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enero 26, 2014
Drama de la vida real.
A 25.000 pies,de altura, el solitario piloto estaba casi inconsciente y perdido; el combustible se agotaba rápidamente.
Por Joh Blashill. Ilustración: Ronald Durepos.
"CALGARY, hablo desde el Cessna Echo Whisky Tango, ¿me escucha?", decía el piloto Russell Laba, al encontrarse en situación de peligro mientras volaba sobre el oeste de Saskatchewan. Iba solo en su avioneta y, según sus cálculos, le quedaba sólo un minuto de consciencia.
"Adelante, Calgary, por favor", insistió Laba. "Estoy tres minutos al este de Empress, volando a 28.000 pies de altura, y me falló el oxígeno. Solícito permiso inmediato para descender".
No hubo respuesta. Por tal razón, se dirigió al norte para salir del camino de otras rutas aéreas, programó su Cessna mediano para que volara con el piloto automático a 25.000 pies, ajustó el sintonizador de su trasmisor, un pequeño aparato negro de radio-radar situado en medio del tablero de instrumentos, y oprimió el botón marcado TRANSMITIR, que en el lenguaje de los aviadores es una solicitud de ayuda urgente.
Poco después comenzó a perder el conocimiento.
ESE JUEVES 28 de abril de 1977 era un espléndido día despejado. Por lo menos así había comenzado para Russ Laba, un atlético dentista de la ciudad de Winnipeg, de cabello rubio y 46 años de edad, que volaba a la isla de Vancouver en un viaje en que había combinado algunos negocios con una visita de fin de semana a su hija Sherilyn, de 19 años, estudiante de primer año en la Universidad de Victoria. Con objeto de contrarrestar los vientos de frente de 50 nudos por hora, Laba pensaba viajar a 28.000 pies de altura. Nunca antes lo había hecho, pero gracias a un entrenamiento intensivo de vuelo a gran altura y a sus 15 años de experiencia como piloto privado, había ganado el derecho de volar a la misma altitud que los aviones comerciales. Estaba, pues, altamente calificado.
En 1974 compró su Cessna 310, un bimotor impulsado por turbina, con certificado para volar hasta a 30.000 pies de altura. Para su viaje a Victoria, Laba había adquirido un nuevo sistema auxiliar de oxígeno que venía lleno de fábrica, ya que los tanques de oxígeno de su avión sólo estaban a la mitad y no era fácil recargarlos. No quería dejar nada al azar.
Al despegar desde Winnipeg a las 15:40 horas, Laba se elevó lentamente hasta el nivel de vuelo 280 y después tomó la dirección oeste en la ruta de alto nivel 504 de las líneas aéreas, una carretera celeste delineada por los radiofaros. El primer signo de dificultades se produjo al norte de Regina a las 18 horas, cuando el calefactor de la cabina y la radio comenzaron a sufrir interrupciones esporádicas. Más tarde, mientras volaba sobre el lago Diefenbaker, al oeste de Saskatchewan, la calefacción dejó de funcionar totalmente y la temperatura de la cabina descendió a 40° C. bajo cero.
Laba, que llevaba ropa deportiva y una chaqueta liviana, no estaba preparado para un frío tan intenso. El sol que entraba por la ventanilla de la cabina mantenía su cuerpo cálido, pero sus manos y pies comenzaron a congelarse. Llamó a Regina, luego a Calgary, pidiendo permiso para aterrizar. No hubo respuesta. Probó otras tres frecuencias, incluyendo el canal usado por los pilotos de Air Canada para comunicarse entre ellos; nadie lo escuchó.
Ante esta situación, continuó volando, cumpliendo estrictamente el plan original de vuelo. Su principal fuente de oxígeno iba ya a la mitad y le alcanzaría para media hora, por lo que, como lo había planeado, cambió al sistema portátil. Este, quizá debido al frío, también comenzó a fallar, y sólo una pequeña cantidad pasaba por el tubo.
La hipoxia, o falta de oxígeno, es un mal terrible. Para los pilotos solitarios que son tomados por sorpresa, generalmente significa inconsciencia y... muerte. Ahora la hipoxia se apoderaba con lentitud de Laba. Al principio se sintió mareado; después, aturdido y lento. Las uñas de las manos se le pusieron azules. Reconoció los síntomas y se dio cuenta de que estaba en peligro. Estaba cerca de la frontera entre Alberta y Saskatchewan, y a 160 millas náuticas de Calgary.
