TODA LA CARNE ES HIERBA (Clifford D. Simak)
Publicado en
enero 12, 2014
1
Cuando torcí en la calle del pueblo y entré en la carretera principal había un camión detrás de mí. Era uno de esos grandes camiones con remolque e iba realmente rápido. El límite de velocidad era de 45 kilómetros por hora en ese tramo de carretera, que cruzaba un extremo del pueblo, pero a esa hora de la mañana no era razonable esperar que nadie prestara atención a una señal de limitación de velocidad.
No me fijé demasiado en el camión. Iba a detenerme aproximadamente un kilómetro y medio más adelante, en el Johnny's Motor Court para recoger a Alf Peterson, que estaría esperándome, con sus aparejos de pesca preparados. Y tenía también otras cosas en que pensar—sobre todo en el teléfono y me preguntaba quién había llamado—. Distinguí tres voces y todo fue muy extraño, pero tenía la sensación de que podía haber sido una voz, modificada a las mil maravillas para hacer tres voces, y de que reconocería esa voz básica si tan sólo pudiera situarla. Y estaba Gerald Sherwood, sentado en su estudio, con dos paredes forradas de libros, hablándome de los proyectos que habían tomado forma, sin buscarlo, en su cerebro. Además de Stiffy Grant, que suplicó que no les dejara usar la bomba. Eso, por no mencionar la cuestión de los 1.500 dólares.
Carretera arriba se encontraba la residencia de los Sherwood, que se alzaba en lo alto de la colina, aunque casi oculta al romper el día, por la enorme masa de los robles que crecían alrededor de toda la edificación. Al mirar la colina, me olvidé del teléfono y de Gerald Sherwood con su cabeza atestada de proyectos en su estudio forrado de libros, y pensé en Nancy y en cómo había vuelto a encontrarme con ella, después de todos esos años transcurridos desde el instituto. Recordé aquellos días en que caminábamos de la mano, con un orgullo y una felicidad que no volverían, que sólo aparecen una vez; cuando el mundo es joven y el primer e intenso amor de juventud es puro y maravilloso.
La carretera que tenía por delante era clara y amplia; los cuatro carriles continuaban durante otros treinta kilómetros más o menos antes de reducirse a dos. No circulaba nadie en la carretera excepto un camión, que iba detrás de mí y avanzaba con bastante rapidez. Al ver los faros en mi retrovisor, entendí que dentro de un instante se desviaría para adelantarme.
Yo no conducía deprisa y sobraba espacio para que el camión me adelantara, no había ningún obstáculo y, entonces, choqué contra algo.
Fue como chocar con una fuerte goma elástica. No se oyó ruido ni estrépito algunos. El coche comenzó a disminuir de velocidad como si yo hubiera frenado. No podía ver nada y por un momento creí que le había sucedido algo al coche, que el motor se había estropeado, que los frenos se habían bloqueado, o algo por el estilo. Retiré el pie del acelerador y el coche se paró. Luego empezó a deslizarse hacia atrás, cada vez más aprisa, exactamente como si hubiera chocado con esa goma elástica y ahora ésta regresara bruscamente a su posición. Puse punto muerto porque olía a caucho mientras los neumáticos chirriaban sobre la carretera, y, tan pronto como quité la marcha, el coche salió despedido hacia atrás tan deprisa que fui arrojado contra el volante.
Detrás de mí, la bocina del camión sonó frenéticamente y los neumáticos aullaron sobre el asfalto al tiempo que el conductor hacía girar su vehículo para evitarme. El camión emitió un silbido al sobrepasarme a toda velocidad y, debajo del silbido, pude oír el caucho de los neumáticos rozando el firme, y todo él retumbaba furioso conmigo por causarle este problema. Entonces, cuando me adelantaba como un rayo, mi coche se detuvo en la cuneta.
