CONFIDENCIAS EN LA PELUQUERÍA
Publicado en
febrero 16, 2014
La tía Eulogia estaba disgustada con Roberto y fue a descargar su rabia con su terapeuta. Pero como no se sintió comprendida por esta, fue a ver a su peluquero, Melody, para que este la transformara... y la escuchara.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Un día de esos en que Eulogia lo único que quería era que Roberto desapareciera del mundo, que la tierra se lo tragara o que simplemente nunca hubiera existido, pidió una cita en la consulta de su terapeuta para sacarse la rabia de encima.
—¿Quiere que le diga una cosa, doctora? Escuche bien lo que voy a decirle y no me salga con que estoy histérica... Pero, ¿sabe cuál es la verdad de mis verdades? ¿Sabe qué es lo que me define como mujer? ¿Quiere que se lo diga? Pues bien, ahí va: el único hombre que realmente me importa en la vida es mi peluquero, del único hombre del cual jamás me separaría sería de Melody.
—¿Su peluquero se llama Melody? —preguntó la terapeuta, que ya estaba acostumbrada a estos exabruptos que abrumaban a Eulogia cada vez que a Roberto se le iban los ojos (y las manos) hacia el lado prohibido.
—Sí, y su nombre es tan melodioso como él mismo. Melody escucha todas mis tragedias, sabe de todos mis rollos, me aconseja sin más interés que yo salga de su peluquería convertida en otra. Algo que mi propio marido no ha hecho jamás, porque lo cierto es que yo le cuento algo, y le entra por una oreja y le sale por la otra. ¿Se ha fijado que los hombres no escuchan absolutamente nada cuando sus mujeres les hablan?
—Quizás hablamos demasiado — aventuró la terapeuta.
Lejos de allí, en la peluquería, Melody lidiaba con la quinta clienta del día.
—Te ruego que no seas porfiada, Marisela, el cabello amarillo no te queda bien. Piénsalo...
— ¡Yo lo quiero amarillo! La bruja esa es rubia. ¡Rubia! ¿Me entiendes? Tiene el pelo canario y lo quiero igual.
—Y todo porque la amante de tu marido es rubia, ¿vas a teñirte de un color que te iría tan mal como si Hillary Clinton se pintara el cabello negro azabache?
—A Guiseppi le gustan rubias.
—No debió casarse contigo, entonces —se atrevió a decirle Melody.
Estaba cansado de las locuras de Marisela. La última vez, cuando el famoso Guiseppi se enamoró de una mujer gordísima, se puso a comer como desaforada. Argumentaba que a su italiano le gustaban entradas en carnes, como su nonna. Fue solo después de echarse no sé cuántos kilos encima que descubrió que la gorda no era la amante, sino su secretaria; la amante era una flaca como alambre, de esas que ponen verdes de envidia hasta a los álamos.
— ¡Amarillo! —gritó Marisela y Melody, a punto de perder el control de sus nervios, respiró, pidió un café con una pastilla, para su pobre sistema aturdido con tanta mujer pidiendo cosas imposibles, y le tiñó las cuatro mechas que tenía de un color amarillo intenso. Y atroz. Tal como ella le pedía.
Cuando Marisela se miró al espejo, una hora más tarde, lanzó un chillido que amenazó con quebrar los cristales de la peluquería, y Melody supo que en los próximos 60 minutos tendría que volver a teñirla, esta vez de color café claro, o enfrentar su ira y sus amenazas de meterle un pleito.
En la consulta de la terapeuta, Eulogia llegaba al final de esa sesión sin sentirse ni un ápice mejor que antes de haber entrado.
—Tal vez tenga razón, doctora, es posible que las mujeres hablemos más de lo necesario... Pero, ¿le parece justo que un marido no la escuche cuando usted le está contando, por ejemplo, que de niña casi la violó el jardinero de la casa?
—¿Y a usted le pasó eso? — quiso saber la terapeuta.
—A mí, no, pero a la amiga de una prima, sí, y a Roberto no le importó cuando se lo conté.
—Mmmm... a mí tampoco me habría importado mucho —dijo la terapeuta tomando su cuaderno de apuntes, mientras consultaba el reloj. Había terminado la sesión.
Eulogia se levantó molesta, pues no la había calmado.
—Me voy a la peluquería. Nos vemos la próxima semana.
Al llegar a la peluquería, Eulogia buscó a Melody y le dijo:
—Ay, Melody, córtame el pelo al estilo de Gwyneth Paltrow. Me acaba de pasar algo atroz. Mi terapeuta no me entiende. Siempre se pone de parte de Roberto. No le gustan las mujeres. Nos critica. Dice que hablamos más de la cuenta, que siempre queremos lo imposible, que...
