Publicado en
febrero 23, 2014
Para
Tony Bouchery Mick McComas,
a quienes tanto gustó esta historia.
Hace todo lo que quiere, y hace tanto
que la evidencia se llama imposibilidad.
TROILO Y CRÉSIDA
El enigma de la naturaleza del tiempo es el obstáculo con el que siempre choca el curso de nuestros pensamientos. Y, si el tiempo es tan fundamental que comprender su auténtica naturaleza no estará nunca a nuestro alcance, tampoco obtendremos nunca una decisión en la milenaria controversia entre la determinación y el libre albedrío.
The mysterious universe by James Jeans
I. La vida en los veintiséis estados
Aunque estoy escribiendo estas líneas en 1877, no nací hasta 1921. No, no me he equivocado en las fechas ni en los tiempos verbales. Me explicaré.
Como he dicho, nací en 1921. Pero no fue hasta 1930, casi a los diez años, cuando empecé a darme cuenta de lo frustrante y falto de esperanzas que era el mundo que me rodeaba. Fue a causa del retrato al carboncillo del abuelo Hodgins, que colgaba solemnemente sobre la repisa de la chimenea.
El abuelo Hodgins —en cuyo honor me habían bautizado, no sin cierta grandilocuencia, Hodgins McCormick Backmaker— había sido un veterano de la Guerra de la Independencia Sureña. Como tantos otros jóvenes, se embutió en un desastrado uniforme azul y respondió a la llamada del mal aconsejado y testarudo —quizá martirizado— señor Lincoln. Depende de con qué punto de vista se mire, en mi vida he tenido varios.
El abuelo perdió su brazo en la Gran Retirada a Filadelfia, tras la caída de Washington ante las victoriosas tropas del general Lee, procedentes de Virginia del Norte. Así que la guerra terminó, para él, seis meses antes de la capitulación en Reading, y del reconocimiento de la independencia de los Estados Confederados, el 4 de julio de 1864. Manco y amargado, el abuelo volvió aquí, a su casa de Wappinger Falls. Como sus camaradas veteranos, trató de rehacer su vida en un mundo diferente del que conoció, y cada vez más desesperanzador.
Aparentemente, la Paz de Richmond era una serie de disposiciones —casi generosas— del vencedor para con el enemigo derrotado. (Ambos bandos, por diferentes razones, recordaban el motín de los Federales intransigentes en los ejércitos de Cumberland y Tennessee. A pesar de la derrota de Chattanooga, éstos no consiguieron olvidarse de Vicksburg o de Port Hudson, y combatieron sangrientamente la orden de rendición.) Al Sur le habría resultado fácil hacer pedazos el país, y complacer a sus más apasionados patriotas; incluso podría haberse anexionado el Oeste para convertirlo en un protectorado. En vez de eso, los caballerosos sureños se contentaron con trazar la frontera, siguiendo unas líneas más tradicionales. La línea Maxon-Dixon les dio Delaware y Maryland; ellos, generosamente, devolvieron el saliente de Virginia Oeste, que quedaba por debajo de esa línea. Missouri pasó a formar parte de la Confederación, naturalmente; pero los disputados territorios de Colorado y Deseret pasaron a la vieja Unión. Sólo Kansas y California, así como la cuña que formaba Nevada —por razones defensivas evidentes—, quedaron en manos del Sur.
Además, la Paz de Richmond estableció que el derrotado Norte pagara el alto precio de la guerra. Y era eso, mucho más que la pérdida del brazo, lo que convertía al abuelo Hodgins en un mutilado. La inflación de posguerra, galopante durante la Administración Vallandigham, se hizo vertiginosa durante los años del presidente Seymour, y provocó las revueltas del hambre de 1873 y 1874. El dinero y la propiedad sólo lograron recuperar su estabilidad en 1876, tras la elección del presidente Butler, candidato de los muy conservadores Whigs, gracias a una reorganización y una drástica reducción de la inflación. Claro que, para entonces, todos los valores normales habían quedado destruidos. Y tenían que seguir pagando las indemnizaciones. El abuelo jamás consiguió recobrarse de aquello, y otro tanto les sucedió a centenares de miles de personas como él.
Recuerdo perfectamente cómo era yo en los años veinte y treinta: un chiquillo que oía a sus padres hablar amargamente de la guerra que lo había estropeado todo. No se referían a la
Guerra de los Emperadores, la de 1914 a 1916, reciente todavía, sino a la Guerra de la Independencia Sureña. Aun entonces, setenta años más tarde, terminó malogrando lo que quedaba de los Estados Unidos.
Tampoco se puede decir que fueran únicos u originales. Los hombres que holgazaneaban en la herrería de mi padre, o los que se reunían cada mes en torno a la oficina de correos, esperando saber los números ganadores de la lotería, solían maldecir a los confederados, y discutir sobre qué habría pasado si Meade hubiera sido mejor general, o Lee peor; o sobre las nuevas bicicletas con engranajes, que hacían más fácil pedalear cuesta arriba; o sobre el último escándalo relativo al emperador francés, Napoleón VI.
Yo intentaba imaginar cómo habían sido las cosas en tiempos del abuelo Hodgins, visualizar ese pasado perdido, esa era extraña y deslumbrante. En ella, según decían, gente como nosotros o nuestros vecinos eran los propietarios de sus propias granjas. No tenían que pagar alquiler al banco, ni entregar la mitad de la cosecha a un terrateniente. Y escrutaba las profundas arrugas que componían el rostro del abuelo Hodgins, en busca de algún signo que le diferenciase de sus descendientes.
—Pero ¿qué hizo para perder la granja? —solía preguntarle a mi madre.
— ¿Hacer? No hizo nada. No pudo evitarlo. Anda, vete a hacer tus tareas. Tengo un montón de trabajo.
¿Cómo podía haber tenido resultados tan desastrosos la pasividad de mi abuelo? No podía comprenderlo. Igual que no podía comprender esos tiempos pasados, en los que un hombre podía conseguir casi siempre un trabajo, con un salario que le permitía mantenerse a sí mismo y a su familia. Pero eso fue antes de que el sistema de contratación se hiciera tan corriente, que la única alternativa a la indigencia era venderse a una compañía.
La contratación sí podía comprenderla: en Wapperin Falls, había una fábrica que confeccionaba un tejido de mala calidad, muy inferior al que tejía mi madre en su telar manual. A pesar de estar más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, mi madre podría haberse contratado allí por un buen precio, y ella misma admitía que su trabajo sería más fácil que el que hacía en casa para competir con la fábrica. Pero, como solía decir con un terco movimiento de cabeza, «nací libre, y libre moriré».
En tiempos del abuelo Hodgins, si es que se podía dar crédito a las leyendas del pueblo y a las historias de la familia, los hombres y las mujeres se casaban jóvenes, y tenían grandes familias. Entre él y yo podrían haber existido cinco generaciones, en vez de sólo dos. Y muchos tíos, primos y hermanos. Ahora, lo normal eran matrimonios tardíos e hijos únicos.
¡Si no hubiera sido por la guerra...! Era la cantinela habitual, aunque sujeta a las ligeras variaciones que exigieran las circunstancias concretas del momento. Si no hubiera sido por la guerra, los jóvenes más vigorosos no emigrarían; los visitantes extranjeros no vendrían, como el que va a hacer caridad a un arrabal; y las grandes potencias se lo pensarían dos veces antes de enviar soldados, cada vez que uno de sus ciudadanos sufría la menor molestia. Si no hubiera sido por la guerra, el odioso comprador de Boston —odioso para mi madre; a mí me resultaba fascinante, con su chaleco de colores chillones, y aquel permanente olor a jabón y a tónico capilar—, no vendría habitualmente a casa para ofrecerle un precio miserable por sus tejidos.
— ¡Extranjero! —exclamaba siempre mi madre, cuando el comprador se marchaba—. Envían los buenos tejidos fuera del país.
—Se limita a hacer su trabajo —se atrevió a aventurar en una ocasión mi padre.
— ¡Claro, debí saber que un Backmaker se pondría de parte de los extranjeros! De tal padre, tal hijo. Si las cosas funcionaran a tu gusto, dejarías que nos lo robaran todo.
Ésa fue la primera noticia que tuve sobre el escándalo del abuelo Backmaker. Por entonces, ya no había ningún retrato de él, y mucho menos sobre la repisa de la chimenea. Tengo la impresión de que el padre de mi padre no sólo era extranjero de nacimiento, sino un personaje deshonroso, un hombre que seguía creyendo en los ideales por los que había luchado el abuelo Hodgins, incluso después de que demostraran ser erróneos. No sé cómo llegué a descubrir que el abuelo Backmaker había pronunciado discursos, exigiendo la igualdad de derechos para los negros, o protestando por los linchamientos que tan populares eran en el Norte. Tampoco recuerdo cómo me enteré de que le habían expulsado de muchos lugares, antes de instalarse definitivamente en Wappinger Falls. O de que, durante toda su vida, la gente murmuró a sus espaldas, « ¡Sucio abolicionista!». Un insulto terrible, desde luego. Sólo sé que, como consecuencia de esto, mi padre, un hombrecillo tímido y trabajador, siempre estuvo dominado por mi madre, y nunca le permitió olvidar que un Hodgins o un McCormick valían por una docena de Backmaker.
Yo debí de ser para ella un auténtico castigo, porque no mostré ni rastro de la iniciativa y el sentido común de los Hodgins, el que tenía ella y que nos mantenía a todos libres, por precariamente que fuera. Para empezar, yo era notablemente torpe y desmañado, bastante inútil para el millar de tareas necesarias en nuestra ruinosa casa. Aunque me lo ordenaran, era incapaz de levantar el martillo para arreglar los maltrechos suelos del lado este, sin machacarme el pulgar o sin hacer astillas la vieja madera. No podía cuidar del pequeño huerto, sin destrozar valiosísimas verduras y dejar intactas todas las malas hierbas. Podía quitar la nieve en invierno porque era fuerte y resistente, pero cualquier trabajo que exigiera habilidad manual me superaba. Me hacía un lío cada vez que tenía que ensillar a Bessie, nuestra yegua, o engancharla al carro para que mi padre fuera a Poughkeepsie. Y, cada vez que intentaba ayudarle en la granja o en la herrería, mucho me temo que mis esfuerzos provocaban, en aquel hombre tranquilo, algo muy parecido a la ira. Solía dejar las riendas en el arado o el martillo en el yunque, y movía la cabeza tristemente.
—Será mejor que vayas a ayudar a tu madre, Hodge. Aquí no haces más que estorbarme.
Sólo en una cosa casi logré complacer a mi madre; aprendí muy pronto a leer y a escribir, y parecía que se me daba bien. Pero incluso en esto tenía un fallo; ella veía la literatura como algo que distinguía a los Hodgins o a los McCormick de la muchedumbre; algo que, de una manera vaga e inconcreta, serviría para salir de la pobreza. Para mí, la lectura era un fin en sí misma. Y eso, probablemente, le recordaba la laxitud de mi padre, o las ideas subversivas del abuelo Backmaker.
—Tienes que ser algo en la vida, Hodge —solía amonestarme a menudo—. No puedes cambiar el mundo —evidente alusión al abuelo Backmaker— pero, si lo intentas, puedes arrancarle algo. Siempre hay alguna posibilidad.
Aun así, no aprobaba la lotería por correo, en la que tantos centraban sus esperanzas para escapar de la pobreza o del contrato. En ese aspecto, estaba de acuerdo con mi padre: los dos confiaban más en el trabajo que en el azar.
De todos modos, el azar también puede ayudar al trabajador más firme. Recuerdo la ocasión en que un minimóvil —una de las pequeñas locomotoras sin rieles— se estropeó, a menos de kilómetro y medio de la herrería de mi padre. Era una oportunidad de oro, increíble, irrepetible. Los minimóviles, como cualquier otro artículo de lujo, eran muy comunes en países prósperos como la Unión Alemana o la Confederación, pero escaseaban en los Estados Unidos. Nuestros medios de transporte se limitaban a los caballos, que jamás fallaban, y a los ferrocarriles, por desgastados y estropeados que estuvieran.
Durante décadas, el gran tema de discusión en el Congreso, fue la inconclusa línea transcontinental Pacífico, aunque la América Británica tenía una, y los Estados Confederados siete. (Aún se tenían ciertas reticencias contra los foques náuticos, a pesar de ser económicos y bastante corrientes.) Sólo escasos millonarios, con contactos en Frankfurt, Washington-Baltimore o Leesburg, podían permitirse un costoso y complicado minimóvil. Además, requería un conductor experto que lo guiara por las maltrechas carreteras, llenas de accidentes y baches. Sólo un espíritu extraordinariamente aventurero se atrevía a abandonar las alquitranadas calles de Nueva York o de su ciudad hermana, Brooklyn, en las que los gruesos neumáticos de goma de los minimóviles, en el peor de los casos, podían al menos contar con la tracción de los caballos.
Cuando se hacía, era inevitable que los traqueteos y saltos rompieran o desconectaran alguno de los delicados componentes de la complicada maquinaria. En esos casos, el único recurso —aparte de enviar un telegrama a la ciudad, si el apurado viajero se encontraba cerca de alguno de estos instrumentos— era la herrería más cercana. Los herreros no solían conocer el mecanismo y funcionamiento de los minimóviles, pero podían fabricar un duplicado aceptable de la pieza rota, y a menos que la máquina hubiera sufrido daños graves, colocarla en su sitio. Lo acostumbrado era que el artesano se compensara a sí mismo por el tiempo que había estado apartado de las herraduras o el fuelle —o, simplemente, de mordisquear una paja— exigiendo una remuneración exorbitante, que en algunos casos podía llegar a los veinticinco o treinta centavos por hora. Así vengaban su pobreza rural y su obligada autosuficiencia, ante la riqueza y la impotencia del excursionista urbano.
Como he dicho, mi padre tuvo una de estas oportunidades de oro en el otoño de 1933, cuando yo tenía doce años. El conductor llegó hasta la herrería, dejando que el propietario del minimóvil se ahogara de ira en el asiento del pasajero. Un rápido vistazo convenció a mi padre, que arreglaba con igual destreza un reloj que un rastrillo roto, de que debían llevar la máquina hasta la forja. Allí podrían calentar y enderezar una parte que no podía desmontarse fácilmente. (Tanto el conductor como el propietario, incluso mi padre, repitieron varias veces el nombre de esa parte. Pero siempre he sido tan inepto para las cosas «prácticas» que, a los diez minutos, ya no lo recordaba. Mucho menos treinta años más tarde.)
—Hodge, coge la yegua y ve a casa de Jones. No intentes ensillarla, monta a pelo. Pídele por favor al señor Jones que me preste su yunta.
—Le daré un cuarto de dólar al chico, si vuelve con la yunta antes de veinte minutos —añadió el propietario del mini móvil sacando la cabeza por la ventanilla.
No diré que volé como el viento, porque en esta vida he aprendido a detestar las exageraciones y las hipérboles, pero me moví más de prisa de lo que lo había hecho en toda mi vida. ¡Un cuarto, todo un deslumbrante cuarto de plata para mí solo, para que me lo gastara como quisiera! Era la paga de todo un día para un chico, siempre que encontrara trabajos raros, o medio día de paga para un adulto que no se hubiera contratado ni trabajara horas extras.
Volví corriendo al granero, saqué a Bessie por las riendas y monté rápidamente, soñando despierto. Una vez tuviera el cuarto de dólar, quizá podría convencer a mi padre de que me llevara en su próximo viaje a Poughkeepsie. Allí, en las tiendas, encontraría unos metros de algodón estampado para mi madre, o una caja de los cigarros que más le gustaban a mi padre y que rara vez compraba, o un algo inimaginable para Mary McCutcheon, que tenía unos tres años más que yo. Me gustaba estar con ella, aunque también me avergonzaba el que se me viera con una débil chica, en vez de con otro chico.
Ni por un momento se me ocurrió lo primero que habría pensado cualquiera: invertirlo en un octavo de billete de lotería. No sólo porque mis padres se opusieran abierta y firmemente a este popular juego de azar, sino porque yo también sentía una aversión puritana a jugar con la suerte.
Claro que, también podía gastar mi cuarto de dólar en la tienda de libros y relojes de Newman. No podría permitirme uno de los últimos libros ingleses o confederados —hasta las novelas, que yo desdeñaba, costaban cincuenta centavos en la edición original, y treinta en la edición pirata de los Estados Unidos—, pero... ¡qué tesoros había entre las reediciones de a doce centavos y medio, o entre los clásicos de a diez centavos!
Las patas de Bessie se movían rítmicamente debajo de mí. Repasé con la imaginación todas las existencias de la tienda del señor Newman, que me conocía de memoria por haberlas inspeccionado un millar de veces, bajo el regular y arrullador sonido de su otra mercancía, sin duda mucho más rentable.
Con un cuarto de dólar podría comprar dos reediciones, pero las leería en otras tantas tardes. Y volvería a estar como al principio, hasta que el recuerdo se desvaneciera y pudiera leerlas otra vez. Sería mejor invertirlo en ediciones baratas de historias de aventuras, de ésas que contenían buenas narraciones de la vida en el Oeste, o que recordaban las glorias de la guerra. Claro que casi todas estaban escritas por autores confederados. Y yo era, quizá gracias al abuelo Hodgins y a mi madre, un devoto partidario de la causa perdida de Sheridan, Sherman y Thomas. Pero el patriotismo no bastaba para alejarme de las emociones que ofrecían los libros confederados; sencillamente, la literatura ignoraba la frontera que se extendía hacia el Pacífico.
Por fin, decidí no invertir mis veinticinco centavos en cinco volúmenes, sino en diez de segunda mano, o con las cubiertas estropeadas por la exposición en la tienda. Fue en ese momento cuando me di cuenta que llevaba mucho tiempo cabalgando sobre Bessie. Miré a mí alrededor, un poco deslumbrado por el repentino contraste entre el interior ligeramente mohoso de la tienda de Newman y el brillante campo que se extendía ante mí. Descubrí, consternado, que Bessie no me había llevado a la granja de Jones, sino en dirección opuesta, en un viaje de placer de su propia elección.
Me temo que esta pequeña anécdota no tiene importancia —aunque, para mí, sí la tuvo aquella noche: además de perder el cuarto de dólar prometido, mi madre me dio una buena zurra con una vara de cardar la lana. Mi padre, como de costumbre, rehusó apáticamente cumplir con sus deberes de progenitor—, excepto como demostración de cómo puedo olvidarme de la realidad cuando persigo un sueño.
Mi sincera creencia de que los libros eran parte de la vida, y la parte más importante, no fue una etapa transitoria. La mayoría de los adolescentes sueñan con irse a los bosques de Dakota, Montana o Wyoming, contratarse en una compañía dirigida por una bella joven —este tema también es habitual en los libros de bolsillo—, descubrir el botín escondido por una banda de forajidos, o emigrar a Australia o a la República Sudafricana. La alternativa era enfrentarse a la realidad de los contratos, la de llevar la granja de la familia o el pequeño comercio. Yo sólo quería que me dejaran leer.
Sabía que esta ambición, si es que se la puede llamar así, era rara y extravagante. También era prácticamente imposible. La escuela de Wappinger Falls, superviviente de los días de aprendizaje compulsivo y espina en el bolsillo de los contribuyentes, enseñaba lo menos posible. Y de la forma más rápida imaginable. Los padres necesitaban la ayuda de sus hijos, para sobrevivir o para acumular unos mínimos ahorros, siempre con la ilusoria esperanza de liberarse de sus contratos. Tanto mi madre, como mis maestros, contemplaban con recelo mi deseo de seguir aprendiendo a mi edad, cuando la mayoría de mis coetáneos ya eran económicamente útiles.
Suponiendo que yo hubiera tenido dinero, la desastrada y anticuada Academia de Poughkeepsie —creada en principio para la educación de los acomodados— no podía proporcionarme lo que quería. No es que estuviera demasiado claro lo que deseaba, pero sí sabía que ni la aritmética comercial, ni la agrimensura, ni ninguna de las asignaturas que se enseñaban allí, era la respuesta a mis deseos.
Y, desde luego, no había dinero para pagar una universidad. Nuestra posición había ido empeorando paulatinamente, y mi padre hablaba de vender la herrería y contratarse. Mis sueños de Harvard o Yale eran tan imposibles como los de mi padre: el conseguir una buena cosecha, que le permitiera pagar todas las deudas. Y por aquel entonces yo tampoco sabía —lo averigüé más tarde—, que las universidades eran cada vez más provincianas y decadentes, y que ofrecían un doloroso contraste con las florecientes universidades de la Confederación y de Europa. El hombre de la calle se preguntaba para qué demonios querían universidades los Estados Unidos: al parecer, los que asistían a ellas, sólo aprendían a quejarse y a cuestionar las instituciones de toda la vida. La constante y minuciosa inspección de las facultades, y el despido sumario de cualquier profesor, sospechoso de tener ideas irregulares, no pareció mejorar la situación ni elevar el nivel de la enseñanza.
Ahora que ya había pasado la edad del cambio, mi madre me dio una larga y severa conferencia sobre la holgazanería y la confianza en uno mismo.
—Vivimos en un mundo difícil, Hodge, y nadie te va a dar nada que no te hayas ganado. Tu padre es un hombre despreocupado, demasiado para su propio bien. Pero siempre sabe cuál es su deber.
—Sí, claro —repliqué educadamente, sin saber muy bien a dónde quería llegar.
—Trabajo duro y honrado. Eso es lo único que importa, no los milagros que esperes, imagines o desees. Trabaja duro y mantente libre. No dependas de las circunstancias ni de los demás, ni les culpes de tus propios defectos. Depende sólo de ti mismo. Sólo así llegarás donde quieras.
Me habló de la responsabilidad y el deber, como si fueran haremos mensurables. En ningún momento mencionó la parte amable de tales ecuaciones, los factores del afecto y la compasión. No quisiera dar la impresión de que nuestra familia era particularmente puritana, pues sé que nuestros vecinos tenían el mismo aspecto sombrío. Pero me sentía culpablemente vulnerable. No sólo por querer aprender más, sino por otra cosa que mi madre jamás habría podido perdonar.
Mi juvenil interés en Mary McCutcheon tuvo las consecuencias lógicas, pero pronto empezó a pensar que yo era un compañero demasiado joven y se llevó su interés a otro lado. Por mi parte, me volví hacia Agnes Jones, una joven repentinamente atractiva, surgida de una niña flacucha con la que solía pelearme. Agnes comprendía mis aspiraciones y me animaba de manera muy agradable. Lo malo era que, sus planes concretos para mi futuro, se limitaban a que me casara con ella y ayudara a su padre en la granja. Y eso, comparando con lo que ya tenía en casa, no me parecía un progreso demasiado considerable.
Además, yo no era precisamente una ayuda: consumía tres suculentas comidas diarias y ocupaba una cama. Y era consciente de las miradas y las sonrisas que me seguían por la calle: un buen ejemplar de varón, con diecisiete años, demasiado perezoso para trabajar, siempre vagabundeando con la cabeza en las nubes, o tumbado con la nariz metida en un libro. ¡Qué desperdicio! ¡Con lo trabajadores que eran los Backmaker! Yo comprendía que mi comportamiento con Agnes, añadido a mi pereza, resultase de lo más doloroso para mi madre.
Aun así, ni yo era un depravado, ni me diferenciaba demasiado de los demás jóvenes de Wappinger Falls: no sólo cogían lo que querían, allí donde lo encontraban, sino que la mayoría de las veces utilizaban la fuerza más que la persuasión. Aunque no con demasiada claridad, yo era consciente —al menos, en parte—, de que el ambiente que me rodeaba carecía casi por completo de afecto. La rígida convención social del matrimonio tardío fomentó un exagerado respeto hacia la castidad, con dos vertientes: una, que el honor de hermanas e hijas se vengaba duramente, sin que la sociedad protestara en absoluto; y dos, que una seducción no descubierta proporcionaba una satisfacción mucho mayor. Pero, tanto la venganza como el placer, tenían un algo demasiado mecánico: solían ser pasiones más convencionales que arrolladoras. Los predicadores —y nosotros, la gente de campo, apreciábamos profundamente a esa gente itinerante, que acudía periódicamente a castigarnos por nuestros pecados—, denunciaban nuestro relajamiento moral, y ensalzaban las virtudes de nuestros abuelos y bisabuelos. Nosotros aceptábamos sus consejos, pero con las modificaciones que estimábamos oportunas, que no era en absoluto lo que pretendían.
Y apliqué la misma regla al consejo de mi madre, ése sobre depender de mí mismo. La mejor manera de pagar la deuda que tenía con ella y con mi padre, puesto que no tenía la menor intención de equilibrar nuestra balanza particular, era librarles de la carga que representaba mi presencia. Ni siquiera se me ocurrió pensar que hubiera una obligación emocional por parte de ninguna de ambas partes. No creo que ellos lo pensaran tampoco. Y no creía tener la menor deuda para con Agnes Jones.
Pocos meses después de mi decimoséptimo cumpleaños, envolví mis tres libros más queridos en la mejor camisa de algodón blanco que tenía. Y, tras una muy romántica despedida con Agnes Jones, que seguramente habría consumado las esperanzas de la chica en caso de que su padre nos hubiera visto, salí de Wappinger Falls en dirección a Nueva York.
II. Sobre decisiones, minimóviles y tinugrafos
Pensé que podría hacer el trayecto, unos ciento veinte kilómetros, en cuatro días. Reservando unas horas para trabajar, a cambio de comida, en el supuesto de que encontrara granjeros o amas de casa dispuestos a hacer el trato. En el mes de junio no era duro dormir al descubierto, y el viejo camino del correo discurría lo suficientemente cerca del Hudson para permitirme un baño cuando lo necesitara.
Los peligros del viaje eran parte del sistema de vida imperante en los Estados Unidos de 1938. No temía de forma particular que me asaltara una banda errante, porque estaba seguro que los depredadores organizados desdeñarían una presa tan evidentemente poco provechosa, y creía poder cuidarme de un ladrón solitario. Pero no sentía el menor deseo de que cualquiera de las tres fuerzas policiales —nacional, estatal o local—, me detuviera por vagabundo. Yo era un hombre libre y, como tal, estaba más expuesto a este tipo de cosas que un contratado, con una tarjeta de trabajo encima y una compañía a sus espaldas. Un hombre libre era presa codiciada por alguaciles, policías estatales y aduaneros, siempre en busca de reclutas: un juicio sumario, y a formar parte de la mano de obra de la que dependían las carreteras, los canales y el resto de las obras públicas.
Mucha gente se preguntaba el motivo de que las carreteras se encontrasen en tan mal estado, pese a esta aparente inyección de mano de obra. Nadie se creía la explicación de que el mantenimiento de las vías de superficie era costoso, y que resultaba imposible mantener los caminos sin asfaltar en buenas condiciones. Sólo la idea popular de que se podía ver a los prisioneros trabajando en las propiedades de las grandes familias Whig, o que se les vendía a gigantescas empresas de capital extranjero, arrancaba asentimientos.
A los diecisiete años, los posibles desastres no me asustaban demasiado. Decidí ser cauteloso, y deseché las ideas preconcebidas sobre la policía, las bandas y el resto de los posibles inconvenientes. Tenía que construirme mi propio futuro, como decía mi madre, y ya estaba dando los primeros pasos.
Empecé el camino muy animado, cruzando al principio pueblos con los que estaba bien familiarizado. Luego, al salir del territorio que había conocido toda mi vida, aminoré la marcha para fijarme en cualquier cosa nueva y extraña, o para vagar por los bosques y pastos, en busca de fresas silvestres o moras tempranas. Había avanzado bastante menos de lo previsto, cuando por fin encontré una granja —después de preguntar en muchas otras— cuya dueña accedió a darme de comer, incluso a dejarme dormir en el granero, a cambio de que hiciera astillas una respetable cantidad de troncos y ordeñara a dos vacas.
El ejercicio y la comida caliente debieron contrarrestar las emociones del día, porque me dormí rápidamente, y no desperté hasta pasada la salida del sol. Era otra hermosa y cálida mañana. Pronto, el camino del correo dejó de discurrir entre pequeñas y desastradas ciudades, o combativas granjas, y pasó junto a los muros de piedra o ladrillo de lujosas propiedades. De cuando en cuando, llegué a atisbar entre los viejos y bien cuidados árboles, las magníficas casas que, o bien tenían un siglo de antigüedad, o se habían construido a imitación de éstas, para recordar tiempos más prósperos. Desde luego, yo compartía el odio generalizado hacia los adinerados Whigs, los dueños de aquellas casas, cuya riqueza contrastaba con la pobreza general. Además, esa riqueza provenía de la explotación de los Estados Unidos como colonia, pero no podía por menos que admirar la belleza que les rodeaba.
Aquí, los caminos estaban más transitados. Me crucé con otros caminantes, bastantes carretas, un carruaje o dos, varios buhoneros, y muchos hombres y mujeres a caballo. Era la primera vez que veía mujeres montando a horcajadas, una costumbre que heriría sensibilidades en Wappinger Falls. Claro que, allí, también se condenaba la moda de los pantalones femeninos, importada del Imperio Chino, vía Inglaterra. Tras descubrir que las mujeres eran seres bípedos, ambas costumbres me parecieron muy sensatas.
Tenía el camino para mí solo por varios kilómetros, entre dos curvas, cuando oí cierto escándalo, más allá del muro de piedra que quedaba a mi izquierda. Le siguió un grito furioso, y unas palabras bruscas que no llegué a captar. Me detuve e, instintivamente, me cambié el hatillo a la mano izquierda, dejando libre la derecha para defenderme, aunque no sabía de qué.
Los gritos sonaron más próximos. Un chico, de aproximadamente mi edad, escaló frenético el muro desde el otro lado, desprendiendo algunas de las rocas cubiertas de musgo de la parte superior, que cayeron rodando en la zanja. Me miró sobresaltado, y se detuvo un largo momento al borde del camino, sin saber hacia qué lado huir.
Estaba descalzo. Llevaba un saco de esparto a modo de camisa, con un par de agujeros para los brazos, y unos raídos pantalones de algodón. Tenía el rostro un poco más tostado que el mío, secuela de un verano de trabajo bajo el sol abrasador.
Por fin, se decidió y echó a correr, levantando mucho las piernas, con la cabeza vuelta hacia atrás. Un espléndido potro color tostado salvó el muro de un salto increíble, con su jinete gritando.
— ¡Ahí estás, maldito negro!
Cabalgó directamente hacia el fugitivo, con el látigo levantado, los labios apretados y los ojos chispeando de ira. La víctima le esquivó y giró en redondo. Estaba seguro, como yo, de que el jinete pretendía arrollarle con el caballo. Corrió hacia mí y, pasó tan cerca, que oí su respiración jadeante.
El jinete también maniobró a mí alrededor, como si yo fuera el poste para dar la vuelta en una carrera. Reflexionando, tendí la mano para agarrar las riendas del caballo y detener el ataque. Llegué a rozar el cuero, y lo tuve entre las yemas de los dedos durante una fracción de segundo, antes de que se me escapara.
Y volví a quedarme solo en el camino, cuando perseguido y perseguidor volvieron a saltar la valla. Toda aquella escena de ira y terror no había durado más de dos minutos. Agucé el oído para escuchar los gritos, que cada vez me llegaban desde más lejos, hasta que volvió a reinar el silencio. Una ardilla movió la cola, bajó rápidamente por el tronco de un árbol, y luego volvió a subir. Era como si no hubiera sucedido nada.
Cogí el hatillo otra vez con la mano derecha, y reanudé la marcha... aunque ya no tan animado. Notaba las piernas pesadas, y los músculos del brazo se me estremecían en un tic involuntario.
¿Por qué no había agarrado las riendas, y retrasado al perseguidor, el tiempo necesario para que su presa tuviera una ventaja justa? ¿Por qué me había echado atrás? No por miedo, al menos no en el sentido habitual de la palabra. Yo sabía que el jinete no me atemorizaba. Si me hubiera atacado, sé que podría haberle derribado del caballo.
Pero tuve miedo. Miedo de entrometerme, miedo de intervenir en un asunto que no me concernía, de arriesgarme y actuar precipitadamente. Me inmovilizó el temor a enfrentar mis simpatías y mis suposiciones contra los hechos.
Mientras caminaba, me sentí profundamente avergonzado. Podría haber ahorrado a alguien el sufrir daño. Durante un breve instante, quizá tuve en mi mano el poder para cambiar el rumbo de toda una vida. Era culpable de una cobardía, mucho peor que el simple temor por mi pellejo. Casi lloré de arrepentimiento. Habría hecho cualquier cosa para retroceder en el tiempo y rectificar mi error.
El resto del día transcurrió sombrío, acusándome y disculpándome débilmente, de forma alternativa. El fugitivo podía ser un atracador, o un criado. Su crimen podía ser la lentitud, la brusquedad, el robo o el intento de asesinato. Fuera cual fuese, el hombre blanco podía infligirle impunemente el correctivo que eligiera. No sería castigado, nadie lo intentaría siquiera. La opinión popular era unánime: los negros tenían que emigrar a África, voluntaria u obligatoriamente. Los que se dirigían hacia el Oeste, para unirse a los rebeldes sioux o a Nariz Rota, eran considerados unos depravados. Cualquier negro que no se embarcaba hacia Liberia o Sierra Leona, sin importar que tuviera o no dinero para el pasaje, se merecía cualquier cosa que le pasara en los Estados Unidos.
Si me remordía la conciencia, era porque siempre, de una manera vaga, me había negado tozudamente a aceptar este punto de vista convencional. Nunca fue una negativa bien razonada. Sólo una rebelión romántica contra mi madre, en favor del deshonroso abuelo Backmaker. Tampoco podía disculpar mi error, diciendo que cualquiera de mis actos se habría considerado extravagante. Para mí, no lo hubiera sido.
Dejé de lado, lo mejor que pude, tanta autocompasión y pasividad, y caminé a largas zancadas para recuperar el estado de ánimo del día anterior. En cierto modo lo conseguí, puesto que el recuerdo de la escena se fue haciendo menos insistente. Hasta intenté creer que el episodio no había sido tan grave como parecía, o que el perseguido, en última instancia, había conseguido escapar de su perseguidor. Pero lo hecho, hecho estaba, y no había manera de deshacerlo. Lo mejor era minimizar mi culpabilidad.
Aquella noche dormí al margen del camino, y reemprendí la marcha al amanecer. Aunque ya estaba a poco más de treinta kilómetros de la metrópolis, el aspecto del campo apenas había cambiado. Quizá las granjas eran un poco más pequeñas, y estaban un poco más juntas. Quizá su yuxtaposición, el tener una pared en común, las hacía más incongruentes. Pero el tráfico era constante, no había tramos desiertos en el camino, y las pequeñas ciudades tenían coches tirados por caballos, circulando sobre raíles encajados en los adoquines.
A última hora de la tarde, crucé el arroyo Spuyten Dyvil y entré en Manhattan. Entre la ciudad y yo, se interponía una jungla de chozas, fabricadas con tablas y cartones viejos, trozos de toneles y todo tipo de basura. Cabras flacas y gatos sarnosos husmeaban entre los montones de cristales rotos y los garrafones de barro. Los desperdicios se acumulaban junto a los riachuelos extraviados, que buscaban a ciegas un río. Era una zona de vagabundos y fugitivos, de hombres y mujeres que la ley sólo toleraba, mientras se mantuvieran dentro de los confines de su espantoso suburbio. Estaba tan claro como si lo anunciaran con un cartel.
Por extraño y repugnante que fuera aquel lugar, dudaba en seguir caminando y llegar a la ciudad por la noche, pero no parecía probable que fuera a encontrar un lugar para dormir entre aquellas chozas. Una vez fuera del orden y la sobriedad del camino de correos, cualquiera podría perderse en ese sórdido laberinto. Amenazas indefinidas de destinos vagamente terribles parecían alzarse del suelo como un vapor.
En aquel momento, la luz, cada vez más escasa, reveló la anomalía de una venerable mansión, más allá de la carretera, enclavada en unos terrenos que la podredumbre todavía no
había usurpado. La casa estaba en ruinas y, en los jardines que la rodeaban, crecían la maleza y los hierbajos. Evidentemente, o bien un vigilante o un cuidador se ocupaba de su solitaria dignidad, o había dejado de hacerlo muy recientemente. Si no, no podía imaginar por qué no la habían ocupado por completo.
Ya casi había oscurecido por completo, cuando me dirigí cautelosamente hacia los restos de la casa de verano. El techo se había desplomado sobre el interior, y antiguos rosales crecían por doquier. Cuando me pinché los dedos con las espinas, pensé que debían ser una buena advertencia para cualquier intruso. En cuanto a las inclemencias del tiempo, este refugio presentaba muy pocas ventajas sobre las chabolas, pero el hecho de que hubiera sobrevivido parecía convertirlo en algo un poco más seguro.
Me tumbé sobre los húmedos tablones del suelo y dormí inquieto, con sueños en los que la vieja mansión estaba llena de gente del pasado, suplicándome que les salvara, a ellos, de los invasores, y a su casa, de más saqueos. Yo protestaba, asegurando que era impotente para evitar todo aquello —y en el sueño lo era de verdad, estaba absolutamente indefenso, incapaz de moverme—, que no podía intervenir en lo que estaba sucediendo. Ellos lloraron, se retorcieron las manos, y desaparecieron. Yo seguí durmiendo y, por la mañana, el entumecimiento de los músculos y el dolor en los huesos desaparecieron ante la emocionante perspectiva de los kilómetros que me quedaban hasta llegar a la ciudad.
¡Y qué repentinamente pareció surgir a mí alrededor! No como una serie de edificios a los que me acercara progresivamente, sino como si yo estuviera en medio del bosque y, de repente, la piedra, el hierro y el ladrillo brotaran en torno a mí.
En 1938, Nueva York tenía una población de casi un millón de habitantes. Había crecido muy lentamente desde la Guerra de la Independencia Sureña. Contando con el medio millón de almas que vivían en Brooklyn, era, con mucho, la mayor concentración de todos los Estados Unidos. Aun así, no podía compararse con los grandes núcleos confederados de Washington, en los que ahora se incluían Baltimore, Alexandria, San Luis o Leesburg (antes Ciudad de México).
El contraste, con el campo y los temibles suburbios que había atravesado, era sobrecogedor. Los tranvías zumbaban hasta la Calle Cincuenta y Nueve, en la zona oeste, y por toda la Calle Ochenta y Siete, en el este. Los coches de caballos proveían el transporte necesario en el centro, cada pocas manzanas. Y los trenes de vapor circulaban por la parte interior de la Avenida Madison, cruzada por puentes, un logro de la ingeniería del que los neoyorquinos estaban muy orgullosos.
Las bicicletas, tan escasas por los alrededores de Wappinger Falls, abundaban como moscas. Circulaban a toda velocidad, cruzándose con los caballos de tiro que arrastraban carros de carga o carretas. Hermosos trotones se pavoneaban, tirando de coches privados. Ni los ciclistas, ni los cocheros, ni los caballos, parecían molestos o incómodos con los ocasionales minimóviles que se abrían paso, rápida e implacablemente, sobre el empedrado o el asfalto.
Una red increíblemente intrincada de cables telegráficos se extendía sobre mi cabeza, con cruces y más cruces en todos los ángulos, subiendo hacia despachos y pisos, bajando hacia tiendas, como un recordatorio que ninguna familia urbana con pretensiones podría vivir sin tener ese parloteante instrumento en el vestíbulo, y que todos los niños aprendían morse antes de saber leer. Miles de gorriones consideraban que los alambres eran suyos por derecho: se posaban y se mecían, disputaban y armaban alboroto sobre ellos, abandonándolos únicamente para satisfacer su voraz apetito en los humeantes montículos de excrementos de caballo, abajo en la calle.
El chico de campo que nunca había visto una ciudad más grande que Poughkeepsie, estaba terriblemente impresionado. Los edificios de ocho o diez pisos eran muy corrientes, y también había muchos de catorce o quince, dotados con ascensores neumáticos ingleses, ese mismo invento maravilloso que permitía que se erigieran auténticos rascacielos en Washington y Leesburg.
Sobre ellos, los globos surcaban el aire majestuosamente, guiados por manos tan hábiles como las que en otros tiempos controlaran los antiguos veleros. No era ninguna novedad para mí: había visto más globos que minimóviles, pero nunca tantos como allí. En una sola hora, mientras caminaba, conté siete, y pude admirar la perfección con que controlaban su rumbo, ya que rara vez bajaban tanto como para poner en peligro las vidas de los transeúntes con los sacos de arena que arrojaban para ganar altura. El hecho de que pudieran maniobrar sobre edificios de alturas tan diversas, demuestra que estamos verdaderamente en la era del aire.
Lo más emocionante de todo, era el gran número de personas que caminaba, circulaba o simplemente deambulaba por las calles. Parecía casi increíble que tanta gente pudiera agolparse tanto. Los mendigos pedían, los corredores de apuestas pululaban, los buhoneros pregonaban su mercancía, los vendedores de periódicos voceaban y los limpiabotas cantaban. Los mensajeros se abrían paso, los holgazanes bostezaban, las mujeres compraban y los borrachos dormitaban. Me detuve un buen rato, sin pensar siquiera en seguir andando, sólo contemplando el espectáculo.
No sé cuánto caminé, ni cuántos barrios de la ciudad exploré aquel día. Tenía la sensación de que no había hecho más que empezar a acariciar la frontera de las maravillas, cuando oscureció y las farolas de gas se encendieron simultáneamente en casi cada esquina, gracias a mensajes telegráficos. Todo lo que durante el día parecía destartalado y pobre (ni siquiera yo podía ignorar la suciedad y la decadencia), adquirió al instante un encanto mágico, suavizado y sombreado, hasta lograr una belleza misteriosa. Respiré aquella atmósfera polvorienta, con un alivio que jamás había sentido en el campo, creyendo inhalar una especie de elixir espiritual.
Pero el sustento espiritual no basta para un muchacho de diecisiete años; sobre todo, para uno que empezaba a sentirse hambriento y cansado. Estaba decidido, desesperadamente, a reservar los tres preciosos dólares que llevaba en el bolsillo, ya que no tenía la menor idea de cómo reponerlos una vez los gastara. Pero como no podía seguir adelante sin comer, me detuve ante una panadería iluminada por un farol de gas. Tras mucho pensarlo, compré una hogaza de pan, y caminé por aquellas calles fascinantes, devorándola y sintiéndome como un personaje histórico.
Las fachadas de las salas de tinugrafos empezaban a iluminarse, gracias a los porteros. Sus largas velas, brillando con una luz amarilla e invitadora, hacían visibles los enormes letreros o los ostentosos dibujos, indicadores de las diversiones que aguardaban en el interior. Me tentó la idea de ver por mí mismo aquel mágico entretenimiento: aquellas fotografías, tomadas tan seguidas, que daban impresión de movimiento, pero la entrada más barata costaba cinco centavos. Algunos de los teatros más llamativos, especializados en los increíbles fonotos —tinugrafos maravillosamente combinados con máquinas generadoras de sonido por aire comprimido, de manera que las fotos no sólo parecían moverse, sino hablar— cobraban diez y hasta quince centavos por una hora de espectáculo.
Para entonces, todos los músculos me dolían de cansancio. El insignificante hatillo, con mi camisa y mis libros, se había convertido en una carga. Me preocupaba no saber dónde dormir, y empecé a pensar, más bondadosamente de lo que jamás hubiera creído posible, en la anterior noche pasada en los suburbios. No relacioné mi necesidad con las transparencias de cristal, tras las cuales la luz de gas iluminaba unas letras no pintadas, en las que se leía CAMAS, HABITACIONES u HOTEL, porque esperaba encontrar una versión urbana de la posada de Wappinger Falls, o de la Casa de Comercio de Poughkeepsie.
La fatiga empezó a nublar la impresión de las nuevas maravillas que iba encontrando, y yo me sentía cada vez más confuso. Por eso, no estoy muy seguro de si fue una sola chica, o varias, las que me ofrecieron diversión por un cuarto de dólar. Recuerdo que me requirieron algunos reclutadores de la Legión Confederada, que actuaban de una manera abiertamente desafiante a la ley de los Estados Unidos. Y también que me acosó un número increíble de mendigos.
Por fin, se me ocurrió preguntar alguna dirección. Pero, sin saberlo, había salido de las atestadas aceras de granito o madera de las avenidas bien iluminadas, para entrar en una zona oscura y solitaria. Los edificios eran bajos y sombríos, y en la calle no había ninguna luz que respondiera al brillo de las velas, o a la luz amarilla de las lámparas de keroseno, que a veces se vislumbraba a través de alguna ventana.
Durante todo el día, el sonido de los cascos de los caballos, el ruido de los neumáticos de hierro y el de los minimóviles, me había llenado los oídos. Ahora, las calles vacías estaban antinaturalmente silenciosas. La figura que apareció repentinamente me pareció un golpe de suerte.
—Disculpe, amigo —dije—. ¿Puede decirme dónde está la posada más cercana, o dónde hay algún sitio barato para pasar la noche?
Me miró atentamente.
—Campesino, ¿eh? ¿Tienes mucho dinero?
—Tr... No demasiado. Por eso necesito un alojamiento barato.
—Muy bien, campesino. Ven conmigo.
—No se moleste en llevarme, sólo dígame más o menos dónde está.
Dejó escapar un gruñido.
—No es molestia, campesino. No es ninguna molestia.
Me cogió firmemente por el brazo, justo por encima del codo, y casi me arrastró con él. Por primera vez, empecé a alarmarme. Antes de que pudiera intentar librarme de él ya me había llevado ante la entrada de un callejón, sólo visible porque su absoluta oscuridad contrastaba con la relativa oscuridad de la calle.
—Un momento... —empecé a decir.
—Es aquí, campesino. La noche más alegre y ruidosa que habrás pasado en mucho tiempo. Y barata. Es gratis.
Intenté liberarme de su mano, y me sorprendió descubrir que ya no me agarraba. Ni siquiera me dio tiempo a pensar: sentí un golpe terrible en el lado derecho de la cabeza, y cambié la oscuridad del callejón por la oscuridad de la inconsciencia.
III. Un miembro del Gran Ejército
Un olor me hizo recuperar el conocimiento. Una cacofonía de olores, para ser exactos. Abrí los ojos, y volví a cerrarlos rápidamente, ante el insoportable dolor que me causaba la luz. Febrilmente, y contra mi voluntad, traté de identificar los persistentes olores que me rodeaban.
El hedor de la muerte y la putrefacción era el predominante. Supe que había un retrete —varios retretes— muy cerca. El suelo en el que yacía, no todo de piedra, estaba empapado con el agua de infinitos fregados de platos y coladas. El olor de los desperdicios daba a entender que muchas familias no enterraban la basura, sino que las dejaban pudrirse en el callejón o en sus cercanías. Además, estaba el olor de la muerte. No ese dulce efluvio de la sangre, fácilmente reconocible por cualquier chico de campo que hubiera ayudado a despiezar un buey o un cerdo, sino el olor inconfundible de la carne corrupta, agusanada. Y, por debajo de todo esto, imperaba el olor a humanidad.
Una nueva incomodidad me obligó a abrir los ojos por segunda vez. Una superficie dura me presionaba dolorosamente, unos bultos, sobre la piel desnuda. Miré a mí alrededor.
Los bultos eran guijarros, dispersos por el fétido callejón. A menos de treinta centímetros de mí, tenía el cadáver de un perro, en avanzado estado de putrefacción. Más allá, un borracho vomitaba y gemía. Un hilillo de líquido inmundo se abría camino delicadamente entre las piedras. Mi chaqueta, mi camisa y mis zapatos habían desaparecido, al igual que el hatillo con los libros. Era inútil buscar los tres dólares en el bolsillo. Y aún podía dar gracias de que el ladrón me hubiera dejado los pantalones y la vida.
Un hombre de mediana edad, o que le parecía de mediana edad a mi ojo juvenil, me miraba con gesto especulativo por encima de la cabeza del borracho. Una cicatriz blanca, en forma de elipse, le cortaba las arrugas de la frente y se adentraba en su fino pelo. Tenía la nariz llena de diminutas venillas rojas, y los ojos inyectados en sangre.
—Te han limpiado, ¿eh, chico?
Asentí... y me arrepentí de haberme movido.
—La recompensa de la virtud. Suponiendo que fueras virtuoso, y estoy dispuesto a suponerlo. Has acabado igual que yo, un asqueroso borracho. Sólo que yo aún conservo la camisa. No la vendería por mucha sed que tuviera.
Dejé escapar un gemido.
— ¿De dónde eres, chico? ¿Qué pueblecito rural te echa de menos? Aprovecha que estoy sobrio para contármelo.
—Wappinger Falls, cerca de Poughkeepsie. Me llamo Hodge Backmaker.
—Vaya. Parece que empiezas a mostrarte amistoso, Hodge. Yo soy George Pondible. Periodista. A punto de retirarme.
No tenía la menor idea de qué quería decir Pondible con eso de retirarse. Y tratar de comprenderlo, me daba todavía más dolor de cabeza.
—Supongo que te lo han quitado todo. Supongo que no te queda ni una moneda para ayudar a un borracho.
—Mi cabeza —murmuré, de manera bastante superflua.
Se puso en pie de un salto. Yo me senté, lentamente, y me rocé el bulto que tenía sobre la oreja con las yemas de los dedos.
—Lo mejor será que lo remojes en el río. Lo mío no se arregla tan fácil.
—Pero... no puedo ir así por las calles.
—Tienes razón —dijo—. Mucha razón.
Se inclinó y puso una mano bajo el borracho, que murmuró algo ininteligible. Con la otra le quitó la chaqueta, demostrando una habilidad que delataba la práctica, ya que la víctima no protestó en ningún momento. Luego, se dedicó a la maniobra, todavía más delicada, de robarle la camisa y los zapatos, arrojándomelo todo. Era una repugnante colección de harapos, que no servía ni para limpiar un montón de estiércol.
La chaqueta estaba desgarrada y grasienta, y los bolsillos le colgaban como las orejas de un perro; la camisa era un trapo asqueroso; y los zapatos, unos simples fragmentos de cuero, con grandes agujeros en las suelas.
—Esto es robar —protesté.
—Exacto. Póntelo todo y salgamos de aquí.
El corto paseo hacia el río pasaba por calles que carecían de la elegancia de las del día anterior. Los edificios estaban manchados de humo, con agujeros entre los ladrillos allí donde el mortero se había desprendido. Grandes trozos de muro sólo se mantenían en pie, gracias al apoyo de otros trozos colindantes. Aunque con las andrajosas ropas que llevaba me habrían detenido por vagabundo en Wappinger Falls, encajaban mejor en aquel vecindario que las de Pondible.