EN LA sala de instrumentos de la torre de control del Aeropuerto de Calgary, el controlador de tráfico aéreo Denis Ripley había notado un punto pequeño en el borde de la pantalla de su radar, cuando súbitamente sonó una alarma. Una luz amarilla comenzó a parpadear en el tablero de control de Ripley, y el puntito se transformó en dos grandes rectángulos, uno detrás del otro. Ripley sabía que alguien estaba pidiendo auxilio. Pero, ¿quién? ¿Qué tipo de problemas tenía?
Revisando sus cédulas de tráfico, Ripley encontró que la única aero-nave que, de acuerdo con su plan de vuelo, debía ir hacia el oeste y estar sobre Empress era un Cessna 310, registro CF-EWT. Ripley trató de llamarlo, pero no recibió respuesta. En seguida llamó a otro avión que volaba en ese sector, con la esperanza de que los pilotos pudieran estar lo suficientemente cerca para establecer contacto por radio.
Por casualidad, el vuelo 237 de Air Canada, un avión DC-9 comandado por Dave Morrow, de 39 años, que fuera piloto de guerra, iba cruzando de Saskatoon a Calgary a 28.000 pies de altura. Ripley llamó a Morrow y a su primer oficial, Tom Oldrich, para que ayudaran a resolver la situación. Morrow descendió a 26.500 pies a fin de reducir las probabilidades de que ocurriera un choque de frente y, también, para poder ver la silueta del avión de Laba contra el cielo. Informó a los pasajeros lo que estaba pasando. "Necesitamos utilizar todos nuestros ojos", les dijo.
En la cabina, las tres azafatas transportaban carritos llenos de bandejas por el pasillo. Para la auxiliar de vuelo Leona Shewchuk, el anuncio fue particularmente desagradable. Su hermano había muerto hacía algunos meses a causa de un accidente en un avión privado. Los pasajeros respondieron al anuncio como si fueran todos de una misma compañía de teatro, en particular una diminuta señora que iba en el asiento 5-E, quien observó con cuidado por la ventanilla.
EL CESSNA estaba casi fuera de alcance en ese momento, y continuó cambiando de curso. Laba, parcialmente revivido, escuchaba con nebulosa indiferencia todas las conversaciones radiales sobre él. Se sintió bastante bien. Algún pobre muchacho debe estar en dificultades, pensó para sí. Qué bueno que no soy yo.
Dirigiéndose al sursudeste a 26.500 pies, Morrow volaba justo sobre Laba cuyo avión se desplazaba 1.500 abajo del suyo, sin verlo. A los pocos momentos, Dave Morrow se dio cuenta de que había perdido su objetivo y comenzó a volar por los alrededores. Ya había recibido autorización de la torre de Calgary para que hiciera lo que fuera necesario. "En cualquier dirección que desee volar, y a cualquier altura, está aprobado", le dijo Ripley. "No hay nadie a su alrededor". Según los cálculos de Ripley, Laba estaba ahora ocho kilómetros al norte del Air Canada 237, volando sin rumbo fijo.
Desde otro DC-9 de Air Canada que iba hacia Vancouver, el primer oficial Rick Joyce recordó algo. Antes de emplearse en Air Canada había volado ocasionalmente un Cessna 310, registro CF-EWT. Dijo por radio: "Conozco esa avioneta. Pertenece a Eef Hoffer, de Winnipeg", mencionando al dueño anterior.
Para Russ Laba, que estaba escuchando, la mención de Hoffer fue suficiente para sacarlo del sopor hipóxico. Se dio cuenta de que estaban hablando de él, y comenzó a luchar por despertarse.
AHORA, Dave Morrow venía detrás del Cessna. Lo tenía en el radar, pero lo estaba buscando sobre él, en la creencia de que todavía volaba a 28.000 píes. Sin embargo, la mujer del asiento 5-E estaba mirando hacia abajo. "¡Allá está!", gritó. "¡Abajo, a la izquierda!"
Teniéndolo claramente a la vista, Morrow redujo la velocidad y comenzó a maniobrar para mantenerse detrás del Cessna, mientras Oldrich informaba sobre la posición de este por la radio. "Está a las 9 horas en nuestro cuadrante y se dirige hacia el este. No sé si puede o no vernos".
Laba no podía, pero cuando Oldrich preguntó por radio cuál era el problema, estaba bastante despierto como para decirlo: "Me estoy congelando y se me acabó el oxígeno".
Morrow sabía que tenían que bajarlo rápidamente para que lo reviviera la mayor abundancia de oxígeno. Oldrich ordenó al dentista que descendiera, pero estaba tan aturdido que se demoró cuatro minutos en mover los controles, que aún estaban puestos en el piloto automático a 25.000 pies. Tenía las manos tan heladas que tuvo que golpear con la muñeca el botón de la radio. Y cada resuello era un esfuerzo. El hombre no vive de día a día; ni siquiera de comida a comida, pensó. Vive de respiración a respiración.
