Publicado en
enero 26, 2014
Correspondiente a la edición de Enero de 1998
Aunque siempre y en todas las sociedades hubo adolescentes, sólo en la sociedad moderna, desde hace un siglo, los adolescentes aparecieron como un grupo social con una presencia y visibilidad inéditas.
Por José Sánchez. Parga/Fotos: José Avilés.
La peligrosa combinación del alcohol y el automóvil se ha convertido en uno de los más fuertes referentes de identidad de los adolescentes, y el que mejor les permite realizarse en la sociedad moderna: correr el riesgo. No es fácil explicar por qué y cómo este correr el riesgo significa en muchos casos correr un peligro, que a veces conduce al accidente mortal.
Mientras que en las sociedades europeas los accidentes de jóvenes al volante en estado etílico es del 15% de todos los accidentes de tránsito, en países latinoamericanos supera el 30%. Con el agravante que los accidentes de menores de edad son raros en aquellos países, y mucho más frecuentes en estos, haciendo que correr el peligro implique una transgresión.
De este problema adolescente, y del que los adolescentes son tan víctimas como culpables, no es inocente una sociedad que a su vez produce y sufre el malestar adolescente y sus transgresiones.
Aunque siempre y en todas las sociedades hubo adolescentes, sólo en la sociedad moderna, desde hace un siglo, los adolescentes aparecieron como un grupo social con una presencia y visibilidad inéditas. La razón principal de este fenómeno es obvia: la edad adolescente ha ampliado su duración, al ser más precoz la ruptura y distanciamiento de los jóvenes respecto de su familia, y al retrasarse cada vez más su integración a la sociedad adulta, su incorporación profesional y laboral, haciendo que el período de formación y de estudios se haya prolongado.
Que una fase de transición como es la edad adolescente se haya alargado con una mayor duración temporal puede generar una cierta angustia, pero esta angustia se vuelve traumática cuando desaparecen las señales de su inicio y conclusión. El drama adicional es que la sociedad moderna no sólo anticipa la edad adolescente y sus separaciones con la familia, sino que vuelve más difícil, más arriesgado y más incierto el futuro adolescente, y las condiciones de su integración laboral y profesional a la sociedad adulta.
Son muchas las razones que hacen del automóvil uno de los símbolos más característicos de las sociedades modernas: imaginario de la movilidad social, de la rapidez de los cambios, la supresión de las distancias, objeto de prestigio y de autonomía y libertad, que permite un uso privado de los espacios públicos.
El "carro" es además para el adolescente el objeto por el que se aleja del ámbito familiar para incursionar en el medio de la sociedad. Tanto más que el empleo del "carro" está por ley restringido a los adultos, y por ello se convierte en signo de ciudadanía, su manejo por los menores de edad es una transgresión. Si a dicha transgresión se añade la infracción a las leyes o normas de tránsito, el carro actúa como un arma peligrosa de la que el adolescente puede resultar tan víctima como culpable.
Según datos de la Organización Mundial de la Salud, en los países subdesarrollados el alcoholismo es causa directa del 30% al 50% de los accidentes de tránsito. Lo que en el caso de los jóvenes resulta superior al 75%. De esta trágica estadística son cómplices no sólo la familia sino también la sociedad, cuya opinión pública ha considerado que la embriaguez es un atenuante en los accidentes de tránsito, descargando de culpabilidad a los infractores o víctimas.
Ha sido necesaria la reciente reforma del Código Penal y Ley de Tránsito en Ecuador, para que el infractor en estado etílico sea declarado "culpable en la causa". Puesto que la transgresión se comete por el hecho de conducir el automóvil en estado alcohólico. Lo cual supone que tanto el adolescente, como la familia y la sociedad asuman las responsabilidades de lo que llamamos "síndrome suzuki".
No es posible aislar las agresiones y transgresiones adolescentes de la violencia y agresividad de una sociedad, que simultáneamente reprime su juventud y la libera de sus responsabilidades; que fuerza a los niños a ser adolescentes e impide a estos convertirse en adultos. La falta de un padre o ideal paterno, que represente la ley y el orden social, no proporciona a los jóvenes otra imagen sustitutiva que héroes rambotizados y superhombres robotizados.
Si, como sostiene el psicoanálisis, los hijos son siempre el síntoma de sus padres, también los adolescentes son el síntoma de la sociedad adulta.
Las sociedades antiguas marcaban el "pasaje adolescente"<.comi> con un doble ritual: de ruptura respecto de la infancia, de la familia, de las relaciones afectivas del parentesco, e integración respecto de la sociedad adulta, de los derechos y obligaciones que el joven asume en ella. Las sociedades modernas abandonan al adolescente a la deriva de su propia identidad y dejan que él mismo construya sus referentes de identificación. Así surge el riesgo con violencias y accidentes de que los jóvenes sacrifiquen la infancia que han sido; y sólo se sientan jóvenes a costa de su propio infanticidio, y sólo se sientan adultos sacrificando al adolescente que todavía llevan dentro. También la integración a la sociedad adulta adopta formas de transgresión contra ella.
Esta irrupción asocial de los jóvenes en la sociedad adulta les proporciona el trago y el volante, dos objetos muy emblemáticos del estado adulto.
En general pero sobre todo en nuestro país se ha atribuido al alcohol virtudes agresivas y efectos violentógenos. Lo cual se ha demostrado que es falso, ya que muchos borrachos y borracheras lejos de ser violentos son más bien pacíficos, amorosos y hasta llorones. En especial en la tradición andina la cultura del trago y la borrachera han desempeñado una función simbólica y ritual muy importante no sólo como agente de socialización y de control social sino también como vaselina de las relaciones sociales, atenuando o resolviendo los conflictos.
El alcohol podría tener más bien el doble efecto de desinhibir una agresividad ya existente, y sobre todo disculpar y descargar de responsabilidad la violencia que se ejerce en estado etílico. Esta hace que el trago se convierta en una muy pérfida coartada, la cual explica por qué el borracho no es agresivo porque se encuentra borracho, sino que se emborracha para actuar violentamente con toda impunidad.
Pero no ha sido la adolescencia sino la sociedad adulta quien ha hecho de la "farra" una necesidad alcohólica, cuya consumación es la borrachera, y donde no emborracharse representa una transgresión de la solidaridad con los otros emborrachados. Y la fuga de la farra etílica se prolongará y completará en esa otra fuga al volante del "carro".
Si, como sostiene el psicoanálisis, los hijos son siempre el síntoma de sus padres, también la adolescencia es el síntoma de la sociedad adulta.