En éstas, el camión chocó contra aquello con lo que yo había chocado, fuera lo que fuese. Pude oírlo cuando chocó. Produjo un leve "paf". Durante un solo instante, pensé que el camión atravesaría la barrera, o lo que fuera, pues era pesado y circulaba rápido. Durante unos segundos no hubo señales de que estuviera reduciendo la velocidad. Al poco comenzó a ir más despacio y vi las ruedas de ese gran camión con remolque resbalar y arquearse, de manera que parecían saltar sobre el asfalto, moviéndose todavía obstinadamente hacia adelante, pero aún sin pasar. Avanzó unos treinta metros más o menos respecto del punto donde yo me hallaba. Y en aquel momento el vehículo se detuvo y empezó a resbalar hacia atrás. Patinó suavemente un instante, con los neumáticos chillando sobre la calzada; luego, el remolque comenzó a doblarse. La parte posterior giró sobre sí misma y avanzó de costado por la carretera, dirigiéndose directamente hacia mí.
Yo me había quedado tranquilamente sentado en el coche, nada aturdido, ni siquiera demasiado sorprendido. Todo había sucedido tan deprisa que no tuve tiempo para sorprenderme. Sin lugar a dudas, había pasado algo raro, pero me parece que tenía la sensación de que al cabo de un rato lo comprendería y todo volvería a la normalidad.
Así que permanecí sentado en el coche, absorto observando lo que le sucedería al camión. Sin embargo, cuando éste se deslizó hacia atrás, carretera abajo, con el remolque doblado mientras resbalaba, cogí la manija de la puerta, la empujé con el hombro y salí rodando del asiento. Me di un golpe contra la calzada, me puse precipitadamente en pie y corrí.
A mi espalda, los neumáticos del camión chirriaban, luego se oyó un estrépito de metal, entonces salí de un salto de la cuneta, llena de hierba, y miré atrás. La parte posterior del camión había chocado contra mi coche y lo había empujado a la cuneta y ahora se volcaba a su vez, lenta, casi majestuosamente, en la cuneta, justo encima de mi coche.
—¡Eh, cuidado!—grité. No sirvió de nada, por supuesto, y sabía que no serviría de nada. Las palabras simplemente surgieron de mí.
La cabina del camión se había quedado sobre la carretera, pero estaba ladeada, con una rueda en el aire. El conductor estaba arrastrándose fuera de la cabina.
Era una mañana plácida y tranquila. Al oeste, algunos relámpagos de calor brincaban por el oscuro horizonte. Reinaba en el aire ese frescor que sólo se siente en una mañana de verano antes de que el sol se levante y que el calor se cierna sobre uno. A mi derecha, en el pueblo, los faroles estaban todavía encendidos, colgando quietos y brillantes, sin que los agitara brisa alguna. Era una mañana demasiado agradable, medité, para que sucediera nada.
No había coches en la carretera. Estábamos únicamente nosotros dos, el camionero y yo; y su camión en la cuneta, aplastando mi coche. Él caminó por la carretera en mi dirección.
Llegó hasta mí y se detuvo, mirándome, con los brazos en un gesto de impotencia.
—¿Qué demonios sucede? —preguntó—. ¿Con qué hemos chocado?
—No lo sé—dije.
—Siento lo de su coche—me dijo—. Informaré de ello a la compañía. Se harán cargo de él.
Permaneció en pie, sin moverse, actuando como si nunca fuera a moverse de nuevo.
—Fue lo mismo que chocar contra nada—manifestó—. Allí no hay nada.
Luego, poco a poco, se encolerizó.
—¡Por Dios que voy a averiguarlo!—juró.
Se volvió bruscamente y caminó airado por la carretera, en dirección hacia aquello con lo que habíamos chocado. Le seguí. El gruñía al igual que un cerdo enfadado.
Se dirigió directamente hasta la mitad de la carretera y golpeó la barrera, pero ahora rugía enloquecido y no iba a dejar que le impidiera el paso, así que siguió arrojándose contra ella y llegó bastante más lejos de lo que yo esperaba. Pero, al final, lo frenó y él permaneció allí por un momento, con su cuerpo ridículamente aplastado contra la nada, apretándose contra ella, y con sus piernas empujando como pistones bien engrasados en una tentativa de impulsarse a sí mismo hacia delante. En la tranquilidad de la mañana, sus zapatos rechinaban contra la calzada.
Entonces, la barrera lo expulsó. Lo despidió. Fue como si un viento repentino lo hubiera golpeado y lo empujara carretera abajo, dando tumbos. Al final, acabó medio apretujado bajo la parte frontal de la cabina.
