Publicado en
enero 05, 2014
Mi tía Eulogia leyó una noticia que la inspiró: 30 mujeres, cansadas de sus maridos, los expulsaron del pueblo...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Roberto se quejaba amargamente ante el doctor, un siquiatra experimentado, que lo estaba analizando. Y el médico escuchaba con santa paciencia la historia.
—En mala hora llegó a sus manos un New York Times, doctor, en mala hora. Si yo hubiera sabido que iba a pasar lo que pasó, jamás habría llevado ese diario a mi casa, doctor, pero usted sabe que en esta ciudad a veces venden los diarios de los Estados Unidos y de otras partes, y lo compré y lo llevé a la casa para leerlo esa noche... pero con tan mala suerte que mi Eulogia, que en sus idas y venidas a los Estados Unidos ha aprendido a leer bastante bien el inglés, lo vio y se hundió en la lectura del diario, porque a ella también le gusta mucho.
—¿Y ahí fue cuando leyó lo del pueblo en Kenia? —preguntó el doctor encendiendo un cigarrillo y enredando su vista en el humo que subía hasta el techo como una paloma gris.
—Ahí. Estaba en las noticias internacionales.
—¿Y qué exactamente decía lo que su esposa leyó? —quiso saber el médico.
Y entonces Roberto le contó por décima vez y con todo lujo de detalles lo que mi tía había leído acerca de un pueblito en Kenia donde vivían tres docenas de mujeres. El pueblito se llamaba Umoja, que quería decir "unidad" en swahili. La noticia daba cuenta de cómo estas mujeres, cansadas de los maridos que las maltrataban y de los soldados ingleses, que en cuanto los maridos se descuidaban un poco les saltaban encima y las violaban, expulsaron a todos los hombres del pueblo, se organizaron entre ellas, aprendieron a fabricar collares que luego vendieron a los turistas, les pidieron protección a las autoridades locales y al cabo de un tiempo habían logrado algo único en la historia de la humanidad: un pueblo de mujeres solas, independientes, bien vestidas, bien alimentadas, con dinero suficiente para enviar a sus niños a un colegio, que vivían sin los maridos en las casas. Los maridos habían tenido que mudarse a un pueblo cercano, las mujeres habían alambrado Umoja y nadie podía entrar sin su con entimiento. Al cabo de un tiempo, y cuando les hizo falta un hombre con fuerza, contrataron a un jardinero que era el único hombre puertas adentro viviendo allí. Y como al cabo de otro tiempo se dieron cuenta de que para el amor sí necesitaban a los maridos, empezaron a dejarlos entrar. Solo por un par de horitas, y siempre y cuando vinieran con chocolates u otro regalito. Les permitían hacerles el amor, regalarles dulces, conversar un rato y luego, ciao, de vuelta a sus casas. Las mujeres estaban más sanas, más felices y rejuvenecidas, algunas habían mendigado, pero nunca más tuvieron que hacerlo.
—¿Y esa historia es cierta? —se interesó el médico.
—¿No le dije que apareció en el diario?
—Tiene razón, eso me dijo, y que su mujer la leyó, sí, sí...
—Por supuesto que la leyó.
—Ya, ya lo sé, pero ¿qué tiene que ver que ella haya leído esa noticia con el mal que lo aqueja? Es decir, usted no ha venido a verme porque su señora leyó el periódico, ¿verdad? —se lo dijo en un tono burlón, que a Roberto no le gustó.
¡Por supuesto que no había ido a verlo porque su mujer leía el diario! Había ido a verlo porque su mujer aplicó lo de las mujeres de Umoja en su barrio, con sus amigas, con sus hermanas, con toda la gente que los rodeaba. Las convocó un lunes, les habló de lo que pasaba en Umoja y las mujeres, entusiasmadas con la idea, se organizaron, buscaron un trabajo que les permitiera mantenerse, cambiaron a los niños a colegios más baratos, y una vez que fueron autónomas económicamente, les notificaron a los maridos, Roberto incluido, por supuesto, que debían buscarse otra casa, otro barrio y hasta otra ciudad. Ellas querían su espacio, su autonomía, su independencia.
—¿Están diciendo que van a vivir sin nosotros porque sí? ¿Porque se quieren de un día para otro? ¿Porque una loca lo leyó en el New York Times? —se escandalizaron los maridos.
Y una que se llamaba Antonia tomó la palabra y respondió por todas que sí, total, los maridos no servían más que para hacer el amor de vez en cuando.
Los hombres se miraron horrorizados y uno de ellos, que tenía pinta de más rico, más poderoso y más temible, pidió hablar con quien fuera la autora de esa descabellada idea.
—¡Eulogia! —gritaron a coro las mujeres, y mi tía dio un paso adelante y lo enfrentó con valentía.
El argumento más sólido que se le vino a la cabeza fue que con esa independencia, con ese espacio propio, con esa oportunidad para echarse de menos, muchos matrimonios iban a salvarse.
—Usted lo cree —casi ladró el hombre.
