1948, DE LOS CHIRRIDOS AL FUTURO
Publicado en
febrero 02, 2014
Correspondiente a la edición de Enero de 1998
Por Omar Ospina.
Justo cuando el mundo se agitaba en escenarios diferentes pero igualmente violentos, los científicos e investigadores, en sus laboratorios, preparaban tres inventos que revolucionarían la ciencia... y la vida familiar.
Mijo: ¡prenda el radio p'a que se caliente...!
A propósito de aparatos y tecnología. En abril de 1948, en la carrera séptima de Bogotá, un sujeto de nombre Juan Roa Sierra, enviado por no se sabrá nunca quienes, asesinaba de dos balazos al líder liberal populista Jorge Eliécer Gaitán y partía en dos, con una línea de sangre, la historia de Colombia, iniciando una era de terror que no sólo no termina sino que se complica más cada día. En el mismo año, una ingeniosa estratagema recogida en un best seller mediocre de León Uris y en una película idem con Paul Newman, daba origen al Estado de Israel y reiniciaba la guerra eterna entre árabes y judíos. Y como este es un mundo pacífico, quién lo duda, en el Paralelo 38 se dividía un país milenario, Corea, en dos facciones que un par de años después iniciarían una guerra fratricida cuyos coletazos todavía se sufren.
Y este nieto de mi abuela, también por esas calendas y todos los días cinco minutos antes de las nueve de la mañana, escuchaba el grito de la anciana que en la cocina manipulaba la masa para las arepas de las onces, y que se sobreponía al sonido del serrucho o la garlopa del padre carpintero: Mijo: ¡prenda el radio p'a que se caliente...!
Porque a las nueve en punto, la abuela pegaba la oreja al enorme aparato que ocupaba en la sala el puesto más importante entre todos los muebles de la casa, y escuchaba entre gimoteos, suspiros y una que otra lágrima, las truculentas incidencias del novelón que por entonces copaba la radioaudiencia latinoamericana, el culebrón del libretista cubano de origen español don Félix B. Caignet, precursor de las Delias Fiallo del fin de siglo: El derecho de nacer. Albertico Limonta, el cursi protagonista de voz ronca y engolada, hacía suspirar desde el río Grande hasta la Patagonia, pasando por el Caribe hispánico por supuesto, a toda mujer que tuviera un radio a su alcance, ya fuera nieta, madre o abuela.
El grito de la abuela no tendría hoy ningún sentido. Si algún imberbe de esta época se remontara en una hipotética máquina del tiempo (hipotética todavía) y aterrizara en el patio de la casa pueblerina donde mis seis años se bajaban del guayabo para atender la orden de la anciana, se quedaría patidifuso preguntándose si en esa familia de locos se ponía el radio en el microondas o lo metían al horno de gas. La cosa no era tan grave, sin embargo.
En aquellos prehistóricos días, el radio familiar era un Grundig gigantesco, de madera de caoba -no llegaban todavía los Phillips de caja plástica-, con dos perillas omnipresentes a los extremos, un panel de vidrio con una hilera de números, y un retazo de tela gruesa que tapaba un hueco al frente y que temblaba con el sonido de voces, sonidos y chirridos que se escapaban por un artilugio interno que el técnico que lo componía un día sí y otro también, llamaba el parlante.
Que yo recuerde, el Grundig de la abuela, regalo de algún hijo viajero y consentidor, era más lo que chirriaba que lo que sonaba. La abuela decía que era por la atmósfera pero yo lo dudaba. Primero, porque al mirar a la atmósfera no divisaba nada que pudiera ocasionar tales chirridos: cielo azul y alguna nube juguetona. Y, segundo, porque estaba seguro de que el señor chiquitico que se metía por detrás del aparato –por algo no me lo dejaban abrir–, debía andar mal de la garganta. En todo caso, poco antes de las nueve sonaba el grito y las guayabas del patio descansaban del acróbata comensal.