Acudí a la carrera, lo agarré por los tobillos y lo saqué. Le hice ponerse en pie. Sangraba un poco allí donde se había rozado con el asfalto y su ropa estaba desgarrada y sucia. Pero ya no estaba enfadado; sólo estaba claramente asustado. Miraba carretera abajo como si hubiera visto un fantasma y todavía temblaba.
—Pero si allí no hay nada—exclamó.
—Vendrán otros coches—le hice observar—y está usted atravesado en la carretera. ¿No deberíamos poner banderas o algo?
Esto pareció hacerle reaccionar.
—Banderas—dijo.
Trepó al interior de la cabina y sacó unas cuantas banderas.
Caminé a su lado, mientras él las colocaba a lo largo de la carretera.
Dejó la última en el suelo y se puso en cuclillas junto a ella. Sacó un pañuelo y comenzó a limpiarse la cara.
—¿Dónde puedo hallar un teléfono?—preguntó—. Tendremos que conseguir ayuda.
—Alguien tiene que encontrar el modo de quitar la barrera de la carretera—dije—. Dentro de un rato habrá mucho tráfico. Habrá una cola de varios kilómetros.
Se frotó un poco más la cara. Tenía mucho polvo y grasa, además de sangre.
—¿Un teléfono?—repitió.
—Oh, en cualquier parte—le dije—. Vaya simplemente a una casa cualquiera. Le dejarán usar un teléfono.
Y aquí estamos—rumié, para mis adentros—, hablando sobre esa cosa como si se tratara de un obstáculo corriente en la carretera, como de un árbol caído o una alcantarilla estropeada.
—Dígame, en cualquier caso, ¿cómo se llama este pueblo? He de decirles desde dónde les llamo.
—Millville—le respondí.
—¿Vive usted aquí?
Asentí con la cabeza.
Se puso en pie y volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo.
—Bueno—dijo—, iré a buscar ese teléfono.
Quería que me ofreciera a ir con él, pero yo tenía otra cosa que hacer. Tenía que rodear el obstáculo de la carretera y llegar al Johnny's Motor Court y explicarle a Alf lo que me había retrasado.
Me quedé en la carretera y le vi alejarse despacio.
Después, di la vuelta y avancé por la carretera hacia aquello que detenía a los coches. Llegué hasta ello y me detuvo, ni brusca ni violentamente, sino con suavidad, como si estuviera decidido a no dejarme pasar bajo ninguna circunstancia, pero de un modo cortés y razonable. Alargué la mano y no encontré nada. Intenté restregar la mano, como para tocar una superficie, pero no había ninguna superficie, no había nada que restregar, absolutamente nada, únicamente esa suave presión que le alejaba a uno de lo que allí había, fuera lo que fuese.
Miré a un lado y a otro de la carretera y seguía sin haber tráfico, pero sabía que lo habría dentro de poco. Tal vez, me dije a mí mismo, debería colocar algunas banderas en el carril del tráfico en dirección este para advertir de que algo no iba bien. No tardaría más de uno o dos minutos en colocar las banderas, después de rodear el extremo de la barrera para dirigirme al Johnny's Motor Court.
En la cabina encontré dos banderas y bajé por la cuneta y trepé por la falda de la colina, describiendo una gran curva para salvar la barrera y, a pesar del rodeo, volví a tropezar con ella. Me alejé de ella y comencé a caminar a lo largo de la misma, trepando por la colina. Era agotador. Si la barrera hubiera sido algo sólido, no hubiese tenido problemas, pero dado que era invisible, seguí chocando con ella. Así fue como la recorrí, chocando con ella, alejándome después, volviendo a chocar más adelante.
Imaginaba que la barrera terminaría en cualquier momento, o que podría volverse menos gruesa. En un par de ocasiones traté de empujarla, pero estaba tan dura y fuerte como siempre. Una idea horrible iba tomando cuerpo en mi mente. Y cuanto más subía por la colina, más persistente era la idea. Fue en ese momento cuando dejé caer las banderas.