—Estoy segura —dijo mi tía—. Su propia esposa me ha dicho que ya no tiene esperanzas de que usted cambie, ¿por qué no le da la oportunidad de echarlo de menos, de querer verlo? ¿Por qué no le permite tener su espacio?
—¿Para qué necesitan espacio las mujeres? ¿Me lo puede decir, bruja de mal agüero? (el tipo estaba furioso). ¿No les basta con la peluquería, la sauna, el gimnasio, las tiendas y la masajista?
—Es un espacio en el alma, tonto, no en un centro comercial —intervino su propia mujer— en el alma, aquí. Y en el corazón, acá, y en la cabeza, por acá arriba, ¿me oyes? Es un espacio en el campo de las ideas, de las emociones.
—Eso —la secundó mi tía Eulogia encantada con esta interpretación del espacio propio, y pensó que esa noche le diría a Roberto esas exactas palabras.
Otras mujeres aplaudieron y el hombre bajó la cabeza, consciente de que allí no podría dar un golpe en la mesa, como hacía en la sala de reuniones de su empresa, porque estas brujas lo iban a matar.
Lo cierto es que las mujeres, empecinadas en tener maridos puertas afuera, cambiaron las cerraduras de las puertas e hicieron maletines con los pijamas, la pasta de dientes y la crema de afeitar, y se los entregaron a cada marido.
Los hombres estaban a punto de llorar.
—¿Pero qué hemos hecho, cómo nos van a expulsar de nuestra propia casa? Yo he sido un buen marido —balbuceaba uno, y otro le preguntaba a la esposa si acaso no se acordaba de lo bien que lo pasaban juntos en la cama y en todo lugar; hasta hubo uno que se puso a llorar en serio y se arrodilló, pero su mujer lo miró con ojos de verdugo y no se conmovió.
Roberto sintió que le iba a dar un infarto, se le apretó el pecho, esto era el fin, su fin, el acabose; los otros maridos le echaron la culpa por haberse casado con esa lunática, por haber comprado el New York Times, por no haberla encerrado en una clínica siquiátrica. por haberla soportado todos esos años. Ahora todos ellos pagaban el precio de su inconsistencia, de su estupidez, de su debilidad...
Y ahí fue cuando Roberto fue a parar a la consulta del siquiatra, pues su jefe se enteró de "su debilidad" y decidió bajarlo de puesto en la oficina "por tonto", le dijo, produciéndole una fatiga con sudor y todo.
—¡Está bien! Nos vamos de la casa. Pero ténganlo en cuenta: no vamos a volver; si les hacemos falta, tendrán que contentarse con un palo de escoba —declaró uno de los maridos y en ese momento se dieron valor unos a otros.
—Ya, compadre, hay que ser fuerte ante la adversidad —y recogieron las pocas cosas que las señoras habían metido en el maletín, sus pijamas, sus cepillos y su pasta de afeitar, y se fueron.
Los diarios del día siguiente publicaron una foto histórica, casi más histórica que Bernardo O'Higgins, Salvador Allende o Augusto Pinochet: una fila larga y más bien patética de maridos con su maletín en la mano en busca de algún lugar donde dormir. Los periodistas los seguían, les tomaban fotos y declaraciones, algunos de ellos bastante asustados de llegar a sus casas y encontrar que sus propias señoras ya se habían organizado con el vecindario...
—¿Y cómo lo han tomado sus hijos? —preguntaban, interesados.
—Mal, muy mal, imagínese, ¿cómo iban a tomarlo? Una casa sin papá es como un mar sin agua —contestó uno.
—¿Y por qué ustedes les hicieron caso? —quiso saber el editor de un diario.
—¡Ah!, es que usted no conoce a mi señora, no es cuestión de hacer o no hacer caso, no, mi amigo, ¿sabe a quién se parece mi vieja? A una iguana, ¿usted se pondría a discutirle a una iguana?
Al verlos, abandonados a su suerte, la gente se conmovió y les abrieron las puertas de sus casas, los invitaron a quedarse a dormir, les dieron un traguito para reconfortarlos, los atendieron como a reyes, la flaca de la esquina puso sacos de dormir en el living, invitó a unas cuantas amigas, compraron champán francés, brindaron con Moét Chandon y esa primera noche, los maridos desechados como lápiz, lo pasaron bomba.
Un mes más tarde, cuando las esposas tipo Umoja los llamaron, porque una cosa era que no estuvieran en la casa y otra muy distinta que nunca las vieran (una movidita de esqueleto no le haría mal a nadie, un par de horitas para recordar buenos tiempos)... se encontraron con la sorpresa.
—¡No! —contestaron ellos.
De ninguna manera. En su vida lo habían pasado mejor. Unos dormían en la casa de la flaca, otros en la de un amigo soltero, algunos en la de la rubia de la tintorería que había comprado tres camarotes... Durante el día estaban en la oficina, durante la noche, en buena compañía, había baile, vinos y quesos. ¡Esta sí que era la vida!
—Quédense con todo el espacio del mundo... —les dijeron.
Y nunca más volvieron.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MARZO 29 DEL 2005