En efecto, el aparato se calentaba. Cinco minutos después de haber girado la perilla izquierda, la madera exterior subía de temperatura y, por las ranuras de la tapa posterior, se veían unas lucecitas diminutas que me llamaban poderosamente la atención: el señor chiquitico fumaba... y no uno sino varios cigarrillos. Hasta que un día, el técnico que arreglaba el aparatejo se condolió de mi curiosidad y me invitó a mirar, a condición de que no tocara absolutamente nada: creo que le habían llegado rumores acerca de mis aficiones.
En realidad no había ningún enano adentro. En cambio, sí había un amasijo de cables que se introducían por ranuras casi invisibles hacia lugares más recónditos –que ya investigaría, sin duda– y se conectaban a la base de unas bombillas de vidrio, siete u ocho, que exhibían en la punta un alambre delgadísimo que el técnico llamaba filamento y que se encendía hasta el rojo vivo. De manera que el interior del famoso Grundig más parecía el pesebre decembrino que la morada de algún enano parlanchín y musical. Y ruidoso.
Pero todo ese tinglado de tubos de cristal, filamentos incandescentes y cables entretejidos, no duraría mucho tiempo más. Ese mismo año de gracia de 1948, dos gringos, Walter Houser Brattain y John Bardeen, y un inglés, William Bradford Shockley, que venían experimentando con materiales diferentes en busca de un elemento que pudiera conducir la electricidad sin que tuviera que estar encerrado en una cápsula de vidrio, y que no ocupara tanto espacio ni desperdiciara tanta energía como los famosos tubos, encontraron un cristal con alto contenido de Germanio, uno de los elementos de la tabla periódica que todos estudiamos y nadie recuerda.
Ese elemento no era tan buen conductor de electricidad como los metales de que estaban hechos los filamentos, pero no necesitaba actuar en el vacío encerrado en un enorme tubo de cristal. Se lo llamó semiconductor y se integró a la tecnología, como elemento base de un pequeño artilugio del cual salían dos cables que se soldaban a una placa de material aislante. Y como su oficio era transmitir la energía a través de una especie de panecillo diminuto llamado resistencia, encargada de estabilizar la corriente, un ingeniero norteamericano de nombre John Robertson Pierce lo llamó transistor. Y acabó con el encanto de los tubos que encerraban un filamento incandescente... y con los largos minutos que requería para calentarse y poner a funcionar el radio para que gimoteara Albertico Limonta, tosiera sus canciones Agustín Lara o se llenara la sala con los tangos de Carlos Gardel.
Pero esa no fue toda la gracia del invento. Debido a su pequeño tamaño y a que posteriormente el Germanio fue reemplazado por el Silicio, mejor conductor de electricidad, el transistor posibilitó la reducción del tamaño de los enormes aparatos que funcionaban con energía eléctrica, e inició una revolución que hoy nos tiene disfrutando de grabadoras y teléfonos celulares que caben en una mano, equipos de sonido no más grandes que una torta de cumpleaños, micrófonos que se cuelgan de la camisa como un prendedor, y computadores que caben en un maletín de mano y albergan más información que la Enciclopedia Británica.
Sí, el transistor multiplicó por un millón las posibilidades de la ciencia y de la tecnología. Pero extraño el grito de mi abuela: Mijo: prenda el radio p'a que se caliente...
Mijito: ¡déle cuerda a la vitrola!
Ese mismo año la tía Alicia, última de los dieciséis hijos de los abuelos y la única en heredar del abuelo la melena leonada y los ojos azules que no se repetirían ni en los nietos, desplegaba las alas de sus trece años entre el incipiente alboroto hormonal de primos y sobrinos, la mayoría mayores que ella. Y como era alebrestada, dicharachera y, según las hermanas mayores, una "zángana incorregible", se había conseguido prestados entre las amistades del pueblo o comprados con los escasos ahorros que le permitía su escuálida mesada, un montón de discos de tangos, boleros, pasillos, zambas y, pecado mayor anatematizado por el cura en las misas dominicales, pues que escucharlos era motivo de excomunión, mambos de Pérez Prado. Ella solía ponerlos cuando no estaba el abuelo y, aunque las boquisueltas de las hermanas siempre la hacían quedar mal con el autoritario jefe de la tribu, él le perdonaba el desliz siempre y cuando "no se repitiera". Qué quieren: era la niña de la casa...
