veía el aspecto positivo de las cosas!
Con todas las tropas en estado de alerta, Feric avanzó más hacia el este, en dirección a la frontera. Las fuerzas de Zind apostadas allí estarían ya perfectamente prevenidas, listas para entrar en combate; y pocas horas más tarde la enorme horda zind en el norte sería informada de la verdadera situación, y se pondría en marcha hacia el sur. Evidentemente se aproximaba una gran batalla; era esencial que se librara lo más al norte que fuera posible, y dentro del territorio mismo de Zind.
De modo que Feric desvió la marcha ligeramente hacia el norte; una vez destruidos los defensores de la frontera, podría penetrar varios centenares de kilómetros en Zind, hacia Bora, donde la maciza horda zind destacada en el norte trataría de bloquear el avance. No perdería tiempo ocupándose de las fuerzas de Zind en la frontera con Malax; cada hora perdida determinaría que la gran batalla se librase más lejos de la capital. Como no quería dejar nada librado a la casualidad, Feric ordenó una incursión aérea de cincuenta aviones que allanaría el camino hacia el interior de Zind, tapizándolo con los cuerpos y los equipos destrozados de los defensores.
Media hora después, diez formaciones en V de esbeltos cazabombarderos negros pasaron sobre el Ejército Helder, inclinaron las alas en un gallardo saludo, y enfilaron hacia el este, volando sobre las colinas cubiertas de repelente jungla irradiada. Antes que los aviones hubieran desaparecido sobre las colinas, se oyeron unos silbidos agudos y una descarga de granadas estalló entre columnas de tierra y humo, a unos doscientos metros frente al tanque de Feric.
—¡La artillería de Zind! —exclamó Best.
Feric alzó los ojos hacia el este, y vio un minúsculo punto negro en el cielo. Inmediatamente llamó por radio al Comandante de los aviones.
—¡Sobre nosotros hay un observador de Zind! Envíe un avión que lo derribe. Y que otro transmita la posición de la horda zind a nuestros artilleros.
—¡Enseguida, Comandante! ¡Hail Jaggar!
Otra salva de granadas frente al tanque, esta vez varias decenas de metros más cerca. Luego, sobre el horizonte, Feric vio un punto negro y brillante que venía del este. Otra andanada, todavía más cerca, bañó de tierra y piedras la armadura del tanque de Feric. El minúsculo punto negro se convirtió rápidamente en un esbelto cazabombarderos negro de las fuerzas helder; el aparato cobró altura, y luego cayó casi en línea recta sobre el aviador de Zind. Feric alcanzó a ver el chisporroteo anaranjado de las ametralladoras del avión; y luego, el molesto aparato zind se ladeó y cayó como una piedra. El cazabombarderos voló a baja altura sobre el Ejército Helder, saludó con una elegante maniobra, y dando media vuelta regresó hacia el este.
Una descarga de granadas de la artillería de Zind batió el terreno, sin provocar daños, a casi doscientos metros del tanque de Feric.
—Ahora, Best, los artilleros de Zind están ciegos —dijo Feric—. Aumente nuestra velocidad unos diez kilómetros por hora, y desviémonos cinco grados hacia el sur; esos cerdos seguirán disparando a un fantasma.
Un momento después, el observador de la artillería helder estaba en el aire transmitiendo coordenadas. Sobre una altura lejana, Feric alcanzó a ver unos relámpagos que iluminaban el cielo, y columnas de humo, mientras los aviones helder bombardeaban al enemigo.
Y luego, el universo mismo pareció temblar, cuando los setecientos cañones de los tanques helder dispararon a la vez. La andanada era como la cola ardiente y acerada de un cometa que surcaba el espacio hacia el este. Un momento después, más allá de las colinas, el cielo se convirtió en una dilatada aurora de llamas anaranjadas y espeso humo negro. Enseguida se oyeron unos tremendos estampidos, que el rugido gigantesco de una nueva andanada apagó inmediatamente.
Disparando casi una vez por minuto, los tanques helder avanzaron a ochenta kilómetros por hora, arrasando la jungla irradiada, y aplastando con las orugas la hierba de color celeste, como un monstruo irresistible de fuego, músculo y acero, destrozando todo lo que encontraba y dejando detrás un paisaje desolado. Poco después Feric subía a la última loma; de pronto, los Guerreros de Zind aparecieron en el valle.
Esta horda zind ya había soportado un duro castigo. La cresta en el extremo opuesto del valle era una masa humeante de chatarra, tanques y plataformas de artillería. En el valle mismo había unos diez mil Guerreros, ordenados en filas, destinados a enfrentar el avance helder. La parte principal de estas repulsivas criaturas era una pila de fragmentos ensangrentados que manchaba de rojo el grisáceo paisaje lunar de agujeros de granadas y cráteres de bombas. En cuanto al resto de los gigantes, de tres metros de altura, la mayoría erraba sin objeto de aquí para allá, disparando al aire los rifles, manchándose entre ellos con una acre orina amarilla, huyendo, pegando y gimiendo; en el fondo del valle se amontonaban los restos calcinados de docenas de vagones, donde los dominantes eran ahora sólo unos cuerpos chamuscados.
Un último grupo de bombarderos en picada voló sobre el valle, descargó sus bombas en medio de una formación de Guerreros desnudos, volvió a subir, y se unió a sus camaradas, que retornaban a las bases de Heldon. Una de estas bombas dio de lleno en uno de los vagones artillados todavía intactos, y destrozó el vehículo y al dom que lo ocupaba. Inmediatamente, los Guerreros formados alrededor rompieron filas, y comenzaron a correr en círculos, chocando unos con otros, golpeándose y disparando los rifles, defecando, babeando y gruñendo.
Cuando el vasto Ejército de Tanques Helder negros y rojos descendió hacia el valle, los cañones dispararon a quemarropa, y miles de gigantes descerebrados volaron por el aire y cayeron a tierra como una lluvia rojiza de huesos y entrañas. Luego de otras dos devastadoras andanadas, Feric llevó a sus tropas hacia el centro de una hirviente nube de polvo, tierra, restos y carne. Las ametralladoras traquetearon, y los lanzallamas volcaron sobre el enemigo chorros de gasolina ardiente.
Feric oprimió el disparador y lo mantuvo así mientras la ametralladora saltaba y gritaba como una cosa viva. En ese caos infernal no había blancos precisos. El tanque navegaba en un
vasto mar de enormes criaturas desnudas de cabezas minúsculas, casi sin rostros, y miembros como troncos de árboles. Esos monstruos disparaban salvajemente los rifles, descargaban los grandes garrotes sobre todo lo que se moviera, pretendían clavar las garras en los cuerpos de los otros Guerreros, y aun en las armaduras de los tanques, y escupían y maullaban. Era cómo zambullirse en un enorme nido de víboras enfurecidas.
El muro de tanques avanzó sobre este inmenso rebaño de protoplasma sin cerebro, cocido en roña, alborotado, desplazándose detrás de un río de llamas y un repiqueteo continuo de ametralladoras. Los Guerreros ardían como altas velas, gritando y orinando, y propagando el fuego a sus propios camaradas, saturando el aire con el hedor dulzón de la carne asada. Como espigas segadas, las pútridas criaturas caían ante el fuego concentrado de los tanques, y se convertían en una pulpa espesa bajo las orugas de acero de las máquinas helder.
Cinco minutos después, el tanque de Feric había llegado a la cima, en el extremo opuesto del valle; la enorme falange lo seguía de cerca. Detrás quedaba una vasta hondonada humeante, con los cuerpos aplastados, destrozados y quemados de diez mil Guerreros: una inmensa masa sanguinolenta, molida y apilada en el paisaje salpicado de cráteres. La interminable columna de motocicletas que venía detrás de los tanques no tuvo necesidad de llevar a cabo operaciones de limpieza. Los diez mil Guerreros zind que cuidaban la frontera con Malax se habían convertido en una inmensa montaña de huesos pulverizados y entrañas malolientes, gracias al abrumador poder de la fuerza aérea y de los blindados helder.
Best se volvió hacia Feric, los ojos azules brillantes.
—Mi Comandante —dijo—, este es el momento más grande de mi vida. ¡Haber luchado con usted en esta magnífica y gloriosa batalla!
Feric oprimió el hombro del joven.
—Esto no es nada comparado con lo que nos espera —dijo. De todos modos estaba entusiasmado viendo cómo el poder armado de la Esvástica había entrado al fin en Zind, anunciando un triunfo glorioso y categórico.
La zona rural de Zind era un paisaje de pesadilla. Los dilatados y pútridos parches de jungla purpúrea, que se extendían aquí y allá como informes carcinomas amebianos, alternaban con fragmentos de roca blanqueada y tierra venenosa, donde no podía crecer ni siquiera la vegetación más deforme y envilecida. Aquí y allá se veían campos de pasto gris o irrisorias plantas mutadas, ya irreconocibles, y que se arrastraban desesperadamente procurando medrar en el desierto reseco y en la jungla hedionda.
En esas patéticas granjas vivía una chusma abigarrada, del tipo de los campesinos de Borgravia y de Wolack, felizmente extinguidos: pieles azules, caras de loro, enanos retorcidos, gigantes fusiformes, humanoides de piel cancerosa, hombres sapos; es decir, el habitual y horroroso surtido de mutantes. Pero a diferencia de la turba campesina de los territorios conquistados, los esclavos de Zind se resistían inútilmente, tratando de rechazar a la máquina helder con hoces, garrotes, piedras, y a veces armas de fuego. No cabía duda de que cada granja estaba sometida a un dominante lugareño; la chusma mutante se arrojaba bajo las orugas de los tanques obedeciendo a una orden psíquica, y no por propia voluntad. Pero todo era inútil, pues las tierras agrícolas y la jungla irradiada que estaban al alcance del enorme Ejército fueron purificadas por las llamas; la fuerza helder penetró en las regiones occidentales de Zind central dejando atrás una estela de fuego de quince kilómetros de ancho y más de cien kilómetros de largo, y que ardía como el eje de una inmensa flecha flamígera detrás de la aguda punta de acero.
Durante toda la tarde y hasta bien entrada la noche, el Ejército Helder se adentró en Zind sin encontrar oposición seria. La horda zind destinada a defender el área era una masa exangüe a retaguardia, en el sector que la infantería helder estaba ya pacificando. En verdad el límite de Heldon era ahora la proa del tanque de Feric, que se internaba en el territorio de Zind a setenta kilómetros por hora.
Los aviones de exploración habían informado que no había nada importante entre el Ejército Helder y la gran horda de Zind, a unos ciento cincuenta kilómetros al norte. Esta fuerza enemiga estaba desplazándose hacia el sur para atacar en un amplio frente a los conquistadores. Feric estimaba que la gran batalla comenzaría poco después del alba, a unos seiscientos cincuenta kilómetros, en un círculo dentro de Zind, y a ochocientos kilómetros de Bora; al amanecer llevaría sus tropas hacia el norte, para afrontar el contraataque de Zind.
En el norte, ola tras ola de aviones helder procuraban contener el avance de la horda zind. Los pilotos habían informado que esta gigantesca fuerza era casi diez veces superior al enorme Ejército Helder. Aunque los aviones helder habían destruido a todos los bombarderos zind, y de hecho dominaban el cielo, grandes formaciones de aves mutadas planeaban aún sobre la horda, como enjambres de enormes insectos venenosos. Además de los Guerreros ya conocidos, los vagones artillados y los aviones, los aparatos de exploración habían identificado varios centenares de tanques, artillería arrastrada por Peones, y grandes masas de Guerreros que parecían un poco distintos de la variedad común. En verdad, las huestes de Zind se desplazaban con una fuerza sin precedentes; de la futura batalla dependería el porvenir definitivo del mundo.
Los primeros rayos del alba iluminaron un paisaje espectral. Allí solamente crecían parches ralos y pútridos de jungla irradiada. En la tierra estéril y contaminada se habían excavado numerosos estanques, repletos de un limo pegajoso, verde grisáceo, producido seguramente para forraje de los esclavos. El hedor de cloaca de estos estanques era abrumador. Entre ellos se levantaban toscos corrales de madera, donde se guardaba una repulsiva variedad de ganado genéticamente deforme: cerdos de piel manchada, sin patas, arrastrándose en el barro como gigantescos y pálidos gusanos; vacunos de seis patas con vestigios de cabezas y aparatos excretores que desprendían un humor pardo verdusco; cabras purpúreas y peladas, que arrastraban por el barro unas grandes ubres de color azul, y gallinas con un revestimiento pegajoso de mucosidad verde, en lugar de plumas.
Los esclavos que trabajaban en este pervertido travestismo de la vida agrícola concordaban perfectamente con el medio; Feric nunca había tenido la desgracia de ver un grupo más asqueroso de mutantes. ¡Aquí los caras de loro, los hombres sapos y los enanos hubieran parecido modelos de virtud genética! Abundaban las criaturas desprovistas de piel, cubiertas de una exudación rojiza, y de vasos sanguíneos visibles, azulados y pulsátiles, y los bípedos verdes de inexpresivos ojos de insecto y brazos que terminaban en racimos de tentáculos. También había mutantes deformes, de piel de batracio y labios gomosos, y unas masas ambulatorias de vello negro y espeso que sólo permitía ver los ojos enrojecidos y las bocas babeantes.
A pesar de la importancia del tiempo, Feric aminoró la rapidez del avance helder para asegurar que todas estas abominaciones fueran destruidas, quemadas o aplastadas por las orugas de las máquinas, y que los estanques donde se producía el limo pútrido fueran volados con explosivos purificadores.
Sólo cuando su tanque salió de este paisaje fantasmagórico, entrando en una llanura ondulada de grisácea y estéril desolación, Feric se sintió otra vez limpio.
—Apenas puedo creer que tales horrores existan aun en Zind —dijo a Best—. ¿Cómo es posible que los propios dominantes lo soporten?
Best estaba pálido, y le temblaban los labios.
—No puedo imaginarlo, Comandante —dijo con expresión sombría—. Todo el cuerpo se me rebela ante este espectáculo nauseabundo.
—¡Basta ya! —dijo Feric—. Terminemos de una vez con esta basura. ¡Best, vamos al norte! ¡Es hora de enfrentar la putrefacción de Zind con todo el poderío del Ejército Helder!
Poco después el horizonte del norte se incendió con llamas anaranjadas en un amplio frente, y un inmenso manto de polvo y denso humo negro apareció suspendido sobre las muertas colinas grises, como una monstruosa nube de tormenta, iluminada por el constante centelleo de las bombas. Sin duda la horda zind había visto la nube de polvo del Ejército Helder que se aproximaba; las dos máquinas de destrucción se enfrentaban al fin.
Mientras la muralla de los alindados helder se arrojaba sobre la horda zind, un avión de observación transmitía constantemente coordenadas actualizadas, y la tierra temblaba con el rugido de los cañones, y una oleada tras otra de granadas explosivas surcaba el cielo y caía sobre el enemigo. Las granadas de la artillería de Zind golpeaban el centro del Ejército Helder, desintegrando los tanques en súbitos estallidos de llamaradas y fragmentos de metal, lanzando al aire partículas de motocicletas pulverizadas. Ahora, los cazabombarderos helder se distinguían claramente sobre la línea del horizonte, descendiendo a la velocidad del rayo, soltando su carga mortífera y subiendo de nuevo, fuera del alcance de las explosiones. Centenares de estas máquinas extraordinarias llenaban el cielo, se zambullían, y volvían a subir, sembrando la muerte en las filas enemigas, como águilas vengadoras.
—¡Aquí están, Best! —gritó Feric, cuando vio por primera vez al enemigo. Por el norte apareció una enorme bandada de casi un centenar de monstruos volantes, las alas membranosas relucientes, con una docena de aviones helder que los perseguían de cerca, disparando sus ametralladoras. Unos instantes después la batalla aérea se libraba directamente encima de las tropas. El ácido se derramaba de los sacos hinchados de las criaturas, transformándose en nubes de humo amarillo donde tocaba el metal de los tanques. Los monstruosos artefactos se retorcían y estallaban en el aire, despedazados por las balas de los aviones helder.