También el Hudson estaba sucio, lleno de residuos aceitosos y cascotes. Habría dudado ante la idea de sumergir en él la harapienta camisa, y mucho más mi dolorida cabeza, pero Pondible no me dio la oportunidad de pensar. Me apremiaba, así que me subí a las húmedas rocas entre dos muelles y, empujando los residuos a un lado, me sumergí en aquella agua nada apetecible.
—Te arregla la cabeza —dijo, con más seguridad que acierto—. Ahora me toca a mí.
El sol era cálido y la camisa se me secó sobre la espalda, mientras volvía del río, llevando la chaqueta en el brazo. Ahora que empezaba a tener la mente clara, me invadía la desesperación. Por un momento, deseé haberme adentrado más en el Hudson para ahogarme.
Los planes que me habían llevado a la ciudad eran nebulosos e impracticables, pero eran planes al fin y al cabo, algo en lo que podía cifrar mis esperanzas. Tenía un aspecto presentable, y medios para alimentarme y dormir, al menos unas pocas semanas. Ahora, todo había cambiado, el futuro había desaparecido. Literalmente. No me quedaba nada a lo que agarrarme, nada a lo que dedicar mis fuerzas y mis sueños. Volver a Wappinger Falls estaba fuera de toda cuestión. No sólo para evitar la amargura de verme derrotado tan pronto, sino porque sabía lo aliviados que debieron sentirse mis padres al verse libres de mi inutilidad. Ahora, la ciudad ya no podía ofrecerme nada... excepto morir de hambre o una vida de pequeños crímenes.
Pondible me llevó a una taberna, un lugar oscuro y misterioso iluminado con gas, incluso a aquella temprana hora de la mañana. Una pianola a vapor dejaba sonar la popular y triste melodía de Chica Mormona:
Hay una chica en el estado de Deseret a la que quiero e intento olvidar. Olvidarla por mis pobres pies cansados, no quiero caminar hasta el Gran Lago Salado. Si alguna vez tienden las vías hasta el océano volveré al amor de mi chica mormona. Pero las vías sólo llegan hasta Iowa...
No me acordaba del siguiente verso. Era sobre algo de lo que dicen los indios.
—Uno de la casa —pidió Pondible al camarero—. Y leche cortada para mi amigo.
El camarero siguió limpiando la madera del mostrador, con un sucio trapo húmedo.
— ¿Tienes pasta?
—Te pagaré mañana.
La constancia del camarero en la limpieza de la barra, decía claramente: entonces, bebe mañana.
—Oye —discutió Pondible—, estoy a punto de retirarme. Ya me conoces. He gastado mucho dinero aquí.
El camarero se encogió de hombros.
—No soy el dueño del bar. Cualquier cosa que beba, tiene que reflejarse en la caja registradora.
—Tienes suerte de tener un trabajo y poder contar con un salario.
—A veces, no estoy tan seguro. ¿Por qué no te contratas?
Pondible pareció sorprendido.
— ¿A mi edad? ¿Qué pagaría una compañía por un viejo esqueleto usado como yo? Como mucho, cien dólares. Me soltarían en un par de años, con un informe médico obligatorio y tendría que presentarme todas las semanas en algún sitio. No, amigo, he llegado hasta aquí como hombre libre, aunque sea una frase hecha, y así seguiré. Dame ese trago, ya ves que estoy a punto de retirarme. Tendrás la pasta mañana.
Pude ver que el camarero se ablandaba, cada negativa era menos áspera que la anterior. Por fin, ante mi asombro, sacó un vaso y una botella para Pondible, y una jarra de barro llena de suero de leche para mí. Y digo que me asombré, porque muy raramente se vendía algo a crédito, no importa que el precio fuera grande o pequeño. La inflación, aunque fuera un fenómeno que tuvo lugar hacía sesenta años, había dejado huellas indelebles. La gente pagaba en metálico o se conformaba sin nada. Las deudas no eran una simple desgracia: eran peligrosas. La noción de que se pudiera pagar algo mientras, o incluso después de que se usara, era tan inconcebible como la noción del papel moneda en lugar del oro o la plata.
Me bebí la leche poco a poco, agradecidamente consciente de que Pondible había pedido para mí el líquido más nutritivo de la taberna. Pese a su aspecto poco atractivo y sus peculiares ideas morales, mi nuevo compañero parecía tener una ruda sabiduría, mezclada con una ruda generosidad.
Se tragó el whisky y pidió un botellín de cerveza ligera, que bebió a sorbos lentos.
—Ese es el truco, Hodge. Evita tomar el segundo trago. Si puedes. —Bebió otro sorbo—. Ahora, ¿qué?
— ¿Qué? —repetí.
— ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Qué pretendías hacer con tu vida?
—Ahora... nada. Yo quería aprender. Estudiar. Frunció el ceño.
— ¿De los libros? — ¿De qué si no?
—La mayoría de los libros se escriben y se imprimen en el extranjero.
—Si la gente tuviera tiempo para leer, se escribirían más cosas aquí.
Pondible se secó unas gotas de espuma de la barba con el dorso de la mano.
—Quizá sí, quizá no. No me interpretes mal, chico, algunos de mis mejores amigos leen libros.
—Había pensado... — dije bruscamente—. Había pensado probar en la Universidad de Columbia. Ofrecer... suplicar que me dejaran hacer cualquier clase de trabajo a cambio de la matrícula.
—Mmm. No creo que hubiera funcionado.
—De todos modos, con este aspecto, ya no puedo ni intentarlo.
—Quizá sea mejor. Nosotros necesitamos luchadores, no lectores.
— ¿Nosotros?
No dio ninguna explicación.
—Bueno, siempre puedes aceptar el consejo que me acaba de dar nuestro amigo, y contratarte. Un chico como tú, joven y sano, podría conseguir mil o mil doscientos dólares.
—Claro. Y sería un esclavo el resto de mi vida.
—Oh, la contratación no es la esclavitud. Es mejor. Y peor. Para empezar, la compañía que te compre no te retendrá cuando ya no valgas lo que cuesta mantenerte. Y ni siquiera hasta entonces, por cuestiones administrativas. Cuando no ganan nada, es que están perdiendo. Así que cancelan el contrato sin pagarte un centavo. Claro que te harán un informe médico, y así conseguirán un dólar o dos por tu cadáver. Pero, para ti, eso queda aún muy lejos.
Inconcebiblemente lejos. El informe médico era lo que menos me importaba, aunque había representado un papel importante en las discusiones de mi casa. Mi madre había oído que los cadáveres para diseccionar eran enviados como carga a universidades extranjeras. No le asqueaba tanto la idea de que unos científicos utilizaran su cuerpo muerto, como el hecho de que lo hicieran fuera de los Estados Unidos.
—Sí —respondí—. Muy lejos. No sería un esclavo toda la vida, sólo treinta o cuarenta años. Hasta que no fuera útil para nadie, incluido yo mismo.
Pondible parecía divertirse mucho, mientras bebía su cerveza.
—Eres un pesimista, Hodge. No es tan malo. La contratación tiene unas leyes muy estrictas. De todos modos, ésa es la idea. No quiero decir que las grandes compañías no ganen mucho, pero no te pueden hacer trabajar más de sesenta horas por semana. Diez horas diarias. Con mil doscientos dólares, puedes comprar toda la educación que quieras en tu tiempo libre. Y luego, quizá puedas poner en práctica lo que hayas aprendido, para ganar dinero y comprar tu libertad.
Intenté pensar desapasionadamente en el tema, aunque Dios sabe que ya lo había imaginado más de una vez. Desde luego, aquella cantidad me permitiría entrar en cualquier universidad. Pero la idea de Pondible, eso de «poner en práctica lo que hubiera aprendido para ganar dinero», era una fantasía. Y yo lo sabía. Quizá en los Estados Confederados, o en la Unión Alemana, los conocimientos se recompensaran con riquezas o una vida acomodada. Pero los estudios que yo quería —a aquellas alturas, ya conocía de sobra mi falta de «pragmatismo»— no me conseguirían ningún beneficio material en los Estados Unidos. Éstos sólo existían como nación, gracias al beneplácito y a las rivalidades no resueltas de las grandes potencias. Tendría suerte si conseguía acabar mis estudios y lograba ganar algo de dinero en mi tiempo libre. Desde luego, nunca podría comprar mi contrato con eso, después de descontar sesenta horas semanales.
—No funcionaría —dije, desalentado.
Pondible asintió, como si ésa fuera la conclusión a la que esperaba que llegase.
—Entonces —dijo—, siempre quedan las bandas.
Le miré, horrorizado.
Él se echó a reír.
—Olvida lo que has oído en tu pueblo. ¿Qué es lo bueno? Lo que dice el país más fuerte o el hombre más fuerte. El gobierno dice que las bandas están mal, pero no tiene fuerza suficiente para acabar con ellas. Y quizá no cometen tantos asesinatos como la gente cree. Sólo cuando alguien hace algo contra ellas... como el gobierno. Hay que pagarles, claro, pero es igual que los impuestos. Si te olvidas de los sermones de los predicadores, no hay ninguna diferencia entre unirse al ejército, en caso de que lo tuviéramos, o a la Legión Confederada.
—Intentaron reclutarme ayer. ¿Son siempre así de...?
— ¿Arrogantes? —Por primera vez, Pondible parecía furioso. Y creo que la cicatriz de la frente adquirió un color aún más blanquecino—. Sí, malditos sean. La mitad de su Legión, por lo menos, debe de estar compuesta por ciudadanos de los Estados Unidos. Cuando tienen que poner fin a algún disturbio, o aplastar unas cuantas cucarachas en un pequeño país, envían a la Legión Confederada, compuesta por hombres que deberían ser la espina dorsal de nuestro propio ejército.
—Pero la policía... ¿nunca trata de detenerles?
— ¿No te acabo de explicar, que lo bueno es lo que dice el país más fuerte? Claro que tenemos leyes que prohíben reclutarse en un ejército extranjero. Así que protestamos. ¿Y qué ganamos con ello? Que la Legión Confederada nos reclute directamente en nuestro propio país, mientras mendigamos comida. Bien, cuando el gobierno es débil, es cuando aparecen las bandas. Lo mejor que puede hacer es eliminar a algunas de las pequeñas, y olvidarse de las grandes. Ni siquiera disparan contra la mayoría de los gánsteres. Todos viven mejor que nadie en los veintiséis Estados y, de cuando en cuando, recogen sus dividendos, mucho mayores de lo que ganaría un trabajador en toda su vida.
Empezaba a estar seguro de que mi benefactor era un gánster. Pero, si lo era, ¿por qué había pedido crédito al camarero? ¿Se trataría simplemente de una tapadera muy elaborada? Parecía un poco excesiva.
—Un dividendo —dije—, o una soga.
—La mayoría de los gánsteres mueren de viejos. O a manos de la competencia. En los últimos cinco o seis años, no se ha ahorcado a ninguno, que yo sepa. Pero veo que no tienes estómago para eso. Dime, Hodge, ¿eres Whigs o Populista?
El repentino cambio de tema me sobresaltó.
— ¿Porqué...? Populista, supongo.
— ¿Por qué?
—Oh, no sé... —Recordé algunas de las discusiones entre los hombres que iban a la herrería—. Eso que dicen los Whigs de «Propiedad, Protección y Población Permanente», ¿qué significa para mí?
—Te diré lo que significa, chico: Propiedad para los confederados, que tienen aquí sus fábricas y no quieren pagar impuestos. Protección para el capital extranjero, que sólo entra para comprar o alquilar. Y Población Permanente, o sea, mano de obra nativa. Construcción de una próspera clase obrera.
—Sí, ya lo sé. Pero no entiendo de qué sirve. He oído decir a los Whigs que el dinero tiene que descender, ir de arriba abajo, pero parece que se queda siempre arriba.
Se inclinó hacia mí, y me dio una ligera palmada en la espalda.
—Bravo, chico — dijo—. A ti no podrán engañarte.
La alabanza no me complació demasiado.
—Su protección significa pagar por las cosas más de lo que valen.
—Di mejor corrupción, Hodge. Los Whigs ni siquiera intentaron poner en práctica una política proteccionista cuando estaban en el gobierno, eso también fue una asquerosa mentira. Sabían que los demás países no les dejarían.
—Y en cuanto a lo de «población permanente»... bueno, los que no pueden ganarse la vida, seguirán emigrando a otros países más prósperos. Población permanente quiere decir población menguada.
—Ah —dijo—, tienes la cabeza sobre los hombros, Hodge. Estás en lo cierto, los libros no te harán daño. Pero ¿nunca has pensado en emigrar?
Meneé la cabeza.
Él asintió, mordiéndose uno de los sucios extremos del bigote.
—No quieres abandonar el viejo barco, ¿eh?
Creo que yo no lo habría explicado exactamente así. Lo que pasaba es que ni siquiera me lo había planteado. Estaba deseando cambiar lo familiar por lo desconocido... hasta cierto punto. Me repugnaba la idea de dejar el país donde había nacido. Pueden llamarlo lealtad, lazos con el pasado o, sencillamente, tozudez.
—Algo así —respondí.
—De acuerdo, a ver qué tenemos. —Levantó una mano sucia y ligeramente temblorosa, sacando un dedo cada vez que quería dejar algo establecido—. Uno, patriota. Dos, Populista. Tres, no quieres contratarte. Cuatro, la prosperidad tiene que ir desde los pobres hacia arriba, no desde los ricos hacia abajo. —Titubeó, sin levantar el pulgar—. ¿Has oído hablar del Gran Ejército?
— ¿Y quién no? No se diferencian demasiado de las bandas normales.
— ¿Por qué lo dices?
—Porque... bueno, todo el mundo lo sabe.
—Sí, ¿eh? Quizá todo el mundo esté equivocado. Escúchame, y recuerda a la Legión Confederada saltándose todas las leyes de los Estados Unidos. ¿Qué crees que se debería hacer con los extranjeros de países más fuertes, que vienen aquí y nos pisotean? ¿O con los Whigs que les hacen el trabajo sucio?
—No lo sé —respondí—. Asesinarlos no, desde luego.
—Asesinar —repitió—. Es sólo una palabra, Hodge. Significa lo que tú quieras que signifique. No fueron asesinatos lo que cometieron los soldados de la Unión durante la Guerra, cuando intentaron que el país no se dividiera. No es asesinato tampoco cuando se ahorca a alguien por violación, o falsificación de monedas. Y el Gran Ejército no comete asesinatos.
No dije nada.
—A veces suceden accidentes, claro. No voy a negarlo. Quizá, a veces, son más duros de lo que pretendían con los traidores Whigs o con los agentes confederados, pero no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. El Gran Ejército es la única organización del país que intenta convertirlo en lo que fue, en aquello por lo que luchamos durante la Guerra. Y eso es lo importante.
No sé si fue el recuerdo del abuelo Backmaker, o la culpabilidad que sentía por el patético personaje con quien me había cruzado hacía tres días, pero le pregunté:
— ¿Y quieren igualdad para los negros?
Retrocedió bruscamente. La sorpresa se le reflejaba claramente en la cara.
—Tienes un toque moreno, ¿eh, chico? Por... —Se inclinó hacia adelante y me miró con atención—. No, ya veo que no. Sólo son algunas ideas, ya las superarás. Ahora, todavía no lo comprendes. Si no hubiera sido por los abolicionistas, habríamos ganado la Guerra.
¿Sería cierto? Lo había oído comentar a menudo. Habría sido presuntuoso por mi parte dudarlo.
—Los morenos están mejor entre los suyos —recalcó—. Nunca debieron venir aquí. Los blancos y los negros no pueden mezclarse. No alimentes ideas como ésa, Hodge. Hay muchas cosas que hacer: echar a los extranjeros, dar una lección a sus lacayos y reconstruir el país.
— ¿Está intentando convencerme para que me una al Gran Ejército?
Pondible apuró su cerveza.
—No pienso responder, chico. Digamos que te quiero llevar a un sitio donde tendrás un lugar para dormir, tres comidas al día y parte de la educación que tantas ganas tienes de adquirir. Ven conmigo.
IV. Tyss
Me llevó a una tienda de libros y artículos de escritorio, en Astor Place, que tenía una imprenta en el sótano, y me presentó al propietario, Roger Tyss. Pasé allí seis años. Cuando me marché, ni la tienda, ni su contenido, ni el mismo Tyss, parecían haber cambiado o envejecido en absoluto.
Sabía que se vendían unos libros, y se compraban otros para ocupar el lugar de los primeros o para quedar amontonados en columnas que llegaban hasta el techo. Ayudé a acarrear muchos rollos de papel y botellas de tinta para la imprenta, y entregué muchos paquetes de panfletos todavía húmedos, pliegos sueltos, y cartas y sobres personalizados. Cinta para las máquinas de escribir, plumillas, libros de contabilidad y dietarios, reglas, clips, impresos legales y gomas de borrar, entraban y salían. Pero el desorden era siempre idéntico e invencible. Los volúmenes con las puntas dobladas, las existencias indiferenciables, los inalterables cajones de letras, no parecieron cambiar en seis años: todos seguían cubiertos por la misma película de polvo que, ante el más vigoroso cepillado o barrido, se elevaba por los aires para volver a caer, con toda precisión, en los mismos sitios.
Roger Tyss envejeció seis años. Y sólo puedo culpar a la inexperiencia de la juventud, por el hecho de que tampoco me apercibiera de ese cambio. Llevaba barba, igual que Pondible y, según descubrí más adelante, la mayoría de los miembros del Gran Ejército. Era muy espesa, rizada y entrecana. Sobre la barba, y a través de toda la frente, tenía un fino entramado de arruguillas, que siempre conservaban parte del tizne de la tienda o de la imprenta. De todos modos, nadie se fijaba demasiado en la barba ni en las arrugas: lo que llamaba la atención eran sus ojos. Grandes, oscuros, salvajes, apasionados. A primera vista, cualquiera le habría clasificado como un sencillo impresor, menudo, cargado de hombros y desaliñado, de no ser por aquellos ojos que parecían en perpetuo conflicto con el resto de sus rasgos.
—Te han atracado y vapuleado, ¿eh? —dijo con una curiosa falta de respeto hacia la secuenciación, cuando Pondible le hubo explicado mi historia—. El perro devora al perro, y los supervivientes sobreviven. Backmaker, ¿no? ¿Es un nombre americano?
Le dije que, por lo que yo sabía, lo era.
—Bien, bien. No curioseemos demasiado. Así que quieres aprender, ¿eh? ¿Por qué?
— ¿Por qué? —La pregunta era demasiado amplia para tener una respuesta corta y concreta, pero se esperaba de mí algún tipo de respuesta—. Supongo que porque no hay nada tan importante.
—Error —dijo, triunfante—. Error e ilusión. Dado que, en definitiva, nada es importante, no se puede hablar de grados. Los libros son el producto de desecho de la mente humana.
—Aun así, usted comercia con ellos —me atreví a decir.
—También estoy vivo, y algún día moriré. Eso no quiere decir que apruebe la vida o la muerte, ¿eh? Bien, si vas a aprender, vas a aprender. No puedo hacer nada al respecto. Este lugar es tan bueno como cualquier otro.
—Gracias, señor.
—La gratitud, Hodgins —ni entonces ni nunca, condescendió a utilizar el familiar «Hodge». Ni yo me dirigí a él, ni siquiera pensé en él, con otro nombre que no fuera «señor Tyss»—. La gratitud, Hodgins, es una emoción tan desagradable para el que la siente como para el que la recibe. Hacemos lo que debemos. Gratitud, piedad, amor, odio, todo eso es superfluo.
Reflexioné sobre la idea.
—Mírate a ti mismo —siguió—. Te daré alojamiento y comida, te enseñaré a manejar la imprenta y a llevar los libros de contabilidad. No te pagaré nada. Si es necesario, puedes robarme. Aquí, en cuatro meses, aprenderás más que en cuatro años de cualquier universidad, si sigues pensando que quieres aprender, ¿eh? O puede que no aprendas nada. Espero de ti que hagas los trabajos que creo hay que hacer. Si no estás de acuerdo en cualquier momento, eres libre de marcharte.
Y así, en menos de diez minutos después de conocernos, llegamos a un acuerdo..., si es que una teoría tan sencilla y unilateral puede llamarse acuerdo. Durante seis años, para mí, la tienda fue hogar y escuela. Y Roger Tyss, maestro y padre. Nunca fue mi amigo. Más bien habría podido considerarse un adversario. Yo le respetaba, y cuanto más le conocía, más profundo era ese respeto. Pero era un sentimiento ambivalente, que iba unido a esas mismas cualidades que él menospreciaba. Yo detestaba sus ideas, su filosofía y muchos de sus actos, y este odio creció hasta que ya no pude soportar vivir cerca de él. Pero me estoy adelantando.
Tyss conocía los libros. No sólo como los conoce un librero —encuadernación, tamaño, edición, valor—, sino como un estudioso. Daba la sensación de haber leído muchísimo, y sobre todos los temas posibles, muchos de ellos sin una aplicación práctica. (Recuerdo un largo discurso sobre heráldica, plagado de términos como palos y bandas, o fusiles cruzados en banda sobre gules, o grifones color sable. Pero él mismo consideraba ese tipo de erudición, en realidad cualquier tipo de erudición, con desprecio. Cuando le pregunté por qué se había molestado entonces en conseguirla, la réplica fue: « ¿Por qué te molestaste en conseguir callos, Hodgins?».)
Como impresor, se guiaba por la misma pauta. No sólo le preocupaba diagramar bien una página: a veces, pasaba largas horas dedicado a un detalle que sólo habría interesado al autor, y no abandonaba hasta que conseguía una prueba satisfactoria. También escribía mucho: poesías, ensayos, manifiestos, componiendo directamente sobre el cajón de los tipos, sacando una sola prueba que primero leía —siempre sin la menor expresión —, y después destruía inmediatamente, antes de imprimirla.
Yo dormía en una manta, guardada durante el día bajo uno de los mostradores. Tyss tenía un sofá en el sótano, junto a la prensa plana, muy poco más cómodo que mi manta. Cada mañana, antes de abrir la tienda, me enviaba en el tranvía de caballos hasta el otro lado de la ciudad, al Mercado Washington, a comprar tres kilos de buey. Los sábados, seis, porque el mercado cerraba los domingos, al contrario que la librería. Siempre era el mismo encargo: corazón de buey o de vaca, que el carnicero cortaba en finas tiras. Cuando había pasado con él, el tiempo suficiente para hartarme de aquella dieta — pero no tanto como para comprender hasta qué punto llegaba su obstinación —, le supliqué que me dejara sustituirla por cerdo o cordero. Incluso por otra parte del buey, como los sesos o las entrañas, que eran incluso más baratos. Su respuesta era siempre la misma: «El corazón, Hodgins. Compra el corazón, ¿eh? Es el alimento vital».
Mientras yo cumplía el encargo, él compraba tres hogazas de pan del día anterior, todavía soportablemente tierno. A mi regreso, cogía un tenedor, el único utensilio que teníamos —porque en todo el establecimiento no se habría podido encontrar un solo plato o un cubierto— pinchaba una tira de corazón, y la sostenía sobre la llama de gas de un quinqué, hasta que terminaba más tiznada y tostada que asada. Partíamos las hogazas con los dedos y, con un trozo de pan en una mano y una tira de corazón en la otra, devorábamos, cada uno, medio kilo de carne y media hogaza de pan para desayunar, comer y cenar.
—El hombre es un carroñero salvaje —me informó mientras masticaba vigorosamente —. Qué león o tigre devoraría la presa putrefacta que otro ha matado hace tiempo, ¿eh? ¿Qué buitre o hiena muestra tanta felicidad como el ser humano? Además, somos caníbales de corazón. Nos comemos a nuestros dioses. Siempre nos hemos comido a nuestros dioses.
— ¿Es una metáfora o una imagen poética, señor Tyss? Quiero decir, ¿no se refiere al grano de trigo que es «asesinado» por el segador y enterrado por el sembrador?
— ¿Tú crees que los dioses fueron creados a imagen de John Barleycorn, y no John Barleycorn a imagen de los dioses... para ocultar su destino? Creo que tienes mejor opinión sobre la humanidad de lo que ésta merece, Hodgins.
—No estoy seguro de entender a qué se refiere, cuando había de dioses.
—Encarnaciones o personificaciones de las aspiraciones humanas. El bien, la verdad, la belleza... con pies alados o cuerpo de toro.
— ¿Y qué hay de... bueno, de Cronos? ¿O de Satán?
Se chupó el jugo de la carne, que le manchaba los dedos, evidentemente complacido.
—Satán. Un ejemplo excelente. El epítome de la inútil ansia humana de contradecir y desafiar al plan divino. Y conste que utilizo la palabra «divino» con ironía, Hodgins. Quién no admira y reverencia a Lucifer en su corazón, ¿eh? Bien, tras haber construido un dios a partir del mal, lo devoramos diariamente en un doble sentido: comiéndonos el mito de su enemistad (nunca hubo amigo más sincero), y digiriendo sus grandes preceptos de orgullo, curiosidad y fuerza. Tú mismo puedes ver cómo encuentra ideas interesantes para que las mentes especulen sobre ellas. Vamos a trabajar.
El señor Tyss esperaba de mí que trabajase, pero ni mucho menos era un amo duro o desconsiderado. Entre 1938 y 1944, cuando el país caía, cada vez más profundamente, en las garras del colonialismo, pocos jefes habrían encontrado tan considerados como él. Leí mucho, y generalmente cuando quise. Pese a sus burlas sobre el aprendizaje de lo abstracto, Tyss me animaba. A veces, cuando un libro concreto no se encontraba entre su considerable colección, me permitía comprarlo a cualquiera de sus competidores, cargándolo a su cuenta.
Tampoco era escrupuloso con el tiempo que me tomaba para cumplir sus encargos. Seguí paseando y viendo la ciudad, aunque pensaba que no tenía nada más que hacer. Y si a veces descubría ciertas chicas que no miraban con malos ojos a un joven alto, aunque conservara el aire campesino de Wappinger Falls, nunca me preguntó por qué tardaba un par de horas en hacer una caminata de kilómetro y medio.
Ciertamente, mantuvo su promesa de no pagarme nada. Pero solía darme algunas monedas de cuando en cuando, evidentemente satisfecho de que no le robara. Además, sustituyó mi ropa provisional por otras prendas. Usadas, pero presentables.
No había exagerado cuando me habló sobre las posibilidades de los libros que me rodeaban. Aquel breve aviso, «puede que no aprendas nada», se me olvidó por completo. Supongo que una personalidad diferente se habría sentido satisfecho con tanto papel y letra impresa, pero confesaré que la mía no lo estaba. Mordisqueé, saboreé, devoré los libros. Cuando cerrábamos la tienda, yo colgaba una lámpara de estudiante del saliente más cercano, mediante un largo tubo. Y tumbado en mi manta, con una docena de volúmenes a mano, leía hasta que era incapaz de mantener los ojos abiertos o comprender el sentido de las frases.
Más de una vez me desperté por la mañana, para descubrir que aún tenía la luz encendida y el libro abierto entre las manos.
Uno de los libros que me influyeron fuertemente fue la monumental obra Causas del Declive y la Decadencia Americana, del siempre popular historiador expatriado Henry Adams. Sobre todo, me impresionó el famoso párrafo en que critica el «permanecer-en-casa» de los ensayistas bostonianos, William y Henry James, por su sacrificio quijotesco y su adhesión a una causa definitivamente perdida. Decía sir Henry —que había renunciado a la ciudadanía de los Estados Unidos para ser nombrado caballero por Guillermo V—, que la historia nunca se deja dirigir ni cambiar por individuos bienintencionados. Es producto de fuerzas con raíces geográficas, no morales.
Es posible que el inteligente expatriado tuviera razón, pero mis simpatías instintivas estaban con los James, pese al hecho de que no me había gustado ninguno de sus libros. En parte, se debía al hecho de que las pequeñas ediciones estaban mal impresas y estropeadas, según los críticos extranjeros, por un uso excesivo de coloquialismos yanquis, utilizados conscientemente para demostrar patriotismo y desdén hacia la elegancia importada. Aunque siempre solía comentar con Tyss mis más recientes descubrimientos, por algún motivo que ni yo mismo comprendí bien, nunca hablé de Adams con él. Cuando yo tenía un libro abierto, se acercaba a mí, miraba el título por encima de mi hombro, y comentaba la obra en concreto o su temática. Lo que decía me daba una perspectiva que, de otro modo, quizá no habría descubierto, y me hacía volverme hacia otros escritores u otros aspectos del mismo tema. Tyss no respetaba ninguna autoridad por el mero hecho de que estuviera establecida. Me espoleaba a examinar cada idea, cada hipótesis, por comúnmente aceptada que fuera.
En los primeros días, me llamó la atención un gran pergamino enmarcado, que colgaba de una pared sobre su caja de tipos, ligeramente torcido, y que parecía atraer el polvo. Era sencillo, pero muy bien impreso en letra Baskerville, de cuerpo 16. Sin que me lo dijera, supe que era obra del mismo Tyss:
El cadáver de
Benjamín Franklin
impresor
como la cubierta de un libro antiguo
despojado de su leyenda y su esplendor
yace aquí
devorado por los gusanos.
Pero la obra no se perderá
porque, como él creía,
volverá otra vez
en una edición nueva y mejor
revisada y corregida
por El Autor.
Cuando me vio admirándolo, Tyss se echó a reír.
—Elocuente, ¿verdad, Hodgins? Pero es una mentira, una mentira perversa. Y probablemente, hipócrita. No hay ningún Autor. El libro de la vida no es más que una mezcla desordenada de letra impresa, una historia contada por un idiota, llena de ruidos y furia, sin ningún significado. No hay ningún argumento, ninguna sinopsis que rellenar, con esperanzas piadosas ni actos hipócritamente bondadosos. En el universo, sólo hay un inmenso vacío.
—El otro día, usted dijo que admirábamos al diablo por haberse rebelado contra un plan.
Sonrió.
—Esperas de mí consistencia en lugar de verdad, Hodgins. No hay ninguna Mente autora de ningún plan. Lucifer luchó, precisamente, contra esa carencia de plan. Pero también hay un plan, un plan sin mente, que contabiliza todos nuestros actos.
Yo había estado leyendo a un desconocido teólogo irlandés, el párroco protestante de no sé qué parroquia olvidada. Era tan poco conocido, que se vio obligado a publicar él mismo sus sermones. Se llamaba George B. Shaw, y me impresionó lo enérgico de su estilo. Se lo cité a Tyss, no tanto para darme una pequeña satisfacción como para replicar a su argumentación.
—Tonterías. He visto el libro de ese buen rector, con su lógica del siglo XVIII y su pintoresco racionalismo. Y creo que es un desperdicio de papel y tinta, ¿eh? El hombre no piensa. Sólo piensa que piensa. Es un autómata que responde a estímulos externos. No puede controlar sus ideas.
— ¿Quiere decir que no existe el libre albedrío? ¿Ni siquiera un margen mínimo de elección?
—Exacto. Todo eso es una ilusión. Hacemos lo que hacemos, porque otro ha hecho lo que ha hecho. Y lo hizo, porque otro hizo lo que hizo. Cada acto es el resultado necesario de otro acto.
—Pero debió de haber un principio —objeté—. Y si hubo un principio, también hubo una posibilidad de elección, aunque sólo fuera durante una fracción de segundo. Y si la posibilidad de elección existió una vez, puede volver a existir.
—Tienes esquemas metafísicos, Hodgins —dijo, haciendo una mueca. La palabra «metafísico» era de las más despreciadas en su vocabulario—. Ese razonamiento es infantil. Para responderte a ti y al reverendo Shaw en vuestro mismo nivel, podría decir que el tiempo es una convención, y que todo sucede de manera simultánea. Supongamos que aceptase que el tiempo es una dimensión, ¿puedo preguntar qué te hace creer que es una simple línea recta que discurre por toda la eternidad? Por qué supones que el tiempo no es curvo, ¿en? ¿Puedes concebir su final? ¿Puedes imaginar de verdad su principio? Claro que no. Entonces, ¿por qué no pueden ser ambos extremos uno solo, una misma serpiente que se muerde la cola?
— ¿Quiere decir que no sólo representamos un guion ya escrito, sino que recitamos los mismos diálogos, una y otra vez, hasta el infinito? En su cosmos no hay paraíso, sólo un infierno inconcebible y eterno.
Se encogió de hombros.
—El hecho de que tengas que recitar disculpas emocionales es parte de lo que llamas guion, Hodgins. No has elegido las palabras, ni las has pronunciado voluntariamente. Existen por lo que yo dije, que a su vez existió por lo que se dijo antes.
Débilmente, me vi obligado a optar por un ataque más elemental.
—Usted no se comporta de acuerdo con sus propias convicciones.
Dejó escapar una carcajada.
—Una afirmación irracional, sólo disculpable porque es automática. ¿Cómo podría actuar de otra manera? Soy prisionero de los estímulos, como tú.
—Entonces, si nadie puede cambiar lo que está predestinado, no tiene sentido ser miembro del Gran Ejército y arriesgarse por ello a la ruina y a la cárcel.
—Con sentido o sin él, las emociones y los reflejos también son respuestas, igual que los actos. No puedo evitar involucrarme en la resistencia, igual que no puedo evitar respirar, que me palpite el corazón, o que me muera cuando llegue mi hora. Dicen que no hay nada cierto, excepto la muerte y los impuestos. En realidad, todo es cierto. Todo —repitió firmemente.
Me fui a la trastienda para ordenar algunos panfletos que venderíamos como papel usado, meneando la cabeza. Su teoría era irrebatible. Cualquier ataque se estrellaría contra la misma naturaleza de la tesis. Lo que yo no dudaba, es que fuera falsa. Pero esa misma falsedad hacía su consistencia aún más aterradora.
Con Tyss, tenía tantas discusiones imaginarias como auténticas. Pero nunca podía derrotarle, ni siquiera en aquellas argumentaciones incorpóreas. ¿Por qué volver la vista atrás, hacia la Guerra de la Independencia Sureña, lamentando lo que pudo haber pasado, si no existía otro fin posible?, le preguntaba mentalmente, sabiendo que su respuesta no sería respuesta en absoluto.
La ilógica lógica de esto era sólo una de sus múltiples contradicciones. El Gran Ejército, al que tan dedicado estaba, era una organización violenta de hombres violentos. Él mismo era abogado defensor e instrumento de la violencia: de su imprenta salía un periódico ilegal, Auténtico Americano. Y más de una vez, vi pruebas de imprenta de avisos, en grandes letras, con amenazas del tipo: « ¡Márchate de la ciudad, TRAIDOR confederado, o el GE TE COLGARÁ!». Pero cualquier crueldad que no fuera meramente intelectual, le repugnaba. Si era tan duro con los Whigs y con los confederados, era por la conmiseración que le inspiraba el estado en que habían dejado el país.
Pondible y los demás, que tenían una indefinible semejanza unos con otros, llevaran barba o no, venían a la tienda para tratar asuntos del Gran Ejército. Y estoy seguro de que muchos de los encargos que hice ayudaban o estaban destinados a ayudar a su causa. Los que firmaban el recibo con una X —y al principio, Tyss era muy estricto con las garantías de entrega—, no parecían clientes apropiados para la clase de mercancía que nosotros manejábamos.
Me sentí aliviado —pero asombrado y quizá un poco humillado—, de que tras la primera conversación con Pondible, nadie intentase convencerme para ingresar en la organización. Tyss debió de notarlo, porque me dio una explicación indirecta.
—Hay dos tipos de hombres, Hodgins: el activo y el espectador. El primero actúa, y el segundo es el sujeto pasivo de esos actos. Uno cambia los hechos, y el otro observa los cambios. Evidentemente —siguió diciendo, con más brusquedad—, no estoy hablando de basura metafísica, ¿eh? Cuando digo que el hombre activo cambia los hechos, quiero dar a entender que reacciona a los estímulos de manera positiva. En cambio, el espectador responde de manera negativa ante las mismas circunstancias. Pero ambas reacciones son necesarias e inevitables. Los hechos no cambian nunca, naturalmente.
— ¿No es posible que un hombre sea activo unas veces y espectador otras? Muchos hombres de acción se han sentado a escribir sus memorias.
—Confundes el efecto posterior de una acción, con la propia falta de acción; las ondas de la superficie de un estanque en la que alguien ha tirado una piedra, con la superficie tranquila que nadie ha turbado. No, Hodgins, los dos tipos de hombres son completamente distintos. Y no pueden cambiar. El jefe de la policía suiza, Cari Jung, ha refinado y mejorado la tabla clasificadora de Lombroso. Y demuestra que siempre se puede detectar al tipo activo.
Creí que estaba diciendo tonterías, aunque yo nunca había leído a Lombroso, ni oído hablar del jefe Jung.
—El hombre activo cree que el espectador es inútil. Para el espectador, los actos del hombre de acción son ligeramente absurdos. Un observador nato vería en los intensos esfuerzos del Gran Ejército (formación de compañías básicas de instrucción, elección de oficiales, maniobras y adiestramientos secretos, un intento serio de convertirse en un verdadero ejército) una repelente falta de humor.
— ¿Cree usted que yo soy del tipo espectador, señor Tyss? —No lo dudo, Hodgins. A primera vista, ciertos rasgos pueden resultar engañosos: los ojos separados, la moderada carnosidad de la boca, la elevación de las fosas nasales..., pero están subordinados a cosas más sutiles. Sin duda, el jefe Jung te habría clasificado como observador.
Si aquel fantástico razonamiento, si aquella curiosa manera de clasificar personalidades como si fueran especímenes zoológicos, me evitaba tener que dar una negativa ante una eventual propuesta de ingreso en el Gran Ejército, podía darme por satisfecho. Aunque esto no aliviaba demasiado mi turbación por ser utilizado —aunque fuera de forma remota— como instrumento para el caos, el secuestro y el asesinato, tranquilizaba mi conciencia. Después de todo, quizá me equivocaba al pensar que estaba siendo utilizado.
En ciertas ocasiones, sentía que debía hacer una declaración de principios y abandonar la tienda. Pero cuando me enfrentaba a la perspectiva de tener que encontrar otro sistema que me permitiera dormir y comer —dejando ya de lado mi imperativa necesidad de libros—, me faltaba el valor.
¿Espectador? ¿Y por qué no? Los espectadores no tenían que tomar decisiones difíciles.
V. Sobre Populistas y Whigs
Un país derrotado en una guerra amarga, privado de la mitad de sus territorios, no sólo pierde el empuje y el espíritu, sino que sufre una conmoción que se extiende a todos sus habitantes. Durante generaciones, los ciudadanos piensan en lo que ha sucedido, se preocupan por el pasado, y sueñan con un cambio milagroso. Al fin, el tiempo les lleva a la apatía o a una inversión en la historia. El Gran Ejército, con su filosofía brutal y sus métodos bruscos, era la orgullosa respuesta a la derrota.
Pero no era la única respuesta: los dos grandes partidos políticos tenían otras. Los pragmáticos Whigs querían poner al país, y a su economía, a la altura de las condiciones imperantes en el mundo actual, subordinarlo abierta y completamente a las grandes naciones manufacturadoras, y aceptar capital y protección extranjera con gratitud. El resultado inmediato sería una mayor prosperidad para las clases ya prósperas. Ellos insistían en que, a largo plazo, el nivel de vida general se elevaría, que las empresas podrían contratar más mano de obra, y que esa misma contratación, enfrentada a la competencia salarial, desaparecería paulatinamente.
Justo lo que negaban los Populistas. Cuando no tenían el poder, insistían en que el gobierno debería crear industrias, prohibir la contratación, comprar los contratos de los trabajadores más capacitados, ofrecer unos sueldos suficientemente altos para crear nuevos mercados, y desafiar al mundo, construyendo un nuevo ejército y una nueva armada. Y remataban su argumentación, diciendo que si nunca habían puesto en marcha su programa, era por culpa de los taimados trucos de los Whigs.
Las elecciones presidenciales de 1940 fueron muy violentas, como si el poder fuera un auténtico premio en vez de un título prácticamente honorífico: ahora, el auténtico poder estaba en manos del líder de la mayoría en la Cámara y su gabinete de Presidentes de Comité. En mayo, uno de los más firmes candidatos Populistas recibió un balazo y resultó malherido. Y un pirómano incendió los salones de Cleveland, donde se celebraba la convención de los Whigs.
Me faltaban dos años para tener la edad de voto requerida, pero yo también contraje la fiebre preelectoral. Jenning Lewis, el Populista, era el candidato más feo que jamás se hubiera presentado, con un rostro cadavérico y completamente desprovisto de pelo. Dewey, el representante Whig, tenía cierto atractivo que quizá le hubiera servido de algo, si las insistentes mujeres sufragistas lograban salirse con la suya.
Tradicionalmente, ningún candidato se aventuraba más al oeste de Chicago, concentrando sus apariciones en Nueva York y Nueva Inglaterra, y dejando la campaña de los territorios poco poblados, los situados más allá del Mississippi, en manos de los políticos locales. Ese año, los dos candidatos utilizaron hasta el último recurso para llegar al mayor número posible de votantes. Dewey hizo un gran recorrido en su caravana de globos. Lewis apareció en una serie de fono tos, que se exhibieron gratuitamente. Dewey habló a grupos pequeños, pero varias veces al día, Lewis se especializó en mítines multitudinarios todas las semanas, seguidos de desfiles con antorchas.
Uno de estos mítines Populistas tuvo lugar en la Plaza de la Unión, durante los primeros días de septiembre. Hablaron el presidente George Norris —que abandonaba el cargo— y el ex presidente Norman Thomas, el único Populista que había resultado reelegido desde los tiempos del añorado Bryan. Indulgente, Tyss me permitió salir de la tienda un par de horas antes de que comenzara el acto, para que encontrara un lugar desde donde pudiera ver y oír todo lo que sucediera. Aunque consideraba que todas las elecciones eran ejercicios sin sentido, diseñados para confundir, había participado en éste... de una manera misteriosa y secreta.
Cuando llegué, la plaza ya estaba abarrotada. Los miembros más acrobáticos del público se habían situado sobre las estatuas de La Fayette y Washington, órganos a vapor tocaban himnos patrióticos, y una máquina de aire comprimido disparaba nubes de humo, que formaban durante unos momentos el nombre del candidato. Resignado a conformarme con sólo un atisbo de lo que iba a suceder, rodeé la multitud por su parte exterior, pensando que tanto daba marcharse en aquel momento.
—Por favor, no me pise con tantas ganas. ¿O es parte de la tradición Populista?
—Disculpe, señorita, lo siento mucho. ¿Le he hecho daño?
Estábamos lo suficientemente cerca de un farol como para darme cuenta de que era joven e iba bien vestida. Desde luego, no parecía la chica que uno espera encontrar en una reunión política, pocas de las cuales contaban con público femenino.
Se frotó un momento el pie.
—No importa —concedió de mala gana—. Me está bien empleado, por curiosear con la chusma.
Era algo rolliza, pero bonita. Con una boca pequeña y carnosa, y largo pelo claro que le caía sobre los hombros.
—Desde aquí no se ve gran cosa —dije—. A menos que sea usted tan entusiasta como para conformarse con echar un vistazo a los importantes; espero que me deje acompañarla al tranvía. Para disculpar mi torpeza.
Me miró, pensativa.
—Puedo arreglármelas sola. Pero si cree que me debe algo por pisarme, quizá pueda explicarme por qué viene la gente a estas ridículas reuniones.
—Pues... para escuchar a los oradores.
— ¡Pero si nadie los oye! Sólo los que se han podido situar más cerca.
—Bueno... Pues para demostrar su apoyo al partido, supongo.
—Lo que pensaba. Una costumbre, un rito, o algo así. Una diversión estúpida.
—Pero barata —señalé—. Y los que votan a los Populistas no suelen tener mucho dinero.
—Quizá por eso mismo —replicó—. Si hicieran cosas más útiles, ganarían dinero. Pero entonces no votarían a los Populistas.
—Un círculo vicioso. Si todos votaran a los Whigs, todos seríamos tan ricos como los Whigs.
Se encogió de hombros, con un gesto que me pareció encantador.
—Es fácil sentir envidia de los que son mejores. Mejorar uno mismo cuesta mucho más trabajo.
—No puedo discutir con usted sobre eso, señorita... eh...
—Vaya, señor Populista, ¿es que todas las chicas a las que pisa le dicen su nombre?
—No suelo tener tanta suerte como para encontrar pies que lleven pegada una dama tan encantadora —repliqué con atrevimiento—. No negaré mis inclinaciones Populistas, pero me llamo Hodge Backmaker.
Ella era Tirzah Vame, y se había contratado con una familia de adinerados Whigs, propietarios de una bonita casa de cemento cerca de Reservoir, en la confluencia de la calle Cuarenta y Dos con la Quinta Avenida. Había usado la palabra «curiosa» para definirse a sí misma, pero la suya era, como descubrí muy pronto, una curiosidad fría e inflexible: sólo exploraba lo que le parecía útil o lo que le sorprendía por estúpido. Le interesaba la naturaleza de todo lo que estuviera de moda, fuera popular o de lo que se hablara mucho. La simple idea de interesarse por algo que fuera siquiera ligeramente abstracto le parecía ridícula, descabellada.
Se había contratado, no por necesidad de dinero, sino por motivos muy calculados: quería conseguir una seguridad económica. A mí me parecía paradójico, incluso cuando comparé mi condición «libre» con la suya, atada. Desde luego, no parecía tener demasiadas restricciones de tiempo. Poco después de nuestro primer encuentro, nos veíamos casi todas las noches en la plaza Reservoir. Nos sentábamos largas horas en un bando para charlar, o caminábamos rápidamente cuando el frío del otoño empezaba a helarnos la sangre.
No me adulé a mí mismo, intentando convencerme de que su interés —quizá «tolerancia» fuera una palabra más adecuada— se debía a mi atractivo. Creo que mi presencia física más bien le repelía, que le recordaba un medio ambiente ordinario, en contraste con la pulida apariencia de sus jefes y los amigos de éstos. La primera vez que la besé tembló ligeramente. Luego, cerró los ojos y me permitió que la besara de nuevo.
Cuando la intenté persuadir para hacer el amor, no se me resistió: cuando tartamudeé una excusa sobre el frío que hacía en la calle, demasiado para charlar, me llevó silenciosamente a su habitación de la gran casa. No era yo un seductor experto pero, a pesar incluso de mi torpe afán, supe que ella había decidido que yo conseguiría lo que quería.
Pronto fue evidente que su entrega no era el resultado de la pasión. Si no conseguí excitarla, no fue tanto un fracaso por mi parte como una firme negativa por la suya a dejarse excitar. Después de permitir nuestra intimidad, siguió tan virginal, reservada e hipercrítica como antes.
—No vale la pena. Imagina la cantidad de gente que no hace más que hablar, escribir o pensar sobre esto.
—Tirzah, querida...
—Y las libertades que parecen acompañarlo. No creo que te quiera más que hace una hora. Si la gente tiene que hacer estas cosas, y supongo que es necesario dada la cantidad de tiempo que llevan haciéndolas, creo que podrían portarse con más dignidad.
Mi afecto crecía, pero su frialdad no menguaba en absoluto. Lo único que parecía motivarla era la curiosidad. Le divertía mi patética búsqueda de conocimientos.
— ¿De qué te va a servir todo lo que aprendas? Nunca ganarás dinero con eso.
Le acaricié el largo pelo rubio, y le besé la oreja.
— ¿Y qué? —repliqué sin ganas—. El dinero no es lo único. Se apartó de mí.
—Eso dicen siempre los que no pueden conseguirlo.
— ¿Y qué dicen los que pueden conseguirlo?
—Que es lo más importante —respondió rápidamente—. Que con dinero se puede comprar todo lo demás.
—Se podría comprar tu contrato y liberarte —admití—. Pero, antes, tienes que conseguir ese dinero.
— ¿Conseguirlo? Nunca llegué a gastarlo. Todavía tengo lo que me pagaron por el contrato.
—Entonces, ¿para qué te sirve la contratación? Me miró con gesto inquisitivo.
— ¿Es que nunca te has detenido a pensar en cosas importantes? ¿Sólo en libros, política y todo eso? ¿Cómo iba a tener yo oportunidades, sin contratarme? No creo que los Vame estén muy por encima de los Backmaker. Pero tú eres una especie de esclavo, mientras que yo soy ama de llaves, tutora y, en cierto modo, una amiga distante de la señora Smythe.
—Eso me suena sospechosamente a esnobismo.
— ¿Tú crees? Pues bien, soy una esnob. Nunca lo he negado. Quiero vivir como una dama, tener una buena casa con criados, carruajes y minimóviles, viajar a sitios civilizados, tener otra casa en París, Roma o Viena. Tú puedes amar a los pobres y simpatizar con los Populistas. A mí me gustan los ricos y los Whigs.
—Todo eso está muy bien —objeté—. Pero, aunque tengas el dinero del contrato y puedas comprar tu libertad cuando quieras, ¿cómo te ayuda eso a ser rica?
— ¿Crees que guardo el dinero en un bolsillo? He invertido hasta el último centavo. La gente que viene a esta casa me da propinas. No sólo dinero, aunque también consigo suficiente para incrementar poco a poco mi capital original, sino que también me dan pistas sobre lo que debo comprar o vender. Para cuando tenga treinta años, habré ganado lo suficiente. Por supuesto, puede que antes me case con un hombre rico.
—Es una manera desagradablemente fría de ver el matrimonio —le dije en tono de protesta.
— ¿Sí? —preguntó, indiferente—. Bueno, de todos modos, siempre me estás diciendo que soy fría. Es mejor ser provechosamente fría.
—Si eso es lo que opinas, no sé qué hago aquí en este momento. Podrías haber elegido un amante más aprovechable.
No se inmutó.
—No piensas. Si pensaras, entenderías que no puedo permitirme acostarme con un hombre de la clase a la que quiero pertenecer. Las grandes damas pueden reírse de los chismorrees, pero el menor comentario sobre alguien como yo resultaría perjudicial. Y no habría manera de evitar el escándalo, si yo pareciera ser otra cosa que una fría puritana en esta casa.
Una apariencia no demasiado engañosa, consideré, ligeramente celoso al pensar en los hombres que podrían haber estado en mi lugar, si fueran tan anónimos e insignificantes como yo. Pero los celos eran poco más dolorosos que la frustración de ver que me había tratado a su conveniencia, como un experimento. Cualquiera poco importante, mientras no fuera un criado o un residente de la casa, le habría servido igual que yo. Cualquiera que no llegara a ver a la señora Smythe, mucho menos hablar con ella.