Como el nieto guayabero tenía –y sigue teniendo– oído de latonero, el baile era algo que jamás pudo inficionar sus articulaciones. De modo que mi oficio en las tardes sabatinas, antes de que asomara el abuelo por la calle mayor, era el de estar pendiente de la Vitrola para cambiar los discos... y darle cuerda.
La Vitrola era –dato para los menores de treinta– un aparato de madera, grande y con patas, cubierto con una tapa que se levantaba para dejar ver un plato liso y una especie de brazo retorcido, al extremo del cual un pequeño clavo de acero parecía destinado a perforar lo que se pusiese debajo. En su interior, una larga tira metálica se enroscaba mediante una manija externa y hacía girar el plato para que sonara el disco. Hasta cuando se desenroscaba y cantante y música se detenían apagándose lentamente. En una repisa inferior se alineaban los discos de 78 revoluciones, con una canción por cada lado. De manera que el oficio de disc jockey era bastante movido: cada tres minutos había que virar el disco o cambiarlo por otro. Y cada tres o cuatro discos, las voces guaracheras de don Dámaso, Bola de Nieve o la Negra Celina, empezaban a frenarse hasta que se convertían en una lenta e incomprensible letanía, monótona y ronca, y la música que antes alborotaba las piernas de la tía y los primos, semejaba el mugido de las vacas.
El disc jockey, en las nubes como siempre o mirando bailar a la tía con la boca abierta, olvidaba su trabajo hasta cuando su voz melodiosa y condescendiente decía: Mijito: déle cuerda a la vitrola...
Pero ese año el físico gringo de origen húngaro, Peter Carl Goldmark, logró estrechar los surcos en un disco de acetato, material mucho más maleable que el quebradizo de los anteriores, y se pudieron grabar en cada cara del disco, cinco o seis canciones de una vez. Aparecía el disco de microsurco y ya no habría que cambiarlos cada tres minutos sino cada quince o veinte. Sin embargo, los nuevos equipos de sonido, eléctricos en lugar de mecánicos, todavía no llegaban al pueblo, razón por la cual persistiría para el disk jockey el trabajo de darle vuelta a la manivela cada diez minutos, para que las voces y los instrumentos conservaran la cadencia y la melodía.
Pero las piernas de la tía Alicia eran un imán, por lo cual muy a menudo ella debía recordarme con esa voz que la llevaría cantando por los caminos de la vida: Mijito: déle cuerda a la vitrola...
Papi: ¿puedo usar el computador?
Los avances científicos de ese año de inventivas y conflictos, no pararían allí. Faltaba el invento que habría de revolucionar de verdad la ciencia moderna: el computador.
Otro norteamericano, Norbert Weiner, un matemático que había estado vinculado a la fuerza aérea durante la Segunda Guerra y que enfrentaba problemas de logística que excedían en mucho la capacidad de las calculadoras de la época, dedicó parte de sus horas libres a investigar las bases matemáticas de la codificación binaria. Sus hallazgos los publicó ese año en un libro titulado Cibernetycs.
Había nacido la informática, la más avanzada herramienta tecnológica en la historia de la humanidad, que incrementaría a niveles de prodigio la velocidad de los cálculos y operaciones matemáticas y el diseño y ejecución de casi todas las actividades modernas.
Pero este invento providencial requiere de una crónica diferente que acometeremos un día de estos, cuando el recuerdo de los gritos de la abuela y la nostalgia de las piernas de la tía inspiren las neuronas. Por ahora debo ceder el puesto a la hija quinceañera que disfruta de vacaciones y pregunta entusiasmada: Papi, ¿puedo usar el computador?