Pero no había tiempo para contemplar la batalla aérea, pues casi enseguida la gran horda de Zind apareció marchando en orden cerrado, hacia las Divisiones Blindadas Helder; Best ahogó un grito que era casi de terror.
El Ejército de Zind ocupaba todo el campo visual de Feric, de este a oeste,, y cubría la desolación gris hacia el norte, hasta donde alcanzaba la vista. Una línea de batalla de Guerreros gigantescos y musculosos, apoyados por filas de reserva que parecían literalmente infinitas, se acercaba sobre un frente tan ancho que no tenía extremos; en esta primera línea de gigantes de tres metros de altura se intercalaban tanques verdes no muy distintos del modelo helder. Detrás del frente, millares de vagones artillados avanzaban arrastrados por Peones, en medio de un mar sólido de Guerreros que se desplazaban con esa sobrecogedora uniformidad de las tropas de Zind. A lo lejos, apenas visibles a retaguardia, detrás de la artillería y los camiones y los tanques de vapor había enormes enjambres de Guerreros que parecían moverse con cierta casual simultaneidad, como un ejército de hormigas. Sobre esta monstruosa horda, el cielo estaba poblado de aviones helder y artefactos de Zind, y unas espesas nubes de hirviente humo negro se alzaban por doquier. Algunos sectores de la horda eran enormes infiernos llameantes; un gran número de Guerreros saltaba y corría irreflexivamente en la retaguardia. De los vagones artillados, los tanques, los aviones y la artillería brotaba una cortina permanente de granadas que a tan corta distancia alcanzaban de lleno a los tanques helder.
Cuando los dos ejércitos se acercaron a cien metros uno del otro, Feric vio que el rostro de Best era una máscara rígida y decidida. —¡Sepárense! —ordenó a los Comandantes de los tanques. Los huecos entre los tanques helder se ampliaron, y en ellos se volcaron las nutridas Divisiones de Motociclistas. Feric apretó el disparador y rugió—. ¡Fuego a discreción! —mientras su propia arma lanzaba una granizada de balas a las huestes enemigas. Los tanques apuntaron bajo, y enviaron una última serie de disparos hacia la primera fila de la horda zind, levantando una avalancha de tierra, carne y fragmentos de metal.
Enseguida los dos ejércitos chocaron, con un estrépito de cuerpos armados y metales. La táctica del Ejército de Zind no había cambiado, salvo que los enormes Guerreros que avanzaban en una ola tras otra ahora esgrimían metralletas. El muro de balas contra el que se arrojó el Ejército Helder rebotó en la armadura de los tanques, pero provocó graves bajas en las tropas de motociclistas, que se arrojaban velozmente al centro mismo del combate, arriesgándolo todo.
Los lanzallamas inundaron de gasolina ardiente a la horda zind; millares de Guerreros se convirtieron en antorchas aullantes, y siguieron así avanzando hasta caer destrozados por las ametralladoras helder, desesperadamente leales a las órdenes psíquicas de los doms, aun en esta agonía final.
Los tanques de Zind entraron en acción, disparando sus cañones directamente a través de sus propias tropas. Ametrallando sin pausa la sólida masa de autómatas protoplásmicos que tenía delante, Feric gritó otra orden:
—¡Fuego de cañón a quemarropa! ¡Destruyan a toda costa los tanques enemigos!
Los cañones de los tanques helder rugieron desafiantes; las granadas atravesaron las murallas de carne, despedazando a los tanques zind. Según parecía, en esos tanques viajaban los doms, pues grandes formaciones de horrendos Guerreros que estaban en la primera línea se convirtieron de pronto en repulsivos animales babeantes e indisciplinados, y corrieron en desorden de un lado a otro, acentuando el asombroso caos.
Feric se encontró aislado con Best en un universo intemporal y feroz, un mundo colmado de enloquecidos Guerreros que avanzaban disparando sus metralletas, desgarrándose las manos desnudas contra los blindajes de acero, convirtiéndose en una pulpa espesa y roja bajo las orugas de los tanques. El aire olía a carne asada y pólvora. El ruido era ensordecedor: ametralladoras, cañones, motores, gritos, gruñidos, gemidos y alaridos. A Feric le parecía que la ametralladora era una prolongación de su propio cuerpo; como si las balas le brotaran de las entrañas en una corriente feroz, y sintiera luego cómo entraban en la carne de los Guerreros que caían ante él. Los temblores del tanque lanzado hacia delante le transmitían las sensaciones de los cuerpos aplastados bajo las orugas.
Echó una ojeada a Best; el joven héroe estaba pegado a los controles del tanque y a la ametralladora. Todo su rostro era una acerada mueca de decisión; los ojos azules mostraban un éxtasis feroz y férreo. Los dos hombres se miraron uniéndose en la comunión fraterna de la batalla, transfigurados en una aura roja allende el tiempo o la fatiga. A través del metal del tanque, el arma que ambos compartían, las almas de los dos parecieron tocarse y fundirse en esa comunión superior que era la voluntad racial. Todo esto ocurrió en una fracción de segundo: en verdad, no abandonaron un instante la sagrada tarea.
Los actos individuales de heroísmo de millares y millares de soldados helder se fundieron en una épica racial de sobrehumano fanatismo y gloria trascendente. Los Motociclistas SS con apretados uniformes de cuero negro se arrojaron sin vacilar sobre los cañones del enemigo, destrozando las piernas hediondas y peludas, aplastando a los Guerreros, y despachando con los garrotes a docenas de monstruos. Los tanques helder caían sobre las máquinas de Zind, las volcaban, y las incendiaban con los lanzallamas. Los bombarderos en picada sembraban la muerte sobre el enemigo; los aviones alcanzados por el fuego de Zind, deliberadamente se arrojaban sobre los tanques y los vagones artillados pereciendo en un brillante fuego de gloria. La infantería motorizada abandonaba los camiones y moría en la batalla, pero eliminando a la vez a muchos millares de Guerreros.
La fusión mística entre Feric, las tropas heroicas y la voluntad racial de Heldon era total; el Ejército Helder luchaba como un organismo que no se distinguía de la voluntad profunda de Feric Jaggar. Todos arriesgaban impetuosamente la vida; el temor y el cansancio eran desconocidos.
Lentamente, metro por metro, el Ejército Helder se abrió paso hasta el centro mismo de la gigantesca horda de Zind. Las primeras filas de Guerreros quedaron reducidas a un enorme rebaño de monstruos que vomitaban, gemían, escupían, defecaban, corriendo en fatal desorden, volcando los cuerpos enormes y desnudos sobre los tanques de acero, o echándose directamente sobre los caños de las armas helder, y matando a los helder y a sus propios camaradas con la misma indiferencia. Había llamas por doquier, y el aire era una gran nube de humo hediondo. Cada tanque helder, cada auténtico héroe humano, estaba cubierto por una espesa capa de sangre enemiga. Feric sintió que la voluntad racial le impregnaba el cuerpo, los músculos, y le brotaba por el caño al rojo vivo de la ametralladora. Él mismo no era más que un arma disparada por una entidad superior. Los centenares de tanques y los centenares de miles de hombres que convertían al enemigo en restos sangrientos eran extensiones de su propio ser —órganos, piernas, brazos—, así como él mismo era a su vez la expresión suprema de la voluntad racial de todo un pueblo. En conjunto, este vasto organismo era Heldon, la esperanza del mundo, la raza dueña del destino, abriéndose paso en las entrañas del repulsivo enemigo racial.
Durante la noche y el día siguiente continuó la increíble carnicería. Como parte del organismo comunitario de su Ejército, Feric sentía visceralmente que las fuerzas helder estaban abriéndose paso hacia el norte y el este, rumbo a Bora. Como verdaderos órganos sensoriales, los observadores aéreos informaban que los flancos oriental y occidental de la gran horda zind —pseudopodios envolventes de una gran ameba— estaban desbordando los dos extremos de la línea helder.
—Es difícil decir si nos están rodeando o si estamos dividiéndolos —observó Feric a Best.
—¡Mi Comandante, tengo a Waffing en la radio!
—Pásemelo por el circuito del tanque.
La voz profunda de Waffing llegó al tanque; como telón de fondo, Feric alcanzaba a distinguir los sonidos de la batalla. —Mi Comandante, hemos llegado a los yacimientos petrolíferos, y ya estamos combatiendo. Confío en que esta noche podremos anunciar la captura de nuestro objetivo.
—¡Buen trabajo, Waffing! —dijo Feric—. Ahora tengo que cortar. Como usted oirá, ¡aquí también hay bastante acción!
Feric pensó un momento luego de la llamada de Waffing. Quizá las maniobras de flanqueo del Ejército de Zind eran simplemente un intento de esquivar al Ejército de Heldon para ir a reforzar a las pequeñas y vapuleadas fuerzas que defendían los yacimientos petrolíferos. Si ese era el caso, había que impedir la maniobra a toda costa.
Dominando sus propios instintos combativos, Feric se volvió a la radio y ordenó que las fuerzas helder se redistribuyeran en posiciones defensivas; era necesario establecer y mantener al sur de la horda zind una línea que no fuese desbordada ni rota. Había que contener a la horda hasta que Waffing completara su misión, uniéndose con el cuerpo principal del Ejército Helder.
Detrás de una cortina de tanques y motocicletas, la infantería helder se atrincheró en un amplio frente de un kilómetro y medio que se alargaba hacia el sur. Se instalaron ametralladoras, cañones y obuses, se apostaron morteros, se cavaron trincheras y posiciones individuales, y se consolidó cada extremo de la línea con una División de las Tropas SS más fanáticas. Una vez organizada la línea, los motociclistas se replegaron detrás de las fortificaciones, protegidos por los tanques, que fueron los últimos en retirarse, al amparo de una cortina de fuego creada por sus propios cañones y ametralladoras.
Una vez terminadas estas maniobras, y cuando su propio tanque estuvo al abrigo de un túmulo de tierra, Feric se detuvo a estudiar la situación estratégica. Espiando por la escotilla abierta del tanque, vio que la horda de Zind no había intentado perseguir al Ejército Helder en retirada, pues la primera línea de Guerreros era un desastre caótico. Aún a esa distancia podía verse el sólido muro de cadáveres destrozados y ensangrentados que se extendía hacia el norte, a lo largo de la línea de batalla, en un ancho de varios kilómetros. Muy pocos tanques zind continuaban en acción, y los bombarderos en picada estaban despachándolos. Detrás de la masa de muertos había un ir y venir desordenado de Guerreros, como enjambres de insectos enloquecidos. Más allá de esta turba se extendía un mar infinito de fuerzas más disciplinadas. En cuanto a la artillería zind, había sido silenciada totalmente por la fuerza aérea helder, que también había limpiado el cielo de alimañas protoplasmáticas.
Los motociclistas y la infantería helder habían tenido muchas bajas, pero la artillería estaba prácticamente intacta; a lo sumo se habían perdido unos cincuenta tanques, y la fuerza aérea conservaba todo su poder. Se había gastado mucha gasolina y abundantes municiones —no en vano, ciertamente—, pero ese problema se resolvería tan pronto llegaran los refuerzos de Waffing.
—La tarea actual es evidente —dijo Feric a Best—. Hemos de sostener a toda costa esta posición hasta que lleguen las tropas de Waffing.
La reacción de Best no fue entusiasta, ni mucho menos.
—Prefiero avanzar contra el enemigo, sin que importen los riesgos, antes que mantener una línea defensiva, por segura que sea —dijo Best.
Feric no tuvo más remedio que asentir; pensaba lo mismo, y tal era la actitud propia de un soldado helder. De todos modos, el bien de la Patria exigía a veces que se dejaran de lado los deseos más caros. También era indudable que las tropas no se sentían muy felices ante la idea de recurrir a una táctica defensiva. Era necesario hacer algo que levantara la moral. Feric abandonó el tanque, se puso un uniforme limpio y una inmaculada capa escarlata, e inspeccionó las líneas en la motocicleta negra y cromada de un héroe SS caído, acompañado de Best que montaba otra motocicleta. Mantenía el Cetro de Acero siempre a la vista, con el grueso eje plateado y el robusto cabezal recién lustrados, brillantes a los rayos del sol.
Aunque estas tropas habían combatido con implacable ferocidad durante casi dos días, sin un momento de descanso, todos esperaban el momento de enfrentarse otra vez con el enemigo. Este vivo anhelo era claramente visible en las miradas de fanática decisión, en el cariñoso cuidado con que limpiaban las armas, en el espíritu marcial de los saludos, en el entusiasmo con que gritaban —¡Hail Jaggar!— y en los vivas espontáneos que se elevaban cada vez que la artillería helder disparaba una andanada mortífera.
Hacía apenas media hora que Feric estaba recorriendo las líneas cuando se advirtió un amplio movimiento de avance en toda la vanguardia de las tropas de Zind.
—¿Qué pasa, mi Comandante? —preguntó Best.
—Parece que de nuevo saciaremos nuestra sed de lucha —dijo Feric. Olas tras olas de Guerreros se abrían paso entre las pilas de cadáveres de sus propios compañeros, atravesando la tierra de nadie, acercándose a las líneas helder, y disparando las metralletas.
Feric cargó su propia metralleta; a lo largo de la línea fortificada, los cañones de los tanques y las piezas de artillería apuntaron al enemigo que avanzaba como un océano, cruzando la tierra de nadie. Enseguida una descarga de granadas diezmó a las criaturas, mientras una interminable sucesión de bombarderos sembraba de bombas las formaciones de retaguardia.
Muy pronto la gran horda estuvo al alcance de las ametralladoras y los lanzallamas.
—¡Fuego! —rugió Feric.
Centenares de miles de ametralladoras dispararon simultáneamente a lo largo de la línea helder. La primera fila de Guerreros voló literalmente por el aire. La fila siguiente corrió la misma suerte, mientras las tropas helder continuaban descargando ardientes masas de plomo; la tercera fila recibió un fuego graneado. Pero entre tanto, la fuerza de Zind avanzaba inexorable sobre los cuerpos caídos de sus camaradas, directamente hacia las bocas de las armas helder.
Mientras observaba cómo sus propias balas destrozaban a media docena de monstruos desnudos de ancho pecho, arrancando aquí y allá pedazos de carne, Feric advirtió de pronto que no había por ninguna parte vagones artillados.
—¡Best, estos no son Guerreros comunes! —exclamó. Las criaturas no avanzaban en la formación absolutamente precisa de costumbre. Además, las cabezas, aunque mucho más pequeñas que las normales de los humanos, eran bastante más grandes que los cráneos diminutos de los otros Guerreros; y las mandíbulas, y la boca tenían una conformación que inquietó profundamente a Feric. De pronto, los lanzallamas de los tanques oscurecieron el frente de ataqué de Zind con una marea de gasolina ardiente, y Feric pudo oír los alaridos, los gemidos y los aullidos terribles, por encima del trueno de las armas.
De esta cortina de llamas surgieron unas figuras chamuscadas que disparaban salvajemente las metralletas y llevaron la primera línea de Zind hasta unos setenta metros de las trincheras helder. Feric extrajo el Gran Garrote de Held, lo alzó por encima de su cabeza, y abandonando la protección de las fortificaciones aceleró la motocicleta y se arrojó sobre las masas de repulsivos gigantes. Con un gran clamor, cien mil SS y motociclistas del Ejército se precipitaron detrás de Feric. Millares de héroes cayeron instantáneamente, abatidos por las armas de los Guerreros. Feric sintió las balas que silbaban alrededor. Pero en pocos instantes la ola de motociclistas había alcanzado a los monstruos de Zind. Ahora, las armas de fuego eran inútiles, y había que apelar a los garrotes.