Oí más abajo el ruido de unos neumáticos que resbalaban y me giré a mirar. En el carril de dirección este, un coche había chocado contra la barrera, y, al rebotar, patinó de costado sobre ambos carriles. Otro coche, que circulaba detrás del primero, probó a moderar la marcha. No obstante o sus frenos eran malos o bien su velocidad era demasiado alta, pues no pudo parar. Mientras lo contemplaba, el conductor viró y se salió de la carretera, con las ruedas sobre la cuneta, y rebasó al coche que se deslizaba de lado. Después, topó con la barrera, pero su velocidad se había reducido y no penetró demasiado en ella. Paulatinamente, la barrera despidió al coche y éste derrapó hasta chocar con el otro y finalmente se paró. El conductor del primer coche salió y lo rodeó para llegar al segundo. Vi su cabeza inclinarse hacia arriba y me divisó. Agitó los brazos en mi dirección y gritó, pero yo estaba demasiado lejos para comprender lo que decía.
El camión y mi coche, que yacía aplastado debajo de aquél, seguían solos en los carriles de dirección oeste. Era curioso, se me ocurrió, que no hubiera pasado nadie más.
Una casa se recortaba en lo alto de la colina y por algún motivo no la reconocí. Tenía que ser la casa de alguien que yo conociera, puesto que había vivido en Millville toda la vida, a excepción del año que pasé en la universidad, y conocía a todo el mundo. No sé cómo explicarlo; por un momento, estuve hecho un lío. Nada me parecía familiar y estaba confuso; intentaba orientarme y averiguar dónde me encontraba.
El este se estaba iluminando y, dentro de treinta minutos, saldría el sol. Al oeste, se vislumbraba una gran y amenazadora masa de nubes y, en la base de la misma, pude percibir el rápido parpadeo de los relámpagos que acompañaban a la tormenta.
Permanecí allí, miré hacia el pueblo y comprendí a la perfección dónde me hallaba. La casa que había en lo alto de la colina era la de Bill Donovan. Bill era el basurero del pueblo.
Caminé a lo largo de la barrera, en dirección hacia la casa y, por un momento, calculé dónde se hallaba la casa en relación con la barrera. Era más que probable, calculé, que se encontrara precisamente dentro de ella.
Llegué a la valla y, después de saltarla, atravesé el sucio patio que llevaba a la desvencijada escalera posterior. Subí por ella con cuidado para llegar a la entrada y busqué un timbre. No había timbre. Alcé el puño y golpeé la puerta, luego esperé. Oí a alguien que se movía en el interior. Después, se abrió la puerta y Bill me miró fijamente. Era un hombre sucio, desmañado y su espeso cabello estaba erizado. Me observaba desde debajo de un par de agresivas cejas. Se había puesto los pantalones sobre el pijama, pero no se había subido la cremallera y llevaba un pedazo de pijama púrpura asomando. Iba descalzo y sus dedos se encogían un poco por el frío suelo de la cocina.
—¿Qué pasa, Brad?—quiso saber.
—No lo sé—respondí—. Algo sucede abajo, en la carretera.
—¿Un accidente?—preguntó.
—No, un accidente no. Te digo que no lo sé. Hay algo atravesado en la carretera. No se puede ver, pero está allí. Chocas contra ello y te frena. Es como una pared, pero no puedes tocarlo ni sentirlo.
—Entra—dijo Bill—. Te vendrá bien una taza de café. Conectaré la cafetera. De todos modos, es la hora del desayuno. La mujer se está levantando.
Buscó tras de sí y encendió de un golpe la luz de la cocina, a continuación se hizo a un lado para que yo pudiera entrar.
Bill se dirigió al fregadero. Cogió un vaso del mármol y abrió el grifo, luego esperó.
—Hay que dejarla correr hasta que se enfría —comentó. Llenó el vaso y me lo ofreció.
—¿Quieres beber?
—No, gracias—le contesté.
Se llevó el vaso a la boca y se lo bebió en un par de tragos que le chorrearon por las comisuras de los labios.
En algún lugar de la casa gritó una mujer. Aunque viva cien años, no olvidaré cómo era ese grito.
Donovan dejó caer el vaso sobre el suelo y se rompió, en una lluvia de cristal y gotas de agua.
—¡Liz!—gritó—. Liz, ¿qué sucede?