Al volver la vista atrás, al intentar recrear por un momento aquel pasado que se fue, siento pena por la chica Tirzah y el chico Hodge. ¡Qué seriamente nos tomamos nuestras diferencias éticas y políticas! ¡Qué ligeramente disfrutamos de los breves momentos de unión! Dijimos e hicimos todo lo que no debimos decir ni hacer, todo lo que fomentaba nuestro antagonismo, y nada que pudiera haber suavizado las diferencias juveniles. Peleamos y discutimos: Dewey y Lewis, Whigs contra Populistas, materialismo contra idealismo, realidad contra principios. ¡Todo parece tan fútil ahora...! ¡Todo parecía tan vital entonces...!
Además de la desconfianza y el odio casi unánime hacia todos los extranjeros en los Estados Unidos, detestábamos sobre todo a los Confederados, pues los considerábamos la causa de todas nuestras desgracias. No sólo les culpábamos y les temíamos, sino que les considerábamos siniestros. Los oradores Populistas siempre tenían la respuesta ideal para cualquier reproche: acusaban a los Whigs de ser instrumentos del sur.
Contra el punto de vista más aceptado en los Estados Unidos, yo estaba seguro de que los vencedores en la Guerra de la Independencia Sureña habían sido hombres honrados. Y el más noble de todos fue su segundo presidente. Pero también sabía que en la nueva nación, inmediatamente después de la Paz de Richmond, individuos menos sinceros fueron haciéndose más poderosos. Como dijo sir John Dahlberg, «El poder corrompe».
Desde su primera elección en 1865 hasta su muerte, acaecida diez años más tarde, el presidente Lee fue prisionero de un Congreso cada vez más fuerte e imperialista. Se opuso a la invasión y conquista de México por la Confederación, pero terminó llevándose a cabo, bajo el pretexto de restaurar el orden durante el conflicto entre los republicanos y el emperador. De cualquier manera, Lee sentía un respeto demasiado profundo hacia los procesos constitucionales como para seguir oponiéndose a la resolución conjunta de la Casa Confederada y el Senado.
Lee siguió siendo un símbolo, pero cuando murió la generación que había luchado por la independencia se difuminaron los ideales que simbolizaba. La emancipación de los negros, establecida gracias a la presión de hombres como Lee, demostró muy pronto ser una artimaña para conservar los beneficios de la esclavitud sin sus obligaciones. Los recién liberados, a ambos lados de la nueva frontera, no tenían ahora derecho al voto. Y, a todos los efectos, tampoco derechos civiles. Mientras la vieja Unión restringía primero y abolía después la inmigración, la Confederación la potenciaba. Los recién llegados eran equiparados a los latinoamericanos, que formaron el grueso de la población sureña cuando la Confederación se expandió hacia el sur. Así, limitaron la plena ciudadanía a los residentes liberados que vivían en los Estados Confederados el 4 de julio de 1864.
Los Populistas denunciaban que los Whigs eran agentes confederados. Los Whigs replicaban que los Populistas eran visionarios y demagogos que toleraban, incluso potenciaban, las actividades del Gran Ejército. Los Populistas respondían denunciando las organizaciones ilegales y los métodos no reconocidos por la ley. No me impresionó demasiado, porque sabía lo ocupados que habían estado Tyss, Pondible y sus amigos desde que comenzara la campaña electoral.
La noche de las elecciones, Tyss cerró la tienda, y caminamos algunas manzanas hasta llegar a la mercería de Wanamaker & Stewarts, en la que una gran pantalla mostraba los resultados, entre tinugrafos anunciadores de la mercancía de la casa. Desde el principio, resultó evidente que el impredecible electorado prefería a Dewey sobre Lewis. Estado tras Estado, hasta los firmemente Populistas, apoyaba a los Whigs por primera vez, desde que William Hale Thompson derrotara al presidente Thomas R. Marshall en 1920, y luego a Alfred E. Smith en 1924, antes de que Smith se ganara la popularidad que le dio la presidencia cuatro años más tarde. Sólo Massachusetts, Connecticut, Dakotah y Oregón votaron a Lewis. Hasta su Minnesota natal, junto con otros veintiún estados, eligió a Dewey.
Por disgustado que estuviera, no pude dejar de advertir el aspecto alegre de Tyss. Cuando le pregunté qué encontraba de satisfactorio en una derrota tan abrumadora, sonrió.
— ¿Qué derrota, Hodgins? Crees que queríamos que ganaran los Populistas, ¿eh? ¿Que resultara elegido Jennings Lewis, con su programa de conferencias para la paz mundial? La verdad, Hodgins, a veces creo que no aprendes nada.
— ¿Quiere decir que el Gran Ejército apoya a Dewey?
—A Dewey o a quien sea. Preferimos una administración Whig, que presente un blanco fijo, a una Populista que no haga más que cambiar.
Claro. Debía habérseme ocurrido que Tyss y Tirzah estarían del mismo lado. El hecho de que no lo descubriera antes demostraba la inmensidad de mi inocencia.
VI. Enfandin
La pregunta de Tirzah, « ¿De qué te va a servir lo que aprendes?», me preocupaba de vez en cuando. No es que me abrumara una vasta carga de conocimientos, pero podía suponerse fácilmente que conseguiría más. Y luego, ¿qué? No esperaba ninguna recompensa de la lectura, excepto el placer intrínseco que me proporcionaba. Pero tampoco podía olvidar del todo el futuro, por utilizar un tópico. No me imaginaba a mí mismo pasándome la vida entera en la librería. A pesar de que Tyss despreciaba esta emoción, me sentía agradecido hacia él por la oportunidad que me había proporcionado, pero no tanto como para hacerme a la idea de convertirme en otro Tyss. Sobre todo, en uno que careciera de la vitalizadora implicación con el Gran Ejército.
El resto de las posibilidades no eran ni numerosas ni atractivas. Seguir el ejemplo de Tirzah habría parecido razonable si uno pasaba por alto las diferencias de situación y personalidad, más las existentes entre un rústico joven y una chica bonita/ Sería demasiado optimista, por mi parte, albergar esperanzas de encontrar una familia rica que comprara mis servicios, me dedicara a tareas agradables, y observara con tolerancia mis esfuerzos por escapar de su dominio. Aunque existiera una oportunidad así para mí, no la habría utilizado tan bien como ella. Sin duda confundiría un encargo con otro, u olvidaría comprar lo que se me indicaba, hasta que fuera demasiado tarde, o me emocionaría con unos billetes de lotería para luego perderlos.
Ante ella, esta falta de certeza era un punto más en mi contra. No tenía la menor esperanza de que su frialdad se convirtiera en pasión o en afecto. En cualquier momento, decidiría que su curiosidad estaba satisfecha. Y las torpezas, inconveniencias, y todo lo que le pareciera sórdido del asunto, empezaría a hacérsele insoportable.
Formábamos una extraña pareja de jóvenes amantes. Cuando hablábamos, manteníamos opiniones opuestas o charlábamos tranquilamente sobre cosas que, en realidad, no nos afectaban. Cuando caminábamos juntos por las calles o corríamos por las aceras iluminadas con farolas de gas para encontrar la Luna en la plaza Reservoir, no nos cogíamos de la mano, ni nos besábamos impulsivamente. Como la prudencia prohibía el menor contacto físico, excepto en la más absoluta privacidad, no nos permitíamos más que algún toque inocente, un roce accidental de manos contra caderas o brazos contra brazos, y nuestros abrazos secretos eran culpables sólo porque eran secretos.
Yo solía soñar con un cambio milagroso, bien fuera en las circunstancias que nos rodeaban o en la actitud de Tirzah, y esperaba que ese cambio derribara los muros que nos separaban. Por debajo de la esperanza sólo podía albergar expectación hacia una ruptura brusca y definitiva. Cuando al fin llegó, más de un año después, no fue el resultado de algún buen negocio o una oferta de matrimonio —como yo había anticipado agónicamente—, sino de mis propios actos, normales y naturales.
Entre los clientes a quienes llevaba habitualmente paquetes de libros, estaba monsieur Rene Enfandin, que vivía en la calle Ocho, no lejos de la Quinta Avenida. Monsieur Enfandin era el cónsul de la República de Haití, y la casa que ocupaba se distinguía de las demás de su monótono vecindario por un enorme escudo de armas rojo y azul que colgaba sobre la puerta. No todo el edificio estaba destinado a sus necesidades: sólo usaba la planta baja como despacho del consulado y vivienda. El resto se hallaba en manos de otros inquilinos.
La tendencia xenofóbica de Tyss le hacía burlarse de Enfandin a sus espaldas, y embarcarse en discursos en los que probaba, mediante la antropometría y frecuentes referencias a Lombroso y al jefe Jung, que los negros eran incapaces de autogobernarse. De todos modos, advertí que no trataba al cónsul de manera diferente, ni en educación ni en honradez, que al resto de los clientes. Para entonces, ya conocía lo suficiente a Tyss como para no atribuir esta cortesía a los intereses de un comerciante, sino a la compasión que tan tozudamente suprimía, por las contradicciones de su naturaleza.
Durante mucho tiempo, antes de advertir lo variado de sus intereses en los libros que compraba, presté poca atención a Enfandin. Tuve la sensación de que era como yo, más bien tímido. Tenía un acuerdo con Tyss, según el cual devolvía la mayoría de los libros que compraba a cuenta de otros. Pronto comprendí que, si no lo hubiera hecho, su biblioteca habría ocupado todo su hogar en poco tiempo. Aun así, los libros abarrotaban el espacio que no estaba ya invadido por la parafernalia de su despacho y su dormitorio, con excepción de un trozo desnudo de pared, del que colgaba un enorme crucifijo. Siempre parecía tener un volumen en su enorme mano oscura, educadamente cerrado sobre el pulgar o abierto para hojear.
Enfandin era alto, de rasgos pronunciados, y llamaba la atención estuviera con quien estuviese. En los Estados Unidos, donde un negro era, más que otra cosa, un recordatorio de la desastrosa guerra y de la proclama del señor Lincoln, Enfandin era el objetivo permanente de niños pendencieros y adultos camorristas. Ni siquiera la inmunidad diplomática de su casa le protegía lo suficiente. Se pensaba que Haití, la única república americana al sur de la frontera Maxon-Dixon que conservaba su independencia, rompía la política oficial —aunque muy raramente llevada a la práctica— de deportar a los negros a África. Y no sin cierta razón, ya que animaba la emigración hacia sus playas o, aún peor, les ayudaba a huir hacia los territorios indios no conquistados de Idaho o Montana.
Aparte de un «Buenos días», o un «Gracias», no creo que hubiéramos intercambiado más de un centenar de palabras, hasta el día en que vi un ejemplar de los Fragmentos de Randolph Bourne entre los libros que elegía.
—No es lo que usted cree —exclamé con insolencia—. Es una novela.
Me miró con expresión seria.
— ¿Así que a ti también te gusta Bourne?
—Oh, sí.
Me sentí un poco tonto. No sólo por haberme permitido darle un consejo, sino por lo inadecuado que resultaba mi comentario sobre un escritor que tenía tantas cosas interesantes que decir, y que había sufrido persecución por decirlas. También era consciente de la opinión de Tyss: ¿cómo podía un tullido como Bourne, hablar a hombres sanos y enteros?
—Pero no apruebas la ficción, ¿verdad?
Enfandin no tenía un acento discernible, pero su manera de hablar carecía por completo de coloquialismos. A veces, incluso resultaba demasiado cuidada y rígida.
Pensé en las historias de aventuras que había devorado tan ansiosamente en el pasado.
—Bueno... es que me parece una pérdida de tiempo.
Asintió.
—Tiempo, sí. Lo perdemos, lo ahorramos, o lo utilizamos... Cualquiera diría que lo dominamos, y no todo lo contrario. Aun así, ¿crees que todas las novelas son una pérdida de esa preciosa dimensión? Quizá subestimas el valor de la inventiva.
—No —objeté—, pero, ¿qué valor tiene inventar sucesos que no han ocurrido, o personajes que no han existido?
— ¿Quién puede decir que algo no ha sucedido nunca? Es cuestión de definiciones.
—Muy bien —respondí—. Supongamos que los personajes existen en la mente del autor, igual que los hechos. ¿Dónde está el valor de la invención?
—El valor de la invención —afirmó— está en su propósito, en cómo se utilice. Una rueda girando sin rumbo no vale nada. Esa misma rueda, puesta en un carro o en una polea, cambia el destino.
—No se puede aprender nada de los cuentos de hadas —insistí, testarudo.
Él sonrió.
—Quizá no hayas leído los cuentos de hadas adecuados.
Pronto descubrí en él una simpatía rápida y penetrante, casi telepática. Escuchaba con paciencia mis opiniones inexpertas, formulando observaciones que no resultaban inseguras o didácticas. Me concedió, generosamente, la comprensión y las palabras de ánimo que yo no esperaba ni quería de Tyss. Le hablaba de mis esperanzas y sueños, como jamás podría hacerlo con Tirzah. Me escuchaba paciente, y nunca parecía considerarlas estúpidas ni imposibles. No pretendo minimizar lo que Tyss hizo por mí cuando digo que, sin Enfandin, los libros a los que me daba acceso mi jefe no me habrían servido de tanto.
Cada vez me sentía más cerca de él. No estoy seguro de por qué se interesaba por mí, a menos que fuera cierto lo que dijo una vez: «Tú y yo somos muy parecidos. Los libros, siempre los libros. Y por ellos mismos, no para hacernos ricos o famosos, como la gente sensata. ¿No somos unos locos? Pero es una locura agradable. Y, a veces, un vicio inocente».
Deseaba profundamente hablarle de Tirzah. No sólo porque los amantes necesitan pronunciar más de cien veces al día el nombre del ser amado, sino porque tenía la difusa esperanza de que pudiera darme una respuesta. Para ella y para sus preguntas. Intenté tocar el tema por diferentes caminos, pero siempre cambiábamos de conversación antes de que llegara a hablarle de ella.
Muy a menudo, después de entregarle un enorme paquete de libros en el consulado, después de hablar de mil cosas —al contrario que a mí, no le importaba charlar sobre lo que le interesaba, aunque otros pudieran considerarlo trivial—, volvía a la librería conmigo, dejando una nota en la puerta del consulado. Me temo que la promesa, «Volveré en diez minutos», se cumplía muy raramente, porque la conversación le absorbía tanto que perdía la noción del tiempo.
La ocasión que iba a resultar tan importante para mí surgió durante una discusión sobre la no resistencia al mal, un tema en el que Enfandin tenía mucho que decir. Acabábamos de pasar por Wanamaker & Stewarts, y él había criticado, triunfante, la sorprendente decisión del Shogún japonés de abolir todas las fuerzas policiales. En ese momento, fui consciente de que alguien me miraba fijamente.
Un minimóvil caro, y evidentemente construido a medida, bajaba con lentitud por la calle. Las placas metálicas de bronce, los enormes parachoques, los protectores para la lluvia y los pomos de las puertas, resultaban impresionantes. En uno de los asientos, frente a una dama de aspecto majestuoso, estaba Tirzah. Apartó la vista ostentosamente de nosotros.
Cuando me detuve, Enfandin hizo lo mismo.
—Ah —exclamó—, ¿conoces a las señoras?
—A la chica. La señora es su jefa.
—Sólo le he visto la cara un momento, pero parece muy bonita.
—Sí. Oh, sí... —Deseaba desesperadamente decir algo más, darle las gracias como si la belleza de Tirzah fuera mérito mío, cantar sus alabanzas y, al mismo tiempo, llamarla cruel y desalmada —. Oh, sí...
— ¿Es una amiga especial?
Asentí.
—Muy especial.
Caminamos en silencio.
—Eso está muy bien. Pero quizá no le gustan demasiado tus planes.
— ¿Cómo lo sabes?
—No ha sido demasiado difícil deducirlo. Ha ocultado tu existencia a la señora. La riqueza impresiona a la jovencita, pero no al idealista que eres tú.
Al fin podía hablar. Le expliqué todo sobre la contratación de Tirzah, sus ambiciosos planes, y mi temor de que todo acabase en cualquier momento.
—Y no puedo hacer nada al respecto —terminé con amargura.
—Es cierto, Hodge. No puedes hacer nada al respecto, porque... ¿me perdonarás si te hablo sincera, brutalmente quizá?
—Por favor. Tirzah... —Qué placer era pronunciar su nombre—... Tirzah me dice a menudo que no soy realista.
—No me refería a eso. Iba a decir que no puedes hacer nada, porque no quieres hacer nada.
— ¿Qué quieres decir? Haría cualquier cosa que estuviera en mi mano para...
— ¿De verdad? ¿Olvidarías los libros, por ejemplo?
— ¿Por qué iba a hacerlo? ¿De qué serviría eso?
—No digo que debas hacerlo, ni que vaya a servir de nada. Sólo intento demostrarte que esa joven, por encantadora que sea, por mucho que la quieras, no es lo que más te atrae, lo más importante en tu vida. El amor romántico es un curioso subproducto del feudalismo de la Europa occidental, algo que los africanos y los asiáticos sólo pueden criticar con mucha cautela. Mueves la cabeza con obstinación, no me crees. Bien, eso quiere decir que no te he hecho daño.
—Tampoco creo que me hayas ayudado demasiado.
—Vaya, ¿y qué esperabas de este negro de Haití? ¿Un milagro?
—Me temo que es lo mínimo que necesito. Ahora, supongo que me dirás que lo superaré con el tiempo, que sólo es una pasión de adolescente.
Me miró con gesto de reproche.
—No, Hodge. Espero no llegar a pensar nunca que el sufrimiento está ligado a la edad o al tiempo. En cuanto a lo de superarlo, claro que sí, todos acabamos por superarlo todo tarde o temprano. No importa lo deseable que resulte la paz absoluta, pocos deseamos pasar por la experiencia prematuramente.
Más tarde, comparé lo que me había dicho Enfandin con lo que habría comentado Tyss. La responsabilidad de conservar a Tirzah, ¿estaba en mis manos, y no en las de los dos, ni en las del destino o la suerte? ¿O estaba todo tan circunscrito a la inevitabilidad que la mera idea de luchar contra ello era una tontería?
También me pregunté si no había sido demasiado orgulloso, demasiado hipersensitivo. Había intentado hacerle ver mi punto de vista discutiendo, combatiendo el suyo. ¿No habría sido posible acercarme a ella más suavemente, pero sin ceder en los puntos esenciales? Quizá debí intentar apartarla, no de sus ambiciones, sino de su desprecio hacia las mías.
Lleno de resolución, salí de la tienda después de las ocho. Caminando rápidamente, llegué muy temprano a nuestro punto de encuentro en la plaza Reservoir. Las campanas de la iglesia cercana apenas habían dado las ocho y cuarto cuando oí su voz.
—Hodge.
Aquella puntualidad, inusual en ella, era un buen presagio. Yo me sentía cálidamente optimista.
—Te vi esta tarde, Tirzah...
— ¿De verdad? Creí que estabas tan interesado en Sambo que no ibas a levantar la vista.
— ¿Por qué le llamas así? ¿Crees...?
— ¡Oh, por lo que más quieras, no me vengas con discursos! Le llamo Sambo porque suena mejor que Rastus.
¡Tantos esfuerzos por intentar ver las cosas desde su punto de vista!
—Yo le llamo monsieur Enfandin. Es su nombre.
— ¿Es que no tienes orgullo? No, supongo que no. Sólo unas costumbres extrañas. Pues bien, puede que yo aguante tus excentricidades, pero otros no las comprenderían. ¿Qué crees que diría la señora Smythe?
—No conozco a la dama, así que no tengo la menor idea.
—Yo sí, y estoy de acuerdo con ella. ¿Te gustaría que yo paseara con un caníbal desnudo que llevase un anillo en la nariz?
—Enfandin no lleva un anillo en la nariz, y ya has podido ver que va completamente vestido. Quizá devora misioneros en secreto, pero eso no ofendería a la señora Smythe, puesto que las apariencias quedan a salvo.
—Hablo en serio, Hodge.
—Yo también. Enfandin es mi único amigo.
—Puede que estés por encima de las apariencias y de lo que se considera decente, pero yo no. Si vuelves a aparecer en público con él, puedes dejar de venir aquí. No querré tener nada que ver contigo nunca más.
—Pero, Tirzah... —empecé a decir impotente, superado por la imposibilidad de combatir las tonterías y las inconsistencias de su razonamiento—. Pero, Tirzah...
—No —replicó con firmeza—. Tienes que madurar, Hodge, y olvidar esas exhibiciones infantiles. ¡Supongo que, si ese negro apareciera por aquí ahora mismo, hasta hablarías con él!
—Naturalmente. No esperarás que...
—Sí, lo espero. Es exactamente lo que espero. Que te comportes como un hombre civilizado.
No estaba enfadado. No podía enfadarme con ella.
—Si la civilización consiste en eso, me temo que no quiero ser un hombre civilizado.
Detecté una nota de asombro en su voz.
— ¿De verdad pretendes seguir comportándote así?
El abuelo Backmaker debió de ser un hombre muy tozudo. Mi madre siempre me decía que yo no tenía ni rastro de las cualidades de los Hodgins.
—Tirzah, ¿qué pensarías de mí si me volviera contra mi único amigo, el único amigo verdaderamente bueno y comprensivo que he tenido en la vida, sólo porque las ideas de la señora Smythe y las mías sobre las apariencias no coinciden?
—Pensaría que por fin empiezas a comprender las cosas tal y como son.
—Lo siento, Tirzah.
—Hablo en serio, Hodge, y creo que lo sabes. No volveré a verte.
—Si quisieras escucharme...
—Quieres decir si quisiera convertirme en una cascarrabias como tú. Pero no quiero ser una cascarrabias, ni una mártir. No quiero cambiar el mundo. Yo soy normal.
—Tirzah...
—Adiós, Hodge.
Se alejó. Tuve la sensación irracional de que, si la hubiera llamado, habría vuelto. O, como mínimo, habría esperado hasta que yo dijera todo lo que tenía que decir. Pero mantuve la boca obstinadamente cerrada. Enfandin tenía razón, la responsabilidad era mía. Y había cosas en las que no quería ceder.
La decisión heroica me duró todo un cuarto de hora. Luego, crucé corriendo el pequeño parque, en dirección a la casa de los Smythe. Había luces en los pisos superiores, pero la planta baja estaba a oscuras, como siempre. No me atreví a llamar a la puerta, ni a tocar la campana. Las advertencias de Tirzah estaban demasiado firmemente grabadas en mi cerebro. En medio de un torbellino de emociones, paseé por la acera enlosada, hasta que los ojos de un policía se clavaron en mí, con gesto de sospecha. Entonces, hui como un cobarde.
No pude esperar al día siguiente para escribirle una carta, larguísima y caótica, suplicándole que me dejara hablar con ella, sólo hablar, durante una hora, diez minutos, un minuto. Si accedía a escucharme, le ofrecí contratarme, emigrar, ganar una fortuna por algunos ingeniosos medios. Le recordé los momentos que habíamos pasado juntos, le dije que la amaba, le aseguré que, sin ella, moriría. Tras llenar varias hojas con estos sentimientos, empecé de nuevo y lo repetí todo. Cuando deposité la carta en el buzón neumático, ya estaba amaneciendo.
Aquel día, atormentado, sin haber dormido, no fui de mucha ayuda para Tyss. ¿Me enviaría Tirzah un telegrama? Si me hacía llegar un mensaje por correo neumático, lo recibiría por la tarde. ¿O quizá vendría a la librería?
El segundo día, envié dos cartas más, y fui a la plaza Reservoir por si ella aparecía. Vigilé la casa, esperando que mi concentración la obligara a salir. Al tercer día, recibí por correo mis propias cartas. Sin abrir.
Siempre hay una u otra frase hecha sobre la inconstancia de la juventud. Es cierto que sólo pasaron unas semanas antes de que menguara mi depresión. Y que, pocas semanas más tarde, ya volvía a tener el corazón sano. Pero fueron unas semanas muy largas.
El tema de Tirzah no volvió a surgir entre Enfandin y yo. Debió de notar que la había perdido, quizá incluso adivinó el papel que había representado él en la ruptura, pero tuvo suficiente tacto para no mencionarlo, y yo estaba demasiado dolido.
No sé si este episodio me hizo madurar. O si, como resultado de la pena y el dolor, intenté apartar mi mente de las emociones, y escudarme contra otras posibles heridas. En cualquier caso, tanto si hubo una conexión lógica como si no, fue en aquellos días cuando decidí centrar mis lecturas en la historia. Con cierta modestia, le hablé de ellas.
— ¿Historia? Claro que sí, Hodge. Es un estudio noble. Pero ¿qué es la historia? ¿Cómo se escribe? ¿Cómo se lee? ¿Es una crónica desapasionada de unos hechos determinados científicamente y distribuidos en la medida precisa de su importancia? ¿Es posible hacer eso?
¿O es la transmutación de lo cotidiano en lo célebre? ¿O es la distorsión la que nos proporciona una visión más clara que unos bocetos acertados?
—A mí me parece que los hechos son lo principal, y que las interpretaciones les siguen en importancia —respondí—. Si conocemos los hechos podemos formarnos nuestras opiniones individuales sobre ellos.
—Quizá. Quizá. Pero piensa en lo que fue, para mí, el hecho central de la historia. —Señaló el crucifijo—. Como católico, los hechos me parecen muy claros. Creo que lo que está escrito en los Evangelios es literalmente cierto: el Hijo del Hombre murió por mí en esa cruz. ¿Cuáles fueron los hechos para un político romano contemporáneo de Cristo? Que un anónimo agitador local amenazaba la estabilidad de una provincia, ya de por sí poco estable, y que fue rápidamente ejecutado al estilo romano para que sirviera de advertencia a los demás. ¿Y para un campesino de la época? Que no existía. ¿Crees que estos hechos se excluyen mutuamente...? Ya ves que no hay dos personas que lo vean igual. Demasiados testigos honrados se han contradicho entre ellos. Hasta los Evangelios difieren a veces.
—Estás diciendo que la verdad es relativa.
— ¿Sí? Entonces, tendré que hacerme examinar la lengua, o el cerebro. Porque no pretendía decir tal cosa. La verdad es absoluta y eterna. Pero un hombre no puede ver todos los aspectos de la verdad. Lo máximo a lo que puede aspirar es a comprender un aspecto del todo. Por eso te recomiendo que seas escéptico, Hodge. Sé siempre escéptico.
— ¿Cómo?
Aquella advertencia me parecía difícil de armonizar con la confesión de fe que acababa de hacerme.
—El escepticismo es esencial para el creyente. ¿Cómo quieres que diferenciemos a los dioses falsos de los verdaderos, si no es dudando de ambos? Una de las frases hechas más peligrosas es: «Lo creeré cuando lo vea con mis propios ojos». ¿Por qué hay que creer en lo que digan los ojos? Tienes unos ojos con los que ver, no con los que creer. Cree en tu cerebro, en tu intuición, en tu razonamiento, en tus sentimientos si quieres... pero no en tus ojos, sin la ayuda de esos otros intérpretes. Los ojos ven tanto el espejismo, la alucinación, como lo verdadero. Los ojos te dirán que lo único que existe es la materia...
—No sólo mis ojos, también mi jefe.
— ¿Eh? ¿Cómo dices?
Pese a toda su amabilidad, a Enfandin le gustaba tan poco que le interrumpieran en medio de un razonamiento como a cualquier otro profesor. Pero, un momento más tarde, desapareció su irritación y escuchó mi descripción del credo mecanicista de Tyss.
—Dios tenga piedad de su alma —murmuró al final—. Pobre criatura. Se ha liberado de las supersticiones de la religión sólo para caer en otras supersticiones, tan abyectas que ningún cristiano puede concebirlas. Imagina —empezó a pasear por la sala— que el tiempo es circular, que el nombre es un autómata, que estamos condenados a repetir los mismos gestos una y otra vez, eternamente. Oh, Hodge, te lo digo de verdad, es monstruoso. Pobre hombre. Pobre hombre.
Asentí.
—Sí, pero... ¿cuál es la respuesta? ¿Espacio ilimitado? ¿Tiempo ilimitado? Son casi igual de horripilantes, porque son temibles e inconcebibles.
— ¿Y por qué tiene que ser horripilante lo inconcebible? Nuestro patético entendimiento humano, ¿es la medida definitiva? Pero claro, ésta no es la respuesta. La respuesta es que todo
—tiempo, espacio, materia— son ilusiones. Todo, excepto el buen Dios. Nada es real, excepto Él. Somos Sus criaturas, fragmentos de Su imaginación...
—Entonces, ¿dónde interviene el libre albedrío?
—Es un don, naturalmente. Mejor dicho, supernaturalmente. ¿Qué otra cosa podría ser? El don supremo, y la responsabilidad suprema.
No puedo decir que su disertación me satisficiera por completo. Aunque, desde luego, resultaba más adecuada a mis gustos que las de Tyss. Seguí su conversación a intervalos, pensando en ambos a la vez. Al final acepté su consejo de ser escéptico, aunque dudo que lo aplicara siempre como él pretendía.
VII. Sobre los agentes confederados en 1942
A cualquiera que no fuera un bobalicón, como lo era yo el año que llegué a la mayoría de edad, se le habría ocurrido que Enfandin debía ser informado de la conexión de Tyss con el antinegro y xenófobo Gran Ejército. Y una vez concebida la idea, por tarde que hubiera surgido, a cualquiera se le ocurriría advertirle inmediatamente. Para mí, esa advertencia se convirtió en un dilema.
Si acusaba a Tyss ante Enfandin sería un desagradecido con el hombre que me había salvado de la pobreza y me había dado la oportunidad que tanto deseaba. Ser miembro del Gran Ejército era un crimen y, aunque las leyes se hacían cumplir muy raramente, no podía esperar que un diplomático, destinado en los Estados Unidos, ocultara un crimen cometido contra su anfitrión. Máxime, siendo del Gran Ejército. Por contra, si yo guardaba silencio, sería un mal amigo.
Si hablaba, sería un delator; si no, un hipócrita. O algo aún peor. El hecho de que ninguno de los dos nombres fuera a acusarme hiciera lo que hiciese, aunque por razones completamente diferentes, no atenuaba mi perplejidad, sino que la acentuaba. Seguí indeciso, lo que en realidad significaba que estaba protegiendo a Tyss. Y lo hacía contra mis simpatías, cosa que me hacía sentir aún más culpable.
Me encontraba en esta situación cuando una serie de acontecimientos me implicaron aún más con el Gran Ejército, complicando aún más mi relación con Tyss y Enfandin. Todo empezó el día en que un cliente me llamó la atención, aclarándose ostentosamente la garganta.
—Sí, señor. ¿En qué puedo servirle?
Se trataba de un hombrecillo menudo, grueso, con dentadura evidentemente postiza, y el pelo largo cayéndole sobre el cuello. El conjunto de su aspecto no resultaba en absoluto ridículo, más bien daba la impresión de calma y autoridad, con una seguridad tan grande en sí mismo que no necesitaba apoyo alguno.
—Sí, estaba buscando... —empezó a decir, antes de detenerse y mirarme fijamente —. Oye, ¿no eres el chico al que vi paseando con un negro? ¿Un negro alto, corpulento?
Al parecer, a todo el mundo le había fascinado el espectáculo que ofrecían dos personas, con pieles de tono diferente, caminando juntas. Me sentí enrojecer.
—No hay ninguna ley que lo prohíba, ¿verdad?
Hizo un sonido gorgotante, que consideré debía ser una carcajada.
—No conozco vuestras malditas leyes yanquis, chico. Yo no creo que haya nada de malo en eso, nada en absoluto. A mí también me gustaba rodearme de negros. Pero me sentía extraño entre ellos. La mayoría de los yanquis parecen creer que los negros no son buena compañía. Excepto tú.
— Monsieur Enfandin es el cónsul de la República de Haití —le dije—. Es una persona instruida, y un caballero.
En cuanto lo hube dicho me arrepentí amargamente del aire de superioridad y condescendencia que denotaban mis palabras. Me sentí avergonzado, como si le hubiera traicionado ofreciendo credenciales para justificar mi amistad, dando a entender que hacían falta unas cualidades especiales para superar el handicap del color.
—Un señor, ¿eh? ¿Un negro listo y educado? Bueno, supongo que está bien. —Su tono de voz, aunque sincero, parecía ligeramente dubitativo—. ¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí?
—Casi cuatro años.
—Un poco aburrido, ¿no?
—Oh, no. Me gusta leer, y aquí hay muchos libros.
Frunció el ceño.
—Cualquiera pensaría que un joven vigoroso tendría otras cosas que hacer. Estás contratado, claro, ¿no? Vaya, entonces eres un chico con mucha suerte. En cierto modo, en cierto modo. Naturalmente, no tendrás mucho dinero, ¿verdad? A menos que te tocara la lotería.
Le dije que jamás había comprado un billete de lotería.
Se palmeó la pierna, como si acabara de contarle un chiste muy gracioso.
—Eso no es muy corriente —exclamó—. ¡Eso no es lo más normal! La necesidad les hace tener una lotería. El puritanismo les impide comprar billetes. ¡Eso no es nada común! —Se regocijó en el humor de la paradoja, mientras paseaba los ojos incansablemente por el oscuro interior de la tienda—. ¿Y qué lees? ¿Libros religiosos? ¿Libros sobre brujas?
Admití que había leído sobre ambos temas. Y luego, quizá intentando impresionarle, le expliqué mis ambiciones.
—Vas a ser un historiador profesional, ¿no? No domino ese campo, pero supongo que aquí, en el Norte, no tenéis muchos.
—No, a menos que cuente a los pocos profesores universitarios que se ocupan superficialmente del tema.
Meneó la cabeza.
—Me parece que un joven con tus objetivos estaría mejor en el Sur.
—Oh, sí. Algunas de las investigaciones más interesantes se llevan a cabo en Leesburg, en Washington-Baltimore, y en la Universidad de Lima. ¿Usted es confederado, señor?
—Del Sur, sí, vaya si lo soy, y estoy muy orgulloso de serlo. Ahora mira, chico. Voy a poner todas mis cartas sobre la mesa, y boca arriba. Eres un hombre libre, y aquí no ganas nada. ¿Qué te parecería hacer un trabajito para mí? Puedes ganar mucho dinero. Y creo que luego te podría conseguir una de esas cosas, ¿cómo las llaman?... becas, en la Universidad de Leesburg.
Una beca en Leesburg, cuyo Departamento de Historia estaba embarcado en un proyecto monumental: ¡nada menos que una compilación de todo el material conocido sobre la Guerra de la Independencia Sureña! Tuve que hacer un enorme esfuerzo para impedirme a mí mismo asentir a ciegas.
—Parece estupendo, señor...
—Coronel Tolliburr. Pero llámame Coronel a secas.
En su aspecto no había nada ni siquiera remotamente militar.
—Es tentador, Coronel. ¿En qué consiste el trabajo?
Castañeteó pensativamente, con aquellos dientes demasiado iguales.
—Es poca cosa, muchacho, muy poca cosa. Sólo quiero que me hagas una lista.
Pareció pensar que era una explicación más que suficiente.
— ¿Qué clase de lista, Coronel?
—Una lista de la gente que viene aquí habitualmente, claro. Sobre todo los que no compran nada, los que sólo acuden para hablar con tu jefe. Si es posible con nombres, aunque eso no es importante, y una descripción a grandes rasgos: como uno setenta de altura, ojos azules, pelo castaño, nariz rota, cicatriz en la ceja derecha... Cosas así. No hace falta que pongas muchos detalles. Y una lista de paquetes que te envíen a entregar.
¿Llegó a tentarme? La verdad, no lo sé.
—Lo siento, Coronel. Me temo que no puedo ayudarle.
— ¿Ni siquiera por esa beca y, digamos, cien dólares en moneda de verdad?
Meneé la cabeza.
—No harás daño a nadie, chico. Lo más seguro es que no salga nada de esto. —Lo siento.
— ¿Doscientos? Y no te hablo de la chatarra yanqui, sino de buenos billetes de los Estados Confederados de América, cada uno con un retrato del presidente Jimmy en medio.
—No es cuestión de dinero, Coronel Tolliburr.
Me miró astutamente.
—Creo que no hay más que decir, chico. Piénsatelo. No tenemos prisa. —Me tendió una tarjeta—. Si cambias de opinión, ven a verme. O mándame un telegrama.
Le vi salir de la tienda. El Gran Ejército debía de estar molestando a la poderosa Confederación. Tyss necesitaría estar informado del interés del agente. Y yo sabía que no podría decirle nada.
—Imagina —dije a Enfandin al día siguiente—, imagina que una persona está en una posición que le convierte en cómplice involuntario en un... de...
Me faltaban palabras para describir la situación, sin ser acusadoramente específico. No podía hablarle de Tolliburr, ni de mi deber de comunicar a Tyss el espionaje al que le sometía el coronel, sin revelarle la conexión de Tyss con el Gran Ejército. Y, por tanto, sin reconocer mi traición por no haberle avisado antes. Dijera lo que dijese, o lo que dejara de decir, era culpable.
Esperó pacientemente mientras yo titubeaba, intentando formular una pregunta que ya no era una pregunta.
—No puedes hacer algo malo de lo que salga algo bueno —dije al final.
—Muy cierto. ¿Y?
—Bueno... Eventualmente, eso puede llevar a evitar cualquier tipo de acción, ya que nunca estaremos seguros de que incluso el acto más inocente no vaya a tener consecuencias negativas.
Asintió.
—Puede. Los maniqueos creían que sí. Pensaban que el bien y el mal se compensaban, y que el hombre fue creado a imagen de Satán. Pero, desde luego, hay una gran diferencia entre este dogma inhumano y rehusar conscientemente el hacer algo malo.
—Quizá —respondí, no demasiado seguro. Me miró con gesto especulativo.
—Un hombre se está ahogando en un río. Yo tengo una cuerda. Si le tiro la cuerda, puede que no sólo la use para salvarse, sino que me la quite y estrangule con ella a algún ciudadano honrado. Por tanto, ¿es mejor que deje que se ahogue, por no hacer un bien del que pueda salir un mal?
—A veces, el bien y el mal están tan mezclados que es imposible diferenciarlos.
— ¿Imposible? ¿O muy difícil? —Eh... no lo sé.
— ¿No estarás planteando el problema de manera demasiado abstracta? Quizá tu situación, tu hipotética situación, te pone en la alternativa de ser instrumento del mal o ser desdichado.
Otra vez tuve que buscar palabras poco comprometedoras. Enfandin había formulado mi dilema sobre el Gran Ejército como si se tratara de una decisión: perder mi puesto en la librería o hablarle de la ideología de Tyss. Bueno, no exactamente así. ¿Cómo podía dejar de comunicar a Tyss la visita del coronel Tolliburr si, desde luego, era mi deber? Todos mis escrúpulos, ¿se deberían sólo a un deseo de evitar cualquier incomodidad?
—Sí —murmuré al fin.
—Sería estupendo que ninguna decisión virtuosa implicara inconvenientes. Entonces, los únicos que elegirían hacer el mal serían aquellos con mentes retorcidas, los perversos, los dementes. ¿Por qué elegir el camino torcido, si el recto es igual de sencillo? No, no, mi querido Hodge. Uno no puede esquivar la responsabilidad de elegir, sólo porque implique inconveniencias o tribulaciones.
— ¿Debemos actuar siempre, tanto si estamos seguros de lo que sucederá como si no?
—No actuar también es actuar. ¿Podemos estar seguros de lo que sucederá si nos negamos a actuar?
¿Fue una mezquindad por mi parte comparar su posición con la mía? Él era un diplomático de una potencia pequeña, pero bastante segura, y suficientemente bien pagado como para vivir cómodamente. Para mí, una ruptura con Tyss me obligaría a mendigar, y me quitaría cualquier posibilidad de conseguir lo que cada día me parecía más importante. ¿Las circunstancias alteraban los casos? ¿Era fácil para Enfandin hablar así, cuando él no tenía que enfrentarse a duras alternativas?
—Ya sabes, Hodge —dijo, cambiando de tema—, que soy lo que se suele llamar un hombre con una profesión. Eso quiere decir que no tengo dinero, aparte de mi sueldo. Quizá a ti te parezca mucho, pero en realidad es muy poco, sobre todo porque el protocolo me obliga a gastar más de lo necesario. Por el honor de mi país. Allí tengo una renta de la que viven mi esposa y mis hijos...
Yo me había preguntado varias veces sobre su aparente soltería.
—... porque, para ser sincero, no creo que fueran felices en los Estados Unidos, ni tampoco que estuvieran a salvo, dado su color. Además de estos gastos, hago contribuciones personales para ayudar a los negros que... ¿cómo diría yo?, que atraviesan por unas circunstancias difíciles en tu país. Y he descubierto que la asignación oficial nunca basta. Vaya, he sido indiscreto. Ahora conoces secretos de Estado. ¿Por qué te he contado esto? Porque me gustaría ayudarte, amigo mío. No puedo ofrecerte dinero. Pero sí puedo hacer algo sin ofender tu orgullo: te sugiero que vivas aquí (por lo que me has contado, no estarás más incómodo que en la tienda) y asistas a alguna de las universidades de la ciudad. Una medalla o un título del gobierno de Haití, concedido a algún eminente profesor —las condecoraciones quedan muy bien sobre unas barras coloreadas, quizá porque los no iniciados desconocen su origen—, bastará para pagar los gastos de enseñanza. ¿Qué me dices?
¿Qué podía decirle? ¿Que no merecía su generosidad? La frase no tendría sentido, sería un tópico, a menos que le explicara que no había sido sincero con él. Y ahora era cuando menos podía hacerlo. ¿O podía decirle que, minutos antes, había sentido envidia y rencor hacia él? Avergonzado y feliz a la vez, murmuré incoherentes frases de agradecimiento, y empecé a decir un montón de cosas que dejé sin acabar, para caer en un silencio extasiado.
Pero la recién abierta perspectiva penetró en mi introspección y dispersó mis autorecriminaciones. El futuro era demasiado emocionante como para dedicarse a pensar en otros tiempos. Nos dedicamos a trazar rápidos bocetos de planes, completando cada uno las ideas del otro con nuevas aportaciones. Las palabras se atropellaban, las ideas saltaban a media frase. Decidimos, reconsideramos y retomamos las primeras decisiones.
Yo avisaría a Tyss con dos semanas de antelación, pese a que nuestro acuerdo original hacía superfina tal cortesía. Enfandin hablaría de la matrícula universitaria con un profesor que conocía.
Cuando le informé, mi jefe arqueó una ceja en ademán irónico.
—Ah, Hodgins. Ya ves qué limpiamente va saliendo el guion. Nunca nos queda elección. Si un sinvergüenza, con métodos más eficaces que sutiles, no te hubiera aligerado la carga de tu magro capital, habrías rondado durante años ante las puertas del mundo académico. Y luego, tras sustituir un montón de hechos no relacionados por el sentido común por cualquier otra habilidad que creas poseer, habrías rondado el resto de tu vida a las puertas del mundo financiero. No habrías conocido a George Pondible, ni habrías llegado aquí, donde has descubierto tu propia mente sin tener que someterla a la doncella de hierro de un profesorado.
—Creía que todo era arbitrario.
Me dirigió una mirada de reproche.
—Las palabras «arbitrario» y «predeterminado» no son sinónimas, Hodgins, y ninguna de las dos se rige por el arte. Arte sin mente, claro, como los copos de nieve o las estructuras cristalinas. ¡Y de qué manera tan artística se han desarrollado los hechos! Llegarás a ser un profesor, construirás doncellas de hierro para estudiantes prometedores que podrían convertirse en tus competidores. Escribirás historias en las que no habrás participado, porque, y creo que ya te lo he dicho antes, eres del tipo espectador. El guion que hay escrito para ti no te exige que participes, que seas aparentemente el instrumento de los hechos. Por tanto, lo propio es que informes a las generaciones futuras, para que también ellas se hagan la ilusión de que no son marionetas.
Me sonrió. En otros tiempos, me habría encantado señalarle la serie de inconsistencias contenidas en lo que acababa de exponer. En aquel momento, lo único que podía pensar era que no le había hablado de la visita del agente confederado. Casi me pareció que sus ideas mecanicistas eran ciertas, que yo estaba destinado a ser siempre el recipiente desagradecido de las bondades.
—Muy bien —dijo, devorando los últimos trozos de pan y carne poco hecha—. Puesto que tu sentimentalismo te empuja a respetar las obligaciones, puedo proporcionarte trabajo. Sube esas cajas al piso de arriba. Pondible vendrá a buscarlas esta tarde.
He oído comentar muchas veces que trabajar en una librería es un trabajo ligero y agradable. Durante los años que pasé con Roger Tyss, tuve muchas ocasiones para agradecer la fuerza que me proporcionó mi trabajo en la granja. Las cajas eran engañosamente pequeñas. Resultaban tan pesadas que debían de estar llenas hasta los topes de papel. Aunque Tyss llevaba caja tras caja conmigo, me sentí profundamente aliviado cuando tuve que parar para hacer un recado.
Cuando volví, Tyss salió para hacer una oferta en otra librería.
—Sólo quedan cuatro bultos. Los dos últimos los hice con papel de envolver, no tenía suficientes cajas.
Era muy propio de él dejarme los paquetes más ligeros. Subí rápidamente la escalera con uno de los dos cajones de madera que restaban. Pero, a la vuelta, tropecé en el peldaño más bajo y caí hacia adelante. Por puro instinto, tendí las manos y caí sobre uno de los paquetes de papel. El tirante envoltorio se rompió. El contenido —fajos rectangulares pulcramente atados— se dispersó por el suelo.
Había aprendido suficiente sobre el trabajo de la impresión para reconocer los papeles rectangulares de brillantes colores: litografías. Mientras me agachaba para recogerlos, me pregunté por qué encargaría nadie un trabajo así a Tyss, en vez de llevarlo a una casa especializada. Incluso a la luz del gas, los colores eran muy vivos.
Entonces, miré de verdad el fajo que tenía en la mano. En la parte superior se leía ESPAÑA. Bajo estas letras, aparecía el dibujo de un hombre con nariz larga y labio inferior prominente, flanqueado por dos cincos muy adornados. Debajo se leía CINCO PESETAS. Billetes del Imperio Español. Fajos y fajos de ellos.
No necesitaba ser ningún experto, ni más de un minuto de investigación, para saber que allí había una fortuna en billetes falsos. No tenía ni idea de para qué podían querer dinero español. De lo que sí estaba seguro era que no se trataba de una maniobra particular de Tyss, sino de una actividad del Gran Ejército. Asombrado y preocupado, envolví otra vez los billetes en la mejor imitación del paquete original que fui capaz de hacer.
Pasé el resto del día dirigiendo miradas intranquilas al montón de cajas, y contemplando con aprensión los movimientos de cualquiera que se acercara a ellas. La pena por falsificar monedas estadounidenses era la muerte. No sé qué castigo se imponía por hacer lo mismo con billetes extranjeros, pero estaba seguro de que hasta alguien como yo se encontraría en un buen problema, si algún cliente tropezaba con los paquetes.
Tyss no se comportaba en absoluto como un culpable, ni siquiera como alguien que guarda un importante secreto. Parecía inconsciente del peligro. Sin duda, se trataba de una situación cotidiana para él, y sólo la suerte y mi falta de observación me habían impedido descubrir nada antes.
Tampoco demostró la menor ansiedad cuando Pondible no llegó a la hora convenida. Oscureció, y en las calles se encendieron las farolas de gas. La actividad disminuyó en el exterior, pero las cajas acusadoras siguieron junto a la puerta. Por fin, un ruido de ruedas se detuvo junto a la entrada de la tienda, y oímos la voz de Pondible aquietando a los caballos.
Salí corriendo, justo a tiempo de verle desmontar con lenta dignidad.
— ¿Quién va? —preguntó—. Di la contraseña. —Soy Hodge —respondí—. Deje que le ayude.
— ¡Hodge! ¡Cuánto tiempo sin verte, viejo amigo! —Había estado en la tienda el día anterior—. Mala suerte, Hodge. Conduzco un carro. Qué bajo he caído. Conduciendo un carro, ya ves.
—Claro que lo veo. Deje que ate el caballo, el señor Tyss le está esperando.
—Me paré a tomar una copa, ya ves. Conduciendo un carro. Qué bajo he caído.
Tyss le cogió del brazo.
—Entra conmigo y descansa un rato. Empieza a cargar las cajas, Hodgins, tendrás que ir a entregarlas ahora.
Empecé a forjar mentalmente una negativa. ¿Por qué tenía que implicarme más? No tenía derecho a pedírmelo. Estuve a punto de rehusar, por puro sentido de supervivencia.
—Señor Tyss...
— ¿Sí?
Dos semanas más y me libraría de él... Pero no podía olvidar todo lo que le debía.
—Nada, nada —murmuré, levantando una de las cajas.
VIII. En tiempos violentos
Me dio una dirección en la calle Veintiséis.
—Para Sprovis.
—Muy bien —respondí, con toda la tranquilidad que pude.
—Deja que ellos descarguen los paquetes. Hay un saco de pienso en la carreta, será un buen momento para que des de comer al caballo.
—Sí.
—Cargarán otras cosas, e irán contigo hasta su destino. Lleva el carro al establo. Toma dinero para cenar y volver aquí.
Tyss piensa en todo, reflexioné amargamente. Excepto en que yo no quiero tener nada que ver con esto.
Guiando el carro por las calles casi vacías, sentía cada vez más rencor. Al menos, servía para ahogar mi miedo a que un agente de policía me detuviera por cualquier motivo insondable. ¿Por qué iban a detenerme? ¿Y para qué falsificaba pesetas el Gran Ejército?
La dirección, que me costó bastante encontrar por culpa de las escasas farolas, correspondía a un edificio estucado de cuatro pisos, con un siglo como mínimo en sus muros, y que mostraba pocos signos de una restauración reciente. El señor Sprovis, que vivía en la planta baja, tenía una oreja llamativamente más larga que la otra, una anomalía que no pude evitar atribuir a su costumbre de tirarse continuamente del lóbulo. Él, como todos los otros que salieron para descargar el carro, llevaban la barba del Gran Ejército.
—He venido en lugar de Pon...
—Nada de nombres —gruñó—. ¿Has oído? Nada de nombres.
—Muy bien. Me han dicho que ustedes lo descargarán y lo volverán a cargar.