Feric se encontró en una selva de piernas enormes, sucias y velludas, y descargó el arma una y otra vez. El golpe sobrehumano del Gran Garrote destrozaba docenas de extremidades inmundas como si fueran queso podrido, y derribaba a veintenas de aullantes obscenidades que se retorcían en el suelo como serpientes decapitadas. Mientras aplastaba un cráneo tras otro, Feric observó que los ojos de estos monstruos eran como carbones ardientes, y que las bocas babeaban sangre, y que los dientes eran filosos como navajas.
Estas criaturas poco se parecían a los Guerreros que Heldon había enfrentado anteriormente. Cada una luchaba por su cuenta, y con el terrible frenesí de un gato salvaje enfurecido, oponiendo sin temor un cuerpo macizo a la férrea voluntad de los fanáticos helder montados en máquinas de acero.
Los enormes garrotes de los zind despedazaban por igual hombres y motocicletas, y de las repugnantes bocas sin labios brotaba una baba nauseabunda. Pero aunque los monstruos eran enormes y feroces, no podían compararse con los héroes sobrehumanos que luchaban acompañando al amado Comandante Supremo. Estos maravillosos ejemplares vestidos de gris o de cuero negro se arrojaban sobre criaturas dos veces más grandes, y lo hacían con un grito de batalla en los labios, los ojos azules ardorosos, y garrotes que caían como martillos del destino. Atacar a estos héroes raciales era como arrojarse a los dientes de una enorme sierra mecánica.
Un monstruo tras otro se abalanzó sobre Feric, y fue reducido a pulpa por el Gran Garrote de Held; pronto el eje del Cetro de Acero estuvo lubricado por una espesa capa de sangre, y unas manchas rojas cubrieron el lustroso cuero negro del uniforme de Feric. La lucha cuerpo a cuerpo pareció durar días, aunque no pudo prolongarse más de una hora. Feric ignoraba qué curso seguía la batalla, pues su universo estaba limitado por murallas sólidas de gigantes velludos, malolientes y babeantes, animados por una sed insaciable de verdadera sangre humana. Apenas estas criaturas atravesaban la barricada de cadáveres que Feric había apilado alrededor de su motocicleta, ya sentían la fuerza destructiva del Cetro de Acero. De todos modos, volvían a aparecer, como si las impulsara el absurdo y poderoso anhelo de morir cuanto antes.
Finalmente, Feric comenzó a advertir que el número de Guerreros estaba disminuyendo. Media docena de gigantes apartaban los cadáveres de sus camaradas, lanzando gritos inarticulados; Feric los abatió fácilmente. Un instante después, otros tres cayeron. Y luego hubo una pausa más prolongada, durante la cual nada ocurrió. Feric estaba solo en el interior de un gran cráter, cuyas paredes eran los cadáveres destrozados de cientos, quizá millares de enemigos.
Con hábiles golpes del Cetro de Acero, Feric abrió una senda en la pila de Guerreros muertos, y montando en la motocicleta salió del cráter.
Hasta donde podía ver, el campo estaba cubierto de cadáveres, casi todos de Zind; pero no pocos eran gallardos héroes helder que habían demostrado su verdadera devoción a la Esvástica. En medio de esta carnicería, decenas de miles de motociclistas helder mataban a tiros a los Guerreros heridos.
Desde varios centenares de metros, Ludolf Best se acercó a Feric en su motocicleta, gesticulando nerviosamente y lanzando alegres gritos al ver vivo y triunfante al Comandante Supremo. Cuando Best se aproximó a Feric gritando y agitando un brazo, llamó la atención de centenares de soldados helder, que comenzaron a lanzar grandes vivas y a agitar los garrotes, o a disparar las armas de fuego. En pocos momentos todo el campo de batalla supo que el Comandante Supremo vivía, y dónde estaba.
Más de cien mil héroes helder alzaron los garrotes ensangrentados, en el saludo partidario y rugieron —¡Hail Jaggar!— con una ferocidad y un fervor que empequeñeció todo lo que Feric había experimentado hasta ese momento.
Feric se apoyó sobre el costado de un tanque, al lado de Ludolf Best. La estrategia de los dominantes era obvia. Desde hacía dos días estaban enviando oleadas suicidas del nuevo tipo de Guerreros contra las posiciones helder; y cada ola había sido totalmente aniquilada, pero con elevado costo para el Ejército Helder desde el punto de vista del número de hombres, las municiones, y especialmente el combustible.
—No pueden superarnos en movilidad o poder de fuego —murmuró—. De todos modos, persisten en la misma táctica.
—Comandante —dijo Best—, no comprendo por qué no intentan una maniobra de flanqueo. Tendrían que rodearnos, es evidente, y evitar que las tropas de Waffing nos envíen combustible y municiones, ahora que los yacimientos petrolíferos ya han caído.
Feric sonrió ante la ingenuidad del joven.
—No, Best —dijo—, aun los dominantes saben que la velocidad superior de nuestros blindados y nuestro poder aéreo frustrarían cualquier intento de flanqueo. Por mi parte, sospecho que esperan destruirnos antes de que lleguen las fuerzas de Waffing.
—¡Qué estúpidos son si creen que pueden destruir al Ejército Helder! —exclamó Best.
Feric se mostró de acuerdo; en realidad, no tenía objeto inquietar al muchacho explicándole la verdadera situación. Los dominantes, disponían de una provisión ilimitada de protoplasma deforme. Después de dos días de terrible carnicería, las pérdidas helder eran muy graves. Veinte mil motociclistas y cuarenta mil hombres de infantería habían muerto inmolados en un supremo sacrificio. En las filas de los héroes fanáticos de los SS las pérdidas eran particularmente graves; un deterioro irreparable del caudal genético que apesadumbraba profundamente a Feric. Pero lo peor era que la magnitud y la ferocidad imprevistas de la lucha habían consumido enormes cantidades de municiones, y ya habían agotado prácticamente las existencias de combustible. Unos pocos ataques más, y todo el Ejército Helder se vería reducido a pelear exclusivamente con garrotes. ¡Era mejor que Waffing llegase pronto!
De todos modos; la moral del Ejército Helder no había disminuido en nada. En verdad, cuanto mayores las bajas, más cruel la ferocidad con que los auténticos humanos destrozaban a los Guerreros. Después de dos días, aún podía afirmarse que ni uno solo de los monstruos de Zind había logrado acercarse a las trincheras helder. Más aún, las tropas de Waffing estaban a pocas horas de distancia, con grandes cantidades de municiones y una provisión ilimitada de gasolina.
¡Al fin y al cabo, mal podía decirse que la situación fuese insostenible!
De pronto Feric advirtió que Best había estado mirándolo un poco inquieto mientras él cavilaba.
—¿Algo no funciona, mí Comandante?
—¡No, Best, todo está bien! ¡Inspeccionemos las tropas! Mientras trepaba por una pequeña loma montado en su motocicleta, luego de aceptar los saludos fervientes de un fatigado pero entusiasta batallón de motociclistas SS, Feric advirtió uña gran conmoción en la masa de la horda zind, a más de un kilómetro, en el norte. Best frenó a su lado, y los dos hombres miraron a través de la desolada tierra de nadie el vasto mar de carne mutada que de pronto parecía haberse galvanizado, iniciando un frenético movimiento, como un gigantesco enjambre de hormigas guerreras.
—¡Toda la horda está en marcha! —exclamó Feric—. ¡Es el ataque definitivo a nuestras posiciones!
Best esbozó una amplia sonrisa; los ojos se ¡e encendieron como carbones azules, y pareció irradiar una fuerza heroica casi mística. Feric comprendía al muchacho, pues los últimos vestigios de su propia fatiga se habían esfumado de pronto barridos por una ola de fiera alegría. Al fin había llegado el momento culminante: el pueblo helder enfrentaría al Ejército de Zind en una batalla a muerte, tremenda y definitiva, por la propiedad de la tierra. ¡Comandar las fuerzas de la verdadera humanidad en este Armagedón final era la máxima gloria a la que podía aspirar un hombre!
Pocos instantes después, los soldados helder distribuidos a lo largo del frente advirtieron el movimiento de la horda zind, y de la tropa se elevó un gran clamor espontáneo. Sin que nadie diera una orden, se encendieron los motores de las motocicletas, los tanques se prepararon, y la tropa de héroes se puso de pie, los ojos brillantes, las armas prestas. Un clamor masivo de —¡Hail Jaggar!— estalló al principio con cierto desorden, y luego se fundió disciplinadamente en la voz racial de la propia Heldon, que proclamaba su odio y su desafío. Ya no podía pensarse en mantener a un solo hombre en la reserva; ningún verdadero helder hubiera aceptado en silencio semejante deshonor.
Feric desenfundó el Gran Garrote de Held, el foco objetivo de la voluntad racial, el arma mística, y lo alzó en el aire. Enseguida encendió el motor de la motocicleta, cambió una última mirada con Best, apuntó desafiante con el Garrote al enemigo que avanzaba, y lanzando un salvaje grito de guerra llevó al combate a las huestes de Heldon.
Ya de nada servía preocuparse por el combustible o las reservas de municiones; el inmenso Ejército Helder avanzó tras una cortina de llamas y una muralla sólida de granadas de artillería y fuego de ametralladoras. Inspirados por el conmovedor espectáculo que se desplegaba en tierra firme, los pilotos de los bombarderos en picada redoblaron la velocidad y la ferocidad de sus ataques, descendiendo hasta treinta o cuarenta metros de las minúsculas cabezas de la horda, con las ametralladoras escupiendo fuego, y soltando bombas explosivas o incendiarias, para remontar vuelo inmediatamente y zambullirse otra vez y castigar al enemigo hasta agotar las municiones. La horda de Zind avanzaba en línea recta, internándose en un infierno de balas, explosiones y llamas; cada metro de terreno fue pagado con los cuerpos destrozados de millares de Guerreros.
Cuando la motocicleta de Feric llegó a poco más de cincuenta metros del hervidero de Guerreros, los cañones de los tanques helder enmudecieron, y los lanzallamas se apagaron, pues habían consumido las últimas gotas de la preciosa gasolina de las reservas. De todos modos, el extraordinario poder de fuego de casi doscientas mil ametralladoras helder aún alcanzaba para destrozar las oleadas de Guerreros apenas pasaban a ocupar la vanguardia. Las balas de las ametralladoras zind silbaban alrededor de Feric, cuando dirigió a su Ejército en el último tramo que los separaba del enemigo; pero él nada temía; al contrario, tenía la absoluta y férrea convicción de su propia invulnerabilidad; él era Heldon, él era el instrumento del destino, él era la Esvástica, y nada podía dañarlo.
Casi enseguida se zambulló en un mundo de desequilibrados aullantes y boqueantes, que echaban espuma roja por la boca, y descargaban enormes garrotes de acero, preocupados únicamente de destruir al menos a un hombre verdadero antes de perecer.
Avanzando lentamente, Feric descargaba con ritmo regular el Gran Garrote de Held —derecha, izquierda, derecha— sin errar un solo golpe, sin ofrecer a los Guerreros de ojos enrojecidos la más mínima oportunidad de alcanzarlo. Con cada golpe, destrozaba a una veintena de Guerreros, de cuyos cuerpos se desprendían entrañas y pegajosos intestinos verdosos. A veces, la sangre que bañaba el pulido eje del arma mística era una capa espesa que le corría por el brazo y bautizaba el inmaculado cuero negro de su uniforme con los jugos vitales del enemigo.
Mirando a un costado, Feric observó que Best estaba muy cerca, y que golpeaba a los Guerreros en una actitud de abandono total y extático, los ojos ardientes de fanatismo abnegado e implacable. Junto a Best, los altos y rubios motociclistas SS avanzaban en una línea continua, arrojándose sobre el enemigo con coraje sobrehumano y verdadero empuje helder. Grandes enjambres de gigantes que gruñían y babeaban arremetieron contra los tanques golpeando con sus garrotes en un frenesí inútil, y se desgarraron las manos tratando de aferrar las armaduras de acero, mientras las ametralladoras los rociaban con balas, y las pesadas e inexorables orugas aplastaban los cadáveres.
Para Feric, esta lucha a muerte era de una mística belleza. Heldon y Zind se habían trabado en un combate decisivo en aquel lugar desolado, y ya no eran Guerreros o seres humanos; el verdadero genotipo combatía la perversión genética de la mutación de los doms, y perseguía nada menos que el dominio exclusivo y eterno de la tierra y el universo. Todos los soldados helder peleaban, y en el cerebro de cada uno el sentido cabal de esa lucha ardía como una esvástica llameante, el alma encendida por el espíritu racial combatiente que Feric, el líder, había avivado. Esta inmensa reserva de coraje racial, de voluntad y conciencia, se expresaba directamente a través del alma del propio Feric, de modo que Feric Jaggar era Heldon, y Heldon era Feric Jaggar, y ambos dirigían una máquina destructiva y fatal que no podía fracasar.
La sangre enemiga que cubría a Feric y manchaba el corcel metálico, corriendo en ríos sobre los uniformes, unía a los hombres en la sagrada comunión de la batalla justiciera. Cada centímetro que avanzaban era un paso concreto hacia la meta de una tierra habitada por superhombres de elevada estatura, rubios, genéticamente puros, libres de toda posible contaminación racial. Cada monstruo babeante que caía bajo los certeros garrotazos helder era una célula cancerosa menos en el caudal genético del mundo.
¿Qué significaba la vida de un hombre comparada con la magnitud de esta causa sagrada? Perecer en esta batalla era alcanzar el pináculo definitivo del heroísmo; sobrevivir era regocijarse en la gratitud de un millón de generaciones humanas futuras. Ningún momento de la historia había ofrecido ni ofrecería jamás a un hombre gloria semejante. Quienes lucharan hoy aquí serían eternos paradigmas raciales; la contemplación del lugar que él mismo ocuparía en el panteón del futuro colmaba a Feric de un sentimiento de maravilla que estaba más allá de toda humildad y de todo temor.
Así, en hazañas de heroísmo sobrehumano y fanatismo infatigable, la entidad racial que era Heldon se arrojó como un dios endemoniado en las entrañas de su antítesis total, el obsceno carcinoma de Zind, el hormiguero sin alma que negaba la vida. Por su parte, los Guerreros de Zind combatían con una ferocidad inoculada por una repugnante raza de mutantes, que despreciaban todo lo que no fuera su propia especie.
La batalla fue pues la confrontación más feroz que el mundo hubiera visto jamás, un verdadero Armagedón entre todo lo que era noble y excelso en el nombre y la más baja perversión. El bien libraba una guerra absoluta contra el mal bajo la bandera de la Esvástica, y el mal replicaba con una fuerza implacable.
De pronto Feric se encontró rodeado por veinte, cuarenta, o aun cincuenta Guerreros. Sin duda, los dominantes que gobernaban la horda comprendían que librarse de Feric Jaggar era destruir la voluntad racial de la propia Heldon, pues los Guerreros gigantescos prácticamente se golpeaban unos a otros con los garrotes tratando de abatir al jefe helder.
Feric recibió con agrado esta concentración de las fuerzas del enemigo contra su propia persona; el fanatismo de Heldon podía expresarse así en los más altos niveles de heroísmo y ferocidad, y la velocidad y el vigor increíbles con que la noble arma afrontaba el desafío y aniquilaba al enemigo, venía a acrecentar el espíritu de lucha de los guerreros helder, muy inferiores en número.
En la mano de Feric, el Cetro de Acero parecía animado por una poderosa fuerza biológica, como un metal que de pronto ha cobrado vida gracias al poder trascendente de la voluntad de la raza. Sin esfuerzo, Feric descargaba el arma, dejando una especie de cola de cometa de carnes y entrañas aplastadas.
Y pese a todo, los Guerreros de Zind continuaban acercándose con la misma furia de siempre, escupiendo sangre, revolviendo los fieros ojos porcinos, y enarbolando garrotes gruesos como el muslo de un hombre, y enormemente largos. Veinte criaturas se le acercaron por la izquierda. Feric las detuvo con un golpe del Gran Garrote que destrozó pechos y pulmones, y arrancó corazones que todavía latían. Al mismo tiempo, diez Guerreros se le acercaron por la espalda; cuando Feric completó el primer golpe, volvió la motocicleta a la izquierda, y en el mismo instante alcanzó al segundo grupo al nivel de la cintura, desprendiéndoles las piernas de los cuerpos, de modo que los monstruos cayeron como peñascos y se retorcieron en un charco de sangre, mientras veintenas de motocicletas helder los aplastaban bajo la ruedas.