—¡Ay, niña! ¡Me gusta tu terapeuta! ¿Cómo se llama? Dame sus datos. Voy a ir a verla. Es lo que necesito con urgencia. Hoy mismo, si es posible. ¿Y qué quieres que te haga en el pelo?
—Que me dejes como Gwyneth Paltrow, quiero verme como la actriz, con esos mismos ojos soñolientos, esa bocaza y esa nariz interesante. ¿Puedes? Roberto anda entusiasmado con una mujer parecida a ella y necesito rescatarlo.
—¿Qué les pasa a las mujeres hoy en día? ¿Quieres explicarme por qué son tan tontas, que para reconquistar al marido quieren parecerse a la amante? Entiéndeme, Eulogia, ¿cuántas veces te lo he dicho? Para los hombres, el amor y el sexo no van en el mismo carro. A la hora del amor, lo que menos le miran los hombres a las mujeres es el color del pelo. Y a la hora del sexo, permíteme que te lo aclare, mujer, pero el color del pelo no existe. El problema de las mujeres es que les cuesta entender que la pareja dura más que el amor. Y todas ustedes me tienen hasta la coronilla. No peino a nadie más por hoy, hazte en el pelo lo que te plazca... Lo que es yo, me voy donde tu terapeuta. ¿Cómo dijiste que se llama?
Se quitó la bata de peluquero, se peinó a toda carrera las mechas rubias que él mismo se había teñido hacía menos de un mes, se empolvó un poco la cara y partió donde la terapeuta, sin ni siquiera concertar una cita.
La terapeuta no estaba acostumbrada a estas visitas intempestivas, pero fue tanto lo que Melody insistió, que si no lo atendía, su vida podía correr peligro, pues no estaba seguro de ser capaz de pasar el día en este estado de nervios... que le dio curiosidad.
—Dile que lo veré en media hora —le dijo a la secretaria, y media hora más tarde un hombre flacuchento y desgarbado, con el pelo teñido, la nariz empolvada y maneras muy suaves, se contorneaba rumbo a su escritorio, estirando las manos para saludarla. La besó en ambas mejillas. Le dijo que se veía estupenda con ese corte francés y en menos de un minuto, la había conquistado.
—¿Cuál es el motivo de la urgencia? —preguntó la terapeuta, mientras le ofrecía asiento frente a ella, en un sillón tapizado de amarillo.
—Es que las mujeres me tienen loco, loco. Ya no las soporto, no hay nada peor que una mujer en una peluquería. Déjeme contarle en dos minutos lo que tengo que tragarme a diario. Llegan, casi siempre, porque no tienen nada más que hacer, se instalan durante una o dos horas allí y lo que pretenden, ni más ni menos, es que el peluquero las deje convertidas en otra, que les haga el milagro de que el marido vuelva a tocarlas, que los hijos no le falten el respeto, que el jefe en la oficina les suba el sueldo y que las amigas la envidien —Melody hizo una pausa y siguió hablando— : "Quiero el corte de Liz Taylor, tíñeme como la amante de mi marido, hazme un moño estilo Grace Kelly"... ¡Estilo Grace!, si la Princesa lleva quién sabe cuántos años muerta y su moño ya no se usa... Pero no, ella quiere un moño a lo Grace (casi siempre es porque el marido se enamoró de una de moño). ¡Y las confidencias! Ay, Dios mío, doctora, si no soy siquiatra, ¿por qué tengo que oír tanta tragedia todo el día? Que el chiquillo mayor está metido en drogas, que el marido jamás se ha preocupado de la casa. Y de los niños... que los fines de semana son un martirio, porque tienen que hacer de choferes de sus hijas menores, que en la semana es otro martirio, porque hay que ir a buscar y a dejar a los niños a clases de esto y clases de lo otro, que la vida no vale la pena vivirla así... El único descanso real que tienen, me dicen, es la peluquería. Y yo no quiero seguir así, doctora, tengo que cambiar de profesión, ¿me entiende? ¡Me están volviendo loco!
Una hora más tarde, Melody abandonó la consulta sintiendo un profundo alivio. Le gustaba esta doctora tranquila, que no abría la boca para nada y simplemente lo escuchaba.
La doctora, por su cuenta, anotó algunas impresiones en su cuaderno y luego llamó a su peluquería.
—¿Boris? ¿Eres tú? No, nada Boris, solo quería cancelar mi cita contigo mañana. ¿Que quién me va a cortar el pelo? Nadie... bueno, yo misma me lo cortaré.
—Si tú no sabes —dijo Boris, pero la terapeuta ya había cortado la comunicación.
"Nunca entenderé a las mujeres", pensó el peluquero.
ILUSTRACION: TERESITA PARERA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, AGOSTO 14 DEL 2007