—Sí, sí.
Puse la correa del morral sobre la oreja del caballo, y eché a andar en dirección a la Octava Avenida.
—¡Ey! ¿Dónde vas?
—A buscar algo de comer, ¿qué hay de malo en eso? Sentí que me miraba con gesto de sospecha.
—Nada. Pero no nos hagas esperar, ¿me oyes? Estaremos listos para partir en veinte minutos.
No me gustaba el señor Sprovis. En el restaurante automático, donde un ingenioso mecanismo servía los platos cuando se le depositaban monedas en las ranuras adecuadas, elegí pescado con patatas. El placer de escapar por una vez del invariable pan, y el no menos invariable corazón, se estropeó al pensar en Tyss. En el mejor de los casos, aún me quedaba la mitad de la aventura de la noche. No tenía idea de qué estaban cargando Sprovis y sus compañeros en el carro, pero sabía que no podía ser nada inocente.
Cuando giré otra vez la esquina de la calle Veintiséis, el caballo y el carro ya no estaban junto a la acera. Alarmado, eché a correr, y descubrí que se encontraban a media manzana de distancia. Salté, y me agarré a la parte trasera del carro para auparme.
—¿Qué pasa?
Una zarpa me agarró por el hombro, casi lanzándome a la calle. Un relámpago de dolor me recorrió el brazo, dejándomelo adormecido. Me agarré desesperadamente a la parte trasera.
—Espera —dijo alguien—, es el chico que vino con el carro. Déjale.
—Será mejor que tengas más cuidado —me amonestó otra voz, que pertenecía evidentemente al hombre que me había agarrado—. No vayas por ahí saltando sin previo aviso. Podría haberte roto las costillas, ¿sabes?
Sólo pude repetir lo que ya había dicho.
—¿Qué pasa, por qué huían con el carro? Soy responsable de lo que le suceda.
—Es el responsable —se burló otra voz, la de alguien que iba en el carro—. Ha sido de muy mala educación no esperarle.
Estaba atrapado entre el conductor y mi atacante. Me dolía el hombro y, una vez pasada la ira, empezaba a estar muy asustado. Éstos eran hombres de «acción» del Gran Ejército, hombres que cometían habitualmente agresiones, mutilaciones, incendios, robos y asesinatos. Había sido a la vez estúpido y afortunado, y comprendí que lo más sensato sería no intentar recuperar las riendas.
Oía las respiraciones y los murmullos de los que viajaban detrás, pero no necesitaba oírles para saber que el carro iba sobrecargado. Giramos hacia el norte para entrar en la Sexta Avenida, y las luces de la calle iluminaron a Sprovis, que guiaba el carro.
—¡Vamos, vamos! —apremiaba al animal—. ¡Más de prisa! —Es un caballo —protesté —, no una máquina. —¿Quién iba a decirlo? —me llegó una voz desde atrás—.
¡Y nosotros que no lo sabíamos!
—Está cansado —insistí—. Y lleva demasiado peso.
—Cállate —ordenó Sprovis con tranquilidad—. Cállate.
Esa tranquilidad no era ilusoria, era ominosa. Me callé.
Ir de prisa era estúpido. Por varios motivos. Para empezar, atraería la atención hacia el carro, ya que aquélla era una hora en que la mayoría de los vehículos comerciales ya no circulaba, y el tráfico se componía sobre todo de carros, calesas, coches de alquiler y minimóviles. Imaginé la multitud que se reuniría rápidamente si nuestro caballo se derrumbara, agotado, toda con expresión de sorpresa. No esperaba que el llevar una carga inocua hiciera valiente a Sprovis; fuera cual fuese, debía de ser tan incriminadora como los billetes falsos.
Alcancé a escuchar algunos fragmentos de las conversaciones entre los compañeros de Sprovis.
—Y le dije: «Mira, vas a ganar mucho vendiéndolo fuera. Lo que debes hacer...».
—Pero claro, se lo gastó todo en un billete de lotería de veinte dólares, aunque...
—«... mis impuestos», me dijo. «Tú preocúpate por tus impuestos —le dije yo—, a mí lo que me preocupan son tus contribuciones».
Un estallido que resonó detrás de nosotros, muy cerca, se abrió paso hacia mi conciencia.
—¡Nos viene siguiendo un minimóvil! —exclamé, cuando giramos para entrar en la calle Cuarenta.
Mientras lo decía, la máquina sin tracción se desvió ligeramente hacia un lado y nos adelantó, cortando por la acera. El caballo debía de estar demasiado cansado para asustarse y se limitó a detenerse de golpe. A mis espaldas, estallaron las maldiciones de los pasajeros.
—¡No será la poli!
—Matones de alquiler.
—Y sólo quedaba media manzana...
—Rápido, sacad las pistolas.
—Ésas no, un disparo y estamos acabados. Pistolas de aire comprimido, si alguien lleva una. Si no, puños o cuchillos, ¡lo que sea!
Bajaron rápida, atropelladamente. Me quedé solo en el asiento, un público de uno, bien oculto. No lejos de allí estaba el parque donde Tirzah solía reunirse conmigo. Parecía increíble que aquello estuviera sucediendo en una de las zonas residenciales más tranquilas de la Nueva York del año 1942.
Una luz desigual, distorsionadora, enfatizó la velocidad anormal del accidente que siguió. La acción pareció desarrollarse a trompicones, como si los participantes quedaran congelados en momentos estáticos, cambiando de posición entre los intervalos de visibilidad. El ritmo fue tan rápido que ningún posible espectador, situado en las ventanas cercanas, habría tenido tiempo de comprender lo que estaba sucediendo antes de que terminara.
Los cuatro hombres que viajaban en el minimóvil se encontraron con los cinco del carro. Las fuerzas no eran demasiado desiguales, porque los atacantes contaban con una disciplina de la que carecían las fuerzas de Sprovis. El jefe de los otros intentó hablar durante uno de esos segundos de aparente inacción.
—No tenemos nada contra vosotros... Hay una recompensa de mil dólares...
Un puño se estrelló contra su boca. La luz le iluminó la cara cuando se tambaleó hacia atrás, pero no necesitaba aquella revelación para confirmar lo que ya sabía: era la voz del coronel Tolliburr.
Los agentes confederados tenían nudillos de hierro y porras, y el Coronel Tolliburr llevaba un bastón con estoque, que desenfundó con un floreo centelleante. Los hombres del Gran Ejército sacaron los cuchillos. Ninguno parecía llevar pistolas de aire comprimido, ni armas silenciosas.
Ambos bandos pretendían que la pelea fuera lo más silenciosa posible. Nadie dejó escapar gritos de rabia o dolor. Esta muda intensidad hacía la lucha más horrible. Los contendientes luchaban tanto contra sus impulsos naturales como contra sus adversarios. Oí el impacto de los golpes, los gruñidos de esfuerzo, los gritos ahogados, el roce de los zapatos contra la calzada y el ruido de las caídas. Uno de los defensores se derrumbó, así como dos de los atacantes, antes de que los dos sureños restantes abandonaran la lucha e intentaran huir.
Corrieron hacia el minimóvil, comprendieron que no tendrían tiempo para arrancar, y huyeron calle abajo. Aquel momento de indecisión acabó con ellos. Cuando los cuatro hombres del Gran Ejército les atraparon, vi a los confederados levantar sus armas, en el tradicional gesto de rendición. Fueron asesinados.
Sin hacer ruido, bajé del carro y me alejé corriendo, buscando la protección de las sombras.
IX. Bárbara
Durante los días que siguieron, sólo pude fingir que leía. Utilizaba el libro abierto para tener algo de privacidad, mientras temblaba, no de miedo sino de horror. Vivía en un mundo duro, y el asesinato no era ninguna novedad en Nueva York. Tampoco era la primera vez que veía hombres asesinados, pero sí la primera que me enfrentaba al salvajismo despiadado y puro.
Aunque suponía que Sprovis no hubiera tenido el menor inconveniente en eliminar a un testigo inoportuno —y quizá en eso me hubiera convertido, de haberme quedado en el carro —, no temía por mi seguridad. Saber lo que había sucedido resultaba cada día menos peligroso para mí. Lo peor era lo horrible de los hechos.
No sólo me preocupaba la repugnancia. La curiosidad surgía bajo ella, y hacía que me preguntase lo que se ocultaba tras los hechos de aquella noche. ¿Qué había sucedido en realidad, y qué significaba?
Gracias a algunos fragmentos de conversación que oí accidentalmente o escuché a escondidas, a los periódicos, a la deducción y a lo que recordaba, fui reconstruyendo el trasfondo del asunto. Sus márgenes se extendían muy lejos, desde Astor Place.
El mundo había estado temiendo, mitad temeroso y mitad resignado, que la guerra estallara entre las dos grandes potencias, la Unión Alemana y los Estados Confederados. Algunos creían que el punto de fricción sería el aliado de la Confederación, el Imperio Británico. La mayoría suponía que, parte de la guerra al menos, tendría lugar en los Estados Unidos.
El plan del Gran Ejército, o de la facción que incluía a Tyss, parecía ser un fantástico y poco plausible intento de cambiar el probable rumbo de la historia. La falsificación de moneda era parte de este intento, y pretendía provocar el estallido de la guerra. No a través del aliado de la Confederación sino del Imperio Español, el aliado de la Unión Alemana. Haciéndose pasar por agentes confederados, y poniendo en circulación una gran cantidad de billetes falsos, el Gran Ejército esperaba enfrentar a la Confederación con España y, posiblemente, preservar la neutralidad de los Estados Unidos. Era una idea ingenua, desarrollada —según veo ahora— por hombres que no conocían la política mundial del momento.
Si alguna vez albergué ideas sentimentales con respecto al Gran Ejército, se habían desvanecido. Quizá Tyss no había adoptado su mecanicismo para paliar las deficiencias morales de la organización, pero con él resultaba más sencillo justificar los actos de gente como Sprovis. Yo no tenía ningún sistema tan conveniente para acallar mi conciencia. Incluso cuando me debatía entre la debilidad y la cobardía, que me convertían en cómplice, ansiaba liberarme. No había visto a Enfandin desde que me hiciera su oferta. Pero dentro de una semana cambiaría la librería por su santuario. Y lo primero que haría sería contárselo todo. Entonces, justo cuando estaba a punto de realizarse, el sueño explotó.
No sé quién entró en el consulado, ni por qué razón. Pero Enfandin le sorprendió... y recibió un disparo. Quedó tan gravemente herido que no pudo hablar durante semanas, para después volver a Haití a recuperarse o a morir. No había podido ponerse en contacto conmigo, y a mí no se me permitió visitarle. La policía puso un especial celo en impedir que nadie hablara con él, puesto que era a la vez un diplomático acreditado y un negro.
No supe quién le disparó. Era más que posible que fuera alguien relacionado con el Gran Ejército, pero yo no lo sabía. Podría haberle disparado Sprovis, o George Pondible. Como la cadena podía llegar hasta mí, llegaría hasta mí. Era el maniqueísmo del que hablaba Enfandin, y yo no podría hacer nada para evitarlo.
Haber perdido mi oportunidad de escapar de la librería era lo que menos me dolía. Me parecía estar atrapado por las circunstancias inexorables que no me dejaban elegir. Esas en las que tan firmemente creía Tyss y que Enfandin negaba. No podía escapar de mi culpabilidad, ni del ambiente que me hacía sentir aún más culpable. No podía cambiar el destino.
¿Era todo aquello la típica tortura de cualquier joven introvertido? Es posible. Sólo sé que, durante mucho tiempo, perdí todo interés en la vida. Incluso llegué a albergar ideas de suicidio. Dejé de lado los libros con disgusto o, lo que era aún peor, con indiferencia.
Supongo que cumplí con mis obligaciones en la tienda. Desde luego, no recuerdo ningún comentario de Tyss que indicara lo contrario. Pero tampoco recuerdo nada que diferenciara un día del siguiente. Evidentemente, comía y dormía. También sé que, durante algunas horas, me liberaba de aquella amarga desesperación. Pero no recuerdo ningún detalle de aquellos meses.
Tampoco puedo precisar cuándo empezó a remitir esa desesperación. Sé que un día —hacía frío, la nieve se acumulaba en la calle, impedía que circularan los minimóviles, y ocasionaba problemas a los coches de caballos— vi a una chica caminando rápidamente, con las mejillas enrojecidas, exhalando nubéculas de vapor condensado..., y no la miré con apatía. Cuando volví a la librería, cogí la Vida del General Pickett, de Field Marshl Liddell Hart, y lo abrí por donde lo había dejado. Un momento más tarde, estaba absorto en sus páginas.
Paradójicamente, cuando volví a ser yo mismo, ya no era el Hodge Backmaker de antes. Por primera vez estaba decidido a actuar, a hacer lo que quería, en vez de esperar que los hechos se desarrollaran en mi favor. Fuera como fuese, iba a librarme de aquella librería, de todas sus frustraciones y maldades.
El descubrimiento de que estaba agotando los volúmenes que me rodeaban reforzó esta decisión. Los libros que ahora buscaba, rara vez estaban disponibles o eran muy difíciles de encontrar. Como no sabía nada sobre la vida académica, imaginaba que estarían fácilmente disponibles en la biblioteca de cualquier universidad.
Y tampoco me bastaba ya la palabra impresa. Mi amistad con Enfandin me había mostrado lo fructífera que podía ser una relación directa entre profesor y alumno. Y pensaba que lazos de este tipo se desarrollarían entre los camaradas estudiantes, en una mutua y nada competitiva búsqueda de conocimiento.
Además de todo esto, quería investigar las fuentes verdaderas, las originales: manuscritos no publicados de participantes u observadores, testamentos o libros de contabilidad que dieran sentido o cambiaran sutilmente la interpretación de actos antiguos y olvidados.
La solución ideal a mis problemas era una beca en cualquier universidad, pero... ¿cómo conseguirla, sin la ayuda de un Tolliburr o un Enfandin? No tenía credenciales dignas de un segundo vistazo. Las leyes de la inmigración evitaban la entrada de graduados de universidades extranjeras, y ninguna estadounidense admitiría a un joven autodidacta que, no sólo sabía poco latín y menos griego, sino que desconocía por completo las matemáticas, los idiomas o cualquier otra ciencia. Durante mucho tiempo, analicé las diferentes vías y métodos de acceso a las universidades, tanto las vulgares como las espectaculares.
Al final, con más sensación de ridículo que esperanzas, escribí una carta de solicitud, exponiendo las cualificaciones que creía poseer, señalando el alcance de mis conocimientos —con una generosidad sólo comparable con mi ingenuidad—, y explicando lo que se proponía hacer en el futuro. Con mucho cuidado, y más revisiones, la compuse con tipos de imprenta. Era una estupidez, desde luego, pero no tenía acceso a una costosa máquina de escribir, y no quería demostrarlo escribiendo las cartas a mano. Así que me decidí por esa maniobra tan transparente.
Tyss recogió una de las copias y la examinó. Tenía una expresión crítica.
—¿Tan mal está? —pregunté, desalentado.
—Tendrías que haber usado un interlineado mayor. Y debiste justificar los márgenes. Y evitar cortar las palabras. Este trabajo no se puede hacer mecánicamente, ni de mala gana. Por eso aún no se ha inventado una máquina que lo haga bien. Me temo que nunca serás siquiera un mediocre impresor, Hodge.
Sólo le preocupaban los detalles técnicos, no el contenido. O eso, o le parecía que, como todo está predeterminado, cualquier comentario resultaba superfluo.
El correo gubernamental era siempre caro y nunca eficaz, y una de las víctimas favoritas de los atracadores, y el correo neumático se restringía a un área reducida, así que envié mis cartas mediante la Wells Fargo, a una larga lista de universidades. No esperaba que me llovieran las respuestas. De hecho, me quité el tema de la cabeza y sólo me acordaba muy de cuando en cuando, siempre sintiendo una cierta vergüenza ante mi arrogancia.
Muchos meses más tarde, a finales de septiembre, fue cuando recibí el telegrama firmado por Thomas K. Haggerwells. NO ACEPTE NINGUNA OFERTA HASTA QUE NUESTRO REPRESENTANTE LE HABLE DE HAGGERSHAVEN, decía.
No había enviado ninguna copia de la carta a York, Pensilvania, de donde venía el telegrama. No sabía de ninguna universidad por aquella zona, y nunca había oído hablar de ningún señor (ni doctor, ni profesor) Haggerwells. Habría pensado que el mensaje era una broma de mal gusto, pero la naturaleza de Tyss no le permitía tender hacia esa clase de humor. Y nadie más sabía nada sobre las cartas, aparte de los destinatarios.
En ninguno de los libros que consulté encontré referencias a Haggershaven, algo poco sorprendente, considerando lo desordenadamente que se compilaban. Decidí que, si existía un lugar así, lo único que podía hacer era aguardar pacientemente a que llegara el «representante»..., si alguna vez lo hacía.
Tyss se había marchado para todo el día. Así que barrí un poco, quité parte del polvo, coloqué bien unos cuantos libros — sabía que cualquier intento de organizarlo todo era inútil — y empecé a leer una edición reciente del libro de Creasy, Quince Batallas Decisivas, corregido por un tal Capitán Eisenhower.
Tan inmerso estaba en el análisis del buen capitán (de haber tenido oportunidad, él también podría ser un respetable estratega) que no oí entrar a la cliente, ni sentí su presencia impaciente. Sólo una frase brusca me arrancó del libro:
—¿Está el propietario?
—No, señora —respondí, abandonando la página de mala gana—. Ha salido. ¿Puedo servirla en algo?
Mis ojos, acostumbrados a la escasa luz de la tienda, tenían una ventaja sobre los suyos, viniendo como venía del soleado exterior. Con la audacia de la seguridad, tomé medida de su vital femineidad, una cualidad que parecía impersonal, si tal cosa es posible. No había en ella nada grosero ni provocativo, aunque estoy seguro de que mi madre habría fruncido los labios ante los pantalones de seda negra y la chaqueta, que enfatizaba la forma de los pechos. En una época en que las mujeres usaban cualquier medio para atraer la atención sobre su indefensión y, consecuentemente, sobre su deseabilidad y la necesidad implícita de que un hombre las protegiera, ella parecía decir: «Pues sí, soy una mujer. Ni furtiva, ni descarada, ni incidentalmente, sino principalmente. ¿Pasa algo?»
Reconocí aquella imponente sensualidad, igual que reconocí el hecho de que, aun sin sombrero, era casi tan alta como yo. Y bastante huesuda. No era hermosa, y le faltaba algo para ser bonita, pero se la podría calificar de atractiva. Llevaba el pelo de un color rubio rojizo, como el jengibre, peinado en un moño bajo, y muy ondulado. Sus ojos parecían de un gris acero (más tarde, descubrí que podían cambiar del gris claro al azul-verdoso). La sensualidad sólo quedaba traicionada por la carnosidad de sus labios y aquella expresión insolente.
Sonrió, y pensé que me había equivocado al considerar autoritario su tono de voz.
—Soy Bárbara Haggerwells. Estoy buscando a un tal señor Backmaker. —Consultó una hoja de papel—. Hodgins M. Backmaker, que dice residir en esta dirección.
—Yo soy Hodge Backmaker — murmuré, desesperado—. Trabajo aquí.
Era consciente de que aquella mañana no me había afeitado, de que los pantalones y la chaqueta no combinaban, y de que llevaba la camisa sucia.
Supongo que esperaba oírla decir con tono desagradable algo como «¡Ya veo!», o el habitual «¡Debe de ser fascinante!».
En vez de eso, preguntó:
—¿Tiene por casualidad Las propiedades de X, de Whitehead? Hace tiempo que estoy buscando un ejemplar.
—Eh... ¿es una novela de misterio?
—Me temo que no. Es un libro de matemáticas, escrito por un matemático que ha caído en desgracia. Es difícil encontrar obras suyas, porque no es un hombre de mucho tacto.
Con esta naturalidad, con esta facilidad, hizo que dejara de sentirme avergonzado. Me obligó a hablar de libros, evitándome la mortificación de que ante sus ojos, los ojos del «representante» del que hablaba el telegrama, me sintiera minimizado por mi humilde trabajo. Admití mis escasos conocimientos sobre matemáticas, y mi ignorancia sobre la obra del señor Whitehead, aunque insistí en que el libro no estaba disponible, pese a que ella aseguraba que sólo un especialista habría oído hablar de aquel desconocido teórico. Esto me hizo preguntarle, con la admiración que se siente hacia un experto en un campo desconocido, si ella era matemática.
—Cielos, no —replicó—. Soy física. Pero las matemáticas son mi herramienta de trabajo.
La miré con respeto. Cualquiera, creía yo, podía leer unos cuantos libros y convertirse en historiador. En cambio, para ser físico, hacía falta auténtico aprendizaje. Y no creía que la señorita Haggerwells fuera mucho mayor que yo.
—Mi padre quiere saber algo sobre usted —dijo bruscamente.
Cabeceé ante la frase, con algo intermedio entre un asentimiento y una inclinación. Me había estado examinando y calibrando durante media hora.
—¿Su padre es Thomas Haggerwells? —Haggerwells o Haggershaveni—confirmó, como si eso lo explicara todo.
i Haven: en inglés, refugio. (N. de la T)
Su voz denotaba orgullo, y también cierta arrogancia.
—Lo siento muchísimo, señorita Haggerwells, pero me temo que sé tan poco sobre Haggershaven como sobre matemáticas.
—Creí entender que había leído historia. Es extraño que no haya encontrado ninguna referencia al Refugio en los textos de los últimos setenta y cinco años.
Moví la cabeza, impotente.
—Me temo que mis lecturas han sido un tanto caóticas. —Su expresión indicaba que estaba de acuerdo, pero que no me disculpaba—. Haggershaven, ¿es una universidad?
—No. Haggershaven es... Haggershaven. —Recuperó la ecuanimidad, junto con una sonrisa tolerante —. No se puede decir que sea una universidad, ya que no hay estudiantes ni profesores. Todos somos las dos cosas. Cualquiera que pretenda ser admitido debe ser especialista en algo, al menos en potencia. Y debe querer dedicarse al aprendizaje. Al aprendizaje por sí mismo. No todo el mundo está cualificado.
No era necesario que lo dijera. Resultaba evidente que yo no podía estar entre los elegidos, aunque no la hubiera ofendido con mi ignorancia hacia todo lo relativo a Haggershaven. Sabía que no estaba preparado para superar el más benévolo examen de ingreso de una universidad normal, mucho menos el del lugar que ella representaba.
—No hay ningún requisito para formar parte de los camaradas —siguió—, excepto el compromiso de trabajar al máximo, de poner en común todos los conocimientos particulares y no ocultar ninguno a los estudiosos de cualquier tema, de contribuir económicamente al mantenimiento del Refugio, de aceptar las decisiones que se tomen en común, y de votar en todos los temas sin tener en cuenta las posibles ganancias personales. ¡Vaya! ¡Desde luego, parece el manifiesto más pedante del año!
—Parece demasiado bueno para ser cierto.
—¡Vaya si es cierto! —Se acercó más, y capté el olor de su piel, de su pelo—. Pero hay una cosa más. El Refugio no es rico ni tiene propiedades importantes. Tenemos que ganarnos el sustento. Los camaradas no ganan un sueldo: tienen comida, ropa, cama, todos los libros y materiales que necesiten... y sean esenciales. Muchas veces tenemos que dejar de lado nuestro trabajo individual, y hacer labores que consigan comida o dinero para todos.
—He oído hablar de este tipo de comunidades —respondí entusiasmado—. Creí que todas habían desaparecido hace cincuenta o sesenta años.
—¿De veras? —preguntó, despectiva—. Entonces, le sorprenderá saber que Haggershaven no es ni Owenista ni Fourierista. No somos fanáticos ni redentores. No vivimos en falansterios, no practicamos el matrimonio en grupo y no somos vegetarianos. Nuestra organización es pragmática, sujeta a revisión, no doctrinaria. La contribución al fondo común es voluntaria, y no nos preocupan las vidas privadas de los demás.
—Le pido perdón, señorita Haggerwells. No pretendía ofenderla.
—No pasa nada. Quizá estoy un poco susceptible. Llevo toda mi vida viendo los gestos de sospecha de los granjeros que viven por los alrededores. Todos creen que hacemos algo inmoral, quizá hasta ilegal. No sabe la armadura que debe crearse uno mismo cuando sabes que todo el mundo hace comentarios del tipo: «Ahí va uno de ellos. Seguro que...». Y añaden cualquier práctica no convencional que su imaginación pueda concebir en ese momento. Y las instituciones pedagógicas respetables tampoco confían en nosotros. Sí, puede que el Refugio sea un hogar para desarraigados, pero ¿qué tiene de malo no encajar en la civilización que nos rodea?
—Tengo prejuicios. Desde luego, yo no he encajado. —No respondió, y sentí que había ido demasiado lejos en mi atrevido impulso por identificarme. La vergüenza me hizo seguir hablando—. ¿Cree... cree que tengo alguna oportunidad de ser aceptado en Haggershaven?
Acababa de perder toda pose de frialdad. Mi voz sólo expresaba una ansiedad infantil.
—No puedo responder —contestó—. El aceptar o rechazar nuevos miembros depende de todos los camaradas. Yo he venido a ofrecerle un período de prueba. Ni usted ni el Refugio se comprometen a nada.
—Yo estoy deseando comprometerme —aseguré con fervor.
—Puede que, dentro de unas semanas, no tenga tanta prisa.
Estaba a punto de responder, cuando entró la Pequeña Aggie. La llamábamos así para diferenciarla de Aggie la Gorda, que se dedicaba a lo mismo pero con bastante más éxito. La Pequeña Aggie completaba sus ganancias nocturnas de Astor Place mendigando durante el día por el mismo vecindario.
—Lo siento, Aggie —dije —. El señor Tyss no ha dejado nada para ti.
—Quizá la señorita quiera ayudar a una pobre chica trabajadora sin suerte —sugirió, acercándose más—. Vaya, qué traje tan bonito lleva. Y parece seda de verdad.
Bárbara Haggerwells se apartó, con una expresión de furia en el rostro.
—No —rehuyó bruscamente —. ¡No, nada! —Se volvió hacia mí—. Tengo que marcharme, dejaré que atienda a su amiga.
—Oh, ya me iba —replicó alegremente la Pequeña Aggie —. No hay por qué ponerse así. Adiós.
Yo estaba francamente asombrado. Aquella reacción tan puritana no le iba en absoluto. Había esperado una divertida condescendencia, quizá una tolerancia desdeñosa, incluso que se sintiera un poco molesta, pero no esa airada aversión.
—Siento que la Pequeña Aggie la haya molestado. En realidad, no es mala persona. Y lo pasa muy mal para ganarse la vida.
—Estoy segura de que usted disfruta mucho con su compañía. Me temo que en el Refugio no podremos ofrecerle las mismas diversiones.
Al parecer, creía que mi relación con Aggie era profesional. Pero, aun así, resultaba una actitud muy extraña. Ni siquiera pude adularme a mí mismo, convenciéndome de que la señorita Haggerwells se interesaba en mí como hombre. Aquel estallido de rabia se parecía mucho a los celos, pero unos celos muy extraños. Era como la sensualidad que yo le atribuía, como si la mera presencia de otra mujer representara una afrenta.
—Por favor, no se vaya todavía. No me ha... —Busqué desesperadamente algo que decir, algo que le causara una impresión favorable —. No me ha dicho cómo llegó mi solicitud a Haggershaven.
Me dirigió una mirada fría, furiosa.
—Aunque se supone que estamos locos, los educadores ortodoxos suelen enviarnos cartas como la suya. Después de todo, quizá ellos mismos quieran unírsenos algún día.
La imagen que esto me hizo concebir me sobresaltó: una tranquila vida académica que, en el fondo, ni era tranquila ni segura, sino que exigía tener una vía de escape por si resultaba necesaria. Daba por hecho que nuestras universidades, aunque muy inferiores a las de otros países, eran estables y seguras.
Cuando lo expresé en voz alta, se echó a reír.
—No. Las universidades no sólo han empeorado, sino que han empeorado más de prisa que otras instituciones. Son simples cáscaras vacías, ruinas del pasado. Los profesores se espían unos a otros para conseguir el favor de los directores y así no perder su puesto cuando renueven el personal, cosa que sucede periódicamente. La lealtad es la piedra de toque, pero nadie sabe a quién o a qué debe ser leal. Desde luego, no hacia el aprendizaje, porque eso es lo que menos les preocupa.
Poco a poco se permitió volver a su humor anterior, y seguimos hablando de libros. Ahora me pareció advertir una nueva calidez en su voz y en su mirada, como si acabara de conseguir algún tipo de victoria. Pero no dejó entrever sobre quién o sobre qué.
Cuando se marchó, sólo me cupo esperar que no albergara demasiados prejuicios contra mí. Y admití rápidamente que sería muy fácil quererla... si uno no temía las humillaciones que estaba en su naturaleza infligir.
X. El atraco
Esta vez, no le di a Tyss dos semanas de preaviso.
—Bien, Hodgins. En una ocasión previa, ya dije todo lo que tenía que decir. Así que no me repetiré, excepto para señalar que la precisión del guion es extraordinaria.
Me pareció que a su manera, llena de rodeos, estaba diciendo que todo lo que sucedía era siempre para bien. Por primera vez, Tyss no me pareció siniestro, sino un poco patético. El pesimismo extremo y un vulgar optimismo se encontraban en él, como su tiempo circular. Sonreí con indulgencia, y le agradecí sinceramente todas sus bondades.
En 1944, habían pasado casi cien años desde que Nueva York y el norte de Pensilvania quedaran unidos por el tendido del ferrocarril. Pero no creo que mi viaje se diferenciara mucho, en rapidez y comodidad, del que habría hecho el padre del abuelo Hodgins.
Primero, crucé el Hudson hacia Jersey en el barco de vapor. Había oído decir que los obstáculos para la construcción de un puente o un túnel eran sólo financieros, no técnicos. Si los ingleses y los franceses podían unirse bajo el Canal, como habían hecho desde principios de siglo —mientras que los japoneses habían completado su gran túnel subterráneo, bajo el istmo de Corea—, no era fácil comprender por qué se rechazaba una obra de menor envergadura, calificándola de «sugerencia impracticable de unos soñadores». Que el coste podía amortizarse en pocos años, dirigiendo los trenes directamente hacia Manhattan, era considerado imposible.
El barco tampoco era el único superviviente anticuado del viaje. Los vagones eran todos viejos. Evidentemente, desechos de las líneas confederadas o británico-americanas. Las ruedas eran de mala calidad. Las gastadas locomotoras arrastraban su carga, protestando, sobre los destartalados raíles y el desigual lecho de grava. Los pasajeros de primera clase se sentaban sobre taburetes o sucios asientos. Los de segunda viajaban de pie, en los pasillos o en las plataformas. Los de tercera iban en el techo, bastante seguro a poca velocidad, excepto por los baches.
Había tantas líneas diferentes, cada una celosa de sus derechos exclusivos de paso, que el viajero apenas tenía tiempo de acostumbrarse a un vagón concreto, antes de que le obligaran a recoger el equipaje y correr hacia otro tren de enlace. Si tenías suerte, podía hallarse en la misma vía, o en la misma estación, pero por regla general solía encontrarse a un kilómetro largo de distancia. Hasta la palabra «enlace» resultaba a menudo irónica: no era extraño encontrar tablones de horarios, en los que una salida precedía en algunos minutos a una llegada, con lo que el viajero tenía que esperar de una a doce horas.
Si algo podía atenuar mi emoción durante el viaje era lo que se veía a través de las sucias ventanillas: «desaprovechado» y «decepcionante» eran las palabras que más a menudo me venían a la mente. Durante los últimos seis años, había olvidado lo desolados que parecían los pueblos y ciudades, cuando sus chapuceros edificios estaban aplastados bajo la miseria de los años, sin siquiera el falso rejuvenecimiento de nuevos edificios chapuceros. Había olvidado el aspecto mohoso de las granjas, el nada convincente intento de parecer prósperas que ofrecían las fachadas de las tiendas, con montones de mercancías inútiles tras los sombríos escaparates, y la incongruente existencia de fábricas demasiado pequeñas para tener una producción satisfactoria.
Una vez fuera de Nueva York, resultó muy claro lo atípica que era la ciudad, con su ambiente de útil actividad. El paisaje por el que discurrían las vías, entre sembrados y pastos, pudo ser el corazón industrial de un país próspero y vigoroso. En vez de eso, sólo se veía un potencial denegado, proyectos sin realizar, pobreza y dilapidación.
Cruzamos el Susquehanna por un viejísimo puente de piedra, que obligaba a pensar en los valientes hombres de Meade. Casi podías verlos, cubiertos de sangrientos vendajes, desfilando como sonámbulos hacia el norte, impotentes e indefensos tras el triunfo confederado en Gettysburg, con la única intención de escapar de la caballería de Jeb Stuart. Desde luego, cada kilómetro cuadrado llevaba en su superficie el peso casi invisible de los recuerdos históricos.
A la luz del atardecer, York parecía una ciudad vieja, gris y huraña. Pero cuando me apeé allí del tren, estaba demasiado nervioso con la perspectiva de llegar pronto a Haggershaven como para fijarme demasiado en lo que me rodeaba. Pregunté qué camino debía tomar, y la brusca respuesta confirmó lo que me había contado Bárbara Haggerwells sobre la animosidad local. Si mi informador estaba en lo cierto, la distancia era de unos quince kilómetros.
Eché a andar por el camino, soñando despierto, pero tratando de no hacerme ilusiones, recordando a Tyss y a Tirzah, a Enfandin y a la señorita Haggerwells, intentando imaginarme a su padre y a los camaradas del Refugio, y formulando por enésima vez los argumentos que llevaba preparados y que les inclinaran a aceptarme. El sol de los primeros días de octubre empezaba a descender sobre las abundantes hojas rojas y amarillas de los arces y los robles. Sabía que pronto haría mucho frío, pero el ejercicio me impedía sentirlo. Pensaba llegar al Refugio, con tiempo suficiente para presentarme, antes de que todos se acostaran.
A menos de dos kilómetros de la ciudad, la carretera asumía el aspecto familiar de las que rodeaban Wappinger Falls y Poughkeepsie: polvorienta, tortuosa, con baches profundos e inesperados. Las vallas de piedra o alambre, a ambos lados, cercaban campos cultivados. Pero las vallas necesitaban una reparación urgente, y los remendados puentes que se tendían sobre los arroyos, siempre ostentaban carteles en los que se leía: PELIGRO.
Pocos transeúntes compartían la carretera conmigo: un granjero con una carreta vacía, azuzando a los caballos y dirigiéndome una mirada grosera, en vez de invitarme a subir; un jinete en un elegante zaino, eligiendo cautelosamente su camino entre los baches; y unos cuantos tramperos, cada uno siguiendo su solitario rumbo, en actitud defensiva y agresiva a la vez. El estado de los puentes explicaba la ausencia de minimóviles. De todos modos, cuando ya se acercaba el crepúsculo, un carruaje cerrado, con cochero y lacayo, pasó junto a mí, se perfiló un momento en la parte superior de la cuesta que yo subía en aquel momento, y desapareció por el otro lado.
Le presté poca atención, excepto —recordando mi infancia y la herrería de mi padre— para visualizar automáticamente al cochero, tirando de las riendas, y al lacayo, usando el freno para aminorar el trote de los caballos en la bajada. Así que cuando oí el primer grito, y luego los chillidos femeninos, pensé al momento que el carruaje había bajado demasiado de prisa por la traicionera cuesta, rompiéndose un eje o cualquier calamidad por el estilo.
Eché a correr. Y ya casi había llegado a la cima, cuando oí los disparos. Primero uno, como el ladrido de un perro indeciso, seguido por una andanada, como si toda la jauría se hubiera enfurecido.
Me precipité a un lado de la carretera, desde donde podía ver sin que me vieran. El ocaso empezaba a hacer de las suyas, distorsionando la forma de algunos objetos y ocultando momentáneamente otros. De todos modos, nada me impedía ver la escena que se desarrollaba más abajo. Cuatro hombres a caballo habían detenido el carruaje, y lo cubrían con sus revólveres. Un quinto, también con las pistolas en las manos, había desmontado. Su caballo, con las riendas colgando, investigaba pacíficamente los hierbajos que bordeaban la carretera.
Ninguno de ellos intentó detener a los aterrados caballos del carruaje. Sólo su posición, atravesados en la carretera, les impedía huir. No vi al lacayo, pero el cochero, con una mano todavía en las riendas, había caído hacia atrás: tenía el pie atrapado contra el guardabarros, y la cabeza le colgaba sobre la rueda.
La puerta del otro lado se abrió de golpe. Por un momento, creí que los pasajeros habían logrado escapar. Pero, cuando el que había desmontado se adelantó, haciendo girar la pistola, se abrió otra puerta, y un hombre y dos mujeres bajaron del carruaje. Me adelanté cautelosamente, de manera que pude oír los silbidos obscenos de los bandidos al ver a las mujeres.
—Vaya, muchachos. Aquí tenemos algo para calentarnos en una noche fría. Sujetadlas bien, mientras miro qué lleva el señor en los bolsillos.
El caballero se adelantó un paso.
—Llévense a la chica si quieren —dijo con un ligero acento—. Es una campesina, una criada, puede procurarles diversión. Pero la señora es mi esposa. Les pagaré un buen rescate por ella y por mí mismo. Soy Don Jaime Escobar y Gallegos, de la delegación diplomática española.
—Vaya, señor importante, qué amable por su parte —dijo uno de los jinetes—. Si fuera americano, a lo mejor le hacíamos caso. Pero no podemos permitirnos que una compañía de marines españoles venga a buscarnos, así que me temo que tendremos que olvidar el rescate y conformarnos con lo que hay a mano. Y con la señora. Y con la chica. No se preocupe. Aunque sea una criada, la trataremos exactamente igual que a la señora.
— ¡Madre de Dios! -exclamó la dama—. ¡Piedad!
—Será un buen rescate —aseguró el español —. Y les doy mi palabra de que mi gobierno no les molestará.
—Lo siento, amigo —replicó el bandido—. Ustedes, los extranjeros, tienen la mala costumbre de entrometerse en nuestros asuntos domésticos, y de colgar a los hombres que se ganan la vida así. No podemos fiarnos de ustedes.
El hombre que había descabalgado dio un paso adelante. El jinete más cercano atrapó a la doncella, y otro intentó coger a la dama. Ésta gritó una vez más. El caballero se interpuso entre el bandolero y su esposa. Cuando le vio hacerlo, el hombre levantó la pistola y disparó dos veces. El español y su esposa cayeron al suelo. La doncella gritó, hasta que su captor le tapó la boca.
—¿Se puede saber por qué lo has hecho? ¡Nos has dejado sin la mitad de las mujeres!
—Lo siento. Lo siento mucho. Es que siempre me pasan estas cosas.
Otro miembro de la banda se bajó del caballo, y los dos se abalanzaron sobre los cadáveres, despojándoles de las joyas y de cualquier cosa que atrajera su atención, antes de revisar también equipaje y carruaje en busca de objetos valiosos. Para cuando terminaron, ya había oscurecido por completo, y yo me había arrastrado hasta quedar a unos metros de ellos. Estaba agazapado y prácticamente invisible, mientras ellos discutían qué hacer con los caballos. Una facción estaba a favor de llevárselos como monturas de reserva. Los demás argumentaban que eran animales demasiado fáciles de identificar, y votaban por dejarlos libres. La opinión del segundo grupo prevaleció y, por fin, se marcharon al galope.
Un repentino movimiento entre las espigas de maíz, poco más allá de la valla, me sobresaltó. Algo que podía ser humano se tambaleó y se arrastró hacia el carruaje, gimoteando y lloriqueando, para dejarse caer junto a los cuerpos postrados. Los angustiados sonidos se hicieron más agudos y escalofriantes.
Estaba seguro de que era un pasajero, que había saltado del carruaje al principio del asalto, pero me resultaba imposible discernir si se trataba de un hombre o de una mujer. Me adelanté cautelosamente pero, de alguna manera, debí delatar mi presencia, porque la criatura se dejó caer inerte con un gruñido aterrador.
El tacto me indicó que se trataba de una mujer y, cuando la alcé del suelo, tenía el olor de una jovencita.
—No tenga miedo, señorita —intenté tranquilizarla—. Soy un amigo.
No podía dejar a la chica tendida en la carretera, ni me sentía con ánimos de arrastrarla hasta Haggershaven, todavía a casi diez kilómetros de allí. Intenté despertarla, frotándole las manos y murmurando palabras de ánimo, deseando que saliera la luna, como si la luz pudiera facilitarme la tarea de reanimarla.
—Señorita —supliqué—, levántese. No puede quedarse así, tiene que moverse.
¿Había conseguido alcanzar su mente? Se revolvió, gimiendo con sonidos extraños y atenuados. La hice incorporarse, ponerse de rodillas, y conseguí que me pasara un brazo por los hombros.
—Levántese —le repetía—, levántese.
Ella gemía. La puse en pie y la sostuve. Agarrándola por la cintura, y cargando con mi escaso equipaje, empecé una desgarbada y dificultosa caminata. Sólo podía especular el tiempo que había durado el asalto, y lo lento que sería nuestro avance. No parecía posible que pudiéramos llegar a Haggershaven antes de medianoche, una hora incómoda para explicar por qué llegaba en compañía de una chica desconocida. La posibilidad de dejarla en alguna granja hospitalaria era muy remota. En tiempos como aquellos, ninguna familia rural aislada abriría sus puertas, excepto con muchas sospechas y un rifle en la mano.
Habríamos andado un kilómetro, un lento y arduo kilómetro, cuando la luna salió por fin. Era llena, brillante, y pude ver que mi compañera era todavía más joven de lo que había pensado. La luz iluminó una melena de cabello rizado, salvajemente despeinado, en torno a una cara anormalmente pálida, sin vida, pero extraordinariamente bonita. Tenía los ojos cerrados, como en un sueño con pesadillas, y seguía gimiendo, aunque ahora menos a menudo.
Había decidido detenernos un momento para descansar cuando nos encontramos con uno de los caballos. Las riendas mal cortadas se habían enredado con el tocón de un árbol roto. Aunque todavía temblaba, ya no estaba tan asustado: le di unas palmadas, le acaricié, y montamos los dos. Ahora íbamos más cómodos, aunque con mucha menos dignidad.
No fue difícil encontrar Haggershaven. La carretera que llevaba hasta allí estaba bien cuidada, y era mucho más lisa que la otra. Pasamos junto a lo que parecían unos campos recién arados, y llegamos hasta un grupo de edificios. En algunos de ellos, me alegré de verlo, había ventanas iluminadas. La chica no había pronunciado una palabra. Seguía con los ojos cerrados y, de vez en cuando, gemía.
Los perros delataron nuestra llegada. Desde el oscuro hueco de una puerta, se adelantó una figura con un rifle bajo el brazo.
—¿Quién va?
—Hodge Backmaker. Vengo con una chica que ha sufrido un asalto. Está muy conmocionada.
—Muy bien —dijo—. Yo me encargaré del caballo. Luego te ayudaré con la chica. Me llamo Dorn, Ace Dorn.
Me bajé del caballo y cogí a la chica.
—No podía dejarla en la carretera —expliqué, a modo de innecesaria excusa.
—Luego le daré agua y comida al caballo. Entrad en la cocina, allí hace calor. Cógete a mi brazo —indicó a la chica.
No se movió, y casi tuve que cargar con ella, mientras Dorn trataba de soportar la mitad del peso. El edificio en que entramos era, evidentemente, una vieja granja, ampliada y remodelada varias veces. Luces de gas muy extrañas, más brillantes que cualquiera que hubiera visto nunca, me permitieron ver que Ace Dorn tenía unos treinta años, hombros anchos, brazos muy largos, y un rostro bronceado y melancólico.
—Hay una pandilla de bandoleros operando por los alrededores —me informó—. Intentaron extorsionar al Refugio. Por eso estaba de guardia con el rifle. Debe de tratarse de la misma banda.
Depositamos nuestra carga sobre una silla, ante una gran chimenea de piedra que daba un aspecto de bienvenida a la enorme habitación. El calor, no obstante, procedía en su mayor parte de varios juegos de tuberías de vapor, situados bajo las ventanas.
—¿Le damos un poco de sopa? ¿O té? ¿O será mejor que llame a Bárbara, o a alguna de las mujeres?
Había esperado ver algo de color en las mejillas o en las manos de la chica, pero no lo había. No parecía tener más de dieciséis años, quizá porque vestía un severo uniforme de colegiala. El pelo, que a la luz de la luna sólo había sido un desordenado marco para su rostro, aparecía ahora muy negro, y le caía en espesos rizos sobre los hombros. Sus rasgos, que parecían ideales para reflejar emociones —labios llenos, ojos ligeramente rasgados, nariz alta— estaban absolutamente impasibles, carentes de toda vitalidad. Y esa serenidad antinatural se veía acentuada por los ojos oscuros, ahora muy abiertos e inexpresivos. Movía la boca lentamente, como si quisiera formar palabras, pero de sus labios sólo salía un ligero sonido gutural.
—Intenta decirnos algo.
Me incliné hacia ella, como si con cierta magia simpática pudiera ayudar a los músculos que respondían con tanta dificultad.
—¡ Por todos...! — exclamó Dorn—. ¡ Es... es muda!
Ella le miró con una expresión agónica. Palmeé su brazo, impotente.
—Iré a... —empezó a decir Dorn.
Se abrió una puerta, y Bárbara Haggerwells nos miró, parpadeando.
—Me pareció oír un caballo, Ace. ¿Crees que...?
En aquel momento vio a la chica. En su rostro se reflejó la misma expresión de extraña ira que yo había visto en la librería.
—Señorita Haggerwells... —Bárbara...
Dorn y yo hablamos a la vez. Pero ella no nos oyó, o fingió no oírnos. Me miró con gesto de rabia y ofensa.
—La verdad, señor Backmaker, creí que le había dejado bien claro que aquí no hay lugar para esta clase de cosas.
—No lo entiende — respondí —, es que...
—La chica ha sufrido un atraco, Bárbara —me interrumpió Dorn —. Es muda.
La ira la hacía parecer fea.
—¿Debo suponer que es un atractivo adicional? —Señorita Haggerwells —intenté explicar de nuevo—, creo que no comprende...
—Creo que lo comprendo muy bien. ¡Muda o no, llévese a esa prostituta de aquí! ¡He dicho que se la lleve! ¡Inmediatamente!
—Bárbara, no estás escuchando...
Ella siguió dándole la espalda. Sólo me miraba a mí.
—Debí recordar que era usted un mujeriego, señor Autodidacta Backmaker, y ha debido pensar que Haggershaven era una especie de paraíso del libertinaje. ¡Bien, pues no lo es! Y perderá el tiempo que pase aquí. ¡Váyase!
XI. Sobre Haggershaven
Supongo que, al recordar la inexplicable escena con la Pequeña Aggie, su furor me sorprendió menos de lo que sería de esperar. Además, aquella rabia, aquella falta de comprensión, eran todo un anticlímax tras la sucesión de emociones que yo había soportado a lo largo de todo el día. En vez de sorpresa, sólo sentí intranquilidad y un cansado enfado.
Dorn se llevó a Bárbara fuera de la habitación, con una mezcla de persuasión y de gentil fuerza, disfrazada de solicitud, dejándome a solas con la chica.
—Está bien —dije—, está bien...
Los enormes ojos me miraron, indefensos.
—Bueno, la verdad es que me has causado un montón de problemas...
Dorn volvió con dos mujeres: una de mediana edad, y la otra ligeramente más joven. Envolvieron a la chica como una capa de agua jabonosa, escudándola de las atenciones masculinas, consolándola como gallinas a un polluelo.
—Demasiado trabajo —murmuró Dorn—. Bárbara ha estado trabajando muchísimo, demasiado. No vayas a pensar...
—No lo haré —respondí—. Sólo siento que no haya comprendido lo que sucedió en realidad.
—Hipersensitiva. Cosas que normalmente no la afectarían... es el exceso de trabajo. No tienes ni idea. Ella misma se está quemando. Tiene los nervios destrozados.
Mientras suplicaba un poco de comprensión, su rostro era todavía más melancólico que antes. Me apiadé de él, y me sentí un poco superior. De momento, yo no tenía que disculparme por el comportamiento impredecible de una mujer.
—No pasa nada, no pasa nada. Y parece que la chica j está en buenas manos.
—Claro que sí —respondió, con evidente alivio por abandonar el tema del comportamiento de Bárbara—. Creo que nosotros ya no podemos hacer nada más por ella. Más bien parece que sólo molestamos. ¿Quieres conocer ahora al señor Haggerwells?
—¿Por qué no?
Por lo que respecta a Bárbara, lo que acababa de sucedí me había colocado en muy mala posición. Si el informe que había entregado de mí a su padre era más o menos neutra ahora podía sufrir una dañina revisión. Bien podía intentar aclarar las cosas, antes de salir para siempre de Haggershaven.
Thomas Haggerwells, tan huesudo como su hija, con pelo rubio descolorido, y una complexión esbelta y atractiva me dio la bienvenida.
—Historiador, ¿no, Backmaker? Delicioso. Una combinación de arte y ciencia. Clío, la más enigmática de las musa; El pasado en constante cambio, ¿verdad?
—Mucho me temo que aún no soy un historiador, señor Haggerwells. Pero me gustaría serlo, si Haggershaven me admite.
Me dio una palmada en el hombro.
—Los camaradas harán lo que puedan, Backmaker. Puede confiar en ellos.
—Es cierto —intervino alegremente Dorn—. Pareces fuerte como un buey. Y los historiadores se conforman con libre y con papeles viejos.
—Ace es nuestro cínico oficial —explicó el señor Haggerwells—. Un antídoto muy útil, cuando los demás elévame demasiado los pies del suelo. —Miró con gesto ausente a su alrededor, antes de añadir bruscamente— Bárbara está muy disgustada, Ace.
Me pareció una expresión muy suave para definirlo, pero Dorn se limitó a asentir.
—Un malentendido, señor H.
—Eso me pareció deducir. —Dejó escapar una breve y tímida carcajada—. De hecho, eso es todo lo que conseguí entender. Dijo algo sobre una mujer...
—Una chica, señor H.
Hizo un rápido resumen de lo sucedido, suavizando la histérica bienvenida de Bárbara.