Pero mientras Feric repelía con éxito este ataque, otro grupo de Guerreros se le acercó desde un ángulo distinto, y en el instante en que Feric los rechazaba con un amplio movimiento del Cetro de Acero, el enorme garrote de una de las criaturas alcanzó la rueda trasera de la motocicleta, obligando a Feric a desmontar y pelear a pie.
El incidente acentuó el frenesí combativo de los Guerreros de Zind, pero casi enseguida Ludolf Best saltó de su propia motocicleta, para luchar al lado de Feric. Inmediatamente, una veintena de altos y rubios superhombres de ojos azules y ajustados uniformes negros, manchados de sangre tan roja como sus propias capas, imitaron el ejemplo de Best y formaron una falange de héroes SS alrededor del Comandante Supremo en un acto de valor casi semejante a los del propio Feric. Esta brigada de héroes, unida alrededor de la encarnación de la voluntad racial, se abrió paso entre los Guerreros atacantes con una fuerza y un fervor que despertó la ferviente emulación de las tropas que estaban cerca.
Muy pronto un sector entero de la avanzada helder había cristalizado en una fraternidad sobrehumana de héroes raciales en torno de Feric Jaggar. Los motociclistas arrojaban sus máquinas sobre los gigantes babosos, lanzándolos al aire para precipitarse después sobre otros
Guerreros, y desplazándose con una velocidad y una fuerza histéricas, dando la impresión de que eran invencibles. Los hombres de la infantería se adentraban sin temor en una verdadera selva de piernas velludas y macizas, a las que destrozaban furiosamente con los garrotes, de modo que los Guerreros caían al suelo, y allí los soldados helder reventaban a garrotazos cabezas y vientres, pateándolos con las botas revestidas de acero. Los tanques avanzaban a velocidad cada vez mayor, abriéndose paso como aplanadoras blindadas entre murallas sólidas de protoplasma.
Los asombrosos actos de heroísmo llevados a cabo por decenas de miles de soldados helder inducían a la guardia selecta que rodeaba a Feric a mostrarse todavía más fanática y feroz, y la actitud de los SS a su vez acicateaba a las masas de tropas comunes, induciéndolas a redoblar sus esfuerzos ya sobrehumanos, lo que de nuevo inspiraba a la elite SS, en una suerte de constante retroacción de heroísmo racial, convirtiendo a todo un sector del Ejército Helder en una máquina de destrucción, a la que ningún poder terrestre podía resistirse. Y con respecto a Feric, en el universo no había bastantes Guerreros zind que calmaran adecuadamente su necesidad de sangre.
El centro de la línea helder se adelantó, convirtiéndose en una larga daga que apuntaba directamente al cuerpo de la horda de Zind, y a sus órganos vitales. Esta máquina racial de demolición se internó en el mar de monstruos babosos, y a medida que pasaban los minutos desarrollaba más fuerza y velocidad, y penetraba más y más, ensanchando la abertura, inspirando un sobrehumano frenesí combativo que se extendía a núcleos cada vez más amplios de tropas helder.
El propio Feric estaba poseído por una energía y una exaltación trascendentes, mientras se metía de cabeza entre una veintena de Guerreros, percibiendo ya el dulce aroma de la victoria inminente; así, de pronto, se encontró en campo abierto. En frente, cuarenta tanques verdes de Zind, en apretada formación, y nada más.
En ese instante apareció Best, y Feric comprendió el verdadero sesgo de la situación.
—¡Lo hemos logrado, Best! —exclamó, dejando descansar el brazo poderoso sobre los hombros del muchacho—. ¡Hemos partido en dos a la horda de Zind!
Más aún, parecía evidente que la formación de tanques, situada en lo que hasta ahora había sido la posición más segura del campo de batalla, protegía a los pusilánimes doms que controlaban a toda la horda.
Detrás de Best aparecieron centenares de altos y rubios héroes SS, y luego una docena de tanques helder, disparando cañonazos. Diez tanques zind estallaron en grandes columnas de fuego rojizo y anaranjado y una masa de espeso humo negro. Algunos de los tanques zind respondieron con unos pocos disparos. Enseguida llegaron más tanques helder, y detrás millares de motociclistas; tres rápidas andanadas golpearon el resto de los tanques zind, que se abrieron como nueces. Feric alzó el Gran Garrote, conviniendo a varios Guerreros zind en surtidores de sangre; y luego avanzó con Best y la guardia selecta de los SS, mientras docenas de figuras humanoides vestidas con uniformes grises se escurrían entre los restos. Detrás asomó todo el Ejército Helder.
Feric fue el primero en llegar a las ruinas humeantes, y a pocos pasos venía Best. Dos doms de ojos de roedor emergieron entre los restos calcinados de un tanque; estaban armados de metralletas, y con los rostros contorsionados por la cólera gritaron:
—¡Muere, roña humana! Cuando Feric quiso echar mano a la metralleta, una salva de balas pasó silbando muy cerca y derribó a los repulsivos dominantes. Feric giró sobre sí mismo y vio a Ludolf Best que le sonreía, con la metralleta humeante en las manos.
Otros tres dominantes trataron de escapar hacia la izquierda. Feric los hizo trizas con la metralleta, convirtiéndolos en una lluvia de sangre y carne; luego Feric sonrió a Best. Siguiendo este ejemplo, los SS despacharon prontamente a los doms que todavía vivían, con unas pocas ráfagas cortas de implacable fuego de metralleta.
Cuando se extinguió el ruido de estos disparos, un trueno inverosímil, desgarrador, surcó el aire, como si los cielos mismos se hubiesen abierto para emitir un clamor de triunfo; y cuarenta esbeltos aviones negros surcaron el cielo, y luego giraron ciento ochenta grados para caer sobre el enemigo con una velocidad vertiginosa y un alarido ensordecedor.
—¡Comandante, las tropas de Waffing han llegado! —exclamó alegremente Best.
Ciertamente, ni un solo soldado helder dejó de advertir el significado de esta espléndida maniobra aérea. De todo el dilatado campo de batalla brotó un vocerío que llegó a ahogar el rugido de los aviones que ya bombardeaban lo que quedaba del enemigo.
En cuanto a los Guerreros de Zind, la súbita pérdida de los dominantes, combinada con la repentina aparición en los cielos y el rugido continuo del Ejército Helder, los desconcertó totalmente. Esclavizados todavía por la cólera asesina incorporada a sus genes, pero desprovistos de una guía mental, esas máquinas asesinas de protoplasma sin inteligencia cayeron en un frenesí insensato, y corrieron en todas direcciones gritando y aullando, golpeando con garrotes a sus propios camaradas, echándose las manos al cuello, hundiendo los dientes en el cuerpo más cercano, y lanzándose en vano sobre las disciplinadas tropas helder.
No es necesario aclarar que el resultado de la batalla era ya evidente. Inhalando grandes bocanadas del sabroso perfume de la victoria,, las tropas helder avanzaron por el hueco abierto en el cuerpo de la horda, lo ensancharon todavía más, y luego cayeron sobre la retaguardia de los Guerreros en desorden, y prácticamente los rodearon.
Hacia el sur, una nutrida falange de relucientes tanques negros de los SS encabezaba una larga columna de motociclistas de refresco, y en el cielo centenares de aviones de reacción pasaban rugiendo, raleando las formaciones zind con cohetes y ráfagas de ametralladoras.
Muy pronto la horda de Zind se dividió en dos enormes y sofocados enclaves. Los tanques descargaban una lluvia continua de explosivos y bombas incendiarias en las filas de los Guerreros, y por su parte la infantería y los motociclistas desintegraban con un juego de ametralladoras a los frenéticos gigantes. No pudiendo escapar a la furia helder, las sórdidas criaturas volvían contra ellas mismas aquella insaciable sed de sangre, y se castigaban unas a otras hasta convertirse en fragmentos de protoplasma pulposo, en tanto el Ejército Helder avanzaba aniquilándolas.
Todo el poder de la fuerza aérea helder se unió pronto a los aviones de reacción de Waffing, multiplicando la eficacia del bombardeo. La precisión de los aparatos que descendían en picada era impecable, y para concluir esta destrucción definitiva del resto de la horda zind dejaron caer una carga de bombas de napalm. En pocos minutos de bombardeo en orden cerrado, el resto de los Guerreros quedó reducido a una pira ardiente de protoplasma que se retorcía y defecaba en los espasmos de la muerte.
Mientras contemplaba las grandes columnas de grasiento humo negro que se alzaban hacia el cielo, Feric comprendió que para completar la victoria final y absoluta del genotipo humano puro sólo restaba marchar sobre el corazón de Zind ahora indefenso, ocupar Bora y borrar de la faz de la tierra esa última madriguera de los dominantes.
Arriba, sobre la conflagración, centenares de aviones dibujaban una suerte de esvástica improvisada, blasonando el cielo mismo con el símbolo de la victoria de Heldon.
13
La marcha sobre Bora fue un desfile triunfal. Los heridos habían sido despachados a Heldon; la infantería entró en Zind pasando por Wolack, para eliminar a los Guerreros dispersos y actuar como guarnición de la dilatada y nueva provincia, y por su parte los SS ya estaban organizando Campos de Clasificación para las formas mutadas que los dominantes habían creado, y ello apenas dos días después de la destrucción de la horda de Zind. Aplastada ya la última resistencia importante de Zind, Feric redistribuyó las grandes fuerzas helder en un amplio frente de varios centenares de kilómetros, que avanzó hacia el este a través de los desiertos pútridos, pulverizando todas las instalaciones, las granjas, los estanques de forraje, los cultivos enfermizos y los mutantes que encontró en el camino. De ese modo, la propia Heldon vino a instalarse en Zind, absorbiendo el territorio y convirtiéndolo definitivamente en tierra habitable para los humanos, mientras las tropas heroicas encabezadas por el Comandante Supremo marchaban gloriosamente sobre la última ciudadela de los dominantes.
Para esta embestida final, Feric había ordenado traer su esbelto coche negro, y entrar así en Bora a la cabeza de las tropas y en compañía de los fieles Comandantes: Best, Remler, Waffing y Bogel. Todos ellos merecían sobradamente el honor de acompañar al líder, cuando entrase en la capital enemiga.
Los cuatro hombres iban sentados en la cabina abierta del coche de mando, y como el robusto Waffing ocupaba el espacio de dos hombres normales, viajaban apretados como sardinas en lata. De todos modos, reinaba un humor jovial mientras el automóvil se desplazaba hacia el este, en el centro de una gran columna de tanques y motocicletas. Más aún, Waffing no había olvidado traer un barrilito de espumosa cerveza, a la que recurrían con frecuencia. El propio Feric estaba solo en el asiento trasero, un poco más alto, para que las tropas lo viesen fácilmente.
—Pronto llegaremos a la vista de Bora —dijo Waffing—. O por lo menos de lo que queda. Temo que la fuerza aérea no nos haya dejado mucho que destruir.
Otras dos escuadrillas de bombarderos en picada cruzaron el cielo del desierto, rumbo a Bora.
—Sólo deseo destruir al último dominante de la tierra, con el Gran Garrote de Held —dijo Feric—. Creo que es justo. Confío en que nuestros pilotos dejen vivo a un dominante, de modo que esta guerra final pueda concluir con la debida ceremonia. Con respecto al resto de Bora, no me importa si la convierten en un montón de ruinas antes que lleguemos.
Waffing se echó a reír.
—¿Duda de la eficiencia total de nuestros pilotos? —bromeó—, En realidad no creo que haya muchas posibilidades de que algo sobreviva al bombardeo.
—¿Pero no nos dejarán ni un solo dominante? —dijo Feric—. ¿Nuestros bombarderos son realmente tan eficaces?
Waffing abrió los brazos, como abarcando todo el territorio de Zind. Desde el coche, en el putrefacto paisaje gris, no se veía ninguna huella de protoplasma nativo, ni ningún artefacto creado por los esbirros de Zind.
—Mi Comandante —dijo, señalando alrededor—. Ahí tiene la prueba.
Feric se rio. —Es muy extraño —dijo—, esperar que la fuerza aérea helder sea menos eficiente que de costumbre.
Una hora después, la jactancia de Waffing acerca de la eficiencia de los pilotos no pareció injustificada. Hacia el este, sobre una desolada planicie gris tachonada por repulsivos parches de jungla irradiada, Feric vio una enorme masa de fuego, como el cráter de un volcán gigantesco. Cuando el coche de mando y las líneas de tropas que lo flanqueaban avanzaron rugiendo hacia esa vasta conflagración, aplastando la jungla irradiada bajo las orugas de acero de los tanques, y luego incendiando con lanzallamas las formas retorcidas y enfermizas, Feric pudo ver enjambres de aviones que describían círculos y se arrojaban sobre la ciudad ardiente, lanzando series de bombas napalm y explosivos sobre la pira funeraria de los dominantes de Zind. Aun a esa distancia, se sentía claramente el calor del incendio.
—No es muy probable que nada sobreviva a eso, Comandante —dijo Waffing, vaciando de tres sorbos un jarro entero de cerveza—. ¡Me temo que he de disculparme por la capacidad de nuestros pilotos!
Feric comprendió que no podía enojarse realmente. ¡Cómo no sentirse regocijado viendo el último baluarte del enemigo de la verdadera humanidad convertido en un infierno de humo y llamas! Comparada con la alegría racial que le inspiraba el espectáculo, la decepción de no poder despachar él mismo al último dominante de la tierra era al fin y al cabo completamente trivial.
Al fondo de la llanura, las llamas que consumían a Bora se avivaron de súbito. Los grandes incendios de la ciudad parecieron unirse en una enorme bola de fuego, que los aviones helder evitaron con dificultad. Esta suerte de astro solar nacido de la tierra se cernió largo rato sobre la ciudad condenada; luego se elevó hacia el cielo, como tratando de volver al lugar que le correspondía. Debajo se alzaba una enorme columna de fuego, por lo menos de un kilómetro y medio de ancho y que tocaba las nubes. Por extraño que pareciese, este foco llameante no se movió mientras el Ejército Helder avanzaba sobre la ciudad.
—¡Nuestros aviones han encendido una tormenta de fuego! —exclamó Waffing—. Los hombres de ciencia militares anticiparon esa; posibilidad... que un bombardeo suficientemente intenso pudiese generar una columna de llamas que ardería hasta que se consumieran todos los combustibles de la región. En ese momento a muchos nos pareció una extravagancia.
—Se parece al legendario Fuego de los Antiguos —murmuró Bogel.
Waffing asintió.
—Es casi tan intenso —dijo.
—A mi juicio —dijo Remler, brillándole los ojos azules—, el espectáculo es de una belleza sobrecogedora.
Se humedeció con cerveza los labios, sin apartar un instante los ojos de la gran masa ígnea que teñía los cielos de rojo y anaranjado.
Feric comprendía muy bien lo que sentía el Comandante SS. La visión de la Tormenta de Fuego de Bora despertaba en él dos reacciones distintas y gratas; una patriótica y otra estética. La destrucción total por el fuego del último resto de resistencia al dominio helder era necesariamente motivo de regocijo para un humano verdadero. Al mismo tiempo, el espectáculo abstracto de este magnífico y enorme surtidor de llamas que teñía el universo de anaranjado oscuro, tocaba una cuerda muy profunda de la sensibilidad estética. Para Feric la Tormenta de Fuego de Bora era una verdadera y excelsa obra de arte: había en ella algo noble, de profundo significado interior, y que estimulaba los sentidos, tanto por el estilo como por la forma.
Sólo se requería un último toque para crear una épica visual que inspirase al pueblo de Heldon e inmortalizara eternamente este momento culminante de la historia humana.