Sín oxígeno, sín aliento, Laba comenzó a descender, pero ahora se le estaba acabando el combustible. Ya a una altura de 16.000 pies y sintiéndose mejor en el aire relativamente más denso, informó que le quedaban en total 95 litros, suficientes para casi 45 minutos de vuelo, pero no lo bastante como para llegar a Calgary.
Volando en círculos y describiendo ochos sobre la avioneta, el vuelo 237 de Air Canada también se estaba quedando sin combustible; el DC-9 de Morrow había estado en busca del Cessna durante casi media hora. Volviendo hacia Calgary, Morrow y Oldrich mantenían contacto radial constante con Laba, que estaba 8.000 pies más abajo, y lo dirigían hacia el aeropuerto más cercano, una pista de aterrizaje de 790 metros situada en el pueblo de Hanna, a 160 kilómetros de Calgary. El piloto del Cessna aún no estaba por completo coherente. Ahora, otra persona iba a tener que guiarlo a tierra.
EN SU avioneta, Russ Laba se sintió totalmente despierto, en apariencia consciente de lo que estaba sucediendo. Para prolongar su tiempo de vuelo, redujo el paso de la gasolina al motor. Pero sus radios de navegación no alcanzaban a captar el faro de Calgary, y no sabía dónde estaba. Oyendo las voces que le daban instrucciones por la radio, pensó: Ellos tan tranquilos y serenos, y yo estoy aquí sudando la gota gorda.
Más adelante tendría que seguir sudando. El combustible se había reducido a 38 litros en el tanque principal y a 45 en el de reserva. Pero ya estaba al alcance del faro de navegación de Calgary y se estaba acercando para salvar su vida. Seis minutos más tarde apareció de nuevo en el radar de Calgary. "Está a sólo 85 millas (135 kilómetros ) y maniobra muy bien", anunció el feliz Ripley.
Laba aún debía encontrar un aeropuerto antes de que se le agotara el combustible. Otro Cessna 310, operado por la compañía Gateway Aviation y conducido por Dean Dixon, un experimentado piloto de vuelos fletados, estaba a unos 160 kilómetros de distancia, pero se acercaba con rapidez. "Yo lo alcanzaré", comunicó Dixon a Ripley. A Laba le señaló por la radio: "Acaba de pasar usted sobre el aeropuerto de Hanna; está a unas 20 millas de Drumheller. Yo estaré allí y lo guiaré a este lugar".
Laba recobró la esperanza.
FALTABAN exactamente 15 segundos para las 19:50 horas, cuando Dixon encontró su objetivo. "Muy bien, lo tengo a la vista", le dijo a Laba por radio. "Estoy justo al lado de la punta de su ala izquierda".
Laba aún no podía ver a su acompañante. No sabía dónde estaba el aeropuerto y el marcador de la gasolina estaba llegando al punto crítico: 26 litros en un tanque y 34 en el otro. No puedo equivocarme de pista, pensó. Tengo que aterrizar bien la primera vez.
Luego, al este de Drumheller, vio el Cessna de Dixon. El aeropuerto estaba tres kilómetros al noroeste del pueblo, en un valle de poca profundidad. Pero Laba no vio la pista de aterrizaje a tiempo. Se elevó y voló en círculo "Sígame solamente", le indicó Dixon. "Haga todo lo que hago yo y no tendrá problemas".
Los dos Cessnas demoraron dos minutos en completar el círculo y se prepararon para, un nuevo intento.
—Muy bien; baje los alerones —le señaló Dixon.
—Bajo los alerones —repitió Russell Laba.
—Reduzca la velocidad —pidió.
—Reduzco la velocidad.
—Ponga el motor en descenso. Accione las bombas. Muy bien, lo consiguió, eso es.
Dixon elevó su avión para salir del camino.
Casí dos horas después de haber pedido auxilio por primera ocasión, Laba tocó tierra e hizo un perfecto aterrizaje. A bordo del vuelo 237 de Air Canada, que ahora iba de Calgary a Vancouver, el capitán Morrow anunció que el Cessna había aterrizado a salvo en Drumheller. Los pasajeros gritaron de alegría.
Laba apagó los motores, saltó de la cabina, se sentó en el ala, cerró los ojos y rezó por largo rato. Cuando miró hacia arriba vio a Dean Díxon, quien estaba volando otra vez en círculo y movía las alas del Cessna a manera de saludo, y que aterrizó detrás de él. Saltando del ala, corrió, tambaleándose, hacía Dixon. "Me salvó la vida, me salvó la vida", fue todo lo que se le ocurrió decir.