—Ya veo. Toda una aventura en la mejor tradición, ¿eh, Backmaker? Y las víctimas, asesinadas a sangre fría. Hechos así hacen que te replantees un par de cosas sobre la civilización. La crueldad nos rodea. —Empezó a pasear por la alfombra que cubría el suelo—. Desde luego, tenemos que ayudar a esa pobre criatura. Terrible, terrible. Pero, ¿cómo puedo explicárselo a Bárbara? Ella... vino a verme —dijo, mitad con orgullo, mitad con aprensión—. Yo no quería decepcionarla. Pero no sabía... —Consiguió recuperar el control sobre sí mismo—. Disculpe, Backmaker. Mi hija es muy nerviosa. Me temo que estoy permitiendo que interfiera en nuestra conversación —En absoluto, señor —respondí—. Estoy muy cansado. Si me disculpa...
—Por supuesto, por supuesto —respondió agradecido—. Ace le enseñará su habitación. Descanse, ya hablaremos mañana. Ace... ¿te importaría venir luego?
Bárbara Haggerwells tenía bien atrapados a su padre y a Dorn, pensé mientras yacía despierto en la cama. Evidentemente, aquella mujer no podía soportar una sombra de rivalidad, ni siquiera aunque fuera imaginaria. Debía de resultar aterrador ser su padre. O su amante, como pensaba que era Ace, y estar sujeto a su tiránico dominio.
Pero no fue Bárbara, ni las emociones del día, las que me causaron insomnio. El tormento que había conseguido suprimir durante horas, me alcanzó por fin. Relacionar el viaje de los Escobar —«de la delegación española»— con las pesetas falsificadas era pura fantasía. Pero ¿qué es la lógica? No podía obligarme a mí mismo a ser razonable. Y no podía evitar sentirme responsable, acusarme —con cargos ridículamente poco convincentes— de todo lo que pudiera hacer el Gran Ejército. Los culpables no pueden dormir porque se sienten culpables. Es la sensación, no una culpabilidad abstracta, lo que les mantiene despiertos.
Tampoco podía enorgullecerme de mi caballeroso comportamiento, rescatando a una damisela en apuros. Sólo había hecho lo que resultaba inevitable, obligatorio, sin ninguna intención cálida ni caritativa. Era ilógico que me sintiera insultado por la incomprensión de Bárbara y las desastrosas consecuencias que tendría para mis ambiciones. Yo no había elegido libremente ayudar. No tenía derecho a quejarme, por una catástrofe que habría tenido lugar si yo hubiera actuado como debía, optando por la elección correcta.
Por fin me dormí. Pero sólo para soñar que Bárbara Haggerwells era un gran pez, y me perseguía por caminos interminables, mientras yo me tambaleaba y tropezaba en un fango pegajoso. Era inútil que abriera la boca para gritar pidiendo ayuda. Sólo me salía una especie de graznido, que se parecí; sospechosamente a la exclamación favorita de mi madre.
En la clara mañana de otoño, mi recuerdo del sueño se mitigó, aunque no llegó a desaparecer por completo. Cuando me hube vestido apareció Ace Dorn. Me llevó a la cocina,; allí me presentó a Hiro Agati, un hombre maduro, cuyo pele negro, cortado casi a ras del cuello cabelludo, se erguía perfecta y simétricamente por toda su cabeza.
—El doctor Agati es un químico —señaló Ace —, condenado a ser el jefe de cocina durante una temporada. La acusación: ser demasiado buen cocinero.
—Si crees eso —replicó Agati—, creerás cualquier cosa La verdad es que siempre eligen a los químicos para hacer los trabajos duros. Los físicos como Ace nunca se manchan la: manos. Bueno, ¿qué prefieres desayunar, huevos o huevos?
Agati era el primer oriental que veía. Las grandes masa eres antichinas de 1890 —que incluyeron generosamente a muchos japoneses y a todo el que tuviera los típicos ojos rasgados— dejaron, en los Estados Unidos, a muy pocos asiáticos capaces de tener descendencia. Mucho me temo que le miré más fijamente de lo que permite la cortesía. Pero, evidentemente, estaba acostumbrado a esa falta de educador porque no me prestó atención.
—Por fin consiguieron que la chica se durmiera —me informó Ace—. Tuvieron que darle opio. Aún no me han dicho nada esta mañana.
—Oh —respondí simplemente, consciente de que debería haber preguntado por ella, antes de que me diera las noticias voluntariamente —. Oh. ¿Crees que descubriremos quién es?
—Lo primero que hizo el señor H. fue telegrafiar al sheriff. Ahora todo depende del interés que ponga en su investigación, y no creo que sea mucho. ¿Qué hay para beber, Hiro?
—Sucedáneo de té, hecho con hierbas secas. O sucedáneo de café, hecho con cebada tostada. ¿Qué prefieres?
No sabía por qué acentuaba tanto el hecho de que fueran «sucedáneos». Sólo las personas muy ricas bebían auténtico te o café. La mayoría de la gente prefería el «té», porque era menos malo que el café falso.
—Café, por favor —pedí con cierta perversidad.
Puso ante mí un gran tazón con un líquido oscuro. Despedía un delicioso aroma, muy diferente del brebaje al que estaba acostumbrado. Le añadí leche y lo saboreé, consciente de que Agati estaba esperando mi reacción.
—Vaya —exclamé—, esto es diferente. Nunca he probado nada igual en mi vida. Es maravilloso.
—C8H10O2 —respondió Agati, con un tono estudiadamente indiferente —. Sintético. Especialidad de la casa.
—Así que, después de todo, los químicos sirven para algo —rio Ace.
—Danos una oportunidad —aseguró Agati—, y conseguiremos sacar carne de la madera. Y seda de la arena.
—¿Tú eres un físico, como B... como la señorita Haggerwells? —pregunté a Ace.
—Soy un físico, pero no como Bárbara. Nadie está a su altura. Es un genio. Un genio creativo.
—Los químicos crean —señaló agriamente Agati—. Los físicos se limitan a sentarse y a pensar en el universo.
—Como Arquímedes —dijo Ace.
¿Cómo podría describir a Haggershaven, tal como lo vieron mis ojos por primera vez, cuando yo tenía veintidós años? ¿Cómo hablar de los acres de rica tierra sembrada, interrumpidos aquí y allá por formaciones rocosas, suavizadas y redondeadas por el tiempo? ¿O de los árboles que se alzaban en grupos, fuertes e imperturbables? ¿O del edificio principal, construido a partir de la granja original, hasta quedar convertido en un edificio excéntrico y monstruoso, sólo disculpable por su falta de pretensiones? ¿O de las pequeñas casitas y apartamentos, de dos, cuatro, seis habitaciones como máximo, destinadas a los camaradas casados y a sus familias? Estaban dispersas por todo lo largo y ancho de los terrenos, y algunas ansiaban tanto la privacidad que podías pasar sin verlas junto a los árboles o la maleza que las ocultaban; otras, en cambio, agradecían la luz del sol, alzándose sobre pequeños oteros.
Podría hablar de las pequeñas tiendas, de los laboratorios en miniatura, del inadecuado observatorio, del heterogéneo surtido de libros que era a la vez más y menos que una biblioteca, de las docenas de edificios anexos.
Pero no eran estas cosas las que constituían el Refugio, sino una parte mínima de sus posesiones. Haggershaven no era en absoluto un lugar material, sino una libertad espiritual. Sus límites estaban en lo que los camaradas pudieran hacer, pensar o preguntar; únicamente estaba circunscrito por el mundo exterior, no por la competencia, ni por reglas ni tabúes internos.
La mayoría de estas cosas las pude ver por mí mismo. El resto me las explicó Ace.
—¿Cómo puedes permitirte perder tanto tiempo enseñándome esto? —le pregunté—. Debo de estar interfiriendo con tu propio trabajo.
Sonrió.
—Es mi turno de ser guía, consejero y amigo de los que llegan aquí. No te preocupes. Cuando seas un camarada, tendrás que encargarte de muchos trabajos: desde amontonar estiércol a sacar brillo a la veletas.
Suspiré.
—Las posibilidades de que pueda quedarme son menos que cero. Sobre todo después de lo que pasó anoche.
Ni siquiera fingió que no me comprendía.
—A Bárbara se le pasará. Como dice su padre, es muy nerviosa y ha estado trabajando sin descanso. Para ser sincero —siguió en un arranque de franqueza—, no suele llevarse muy bien con las demás mujeres. Tiene cerebro de hombre.
He notado muchas veces que los hombres que no son apabulladoramente inteligentes atribuyen cerebros masculinos a las mujeres geniales, escudándose en la consoladora suposición de que la mente femenina suele ser inferior. Pero, en el ánimo de Ace, no había la menor intención de quedar por encima de ella.
—De cualquier manera-terminó—, Bárbara sólo tiene un voto.
No supe si interpretarlo como una frase de apoyo o como simple cortesía.
—¿No es un desperdicio asignar a un químico como el doctor Agati el trabajo de la cocina? ¿O acaso no es un buen químico?
—Debe de ser el mejor que hay. Sus sucedáneos de té y café harían ganar una fortuna al Refugio, si existiera un mercado adecuado. Aun así, nos han aportado un buen pico. ¿Un desperdicio? ¿Y qué quieres que hagamos, contratar cocineros y criados?
—Son baratos.
—O espantosamente caros. La especialización, la división del trabajo, sólo resulta barata en dólares y centavos, y no siempre. Y en términos de igualdad, es un desperdicio incuestionable. Creo que, en el Refugio, todos somos iguales.
—Pero os especializáis, dividís el trabajo. No me digas que a veces cambias tu física por la química de Agati.
—En cierto modo, sí. No hago experimentos, por supuesto, igual que él no hace especulaciones. Pero he trabajado muchas veces a sus órdenes, cuando necesitaba un ayudante que no supiera nada pero tuviera buenos hombros.
—De acuerdo —respondí—, pero sigo sin comprender por qué no contratáis a un cocinero y a algunos friegaplatos.
—¿Dónde quedaría entonces nuestro sentido de la igualdad? ¿Qué sucedería con nuestra camaradería?
La historia de Haggershaven, que fui aprendiendo poco a poco, era mucho más que un eslabón con el pasado: era una imagen de lo que podría haber sucedido si la Guerra de la Independencia Sureña no hubiera interrumpido la evolución americana.
El tatarabuelo de Bárbara, Herbert Haggerwells, fue mayor en el ejército confederado de Carolina del Norte. Como muchas veces sucede con los conquistadores, se enamoró de los entonces ricos campos de Pensilvania. Tras la guerra, invirtió todo lo que tenía —no gran cosa según los cánones del Sur, pero una auténtica fortuna en los depreciados y pronto repudiados billetes de los Estados Unidos— en la granja que, más tarde sería el núcleo de Haggershaven. Luego, se casó con una chica de los alrededores y se convirtió definitivamente en un norteño.
Hasta que estuve demasiado acostumbrado como para prestarle la menor atención, solía contemplar el retrato de Herbert Haggerwells en la biblioteca, imaginando un posible encuentro, en el campo de batalla, entre este aristocrático caballero, con su bigote rizado y su espadín imperial, con mi plebeyo abuelo Hodgins. Pero era bastante improbable que se hubieran visto cara a cara. Yo, que los había estudiado a ambos, era el único nexo de unión entre ellos.
—Tiene aspecto de duro, ¿eh? —comentó Ace —. Y este retrato es de cuando ya era viejo. Imagínale veinte años más joven: las pistolas al cinto y Juvenal, Horacio o Séneca, en las alforjas del caballo.
—Entonces, ¿era oficial de caballería?
—No lo sé. La verdad, no creo. Lo de las alforjas era sólo mi aportación artística. Se dice que era inflexible con la disciplina y todo eso. La imagen adecuada es la de un hombre a caballo, ¿no? Y lo de los chicos romanos no es más que pura deducción: dicen que era de los que leen ese tipo de libros. Protegió a muchos escritores y artistas. «Ven a pasar una temporada en mi casa», decía. Y se quedaban cinco o diez años.
Fue el hijo del mayor Haggerwells quien, al ver el deterioro de las universidades del Norte, invitó a unos cuantos hombres de letras a compartir su casa. Bajo un generoso acuerdo, según el cual se ganaban el sustento trabajando en la granja, quedaban libres para proseguir sus estudios.
El padre de Thomas Haggerwells dio un paso adelante en la organización, reuniendo a un gran número de estudiosos que contribuyeron enormemente al progreso material del Refugio. Patentaron inventos, no comercializables en los Estados Unidos, que aportaban regularmente divisas de países más industrializados. Los agrónomos mejoraban las cosechas del Refugio y obtenían unas ganancias fijas vendiendo las semillas. Los químicos encontraban maneras de utilizar lo que, de otro modo, no serían más que productos de desecho. Los ingresos por trabajos eruditos —y algunos no tan eruditos— se sumaban a los fondos. En su testamento, Volney Haggerwells dejó todo lo que poseía a sus camaradas.
Supongo que esperaba una especie de uniformidad, alguna característica común entre los camaradas. No es que Bárbara, o Ace, o Hiro Agati parecieran estereotipos en ningún aspecto, al menos no más que yo. Pero yo tampoco era uno de los elegidos, ni era probable que llegara a serlo. Incluso después de conocer a más de la mitad de ellos, me seguía asaltando la sensación de que debían de tener algún sello en común que demostraran lo que eran.
Mientras vagaba por el refugio solo o con Ace, la gente que conocía era de lo más diverso, más o menos como en el mundo cotidiano. Los había bulliciosos y sombríos, habladores y lacónicos, apresurados y lentos. Unos, habían formado una familia; otros, vivían ascéticamente, privándose de los placeres de la carne.
Al final comprendí que no existía esa similitud, sino un fuerte lazo común. Los camaradas, convencionales o excéntricos, apasionados o reservados, eran siempre formales, bien dispuestos y, pese a sus diferencias individuales, tenaces. No me gusta utilizar una palabra con tanta carga emocional, pero estaban completamente dedicados a su aprendizaje.
En el Refugio, las luchas crueles, las sospechas, la persecución frenética de todo lo que mejorase la posición económica, social o política, a costa de destrozar a cualquiera que pretendiera lo mismo, no existían. O eran imperceptibles. Había desacuerdos y celos, pero eran diferentes de aquellos que había conocido toda mi vida. Los profundos temores que alimentaban estos últimos, los mismos que convertían las loterías y la contratación en juegos frenéticos que permitieran escapar de las dificultades de la vida, no podían traspasar la seguridad del Refugio.
Tras la escena que organizó a mi llegada, no volví a ver a Bárbara en diez días. Incluso tras ese lapso de tiempo, fue un simple vistazo: ella corría en una dirección mientras yo iba en otra. Me dirigió una sola mirada, gélida, y siguió su camino. Más tarde, mientras charlaba con el señor Haggerwells —que había demostrado no ser un simple aficionado a la historia, sino alguien medianamente entendido—, ella entró sin llamar en la habitación.
—Padre, te... —Fue entonces cuando me vio—. Lo siento, no sabía que estabas acompañado.
—Vamos, vamos, Bárbara —respondió él, con el tono de alguien al que han atrapado en falta—. Después de todo, Backmaker es una especie de protegido tuyo. Ya sabes, Urania animando a Clío, si se me permite la licencia poética.
—¡Por favor, padre! —Era imponente. Se sentía herida, despreciada, pero resultaba majestuosa—. Desde luego, no sé suficiente sobre eruditos autodidactas como para recomendarlos. Me parece muy mal que pierdas tu tiempo con...
El señor Haggerwells enrojeció. —Por favor, Bárbara, debes controlarte... La desaprobación de la joven se convirtió en ira manifiesta.
—¿Debo? ¿¡Debo!? ¿Y quedarme sin hacer nada, mientras un estafador pretencioso usurpa tu atención? ¡Oh, no pido ningún trato especial por ser tu hija! Sé demasiado bien que no lo conseguiría. ¡Pero creo que, al menos, merezco la consideración debida a una camarada del Refugio! ¡Qué menos que un poco de cortesía, aunque no haya afecto de por medio!
—Bárbara, por favor... vamos, hija mía, ¿cómo puedes...? Pero ya se había marchado, dejándonos: a él, disgustado; y a mí, asombrado. No por la brusquedad de Bárbara, sino por la acusación formulada contra su padre, diciéndole que no la quería. Era evidente que sí: por lo orgulloso que estaba de ella, y por la ternura protectora y desconcertada que le demostraba. No parecía posible que se pudiera mantener un malentendido tan evidente.
—No puedes juzgar a Bárbara según los cánones normales —insistió Ace incómodo, cuando le conté lo que había sucedido.
—No la estoy juzgando según ningún canon —aseguré—. Pero no entiendo cómo alguien puede interpretar tan mal las cosas.
—Ella... necesita comprensión, mucha comprensión. Nadie la ha entendido ni animado todo lo que necesitaba.
—Pues a mí me parece al revés.
—Porque no conoces su pasado. Siempre ha estado sola. Desde la infancia. A su madre no le gustaban los niños, nunca tuvo tiempo para ella.
—¿Cómo lo sabes? —inquirí.
—Pues... me lo dijo Bárbara, claro.
—Y tú la creíste. Sin examinar las pruebas. ¿A eso lo llamas tú una actitud científica?
Se detuvo bruscamente.
—Oye, Backmaker... —Hacía un momento me llamaba Hodge—. Oye, Backmaker, estoy harto de lo que la gente dice de Bárbara. De los chismorreos y cotillees de personas que ni siquiera son dignas de respirar el mismo aire que ella, e incapaces de comprender en lo más mínimo su mente y su espíritu...
—Calma, Ace —le interrumpí—. No tengo nada contra Bárbara. Me temo que es al contrario. Dile que no me pasa nada malo, ¿vale? No pierdas el tiempo intentando convencerme, yo sólo intento llevarme bien con ella.
Pronto me resultó evidente —no sólo por lo que se le escapaba de cuando en cuando a Ace, sino por los comentarios de otros camaradas— que los torturados celos de Bárbara eran uno de los rasgos más acusados de su personalidad. La joven había creado sus feudos y atormentado a varios camaradas, cuyo único crimen fue tratar de interesar a su padre en algún proyecto en el que ella no podía tener parte alguna.
También descubrí muchas más cosas, cosas que Ace no tenía el menor deseo de discutir. Pero le resultaba muy difícil disimular, y era evidente que estaba desesperadamente enamorado de ella, aunque sin la habitual y generosa anestesia de la ilusión.
Supuse que Ace había disfrutado de los favores de Bárbara, pero ella no se molestaba en ocultar que no se trataba de un privilegio exclusivo. Quizá incluso pretendía que él lo supiera. Deduje que era una partidaria convencida de la poliandria. Y exigía fidelidad absoluta, sin ofrecer ni la más leve esperanza de un tratamiento recíproco.
XII. Más sobre Haggershaven
Entre los camaradas, había un tal Oliver Midbin, un estudioso de lo que él prefería llamar «la nueva y revolucionaria ciencia de la Patología Emocional». Alto y delgado, con una incongruente barriga, que sobresalía como una enorme y movediza nuez de Adán, me atrapó por su cuenta, al considerarme un público preparado y atento para sus teorías.
—Mira, en este caso de pseudoafonía...
—Se refiere a la chica muda —me explicó Ace.
—Tonterías. La mudez no es ni siquiera un síntoma, sino una descripción muy imperfecta. Pseudoafonía. Es de naturaleza puramente emocional. Por supuesto, si la lleváis a un matasanos se convencerá a sí mismo, a vosotros, y desde luego a ella, de que existe un impedimento, una degeneración o una atrofia de las cuerdas vocales...
—No soy el guardián de la chica, señor Midbin...
—Doctor. Filosofía. Góttingen. Poca cosa.
—Disculpe, doctor Midbin. Pero sigo sin ser su guardián, así que no la llevaré a ninguna parte. De todos modos, sólo como una cuestión teórica, ¿qué pasaría si un examen concienzudo demostrara la existencia de lesiones físicas?
Pareció encantado, y se frotó las manos.
—Las demostraría, claro que las demostraría. Esos tipos siempre encuentran lo que buscan. Si tus deposiciones son anómalas, te encontrarán tumores en el duodeno... cuando te hagan la autopsia, claro. En vez de eso, la Patología Emocional cura las deposiciones anómalas y deja que los tumores, si existen, se cuiden de ellos mismos. La materia es un órgano de la mente. La gente es muda, ciega o sorda, con un motivo. Ahora, veamos, ¿qué motivos puede tener la chica para ser muda?
—¿No conversar? —sugerí.
No dudaba de que Midbin fuera una autoridad, pero sus modales hacían de la burla una tentación casi irresistible.
—Lo averiguaré —dijo firmemente —. Seguro que es un desajuste más sencillo que el de Bárbara...
—Oh, vamos —protestó Ace.
—Tonterías, Dorn. Tonterías oscurantistas. La reticencia es un ingrediente necesario de esas éticas médicas con las que los matasanos ocultan su incompetencia. Charlatanería para que el hombre corriente no haga preguntas embarazosas. Una aproximación clerical, no científica. Arte y misterio de la flebotomía. No ocultes los conocimientos, publícalos para el mundo.
—No creo que a Bárbara le guste eso de ver sus pensamientos privados publicados para el mundo. Hay que poner límites en alguna parte.
Midbin inclinó la cabeza a un lado, y miró a Ace como si le costara verle.
—Eso sí que es interesante, Dorn —dijo—. Me pregunto qué convierte a un buscador de conocimientos en un censor.
—¿Ahora empezará a explorar mi patología emocional? —No es suficientemente interesante, ni de lejos. Puedo darte el diagnóstico mientras esperas en la sala. Total, un tratamiento de dos semanas. Pero Bárbara... el suyo sí que es un bonito caso. Años de tratamiento, y muy pocos síntomas de mejora. Claro que ella no querría que se supiera lo que piensa. ¿Por qué? Porque es feliz odiando a su madre muerta. La exagerada posesividad hacia su padre la deprime. Pensamientos conocidos, depresión aireada. Confusión, condena generalizada, vergüenza, vergüenza. Su fantasía...
—¡Midbin!
—Su fantasía de volver a la infancia (fascinante: el uso por parte del adulto de secuenciación infantil, magia infantil, odios infantiles) para hacer daño a su madre, es una noción enfermiza que acaricia, como si fuera un perro lamiéndose una herida. Pero sin una terapia análoga. Airearla. Airearla. Pero el caso de la chica es más sencillo, aunque sólo sea porque es más joven. Y encantador, vistos los síntomas. Tráela mañana y empezaré a tratarla.
—¿Yo? —pregunté.
—¿Quién si no? Eres el único en quien confía.
Resultaba embarazoso que la devoción de cachorrillo de la chica se observara y se comentara. Yo comprendía que ella me viese como una conexión, por tenue que fuera, con un pasado normal. Al principio, supuse que en pocos días se abriría a la mujeres que tan evidentemente se complacían en cuidarla. Pero la chica se limitaba a soportar sus atenciones. No importaba lo mucho que intentara esquivarla, siempre me encontraba y corría hacia mí, lanzando unos gritos mudos que a otros podrían parecer conmovedores, pero sólo resultaban dolorosos.
El telegrama que enviara el señor Haggerwells a la oficina del sheriff de York obtuvo respuesta: se le contestó que un ayudante del sheriff visitaría el Refugio «cuando tuviera tiempo». El señor H. había telegrafiado también a la delegación española, y ésta respondió que no conocían a más «Escobar» que a Don Jaime y su esposa. La chica debía de ser una criada, o una extranjera. No era asunto de Su Majestad Católica.
El uniforme escolar hacía improbable que fuera una criada. Pero, aparte de esto, poco más se podía deducir. No respondía a preguntas, ni en castellano ni en inglés. Y era imposible averiguar si comprendía o no su significado, porque aquella expresión vacía permaneció inmutable. Cuando le ofrecimos papel y lápiz, los cogió con curiosidad, para luego dejarlos caer.
Llegué a preguntarme si no sería ligeramente subnormal, pero esta idea chocó con una negativa firme —y un poco beligerante— por parte de Midbin. Y sus conclusiones quedaban confirmadas, al menos en mi opinión, por la excelente coordinación de la chica y su limpieza personal, mucho mayor de aquella a la que yo estaba acostumbrado.
El tratamiento de Midbin rozaba con lo místico. Sus pacientes tenían que relajarse sobre un diván, y decir lo primero que se les pasara por la cabeza. Al menos, ésta era la parte más clara de la explicación que me dio cuando, de mala gana, escolté a la chica hasta su despacho. Era una gran habitación escasamente amueblada, decorada tan sólo con unos calendarios europeos del popular académico Picasso. El diván era un simple catre, que el mismo Midbin usaba por las noches de manera más convencional.
—Muy bien — dije—, ¿qué vas a hacer ahora?
—Convéncela de que no pasa nada malo, de que no voy a hacerle daño.
—Claro —accedí—. Sólo hay un problema: ¿cómo?
Me dirigió una de sus miradas por encima del hombro y se volvió hacia la chica. Ella esperaba, apática, con los ojos fijos en el suelo.
—Túmbate tú —sugirió.
—¿Yo? Yo no estoy mudo.
—Finge que lo estás. Túmbate, cierra los ojos y di lo primero que te pase por la cabeza. Sin pararte a pensarlo.
—¿Cómo quieres que diga nada, si estoy fingiendo ser mudo?
Accedí de mala gana, y percibí una leve mirada de curiosidad en aquel rostro demasiado sereno.
—Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río —murmuré.
Me hizo repetir el espectáculo varias veces y luego, por mímica, pidió a la chica que me imitara. Dudo que ella le entendiera. Al final, tuvimos que empujarla amablemente para que adoptara la postura requerida. Ni hablar de relajación: se tendió, tensa y rígida, aunque con los ojos cerrados.
Todo aquello era tan manifiestamente inútil y absurdo, por no hablar de falto de dignidad, que sentí, la tentación de marcharme. Sólo la poco noble idea de que Midbin tendría un voto cuando se hablara de mi ingreso en el Refugio me hizo quedarme.
Contemplando la figura rígidamente tendida, no pude dejar de admitir que la chica era hermosa. Pero era una admisión desapasionada. La suya era una belleza abstracta y neutral, aquellos adorables rasgos juveniles no provocaban ningún deseo. Sólo sentí hastío, porque su situación me alejaba de las maravillas de Haggershaven.
—¿De qué le servirá esto? —estallé, tras diez minutos sin resultados—. Estás intentando averiguar por qué no puede hablar. Y, como no puede hablar, no puede decirte por qué no puede hablar.
—La ciencia explora todos los métodos de aproximación —me respondió altivamente Midbin—. Busco una técnica que me permita acercarme a ella. Tráela mañana otra vez.
Me tragué el disgusto y me dirigí hacia la puerta. La chica se puso en pie de un salto y corrió hacia mí. En el exterior, el aire era fresco. Sentí que ella reprimía un escalofrío.
—Supongo que tendré que llevarte a donde haga calor, o buscar algo para abrigarte —le espeté, irritado—. No sé por qué tengo que ser tu niñera.
Dejó escapar un suave gemido y sentí remordimientos. Aquello no era culpa suya. Mi brusquedad era imperdonable. Pero ¿por qué no se buscaba otro protector y me dejaba en paz?
Intenté descubrir todo Haggershaven en pocos días, como alguien que está a punto de ser desterrado. Comprendí que aquellas semanas de otoño, invertidas en conversaciones triviales, o ayudando en los preparativos familiares para el invierno rural, eran un período crítico de prueba. No podía hacer nada para provocar una opinión favorable, excepto mostrar una buena voluntad sincera, colaborar en cualquier trabajo que fuera necesario, y repetir cada vez que tenía oportunidad que Haggershaven era, literalmente, una revelación para mí, una isla de civilización en medio del mar del caos. Mi sueño era recalar allí.
Desde luego, mis escasos conocimientos y mis lecturas dispersas no bastarían para convencer a los hombres y mujeres del Refugio. Sólo podía esperar que adivinaran alguna promesa oculta en mí. Contra esa esperanza, estaba la enemistad de Bárbara. Su hostilidad se había exacerbado por la ira que sentía contra Oliver Midbin, pues había cometido el imperdonable error de dedicar a otra persona, sobre todo a otra mujer, la atención que antes fue para ella. Y peor aún, utilizando las mismas técnicas. Sabía que era tenaz, y que convencería a suficientes camaradas para que rechazaran mi admisión.
La banda que había estado operando en las proximidades del Refugio, presumiblemente la misma que yo me había encontrado, debió de trasladarse. Al menos, no se le atribuyeron más crímenes. Una vez desapareció, un tal Beasley, ayudante del sheriff, encontró por fin tiempo para visitarnos, en respuesta al telegrama. Evidentemente, no era la primera vez que iba allí, y ninguna de las dos partes merecía demasiado respeto por parte de la otra. Estaba claro que Beasley había preferido un examen mucho más formal que el que tuvo lugar en el estudio del señor Haggerwells, con gente entrando y saliendo constantemente, interrumpiendo los interrogatorios con comentarios.
Creo que puso en duda que la chica estuviera muda. Le gritó las preguntas en voz tan alta y de manera tan brusca que habrían aterrado a cualquier individuo mucho más seguro de sí mismo. Ella no tardó en romper en sollozos histéricos, y el policía dirigió su atención hacia mí.
Yo tenía miedo de que sus preguntas le condujesen a mi vida con Tyss y mi conexión con el Gran Ejército. Pero, al parecer, vivir en Haggershaven era sintomático de una inocencia no exenta de estupidez, al menos en lo que respectaba a los crímenes más populares. No le interesaba lo más mínimo mi paso por la carretera de York, ni los hechos que me llevaron allí; sólo quería un relato sucinto del atraco. Su suposición de que el ojo debería ser una cámara fotográfica que captara hasta el menor detalle me recordó al coronel Tolliburr.
Quedó claramente insatisfecho con mi descripción de los hechos y se desahogó, gruñendo que más nos valía a los ratones de biblioteca aprender a identificar a un hombre, en vez de empollar tanto logaritmo y tanta trigonometría. No comprendí muy bien cómo podía aplicarme la frase, puesto que era palpablemente lego en ambas materias.
El agente Beasley se marchó disgustado, pero Midbin estaba encantado. Había oído mi relato con anterioridad, claro, pero era la primera vez que saboreaba su posible impacto en la chica.
—Verás. Esta pseudoafonía no es congénita, ni la tiene desde hace demasiado tiempo. La lógica nos lleva a la conclusión de que es el resultado del terror que sintió durante la experiencia. Seguramente quiso gritar, debió de resultarle casi imposible no gritar, pero no se atrevió a hacerlo para salvar su vida. La reacción instintiva, automática, fue una conciencia clara de que no podía permitirse gritar. Tuvo que permanecer muda mientras contemplaba los asesinatos.
Por primera vez, me pareció que Midbin no era un simple charlatán.
—La chica reprimió brutalmente ese impulso natural e irresistible —siguió—. Tuvo que hacerlo. Su vida dependía de ello. Fue un esfuerzo terrible, y el efecto que surtió sobre ella ha sido proporcional. Consiguió su propósito demasiado bien: cuando pasó el peligro, tampoco pudo hablar.
Todo parecía tan lógico que pasó un buen rato antes de que se me ocurriera preguntarle por qué la chica no parecía comprender lo que decíamos, o por qué no escribía nada cuando le dábamos papel y lápiz.
—Comunicación —respondió—. Tuvo que cerrarse a la comunicación. Y, una vez perdida, no es tan sencillo recuperarla. Ése es uno de los aspectos. El otro ya parece más complicado. El atraco tuvo lugar hace más de un mes, pero... ¿crees que la mente afectada reconoce el paso del tiempo con tanta precisión? ¿Es posible la precisión en este caso? Por lo que sabemos, el tiempo puede ser algo completamente subjetivo. Lo que para ti es «ayer», puede ser «hoy» para mí. En cierto modo, todos reconocemos este hecho cuando decimos que las horas pasan despacio o de prisa. Puede que la chica todavía esté soportando la agonía de reprimir sus gritos. Para ella, el atraco, los asesinatos, no están en el pasado, sino en el presente. Tienen lugar durante un momento larguísimo, que quizá no termine en toda su vida. Si es así, ¿puede extrañarnos que sea incapaz de relajarse, de bajar la guardia lo suficiente como para comprender que el presente es el presente, que la crisis ha pasado?
Se apretó el estómago, pensativo.
—Ahora, si fuera posible recrear mediante estímulos las emociones que la han puesto en este estado, tendría una oportunidad de dejar salir las respuestas que se vio obligada a controlar. Quizá..., no digo que sea seguro, pero quizá pueda volver a hablar.
Comprendí que un proceso como el que me describía tendría que ser muy largo. Pero pasó el tiempo, y no vi ningún síntoma de que estuviera consiguiendo ningún resultado. Uno de los camaradas de habla hispana, un botánico que entraba y salía del Refugio a intervalos irregulares, tradujo mi relato de los hechos, y leyó partes de él a la jovencita tendida, siguiendo las excitadas indicaciones de Midbin. No sucedió nada.
Aparte de los inútiles intentos de coaccionar a la chica para que participara en las sesiones de Midbin, yo no tenía ninguna obligación. Sólo las que yo mismo me imponía, o las que conseguía que me cediesen los demás. Hiro Agati me declaró incompetente total para ayudarle con el horno que había preparado, en un intento de conseguir «cristal duro», una sustancia que esperaba pudiera sustituir al hierro fundido. Concedió que no era del todo inútil en el pequeño jardín que rodeaba su casita, donde la señora Agati —una arquitecto muy menuda, y mucho más joven que su marido— y sus tres hijos pasaban el tiempo libre trasplantando, reorganizando o preparándolo todo para la temporada siguiente.
El doctor Agati no era sólo el primer japoamericano que conocía, sino que la suya era la primera familia que rompía la ley no escrita de un hijo único. Al menos, que yo supiera. Tanto él como Kimi Agati parecían conscientes de las tenaces advertencias —tanto de Populistas como de Whigs— sobre el desastre que tendría lugar si la población del país se multiplicaba demasiado de prisa. A Fumio y a Eiko no les importaba, mientras que Yoshio, con sus dos años, tampoco estaba demasiado interesado.
Dejar a los Agati era una de las cosas que más me dolían cuando pensaba en abandonar el Refugio. Como no sabía nada de química ni de arquitectura, nuestra conversación tenía algunas limitaciones, pero eso no suponía ningún impedimento ante el placer que experimentaba con su compañía. Después de asegurarme que era bienvenido en su casa, solía sentarme en ella a leer, o simplemente en silencio. Mientras Hiro trabajaba, los niños entraban y salían corriendo. Kimi, que era conservadora y desaprobaba las sillas, se sentaba cómodamente en el suelo, y hacía bocetos o calculaba resistencias.
Poco a poco, dejé de desear que la decisión sobre mi ingreso se pospusiera lo máximo posible, y empecé a impacientarme por conocer el resultado. Ojalá todo terminara de una vez.
—¿Por qué? —me preguntaba Hiro—. Siempre vivimos en suspense.
—Sí, pero hay grados de suspense. Tú sabes lo que harás el año que viene.
—¿Sí? ¿Qué garantías tengo? Por suerte, el futuro está oculto tras un velo. Cuando tenía tu edad, estaba desesperado, porque nadie quería contratar a un japonés. (Todavía nos llaman japoneses, aunque nuestros antepasados emigraron en tiempos del fallido intento de derrocar el shogunado y restaurar el mikado, en 1868.) Habría preferido mil veces cualquier suspense a aquella certeza.
—De todos modos —intervino Kimi, pragmática—, puede que pasen meses antes de la próxima reunión.
—¿Qué quieres decir? ¿No hay fechas fijas para estas cosas?
Estaba seguro de que las habría, aunque nunca me había atrevido a preguntar la fecha exacta. Hiro meneó la cabeza.
—¿Por qué debería haberla? La próxima vez que los camaradas nos reunamos para discutir sobre una idea o un proyecto, decidiremos si hay sitio para un historiador.
—Pero, como dice Kimi, puede que sea dentro de varios meses.
—O puede que sea mañana.
—No te preocupes, Hodge —intervino Fumio—. Papá votará por ti, y mamá también.
Hiro gruñó.
Cuando llegó el momento, fue anticlimático. Hiro, Midbin y muchos otros con los que apenas había intercambiado unas palabras, recomendaron que se me admitiera. Bárbara se limitó a ignorar mi existencia.
Ya era un camarada de Haggershaven, con todos los derechos y privilegios que eso implicaba. También podía considerarme en mi casa, por primera vez desde que saliera de Wappinger Falls, hacía ya más de seis años. Sabía que, en toda la historia del Refugio, pocos lo habían abandonado. Y a menos aún, se les había pedido que se marcharan.
En la modesta celebración que tuvo lugar aquella noche en la gran cocina, el Refugio me reveló algunos secretos más Hiro llevó un barrilito de licor que él mismo había destilado a partir de serrín y sake. El señor Haggerwells declaró que el licor era apto para paladares cultivados, y nos dirigió un improvisado discurso sobre la bebida a través de la historia. Midbin bebió lo suficiente como para imitar la conferencia del señor Haggerwells y luego, en un arrebato de inspiración, demostró cómo parodiaría el señor Haggerwells la parodia de Midbin Ace y otros tres jóvenes cantaron baladas. Hasta la chica muda, a la que se convenció de que bebiera un sorbo de celusake bajo la mirada desaprobadora de las mujeres que se habían autoerigido en sus guardianas, parecía un poco más animada. Si alguien advirtió la ausencia de Bárbara Haggerwells no lo comentó.
El otoño dejó paso al invierno. Se trajeron del bosque los troncos sobrantes, y extrajimos la lignina mediante aire comprimido, gracias a un método perfeccionado por uno de los camaradas. La lignina era el combustible que se utilizaba para proveernos del agua caliente y del gas que, gracias a los reflectores, convertía una pequeña llama en una potente iluminación. Todos tomamos parte en este trabajo y, así como no pude ayudar a Hiro en el laboratorio a causa de mi ineptitud con las cosas mecánicas, también en este caso tuve que terminar dedicándome a tareas más apropiadas: limpiar los establos.
No me dolió. Aunque me encantaba la sociedad que formábamos, también me gustaba quedarme a solas con mis pensamientos, atenuar mi ritmo, y ponerlo al nivel del de los dos grandes percherones o disfrutar con las travesuras de los dos jóvenes potrillos. En cierto modo, el mundo y el tiempo se quedaban en el exterior. Sentía una tranquilidad tan fuerte que superaba a la satisfacción y a cualquier otra emoción activa.
Una tarde estaba cepillando una yegua, reflexionando sobre cómo el arado de vapor, utilizado en los grandes ranchos de la América Británica, privaba a los granjeros de abono y compañía, cuando Bárbara se colocó a mi espalda. Su aliento era visible a causa del frío. Seguí cepillando a la yegua.
—Hola —dijo ella.
—Eh... hola, señorita Haggerwells.
—¿Es necesario, Hodge?
Volví a pasar el cepillo por el flanco del animal.
—¿Qué es necesario? Me temo que no la entiendo.
Se acercó mucho, tanto como en la librería. Sentí que mi respiración se aceleraba.
—Creo que sí me entiendes. ¿Por qué me esquivas? ¿Y por qué me llamas «señorita Haggerwells» con ese tono tan distante? ¿Tan vieja, tan poco atractiva, tan inaccesible te parezco?
Aquello iba a dolerle mucho a Ace. Pobre Ace, aplastado por una Jezabel. ¿Por qué no podía enamorarse de alguna chica bonita y tranquila que no le hiciera pedazos cada vez que ella seguía sus inclinaciones?
Cepillé por última vez el flanco de la yegua, y dejé el cepillo en el suelo.
—Creo que eres la mujer más excitante que he conocido, Bárbara —respondí.
XIII. Tiempo
Hodge. —¿Bárbara?
—¿Es verdad que no le has escrito a tu madre desde que te fuiste de casa?
—¿Por qué iba a escribirle? ¿Qué podría decirle? Si mi plan original hubiera dado resultado, quizá lo habría hecho. Pero decirle que trabajé seis años para nada, sólo serviría para confirmar su opinión de que soy un desastre.
—Quizá lo que pretendes, con tus ambiciones, es demostrarle que se equivocó.
—Estás hablando como Midbin —dije.
Pero eso no me molestaba en absoluto. Prefería aquellas preguntas a las que había estado oyendo durante las semanas anteriores: «¿Me quieres? Quiero decir que si me quieres de verdad. ¿Más que a ninguna otra mujer? ¿Por qué?».
—De vez en cuando, Oliver dice cosas razonables.
—¿No estás anteponiendo tus motivos, sobre los que tú crees que deberían ser los míos?
—Mi madre me odiaba —señaló simplemente.
—Bueno, no estamos en un mundo donde abunde el amor. Hay muchos sucedáneos baratos y disponibles. Pero odiar... es una palabra demasiado dura. ¿Cómo sabes que te odiaba?
—Lo sé. ¿Qué importa eso ahora? Yo no soy insensible, como tú.
—¿Yo? ¿Qué he hecho ahora?
—No te preocupas por nadie. Ni siquiera por mí. No me quieres. Cualquier mujer te serviría.
Lo medité un momento. —No creo, Bárbara...
—¿Ves lo que quiero decir? No crees. No estás seguro, pero tampoco quieres herir mis sentimientos innecesariamente. ¿Por qué no eres honrado y dices la verdad? Te importo tanto como aquella callejera de Nueva York. Quizá menos. La extrañas, ¿verdad?
—Bárbara, te he dicho una docena de veces que nunca...
—¡Y yo te he dicho una docena de veces que eres un mentiroso! No me importa. No me importa lo más mínimo.
—Pues muy bien.
—¿Cómo puedes ser tan flemático, tan insensible? Para ti, nada es importante. Eres un pueblerino estólido. Y hueles como tal. Siempre estás en el establo.
—Lo siento —dije suavemente —. Intentaré bañarme más a menudo.
Sus rabietas y arranques de celos, sus insistentes demandas, no me irritaban. Estaba demasiado encantado con las maravillas de la vida como para que nada me molestara. Todo lo que soñé que podía significar Haggershaven para mí, cuando creía que jamás sería parte de él, había resultado cierto y más que cierto. Haggershaven y Bárbara. El Edén y Lilith.
Al principio, los años pasados en la librería me parecían una pérdida de tiempo. Pero pronto comprendí que aquellas lecturas caóticas me habían preparado perfectamente para esto. Por un breve lapso de tiempo, me molestó que en el Refugio no hubiera nadie con quien tener esa relación personal, cara a cara, estudiante-profesor, en la que había puesto tantas esperanzas. Aunque entre los camaradas no había ningún historiador que me ayudase, estaba rodeado de gente que había aprendido la disciplina del estudio. No había nadie con quien discutir los detalles de la revolución industrial, o del fracaso del Movimiento Ultramontano en el catolicismo y la política de los Papas Adriano VII, VIII y IX, pero todos podían enseñarme un esquema y un método. Por primera vez, comprendí la diferencia entre la investigación seria y los conocimientos superficiales. Me dediqué a trabajar con un tesón increíble.
También empecé a comprender el misterio central de la teoría histórica. Cuándo, qué, cómo y dónde, pero el cuándo era lo menos importante. En último término, la historia no se centra en la cronología, sino en las relaciones. El elemento tiempo, tan vital a primera vista, asume constantemente un papel cada vez más secundario y subordinado. El hecho de que el pasado es pasado resulta cada vez menos importante. Excepto por la cuestión de la perspectiva, tanto podría ser presente o futuro. O, si alguien puede concebirlo, un tiempo paralelo. No estaba investigando una sustancia petrificada, sino un fluido. Si fuera posible conocer con exactitud el qué, el cómo y el dónde, descubriría el porqué. Y, sabiendo el porqué, podría situar el cuándo.
Durante aquel invierno, leí filosofía, psicología, arqueología y antropología. Tenía una energía y un apetito prodigiosos, y los alimentaba. Descubrí el campo del saber. No el saber en abstracto, sino las cosas concretas que quería aprender, las cosas que tenía que aprender se expandieron ante mí a una velocidad cegadora, mientras yo me arrastraba y tropezaba sobre un terreno que debí recorrer años antes.
Si mis estudios hubieran sido más convencionales, quizá nunca habría tenido el Refugio. Ni a Bárbara.
Los novelistas hablan muy a la ligera de la pasión, pero para mí era una fuerza irresistible que me empujaba hacia Bárbara, día tras día. Volvía la vista atrás, hacia lo que había sentido por Tirzah Vame, con la condescendencia de los veinticuatro años hacia los veinte, y veía a mi otro yo como un chiquillo infantil, insensible y un poco tonto. Me avergonzaba el haber sufrido tanto por tan poco.
Con Bárbara, sólo vivía el presente. Cerraba la puerta al pasado y al futuro. En parte, esto se debía a la intensidad y fiereza del deseo que nos consumía, pero el motivo más importante era el espíritu atormentado de Bárbara. Era tan exigente, tan ávida, que el ayer y el mañana no tenían la menor importancia ante la insistencia del momento. Lo único que me salvaba de convertirme en un esclavo, como el pobre Ace, era la creencia —y hasta el día de hoy no sé si era correcta o incorrecta— de que, mostrar el menor síntoma de debilidad, me dejaría indefenso ante ella e impotente para conseguir mis ambiciones.
Sé que gran parte de mi reserva era innecesaria, más producto del miedo que de la prudencia. Le negaba muchas cosas que podía haberle entregado, libremente y sin peligro. Tenía la guardia alta para defender algo vacío. La ventaja que tenía sobre Ace, basada sobre todo en las pocas dificultades que había tenido siempre con las mujeres, quizá no fuera en absoluto una ventaja. Me engañaba a mí mismo, estúpidamente, diciéndome que sus infidelidades —si se puede usar una palabra así cuando la falta de confianza es norma— no me preocupaban. Creí haber aprendido muchísimo desde los días en que el rechazo de Tirzah me deprimiera tanto. Me equivocaba. Mi sofisticación era una carencia, no un logro.
¿Tengo que decir que Bárbara no era lasciva, que no la animaba una voluptuosidad irresponsable y cambiante? El puritanismo de nuestro tiempo, que se expresaba en condenaciones y negativas, la moldeó como había moldeado nuestra civilización. La movían necesidades más profundas y más oscuras que la sensualidad. Aquellos celos, salvajes e irracionales, estaban provocados por una necesidad inapelable de reafirmación constante. Tenía que ser la parte dominante, tenía que recibir el cortejo de más de un hombre.
Necesitaba que se le dijera constantemente lo que jamás llegaría a creer de verdad: que se la deseaba sólo a ella.
Me maravillaba que no se agotara. No sólo con su conflicto de pasiones, sino con su furia en el trabajo. Dormir era una debilidad que despreciaba, pero lo necesitaba más de lo que ella misma se permitía. Se racionaba las horas de inconsciencia, y se llevaba al límite. Yo no hacía caso de los panegíricos de Ace sobre la importancia de sus trabajos en el campo de la física, pero colegas de más edad y mayor objetividad hablaban de sus conceptos matemáticos con un asombrado respeto.
Conmigo no hablaba de su trabajo. Nuestra intimidad se detenía lejos de tales intercambios. Me dio la impresión de que investigaba los principios del vuelo de objetos más pesados que el aire, una quimera que intrigaba a los inventores desde hacía tiempo. A mí me parecía una búsqueda inútil. Evidentemente, la levitación no podría sustituir nuestros dirigibles, tan cómodos y seguros, igual que los minimóviles no podrían sustituir al caballo.
La primavera nos convirtió a todos en granjeros compulsivos, hasta que los campos estuvieron arados y sembrados. Nadie haraganeaba aquellos días, porque la vida económica del Refugio se basaba sobre todo en la tierra, y encontrábamos satisfacción en el trabajo mismo. Hasta que no concluyera la febril carrera contra el tiempo, no podríamos volver a nuestras actividades regulares.
He dicho «a todos», pero tengo que exceptuar a la chica muda. Ella recibió la primavera con lo más parecido a la alegría que le habíamos visto. Su apatía disminuyó de manera sensible. De forma inesperada, demostró un talento que había sobrevivido a la conmoción de su personalidad o que había resucitado, como los sauces, bajo el cálido sol: era una experta con el hilo y la aguja. Tímidamente al principio, de manera más abierta después, cortó y cosió vestidos, de colores cada vez más alegres, para sustituir al severo uniforme escolar. Tras terminar una nueva creación, siempre corría hacia mí, como si quisiera pedir mi aprobación.
Esta costumbre, tan inocente como embarazosa, no podía pasar desapercibida a los agudos ojos de Bárbara. Pero dirigía su ira contra mí, no contra la chica. Mi «devoción» no era sólo absurda, decía, sino conspicua y degradante. Por no hablar de mi gusto, capaz de dirigirse hacia criaturas inmaduras, tullidas y taradas.
Naturalmente, cuando la chica adquirió la costumbre de acudir a los límites del terreno que yo araba, esperando seria, inmóvil, que llevara el surco hacia donde estaba ella, me vi venir más críticas por parte de la afilada lengua de Bárbara. No había manera de evitar que la chica lo hiciera. Al menos, yo no tenía valor para hablarle bruscamente, así que siguió mirándome arar largas horas todos los días, llevándome el almuerzo al mediodía, y compartiendo dócilmente una parte de él.
Una vez acabó la siembra, Midbin empezó a utilizar una nueva técnica, mostrándole dibujos de momentos sucesivos del atraco. Volvió a acosarme con preguntas sobre los detalles para hacerlos aún más exactos. Sus reacciones le complacían enormemente, ya que la chica empezó respondiendo con los asentimientos y sonidos guturales que habíamos aprendido a interpretar como comprensión o acuerdo. Las escenas del atraco y el asesinato del cochero, y su propia imagen, oculta entre las espigas, le hacían soltar gemidos, mientras que la brutal descripción de la muerte de los Escobar provocaba sollozos, y hacía que se cubriera el rostro con las manos.
Supongo que no tengo demasiado tacto. De todos modos, fui suficientemente cauteloso para no mencionar nada de esto a Bárbara.
—Hace tiempo que Bárbara no viene por aquí —comentó Midbin, tras una reacción particularmente gratificante ante uno de los dibujos—. Me gustaría que lo hiciera.
Cuando se lo dije a ella, saltó al instante.
—¿Cómo te atreves a hablar de mí con ese imbécil ridículo?
—No lo entiendes. No hablamos sobre ti. Lo único que dijo Midbin fue...
—Sé perfectamente lo que dijo Midbin. Conozco muy bien el estúpido vocabulario que utiliza.
—Sólo quiere ayudarte.
—¿Ayudarme? ¿A mí? ¿Qué me pasa? —Nada, Bárbara. Nada.