—Bogel, ¿esos aviones llevan cámaras fotográficas? —preguntó.
—¡Por supuesto, Comandante! ¿Qué Alto Comandante de la Voluntad Pública desaprovecharía la oportunidad de filmar este excelso espectáculo? Ahora estamos transmitiendo a todas las plazas públicas de Heldon, y preservando la escena para beneficio de la posteridad.
—Muy bien, Bogel, ¡contribuiré a completar la importancia y dignidad del momento» en lo que será, además, una fiesta para los ojos!
Feric decidió observar la escena desde un avión, acompañado por Bogel: el mejor modo de admirar la obra de arte que él mismo había forjado; más aún, esa visión desde el aire sería una imagen que se incorporaría eternamente al folklore de la humanidad verdadera.
El avión se elevó a gran altura sobre la columna de fuego que era Bora; el rostro de Bogel tomó un enfermizo color verde, y el propio Feric se sintió bastante incómodo. Al fin el avión alcanzó una altura de más de tres mil metros, se estabilizó y comenzó a volar en círculos alrededor de la Tormenta de Fuego, enfocando las cámaras hacia el espectáculo que se desarrollaba en tierra.
Feric había dispuesto a los motociclistas SS y a los inmaculados tanques negros en una enorme esvástica de hombres y máquinas alrededor de la fuente de fuego, la pira funeraria de la inmundicia que había sido Zind. Desde esa altura, el espectáculo quitaba el aliento: una enorme y resplandeciente esvástica negra con una gigantesca columna de fuego de resplandores anaranjados, que se reflejaban en el metal oscuro y bruñido de las máquinas de guerra.
—Es hermoso, Feric —dijo Bogel con voz grave.
Feric abrió el micrófono para impartir las últimas órdenes a Waffing, que estaba supervisando las operaciones terrestres.
—Aún no hemos terminado —dijo a Bogel. Enseguida ordenó a los hombres que estaban en tierra—: ¡En marcha!
Abajo, la esvástica negra y reluciente comenzó a rotar alrededor del eje central de la columna de fuego. Un gran Ejército Helder dibujó el sagrado emblema racial en una apretada marcha de la victoria, bordeando la capital incendiada del último enemigo de la humanidad auténtica.
—¡Fuego!
De la enorme esvástica brotó un universo de humo, y chispas y llamas, y todos los tanques abrieron fuego, y las metralletas de los SS dispararon una línea continua de balas trazadoras, para alimentar y avivar el tremendo incendio en el corazón del gran espectáculo.
La extraordinaria y definitiva victoria había sido completada y ahora podía celebrarse apropiadamente la gloria trascendente del momento. Allá abajo, una esvástica de humo y fuego giró alrededor de la crepitante pira funeraria de los doms, y, en un sentido más amplio, de todas las corrupciones, pequeñas o grandes, del caudal genético humano. La vasta esvástica chisporroteante de diez mil estrellas luminosas que ardían sobre el metal oscuro rotaba alrededor del inmenso pilar anaranjado; una imagen conmovedora de tremenda inmensidad y de alucinante belleza física. Pero el simbolismo alcanzaba un nivel todavía más noble del espíritu humano: la gran esvástica de fuego y metal era la representación visual del idealismo y el poder, aun a los ojos del hombre más sencillo; y en realidad, nadie podía confundir el sentido de esa fuente cautiva de llamas: la victoria final de las fuerzas de Heldon sobre la putrefacción de Zind, y el momento histórico concreto de la victoria misma; un pináculo de la historia humana, que se celebraba en una colosal obra de arte, todo en uno.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Feric mientras contemplaba el espectáculo. Todos sus sueños se habían cumplido. Había llevado a Heldon a la victoria total, asegurando eternamente la posteridad del genotipo humano puro; pronto el programa de reproducción convertiría a los helder en una raza de superhombres SS absolutamente puros. Había devuelto a la humanidad la gloria de la pureza genética, y un día tendría el honor sin precedentes de dar el próximo paso en la evolución humana, la creación de una auténtica raza de señores. A un ser humano no se le podía pedir más.
Pero él había hecho más, y esa hazaña final se desplegaba ahora allá abajo. Había rematado el definitivo y triunfante Armagedón con una trascendente obra de arte superior, que perduraría eternamente.
Un día después, cuando la Tormenta de Fuego se extinguió, y el Ejército Helder pudo entrar en Bora, sólo vieron un escenario de cenizas grises y negras, avivadas aquí y allá por llamas esporádicas y pilas humeantes de brasas. Aunque la ciudad había albergado a decenas de miles de dominantes y a millones de monstruosos esclavos, el fuego había consumido hasta el último de los huesos.
Bora, Zind y los dominantes habían sido borrados literalmente de la faz de la tierra.
Feric entró en la ciudad con Bogel, Best, Waffing y Remler, en el coche de mando, escoltados por una veintena de magníficos SS rubios con pulcros uniformes de cuero negro e impecables motocicletas negras y cromadas. Detrás del vehículo, una larga línea de tanques y motociclistas de infantería se desplegó entre los restos de la ciudad, revisando las cenizas en busca de algún signo de vida.
—Es indudable que los dominantes han sido borrados finalmente de la historia —dijo Remler mientras las ruedas del automóvil levantaban nubes de polvo gris. Feric asintió; no había más que cenizas, fuegos moribundos y brasas centelleantes. En efecto, la posibilidad de que algún dominante hubiese sobrevivido a ese holocausto era muy escasa, y ni siquiera quedaba un edificio cuya línea original pudiese reconocerse de algún modo.
De pronto, Best se puso a gesticular nerviosamente, y señaló un lugar en las ruinas, a la izquierda del automóvil.
—¡Mi Comandante! ¡Allí!
Feric miró hacia el lugar señalado por Best, y distinguió un objeto duro y metálico, que se destacaba, entre las cenizas, a unos cien metros del automóvil. Ordenó al conductor que se aproximase.
Mientras el coche de mando y su escolta se abran paso entre las cenizas, Feric advirtió que el objeto era un cubo de acero, de unos tres metros de lado, de superficie chamuscada, y en parte cubierto de cenizas. El conductor detuvo el automóvil frente al artefacto; la guardia selecta SS esperó órdenes en las motocicletas que ronroneaban.
—Examinemos eso —sugirió Feric. Imitando el ejemplo del Comandante Supremo, los cuatro Comandantes abandonaron el automóvil, y caminaron entre las cenizas hacia el cubo de metal chamuscado. Feric llegó antes que los otros: las paredes eran láminas lisas de acero, y parecían muy gruesas. Del otro lado del cubo había una suerte de pesada escotilla redonda, de casi dos metros de diámetro, con una rueda en el centro.
Mientras trataba de mover la rueda y abrir la escotilla, se acercaron Remler, Best, Bogel y Waffing.
—La entrada a una cámara subterránea, evidentemente —observó Bogel.
—Ayúdenme con esta manivela —ordenó Feric. Los cinco hombres intentaron mover la rueda, pero no tuvieron más éxito que Feric.
—Tiene que cerrarse desde dentro —dijo Remler.
—Llamemos a un tanque, y que le dispare un cañonazo —sugirió Waffing.
—Quizá no sea necesario —replicó Feric, desenfundando el Cetro de Acero, el arma que sólo él podía alzar sin esfuerzo, y que tenía la masa efectiva de una pequeña montaña.
Sosteniendo firmemente el mango del Gran Garrote, Feric lanzó un golpe poderoso al centro de la escotilla. Se oyó un estrépito que conmovió la tierra, el terrible sonido, del metal desgarrado, y el eje de la noble arma de Feric atravesó sesenta centímetros de metal, como si hubiera cortado un pedazo de queso. La manivela se hundió en un pozo oscuro. Feric asestó otros dos golpes, y toda la escotilla saltó, levantando una gran nube de ceniza y revelando un orificio redondo; más allá sólo se veían unas sombras impenetrables.
Esgrimiendo firmemente el Cetro de Acero, Feric metió la cabeza en el cubículo. Al cabo de un rato alcanzó a ver que en el interior del cubo no había más que un tramo de escalones de piedra, que descendían a unas sombras todavía más impenetrables.
Se retiró y habló a sus camaradas.
—Es la entrada a una instalación subterránea. Quizá allá abajo haya seres vivos.
—¿Por qué no exploramos, mi Comandante? —sugirió animosamente Best—. ¡Quizá, si tenemos suerte, usted pueda destruir personalmente al último dominante de la tierra!
Remler aceptó enseguida la idea.
—¡Si de veras tenemos suerte, quizá encontremos dominantes para todos!
Feric aprobaba la idea de la expedición. Aunque no quedasen dominantes vivos, sería una excelente excusa para hacer un poco de ejercicio, luego de pasar horas enteras acalambrado en el coche de mando.
—¡Estoy de acuerdo! —declaró.
Pero Bogel dudaba.
—Convendría llevar con nosotros a la guardia SS —indicó.
—¡Bogel, no tendrá miedo de un agujero en el suelo! —bromeó Waffing.
—No es necesario arriesgar la vida del Comandante Supremo de Heldon —dijo Bogel—. ¡Qué fiasco si le ocurre algo a Feric en este momento histórico!
Bogel sin duda había dado en el clavo. Feric comprendió que aunque él deseara internarse en ese túnel sombrío, un sagrado deber lo unía al pueblo de Heldon, y no podía descuidar su propia seguridad.
—Muy bien —dijo—. Waffing, llame a diez muchachos de la SS, y que traigan linternas eléctricas.
Varios minutos después, Feric encabezaba a sus Altos Comandantes y a diez altos y rubios soldados de la SS mientras descendía la fría y húmeda escalera de piedra, con una linterna eléctrica en la mano izquierda y el Cetro de Acero en la derecha. Aunque el propio Feric tenía la metralleta colgada del hombro, los otros habían amartillado las armas, preparados para entrar en acción.
Los escalones descendían en la tierra más de treinta metros, y al fin desembocaban en un pasaje tallado en la roca fría y húmeda.
—Esto parece una especie de refugio antiaéreo —dijo Waffing—. ¡Alerta todos! —ordenó a los SS, mientras Feric se adelantaba por el pasillo. Así marcharon cerca de cien metros, y luego se encontraron bruscamente con otra escotilla de acero, bastante similar a la del cubículo exterior. Era evidente que sí había alguien en esa gruta húmeda, tenía que estar detrás de la escotilla. Más aún, era muy probable que quien se hubiese escondido allí antes del bombardeo aún estuviese con vida.
Con un ademán, Feric ordenó a los otros que retrocedieran un paso, y alzando el Cetro de Acero descargó un golpe prodigioso sobre la escotilla, al tiempo que saltaba a un costado, saliendo de la posible línea de fuego de quien estuviera dentro. Con un estrépito terrible que reverberó por todo el corredor, el Gran Garrote de Held dividió en dos la escotilla de «cero, y los trozos cayeron en el suelo de piedra, a los pies de Feric.
En un instante los diez SS estuvieron al lado de Feric, las metralletas apuntando, los ojos celestes chispeantes como fragmentos de acero pulido. Pero nadie disparó desde el interior; en cambio, una parpadeante luz anaranjada llegó al pasillo de piedra. Con el Gran Garrote preparado, Feric pasó por la escotilla y entró en una pequeña cámara tallada en la roca, e iluminada por una línea de antorchas.
En el interior de la cámara sólo había una pequeña consola de instrumentos, y detrás un anciano y arrugado dom de espalda encorvada, grandes ojos negros muy hundidos, y una sonrisa torcida y maligna de brujo. El monstruo estaba ataviado con el atuendo gris de Zind, adornado con toda clase de alamares dorados, joyas preciosas y aplicaciones de oro, de modo que daba la impresión de un roedor fétido enfundado en un uniforme real, como parte de una travesura infantil particularmente repulsiva.
De todos modos, el sistema de dominio exudado por el cerebro sórdido de este abuelo de todos los doms era el más intenso que Feric hubiera sentido jamás. Lo único que pudo hacer fue resistir con todas sus fuerzas el impulso acuciante de arrojar a un lado el Gran Garrote. Detrás, oyó el tintineo del metal sobre la piedra, cuando los Altos Comandantes y los SS dejaron caer las armas, impulsados por los reclamos de la vil criatura; sólo la voluntad de Feric consiguió oponerse a este dominante increíblemente poderoso, aunque sintió que los músculos se le inmovilizaban, como paralizados por el conflicto de dos potentes voluntades: él mismo y el antiguo dom.
—Bienvenido, roña humana —graznó el dominante con una voz agria que era una parodia de la voz de los hombres—. No necesito aclarar que la visita no me sorprende. Sin embargo, la presencia del propio Feric Jaggar es más de lo que yo esperaba. ¡Me agradará mucho ver tu expresión, Jaggar, cuando el genotipo humano desaparezca definitivamente de la faz de la tierra!
¡Era evidente que la criatura estaba loca, pues confundía la destrucción final de su propia y repulsiva especie con la destrucción de la verdadera humanidad! Feric luchó esforzadamente tratando de quebrar el sistema de dominio, para destrozar el cerebro de la bestia con el Cetro de Acero; pero sólo consiguió mover apenas las manos.
El dominante tocó una llave en la consola, y estalló en una risa demoníaca, hasta que un hilo de saliva le brotó entre los labios correosos.
—¡Así, Jaggar, quedó sellado el destino de tu repugnante especie! —cacareó el viejo dominante—. Se ha transmitido una señal a una instalación de los antiguos, en el este, muy lejos de aquí; nosotros conseguimos reactivaría. En pocos minutos habrá en el desierto una enorme explosión nuclear, enviando al aire millones de toneladas de polvo radiactivo. Los antiguos levantaron esta instalación, para que no sobreviviese ningún enemigo, si ellos eran derrotados. No pudimos recomponerlo todo, pero conseguimos un nivel bastante apropiado de eficiencia. En pocas semanas la atmósfera de toda la tierra estará tan contaminada que ningún ser humano volverá a engendrar su propio tipo. Las matrices de tus preciosas mujeres de sangre pura sólo producirán enanos jorobados, caras de loro, pieles azules y docenas de nuevas mutaciones, quizá incluso nuestra propia especie. ¡Vosotros habéis destruido el Imperio de los Dominantes y ahora nosotros destruimos eternamente a la humanidad entera! ¡Muere, roña humana!
Una enorme llamarada de cólera estremeció a Feric, destruyendo instantáneamente todo el sistema de dominio. Dio un salto hacia delante alzando el Gran Garrote de Held, y descargó el arma poderosa sobre el cráneo del dom baboso y cloqueante, aplastándolo como un melón, desparramando alrededor los sesos grisáceos y grasientos, partiendo el torso en dos, y desprendiendo órganos traslúcidos y pulsátiles que cayeron al suelo de piedra húmeda. Con otro golpe, Feric pulverizó la consola de instrumentos, y la fuerza rabiosa del brazo enterró el cabezal del arma casi treinta centímetros en el suelo.
Con la muerte del último dominante, los demás se libraron también del sistema de dominio, y se pusieron a hablar todos a la vez.
—¡No puede ser!
—¡El Fuego!
—¡La muerte de la raza humana!
—No es posible que...
—¡Silencio! —rugió Feric, con lágrimas en los ojos y una cólera ardiente que le quemaba el corazón—. ¡Basta de charla! ¡Subamos a la superficie, y antes de llorar el destino de nuestra raza, veamos si esta inmunda criatura no nos ha amenazado en vano!
Cuando llegaron a la superficie, la escena no había cambiado: un paisaje interminable de cenizas grises y restos humeantes, por donde el Ejército de Heldon se movía sin oposición, pues ya no quedaba nada con vida. Feric y sus compañeros se sintieron un poco más animados.
—No veo ningún Fuego de los Antiguos, mi Comandante —dijo Best.
—Bah, el viejo monstruo estaba loco —dijo Waffing, y Feric asintió, no muy convencido.
—Quizá —respondió Bogel inquieto—, pero usted mismo dijo que los doms estaban exhumando las antiguas armas nucleares.