—¿Estoy muda, o ciega, o soy idiota?
—Por favor, Bárbara.
—No, lo único que pasa es que no soy atractiva. Te he visto con esa mocosa. ¡Cuánto debes de odiarme para pavonearte con ella delante de todo el mundo!
—Sabes muy bien que si la acompaño a ver a Midbin es porque él insiste.
—¿Y qué me dices de vuestros encuentros de enamorados en el campo, cuando se supone que deberías estar arando? ¿Crees que no me he dado cuenta?
—Te aseguro que es algo completamente inofensivo, Bárbara. Ella no...
—Eres un mentiroso. Peor todavía, eres un gusano, un hipócrita. Y además, un asqueroso parásito. Sé que me odias, pero me soportas por el Refugio. Me has utilizado deliberada, calculadoramente, para tus propios y egoístas fines.
Midbin explicaba y excusaba sus rabietas, atribuyéndolas a su «patología emocional». Ace las aceptaba y las soportaba como algo inevitable, tal como hacía su padre, pero yo no veía la necesidad de estar constantemente a merced de las rabietas de Bárbara. Y se lo dije.
—Quizá deberíamos dejar de vernos —añadí, creo que no demasiado apasionadamente.
Se quedó absolutamente inmóvil, en silencio, como si yo no hubiera terminado de hablar.
—Muy bien —dijo al fin—. Muy bien. Sí... sí. Lo dejaremos.
Aquella calma aparente me engañó por completo. Sonreí, aliviado.
—Eso es, ríete. ¿Por qué no ibas a hacerlo? No tienes sentimientos, igual que no tienes inteligencia. Eres un zoquete, un auténtico palurdo. Mírate ahí, de pie, con esa sonrisa de idiota. ¡Oh, cómo te odio! ¡Cómo te odio!
Lloró, chilló, me echó de su lado, y luego se volvió atrás. Aseguró, sollozando, que no lo había hablado en serio, ni una palabra. Me aduló, suplicó que la perdonara por lo que había dicho, prometió entre lágrimas que, a partir de entonces, se controlaría, juró que me necesitaba. Y por fin, cuando dejé de rechazarla, exclamó que su amor hacia mí era lo que tanto la atormentaba, lo que la impulsaba a hacer aquellas escenas. Fue un momento degradante, y no menos degradante fue que yo advirtiera cierto valor erótico en su humillación. Sentí piedad, miedo y repulsión, pero no puedo negar que, al mismo tiempo, aquella repentina humildad me excitaba.
Quizá esta tormenta cambió nuestra relación para mejor; por lo menos, suavizó las aristas que nos separaban. Fue a partir de entonces cuando empezó a hablarme de su trabajo, y situó nuestra relación en un plano más amistoso y menos agresivo. Descubrí que estaba muy equivocado con respecto a lo que ella hacía.
—¡Máquinas voladoras más pesadas que el aire! —exclamó—. ¡Qué cosa más absurda!
—Muy bien, no lo sabía.
—Mi trabajo es teórico. No soy un vulgar mecánico. —De acuerdo, de acuerdo.
—Voy a demostrar que el espacio y el tiempo son dos aspectos de la misma entidad.
—Muy bien —dije, pensando en otra cosa.
—¿Qué es el tiempo?
—¿Eh? Mi querida Bárbara, como no sé nada en absoluto, no voy a caer en esa trampa. No tengo la menor idea de cómo definir el tiempo.
—Seguro que sí, podrías definirlo en términos de sí mismo. Yo no manejo definiciones, sino conceptos.
—De acuerdo, conceptúa.
—Como todos los pedantes, tiendes a tomarte las cosas a la ligera, Hodge.
—Perdona. Sigue.
—El tiempo es un aspecto.
—Eso dijiste antes. Hace mucho, conocí a un hombre que decía que era una ilusión. Y otro conocido mío opinaba que era una serpiente que se mordía la cola.
—Misticismo. —El desprecio con que pronunció la palabra me recordó a Roger Tyss diciendo «metafísica» en el mismo tono—. Tiempo, materia, espacio y energía, son aspectos de la entidad cósmica. Aspectos intercambiables. Teóricamente, debería ser posible definir la materia en términos de energía, y el espacio en términos de tiempo. Materia-energía en espacio-tiempo.
—Parece tan sencillo que me avergüenzo de mí mismo.
—Es una definición sencilla, pero no exacta; suponte que dividimos la materia en sus componentes...
—¿Átomos? —sugerí, cuando me pareció que buscaba una palabra.
—No, los átomos ya son algo demasiado individualizado, demasiado separado. Algo más fundamental que los átomos. No tenemos una palabra que lo defina, porque todavía no podemos aprehender el concepto. Esencia, quizá, o el «espíritu» teológico. Si la materia...
—¿Un hombre?
—Un hombre, una zanahoria, o un componente químico —replicó, impaciente—. Si eso lo reducimos a su esencia, es presumible que podríamos también recomponerlo —otra palabra equívoca— en otro punto de la fábrica espaciotemporal.
—¿Quieres decir algo como... ayer?
—Sí... y no. ¿Qué es «ayer»? ¿Una cosa? ¿Un aspecto? ¿Una idea? ¿O una relación? Las palabras son una cosa muy inútil. Incluso con símbolos matemáticos, apenas se puede... Pero algún día conseguiré la fórmula. O dejaré el terreno preparado para mis sucesores. O para los sucesores de mis sucesores.
Asentí. Midbin tenía buena parte de razón: Bárbara estaba emocionalmente enferma. ¿Qué era esta teoría suya sino la racionalización de un sueño, el sueño de descubrir un proceso que le permitiera retroceder en el tiempo y herir a su difunta madre, para no tener que compartir con nadie el afecto de su padre?
XIV. El experimento de Midbir
En la siguiente reunión de los camaradas, Midbin pidió fondos para un trabajo experimental, y ayuda física en el proyecto. Como ambas peticiones eran modestas, habría debido de ser una mera formalidad. Pero Bárbara pidió educadamente al doctor Midbin que explicara un poco el propósito del experimento.
Yo sabía que aquellos modales tan suaves eran una seña de peligro. Pero Midbin respondió de buena gana: se proponía demostrar que un defecto físico, emocionalmente inducido, podía curarse. Bastaba recrear en la mente del sujeto la conmoción que causó el impedimento, aunque ésta fuera una palabra no del todo exacta.
—Lo que pensaba. Quiere malgastar el dinero del Refugie en esa pequeña buscona con la que tiene un lío, mientras e trabajo importante se aplaza por falta de fondos.
—Vamos, Bárbara, eso no es cierto —exclamó una de las mujeres.
Hubo otras voces de desaprobación. Vi cómo Agati y Kim; bajaban la vista, avergonzados. El señor Haggerwells intente sostener la mirada de Bárbara, y no lo consiguió.
—Tengo que disculparme por el comportamiento de mí hija...
—No pasa nada —le interrumpió Midbin—. Comprende los sentimientos de Bárbara. Estoy seguro de que nadie piensa seriamente que haya nada impropio entre la chica y yo Aparte de eso, la primera pregunta de Bárbara me parecí adecuada. Muy adecuada. Como todos sabéis, he estado intentando devolver el habla a una paciente que la perdió (otra vez utilizo un término poco adecuado, en beneficio de la claridad) durante una experiencia traumática. Las exploraciones preliminares indican una alta probabilidad de respuesta satisfactoria al método que propongo. Y que consiste, simplemente, en utilizar una máquina como las que utilizan para hacer fotinugrafos...
—¡Quiere convertir el Refugio en una sala de tinugrafo, y que los camaradas hagamos de actores!
—Sólo por una vez, Bárbara, sólo por una vez. No pretendo que se convierta en una costumbre.
En ese momento, el señor Haggerwells insistió en que se votara la petición sin más discusión. Me tentó la idea de votar con Bárbara, la única disidente, porque preveía que el tinugrafo de Midbin me exigiría una intensa cooperación, pero no tuve valor. En vez de eso, me limité a abstenerme, como Ace y el mismo Midbin.
El primer efecto del programa de Midbin fue liberarme de las obligaciones anteriores, ya que decidió que era inútil seguir las sesiones con la chica muda. De todos modos, tenía todo su tiempo ocupado con la teoría de la fotografía, de la cinemática —era el primer miembro del Refugio que se especializaba en ese tema—, del arte de la pantomima y de los méritos relativos de los diferentes tipos de cámaras, todas fabricadas en el extranjero.
Aunque la chica no había llegado a perder su rigidez y aprensión durante las entrevistas, se agarró a la costumbre de que la escoltara al despacho de Midbin. Como era imposible convencerla de que las sesiones estaban suspendidas por el momento, se me acercaba a la hora acostumbrada, siempre con un vestido que le había costado mucho trabajo confeccionar —eso era evidente—, y lo único que yo podía hacer era ir con ella al despacho de Midbin, y luego volver. Era muy consciente de lo ridículos que resultaban aquellos desfiles, y esperaba la respuesta de Bárbara. Así que fue un alivio cuando Midbin tomó por fin una decisión y consiguió la cámara y la película virgen.
Primero, me tocaba encontrar el lugar exacto donde había sucedido el atraco. No resultó fácil: a la escasa luz del anochecer, un risco se parece mucho a otro, pero todos son diferentes bajo el sol. Después, tuve que reproducir con la máxima precisión las condiciones originales. Midbin debió atenerse a las limitaciones de sus medios, y se vio obligado a utilizar la cámara con la luz del día, en vez de la del ocaso.
Vestí e instruí a los actores en sus respectivos papeles, corrigiéndoles los errores y haciéndoles ensayar. La única inmunidad que conseguí fue no tener que interpretarme a mí mismo. En mi primera parte como espectador, había estado escondido; y el episodio de mi ayuda se omitió, por irrelevante para el propósito terapéutico. El mismo Midbin no hizo otra cosa que manejar la cámara.
Cualquier profesional del tinugrafo se habría reído de lo que conseguimos. Y, desde luego, ninguna sala tinugráfica se hubiera rebajado a exhibirlo. Tras algunas vacilaciones, Midbin había decidido no hacer un fonoto, pensando que el uso del sonido no enriquecería el resultado y, en cambio, lo encarecía enormemente. Así que la película no contaba ni siquiera con ese atractivo. Por suerte, y lo digo para cualquier orgullo profesional que se sintiera implicado, en el primer pase sólo estuvimos la chica y yo, Ace manejando la linterna mágica, y Midbin.
En la habitación a oscuras, pasados los primeros minutos, las imágenes de la pantalla se convirtieron en una ilusión tan convincente que, cuando uno de los jinetes cabalgó hacia la cámara, todos nos echamos instintivamente hacia atrás. A pesar de ciertos defectos, propios de aficionados, el tinugrafo nos pareció un éxito artístico, pero no surtió ningún efecto triunfal que justificara su existencia. La chica reaccionó igual que ante los dibujos. Su respuesta fue incluso menos satisfactoria. Los sonidos inarticulados recorrieron la misma escala de siempre, de la sorpresa al terror. No sucedió nada nuevo. De todos modos, Midbin, con la nuez moviéndosele alegremente, nos felicitó con efusión a Ace y a mí, y predijo que la chica hablaría como un político antes de que terminara el año.
Supongo que el proceso fue imperceptible. Al menos, yo no advertí ninguna diferencia notable entre un pase y el siguiente. La aburrida costumbre siguió día tras día, y la confianza de Midbin era tan absoluta que, unas semanas más tarde, cuando «Don Jaime» caía en su muerte simulada, no nos extrañó demasiado que la chica se desmayara y permaneciera algún tiempo sin sentido.
Después de esto, esperábamos —al menos, Ace y yo; Midbin se limitaba a frotarse las manos— que aquello que le ataba la lengua desapareciera por completo. No fue así. Pero a los pocos días, en idéntico momento crucial, gritó. Fue un auténtico grito, claro y desgarrador, que poco se parecía a los raros sonidos estrangulados a que nos tenía acostumbrados. Midbin tenía razón: aquél no era el grito de una persona muda.
Para demostrar otra de sus teorías, abandonó pronto la idea de ayudarla a expresar palabras en castellano. En vez de eso, se concentró en enseñarle inglés. Su método era primitivo: consistía en señalar solemnemente los objetos y repetir sus nombres con una voz monótona y artificial.
—Hablará de una manera muy rara —señaló Ace—. Todo sustantivos, en singular, pronunciados como si tuviera la boca llena de guijarros. Será un día maravilloso. Dirá «Hombre silla pared niña suelo» y tú responderás, «Alfombra techo tierra hierba».
—Le proporcionaré los verbos necesarios —respondió Midbin—. Cada cosa a su tiempo.
La chica debía de estar prestando tanta atención a nuestras conversaciones como a lo que le enseñaba Midbin. Un día, inesperadamente, me señaló.
—Hodge... Hodge... — dijo con bastante claridad.
Me sentí turbado, pero no igual que cuando me buscaba y me seguía a todas partes. Ahora también había un ligero y ruboroso placer, y una sensación de gratitud por tal constancia.
Debía saber algo de inglés antes del accidente, porque cuando empezó a utilizar los nombres proporcionados por Midbin, pronto añadió un verbo aquí y un adjetivo allá, tentativamente. «¿Yo... pasear...?» El temor de Ace, el que adquiriera el tono monocorde de Midbin, no tenía fundamento. La voz de la chica era suave y con una encantadora modulación. Nos gustaba escuchar sus intentos elementales con las palabras.
Pero de momento, conversar con ella y obtener contestaciones era imposible. «¿Cómo te llamas?», sólo provocaba como respuesta una mirada de asombro y un momentáneo retroceso hacia la mudez.
Varias semanas más tarde, se señaló a sí misma.
—Catalina —dijo con timidez.
Por tanto, su memoria no estaba afectada. Al menos, no del todo. No había manera de saber qué recordaba y qué le había hecho olvidar el instinto de autoconservación, porque las preguntas directas raramente obtenían respuestas satisfactorias en esos días. Sólo daba a conocer hechos relativos a sí misma de forma muy esporádica, y no siempre correspondía a nuestra curiosidad.
Se llamaba Catalina García. Era la hermana pequeña de Doña María Escobar, con quien había vivido. Que ella supiera, no tenía otros parientes, y no quería volver al colegio. Allí le habían enseñado a coser y se portaban bien con ella, pero no era feliz. No la echaríamos de Haggershaven, ¿verdad?
Midbin se comportaba como un padre cariñoso: orgulloso de los logros de su hija y, a la vez, temeroso de que no pudiera arreglárselas sola, sin sus solícitos cuidados. No se conformaba con haberle devuelto el habla. Sondeaba e investigaba, quería saber qué había pensado y sentido Catalina durante los largos meses de mudez.
—No lo sé, de verdad, no lo sé —protestó al final de uno de estos exámenes—. Quiero decir, sí. A veces, sabía que Hodge o tú me estabais hablando. —En este punto me miró fijamente durante un momento, para hacerme sentir una mezcla de orgullo y remordimientos—. Pero era como si alguien hablara muy lejos de mí. No entendía lo que me decíais, ni siquiera estaba segura de que hablarais conmigo. Muchas veces (al menos a mí me parecieron muchas veces, quizá no lo fueron), muchas veces intenté hablar, suplicaros que me dijerais si erais personas de verdad que hablaban conmigo, o sólo parte de un sueño. Era terrible, porque cuando no me salían las palabras tenía más miedo que nunca. Y cuando tenía miedo, el sueño se volvía cada vez más oscuro.
Después, con un aspecto fresco y extrañamente confiado, se acercó a mí mientras yo sembraba maíz. Unas semanas antes, habría sabido que me buscaba. Ahora podía tratarse de una coincidencia.
—Cuando el que me hablaba eras tú, Hodge, me sentía más segura —dijo bruscamente—. En mi sueño, eras lo más real.
Luego, se alejó tranquilamente.
Bárbara no había dicho nada más sobre el experimento de Midbin. Una maniobra calculada.
—Así que Oliver ha demostrado su teoría —comentó un día, aparentemente sin rencor—. Qué suerte para ti.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, cauteloso—. ¿Por qué es una suerte para mí?
—Ya no tendrás que hacer de dama de compañía para esa chiquilla estúpida. Ahora, ya puede preguntar el camino ella sólita.
—Ah, sí. Es cierto —murmuré.
—Y ya no tendremos que pelear nunca más por su culpa —concluyó.
—Claro —respondí—. Es verdad.
El señor Haggerwells volvió a ponerse en contacto con los diplomáticos españoles, recordándoles el primer telegrama. La respuesta vino en persona, en forma de un agente que se comportaba como si hubiera aceptado la misión de mala gana. Y quizá había sido así. Dejó bien claro que sólo la devoción al deber le impulsaba a tratar con los salvajes habitantes de los Estados Unidos.
Confirmó la existencia de una tal Catalina García. Consultó una fotografía —cuidadosamente oculta en la palma de su mano—, comparó los rasgos con los de nuestra Catalina y, por fin, se dio por satisfecho. Cuando terminó esta formalidad, habló rápidamente a la jovencita en castellano. Ella meneó la cabeza, confusa.
—Dile que apenas le entiendo, Hodge. Dile que hable en inglés, por favor.
El diplomático parecía furioso. Midbin le explicó rudamente que la conmoción que le causara la mudez no había desaparecido por completo. Recuperaría toda la memoria con el tiempo, desde luego, pero aún quedaban zonas olvidadas y confusas. Su idioma natal era parte del pasado —siguió diciendo, encantado de tener público nuevo—, y el pasado era algo que Catalina estaba intentando relegar al fondo de su mente, puesto que contenía el momento fatídico. Por el contrario, el inglés...
—Comprendo —dijo rígidamente el diplomático, sin dirigirse a ninguno de nosotros en concreto—. Está muy claro. Muy bien, entonces. La señorita García es la heredera de ciertas propiedades. No gran cosa, lamento decirlo.
—¿Quiere decir tierras y casas? —pregunté con curiosidad.
—No gran cosa —repitió, contemplándose atentamente la mano enguantada—. Ganado, algunos bonos, dinero en metálico. Los detalles estarán a disposición de la señorita.
—No importa —respondió tímidamente Catalina.
Tras habernos puesto a todos, sobre todo a mí, en nuestro lugar de bárbaros ignorantes, el hombre siguió hablando en un tono más agradable.
—Según los archivos de la embajada, la señorita no tiene todavía dieciocho años. Como huérfana en un país extranjero, es una protegida de la Corona Española. La señorita volverá conmigo a Filadelfia, donde le proporcionaremos un alojamiento adecuado hasta que sea repatriada. Estoy seguro de que en un ambiente apropiado, oyendo su idioma natal, lo recordará pronto. Esta eh... institución, puede enviarnos una factura por los gastos de alojamiento y manutención durante su estancia.
—¿Quiere decir... que se me va a llevar de aquí? ¿Para siempre?
Catalina, que tan madura pareciera un momento antes, se portaba ahora como una chiquilla asustada.
—Sólo quiere llevarte a un lugar cómodo, entre los tuyos —le respondió el señor Haggerwells—. Quizá es un poco repentino...
—No puedo. No deje que me saque de aquí. Hodge, Hodge... no dejes que me saque de aquí.
—Señorita, creo que no comprende...
—No, no, ¡no quiero! ¡Hodge, señor Haggerwells, no se lo permitan!
—Pero, querida...
Fue Midbin quien interrumpió al señor Haggerwells.
—No puedo garantizar que no haya un estancamiento, incluso un retroceso en la curación de la pseudoafonía, si se mantiene esta tensión emocional. Tengo que insistir en que Catalina deje esta conversación inmediatamente.
—Nadie te sacará de aquí por la fuerza — aseguré a la chica, encontrando por fin mi valor, pero una vez que Midbin había dejado clara su postura.
El agente se encogió de hombros, dejando entrever con un gesto la pobre opinión que le merecía el Refugio. Seguramente, nos consideraba capaces de haber sido nosotros mismos quienes habíamos perpetrado el atraco.
—Si la señorita quiere de verdad quedarse... —subrayó el «de verdad» enarcando una ceja—. Por ahora, no tengo autoridad para investigar qué influencias la han convencido. No, no tengo autoridad. Tampoco puedo llevármela por la... eh... bien, no insistiré. No. En absoluto.
—Es muy comprensivo por su parte, señor —replicó Haggerwells—. Estoy seguro de que, tarde o temprano, todo se aclarará.
El diplomático hizo una rígida inclinación.
—Por supuesto, la... eh... institución, entiende que ya no puede esperar más recompensas...
—No se nos ha dado ninguna, y tampoco la hemos pedido. Ni la pediremos —respondió el señor Haggerwells, en lo que para él era un tono duro.
El español se inclinó de nuevo.
—Naturalmente, alguien de la embajada visitará periódicamente a la señorita. Sin notificación previa. Puede ser repatriada cuando Su Católica Majestad lo crea conveniente. Y, por supuesto, no se le entregará su herencia hasta que cumpla los dieciocho años. Todo esto es muy irregular.
Cuando se marchó, me reproché a mí mismo no haberle preguntado en qué consistía la misión de Don Jaime aquella terrible tarde, ni intentar averiguar cuál era su función en la delegación española. Seguramente, no tendría ninguna relación con las pesetas falsificadas, pero mientras no intentase descubrir algo que aliviara el viejo sentimiento de responsabilidad y culpabilidad, sólo conseguiría mantenerlo vivo.
Dejé de lado todos los reproches cuando Catalina, sollozando de alivio, apretó el rostro contra mí cuello.
—Vamos, tranquila —dije—. Tranquila.
—¡Grosero! —exclamó el señor Haggerwells—. ¡Hablar de recompensas, nada menos!
—Estaba hablando con nativos —señaló Midbin—. Probablemente se comportaría con más cortesía con un francés o un sudafricano... blanco, claro.
Palmeé los hombros temblorosos de Catalina. Chiquilla o no, ahora podía hablar. Y he de admitir que ya no encontraba su devoción tan agotadora.
Aunque me intranquilizaba profundamente que Bárbara nos descubriera en aquella actitud.
XV. Buenos años
Y he llegado al período de mi vida que tanto contrasta con todo lo que me había sucedido hasta entonces.
¿De verdad pasé ocho años en Haggershaven? La aritmética es indiscutible: llegué en 1944, a los veintitrés años, y me marché en 1952, a los treinta y uno. Indiscutible, pero también increíble. Como sucede con los pueblos felices, que se supone no tienen historia, me es difícil repasar aquellos ocho años y establecer una cronología de hechos destacables. Fueron transcurriendo y fundiéndose, cada uno con el anterior y con el siguiente.
Las cosechas se recogían para almacenarlas o venderlas. Los campos se araban en otoño, y otra vez en primavera, y volvíamos a sembrarlos. Murieron tres de los camaradas más ancianos, y otro se quedó inválido. Ingresaron cinco nuevos camaradas: dos biólogos, un químico, un poeta y un filólogo. Con el último, hice el mismo trabajo que Ace hiciera conmigo: presentarle en el santuario del Refugio, ocuparme de su bienestar, y agradecer de todo corazón la buena suerte que me había llevado allí.
Mi éxito en la profesión elegida, fue siempre incuestionable. Ni siquiera obtuve la proporción de fracasos que esperaba. Una vez inicié el camino, seguí avanzando con paso firme y constante. Para lo que podría haber sido mi tesis doctoral, escribí un ensayo sobre El cálculo de tiempo en las maniobras del General Stuart durante el agosto de 1863 en Pensilvania. En respuesta, recibí halagadores comentarios de estudiosos, de universidades tan lejanas como las de Lima y Cambridge, y se me ofreció trabajo en instituciones muy respetadas.
Ni siquiera se me ocurrió la idea de abandonar el Refugio. Nunca supe cómo era el mundo en que había nacido, hasta que hui de él. Desconfianza y fealdad. Codicia, miedo e insensibilidad. Avaricia, artimañas, engaños y egolatría. Todo tan unido, como dos granjas adyacentes. La idea de volver a ese mundo, de entrar en competencia diaria con otros colegas mal pagados y sobrecargados de trabajo, para tratar de impartir algo de cultura a jóvenes desganados, me atraía muy poco.
En aquellos ocho años, amplié mis conocimientos y limité mi campo. Desde luego, habría sido presuntuoso especializarme en la Guerra de la Independencia Sureña, cuando ya se habían hecho tantos y tan completos estudios, y habiendo tantos historiadores famosos ocupándose del tema. De todos modos, mi decisión no fue resultado de la egolatría, sino de la fascinación que ejercía sobre mí. Y, sin duda, lo que más me influyó para elegir mi objetivo: los últimos trece meses de la guerra, desde la invasión de Pensilvania por parte del general Lee a la capitulación de Reading, fue la proximidad al escenario en el que habían ocurrido los hechos.
Alcancé a ver toda la inmensa pauta: Gettysburg, Lancaster, Filadelfia, el desastroso contraataque de la Unión en Tennessee, la evacuación de Washington y, por fin, el desesperado esfuerzo por escapar de la trampa de Lee, que concluyó en Reading. Podría pasar muchos años bien aprovechados completando los detalles.
Mis monografías se publicaron en periódicos confederados y británicos —en los Estados Unidos, no había ninguno—, y me alegró que llamaran la atención. No sólo sobre mí, sino sobre Haggershaven. Sólo podía contribuir con ese interés y con mi trabajo físico. Por otra parte, pedía muy poca cosa, aparte de comida, ropa y vivienda: sólo libros. Los viajes los hacía a pie. Durante el trayecto, me ganaba el sustento trabajando ocasionalmente para los granjeros; y pagaba el acceso a colecciones privadas de cartas y documentos, ordenándolos y listándolos.
El tiempo dedicado al estudio no fue lo mejor de aquellos ocho años, como tampoco lo fue la seguridad que ofrecía el Refugio. Ya he hablado de la manera sencilla y tranquila que tuvieron los Agati de concederme su amistad, pero no fueron los únicos con los que establecí lazos de afecto y comprensión. Con muy pocas excepciones, los cantaradas de Haggershaven aprendían rápidamente a olvidar las sospechas y la competitividad, tan normales en el exterior, para sustituirlas por la aceptación. El resultado era una tranquilidad que nunca había experimentado anteriormente. Así que recuerdo aquellos años como una isla, una época dorada, un largo verano de cálido sol.
Entre Bárbara y yo, la pasión turbulenta y ambivalente llegaba a oleadas; y los períodos de distanciamiento, parecían ser tan sólo una recuperación de fuerzas para volver a reunirnos. Odio y amor, admiración y disgusto, impaciencia y compasión, eran sentimientos comunes a los dos. Sólo que ella también tenía celos.
Es posible que, si yo no me hubiera mostrado indiferente cada vez que Bárbara respondía a las atenciones de otro hombre, ella no lo habría hecho tan a menudo. También es posible que sí. Tras su comportamiento, se ocultaba una necesidad moral. Se burlaba de las mujeres que caían en tales tentaciones. Para ella, no eran tentaciones, sólo recompensas. Y no caía, las tomaba cuando quería.
Llegué a preguntarme si su neurosis no rayaba en la locura. Estoy seguro de que, por su parte, más de una vez me veía como un inmenso error. Y sé que, en más de una ocasión, llegué a desear que no volviéramos a reconciliarnos.
Pero ningún razonamiento podía superponerse al deseo que me inspiraba, o a la profunda satisfacción mutua de la unión física. Con frecuencia, pasábamos todo un mes como amantes, antes de la inevitable pelea. Después, seguía un período variable de frialdad. Durante las semanas de distanciamiento, yo la recordaba tan cariñosa y bella como ardiente; durante nuestra intimidad, recordaba que podía ser despiadada y dominante.
Lo que nos separaba no eran sus arranques temperamentales, ni siquiera su enfermiza necesidad de amor y afecto. Los obstáculos que al principio parecían inconsecuentes fueron cobrando más y más importancia. Cada vez le resultaba más difícil dejar de lado su trabajo. Nunca se permitía olvidar, ni a sí misma ni a los demás, que su nombre estaba entre el de los físicos más famosos del mundo. Le habían concedido tantos diplomas honorarios, que ya no se molestaba en viajar para recogerlos. Constantemente le llegaban ofertas de gobiernos extranjeros, dispuestos a pagarle espléndidamente, a cambio de contar con ella en sus respectivas industrias armamentísticas. Se escribían artículos sobre su ecuación de materia, energía, espacio y tiempo, aclamándola como una pensadora revolucionaria. Aunque ella consideraba tales críticas como una valoración excesiva de trabajos elementales, la hacían aislarse, coartaban todavía más su libertad.
A su modo, Midbin estaba sometido al hechizo de Bárbara como Ace o yo. Una vez conseguido, olvidó rápidamente el triunfo sobre la mudez de Catalina. La victoria que anhelaba, era estabilizar las emociones de Bárbara. Por su parte, ella le había perdido el poco respeto que le tuvo en el pasado, cuando aceptó someterse a su tratamiento. En las muy escasas ocasiones en que el capricho la hacía escuchar sus ruegos —generalmente transmitidos a través de Ace o de mí— y dedicarle algo de tiempo, parecía que sólo había aceptado para tener oportunidad de reírse de sus esfuerzos. Pero Midbin seguía intentando, con infinita paciencia, nuevas técnicas de exploración y expresión.
—No sirven de gran cosa —comentó una vez, apesadumbrado—. Bárbara no quiere que la ayuden.
—Catty tampoco parecía querer hablar —señalé—. ¿No podrías...?
—¿Hacer un tinugrafo con el trauma emocional de Bárbara? Si tuviera los materiales, no sería necesario.
Ahora que Catty ya no era el foco de las teorías de Midbin sobre Patología Emocional, Bárbara ponía un poco menos de malicia en sus burlas. Quizá le perdonaba que la hubiera sustituido temporalmente, pero no ocultaba su desprecio.
—Deberías haber nacido mujer, Oliver —le dijo—. Habrías sido una madre insufrible, ¡pero qué gran abuela!
Catty demostró que, a su manera, determinada a convertirse en parte de Haggershaven, tenía tanta fuerza de voluntad como Bárbara. Su reacción a la visita del diplomático español se tradujo en una decisión inquebrantable.
Fue a ver al señor Haggerwells, y le dijo que sabía muy bien su falta de aptitudes o cualificaciones para convertirse en una camarada. Por eso, tampoco lo pedía. Lo único que quería era vivir allí, en el único hogar que conocía. Haría de buena gana cualquier trabajo, desde fregar platos a cortar y coser ropa, lo que se le pidiera. Cuando llegara a la mayoría de edad, entregaría su herencia al Refugio, sin condiciones.
El señor Haggerwells le explicó, pacientemente, que un ciudadano español pertenecía a un país mucho más rico y poderoso que los Estados Unidos. Como heredera, ella podría disfrutar de una vida de lujos y diversiones en Madrid o La Habana. Y, en su momento, contraer un buen matrimonio.
Sería una tontería perder todas esas ventajas, para convertirse en miembro de un pobre y anónimo grupo de estudiosos en York, Pensilvania.
—Tiene razón, Catty —le dije, cuando me habló de la entrevista.
Ella meneó vigorosamente la cabeza, agitando sus largos rizos negros.
—Tú crees eso porque eres un yanqui duro y prudente, Hodge.
Abrí los ojos de par en par. Desde luego, no era aquella la descripción que yo me habría aplicado.
—Y también porque eres un caballero anglosajón, siempre rescatando a damiselas en apuros y pensando que luego deben sentarse en un buen diván a bordar. Puedo bordar, pero sentarme en divanes me aburriría. Las mujeres no somos tan delicadas como crees, Hodge. Ni tan temibles.
¿Iba dirigido a Bárbara, ese último comentario? Quizá Catty también tenía garras.
—Hay una gran diferencia —expliqué—, entre sentarse en un diván y vivir en un sitio donde no se mira sospechosamente a los libros, los cuadros, la música...
—Cierto —asintió—. En Haggershaven.
—No, Haggershaven es una anomalía en los Estados Unidos. Pase lo que pase, no puede ayudar al país, sino que se contagiará de él. Me refería a las grandes naciones, las que dejan sitio para la cultura.
—Pero tú no emigras.
—No, éste es mi país.
—Y también será el mío. Después de todo, los Estados Unidos se formaron con gente que abandonó una vida de lujos. Además, te contradices a ti mismo: si Haggershaven no puede evitar contagiarse de lo que hay en el exterior, tampoco pueden evitarlo los demás países. Medio mundo no puede estar civilizado, si el otro medio es bárbaro.
Evidentemente, la apariencia recatada de Catty ocultaba un férreo carácter. Si escondía también otras cosas, ya no eran tan claras. El señor Haggerwells también percibió su decisión y, en la siguiente reunión, propuso a los camaradas que se aceptara su presencia y se rechazara su oferta económica. La moción se aprobó casi por unanimidad. La única excepción fue Bárbara, claro, que pronunció un discurso largo e hiriente en su contra, y al final votó «no».
Al aceptar a Catty, los camaradas hicieron un trato inesperadamente ventajoso. No sólo porque siempre estaba dispuesta a ayudar, sino por su contribución específica a la economía del Refugio. Antes, la ropa era un problema. Los trajes y vestidos se compraban con dinero que, de otra manera, habría contribuido al fondo común. Y, si el camarada en concreto no tenía dinero en ese momento, con cargo al mismo fondo. El arte de Catty con la aguja provocó una auténtica revolución. No sólo arreglaba y remendaba, también diseñaba y cortaba ropa, contagiando parte de su entusiasmo a las demás mujeres. El Refugio se vistió mejor y más elegantemente, y se ahorró una buena suma de dinero. Sólo Bárbara se negó a que sus pantalones y chaquetas de seda se hicieran en casa.
No era fácil acostumbrarse a la nueva Catty, una joven ajetreada, eficiente y confiada. Su expresiva voz podía ser encantadora, aunque dijera tonterías, pero rara vez las decía. No quiero significar que fuera seria o solemne, todo lo contrario. Tenía una risa espontánea, rápida y frecuente. Pero no era frívola en absoluto. Sus sentimientos eran profundos y, sus lealtades, fuertes y duraderas.
Empecé a echar de menos aquella devoción que sentía hacia mí, por demasiado evidente que fuese. Me había molestado, avergonzado e impacientado. Ahora ya no existía, y yo me sentía defraudado. No es que tuviera nada que ofrecer a cambio, o que considerase que ella me pedía algo. Aunque en aquellos días no lo admitiera abiertamente ante mí mismo, lo que echaba de menos era el valor sensual de la docilidad de una mujer hermosa. Por supuesto, en esto había una confusión: echaba de menos lo que nunca había existido. Catty y la chica muda sin nombre, eran dos personas diferentes. Hasta su siempre innegable belleza había cambiado, acrecentándose. Lo que de verdad quería yo, era que la Catty de ahora se comportase como la Catty de entonces. Y sin ninguna reciprocidad por mi parte.
La nueva Catty era tan poco solapada y coqueta como la de antes. Sencillamente, era madura, digna, moderada. Y siempre estaba ocupada. No fingió interesarse en otros hombres; pero, al mismo tiempo, había superado la dependencia infantil que la ligaba a mí. Se negó a competir con Bárbara. Cuando yo la buscaba, siempre la encontraba. Pero ella no intentaba llamar mi atención.
Yo no era tan inocente, como para no sospechar que podía tratarse de una táctica calculada. Pero, cuando recordaba la inocencia de su mirada, reflexionaba que era bastante presuntuoso por mi parte imaginar que las dos mujeres más atractivas de Haggershaven estuvieran peleándose por mí.
No sabría precisar con exactitud cuándo empecé a ver a Catty con ojos de macho depredador. Sin duda, fue en una de esas ocasiones en que Bárbara y yo estábamos peleados; ella habló de Catty, acusándome de tener un asunto con ella. En realidad, yo era tan polígamo, como Bárbara poliandria, y Catty monógama; una vez asumí la idea, intenté olvidarla.
Durante mucho tiempo, sólo la acepté de manera puramente académica. También hay valores sensuales en la tentación, y si estos valores son perversos, sólo puedo disculparme diciendo que yo era inmaduro en muchos sentidos. Además, seguramente también sentía un cierto miedo hacia Catty, el mismo miedo que me hacía mantener mis reservas con Bárbara. El caso es que, en la época que siguió, parecía mucho más agradable charlar con ella de cosas triviales, reírme y brindar por mis éxitos, discutir sobre Haggershaven y el mundo, que enfrentarme a los hechos de nuestra relación.
Mi cuarto invierno en el refugio fue desacostumbradamente suave. La primavera llegó pronto, muy húmeda. Kimi Agati, que todos los años solía recoger champiñones con sus hijos en los bosques y pastos, anunció que la cosecha era tan abundante, que necesitaría ayuda. Y nos eligió a Catty y a mí. Catty protestó, asegurando que no distinguía un champiñón de una seta venenosa. Y Kimi le dio una rápida conferencia sobre talofitología.
—Además, Hodge te ayudará —terminó—. Es un chico decampo.
—De acuerdo —asentí—, pero no prometo nada. Hace mucho que no ejerzo de chico de campo.
—No estoy tan segura —señaló Kimi, pensativa—. Vosotros dos os encargaréis del bosque pequeño, el del sur. Fumio recorrerá el prado grande, y Eiko el pequeño, Yoshi y yo iremos al bosque del oeste.
Nos llevamos una bolsa con el almuerzo, y un montón de grandes cestas para dejar en el lindero del bosque cuando estuviesen llenas. A última hora de la tarde, una carreta las recogería y las transportaría al lugar donde se iba a proceder a su secado. El aire era cálido, incluso bajo las ramas sin hojas. Del suelo húmedo ascendían nubéculas de vapor.
—Kimi tenía razón —comenté—. Hay muchísimos.
—No veo... —Se detuvo con un grácil gesto—. Ah, ¿es esto?
—Sí —respondí—. Y eso, y eso. En cambio, esa seta blanca de ahí, no.
Llenamos las primeras cestas sin tener que movernos más que en un radio de pocos metros.
—A este paso, las tendremos todas llenas al mediodía.
—¿Y volveremos a por más?
—Supongo que sí. O nos dedicaremos a pasear.
—Oh... Mira, Hodge, ¿qué es esto?
—¿El qué?
—Esto.
Me mostró un cuesco de lobo que tenía entre las manos, levantando inquisitivamente la vista.
Yo la miré. Y, de repente, cualquier indiferencia que hubiera entre nosotros, se esfumó para no volver jamás. Había bajado la vista hacia una mujer a la que deseaba desesperada, febril, inmediatamente. El peso del deseo fue como un golpe en el pecho, y me quedé sin aire en los pulmones.
—Dios mío, ¿es un espécimen raro, o algo así?
—Un cuesco de lobo —conseguí decir—. No sirve.
Apenas hablé, apenas podía hablar, mientras llenábamos las segundas cestas. Estaba seguro de que los latidos de mi corazón debían de notarse a través de la camisa. Y más de una vez me pareció que Catty me miraba, intrigada.
—Comamos ya —sugerí con voz ronca.
Encontré un pino con ramas bajas y un lecho de agujas a su alrededor, un sitio seco y blando donde sentarse mientras Catty desenvolvía el almuerzo.
—Hay un huevo — dijo—. Estoy muerta de hambre.
Comimos. Quiero decir, que ella comió y yo fingí que comía. Estaba medio mareado y medio aterrado. Observé sus rápidos movimientos, sus giros de cabeza, la manera limpia y firme que tenía de morder los bocadillos... Y apartaba los ojos, cada vez que su mirada se cruzaba con la mía.
—Bueno —murmuró al final —, supongo que no podemos seguir aquí sentados. Vamos, perezoso, tenemos trabajo.
—Catty —susurré —. Catty.
—¿Qué pasa, Hodge? —Espera.
Se detuvo, obediente, y la tomé entre mis brazos. Me miró, no sobresaltada, sino inquisitiva. En el momento en que mi boca buscaba la suya, se movió ligeramente, de manera que le besé la mejilla en vez de los labios. Ella no luchó. Se limitó a yacer, pasiva, con la misma mirada inquisitiva en los ojos.
La estreché, la empujé hacia el lecho de agujas de pino, y encontré su boca. Le besé los ojos, la garganta, y otra vez la boca. Ella seguía con los ojos abiertos, sin responder. Le abrí la parte superior del vestido y hundí el rostro entre sus senos.
—Hodge.
No presté atención.
—Espera, Hodge. Escúchame. Si esto es lo que quieres, sabes que no intentaré detenerte. Pero tienes que estar seguro, Hodge. Muy seguro.
—Te quiero, Catty.
—¿De verdad? Quiero decir, ¿me quieres de verdad? —No sé qué quieres decir. Te quiero.
Pero ya era demasiado tarde. Había cometido el fatídico error de detenerme a escuchar. Me aparté furioso, recogí mi cesta, y empecé a buscar champiñones en silencio. Me temblaban las manos y las rodillas. Para concordar con mi estado de ánimo, una nube cubrió el sol. De pronto, hizo frío en el bosque.
—Hodge.
—¿Sí?
—Por favor, no te enfades. Ni te avergüences. Si lo haces, me pondré muy triste.
—No comprendo.
Se echó a reír.
—Oh, mi querido Hodge, ¿no es eso lo que sucede siempre entre hombres y mujeres? ¿Y no es siempre cierto?
De pronto, el día ya no era sombrío. La tensión se disipó, y seguimos recogiendo champiñones con una inocencia renovada.
Después de esto, ya no pude mantenerla al margen de mi intimidad con Bárbara. Por primera vez, sus celos tenían fundamento. Me sentía culpable con respecto a las dos. No porque las deseara a las dos, sino porque no deseaba plenamente a ninguna.
Ahora, dos años más tarde, me condeno a mí mismo por los momentos de éxtasis que perdí, por el tiempo que titubeé, como si tuviera una eternidad para tomar decisiones. Como había dicho Tyss, yo era un espectador que esperaba que los demás actuaran por mí, que esperaba que los acontecimientos me llevaran donde quisieran.
XVI. Sobre temas diversos
No se me ocurre una cosa más inútil —señaló Kimi—, que ser arquitecto hoy día en los Estados Unidos.
Su marido sonrió.
—Se te ha olvidado añadir «de origen oriental».
—Nunca lo he comprendido —intervino Catty—. No lo recuerdo muy bien, claro, pero me parece que los españoles, no tienen ese fanatismo racial. Desde luego, los portugueses, los franceses y los holandeses, no lo tienen. Ni siquiera los ingleses están tan seguros de la superioridad anglosajona. Sólo los americanos de los Estados Unidos y la Confederación lo juzgan todo por su color.
—En el caso de la Confederación, es razonablemente simple —le dije—. Hay unos cincuenta millones de ciudadanos confederados, y doscientos cincuenta millones de habitantes. Si la supremacía blanca no fuera la ley básica de la política sureña, un visitante no podría decir a primera vista cuál es la clase dominante. Incluso así, a veces resulta difícil con tanto bronceado. Aquí es más complicado. Recordad que perdimos una guerra, la guerra más importante de nuestra historia. Y esa guerra tenía mucho que ver con el color de la piel.
—En Japón —intervino Hiro—, la gente con la piel de color más tenue, los Ainu, nos miraban por encima del hombro. Igual que cuando expulsaron a los cristianos, mientras éstos, a su vez, expulsaban a los judíos de España y Portugal.
—Los judíos —murmuró vagamente Catty —. ¿Todavía quedan judíos?
—Oh, sí —respondí—. Hay muchos millones en Uganda Eretz. Gran Bretaña la convirtió en colonia en 1933, bajo el primer gobierno laborista. Y hay más, dispersos por todas partes, excepto en la Unión Alemana, después de las masacres de 1905 a 1913.
—Mucho más eficaces que las masacres orientales en los Estados Unidos —añadió Hiro.
—Mucho más —asentí—. Después de todo, aquí quedaron algunos asiáticos vivos desperdigados.
—Entre ellos, mis padres, y los abuelos de Kimi. Qué suerte tenemos por ser japoneses en América, en vez de judíos en Europa.
—Hay judíos en los Estados Unidos —anunció Kimi —. Una vez conocí a uno. Era un teosofista, y me dijo que debería aprender la sabiduría oriental.
—Muy pocos. Cuando terminó la Guerra de la Independencia Sureña, había unos doscientos mil a ambos lados de la frontera. Tras las elecciones de 1872, la Orden Número Diez del general Grant por la que expulsaba a todos los judíos del Departamento de Missouri, rescindida inmediatamente por el presidente Lincoln, fue puesta en vigor con efecto retroactivo por el presidente Butler. Y eso que los Estados Unidos ya no controlaban esos territorios. Por tanto, los judíos recibieron el mismo tratamiento que todas las personas de color: negros, orientales, indios e isleños del mar del Sur. Eran indeseables y se les sobornó para que se marcharan, o bien se les obligó a abandonar el país.
—Esto es muy aburrido —interrumpió Hiro—. Dejad que os cuente algo sobre una reacción de hidrógeno...
—Por favor, no —suplicó Catty—. Deja que escuche a Hodge.
—¡Santo Dios! —exclamó Kimi —. ¡Si no haces otra cosa! Cualquiera pensaría que ya estabas harta.
—Se casará con él un día de estos —predijo Hiro—. Entonces, el pobre chico ya no podrá volver a disfrazar de conversación una conferencia.
Catty enrojeció como la grana, y yo me eché a reír para disimular la tensión.
—Los casamenteros están pasados de moda —señaló Kimi—. Vas con un siglo de retraso, Hiro. Supongo que, para ti, una mujer debería caminar dos respetuosos pasos por detrás de su marido. La verdad es que los Estados Unidos son el único lugar donde las mujeres no pueden votar ni formar parte de un jurado.
—Excepto en el estado de Deseret —le recordé.
—Eso es un simple cebo. Los mormones nos conceden la igualdad porque andan escasos de mujeres.
—Por lo que sé, no es así. Los Santos del Último Día han sido lo más parecido a un grupo próspero que ha tenido este país. Las mujeres llevan años trasladándose allí, porque les resulta muy sencillo casarse. Todos esos cotilleos sobre poligamia provienen de hombres que no soportan la competencia.
Catty me dirigió una mirada, antes de apartar la vista.
Más tarde me pregunté si la jovencita no habría estado pensando en el furioso rechazo que mi observación habría provocado en Bárbara. O sobre aquel día primaveral. O sobre el comentario de Hiro. Esto último me dio que pensar a mí.
También medité sobre lo bien que se llevaba Catty con los Agati, en contraste con la tensión que habría sentido todo el mundo de estar Bárbara presente. A Bárbara se la podía amar y odiar, podía disgustar o resultar indiferente; pero sentirse cómodo con ella era imposible.
La decisión definitiva (¿fue definitiva? No lo sé. Y, ahora, nunca lo sabré) resultó más dura, porque ya llevaba casi seis años en Haggershaven. Bárbara y yo habíamos estado «conectados» durante el período de tiempo más largo que recuerdo haberlo estado con nadie. Y empezaba a preguntarme, si no se habría establecido algún equilibrio paradójico que me permitía ser su amante sin sentirme insultado y disfrutando, al mismo tiempo, de una inocente relación con Catty.
Como siempre que disminuía la hostilidad de nuestra relación, Bárbara me habló de su trabajo. Pese a las confidencias ocasionales, todavía no acostumbraba a comentar el tema conmigo. Evidentemente, esa intimidad le estaba reservada a Ace. No me molestaba: después de todo, él entendía lo que decía y yo no. En aquella ocasión, Bárbara estaba tan inmersa en el tema que no pudo contenerse, incluso ante alguien que apenas diferenciaba entre la termodinámica y la cinestésica.
—Hodge —me dijo, con los ojos grises chispeando de emoción—, no voy a escribir un libro.
—Estupendo —respondí, divertido—. Y original, además. Ahorras tiempo, papel y tinta. Además, establecerás una nueva manera de clasificar a los científicos. A partir de ahora, se conocerá a los sabios como «Jones, que no escribió La teoría de las mareas»; «Smith, que no fue autor de El gas y sus propiedades»; «o Backmaker, que no se especializó en Las consecuencias de Gettysburg».
—Tonto. Lo que quiero decir es que se ha convertido en costumbre pasarse la vida formulando principios. Luego, llega otro que pone tus principios en práctica. Me parece más sensato demostrar mis propias conclusiones, en vez de escribir sobre ellas.
—Sí, claro. Vas a demostrar... eh...
—La entidad cósmica, por supuesto. ¿De qué creías que estaba hablando?
Traté de recordar lo que me había dicho sobre la entidad cósmica.
—¿Vas a intentar convertir materia en espacio, o algo por el estilo?
—Algo por el estilo. Quiero definir la materia-energía en términos espaciotemporales.
—Oh —respondí—. Ecuaciones, símbolos y todo eso. —Acabo de decir que no pienso escribir un libro.
—Pero ¿cómo...? —empecé a decir. Entonces, de golpe lo vi—. ¿Vas a construir una... una máquina que viaje en el tiempo?
—Es una manera de decirlo. Para venir de un hombre de letras, se acerca bastante a la realidad.
—Una vez, me dijiste que tu trabajo era teórico. Que no eras una simple mecánica.
—Lo seré.
—¡Estás loca, Bárbara! Como abstracción filosófica, esa teoría tuya es interesante, pero...
—Muchas gracias. Siempre es agradable saber que una divierte a los patanes.
—Escúchame, Bárbara. Midbin...
—No tengo el menor interés en las pedantes fantasías de Oliver.
—Pues él tiene mucho interés en las tuyas, y yo también. ¿No lo entiendes? Tu decisión se fundamenta en la fantasía de volver atrás en el tiempo para... eh... hacer daño a tu madre...
—Oliver Midbin es un estúpido insensato. Enseñó a hablar a la muda, pero es demasiado idiota para comprender a cualquiera con un nivel de inteligencia normal. Tiene un esquema de teorías ilógicas sobre desajustes emocionales, y hace que todos los hechos encajen en él, aunque para ello tenga que tergiversarlos o inventar otros nuevos. ¡Hacer daño a mi madre, nada menos! Tengo tan poco interés en ella, como ella lo tuvo en mí.
—Vamos, Bárbara...
—Vamos, Bárbara —me imitó—. ¡Lárgate con ese estúpido engreído de Midbin o con tu española de ojos de vaca, ésa que te persigue por ahí!
—Te estoy hablando como un amigo, Bárbara. Deja las personalidades de Midbin y Catty al margen de esto, e intenta verlo desde mi perspectiva. ¿No comprendes la diferencia entre promulgar una teoría e intentar una demostración práctica de esa teoría? La gente pensará que se acerca demasiado a la charlatanería, como una médium, o...
—¡Esto es demasiado! ¡«Charlatanería»! Maldito imbécil, ¿qué sabes hacer tú, aparte de seducir a una cretina? ¡Métete en tus asuntos!
Recordé que, en una ocasión anterior, el incidente había terminado exactamente así.
—Bárbara...
Su bofetada me alcanzó en la boca. Luego, se alejó a grandes zancadas.
El proyecto no entusiasmó demasiado a los camaradas de Haggershaven. Aunque Bárbara lo describió con un lenguaje más sobrio del que utilizara conmigo, seguía pareciendo extravagante. Como la idea recurrente del telégrafo sin hilos o el cohete a la Luna. Además, 1950 estaba siendo un mal año. La guerra se acercaba a pasos agigantados. Parecía que, como mínimo, los Estados Unidos perderían la escasa independencia que les quedaba. Teníamos que ahorrar nuestras fuerzas para la supervivencia, y no invertirlas en nuevos y costosos proyectos. Pero Bárbara Haggerwells era un personaje importante, que imponía un gran respeto. Y hasta entonces, excepto papel y lápiz, le había costado muy poco al Refugio. Aunque de mala gana, los camaradas votaron en su favor.
Un viejo granero abandonado durante años, pero todavía en buen estado, fue puesto a disposición de Bárbara. Kimi se mostró encantada de planear, diseñar y supervisar los cambios necesarios. Ace y un grupo de camaradas acometieron el trabajo con energía, aserrando y martillando, colocando vigas de hierro y tendiendo tuberías de gas. Sus reflectores les permitieron trabajar también de noche.
Creo que no me interesé más de lo que me exigía mi posición como camarada de Haggershaven. No me cabía la menor duda de que se estaba desperdiciando dinero y trabajo, y temía el terrible disgusto que se llevaría Bárbara cuando comprendiera la imposibilidad de su proyecto. Por mi parte, creía que ella no volvería a representar un papel importante en mi vida.
No habíamos hablado desde la pelea, y ninguna de las dos partes hizo el menor intento de aproximación. No podía adivinar los sentimientos de Bárbara, pero los míos eran de alivio, sin la menor mezcla de pena. No habría borrado lo sucedido entre nosotros dos, pero me alegraba que se convirtiera en pasado. El deseo ardiente fue desapareciendo y un afecto cálido ocupó su lugar. Ya no quería más pasión tempestuosa: en vez de eso, me sentía protector y comprensivo.
Porque, al fin, estaba absorto en Catty. El violento deseo que me dominó, en aquel momento que comprendí por primera vez que la quería, volvió con renovadas fuerzas. Ahora, con esa emoción, se mezclaban otros sentimientos más difusos: ella podía hacerme sentir celos, cosa que no sucedía con Bárbara. Al mismo tiempo, bajo la pasión, se atisbaba una posible tranquilidad. Y eso tampoco podía tenerlo con Bárbara.
Pero la comprensión de lo que Catty significaba para mí, no tenía relación con Bárbara, ni con la ruptura de nuestra relación. Era la misma Catty la que me hacía desear a Catty. Y lo que sentía por ella no se parecía en nada a lo que había sentido por cualquier otra mujer. En algunos aspectos, era un deseo completamente nuevo, igual que las necesidades del hombre trascienden a las del joven. Ahora comprendía el significado de la pregunta que me hiciera en el bosquecillo, y por fin podía responder sinceramente.
Ella me devolvió el beso, libre y apasionadamente.
—Te quiero, Hodge —dijo—. Te quise, incluso durante la pesadilla de no poder hablar.
—Cuando fui tan desagradable contigo.
—Te quería, incluso cuando te mostrabas impaciente. Intenté ponerme bonita para ti. ¿Sabes que nunca me has dicho que soy bonita?
—No eres bonita, Catty. Eres extraordinariamente hermosa.
—Creo que prefiero ser bonita. La belleza parece demasiado distante. Oh, Hodge, si no te quisiera tanto, no te habría detenido aquel día.
—Creo que no te entiendo.
—¿No? Bueno, ya no hace falta. A veces me preguntaba si había hecho lo correcto, o si tú pensabas que lo hice por culpa de Bárbara.
—¿Y no fue así?
—No. Nunca sentí celos de ella. Se supone que los García llevamos sangre árabe en las venas. Quizá tengo el instinto de harén de mis oscuros antepasados moros. ¿Quieres que sea tu concubina negra?
—No —respondí—. Quiero que seas mi esposa. Tengas los colores que tengas.
—¡Qué manera tan galante de hablar, Hodge! Pero eso ha sido una proposición, ¿verdad?
—Si —respondí sombrío—, si es que quieres considerar una proposición que venga de mí. No se me ocurre ninguna buena razón para que lo hagas.
Me puso las manos sobre los hombros y me miró a los ojos.
—No sé qué tiene que ver la razón con esto. Es lo que siempre he querido. Por eso me sonrojé cuando Hiro Agati dijo en voz alta lo que todos veían.
—¿Podrás perdonarme alguna vez todos los años que hemos perdido, Catty? Dices que no tenías celos de Bárbara, pero si ella y yo no..., o sea, si... de todos modos, perdóname.
—No hay nada que perdonar, querido Hodge. El amor no es una transacción de negocios, ni un caso legal en el que se busca la justicia, ni una recompensa por tener buenas cualidades. Creo que te comprendo mejor que tú mismo. No te satisface lo que obtienes con facilidad. Si fuera así, te habrías quedado tranquilamente en... ¿cómo se llamaba ese sitio? Wappinger Falls. Hace mucho tiempo que lo sé. Y perdona la inmodestia, pero creo que de haber estado dispuesta a coquetear, habría podido interesarte en cualquier momento. Igual que podría haberte retenido aquel día, de haber cedido. Además, ahora que sabes que Bárbara no es mujer para ti, serás mucho mejor marido.
No puedo decir que ese discurso me gustara demasiado. De hecho, me sentí bastante humillado, pero saludablemente humillado. Lo que ella pretendía, claro, y lo que debía ser. Nunca se me ocurrió pensar que Catty fuera frágil o insípida.
La mención de Catty sobre su instinto de harén tampoco explicaba la repentina amistad que se estableció entre las dos mujeres tras el anuncio del compromiso. Me resultaba incomprensible, y un poco ominoso, que Bárbara se mostrara tan civilizada con una rival que la había derrotado.
Las dos estaban muy ocupadas, y pasaban poco tiempo juntas. Catty visitaba el taller, como llamaban al granero reconvertido, cada vez que tenía oportunidad, y su sincera admiración hacia Bárbara fue creciendo. De manera que yo oía hablar demasiado a menudo de lo genial, valiente e imaginativa que era. No podía pedirle a Catty que abandonara una relación que yo había encontrado maravillosa hasta hacía muy poco, ni prohibir un nombre que, días antes, yo había murmurado con ardor. Aun así, me sentía un poco estúpido, y mucho menos importante de lo que me había creído.
No era que Catty no mostrara el respeto y el entusiasmo adecuados ante mis éxitos. Ya había completado mis notas para De Chancellorsville al final -es decir, que tenía un montón de pistas, notas, claves, ideas y énfasis, que me servirían de esqueleto para una obra que quizá tardara años en escribir—, y Catty era el público al que le explicaba y exponía mis ideas. La utilizaba como prototipo del lector al que podía llegar. El primer tomo ya estaba muy adelantado, y nos casaríamos en cuanto lo terminara, poco después de que yo cumpliera treinta años y Catty veinticuatro. El libro me valdría una oferta por parte de una de las grandes universidades confederadas, estaba seguro, pero Catty deseaba una casita como la de los Agati. Y a mí no se me ocurría que existiera nadie tan estúpido como para marcharse de Haggershaven.
Por los comentarios de Catty, sabía que Bárbara se encontraba cada vez con más dificultades, a pesar de que el taller estaba terminado y se había empezado la construcción de lo que dieron en llamar —a mi parecer con innecesario cripticismo— HX-1. La inminente guerra hacía que escasearan determinados materiales, sobre todo acero y cobre. Y este último resultaba exageradamente necesario para el HX-1. No me sorprendí cuando los camaradas denegaron —eso sí, entre disculpas— una nueva concesión de fondos para Bárbara.
—Ya sabes que el Refugio no quiso aceptar mi dinero, Hodge —me dijo Catty al día siguiente.
—Y con razón. Deja que los demás aportemos lo que podamos. De todos modos, se lo debemos al Refugio. Pero, en tu caso, la deuda se invierte. Y tienes que conservar tu independencia.
—Se lo voy a dar a Bárbara para su HX-1, Hodge.
—¿Eh? ¡Qué tontería!
—¿Qué es más tonto? ¿Que yo lo conserve donde no sirve para nada, o que Ace y ella hagan algo útil?
—Que se lo entregues a ellos. Bárbara está obsesionada con esa idea, y Ace nunca ha podido pensar con demasiada lógica cuando ella está implicada. Si lo haces, estarás tan loca como ellos.
Cuando Catty se echó a reír, recordé los largos meses en que aquel adorable sonido estuvo ahogado en su interior por el terror. Y sentí un aguijonazo de dolor. También pensé, avergonzado, en mi propio fracaso: si la hubiera ayudado más cuando lo necesitaba, quizá habría aliviado el largo y doloroso proceso de recuperación de la voz.
—Quizá estoy un poco loca. ¿Crees que el Refugio me admitirá como camarada ahora? De cualquier manera, aunque los demás desconfiéis de Bárbara, yo creo en ella. No os crítico, es bueno ser cautelosos, y tenéis muchas cosas en que pensar, no sólo en la demostración de una teoría que no tendrá aplicación práctica. Pero no tengo por qué hacer planes a tan largo plazo. Además, confío en ella. O quizá es que creo que le debo algo. Con mi dinero podrá terminar su proyecto. Te lo digo, porque quizá no quieras casarte conmigo en esas circunstancias.
—¿Crees que iba a casarme contigo por tu dinero?
Sonrió.
—Querido Hodge. ¡Qué joven eres en algunos sentidos! He herido tu dignidad, te lo noto en la voz. No, sé muy bien que no te casas conmigo por mi dinero, que eso ni siquiera se te había pasado por la cabeza. Sería demasiado pragmático, demasiado maduro, demasiado impropio de Hodge. Pero quizá no quieras casarte con una mujer dispuesta a entregar todo lo que posee. Sobre todo, a Bárbara Haggerwells.
—Catty, ¿vas a hacer esa tontería para librarte de mí? ¿O para probarme?
Otra vez se rio a carcajadas.
—Ahora sé que te casarás conmigo y que serás un marido impredecible, pero interesante. Ése es mi Hodge, el que estudia una guerra porque no puede comprender nada más sencillo o más sutil.
Era imposible disuadirla de aquel gesto quijotesco. Quizá yo no entendiera de sutilezas, pero estaba seguro de comprender muy bien a Bárbara: previendo el rechazo de su petición de más fondos, cultivó deliberadamente la amistad de Catty para luego utilizarla. Ahora ya tenía lo que quería, y yo esperaba que no tardara en rechazar a mi prometida, y volvería a su virulencia habitual.
No hizo ninguna de las dos cosas. Por contra, la amistad entre ellas se hizo más profunda. El vocabulario de Catty se enriqueció con palabras como «magnetismo», «bucle», «inducción», «partícula», «año luz», «contínuum», y muchas otras. A mí, o bien me resultaban incomprensibles, o no me interesaban en absoluto. Me describía incansablemente la extraña estructura asimétrica que iba tomando forma en el taller, mientras yo pensaba en las tropas de
Ewell, en los rifles de repetición y en las condiciones meteorológicas del sur de Pensilvania, durante julio de 1863.
La gran editorial Ticknor, Harcourt y Knopf adquirió los derechos de mi libro —ninguna editorial de los Estados Unidos podía hacerse cargo de él— y enviaron un sustancioso adelanto en dólares confederados. Al cambiarlo a nuestra moneda, se hizo aún más sustancioso. Leí las galeradas del primer tomo en un estado de semiinconsciencia, envié el inevitable telegrama cambiando una nota a pie de página en el folio 99, y aguardé a que el exasperante correo me trajera mis ejemplares de autor. Al día siguiente de la llegada (con un espantoso error tipográfico en la página 12), Catty y yo nos casamos.
Querida Catty. Querida, querida Catty.
Con la aprobación de los camaradas, utilizamos parte del adelanto del editor para la luna de miel. Pasamos aquellos días —aquellos en los que teníamos tiempo para alguna cosa más que no fuera estar a solas—, visitando los campos de batalla en los que se había desarrollado la Guerra de la Independencia Sureña.
Era la primera vez que Catty salía de Haggershaven, desde la noche en que la llevé allí. Al contemplar el mundo exterior desde su punto de vista, a la vez aislado e hipersensible por su nueva condición, la cruel indiferencia, la monótona pobreza, el miedo, la brutalidad y el cinismo, me sorprendieron como si fueran algo nuevo. No se trataba de un «Comed, bebed y sed felices, porque mañana estaremos muertos». Más bien era un «Déjanos vivir mal y confiar en la suerte... porque puede que la suerte de mañana sea todavía peor».
En el otoño de 1951 nos instalamos en una casita diseñada por Kimi, que los camaradas habían construido durante nuestra ausencia. Daba al cuidado jardín de los Agati, y a los dos nos conmovió aquella prueba de cariño. Sobre todo, después de lo que habíamos visto y oído durante el viaje. El señor Haggerwells hizo un discurso, lleno de alusiones clásicas, dándonos la bienvenida como si hubiéramos estado ausentes varios años. Midbin contempló el rostro de Catty con ansiedad, como para asegurarse de que, en mi nuevo papel de marido, no la había tratado tan mal como para provocarle una nueva dolencia emocional. Y los demás camaradas hicieron los gestos adecuados. Hasta Bárbara se entretuvo el tiempo suficiente para comentar que la casa era ridículamente pequeña, pero que suponía que las ampliaciones prefabricadas de Kimi servirían de algo.
Yo empecé a trabajar en el segundo tomo, y Catty volvió a su costura. También reanudó las visitas al taller de Bárbara. Y de nuevo volví a escuchar informes detallados sobre los progresos de mi ex amante. El HX-1 estaría terminado a finales de la primavera o principios del verano. No me sorprendía que la fe de Bárbara sobreviviera a la construcción del artefacto, pero sí que personas siempre equilibradas, como Ace o Catty, pudieran contemplar admirados los milagros que estaban a punto de tener lugar. Ace, después de tantos años, seguía sometido a Bárbara. Pero Catty...
Poco antes de que terminara el año, recibí la siguiente carta:
UNIVERSIDAD LEE Y WASHINGTON
Departamento de Historia Leesburg,
Distrito de Calhounia, CSA.
19 de diciembre de 1951
Sr. Hodgins M. Backmaker
«Haggershaven»
York
Pensilvania, EE. UU.
Señor:
En la página 407 de De Chancellorsville al final, Tomo I, La marea cambia, usted dice: «La cronología y la topografía —la utilización del tiempo y el espacio— iban a ser factores decisivos, más aún que la población y la industria. El destacamento de Stuart, que podría haber resultado desastroso, resultó ser una gran suerte para Lee, como veremos en el próximo volumen. Por supuesto, la falta de caballería habría sido decisiva si las Round Tops (¿?) no hubieran estado ocupadas por los sureños el 1 de julio...».
Evidentemente, señor, en su posterior análisis sobre lo sucedido en Gettysburg, apoyará usted (como supongo hacen la mayoría de los yanquis) la teoría de la suerte. Naturalmente, nosotros, los sureños, atribuimos la victoria al genio del general Lee, y no consideramos el tiempo y el espacio como fuerzas en sí mismas, sino como oportunidades para que pudiera demostrar su talento.
No hace falta decir, que supongo que no cambiará sus opiniones, seguramente muy enraizadas en el orgullo nacional. Sólo le pido que, antes de exponerlas, y de exponer las conclusiones que de ellas extraiga, esté convencido, como historiador, de su validez en este caso concreto. En otras palabras, señor, como lector suyo (y uno que ha disfrutado profundamente con su obra, debo añadir), me gustaría que me asegurase que ha estudiado esta batalla tan cuidadosamente como los hechos que expone en el tomo I.
Esperando sinceramente que tenga éxito.
Cordialmente suyo,
Jefferson Davis Polk
Esta carta del doctor Polk, el famosísimo historiador contemporáneo, autor de la monumental biografía El gran Lee, provocó una crisis en mi vida. Si el profesor confederado hubiera señalado fallos en mi obra, o si me hubiera reprochado acometerla sin contar con los acontecimientos adecuados, creo que le habría enviado un acuse de recibo, para luego seguir trabajando lo mejor posible.
Pero esta carta era una crítica elogiosa. Sin condescendencias. El doctor Polk me admitía entre las filas de los auténticos historiadores, y sólo me pedía que considerase la profundidad de mi valoración.
La verdad es que yo también albergaba dudas. Dudas que no había permitido subir a la superficie, ni turbar mis planes. La carta de Polk las puso al descubierto.
Yo había leído todo el material disponible. Había investigado sobre el terreno, en el territorio comprendido entre Maryland, South Mountain, Carlisle y el Refugio, hasta casi poder dibujar de memoria un mapa detallado de la región. Me había documentado con diarios, cartas y libros de contabilidad que, no sólo no estaban publicados, sino cuya existencia era desconocida hasta que yo los rastreé. Llegué a investigar tanto que, en ciertos momentos, los dos mundos en que vivía me parecían intercambiables, y podía vivir parcialmente en uno o en otro.
Pese a eso, no estaba seguro de conocer toda la historia, ni siquiera en el sentido en que los historiadores aceptan el holismo, conscientes de que nunca conocerán todos los detalles. No estaba seguro de contemplar todos los hechos, y su hilvanado, desde la perspectiva adecuada. Me admití a mí mismo la posibilidad de que quizá me había precipitado al empezar a escribir De Chancellorsville al final. Sabía que no había recibido esa señal mental que indica «estás preparado». Mi confianza se tambaleaba.
¿Estaría el fallo en mí, en mi temperamento y en mi personalidad, y no en mi preparación para utilizar los materiales? ¿Me estaba echando atrás para no comprometerme, para no actuar, para no hacer nada? Haber escrito el primer tomo no era una respuesta válida, porque ese tomo no era sino la fracción de un todo. Si no hacía nada, aún podría conservar mi posición como observador.
Pero no hacer nada era otra manera de actuar, y una manera que no respondía a las preguntas del doctor Polk ni a las mías. Además, ¿qué decisión tomar? La editorial había contratado ya la obra completa. El segundo volumen tenía que estar terminado en unos dieciocho meses, y ya tenía todas las notas. No era cuestión de revisarlas, sino de hacer una revaloración completa y, probablemente, descartarlas todas para volver a empezar. Era un trabajo muy superior al que me había propuesto originalmente. Y también más descorazonador. Sentía que no podía enfrentarme a él. Escribir sin una convicción absoluta, sería una inmoralidad; no escribir, una cobardía.
Catty respondió a mis titubeos de una manera a la vez animosa y extraña.
—Hodge —dijo—, estás cambiando y madurando. Es lo mejor, aunque te quiero tal como eres. No tengas miedo de dejar de lado el libro durante un año, durante diez años, si hace falta. Tienes que hacerlo de manera que te satisfaga a ti. No debe importarte lo que digan los editores o el público. Pero Hodge, en tu ansiedad, en tu tonto miedo a la pasividad, no debes hacer nada imperfecto. Prométemelo.
—No sé de qué me hablas, Catty, querida. No hay nada imperfecto en escribir la historia.
Me miró pensativa.
—Recuérdalo, Hodge. Por favor, recuérdalo.
XVII. HX-1
No podía convencerme a mí mismo de seguir los dictados de mi conciencia y los consejos de Catty. Pero tampoco podía utilizar mis notas, como si la carta del doctor Polk no hubiera llegado nunca y hecho pedazos la tranquilidad en que vivía.
En consecuencia, sin comprometerme deliberadamente a abandonar la obra, no trabajé en absoluto en ella. Con eso, sólo conseguí sentirme, además, culpable e inútil. Los trabajos que los camaradas me encomendaban, siempre en beneficio del Refugio, no podían ocupar la mayor parte de mi tiempo. Y, aunque organicé toda una revolución en los establos y en los graneros, todavía me sobraba tiempo para vagar, inseguro e irritable, sin dejar trabajar a Catty, interrumpiendo a los Agati y a Midbin — aunque no me decidía a discutir mis problemas con él— y convirtiéndome en una molestia para todos. Inevitablemente, acabé yendo al taller de Bárbara.
Ace y ella habían hecho un buen trabajo en el viejo granero. Me pareció reconocer el toque de Kimi en los cambios estructurales de los muros, en las fuertes vigas y en las hileras de ventanas en forma de hendiduras, que dejaban pasar la luz pero no molestos resplandores. El resto había tomado forma según las necesidades de Bárbara.
Las vigas de hierro sostenían una pasarela elevada, con forma circular, a unos tres metros de altura. En la pasarela, a intervalos regulares, podían verse lo que parecían baterías de telescopios, todos señalando hacia el centro del suelo. Dentro de las columnas había un anillo continuo de cristal transparente, de unos diez centímetros de diámetro, sujeto a las vigas con ganchos de cristal. Una inspección más detallada, revelaba que el anillo no era de una pieza, sino que estaba compuesto por varias secciones, ingeniosamente unidas mediante abrazaderas de cristal. En el exterior del círculo, junto a las paredes, se encontraban diversas máquinas, sin ningún detalle visible, a excepción de unas cuantas esferas señalizadoras y reguladores, empequeñecidos ante la presencia del artefacto gigantesco que ocupaba un rincón. Del techo, pendía un enorme y brillante reflector.
No había nadie en el granero, así que me dediqué a vagabundear por allí, evitando cautelosamente los misteriosos aparatos. Por un momento pensé, quizá con cierto egoísmo, que todo aquello lo habían pagado con el dinero de mi esposa. Luego me lo recriminé a mí mismo, porque Catty se lo debía todo al Refugio, igual que yo. El dinero podría haber recibido un destino mejor, pero nada garantizaba que hubiera resultado más productivo de haberlo dedicado a la astronomía o a la zoología. Durante ocho años, había visto demasiados planes prometedores quedarse en nada.
—¿Te gusta, Hodge?
Sin que la oyera, Bárbara se había situado detrás de mí. Era la primera vez que nos encontrábamos a solas desde nuestra ruptura, dos años antes.
—Parece que habéis trabajado muchísimo —dije sin comprometerme.
—Hemos trabajado muchísimo. —Por primera vez, noté que tenía las mejillas enrojecidas. Había perdido peso, y tenía unas ojeras profundas—. Construir los aparatos ha sido lo de menos. Ahora, ya hemos terminado. O hemos empezado. Depende de cómo lo mires.
—¿Del todo?
Asintió. Y la expresión de triunfo, acentuó el gesto tenso de su rostro.
—Hoy haremos la primera prueba.
—Bueno, en ese caso...
—No te vayas, Hodge. Por favor. Iba a pediros a Catty y a ti que participarais en la prueba definitiva, pero me alegro de que veas también los preliminares. Mi padre, Ace y Oliver, llegarán en seguida.
—¿Midbin?
Por un momento, recuperó aquella arrogancia tan familiar.
—Yo misma se lo he pedido. Me encantará demostrarle que este cerebro puede producir algo más que fantasías y alucinaciones histéricas.
Empecé a decir algo, pero me tragué las palabras. El insulto implícito contra Catty era insignificante comparado con aquella confianza suprema, aquella anormal seguridad que dejaba entrever su invitación. Aquella prueba sólo podía revelar la imposibilidad de aplicar sus acariciadas teorías. Me inundó la piedad.
—Claro —dije por fin, buscando algo que la preparase para la desilusión que, estaba seguro, iba a recibir—. Pero no esperarás que funcione a la primera, ¿verdad?
—¿Por qué no? Seguramente habrá que hacer ajustes, tener en cuenta fallos en la cronología provocados por el paso de los cometas, y cosas así. Puede que incluso se den algunas alteraciones importantes, aunque lo dudo. Quizá pase algún tiempo antes de que Ace pueda situarme en un año, mes, día, hora y minuto concretos. Pero el hecho de la correspondencia espacio-tiempo-energía-materia quedará tan establecido hoy como dentro de un año.
Para ser alguien cuyo trabajo más importante estaba a punto de ser puesto a prueba, parecía increíblemente tranquila. Yo habría estado más nervioso, discutiendo una fecha dudosa con el presidente honorario de una sociedad histórica local.
—Siéntate —me invitó—. No hay nada que ver ni que hacer, hasta que llegue Ace. Te he echado de menos, Hodge.
Me pareció que era una frase peligrosa y deseé haberme quedado lejos del taller. Puse la pierna sobre un taburete —no había sillas— y carraspeé para ocultar el miedo que me daba responder: «Yo también te he echado de menos». Y el miedo que me daba no hacerlo.
—Háblame de tu trabajo, Hodge. Catty dice que tienes algunas dificultades.
Estaba un poco enfadado con Catty, pero no me paré a pensar si por haber confiado en Bárbara en general, o por revelarle un hecho concreto bastante poco heroico. En cualquier caso, el enfado se diluía frente a mi sentimiento de deslealtad por conversar con Bárbara. O quizá fuera porque el antiguo lazo —casi escribo «de simpatía», pero se trata de algo mucho más complejo que lo que indica la palabra— se despertaba con la proximidad, colocándome en un estado de ánimo apropiado para contarle mis problemas. Hasta es posible que tuviera el altruista propósito de fortalecer a Bárbara contra el inevitable disgusto, quizá por aquello de que a la tristeza le gusta la compañía. Fuera por lo que fuese, me descubrí contándole toda la historia.
Se puso en pie de un salto y tomó mis manos entre las suyas. Tenía los ojos grises, cálidos.
—¡Hodge! ¿No lo entiendes? ¡Es maravilloso!
—Oh... — Estaba completamente confuso —. Yo... eh...
—La solución. La respuesta. Lo que necesitas. Mira, ahora podrás viajar en persona al pasado. Podrás verlo todo con tus propios ojos, en vez de fiarte de los relatos de otros.
—Pero... pero...
—Puedes verificar cada hecho, estudiar cada movimiento, observar a cada personaje. Puedes escribir la historia como nadie la ha escrito, porque la escribirás como testigo. Pero con la perspectiva de un período diferente. Tomarás la mente del presente, con su juicio y su conocimiento de las pautas, y volverás atrás para recibir las impresiones del pasado. Casi parece que el HX-1 esté diseñado especialmente para ti.
No había duda de que creía lo que decía, de que se alegraba, verdadera y sinceramente, de que su trabajo pudiera ayudar al mío. Me sentí inundado por la piedad, incapaz de suavizar la desilusión que estaba a punto de llevarse, y lleno de un odio irracional hacia la cosa que Bárbara había construido y que iba a destruirla.
La llegada de su padre, junto con Ace y Midbin, me salvó de tener que ocultar mis emociones.
—Ace me ha dicho que pretendes probar esta... esta máquina en ti misma, Bárbara —empezó a decir el señor Haggerwells, con voz tensa—. No puedo creer que vayas a hacer una tontería semejante.
Midbin no esperó la respuesta. Con algo parecido a la sorpresa, noté que había envejecido. No me había dado cuenta.
—Escúchame. Es inútil que te diga que, parte de tu mente, comprende la imposibilidad de esta demostración; que lo que quieres es aniquilarte a ti misma y escapar de unos conflictos a los que no ves solución. Es inútil, pero es algo de lo que deberías ser consciente, al menos en parte. Pero considera objetivamente el peligro que implica jugar con leyes desconocidas...
Ace Dorn parecía tan tenso como ellos, en contraste con la tranquilidad de Bárbara.
—Vamos —gruñó.
Ella sonrió para darnos confianza.
—Por favor, padre, no te preocupes. No hay ningún peligro. Y Oliver...
Era una sonrisa malévola, impropia de la Bárbara a la que yo había conocido.
—... Oliver, el HX-1 te debe más de lo que nunca sabrás.
Se agachó para pasar bajo el anillo transparente y caminó hacia el centro del suelo, levantando la vista hacia el reflector. Después, se desplazó unos centímetros para situarse justo debajo.
—Los controles ya están ajustados para menos cincuenta y dos años y ciento trece días —nos informó en tono coloquial—. Algo puramente arbitrario. Cualquier fecha serviría, pero el 1 de enero de 1900 fue una elección casi automática. Estaré allí sesenta segundos. ¿Preparado, Ace?
—Preparado.
Había estado repasando lentamente todas las máquinas y revisando los diales. Ocupó su lugar ante al armatoste más grande, el monstruo del rincón, con el reloj en la mano.
—Tres cuarenta y tres con diez —anunció.
Bárbara consultaba su propio reloj.
—Tres cuarenta y tres con diez —confirmó—. Que sea a las tres cuarenta y tres con veinte.
—De acuerdo. Buena suerte.
—Al menos, podrías probar primero con un animal —estalló Midbin, cuando Ace giró la válvula que tenía bajo la mano.
El anillo transparente brilló. El reflector metálico devolvió una luz cegadora. Parpadeé. Cuando abrí los ojos, la luz había desaparecido. Y el centro del taller estaba vacío.
Nadie se movió. Ace fruncía el ceño, sin apartar la vista del reloj. Contemplé el punto donde había estado Bárbara. No creo que en aquel momento pensara nada, no me funcionaba el cerebro. Y tenía la sensación de que los pulmones y el corazón también se me habían detenido. Era un auténtico espectador, sin más facultades que la vista y el oído.
—... primero con un animal.
La voz de Midbin era quejumbrosa.
—Oh, Dios —murmuró Thomas Haggerwells.
—El regreso es automático —dijo Ace sin interés... levantando mis sospechas—. Está previsto de antemano. Treinta segundos más.
—Ella es... esto es... —dijo Midbin.
Se sentó en un taburete y agachó la cabeza, hasta casi colocarla entre las rodillas.
—Ace, Ace... debiste detenerla... —gimió el señor Haggerwells.
—Diez segundos —replicó Ace con firmeza.
Yo seguía sin poder pensar con claridad. Bárbara había estado allí y, de repente, ya no estaba. ¿Qué...? Midbin tenía razón: habíamos dejado que se autodestruyera. Desde luego, ya había pasado más de un minuto.
El anillo brilló, y la luz nos cegó de nuevo.
—¡Funciona, funciona! —gritó Bárbara—. ¡Funciona!
Se quedó completamente quieta, abrumada. Luego salió del círculo y besó a Ace, que le dio una suave palmada en la espalda. De pronto, advertí que me dolía el pecho de tanto contener el aliento, y lo dejé escapar con un enorme suspiro. Bárbara besó a su padre y a Midbin, que seguía meneando la cabeza. Y, tras una ligera vacilación, a mí. Tenía los labios fríos como el hielo.
La emoción del triunfo la hizo vulnerable. Recorriendo el taller a largas zancadas, nos lo contó con extraordinaria rapidez, sin pausas, casi como si estuviera un poco embriagada. Con la emoción, se le trababa la lengua. A veces tenía que repetir toda una frase para que la entendiéramos.
Cuando apareció aquella luz deslumbrante, ella también cerró los ojos, instintiva e involuntariamente. Notó una sensación extraña y aterradora, como si no pesara nada, una desagradable desencarnación para la que no estaba preparada. No creía haber quedado inconsciente ni siquiera un segundo, aunque tuvo la impresión de dejar de existir como ser individual, de disolverse. Después, había abierto los ojos.
Al principio, se sorprendió al ver el mismo granero que había conocido durante toda su vida, abandonado y polvoriento. Luego comprendió que, ciertamente, había viajado en el tiempo: la desaparición de las máquinas y el reflector, demostraba que había vuelto a un taller aún si remodelar.
Descubrió que el granero no era exactamente como lo había conocido, ni siquiera durante su infancia: aunque estaba incuestionablemente abandonado, no llevaba demasiado tiempo así. La capa de polvo no era tan gruesa como recordaba y las telarañas no eran tan densas. Todavía quedaba heno por el suelo, los ratones y los pájaros no lo habían devorado. A un lado, la puerta pendía de unas bisagras que ya no tenían arreglo. Y, en un descolorido calendario, todavía se alcanzaba a leer la cifra 1897.
El minuto que había calculado para ese primer viaje, parecía fantásticamente corto e increíblemente largo. Se planteó todas las paradojas que había dejado de lado por no ser de importancia inmediata. Dado que había viajado a una época anterior a su propio nacimiento, existió como visitante antes de existir. Era de suponer que podría estar presente durante su propia infancia. Con una segunda y una tercera visitas, podría multiplicarse a sí misma, como si se situara entre dos espejos enfrentados, hasta que su infinito número de Bárbaras Haggerwells ocupara un solo instante del tiempo.
Otro centenar de especulaciones paralelas pasaron por su mente, sin interferir con el rápido e insaciable análisis de los puntos conocidos del granero. Ya nunca serían vulgares para ella, puesto que tan irrefutablemente habían demostrado sus teorías.
De pronto, el frío la hizo estremecerse, y se echó a reír mientras le castañeteaban los dientes. Había hecho planes tan cuidadosos para visitar el 1 de enero... sin que se le ocurriera preparar ropa de abrigo.
Consultó su reloj. Sólo habían pasado veinte segundos. La tentación de incumplir el acuerdo con Ace —no salir del pequeño radio de acción del HX-1 en aquel primer experimento— fue casi irresistible. Ansiaba tocar el tejido del pasado, sentir el tacto de los tablones del granero, mirar y tocar a la vez. Volvió a hundirse en un mar de especulaciones. El momento se contrajo y se expandió, de nuevo, al mismo tiempo. Experimentó a la vez la eternidad y la momentaneidad.
Suponiendo... Pero tenía un millar de suposiciones y preguntas. ¿Había estado allí de verdad, en carne y hueso, o fue una proyección mental? Pellizcarse no le serviría de nada, eso también podía ser una proyección. La gente del pasado, ¿podría verla, o sería para ellos un fantasma del futuro? ¡Oh, había tanto que aprender, tanto que investigar...!
Cuando llegó el momento del regreso, volvió a experimentar la sensación de disolución, seguida inmediatamente por la luz. Al abrir los ojos, estaba de vuelta.
Midbin se frotó el estómago, y luego el cabello, cada vez más escaso.
—Alucinación —dijo al final—. Una alucinación lógica y consistente. Respuesta a un deseo abrumador.
—¿Quieres decir que Bárbara no desapareció? —preguntó Ace—. ¿La viste tú, o el señor H., o Hodge, durante ese minuto?
—Ilusión —replicó Midbin —. Una ilusión colectiva, provocada por la sugestión y la ansiedad.
—¡Tonterías! —exclamó Bárbara—. A menos que quieras acusarnos a Ace y a mí de fraude, tendrás que atenerte a la consistencia lógica que acabas de mencionar. Vuestra ilusión colectiva y mi alucinación individual encajan demasiado bien.
Midbin recuperó parte de su aplomo.
—Son dos fenómenos diferentes, relacionados sólo por una especie de hipnosis emocional. Desde luego, has soñado despierta que estabas en 1900. Se trata de una aberración emocionalmente inducida.
—¿Y vosotros? ¿Habéis soñado despiertos que he desaparecido durante un minuto?
—Los sentimientos afectan rápidamente a la vista. Recuerda las lágrimas, o expresiones como «verlo todo negro» y otras por el estilo.
—De acuerdo, Oliver. Lo único que se puede hacer, es idear que tú mismo pruebes el HX-1.
—¡Eh, se suponía que yo iba a ser el segundo! —protestó Ace.
—Por supuesto. Pero nadie volverá a utilizarlo hoy. Mañana por la mañana. Trae a Catty, Hodge, si no le importa venir. Pero por favor, no digas nada a nadie más, hasta que layamos hecho más pruebas, o tendremos aquí a todos los amaradas queriendo hacer viajecitos a años populares.
No sentía el menor deseo de hablar con nadie de lo sucedido, ni siquiera con Catty. Tampoco compartía la teoría de Midbin de que no había sucedido nada material. Sabía que labia dejado de ver a Bárbara durante sesenta segundos. Y estaba seguro de que su descripción de lo sucedido en ese lapso de tiempo era exacta. Lo que me intranquilizaba eran aquellos prejuicios que su prueba refutaba. Mis prejuicios. Si el tiempo, el espacio, la materia y la energía eran una misma cosa; si la niebla, el hielo y el agua eran lo mismo, entonces yo —o al menos el yo físico—, y Catty, y el universo, también éramos, como decía Enfandin, simples ilusiones. En ese sentido, Midbin tenía razón.
Al día siguiente, fui furtivamente al taller sin decirle nada Catty, como si todos los presentes la noche anterior estuviéramos implicados en algún rito sacrílego de magia negra.
Al parecer, yo era el único que había pasado una noche de nervios. El señor Haggerwells parecía orgulloso; Bárbara, satisfecha; Ace, petulante; y Midbin, sin razón aparente, benigno.
—¿Ya estamos todos? —inquirió Ace—. Me siento tan excitado como un zorro en un gallinero. Tres minutos en 1885. ¿Por qué 1885? No lo sé. Supongo que es un año en el que no sucedió gran cosa. Estoy preparado, Bárbara.
Volvió informando que había encontrado el granero ocupado con ganado y grano. Y que casi se murió de miedo, cuando los perros empezaron a ladrar furiosamente.
—Creo que con esto queda bien clara la cuestión de la presencia física —señalé.
—En absoluto —replicó inesperadamente el señor Haggerwells —. Los perros son muy perceptivos en asuntos psíquicos.
—Ah —exclamó Ace, sacando las manos de detrás de la espalda—, mire esto. Me temo que no podría haberlo recogido con unos tentáculos psíquicos.
«Esto» era un huevo recién puesto... de sesenta y siete años de antigüedad. ¿O no tenía sesenta y siete años? Los viajes en el tiempo pueden resultar muy confusos.
Bárbara estaba disgustada, más de lo que a mí me parecía oportuno.
—¿Cómo has podido hacer esa tontería, Ace? Sólo podemos ser espectadores. Y cuanto menos visibles, mejor.
—¿Por qué? Tenía intención de cortejar a mi abuela y ser mi propio abuelo.
—No seas idiota. La más ligera prueba de nuestra presencia, el menor rastro dejado en el pasado, puede cambiar todo el curso de los acontecimientos. No sabemos qué actos no tendrán consecuencias, si es que hay alguno inocuo. Dios sabe lo que habrá provocado tu estupidez con el huevo. Es imprescindible que no traicionemos nuestra presencia de ninguna manera. Por favor, recuérdalo en el futuro.
—Querrás decir «en el pasado», ¿no?
—Esto no es una broma, Ace.
—Tampoco es un velatorio. No veo que haya nada de malo en traer una prueba tangible. La pérdida de un huevo no va a provocar una subida de precios en 1885, ni a provocar inflación retroactiva. Estás haciendo una montaña de un grano de arena... o una tortilla de un solo huevo.
Bárbara se encogió de hombros, impotente.
—Espero que tú no hagas tonterías de ese estilo, Oliver.
—Como no creo que vaya a llegar a 1820, por decir una fecha, no puedo prometer que no vaya a robar huevos, ni a cortejar a las antepasadas de Ace.
Desapareció durante cinco minutos. Al parecer, el granero no había sido construido todavía en 1820, y se encontró en una ladera donde crecía el heno. El leve ruido de las guadañas y unas voces no muy lejanas, indicaban la presencia de segadores. Se había dejado caer al suelo. Sólo pudo ver la hierba alta y algunas hormigas insistentes, hasta que terminó el tiempo. Volvió con algunas briznas de heno prendidas a la ropa.
—Al menos, eso es lo que me pareció ver —concluyó.
—¿También imaginaste esto? —preguntó Ace, señalando las pajas.
—Probablemente. Es tan posible como viajar en el tiempo.
—¿Y qué hay de la corroboración? Tu experiencia, la de Bárbara y la de Ace se confirman entre ellas. ¿Eso no significa nada?
—Claro que sí. Pero todavía no estoy preparado para decir qué. La mente puede hacer cualquier cosa. Absolutamente cualquier cosa. Puede provocar granos y cáncer. ¿Por qué no hormigas y hierbas? No lo sé. No lo sé...
Tras una larga discusión sin resultados, Midbin y yo salimos del taller. Otra vez estaba recordando a Enfandin: ¿por qué iba a fiarme de mis ojos? Pero, aun así, me parecía que Midbin llevaba el escepticismo más allá de los límites racionales. El caso de Bárbara lo probaba.
—Sí, sí —respondió cuando se lo dije—. ¿Por qué no?
Me asombró su respuesta. Luego, añadió bruscamente:
—Ahora, nadie puede ayudarla.
XVIII. La mujer me tentó
Nunca he comprendido por qué te aíslas del pasado de esa manera, Hodge —dijo suavemente Catty.
—¿Eh? ¿A qué te refieres?
—Bueno, no te has puesto en contacto con tus padres desde que te marchaste de casa, hace catorce años. Dices que aquel hombre de Haití era un buen amigo tuyo, pero jamás has intentado averiguar si sobrevivió.
—Ah, eso. Creí que hablabas de... otra cosa.
Al no aprovechar la oferta de Bárbara, me estaba aislando del pasado.
—¿Y bien?
—Supongo que, de una manera u otra, todos los que estamos en el Refugio hemos hecho lo mismo. Dejar que se debiliten los lazos con el exterior, quiero decir. Por ejemplo, tú...
—Pero yo no tengo padres ni amigos en ninguna parte. Toda mi vida está aquí.
—Bueno, la mía también.
—Querido Hodge, no es propio de ti mostrarte tan indiferente.
—Querida Catty, tú te educaste en un ambiente acomodado, sin saber nada de contrataciones o terratenientes, sin saber que la única manera de huir de la pobreza era un milagro... por lo general, un billete de lotería. No puedo explicarte lo que es un entorno carente de amor. Lo único que te puedo decir es que el cariño era un lujo que mis padres no podían permitirse.
—Quizá no. Pero tú, sí. Ahora. Y nada de lo que has dicho puedes aplicarlo a Enfandin.
La vergüenza debió de reflejarse en mi rostro. Al parecer, todo el mundo me veía como un ingrato sin corazón. Recordé que hasta Bárbara me había hecho, en una ocasión, las mismas preguntas que ahora me formulaba Catty. ¿Cómo podía explicarle de una manera satisfactoria, al menos para mí, que la vergüenza y el sentimiento de culpabilidad me hacían imposible dar siquiera los pasos más sencillos para averiguar qué había sido de mi amigo? Años atrás, con un esfuerzo tremendo, podría haber cortado la inercia, después de que alguien hiriera a Enfandin. Pero cada día y cada mes que transcurría, me lo hacía más y más imposible.
—Olvidemos el pasado —murmuré.
—Es lo que menos se espera oír en boca de un historiador, Hodge.
—No puedo hacerlo, Catty.
La conversación me puso nervioso e inquieto. También me hizo recordar muchas cosas que quería olvidar: el Gran Ejército, Sprovis, las pesetas falsificadas... todas las maldades en las que había colaborado contra mi voluntad. Si un hombre no hace nada, literalmente nada, durante toda su vida, quizá quedaría libre de toda culpa. Maniqueísmo, decía Enfandin. No absolución.
Mi pereza, lo sabía muy bien, acrecentaba estos sentimientos de degradación. Si hubiera podido continuar a mi manera alegre y excesivamente confiada, tomando notas y escribiendo, como hice con el volumen I, no habría tenido tiempo ni hipersensibilidad para dejarme turbar así. Tal como estaban las cosas, no podía hacer más que ser testigo de lo que sucedía en el taller.
Con ilusión casi infantil, Bárbara y Ace exploraron las posibilidades del HX-1 durante dos meses. Descubrieron rápidamente que su alcance se limitaba a poco más de un siglo, aunque estos límites estaban sujetos a pequeñas variaciones. Cuando intentaban operar más allá de este alcance, la traslación, sencillamente, no tenía lugar, aunque se daba la misma sensación de disolución en el sujeto. Cuando desaparecía la luz, seguían en el presente. La aventura de Midbin en el campo de heno había sido una anomalía, posiblemente debida a unas condiciones meteorológicas peculiares tanto en el punto de salida como en el de destino. Fijaron 1850 como límite de seguridad, con una zona marginal indefinida que tampoco sería peligrosa a menos que las condiciones cambiaran durante el viaje.
Las razones de la existencia de este límite eran otro tema de discusión entre ellos. Una discusión, debo decirlo, de la que yo no comprendía gran cosa. Bárbara hablaba de factores subjetivos, lo que parecía querer decir que el HX-1 funcionaba de manera ligeramente diferente, dependiendo de la persona que transportara. Ace pensaba más bien en campos magnéticos y transmisores de energía, cosa que, para mí, no significaba absolutamente nada. Lo único en lo que estaban de acuerdo era que la barrera no era inmutable: sin duda HX-2, o 3, o 20, si llegaban a construirse, la superarían.
Además, el HX-1 no funcionaba a la inversa. El futuro permanecía cerrado, probablemente por las mismas razones que el pasado lejano, fueran las que fuesen. En este punto, volvían a discutir: Ace proponía que se construyera un nuevo HX a tal efecto, pero Bárbara insistía en que habría que desarrollar nuevas ecuaciones.
Confirmaron su teoría de que el tiempo invertido en el pasado consumía un lapso de tiempo igual en el presente. No podían regresar un minuto después de la partida si habían estado ausentes una hora. Por lo que pude entender, esto se debía a que la duración del viaje se fijaba en el presente. Para volver a un momento que no se correspondiera con el período transcurrido, habría que situar otro HX, o al menos otro juego de controles, en el pasado. Pero no funcionaría, puesto que el HX-1 no podía penetrar en el futuro.
La limitación más molesta fue la imposibilidad de que una persona visitara dos veces el mismo momento del pasado. Cuando lo intentaron, no se dio la sensación de disolución, y la luz brilló y se apagó sin resultado para el experimentador que se encontraba debajo. Aquí se imponía el «factor subjetivo» de Bárbara, pero no sabían por qué ni cómo funcionaba. Tampoco sabían qué le sucedería a un viajero que intentara contemplar el experimento desde el pasado, situándose en el punto poco antes de una visita previa. Era demasiado peligroso intentarlo.
Dentro de estos límites, experimentaron casi a voluntad. Ace pasó toda una semana en octubre de 1896, caminando hasta Filadelfia y disfrutando con el entusiasmo y el ardor de la campaña electoral. Sabiendo que el presidente Bryan no sólo sería elegido, sino reelegido dos veces más, le resultó difícil atenerse a las restricciones de Bárbara, y no aceptar las confiadas apuestas de los Whigs por el alcalde McKinley.
Aunque los dos viajaron a los años de la guerra, no me trajeron nada útil, ninguna información o punto de vista que no pudiera encontrar en los libros. No tenían el interés ni los conocimientos de un historiador, y contemplaban las escenas como espectadores curiosos, no como cronistas inquisitivos. Era tentador saber que Bárbara había visto al secretario Stanton en la estación de York, o que Ace había oído a un granjero decir casualmente que unos exploradores sureños habían pasado por sus tierras el día anterior, y ninguno de los dos consideró el incidente digno de mayor investigación.
Yo estaba cada vez más inseguro. Sostenía largos coloquios conmigo mismo, que siempre terminaban sin conclusiones. «¿Por qué no? —me preguntaba—. Desde luego, es una oportunidad única. Hasta ahora, ningún historiador ha podido examinar el pasado a voluntad, elegir un momento concreto y analizarlo personalmente, escribir sobre el pasado con la perspectiva del presente y la precisión de un espectador, sabiendo concretamente qué debía mirar. ¿Por qué no aprovechas lo que te ofrece el HX-1 y lo ves tú mismo?»
Contra esto, se interponía... ¿qué? ¿Miedo? ¿Intranquilidad? ¿El «factor subjetivo» del HX-1? ¿La idea supersticiosa de que estaría jugando con algo tabú, con asuntos vedados a las imperfecciones humanas? «No debes intentar nada imperfecto. Prométemelo, Hodge.» Bien, Catty era maravillosa. Era mi amada esposa, pero no una historiadora, ni un oráculo. ¿En qué se basaba su protesta? ¿En la intuición femenina? Una expresión muy respetable, pero... ¿qué significaba? Y Bárbara, que me había propuesto utilizar el HX-1, ¿no tenía también intuición femenina?
Media docena de veces intenté desviar nuestra conversación hacia donde se dirigían mis pensamientos, y siempre permití que nos concentrásemos en otro tema. ¿Para qué disgustarla? «Prométemelo, Hodge.» Pero no se lo había prometido. Esto era algo que tenía que arreglar por mí mismo.
¿De qué tenía miedo yo? Jamás había estudiado las ciencias físicas, ¿atribuía a sus manifestaciones cierto antropomorfismo y, como un salvaje, temía el espíritu subyacente a lo que no comprendía? (Pero el HX-1 tenía factores subjetivos.) Jamás me había imaginado a mí mismo como un fanático, pero me estaba comportando como un profesor de noventa años al que se le pide que use una máquina de escribir, en vez de una pluma de ganso.
Recordé la frase de Tyss, «Tú eres un espectador, Hodgins». Y, una vez recordada, tampoco pude evitar rememorar aquellas discusiones interminables, sarcásticas, tan familiares. «¿Por qué te tomas tantas molestias en pensar, Hodgins? ¿De qué sirve todo este debate introspectivo? ¿No sabes que tu decisión ya está tomada? ¿Qué has actuado según ella un número infinito de veces, y que volverás a hacerlo otro número infinito de veces? Tranquilo, Hodgins, no tienes por qué preocuparte de nada. El libre albedrío es una ilusión. No puedes cambiar lo que estás a punto de decidir, bajo la impresión de que lo has decidido.»
Mi reacción a esta admonición imaginaria fue irracional. Maldije a Tyss y a su condenada filosofía. Maldije lo retorcido de su razonamiento, que plantaba en mi cerebro la semilla de la duda en un momento como aquél.
Pero aun así, pese a la violencia de mi respuesta ante las palabras que atribuía a Tyss, acepté uno de los consejos: me tranquilicé. La decisión ya estaba tomada. No por fuerzas mecanicistas, no por mi respuesta ciega a estímulos dados, sino por mi propio deseo.
Y entonces, llegó en mi ayuda la imagen de la antítesis de Tyss, Rene Enfandin. «Sé escéptico, Hodge. Sé siempre escéptico. Comprueba todas las cosas. Agárrate a la verdad con todas tus fuerzas. Imitar a Pilatos, preguntar "¿Qué es la verdad?", no sirve de nada. Pero ahora puedes ver más aspectos de la verdad absoluta de los que ningún hombre ha tenido oportunidad de ver. ¿Puedes utilizar bien la ocasión, Hodge? Ésa es la única pregunta.»