La observación ensombreció de nuevo el estado de ánimo del grupo, y Feric comprendió que no tenía objeto quedarse en ese lugar tenebroso, esperando una catástrofe que quizá no ocurriera nunca. Llevó al grupo de regreso al coche de mando, y continuó recorriendo la ciudad en ruinas, como si no hubiese ocurrido nada alarmante.
Durante varios minutos el coche de mando avanzó tranquilamente entre las cenizas, levantando nubes de polvo gris. Feric y los demás habían bebido la cerveza del barrilito, y el dom loco de la cámara subterránea, con sus amenazas de destrucción nuclear, parecía bastante irreal e improbable. De pronto, el cielo mismo pareció estallar; una enorme explosión de luz apareció sobre el horizonte oriental, un resplandor más intenso que un millón de soles del mediodía, y que iluminó la mitad del cielo, y apagó todos los colores.
Feric sintió que una náusea le revolvía el estómago, mientras se frotaba los ojos casi deslumbrados, pues era evidente que aquel era el Fuego de los Antiguos. Momentos después, el resplandor terrible y universal se atenuó de algún modo revelando una enorme bola anaranjada, diez veces mayor que el tamaño aparente del sol, malignamente suspendida sobre el horizonte oriental.
Lentamente, la enorme burbuja de fuego ascendió, arrastrando una gran masa de restos oscuros. Poco después se formó una nube ominosa y espesa; y todos quienes la vieron reconocieron enseguida la imagen terrible de la insignia legendaria y la espantosa encarnación del Fuego de los Antiguos, el Hongo.
Nadie dijo una palabra a la vista de esa seta celestial, envenenada y fantasmagórica. La magnitud de la explosión excedía los límites de la comprensión humana. La amenaza del último de los dominantes se había cumplido.
Muchos minutos después, el cielo mismo pareció desgarrarse en un trueno tremendo, que se convirtió enseguida en un ruido continuo de terremoto. Al mismo tiempo, Feric sintió que el aire lo golpeaba cómo un puñetazo; los SS fueron arrancados de sus motocicletas como hojas de papel, y el resistente acero del coche de mando crujió y gimió.
El viento cáustico que suspiró, chilló, rugió y quemó fue para Feric como el último y definitivo aliento de la verdadera humanidad, y conoció el dolor de sentir la pestilencia radiactiva que le entraba en el plasma germinativo.
Pero incluso mientras el tóxico radiactivo envenenaba la atmósfera de la tierra, Feric Jaggar decidió que el genotipo humano puro sobreviviría, pues debía sobrevivir. No habría fracasos, ni para él ni para los otros. La humanidad se salvaría por un mero acto de voluntad, si era necesario. Si se requería un milagro, todos los helder se comprometerían absolutamente a que el milagro ocurriera, o a morir en el intento.
14
En los días sombríos que siguieron a la detonación de la monstruosa arma final de Zind, sólo la voluntad fanática de Feric Jaggar y la férrea disciplina del pueblo helder impidió que la humanidad cayera en la desesperación y la apatía. A medida que la fétida nube emponzoñaba la atmósfera de la tierra, muchas plantas comenzaron a enfermar y a morir, y en los jóvenes, los viejos y los enfermos brotaron pústulas y llagas, y casi dos millones de humanos verdaderos tuvieron una muerte atroz.
En lugar de atender estos males radiactivos, Feric dedicó todos los recursos del Nuevo Imperio Mundial de Heldon a la preservación del verdadero genotipo humano. Antes de dos meses los hombres de ciencia de la SS habían confirmado la horrible verdad: en toda la tierra no quedaba un solo humano verdadero capaz de engendrar individuos sanos. El propio Feric estaba afectado. Ya había nacido la última generación de la humanidad; desde ahora en adelante el caudal genético helder sólo produciría mutantes repulsivos y monstruos obscenos.
Apenas tres días después de que el sombrío y conmovido Remler pronunciara esta sentencia de muerte racial, Feric tomó la decisión más difícil de su vida, y se presentó ante las cámaras de televisión acompañado de Waffing, Remler, Bogel y Best para anunciar al pueblo afligido y abrumado, qué curso seguiría Heldon. Feric se había puesto el elegante uniforme negro, y había ordenado que las aplicaciones de cromo y el Gran Garrote de Held fuesen lustrados durante horas, para que todas las piezas de metal que ahora llevaba encima brillaran como diamantes. Estaba de pie sobre una plataforma, y detrás ondeaba una gran bandera escarlata con la esvástica. Debajo, los Altos Comandantes exhibían uniformes tan lustrosos como el de Feric; era esencial despertar del todo el heroísmo del pueblo helder. Feric no había hablado a nadie de su plan; necesitaba una demostración espontánea de apoyo de los Altos Comandantes, y toda Heldon tenía que verlo, pues lo que se disponía a ordenar era la más importante prueba de lealtad a la Esvástica que el pueblo helder hubiese enfrentado jamás.
—Conciudadanos helder —comenzó—, lo que hoy diré será breve, inexorable, y brutalmente franco. Como ya se ha anunciado, el caudal genético de Heldon está total y definitivamente contaminado por la última perfidia de lote perversos dominantes, monstruos que fueron castigados con la extinción total. En otras palabras, el plasma germinal de todos y cada uno de los helder ya no puede producir más que mutantes inferiores y degenerados. Obviamente, la producción de esa posteridad es para nosotros una idea execrable, contraria a todo lo que la Esvástica representa.
Hizo una larga pausa, para que las palabras entraran en todos y ningún helder dejara de comprender con claridad la cabal importancia de la situación. Luego, cuando toda Heldon se hundía ya en una angustia insoportable, les ofreció un rayo de esperanza.
—Durante un tiempo, los hombres de ciencia de la SS han venido trabajando en la técnica de los clones. Si de una muestra de carne puede desarrollarse artificialmente todo un individuo, el genotipo exacto de nuestros mejores ejemplares, los superhombres puros de la SS, puede ser repetido con una perfección absoluta de generación en generación. En una sola generación podríamos dar un salto de mil años en la evolución humana, y obtener una raza de gigantes rubios de dos metros de altura, apariencia física de dioses, y una inteligencia media de nivel de genio. De este modo, de la tragedia de la contaminación genética, pasaríamos al triunfo final de la pureza racial humana. Pues la radiación que ha manchado irreparablemente nuestro plasma germinal no ha contaminado el tejido somático. ¡De las células de nuestros SS puros podría nacer la nueva raza de señores! ¡La próxima generación de helder será sólo de clones, del mismo genotipo que los mejores hombres actuales de la SS!
Feric hizo otra pausa, observando cómo el brillo y el ánimo retornaban a los ojos de todos: los técnicos de la televisión, los Altos Comandantes. De una impresión de destrucción inexorable, el pueblo helder había sido transportado a las alturas de un sueño de gloria racial y definitiva. ¡Sin duda ahora todos estarían dispuestos a dar el último paso!
—Aunque los hombres de ciencia SS ya están perfeccionando las últimas minucias técnicas, aun tendrán que hacer un esfuerzo heroico antes que puedan garantizar la producción de una raza superior de clones SS. Por lo tanto, en mi carácter de Comandante Supremo, he decidido que todos los helder han de comprometerse también en un acto realmente heroico, que inspire sobrehumano fanatismo a estos hombres de ciencia. ¡Que el precio del fracaso sea la extinción total de la sabiduría en este planeta, y el premio del éxito una nueva raza de señores, capaz y digna de heredar eternamente el universo!
»En los próximos tres meses todos los helder serán procesados en los Campos de Clasificación. Allí, todos seremos esterilizados, escapando para siempre a la absurda tentación de reproducir nuestros genes deteriorados mediante la sexualidad común. ¡Heldon producirá una posteridad de clones SS puros, o no habrá posteridad! ¡Trascendencia racial o muerte racial!
Los torsos de los Altos Comandantes se enderezaron visiblemente. Feric confiaba en que todo el pueblo helder habría adoptado una resolución igualmente fanática a lo largo y lo ancho del país, pues si bien los hombres de ciencia SS continuaban siendo la clave de la situación, él había dado a cada helder la oportunidad de contribuir heroicamente a la causa sagrada. ¡La gloria del triunfo definitivo sería compartida individualmente por todos!
—Como demostración personal de mi propia y absoluta lealtad a la causa sagrada de la Esvástica y la producción de una raza de señores SS, yo mismo seré el primero en someterme a la esterilización, seguido por mis Altos Comandantes, toda la SS y luego el pueblo helder. ¡Hail Heldon! ¡Viva la victoria final! ¡Viva la Raza de Señores!
Las últimas palabras apenas habían brotado de los labios de Feric cuando Bogel, Remler, Waffing y Best chocaron los talones con un vigor que sorprendió incluso a Feric, se cuadraron con la fuerza de un resorte, extendieron los brazos como pistones de acero en el saludo partidario —¡Hail Jaggar!— con furia sobrehumana, los ojos encendidos, iluminados por el poder trascendente de la voluntad racial.
Una vez que el fervor del pueblo helder se elevó a alturas increíbles de devoción genética y férrea determinación, el destino mal podía negar a esta raza de héroes el éxito y el dominio que tan abnegado patriotismo merecía.
Todo el pueblo helder acudió a los Campos de Clasificación, sin un murmullo de protesta. Ciertamente, hubo un único problema que pudo retrasar el plan de esterilización: las peleas y discusiones de la buena gente que quería ocupar los primeros puestos en las colas de los campos; pero en realidad eran disputas bastante amables, de pasión patriótica más que de grave acrimonia; y la SS completó la tarea dentro del plazo de tres meses que Feric había dictado.
Casi enseguida Remler anunció jubiloso que se habían producido los primeros fetos de clones SS. Ocho meses después, estos hitos experimentales fueron llevados exitosamente a término, y se inauguró la primera Fábrica de clones. Nueve meses después, guiado por el jubiloso Remler, Feric Jaggar llegó a la Fábrica para presenciar personalmente la producción de la primera tanda completa de superhombres SS, extraídos de las probetas de clones.
Este edificio era un enorme e inmaculado cubo blanco, adornado sólo por grandes esvásticas negras a los lados. Remler llevó a Feric entre filas de rígidos SS hasta la entrada principal del edificio, y luego por un largo laberinto de salas, cámaras y corredores, todo revestido de relucientes baldosas blancas. Las brillantes paredes blancas reflejaban los ajustados uniformes de cuero negro y las capas escarlatas con la esvástica de los altos y rubios técnicos de la SS que parecían llegar a todos los rincones de las Fábricas Reproductoras con energía y decisión, verdaderos acólitos científicos en el templo de la pureza racial.
—¡Remler, qué magnífica actividad desbordante! —exclamó Feric, mientras Remler abría una puerta blanca y lo introducía en un vasto recinto, largo y oblongo, de paredes blancas, y suelo revestido de minúsculas baldosas blancas, todas adornadas con una esvástica negra en miniatura. Estaba ocupada casi totalmente por hileras de vasijas de porcelana, blanca y reluciente, doscientas en total. Frente a cada vasija una consola de porcelana blanca con bombas neumáticas, instrumentos y otros artefactos médicos; en cada vasija, un gigante rubio de dos metros reposaba en un fluido nutritivo amarillento, los ojos cerrados en un sueño bienhechor.
Se había instalado para la ocasión una cámara televisora cerca de la primera hilera de vasijas. Frente a, estas veinte matrices elipsoides de porcelana, veinte científicos SS altos y rubios, de uniforme negro y capa escarlata con el dibujo de la esvástica y altas botas negras, esperaban rígidamente en actitud de perfecta atención.
Cuando Feric ingresó en la sala, estos magníficos ejemplares elevaron el brazo en el saludo del Partido y gritaron: —¡Hail Jaggar!— con un vigor y un empuje incomparables. Feric devolvió ágilmente el saludo, y luego se acercó al micrófono, instalado frente a las vasijas de producción de clones.
—Conciudadanos helder —dijo, mirando a los veinte héroes SS cuyos ojos chispeaban como astillas del más puro acero azul—, hoy asistimos al fin a la aparición de los primeros miembros de la nueva raza de señores, totalmente desarrollados en las vasijas de clones de las primeras Fábricas Reproductoras, que pronto iniciarán la producción masiva, regular y continua de SS puros. Estos magníficos ejemplares, nacidos de la crema genética de la SS,. se incorporarán a la vida totalmente desarrollados, con físicos de dioses y mentes afiladas como navajas, y a lo sumo necesitarán seis meses de instrucción y adoctrinamiento intensivos para ocupar el lugar que les corresponde como miembros de la SS y como ciudadanos de Heldon.
Una luz pareció arder en las pupilas de los hombres de ciencia SS. Feric favoreció a estos fanáticos mirándolos a todos a los ojos, y al fin prosiguió:
—Antes de seis meses, funcionarán otras diez Fábricas Reproductoras, y a fines del año próximo habrá dos docenas, que producirán un millón de SS de pura sangre por año. ¡Dentro de cinco años Heldon será capaz de producir el sorprendente total de diez millones de superhombres SS por año! Una capacidad productiva que bastará para repoblar completamente las tierras habitables en un período de veinte años. Hoy iniciamos esta repoblación de la tierra con los superhombres genéticos que son el sueño milenario de la humanidad, con una raza de señores que alcanzará cumbres cada vez más altas de pureza genética y brillo evolutivo, pues su reproducción se hará rigurosamente de acuerdo con los más altos principios eugenésicos, en las condiciones rigurosamente controladas de las Fábricas Reproductoras, sin dejar nada librado a los extravíos de la casualidad.
»Hombres de ciencia SS, ¡os saludo por este gran triunfo de la investigación eugenésica! Alto Comandante Remler, ¡os saludo por el espíritu de total y abnegado fanatismo que ha inspirado a todos y a cada uno de los hombres de la SS! Pueblo de Heldon, ¡os saludo por vuestra abnegada consagración a la causa de la Esvástica y a mi propia persona! ¡Hail Heldon! ¡Viva la Esvástica! ¡Viva la Raza de Señores!
—¡Hail Jaggar! —rugieron los SS, golpeando los talones de las altas botas de cuero negro, y alzando el brazo en un saludo marcial.
Enseguida estos gallardos y rubios héroes dieron media vuelta y se pusieron a trabajar en la primera hilera de vasijas de porcelana. Desagotaron las relucientes vasijas, y luego unos choques galvánicos despertaron del todo a los clones rubios.
Pocos minutos después había veinte gigantes rubios, de ojos azules, de pie delante de las respectivas vasijas; una inteligencia sobrehumana les encendía los rostros inexpresivos como el pergamino virgen.
Contemplando a estos notables especímenes, Feric sintió una rara exaltación. Cada uno tenía la misma estatura, perfección fisonómica y estructura física que él, y el brillo de los ojos era inconfundible. Detrás, otra tanda de ciento ochenta especímenes igualmente perfectos, esperaban salir de las vasijas, y millares más en esa Fábrica Reproductora; millones durante el año siguiente, y después decenas de millones. En el curso de su propia vida, Feric vería todo el espacio habitable de la tierra ocupado por la Raza de Señores de Heldon, los extraordinarios clones SS. Y después...
La grandeza de la idea abrumó a Feric.
Frente a él, cada hombre de ciencia SS, rubio y alto, vestido con uniforme de cuero negro, estaba de pie al lado de un gigante desnudo, genotipo idéntico a él, Feric Jaggar. De pronto, estos sonrientes héroes de la SS hicieron juntos y en silencio el saludo partidario.
Sorprendido y complacido, Feric vio que la mitad de los clones SS que acababan de despertar imitaban el ademán patriótico de sus tutores, con un entusiasmo conmovedoramente infantil. ¡Quizá la lealtad a la Esvástica podía inscribirse en los genes mismos!
—¡Mi Comandante, hoy el mundo es definitiva y verdaderamente nuestro! —exclamó alegremente Remler, con una expresión de elevado éxtasis patriótico.
—Así es, Remler —dijo Feric—. Y esto es sólo el comienzo. ¡Mañana conquistaremos las estrellas!