Una vez pude responderla con una vigorosa afirmación, una vez decidí que iría, me enfrenté al problema de contárselo a Catty. No podía ocultarle algo tan importante. Me dije a mí mismo que yo no podía soportar la idea de saberla preocupada, y se preocuparía, pese a saber que otros habían usado frecuentemente el HX-1. Porque mi objetivo no era cuestión de minutos u horas. Tendría que estar ausente días, que ella pasaría angustiada. Sin duda todo esto era cierto, pero también recordaba otra cosa: «Prométemelo, Hodge...».
Por fin, elegí el camino débil e ineficaz. Le dije que había decidido que el único medio de enfrentarme a mi problema era ir a Gettysburg y pasar tres o cuatro días estudiando los hechos sobre el terreno. Así, le expliqué con muy poca convicción, pensaba que podría llegar a una conclusión sobre si debía empezar todo el trabajo de nuevo o no.
Los ojos ligeramente rasgados de mi esposa eran inescrutables. Fingió creerme, y me suplicó que la llevara conmigo. Después de todo, habíamos pasado la luna de miel en los campos de batalla.
¿Sería posible? Jamás se habían situado dos personas a la vez bajo el reflector, pero, probablemente, funcionaría. Me tentó la idea, pero no podía arriesgar la vida de Catty, por poco que fuera. Además, ¿cómo iba a explicárselo?
—Pero Catty, si vienes conmigo, estaré pensando en ti, no en el problema.
—Ah, Hodge, ¿tanto tiempo llevamos casados que tienes que alejarte de mí para pensar?
—Por mucho tiempo que llevemos, jamás llegará ese momento. Quizá estoy equivocado, Catty, pero tengo esa sensación.
En su mirada se adivinaba una trágica comprensión.
—Debes hacer lo que creas correcto. No... no tardes demasiado, querido.
Me vestí con las ropas que solía llevar en mis viajes, ropas que no llevaban ninguna señal de la moda y que pasarían desapercibidas entre las clases modestas de cualquier momento del último siglo. Me guardé un paquete de carne seca en el bolsillo, y me dirigí al taller.
En cuanto salí de la casita, me eché a reír ante mi propia hipersensibilidad, de todos los rodeos que había dado para mentir a Catty. Ésta era sólo la primera excursión; planeaba otras para los meses que siguieron a los acontecimientos de Gettysburg. No habría razón para que no me acompañara en ellas. Al descargar el peso de conciencia, me sentí más alegre, y hasta me felicité por no haberle dicho nada técnicamente falso a Catty. Empecé a silbar, cosa que nunca había tenido por costumbre, mientras me acercaba al taller.
Bárbara estaba sola. Su pelo rubio rojizo brillaba a la luz de un globo de gas. Tenía los ojos verdosos, como siempre que estaba exultante.
—¿Y bien, Hodge?
—Bárbara, yo...
—¿Se lo has dicho a Catty?
—No exactamente. ¿Cómo lo sabes?
—Estaba segura de que lo harías, Hodge. Al fin y al cabo, no somos dos desconocidos. Muy bien, ¿cuánto tiempo quieres estar?
—Cuatro días.
—Es un período largo para tratarse del primer viaje. ¿No prefieres probar primero con unos minutos?
—¿Para qué? Os he visto muchas veces a Ace y a ti, y he oído vuestros relatos. Sé cuidar de mí mismo. ¿Lo habéis perfeccionado tanto como para llevarme a una hora concreta?
—Hora y minuto —respondió, confiada—. ¿Cuándo quieres que sea?
—Alrededor de la medianoche del 30 de junio de 1863 —respondí—. Quiero volverla noche del cuatro de julio.
—Tendrás que ser más exacto, al menos para el regreso. Hay que programar los diales hasta con segundos.
—De acuerdo. Pon la llegada y la salida a medianoche.
—¿Llevas un reloj que dé la hora perfectamente? —No sé si perfectamente...
—Llévate éste. Está sincronizado con el reloj de los controles.
Me tendió uno bastante grande, con dos esferas independientes, una al lado de la otra.
—Hemos fabricado un par de ellos. La doble esfera fue muy útil hasta que conseguimos controlar el HX-1 con toda precisión. Una muestra la hora de 1952 en Haggershaven.
—Diez treinta y tres con cuarenta segundos — dije.
—Exacto. La otra marcará la hora de 1836. No podrás reajustar la primera esfera..., pero por lo que más quieras, no te olvides de darle cuerda. Fija la segunda a las once cincuenta y cuatro en punto. Eso quiere decir que partirás dentro de seis minutos, para llegar a medianoche. Acuérdate de darle cuerda a ésa también, porque los relojes locales variarán demasiado para ser fiables. Y, pase lo que pase, tienes que estar en el centro del granero a medianoche del cuatro de julio. Concédete un poco de margen para estar seguro. No quiero tener que ir a 1863 a buscarte.
—No será necesario, estaré allí.
—Cinco minutos. A ver, comida.
—Llevo algo —respondí, palmeándome el bolsillo.
—No es suficiente. Llévate también este chocolate concentrado. Supongo que no pasa nada porque bebas de su agua, pero olvida la comida de la época. No sabemos qué acontecimientos en cadena podría originar el robo (o la compra, si tuvieras suficientes monedas) de una hogaza de pan. Las posibilidades son infinitas y aterradoras. Escucha, ¿cómo puedo convencerte de la importancia de que no hagas nada que pueda cambiar el futuro... nuestro presente? Estoy segura de que Ace todavía no lo entiende, y tiemblo durante cada minuto que está en el pasado. La acción más trivial puede desencadenar una serie de consecuencias desastrosas. No te dejes ver, no te dejes oír, viaja como si fueras un fantasma.
—Te prometo que no asesinaré al general Lee, y que no hablaré al Norte sobre los cañones modernos, Bárbara.
—Cuatro minutos. No es ninguna broma, Hodge.
—Créeme —aseguré—, lo comprendo.
Me miró, escrutadora. Luego meneó la cabeza y empezó a repasar las máquinas, ajustando los diales. Me deslicé bajo el anillo de cristal, como tan a menudo le había visto hacer, y me situé tranquilamente bajo el reflector. No estaba nervioso en absoluto. Creo que ni siquiera estaba especialmente emocionado.
—Tres minutos —dijo Bárbara.
Me palmeé el bolsillo del pecho. Libreta de notas, lápices. Asentí.
Ella se agachó para pasar bajo el anillo y se acercó a mí.
—Hodge...
—¿Sí?
Me puso las manos sobre los hombros y se inclinó hacia adelante. La besé, un poco distraídamente.
—¡Zoquete!
La miré de cerca, pero no descubrí ninguno de los familiares síntomas de ira.
—Ahí dice que queda un minuto —le indiqué.
Volvió a su sitio en los controles.
—Todo bien. ¿Preparado?
—Preparado —respondí alegremente—. Te veré a medianoche del cuatro de julio de 1863.
—Bien. Adiós, Hodge. Me alegro de que no se lo dijeras a Catty.
La expresión de su rostro era la más extraña que jamás le había visto. Nunca he podido interpretarla, ni entonces, ni ahora. Vacilación, malicia, dolor, venganza, amor, todo eso se reflejaba a la vez en el rostro de Bárbara mientras su mano movía el interruptor. Empecé a decir algo, quizá a pedirle que esperase... cuando la luz me cegó, y también yo experimenté la turbadora sensación de transición. Me pareció que los huesos se me separaban unos de otros, y que cada célula de mi cuerpo estallaba en el espacio infinito.
El instante de tránsito fue tan breve, que resulta difícil creer que todas aquellas impresiones ocurrieran simultáneamente. Estoy seguro de que se me secó la sangre en las venas de que mi cerebro y mis ojos cayeron hacia un vacío sin fondo de que mis pensamientos se redujeron a cenizas y estallaron hasta llegar al último rincón del universo. Y sobre todo, durante esa décima de segundo, experimenté la desagradable sensación de no ser Hodgins McCormick Backmaker, sino parte de un Yo en el cual se fundía y desaparecía mi identidad Luego, abrí los ojos. Estaba temblando emocionalmente las rodillas y las muñecas eran algo acuoso que no me servía de nada, pero seguía vivo, con mi individualidad intacta. La luz había desaparecido. Estaba a oscuras, a excepción de la ligera luz de luna que entraba por las rendijas del granero. El olor dulzón del ganado me asaltó las fosas nasales, y el ruido de las pezuñas me llenó los oídos. Había retrocedido en el tiempo.
XIX. Gettysburg
El ladrido de los perros era frenético, con una nota ronca que indicaba que llevaban mucho tiempo dando la alarma sin que les hicieran caso. Sabía que, durante los últimos días, debían de haber estado alborotando ante los olores extraños de los soldados, así que no tuve miedo de que llamaran la atención sobre mí. No tenía idea de cómo habían evitado ser detectados Bárbara y Ace cuando sus viajes no coincidían con hechos anormales; con tal alboroto en perspectiva, yo habría abandonado los viajes, o habría trasladado el aparato.
Era extraño, reflexioné, que las vacas y los caballos no se inmutaran. Que ninguna gallina histérica saltara de su palo aterrada. Sólo los perros advertían mi presencia antinatural. Los perros, que, como señalara el señor Haggerwells, se supone que sienten cosas que están más allá de las percepciones humanas.
Cautelosamente, me abrí paso entre el ganado para salir del granero, esperando fervorosamente que los perros estuvieran atados, porque no tenía la menor intención de comenzar mi aventura con un mordisco. Las advertencias de Bárbara no parecían demasiado adecuadas. Ace o ella podrían haber inventado algún método para neutralizar aquellos ladridos infernales. Pero claro, difícilmente podían hacerlo sin violar su propia norma de no intervención.
Una vez en la familiar carretera de Hanover, desapareció hasta el menor sentimiento de intranquilidad y duda, y la emoción latente se apoderó de mí. Estaba en 1863, a medio día y a unos cuarenta y cinco kilómetros de la batalla de Gettysburg.
Si existe un paraíso para los historiadores, yo lo había alcanzado, sin la molestia de morir primero. Caminé a buen paso agradecido por haberme entrenado en largos paseos, de manera que recorrer cuarenta y cinco kilómetros en menos diez horas no fuera ninguna hazaña. Los ladridos de los perros fueron quedando muy atrás, y respiré satisfecho el aire de la noche.
Había decidido que no aceptaría ningún transporte que me ofrecieran, suponiendo que pasara algún carro por allí Cuando abandoné la carretera de Hanover para tomar la que llevaba directamente a Gettysburg, sabía que no podría seguirla mucho tiempo. Parte de la División Confederada de Early se movía por ella desde la recién ocupada York. La caballería de Stuart estaba por todas partes. Se libraban pequeñas contiendas por doquier. Los soldados de la Unión, tanto los regulares como la milicia convocada por el gobernador Curtin para la emergencia, marchaban delante y detrás de mí, hacia Monocacy y Cementery Ridge.
Abandonar la carretera no me supondría ningún retraso, porque conocía cada carretera secundaria, camino, sendero o atajo, no sólo tal como existían en mis tiempos, sino como eran ahora. Durante el regreso, tendría todavía más necesidad de estos conocimientos, porque el cuatro de julio esta carretera, como todas las demás, estaría llena de los vencidos. Soldados del Norte, suministros y heridos quedarían atrás, intentando frenéticamente reorganizarse mientras la caballería de Stuart los masacraba y los victoriosos hombres de Hill, Longstreet y Ewell los perseguían. Pensando en esto, me había concedido un tiempo desproporcionadamente largo para el regreso.
Vi mi primer soldado pocos kilómetros más adelante, una sombra sentada junto a la carretera. Se había quitado las botas y se masajeaba los pies. Supuse que era del Norte por el quepis, pero no era nada concluyente, ya que muchos regimientos Sureños también llevaban quepis. Silenciosamente, me deslicé hacia los campos y di un rodeo. En ningún momento levantó la vista.
Al amanecer, calculé que estaba a medio camino y, excepto por aquel soldado solitario, podría haber estado dando un paseo nocturno por un tranquilo paraje. Estaba cansado, pero ni mucho menos agotado, y sabía que podía contar con la energía nerviosa y la emoción para que me mantuvieran en forma mucho después de que mis músculos empezaran a protestar. El avance sería más lento en adelante —la caballería confederada debía de estar justo delante de mí— pero, aun así, llegaría a Gettysburg a las seis o a las siete.
El repentino retumbar de los cascos de los caballos me sacó del polvoriento camino, y me dejó rígido, petrificado, mientras un grupo de soldados vestidos de gris y un sucio color cobrizo, galopaban gritando alegremente. La nube de polvo que habían levantado fue posándose lentamente. Sentí cómo las partículas me aguijoneaban el rostro y los ojos. Decidí que, a partir de entonces, sólo viajaría por caminos secundarios.
Otros habían tenido la misma idea; los caminos estaban muy frecuentados. Aunque conocía el movimiento de cada división, y de muchos regimientos, e incluso tenía una idea aproximada del comportamiento de los civiles, el cuadro que se me presentó me pareció desordenado y turbulento. Granjeros, mercaderes y obreros con ropas de trabajo, cabalgaban o caminaban hacia el este. Otros, con idénticas ropas y evidente esfuerzo, se dirigían apresuradamente hacia el oeste. Vi carros y carretas con mujeres y niños, viajando a diferentes velocidades, en ambos sentidos. Escuadras y compañías de soldados con uniformes azules marchaban por los caminos o atravesaban los campos. El confuso sonido de las canciones, las maldiciones y la charla intrascendente pendían sobre ellos como un halo. Espaciados a intervalos pacíficos, otros hombres de gris o marrón claro, sólo diferentes por el uniforme, caminaban en la misma dirección. Decidí que, entre la multitud, podía pasar desapercibido.
No es fácil para un historiador, a diez, cincuenta o quinientos años de los hechos, dejar de lado los grandes conceptos de corrientes y fuerzas, o la ayuda mecánica de estadísticas, diagramas, mapas y limpios planos, en los que la emigración de hombres, mujeres y niños se indica mediante una flecha, o una brigada de hombres medio aterrados y medio heroicos es un pequeño y pulcro rectángulo. No es fácil ver más allá de las fuentes de documentación, visualizar informes de Estado, cartas, diarios, e imaginar a los hombres que los escribieron, hombres que pasaron la mayor parte de sus vidas durmiendo, comiendo, bostezando, evacuando, fornicando, mirando por las ventanas o charlando de nada en general con nadie en particular. Estamos demasiado impresionados con la pauta que se nos revela —o que creemos que se nos revela— para recordar que, para los participantes, la historia es un asunto azaroso, aparentemente sin sentido, producido por seres humanos que sólo se preocupan de lo trivial e irrelevante. El historiador es siempre consciente del destino. Los participantes, rara mente... o erróneamente.
Así que encontrarse en el centro de una crisis, estar a la vez involucrado y al margen, es experimentar una serie constante de conmociones para las que no hay anestesia posible Los soldados, los rezagados, los refugiados, los granjeros que gritan a los caballos, los encopetados caballeros que maldicen a los cocheros, los cocheros que les devuelven las maldiciones; los atracadores, los chulos, los jugadores, las prostitutas las enfermeras y los vendedores de periódicos eran, sin discusión, lo que aparentaban; algo vitalmente importante para ellos mismos, y de poco interés para cualquier otro. Pero, al mismo tiempo, eran un párrafo, una página, un capítulo, toda una serie de libros.
Estaba seguro de ser fiel al espíritu, ya que no a la letra, de las advertencias de Bárbara, y que ninguno de los cientos de personas con quienes me crucé advirtió mi presencia excepto al pasar. Por el contrario, yo tenía que reprimir la tentación constante de examinar atentamente cada rostro, en busca de signos que no podían contarme las fortunas e infortunios que les llevarían los tres días siguientes.
A pocos kilómetros de la ciudad, el desorden multitudinario se acrecentó todavía más, ya que las tropas de Ewell vigilaban el flanco izquierdo de la carretera de York, en poder de los confederados, y se comportaban como una pandilla de borrachos camorristas. Como yo, a diferencia del resto de los viajeros, lo sabía con antelación, corté hacia el sur para regresar a la carretera de Hanover, que había abandonado poco después de la medianoche. Y, tras cruzar el puente sobre el Rock Creek, entré en Gettysburg.
Los dos edificios y medio de ladrillo, con sus tejados de pizarra purpúrea, parecían tranquilos y encantadores bajo el cálido sol de julio. Un gallo atrevido picoteaba excrementos de caballo en medio de la calle, sin temor a los soldados, a cualquiera de los cuales podía apetecerles pollo asado. Cabos con los sombreros negros del Ejército de Potomac, soldados de caballería con anchas franjas amarillas, y artilleros con bandas rojas en las costuras de los pantalones, dándose importancia. Tenientes cuyas manos descansaban con elegancia sobre las empuñaduras de las espadas, capitanes con los brazos cruzados sobre casacas sin abotonar, coroneles fumando puros, todos caminaban por las calles, entrando y saliendo de casas y tiendas, todos ocupándose de algún asunto que, evidentemente, afectaría al rumbo de la guerra. De cuando en cuando, un general cabalgaba entre la multitud, lenta, pensativamente, agobiado por los problemas del rango. Los soldados discutían, silbaban a las mujeres, se sentaban ociosamente en los porches de las casas o caminaban ágilmente hacia paraderos desconocidos. En el edificio de los juzgados, la bandera pendía dubitativamente en el aire quieto del verano. A intervalos, se oía un ruido lejano, como un trueno indefinido.
A imitación de los adaptables hombres de la infantería, encontré un porche sin ocupar y me senté tras dirigir una mirada curiosa a la casa, preguntándome si dentro estarían algunas de las cartas y diarios que había leído. Saqué el paquete de carne seca y comí, sin dejar de prestar atención a las escenas, sonidos y olores que me rodeaban. Sólo yo sabía lo desesperadamente que lucharían aquellos soldados por la tarde y durante todo el día siguiente. Sólo yo sabía cómo serían atrapados en la eficaz trampa, el tres de julio, y cómo al final retrocederían para dar comienzo al último acto de la guerra. «Ese comandante —pensé—, tan orgulloso de las hojas de roble de oro que acaba de ganar, quizá pierda un brazo o una pierna defendiendo en vano Culps Hill; ese sargento de allí, puede que yazca sin rostro bajo un manzano antes de que caiga la noche.»
Pronto, aquellos hombres serían arrancados del ilusorio refugio de las casas, para ir a unos riscos donde les aguardaban la derrota y el desastre. No me quedaba nada por ver en Gettysburg, aunque me habría pasado días enteros empapándome de los sentimientos y el colorido local. Ya había tentado el destino presentándome, por inactivamente que fuera, en el centro de la ciudad. En cualquier momento, alguien podía dirigirme la palabra, pedirme fuego o preguntarme una dirección. Cualquier palabra o acto precipitado por mi parte, podían cambiar el rumbo del futuro, con consecuencias imprevisibles. Ya había hecho demasiadas tonterías durante demasiado tiempo. Era hora de que me dirigiera al ventajoso punto de observación que había elegido de antemano, desde donde podría observar sin miedo a ser visto.
Me levanté y me estiré. Mis huesos protestaban. Pero un kilómetro más adelante estaría fuera del peligro que representaba cualquier encuentro con un soldado o civil demasiado amistoso, o demasiado inquisitivo. Eché un último vistazo a la ciudad, tratando de grabarme hasta el último detalle en la memoria, y me dirigí hacia el sur por la carretera de Emmitsburg.
No fue una elección fortuita. Sabía dónde y cuándo tendría lugar el momento crucial, el movimiento decisivo del que dependería el resto de la batalla. Mientras millares de hombres luchaban y morían en otros puntos del campo de batalla, una avanzadilla de confederados, sin ser vistos, ocuparían la posición que, eventualmente, dominaría la pelea y ganaría la batalla —y la guerra— para el Sur. Cargando con el peso de un conocimiento que nadie más poseía, me dirigí hacia una granja en la que había un trigal y un huerto de melocotones.
XX. Lo que el tiempo se llevó
En sus primeras etapas, una gran batalla es tan tentativa, incierta e indefinida como un juicio a punto de empezar. Al principio, cualquiera de los dos bandos puede ocupar el terreno que desee, sin que el otro proteste, ya que no siente ningún tipo de posesividad celosa. Pasé sin problemas por la carretera de Emmitsburg. Sabía que, a mi izquierda, estaban ocultas las fuerzas de la Unión, y que a mí derecha maniobraban los sureños. En pocas horas, caminar entre los bandos habría significado la muerte instantánea, pero todavía no se había formulado la declaración, no se habían intercambiado los insultos definitivos. Cualquiera de los dos bandos podía retirarse todavía. Sólo se habían cruzado algunas balas, en un gesto más simbólico que otra cosa.
Pese al cálido sol, la hierba estaba fresca y húmeda. Los melocotoneros proyectaban una sombra aterciopelada. Cogí un melocotón de una rama baja y bebí el dulce zumo. Me tendí en el suelo y aguardé. En kilómetros a la redonda, hombres de Maine y Wisconsin, de Georgia y Carolina del Norte, adoptaban la misma actitud. Pero yo sabía qué estaba esperando, y ellos sólo podían intuirlo.
Alguna especie de anomalía acústica acentuaba los sonidos que flotaban en el aire, amplificándolos más de lo normal en verano. ¿Estaría temblando verdaderamente el suelo, o era mi imagen mental del paso de los ejércitos, las grandes carretas de suministros, los pesados cañones, las herraduras de los caballos? Creo que no me dormí en ningún momento, pero, desde luego, mi atención se desvió hacia las hileras de árboles con su corteza reseca y estriada, las ramas curvas y {as gráciles hojas, así que el inconfundible sonido de los hombres a caballo que se aproximaban me cogió por sorpresa.
La caballería, con su uniforme azul, atravesó lentamente el huerto. Parecían un grupo de cazadores sin rumbo fijo, tras perseguir inútilmente a un zorro. Charlaban, se gritaban unos a otros y guiaban a los caballos sin precisión. Uno o dos de ellos tenían los sables desenfundados y se alzaban en las sillas para cortar las ramas de los árboles, en una destrucción sin ningún sentido.
Tras ellos venía la infantería, sudando y maldiciendo, más serios. Algunos estaban heridos, otros habían perdido los mosquetes. Llevaban las casacas color azul oscuro descuidadamente desabrochadas, y los pantalones manchados de barro, polvo y hierba. Caminaban tambaleándose, como hombres demasiado cansados. Las disputas surgían rápidamente entre ellos, y rápidamente se enfriaban. No había lugar a confusión, eran tropas en retirada.
Cuando hubieron pasado, el huerto volvió a quedar tranquilo, pero el silencio tenía una cualidad diferente del que reinara antes. Las hojas no se mecían, los pájaros no cantaban, ni el más leve sonido delataba la presencia de ratones o ardillas. Sólo escuchando muy atentamente se llegaba a percibir el leve murmullo seco de los insectos. Pero, ahora, oía los disparos. Cada vez más altos, más claros. Y más seguidos... mucho más seguidos. Todavía no era el rugido de la batalla, pero la muerte ya viajaba en ellos.
Luego llegaron los confederados. Cautelosamente, pero no tanto como para que cualquiera no pudiera ver que representaban a un ejército invasor, victorioso. Iban descuidados, desde luego, sobre todo cuando entraron en el huerto de melocotones, pero también confiados y alerta. Sólo una minoría llevaba uniformes parecidos a los descritos en las normas, y estaban desgarrados, sucios y maltrechos. Muchos de los otros llevaban uniformes marrones de suboficial, teñidos a mano y manchados de barro. Otros llevaban trajes vulgares, con sombreros y botones militares. Unos pocos más lucían pantalones azules de federal, con chaquetas grises o marrones.
Sus armas tampoco eran las correspondientes. Había rifles largos, carabinas cortas, mosquetes de diferentes épocas, y hasta vi a un soldado con barba que llevaba una voluminosa escopeta. Pero, fueran cuales fuesen los uniformes y las armas, su comportamiento era el comportamiento de los conquistadores. Si yo era el único aquel día que conocía lo que estaba por venir, aquellos soldados confederados no iban demasiado descaminados en su visión del futuro.
Los agobiados soldados del norte habían pasado junto a mí con los ojos nublados de los que se retiran. Pero, de todos modos, aquellos sureños estaban atentos a cualquier sombra o sonido. Comprendí demasiado tarde lo difícil que me resultaría pasar inadvertido ante ojos tan agudos y experimentados. Cuando estaba a punto de abofetearme por mi estupidez, un corpulento soldado, embutido en lo que otrora debió de ser una chaqueta verde botella, me apuntó con su arma.
—¡Aquí hay un yanqui, muchachos! —Luego, a mí—: ¡Tú!, ¿qué haces aquí?
Se acercaron tres o cuatro más, que me rodearon con curiosidad.
—Es el maldito yanqui más raro que he visto en mi vida. Parece que se acaba de caer de la bañera.
Dado que me había pasado la noche caminando por carreteras polvorientas, no pude por menos que pensar que sus estándares de limpieza no eran demasiado altos. Y el olor que despedían confirmó mi opinión; apestaban a sudor, a ropa con la que se ha dormido demasiado tiempo, a pies sin lavar y a tabaco rancio.
—Soy un no combatiente —dije como un estúpido.
—¿Qué es eso? —preguntó el de la barba—. ¿Una especie de baptista?
—Qué va —le corrigió uno de los otros—. Es una palabra legal. Quiere decir que no está bien de la cabeza.
—Pues lo que sí que tiene bien son los pies. Déjame ver tus botas, yanqui, las mías están hechas pedazos.
Lo que me aterraba no era la idea de que me robaran las botas, ni que me cogieran prisionero, ni siquiera la remota posibilidad de que me fusilaran por espía. Me habían descubierto, y eso podía provocar una catástrofe mayor, más indefinida. Estos nombres eran la compañía de avanzadilla de un regimiento, que debían recorrer el huerto de melocotoneros y el trigal, explorar el terreno salvaje conocido como Devil's Den, y escalar Little Round Top, seguidos de cerca por toda una brigada confederada. Ésta era la brigada que defendería Round Top durante varias horas, hasta que llegara la artillería, una artillería que dominaría todo el campo de batalla y daría al Sur la victoria en Gettysburg.
Según los informes de los hechos que conocía, no había tiempo para que se detuvieran en el huerto, aunque fuera por pocos minutos. Lo que Bárbara temía tanto, lo que tanto me advirtió, acababa de suceder. Me habían descubierto, y ese hecho estaba alterando el rumbo de la historia.
Intenté liberarme de la preocupación. Un retraso de unos minutos no supondría ninguna diferencia importante. Todos los historiadores coincidían en que la toma de Round Top había sido inevitable. Los confederados habrían tenido que ser estúpidos para pasar por alto aquel
punto estratégico. De hecho, era imposible no verlo: resultaba tan prominente en el mapa como sobre el terreno. Lo ocuparon horas antes de que los federales hicieran un tardío intento de acercarse allí. Había sido increíblemente estúpido al exponerme así, pero era improbable que las repercusiones de mis actos se extendieran más allá de unos minutos.
—He dicho que me des las botas. No podemos esperar todo el día.
Un oficial alto, con perilla y un bigote rubio rojizo, cuyas puntas enceradas se curvaban hacia arriba, se acercó, pistola en mano.
—¿Qué pasa aquí?
—Un simple yanqui, capitán. Vamos a hacer un cambio de calzado.
Los galones que llevaba el oficial en la manga me indicaron que el título no era honorífico.
—Soy un civil, capitán —protesté—. Ya sé que no debería estar aquí.
El capitán me miró fríamente, con gesto desdeñoso.
—¿De los alrededores? —preguntó. —No exactamente. Soy de York.
—Lástima. Pensé que podrías decirme algo sobre los yanquis que hay arriba. Deja en paz las botas del caballero civil, Jenks.
Había rabia tras la ironía, una ira furiosa, al parecer dirigida contra mí por el hecho de ser civil, contra sus hombres por su evidente falta de respeto, contra la batalla y contra el mundo. De pronto, me di cuenta de que su rostro me resultaba muy familiar. Irritantemente familiar, puesto que no podía conectarlo con ningún nombre, lugar o circunstancia.
—¿Cuánto tiempo llevas en este huerto, Señor-Civil-De-York?
El esfuerzo por identificarle me airaba, trabajando en las profundidades de mi mente, entrometiéndose hasta en la capa superior, la que se ocupaba de lo que estaba sucediendo.
¿Qué estaba sucediendo? «Lástima. Pensé que podrías decirme algo sobre los yanquis que hay arriba. ¿Cuánto tiempo llevas en este huerto?» ¿Los yanquis que hay arriba? No había ninguno. Tardarían horas en llegar.
—¡He preguntado cuánto tiempo llevas en este huerto! Probablemente era un oficial recién ascendido a un rango lo suficientemente destacado como para haber visto su foto en algún libro poco importante. Pero estaba seguro de que no era un rostro que hubiera visto y olvidado. Aquellos rasgos me resultaban familiares, muy familiares...
—Pues yo quiero sus botas. Si no estamos luchando para tener botas yanquis, ¿para qué demonios luchamos?
¿Qué podía decir? ¿Que llevaba media hora en el huerto? La siguiente pregunta era evidente, ¿había visto tropas federales? Dijera lo que dijese, traicionaría mi papel de espectador.
—¡Eh, capitán, este tipo sabe algo! ¡Mire esa sonrisa de idiota!
¿Estaba sonriendo yo? ¿De qué? ¿De terror? ¿De perplejidad? ¿Por el mismo esfuerzo de guardar silencio, que no dejaba lugar para nada más?
—¡Le digo que se ríe porque sabe algo!
—Que me ahorcaran, que me quitaran las botas. En adelante, estaría tan mudo como lo estuvo Catty.
—Escupe, tío, estás en una posición muy delicada. ¿Hay yanquis ahí arriba?
Mi mente ya no estaba confusa, era un caos. Si conociera el rango al que ascendería eventualmente el capitán, podría identificarle. Coronel Yoquesé. General Algo. ¿Qué había sucedido? ¿Por qué había permitido que me descubrieran? ¿Por qué había hablado, si eso hacía más difícil mi actual silencio?
—Hay yanquis arriba. ¡Hay yanquis arriba!
—¡Silencio! ¡Se lo he preguntado a él, y no dice que haya yanquis arriba!
—¡Hay yanquis arriba, nos van a freír!
—¡El tipo dice que los azules. nos han tendido una emboscada!
¿Había estado la mentira en mi mente, para que los nerviosos soldados la recibieran telepáticamente? ¿Es que ni siquiera el silencio podía servirme de refugio para no intervenir?
—¡Este tipo ha visto todo un batallón de federales con artillería, nos están esperando!
—¡Retroceded, muchachos! ¡Retroceded!
Había leído muchas veces sobre la cualidad epidémica de una idea completamente irracional. Una palabra mal entendida, un rumor sin fundamento, una información imposible, bastaba a veces para que un grupo de hombres armados —escuadra o ejército— se portara como un gentío sin cerebro. En ocasiones, la infección impulsaba a hazañas heroicas; en ocasiones, al pánico. Aquello no se podía llamar pánico, pero mi sonrisa nerviosa, sin sentido, había transmitido un mensaje que yo no pensaba enviar.
—Es una trampa. Atrás, muchachos. ¡Salgamos de entre los árboles, vayamos a donde podamos ver a los yanquis!
El capitán se volvió hacia sus hombres.
—¡Quietos, maldita sea! — gritó, furioso—. ¿Es que os habéis vuelto locos?
Los soldados se alejaban lentamente.
—Yo le he oído —murmuró uno, mirándome, acusador.
El grito del capitán se convirtió en un chillido.
—¡Volved aquí! ¡He dicho que volváis!
Su rabiosa zancada cogió por sorpresa a los hombres, todavía irresolutos. Agarró por el hombro al llamado Jenks y le obligó a darse la vuelta. Jenks intentó liberarse. En su rostro se reflejaba el miedo y el odio.
—¡Suélteme, maldito sea! —gritó—. ¡Suélteme!
El capitán volvió a chillar a sus hombres. Jenks cogió la pistola con la mano izquierda. El oficial apartó el arma, Jenks levantó el mosquete contra el cuerpo del capitán, le puso el cañón bajo la barbilla y empujó, como si el arma de fuego le diera cierto poder. Pelearon durante un segundo, y luego el mosquete se le disparó.
El sombrero del capitán salió despedido. Por un momento, se quedó de pie, con la cabeza descubierta, en brazos del cabo. Después, se desplomó. Jenks agarró el mosquete y salió corriendo.
Cuando me recuperé de la sorpresa, me acerqué al cadáver. No tenía rostro. Fragmentos de carne humana colgaban sobre el cuello gris del uniforme y sobre el pelo largo. Yo había matado a un hombre. Con mi interferencia en el pasado, había matado a un hombre que estaba destinado a vivir más tiempo, a adquirir cierta fama. Yo era el culpable aprendiz de mago.
Extendí las manos hacia su chaqueta para buscar papeles que me dijeran quién era, y satisfacer mi insistente curiosidad, pero las aparté. No fue la vergüenza lo que me detuvo. Sólo las náuseas y los remordimientos.
Vi la Batalla de Gettysburg. La vi con las ventajas únicas de un historiador profesional, consciente de los esquemas, los movimientos y los detalles, con la precisión de aquel que sabe dónde mirar para esperar la llegada del momento dramático, el golpe decisivo que permanecería eternamente en el recuerdo. Vi cumplido el sueño de cualquier cronista.
Fue una pesadilla.
Para empezar, dormí. Dormí no muy lejos del cadáver del capitán, en el huerto de melocotoneros. No fue por insensibilidad, sino por agotamiento físico y emocional. Cuando caí dormido, las armas seguían disparando. Cuando desperté, disparaban más todavía. Eran las últimas horas de la tarde. Pensé automáticamente que la inútil carga de la Unión contra Round Top estaba a punto de comenzar.
Pero el sonido de las armas no venía de allí, sino del norte, de la ciudad. Sabía cómo había sido el transcurso de la batalla. Lo había estudiado durante años. Pero, ahora, nada sucedía como aparecía relatado en los libros.
Cierto, el primer día fue una victoria para los Confederados. Pero no la victoria que conocíamos. Fue sólo un poco diferente, un poco inferior al triunfo de los libros de historia. Y el segundo día, en vez de ver cómo los confederados bloqueaban la carretera de Taneytown y se situaban en las posiciones que les permitirían hacer pedazos el ejército de Meade desde tres puntos diferentes, presencié un terrible encuentro en el trigal y en el huerto... lugares que se suponía eran seguros, tras las líneas sureñas.
Toda la vida había oído hablar de la carga de Pickett el tercer día. De cómo los desorganizados federales recibieron el golpe definitivo y mortal en sus puntos vitales. Bien, vi la carga de Pickett al tercer día, y no fue la misma carga que contaba la historia. Fue un intento inútil de tomar unas posiciones (posiciones que, según establecían los hechos, debían estar en manos de Lee desde el uno de julio), que terminó en una carnicería y en una derrota.
Una derrota para el Sur, no para el Norte. El ejército de Meade no estaba acabado. Ahora, los confederados no podían dispersarlo y perseguirlo. La Capitulación, si alguna vez tenía lugar, sería bajo unas circunstancias diferentes. La independencia de los Estados Confederados podía tardar años. Si llegaba.
Todo porque el Norte había ocupado Round Top.
Más años de muertes, seguidos probablemente por años de guerrillas. Miles y miles de muertos, y su sangre, en mis manos. Un continente envenenado, una herencia de odio. Todo por mi culpa.
No podría decir cómo volví a York. Si caminé, lo hice como un sonámbulo. Es probable que hiciera parte del camino en el carro de algún granjero. Parte de mi mente, una pequeña parte que seguía luchando por hacerse con el control, por mucho que la aplastase, me recordaba a los que habían muerto, a los que habrían vivido más tiempo de no ser por mí. Otra parte sólo podía pensar en volver a mi propio tiempo, al Refugio, a Catty. Y una parte mucho mayor estaba simplemente en blanco, excepto por el sorprendente e increíble conocimiento de que el pasado podía cambiar. De que el pasado había cambiado.
Debí de darle cuerda a mi reloj —el reloj de Bárbara—, porque cuando llegué al granero, marcaba las diez de la noche del cuatro de julio. Las diez de la noche según la hora de 1863. La otra esfera marcaba las ocho cuarenta, es decir, que serían las nueve menos veinte de la mañana en 1952. Dos horas más tarde estaría en casa, a salvo de la pesadilla de hechos que nunca habían sucedido, de la culpabilidad por la muerte de hombres que no tenían por qué morir, de la terrible responsabilidad de jugar con el destino. Si no podía convencer a Bárbara de que destruyera su maldito invento, tendría que hacerlo yo mismo.
Los perros ladraron como locos, pero estaba seguro de que nadie les haría caso. Era el cuatro de julio, un día de victoria y celebración para los habitantes de Pensilvania. Me arrastré hacia el granero, entré y me coloqué en el centro mismo. Hasta me atreví a utilizar una cerilla, la última que me quedaba, para asegurarme que estaría exactamente bajo el reflector cuando éste se materializara.
No pude dormir, aunque necesitaba desesperadamente escapar del horror y despertar en mi propio tiempo. Detalle por detalle, repasé todo lo que había visto, superponiéndolo como si escribiera de nuevo la historia que siempre había conocido. Dormir me habría alejado de aquel inútil dar vueltas a los hechos, y de cuestionar mi propia cordura, pero no pude dormir.
He oído que, en momentos de emoción excesiva, la atención se fija insistentemente en algún asunto irrelevante. El criminal que se encamina hacia el cadalso no piensa en su destino inminente, ni en sus crímenes, sino en la colilla de cigarrillo que dejó mal apagada en la celda. La apenada viuda no piensa en su difunto esposo, sino en la colada del día siguiente. A mí me pasó lo mismo. Por debajo de la parte de mi mente que revivía una y otra vez los tres últimos días, otra parte más elemental se empeñaba en identificar al capitán asesinado.
Conocía aquel rostro. Sobre todo, conocía aquel rostro distorsionado en una carcajada iracunda. Pero no podía recordarlo. Uniforme confederado. No me encajaba el bigote rubio. Pero, aun así, el pelo color rubio rojizo, que quedara al descubierto en el terrible momento en que su sombrero salió despedido, me resultaba tan familiar como parte del rostro. Pensé que ojalá pudiera situarlo de una vez por todas, y liberar mi mente de aquella trivialidad.
Deseé que hubiera alguna manera de consultar el reloj, de concentrarme en el movimiento de las manecillas y así distraerme de las oleadas de pensamientos enfermizos que me sacudían. Pero la luz de la luna no bastaba para hacerme ver las esferas, y mucho menos las cifras. No tenía ningún narcótico.
Como pasa siempre en estas ocasiones, estaba convencido de que el momento de la cita ya había pasado. Algo había ido mal. Me repetí una y otra vez que, cuando se espera en la oscuridad, los minutos parecen horas. Me parecía que debían de ser las dos o las tres de la madrugada. Probablemente, apenas acababan de dar las once. Fue inútil. Un minuto —o una hora, o un segundo— más tarde, volvía a estar seguro de que la medianoche ya había pasado.
Por último, empecé a sufrir una monstruosa alucinación. Empecé a pensar que estaba amaneciendo. Salía el sol. Sabía que era imposible, claro. Lo que me parecían unas sombras menos oscuras era en realidad un efecto de los ojos cansados e irritados. En Pensilvania, no amanece a medianoche, y además, todavía no era medianoche. A medianoche, estaría de vuelta en Haggershaven, en 1952, con Catty.
Incluso cuando el granero estuvo plenamente iluminado por el sol de la mañana, y pude ver al ganado comiendo pacíficamente, me negué a creer en mis ojos. Consulté el reloj, sólo para descubrir que algo había afectado el buen funcionamiento: las dos esferas marcaban las cinco. Incluso cuando el granjero entró repentinamente, con los cubos para la leche colgados del brazo, y exclamó sorprendido: «¡En! ¿Qué hace aquí?»... Ni siquiera entonces pude creerlo.
Sólo cuando abrí la boca para explicar mi involuntaria presencia, sucedió algo extraño. El enigma que me había perseguido durante tres días se resolvió de pronto. Supe por qué me había resultado tan familiar el rostro del capitán sureño. Más familiar que ninguno de los más conocidos combatientes de ambos bandos. Desde luego, había conocido aquel rostro últimamente. Había visto aquellos rasgos riendo o distorsionados por la ira. La nariz, la boca, los ojos, la expresión, eran los de Bárbara Haggerwells. El rostro del hombre que había muerto en el huerto de melocotoneros era el del retrato que colgaba en la biblioteca de Haggershaven, su fundador, Herbert Haggerwells, el capitán Haggerwells, que ya nunca ascendería, ni compraría esta granja. Que nunca se casaría con una chica de los alrededores, ni engendraría al bisabuelo de Bárbara. Haggershaven había dejado de existir en el futuro.
XXI. Por los tiempos venideros
Como dije, estoy escribiendo esto en 1877. Soy un hombre sano, de cuarenta y cinco años, sin duda con mucha vida por delante. Podría vivir hasta los cien, aunque tengo el ilógico presentimiento de que debo morir antes de 1921. De todos modos, ochenta y nueve años son más que suficientes para cualquiera, así que tengo tiempo de sobra para contar mi historia. Aun así, lo mejor es que la acabe cuanto antes. Si me sucediera algo mañana, ya lo habría contado todo.
¿Para qué? ¿Cómo confesión y apología? ¿Como sustituto inverso para la piadosa amnesia que debería haber borrado también mis recuerdos, no sólo mi biografía? (He escrito sobre Wappinger Falls. No hay allí ninguna familia Hodgins, como tampoco Backmaker. ¿Quiere decir esto que las fuerzas que desencadené destruyeron tanto al cabo Hodgins como al capitán Haggerwells? ¿O sólo que los Hodgins y los Backmaker se instalaron en otra parte? En cualquier caso, soy como Adán —en este mundo—, una criatura especial, sin padres.) Nadie me aprecia lo suficiente como para que le importe y, además, no creerían mi palabra contra toda razón. No me he casado en este tiempo, ni lo haré. Sólo escribo por la misma razón que los viejos hablan con ellos mismos.
El resto de mi historia personal es bien sencilla. El nombre del granjero que me encontró en su granero es Thammis. Necesitaba un peón, y me quedé. No tenía el menor deseo de ir a otra parte. De hecho, no podía convencerme a mí mismo de abandonar lo que era —y nunca sería— Haggershaven.
Al principio, solía ir al lugar donde recordaba que estaba el jardín de los Agati. Desde allí contemplaba el lugar donde dejé nuestra casita y a Catty. Era una peregrinación inútil. Ahora me conformo con hacer los trabajos necesarios. Me quedaré aquí hasta que muera.
Catty. Haggershaven. ¿De verdad han desaparecido, se han perdido irrevocablemente en un futuro que nunca existió, que nunca, que nunca pudo existir, una vez se rompió la cadena de causalidades? ¿Podrá alguna otra Bárbara crear una máquina que alcance ese universo? Daría cualquier cosa por creerlo, pero no puedo. Sencillamente, no puedo.
Los niños entienden de estas cosas. Cierran los ojos y rezan: «Por favor, Dios, haz que no haya sucedido». Generalmente, abren los ojos para descubrir que sí ha sucedido, pero esto no mata su fe en que muchas veces la plegaria sea escuchada. Los adultos sonríen, pero ¿cómo pueden estar seguros de que los recuerdos que atesoran sean los mismos que ayer? ¿Saben que el pasado puede cambiar? Los niños, sí.
Y, una vez perdido, ese pasado concreto es imposible de recuperar. Quizá otro, u otros, pero nunca el mismo. No hay universos paralelos, aunque este sea sinuoso e inconstante.
Parece que este mundo es un lugar mejor que aquél en que nací, y promete mejorar todavía más. El idealismo de la causa sureña triunfó con la reconciliación de hombres como Lee. La brutalidad nunca venció, como en mi mundo. Los negros son libres. Las leyes progresistas los defienden en Carolina del Sur. Los congresistas negros se comportan con dignidad en Washington. Se han tendido vías hasta el Pacífico, y los inmigrantes fluyen hacia un país que les da la bienvenida. Ellos lo harán más fuerte, más rico. A nadie se le ocurre sugerir que se les cierren las puertas.
Corren rumores sobre un posible pacto entre los republicanos del Norte y los Demócratas del Sur, vendiendo la victoria en la guerra civil —qué raro me resulta todavía, después de catorce años, usar este nombre, en vez del familiar Guerra de la Independencia Sureña —, a cambio de la presidencia. Si resultan ciertos, mi nuevo mundo feliz no es tan feliz como creía.
Puede que tampoco sea tan nuevo. Prusia ha derrotado a Francia y se ha erigido en Imperio Alemán. ¿Será el principio, en otro estilo, de la Unión Alemana? ¿Verá 1914 una Guerra de los Emperadores —ahora no hay ninguna en Francia— en la que Alemania se enfrente a... no se sabe quién?
Cualquiera de los inventos de mi propio tiempo me haría rico, si pudiera reproducirlos, o si me importara el dinero. Con la enorme producción de acero y la increíble explosión demográfica, el mínimo vil sería un éxito inimaginable. O el tinugrafo. O los globos aerostáticos dirigibles.
Lo que sí he visto es la máquina de escribir. Han desarrollado un modelo de líneas diferentes, más bastas. Supongo que era inevitable, dada la divergencia inicial. Puede que represente un avance superior, pero no parece probable. El uso universal de la luz de gas debe de quedar muy lejos en el futuro, si es que llega alguna vez. Desde luego, se retrasará con toda esta charla sobre la iluminación eléctrica. Si nosotros no pudimos hacer nada útil con la electricidad, no es probable que mis nuevos contemporáneos lo consigan. Qué demonios, ni siquiera han hecho del telégrafo un invento barato y útil.
¿Y algo como el HX-1? Es inconcebible. ¿Es posible que, al destruir el futuro en que existió Haggershaven, destruyera también la única dimensión en la que eran posibles los viajes en el tiempo?
Es extraño lo fácilmente que puedo escribir la palabra «Destruí».
Catty.
Pero ¿qué hay de la filosofía de Tyss? ¿Quizá estoy condenado a repetir esa destrucción por toda la eternidad? ¿He escrito estas palabras un infinito número de veces antes de ahora? ¿O el piadoso esquema que concibiera Enfandin es una realidad? ¿Y la expresión de Bárbara cuando me despidió? ¿Es posible que supiera...?
Fin
Nota editorial por Frederick Winer Thammis
Hace poco, en el verano de 1953 para ser exacto, empecé las obras de remodelación de la casa de mi familia, cerca de York, Pensilvania. Entre los montones de libros viejos y fajos de papeles acumulados en el ático, encontré una caja con objetos personales. La etiqueta decía «H. M. Backmaker». Dentro estaba el manuscrito que acabo de reproducir, que terminaba con esa misma frase inconclusa.
Mi padre solía contarme que, cuando era niño, había un anciano viviendo en la granja. Como peón, decían, aunque en realidad se trataba más bien de un pensionista, ya que su avanzada edad le impedía hacer ningún trabajo útil. Mi padre me decía que los niños le consideraban un poco loco, pero muy entretenido, porque a menudo les narraba largas historias sobre un mundo imposible y una sociedad igualmente imposible, que a ellos les parecían tan fascinantes como los libros de Oz. Al mirarlo con perspectiva, decía, le parecía que el viejo Hodge hablaba como un hombre instruido, pero claro, podía ser una simple impresión de las mentes infantiles.
Evidentemente, el anciano escribió esta fábula en un intento de dar forma y unidad a sus historias, y luego le dio vergüenza entregarla a ninguna editorial. Es la única explicación razonable para la existencia del manuscrito. Claro que dice que lo escribió en 1877, cuando distaba mucho de ser un anciano. Y, desconcertantemente, el análisis del papel demuestra que la fecha puede ser correcta.
Hay otros dos puntos que merecen atención. En el cajón con las pertenencias de Backmaker, encontré un extraño reloj de diseño único. La caja era barata, de níquel, pero el movimiento de las manecillas resultaba extraordinariamente preciso y delicado. Tenía dos esferas con cuerda independiente.
El segundo es una referencia. Puede compararse con referencias similares en cualquiera del medio centenar de volúmenes escritos sobre la Guerra Civil. He elegido ésta porque la tengo a mano. Años de Locura, de W. E. Woodward, p. 202: «... Aquella noche y a la mañana siguiente, las tropas de la Unión tomaron posiciones en Cementery Hill y en Round Top... Los confederados pudieron ocupar esos puntos estratégicos, pero no lo hicieron. Fue un error de consecuencias trascendentales».
Acerca del Autor
Ward Moore (1903—1978) fue descrito por varios editores como "un criador de pollo de Nueva Jersey," el deán de la no historia, y el único nativo californiano que alguna vez nació en Canadá. Nacido en Madison, Nueva Jersey, y criado en Montreal, se trasladó siendo un adolescente a Nueva York, donde fue expulsado de la Escuela Secundaria DeWitte Clinton por activismo político
A la temprana edad de veinte años abrió una librería en Chicago's Near North, La trasladó a Palm Springs, a continuación al oeste, Los Ángeles, como un miembro del Proyecto de Escritores WPA. Después de un trabajo eventual en los muelles de San Francisco, volvió al Sur de California para criar a sus niños, su cabras en el Topanga Canyon y trabajar como un jardinero a tiempo parcial.
Cambió de domicilio repetidamente: a Redondo Beach, dos veces a Nueva York, y una vez a Arkansas.
Antes de que hiciera su aparición en la ciencia ficción Ward Moore era conocido por su trabajo fuera de este campo que comienza con la novela Breathe the Air Again (1942).
Su primera publicación de ciencia ficción se apoya en su experiencia como jardinero; Greener Than You Think [ Más verde de lo que creéis], habla sobre la desastrosa introducción en los cultivos de una hierba transgénica, la cual invade el mundo.
Moore también escribió dos cuentos notables sobre holocausto nuclear, "Lot" (1953) y "Lot's Daughter" (1954) [ La hija de Lot], comparando Los Ángeles moderno a Sodoma.
Su trabajo más famoso, sin duda, es la ucronía (historia alternativa) Bring the Jubilee (1953) [Lo que el tiempo se llevó]