Jamás en la historia del mundo se había reunido una multitud tan vasta en un mismo lugar. El gran navío del espacio, un cilindro puntiagudo de reluciente metal plateado, y sesenta metros de altura, se sostenía sobre las aletas de cola en la amplia llanura del noroeste de Heldon. A cierta distancia de los poderosos reactores del cohete se había levantado una pequeña plataforma. Sobre este sitial estaba de pie Feric, y alrededor había un anillo de altos y rubios: clones SS, con uniformes de cuero negro brillante, tan perfectos como ellos mismos.
Doscientos mil gigantescos y rubios clones SS, idénticos a los anteriores, con uniformes negros y capas rojas con el dibujo de la esvástica, rodeaban el cuerpo del navío, en filas ordenadas, listos para iniciar la marcha circular ceremonial. Detrás de esta formación había quizá otro millón de clones SS, con ajustados uniformes de cuero negro, extendiéndose más allá del horizonte en todas direcciones; y aún más lejos, fuera de la vista de Feric, incontables centenares de miles de la generación anterior de Heldon, reunidos para presenciar el despegue de la nave.
De pie frente al racimo de micrófonos instalados sobre la plataforma, Feric sentía una excitación nueva. Empezó a hablar sintiendo en todo el cuerpo un estremecimiento de extática anticipación.
—Hoy, después de conquistar la tierra y poblarla con una nueva Raza de Señores, ejemplares sobrehumanos, de una perfección que jamás conoció ninguna criatura nacida de la grosera evolución natural, ¡Heldon da ahora el primer paso hacia las estrellas!
Al oír esto, un rugido asombroso y espontáneo brotó de la enorme multitud, un sonido que fue un desafío a los cielos, y pareció comunicar una alegría vibrante a la tierra misma, alzándose en el más resonante clamor: —¡Hail Jaggar!— que el mundo hubiese escuchado jamás, y millones de brazos se tendieron frenéticos en insistentes saludos partidarios, una selva de homenajes que colmó el campo visual de Feric y lo abrumó de felicidad. Feric dejó que esta demostración continuase dos o tres minutos, antes de levantar la mano pidiendo silencio, pues nadie podía negar que ese pueblo magnífico se había ganado sobradamente el derecho a esta celebración.
—En el interior de esta nave del espacio, la realización más avanzada del genio científico helder, viajan trescientos de los mejores clones SS, congelados en estado de animación suspendida. En ese estado que los excluye de la acción del tiempo permanecerán largos años, mientras esta nave cubra la distancia inmensa que nos separa de Tau Ceti. Cuando el navío haya llegado a destino, las máquinas automáticas controlarán el descenso, y descongelarán a los colonos, que podrán salir y difundir la simiente de Heldon sobre la faz de otro planeta. Dentro de tres años estaremos lanzando cincuenta de estas naves por año, y sumando cincuenta planetas anuales al dominio del genotipo verdadero... ¡y no durante un año, una década, un siglo, sino eternamente! ¡El universo es infinito, y la Raza de Señores de Heldon subirá sin cesar a las estrellas, poblando las vastas infinitudes galácticas con nuestro propio y noble linaje!
Esta vez la demostración de éxtasis fanático sobrepasó incluso la anterior, y Feric necesitó cinco minutos completos para calmar el coro de —¡Hail Jaggar!—, tan poderoso que amenazaba derribar al cohete de la plataforma de lanzamiento.
—Pero, conciudadanos helder, hay un triunfo final que hasta ahora no he revelado —dijo al fin, sin poder evitar una amplia sonrisa—. Yo también he aportado células a las vasijas de clones. Este cohete, y todos los que recorran los caminos infinitos del espacio interestelar en los próximos diez millones de años, estarán comandados por mis propios clones, nacidos de mi propia carne, y por lo tanto mis equivalentes genéticos, equipados por el destino y la herencia para ser líderes de hombres. Nuestras colonias no podrán fracasar, sean cuales fueran las criaturas extrañas y hostiles que puedan vivir bajo otros soles, pues las tropas que exterminarán a esos horrores subhumanos estarán formadas por los mejores ejemplares SS, ¡y los jefes serán la reproducción de mi propia imagen genética! ¡Hail Heldon! ¡Viva la Esvástica! ¡Viva la Raza de Señores! ¡Viva la conquista del universo!
Como un temblor de tierra, el coro de —¡Hail Jaggar!— sacudió el aire, y el enorme anillo de tropas SS comenzó a desfilar alrededor del cohete y la plataforma de Feric, levantando las botas revestidas de acero, y bajándolas luego con una fuerza que literalmente conmovía la tierra. Cada vez más rápido, estos magníficos ejemplares, vestidos con uniformes de cuero negro, marcharon levantando más y más las botas, golpeando el suelo con fuerza cada vez mayor, hasta que la plataforma y el cohete quedaron rodeados por un círculo móvil de reluciente cuero negro/y el universo se estremeció con el estruendo de las botas helder.
Luego, como un solo hombre, estos doscientos mil clones SS altos y rubios alzaron los brazos en el más gigantesco saludo partidario de la historia, y los sostuvieron así mientras el coro de —¡Hail Jaggar!— continuaba elevándose al cielo, en las voces de millones de gargantas fervorosas.
Con movimientos cada vez más rápidos, las tropas desfilaron alrededor de Feric, alzando los talones con un vigor y una fuerza crecientes, como si quisieran destrozar la bóveda del cielo con las suelas aceradas, mientras el coro se fundía con el ritmo de las botas que estremecían el suelo, un ritmo cadencioso que colmaba y conmovía el universo, golpeando como el torrente de la sangre en el cráneo de Feric.
Feric sintió que el sonido y la gloria le saturaban la células del cuerpo, con un fuego de alegría; la sangre le latía en las venas como el trueno de la raza, cada vez más rápido. Al fin, tuvo la impresión de que él mismo podía estallar y desintegrarse en un millón de extáticos fragmentos.
En este momento culminante, cuando ya no soportaba más la sobrenatural alegría, Feric movió una llave. Con un rugido ensordecedor, una extraordinaria llama anaranjada brotó del cohete. Todas las gargantas de Heldon se unieron a la de Feric en un grito inarticulado de gozoso triunfo, mientras la simiente de la Esvástica subía en una columna de fuego a fecundar las estrellas.
FIN
Comentario a la Segunda Edición
La popularidad conquistada por «El Señor de la Svástica», la última novela de ciencia ficción de Adolf Hitler, en los cinco años que siguieron a su muerte, es indiscutible. La novela obtuvo el premio Hugo, otorgado por el círculo íntimo de los entusiastas de la ciencia ficción a la mejor novela del género publicada en 1954. Aunque ésta quizá sea una credencial literaria un tanto dudosa, sin duda habría complacido a Hitler, que en los Estados Unidos vivió entre estos «fanáticos de la ciencia ficción», y se consideró uno de ellos, al extremo de que editó y publicó su propia revista ¿especializada, aun mientras trabajaba como escritor profesional.
Más importancia tiene la popularidad del libro y el hecho de que la esvástica y los colores inventados en la obra fueran adoptados por un espectro de grupos y organizaciones sociales tan amplio como la Legión Cristiana Anticomunista, distintas «pandillas de motociclistas al margen de la ley», y los Caballeros Norteamericanos de Bushido. Evidentemente esta obra de ciencia ficción ha tocado cierta cuerda de la mente contemporánea no comunista, y por eso mismo ha interesado mucho más allá de los límites estrechos del género de la fantasía científica.
En un plano meramente literario este fenómeno parece inexplicable. «El Señor de la Svástica» fue escrito en el lapso de seis semanas, por contrato con un editor de obras en rústica, casi de un tirón, poco antes de la muerte de Hitler, en 1953. Si hemos de creer en los chismes publicados por las revistas de ciencia ficción de la época, la conducta de Hitler había sido bastante desordenada en los últimos años, y había padecido accesos de temblores y estallidos de cólera irrefrenables, que a menudo se, convertían en ataques casi hebefrénicos. Aunque la causa real de la muerte de Hitler fue una hemorragia cerebral, estos síntomas al menos hacen pensar en la posibilidad de una sífilis terciaría.
Digámoslo pues fríamente: el tótem literario de los actuales devotos de la Esvástica, ese código peculiar que es el libro mismo, fue escrito en seis semanas por un escritor de obras populares que nunca demostró talento literario, y que bien pudo haber escrito el libro mientras sufría los primeros síntomas de una paresia.
Si bien puede advertirse en la prosa cierta competencia meritoria, teniendo en cuenta que Hitler aprendió inglés siendo ya adulto, no hay comparación posible entre el inglés literario de Hitler y el de un Joseph Conrad por ejemplo, un polaco que también aprendió inglés relativamente tarde. En las páginas de «El Señor de la Svástica» hay rastros evidentes de giros y modismos propios de las lenguas germánicas.
Ha de reconocerse que la novela tiene cierta fuerza tosca, en muchos pasajes; pero esa cualidad podrá atribuirse más a la psicopatología que a una habilidad literaria consciente y vigilada. Lo más destacado de Hitler como escritor es su conceptualización visual de escenas en esencia irreales o improbables; como las batallas extravagantes, o el despliegue militar de grand guignol que adorna muchas páginas del libro. Pero este poder de visualización puede explicarse fácilmente por las actividades previas de Hitler como ilustrador de revistas, más que por un dominio consciente y específico de la prosa.
La imaginería de la novela plantea un problema distinto, propicio a la polémica. Como lo advertirá enseguida quien tenga un conocimiento al menos superficial de la psicología humana, «El Señor de la Svástica» abunda en simbolismos y alusiones de flagrante carácter fálico. La descripción del arma mágica de Feric Jaggar, el llamado Gran Garrote de Held, dice así: «El eje era un cilindro reluciente de... metal de un metro veinte de longitud y grueso como el antebrazo de un hombre... El desmesurado cabezal era un puño de acero de tamaño natural, y para el caso el puño de un héroe». Si ésta no es la descripción de una fantasía, ¿qué es? Además, todo lo que se refiere al Gran Garrote señala una identificación fálica entre Feric Jaggar, el héroe de Hitler, y el arma misma. El garrote no sólo parece un falo enorme; es, además, la fuente y el símbolo del poder de Jaggar. Solamente Jaggar, el héroe de la novela, puede esgrimir el Gran Garrote; es el falo de tamaño, potencia y jerarquía máximos, el cetro del dominio en más de un sentido. Cuando obliga a Stag Stopa a besar la cabeza del arma como gesto de lealtad, el simbolismo fálico del Gran Garrote alcanza una culminación grotesca.
Pero el simbolismo fálico no se detiene en el Gran Garrote de Held. El saludo con el brazo extendido, —motivo obsesivo a lo largo de toda la novela—, es sin duda un ademán fálico. Jaggar presencia uno de los orgiásticos desfiles militares desde la cumbre de una enorme torre cilíndrica, descrita en términos evidentemente fálicos. La columna de fuego en el centro de la ciudad incendiada de Bora se convierte en un inmenso tótem fálico, y las tropas victoriosas de Jaggar desfilan alrededor. Y en la última escena de la novela, un cohete literalmente colmado con la simiente de Jaggar se eleva «en una columna de fuego a fecundar las estrellas», como el clímax venéreo de un extraño espectáculo militar que para Jaggar es sin duda una grosera representación del acto sexual.
No cabe ninguna duda: gran parte de la popularidad de «El Señor de la Svástica» procede del manifiesto simbolismo fálico que domina casi todo el libro. En cierto sentido, la novela es una suerte de pornografía sublimada, una orgía fálica del comienzo al fin, con ciertos símbolos sexuales específicos: despliegues militares de carácter fetichista y accesos orgiásticos de violencia irreal. Como esta sexualidad fálica de la violencia y el despliegue militar es una transferencia común en la sociedad de Occidente, el libro gana considerable poder injertándose en esa misma patología sexual, una de las más difundidas en nuestra civilización.
No podemos saber, en cambio, si Hitler tenía o no conciencia de lo que estaba haciendo.
Quienes sostienen que Hitler utilizó esa sistemática imaginería fálica como un recurso expresivo, concluyen diciendo, por supuesto, que la aplicación consecuente de este recurso implica un acto soberano de creación. Además, Hitler muestra una coherencia lógica entre la utilización de símbolos visuales y acontecimientos y la manipulación de la psique de las masas. Uno puede creer que las asambleas multitudinarias con antorchas que él describe en el libro podrían inflamar las pasiones de turbas reales aproximadamente como se cuenta en la novela. La adopción de los colores de la esvástica por grupos de nuestra propia sociedad es prueba suplementaria de que Hitler sabía cómo inventar imágenes visuales capaces de afectar profundamente a un espectador. Es pues hasta cierto punto razonable suponer que Hitler empleó también deliberadamente esa imaginería fálica, para atraer a los lectores menos cultivados.
Una breve mirada a la fantasía científica difundida comercialmente parecería confirmar este aserto. El héroe armado de una espada mágica es un elemento común, casi diríamos universal, en las llamadas novelas de magia y espada. Todas estas novelas se escriben de acuerdo con una sencilla fórmula: una figura supermasculina, con la ayuda de un arma mágicamente poderosa, con la que mantiene una identificación fálica evidente, supera grandes obstáculos y conquista el triunfo inevitable. Hitler se mostró activo en el microcosmo de la ciencia ficción durante décadas, y de hecho muchas de esas fantasías reaparecieron en su propia revista. Por lo tanto, es razonable suponer que estaba familiarizado con el género; de hecho, dos o tres de sus primeras novelas tienden a imitar el género de espada y brujería.
Por lo menos esquemáticamente «El Señor de la Svástica» es una típica novela barata de espada y brujería. El héroe (Jaggar) recibe el arma fálica como símbolo de una supremacía justa, y luego se abre paso triunfalmente, en una serie de cruentas batallas, hasta la victoria final. Al margen de la alegoría política y de las patologías más especializadas de las que me ocuparé, luego, lo que distingue a «El Señor de la Svástica» de una serie de novelas similares es la consistencia y la intensidad obsesiva del Simbolismo fálico. Lo que nos arrastra a la conclusión de que Hitler llevó a cabo un estudio directo de los motivos de atracción del género, y con toda intención acrecentó la atracción patológica de su propia obra fortaleciendo el simbolismo fálico, dándole un carácter más manifiesto y ubicuo. «El Señor de la Svástica» sería entonces una explotación cínica de la patología sexual, bastante común en este género, pero extendida ahora a todas las cosas y de un poder desconocido en otros modelos más tímidos.
Sin embargo, hay dos argumentos que refutan esta teoría: la evidencia interna suministrada por la propia novela y la naturaleza de la ciencia ficción como género.
Por una parte, en «El Señor de la Svástica» hay pruebas abundantes de las aberraciones mentales del autor, al margen del simbolismo fálico. El fetichismo que trasunta la novela mal podría responder a la intención consciente de atraer al lector común. A lo largo de todo el libro se presta una atención obsesiva a los uniformes, y especialmente a los ajustados uniformes de cuero negro de los SS. La conjunción frecuente de expresiones repetitivas como «el brillante cuero negro», «el cromo reluciente», «las altas botas con aplicaciones de acero», y piezas similares del vestido y el adorno, con gestos fálicos como el saludo partidario, el golpear de talones, la precisión de la marcha y otras cosas parecidas es signo claro de un fetichismo mórbido inconsciente, que sólo puede atraer a una personalidad muy desequilibrada.
En el libro, Hitler parece suponer en cambio que las masas de hombres revestidos de uniformes fetichistas y que marchan en filas precisas, con movimientos y arreos fálicos, tendrían una atracción muy poderosa sobre los seres humanos comunes. Para alcanzar el poder en Heldon, Feric Jaggar necesita poco más que una serie grotesca de exhibiciones fálicas cada vez más grandiosas. Se trata, sin duda, de un fetichismo fálico del autor, pues de otro modo habría que aceptar como verosímil la idea de que una nación se arrojará a los pies de un líder por obra de manifestaciones multitudinarias de fetichismo público, de orgías de estridente simbolismo fálico, y de asambleas de oratoria histérica adornadas con antorchas. Es evidente que una psicosis nacional de ese carácter no cabe en los límites del mundo real; el supuesto de que no sólo podría ocurrir, sino que sería, además, una expresión de la voluntad de la raza, demuestra que era él, Hitler, quien padecía esa psicosis.
Más allá del fetichismo, la novela revela contradicciones internas aun en el nivel más grosero de la ciencia ficción comercial, indicaciones claras de que el contacto del autor con la realidad era cada vez más tenue, a medida que iba comprometiéndose con sus propias obsesiones, mientras escribía algo que había comenzado sin duda como otro mero producto comercial.
La novela se inicia en un mundo donde la tecnología más elevada está representada por el motor de vapor y unas toscas máquinas voladoras, y en un tiempo novelístico de ridícula brevedad deja atrás etapas como la televisión, las ametralladoras, los tanques modernos, los aviones de chorro, los seres humanos artificiales, y finalmente una nave del espacio. Hitler no intenta justificar nada de todo esto; del comienzo al fin se trata de deseos que se realizan. Por supuesto, las fantasías inconsistentes que tienden a satisfacer deseos son comunes en la ciencia ficción de escasa calidad, pero nunca hasta tal grado. Hitler parece suponer que la existencia misma de un héroe como Feric Jaggar hará posibles estos saltos cuánticos de la ciencia y la tecnología. Un síntoma evidente de narcisismo grosero, dada la estrecha identificación del autor con este tipo de héroe.
Quizá las obsesiones de Hitler en relación con las secreciones y las materias fecales son todavía más patológicas. Los «olores repulsivos», las «pestilencias», las «cloacas hediondas», los «pozos fétidos» y otras expresiones semejantes abundan en el libro. Hitler manifiesta constantemente un temor mórbido a las secreciones y los procesos corporales. No se cansa de describir a los odiados Guerreros de Zind «babeando», «defecando», «orinando». Los monstruos están cubiertos de un légamo que recuerda las mucosidades nasales. En las fuerzas del mal hay siempre secreciones nocivas, roña, olores repugnantes, excreciones; en cambio las fuerzas del bien son «inmaculadas», «relucientes» y «precisas»; en los equipos y en la gente lo que se ve es siempre una superficie brillante, pulida hasta la esterilidad. El carácter anal de esta dicotomía es demasiado obvio.
La violencia descrita en el libro roza lo psicótico. Hitler describe las matanzas más atroces como si fuesen atractivas, no sólo para él sino también para los lectores. No cabe duda de que la descripción de la violencia en «El Señor de la Svástica» da una cierta atracción mórbida al libro. El caso es raro en la historia de la literatura: la más feroz, perversa y horrible violencia descrita como si espectáculos tan crueles pudieran ser edificantes, moralizadores, e incluso nobles. El propio Sade no llegó tan lejos, pues sus horrores en el peor de los casos pretendían ser sexualmente atractivos, y en cambio Hitler equipara la destrucción total, la matanza implacable, los excesos de repulsiva violencia y el genocidio con la rectitud piadosa, el honor y la virtud; y lo que es más, escribe como si en realidad esperase que el lector medio compartiera ese punto de vista, reconociendo una verdad evidente. Todo esto es prueba cabal de que el poder de «El Señor de la Svástica» tiene su raíz no en la habilidad del escritor, sino en las fantasías patológicas que él mismo trasladó inconscientemente al texto.
Y como si esto no bastara, consideremos el hecho asombroso de que en todo el libro no aparece un sólo personaje femenino. Puede afirmarse con justicia que la asexualidad es un rasgo distintivo de la típica novela de ciencia ficción; las mujeres aparecen sólo como figuras castas y estereotipadas, un simbólico interés romántico del héroe, un premio que es necesario merecer. Pero «El Señor de la Svástica» no sólo carece de este interés romántico tradicional; llega al extremo de negar la necesidad misma de la mitad femenina de la raza humana. Por último el proceso de reproducción queda reducido al desarrollo de los clones de los SS, todos hombres, en una extraña forma de partenogénesis masculina.
Es tentador sumar al fetichismo fálico esta negación de la mujer, y concluir en un diagnóstico de homosexualidad reprimida. Es cierto que si bien Hitler nunca se casó, tenía cierta reputación de Don Juan en las convenciones de autores de ciencia ficción. Por otra parte, la homosexualidad reprimida es a menudo un elemento del donjuanismo. De todos modos, un diagnóstico post mortem sería un tanto presuntuoso. Baste decir que la actitud de Hitler hacia las mujeres y la sexualidad nunca fue equilibrada.
Lejos pues de ser una novela basada en una fórmula cínica ideada astutamente para excitar los apremios fálicos de las masas, como otras tantas novelas del género, «El Señor de la Svástica» se nos aparece como el producto obsesivo de una personalidad desordenada pero fuerte. Es bien sabido que el arte de los psicóticos puede ser atractivo aun para una mente perfectamente normal. El arte psicótico nos transmite una imagen terrible de una realidad que por fortuna excede los límites de nuestra experiencia, este contacto íntimo con lo inenarrable nos conmueve y perturba profundamente.
Quienes no estén familiarizados con la ciencia ficción comercial se sorprenderán al saber que los productos patológicos no son raros. La literatura de ciencia ficción abunda en relatos de superhombres todopoderosos, criaturas extrañas presentadas como sustitutos fecales, tótems fálicos, símbolos de castración vaginal (como el monstruo de muchas bocas armadas de dientes afilados como navajas, en el libro que aquí nos ocupa), relaciones homosexuales y aun pederastas en un plano subliminal, y otros elementos semejantes. Si bien los mejores autores del género apenas recurren a estos elementos, organizándolos en un nivel consciente, en la mayoría casi todo este material brota del subconsciente.
En el cuerpo considerable de la ciencia ficción patológica, «El Señor de la Svástica» se distingue sólo por el poder de las imágenes inconscientes, y hasta cierto punto por el contenido. Es necesario considerar los antecedentes bastante originales de Hitler para explicarse mejor la atracción específica de la obra.
Adolf Hitler nació en Austria y emigró a Alemania, en cuyo Ejército sirvió durante la Gran Guerra. Poco después, y antes de viajar a Nueva York en 1919, conoció a un pequeño partido extremista, los nacionalsocialistas. Muy poco se sabe de este oscuro grupo, que desapareció alrededor de 1923, siete años antes que el golpe comunista convirtiese todo el asunto en un tema académico. Sin embargo, parece evidente que los nacionalsocialistas, o nazis, como a veces se los llamaba, previeron con mucha anticipación las maquinaciones de la Unión Soviética, y que fueron anticomunistas confesos.
El tema de los nacionalsocialistas y Alemania fue siempre una cuestión dolorosa para Hitler; abordaba el asunto con mucha renuencia y amargura, y sólo cuando había bebido un poco. Es evidente que se desvinculó de los nacionalsocialistas, y con absoluta razón, pues las actividades de la sociedad no eran casi otra cosa que discusiones y charlas de café. Pero la devoción temprana, orgullosa y permanente de Hitler a la causa del anticomunismo era bien conocida en los Estados Unidos, y esa actitud lo empujó a menudo a debates y disputas acaloradas en el pequeño mundo de los aficionados a la ciencia ficción en que él actuaba. La ocupación de Gran Bretaña, en 1948, demostró al fin claramente —incluso a los más ingenuos defensores del comunismo— el carácter imperialista de la Unión Soviética.
Así, mientras la imaginería, la violencia, el fetichismo y el simbolismo de «El Señor de la Svástica» nacen directamente de las obsesiones inconscientes de Hitler, es razonable suponer que algunos elementos de alegoría política incluidos en la novela fueron creaciones conscientes de él mismo, y productos de una mente profundamente preocupada por la política mundial y el infortunio de la Europa ancestral.
Las similitudes entre el Imperio de Zind y la actual Gran Unión Soviética son evidentes. Zind es el producto final lógico y extremo de la ideología comunista: un hormiguero de esclavos descerebrados presididos por una oligarquía implacable. Así como los dominantes de Zind aspiran a gobernar un mundo de esclavos subhumanos, del mismo modo los actuales líderes comunistas pretenden aniquilar el individualismo, y que todos nos sometamos al Partido Comunista de la Gran Unión Soviética. Así como el poder de Zind es su gran extensión y el enorme caudal biológico que los dominantes se creen autorizados a malgastar sin escrúpulos, también el poder de la Gran Unión Soviética se apoya en el dilatado territorio y en la enorme población que los comunistas utilizan cruelmente, despreciando las aspiraciones o la dignidad del individuo.
Heldon parecería representar una Alemania renacida que nunca existió, una realización de los deseos de Hitler, o quizá el mundo no comunista in toto.
Fuera de estos límites la alegoría política se desdibuja irremediablemente. Los dominantes parecen representar el movimiento comunista mundial; en la novela «Partido Universalista» parece un sustituto directo del Partido Comunista, que también apela cínicamente a la pereza de las clases inferiores.
Sin embargo, se diría que hay algo más, algo vinculado a las obsesiones genéticas absolutamente inexplicables de la novela. Entre los mutantes degenerados que infestan el mundo de «El Señor de la Svástica» y la realidad contemporánea no parece haber ninguna relación. Por supuesto, el mundo de «El Señor de la Svástica» es el producto de una antigua guerra atómica; quizá la descripción de esos descendientes genéticamente deformes es sencillamente una palabra de advertencia. Pero los propios dominantes parecen ser un elemento genuinamente paranoico. Es difícil evitar la conclusión de que representan el grupo real o imaginario que Hitler odiaba y temía.
Hay ciertos indicios de que el Partido Nazi fue hasta cierto punto antisemita. De ahí la tentación de concluir que los dominantes simbolizan de algún modo a los judíos. Pero como evidentemente Zind representa a la Gran Unión Soviética, en la que el antisemitismo ha alcanzado niveles tan atroces que durante la última década han perecido allí cinco millones de judíos, y como los dominantes, lejos de ser las víctimas de Zind son sus amos absolutos, esta idea, no tiene consistencia.
Pero a pesar de la confusión de los detalles, la fundamental alegoría política de «El Señor de la Svástica» es muy clara: Heldon, que representa a Alemania o al mundo no comunista, aniquila por completo a Zind, que representa a la Gran Unión Soviética.
No es necesario decir que esta particular fantasía política toca una cuerda muy sensible en el corazón de todos los norteamericanos, ahora que sólo Estados Unidos y Japón se alzan entre la Gran Unión Soviética y el dominio total del globo. Además, la victoria misma satisface también nuestros deseos más profundos. Heldon destruye a Zind sin recurrir a las armas nucleares. El individualismo heroico de Heldon derrota a las hordas irreflexivas de Zind; es decir los hombres libres del mundo no comunista derrotan a las masas esclavas de Eurasia comunizada. Sólo los repulsivos dominantes, símbolos del comunismo, descienden al empleo de las armas nucleares, pero eso de nada les sirve. Aunque tal desenlace parece imposible en la actual y sombría situación nuclear, no puede negarse que representa nuestra esperanza más cara: alcanzar la paz mundial mediante la libertad.
La atracción general de esta novela de fantasía científica, de estilo bastante tosco, se revela pues como una combinación única de fantasías políticas —que son una realización de deseos—, de fetichismos patológicos y obsesiones fálicas, y la fascinación de un mundo extraño, mórbido y totalmente ajeno al nuestro, que se despliega inconscientemente unido a la extraña ilusión de que los impulsos más violentos y perversos, lejos de ser motivo de vergüenza, son nobles y elevados principios, a los que adhiere virtuosamente la mayoría de los hombres.
Estos distintos elementos de atracción visceral tienden además a reforzarse mutuamente. Las fantasías fálicas dan al lector poco refinado una impresión de fuerza y potencia ilimitadas, que hace más plausible la destrucción de Zind, y la satisfacción que se deriva de esta fantasía política. La identificación de Zind con la Gran Unión Soviética permite que el lector común se regodee en la violencia sin sentir ninguna culpa. Asimismo, la intensidad casi psicótica de la violencia actúa en el lector como una verdadera catarsis, una purga momentánea de sus sentimientos de temor y odio frente a la amenaza del mundo comunista.
Hemos de considerar por último la certidumbre total que impregna la novela. Feric Jaggar es un líder que carece completamente de dudas. Sabe qué hacer, y cómo hacerlo, y procede en consecuencia, sin equivocarse, sin una pizca de aprensión o remordimiento. Zind y los dominantes son enemigos de la humanidad verdadera, y por lo tanto no merecen piedad, y todo lo que se haga contra ellos es moralmente irreprochable.
En estos tiempos tan sombríos, ¿quién en el fondo de su corazón no clama secretamente por la aparición de un líder semejante?
Ocurre no sólo que Jaggar carece de dudas; además, el propio Hitler escribe con una seguridad y una convicción absolutas, como si no hubiera otra verdad posible. Para Hitler las virtudes militares, con sus vigorosas expresiones de obsesión fálica, fetichismo y homosexualismo son verdades inconmovibles e intemporales, que no han de ser cuestionadas por el autor o el lector.
En estos tiempos en que vivimos desgarrados, entre la complejidad y los conflictos de nuestra civilización y la necesidad de enfrentar a un enemigo implacable, que no parece atado por un exceso de escrúpulos morales, semejante actitud, aunque provenga de una personalidad retorcida como la de Adolf Hitler, puede llegar a parecemos perversamente refrescante.
La Gran Unión Soviética cabalga sobre Eurasia como un bárbaro borracho. Domina ya la mayor parte de África, y las repúblicas sudamericanas comienzan a derrumbarse. Sólo ese gran lago niponorteamericano que es el Pacífico se alza como bastión definitivo de la libertad en un mundo que parece destinado a perecer bajo la marea roja. Nuestro gran aliado japonés conserva las venerables tradiciones del Bushido y ellas lo ayudan a conservar la entereza y a transmitir fe y confianza al pueblo; pero parecería en cambio que nosotros los norteamericanos hemos caído en una apatía y una desesperación irremediables.
Sin duda muchos de los lectores de Hitler habrán llegado a imaginar qué hubiera significado para los Estados Unidos la aparición de un líder como Feric Jaggar. Nuestros grandes recursos industriales hubieran puesto en pie de guerra unas fuerzas armadas invencibles, una corriente de decisión patriótica galvanizaría a la población y nuestros escrúpulos morales quedarían como suspendidos durante la lucha a muerte con la Gran Unión Soviética.
Por supuesto, un hombre así podría conquistar el poder sólo en las fantasías extravagantes de una novela patológica de ciencia ficción. Pues Feric Jaggar es esencialmente un monstruo: un psicópata narcisista de obsesiones paranoicas. Esa confianza inconmovible y la seguridad que lo anima nacen de una falta total de conocimiento introspectivo. En cierto sentido un ser humano de este carácter sería todo superficie y carecería de personalidad íntima. Podría manipular la superficie de la realidad social proyectando sobre ella sus propias patología, pero nunca podría compartir la íntima comunión de las relaciones interpersonales.
Una criatura así podría ofrecer a una nación el liderazgo férreo y la confianza necesaria para afrontar una crisis moral, pero ¿a qué precio? Gobernados por hombres como Feric Jaggar, podríamos ganar el mundo, pero perderíamos para siempre nuestras almas. No, aunque el espectro del dominio comunista mundial pueda inducir a los simples a desear la aparición de un líder semejante al héroe de «El Señor de la Svástica», en un sentido absoluto podemos felicitarnos de que un monstruo como Feric Jaggar permanezca eternamente confinado en las páginas de un libro, y sea sólo el sueño febril de un escritor neurótico de ciencia ficción que se llamó Adolf Hitler.
Homer Whipple, Nueva York, N. Y., 1959
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Traducción: Aníbal Leal
© 1972 by Normand Spinrad
Ilustración de carátula: Domingo Ferreira
© 1978 Ediciones Minotauro SRL
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