Desapareció precipitadamente de la habitación y yo permanecí allí, helado, con la vista fija en la sangre que había en el suelo, allí donde los pies desnudos de Donovan se cortaron con el vaso roto.
La mujer volvió a gritar, pero, esta vez, el grito fue apagado, parecía que gritase con la boca apretada contra una almohada o una pared.
Salí apresuradamente de la cocina y entré en el comedor, tropezando con algo a mi paso—un juguete, un taburete, no sé lo que era—y dando traspiés hasta mitad de la habitación para intentar recuperar el equilibrio, temeroso de caer y golpearme la cabeza contra una silla o una mesa.
Y volví a chocar con él, con ese mismo muro resistente con el que había chocado en la carretera. Me apreté contra él y empujé, irguiéndome sobre mis pies, permaneciendo en la oscuridad de la habitación con el horror de ese muro que me atenazaba el alma.
Podía sentirlo delante de mí, a pesar de que ya no lo tocaba. Y en tanto que antes, en la carretera, al aire libre, no era más que un prodigio demasiado grande para comprenderlo, aquí, bajo este tejado, en esta casa familiar, se convertía en una extraña pesadilla que le ponía a uno los pelos de punta.
—¡Mis niños!—chillaba la mujer—. ¡No puedo llegar a mis niños!
Ahora comencé a orientarme en la habitación con cortinas. Vislumbré un aparador y la puerta que daba al distribuidor de los dormitorios.
Donovan cruzaba la puerta. Estaba medio guiando, medio sosteniendo a la mujer.
—Intenté llegar hasta ellos—explicó fuera de sí—. Hay algo allí, algo que me detuvo. ¡No puedo llegar hasta mis niños!
Él la dejó en el suelo, la apoyó contra la pared y se arrodilló cariñosamente junto a ella. Me lanzó una mirada; en sus ojos latía un desconcertado y enojado terror.
—Es la barrera—le dije—. La que hay en la carretera. Pasa por en medio de la casa.
—No veo ninguna barrera—dijo él.
—Maldita sea, tío, no se ve. Simplemente está ahí, eso es todo.
—¿Qué podemos hacer?
—Los niños están bien—le aseguré, esperando estar en lo cierto—. Están justo al otro lado de la barrera. No podemos llegar hasta ellos y ellos no pueden llegar hasta nosotros, pero todo va bien.
—Me levanté para entrar a verles—acertó a decir la mujer—. Sólo me levanté para entrar a verles y había algo en el pasillo...
—¿Cuántos son?—pregunté.
—Dos—contestó Donovan—. Uno tiene seis años, el otro ocho.
—¿Hay alguien a quien puedan llamar? Alguien fuera del pueblo. Podrían venir y llevárselos para cuidar de ellos hasta que averigüemos qué es esa cosa. Este muro debe tener un final en algún sitio. Lo estaba buscando...
—Ella tiene una hermana—dijo Donovan—a cierta distancia carretera arriba. Seis o siete kilómetros.
—Tal vez podría llamarla.
Y cuando decía esto, otra idea me vino a la mente. Quizás no funcionara el teléfono. La barrera podía haber cortado las líneas telefónicas.
—¿Estás bien, Liz?—se interesó Bill.
Ella asintió en silencio, todavía sentada en el suelo, sin intentar levantarse.
—Voy a llamar a Myrt—dijo él.
Le seguí a la cocina y permanecí detrás de él mientras cogía el auricular del teléfono de pared; contuve mi respiración con la profunda esperanza de que hubiera línea. Y, por una vez, mi esperanza debió haber servido de algo, pues cuando el auricular estuvo fuera de la horquilla pude oír el débil zumbido de una línea en funcionamiento.
En el comedor, la señora Donovan sollozaba entre hipidos.
Donovan marcó el número, con sus dedos grandes, chatos y sucios de grasa, aparentemente torpes y poco fámiliarizados con la tarea. Finalmente lo consiguió.
Esperó con el teléfono pegado a la oreja. Yo podía oír sonar la señal en el silencio de la cocina.
—¿Eres tú, Myrt?—dijo Donovan—. Sí, soy Bill Tenemos un pequeño problema. Quisiera saber si tú y Jake podríais venir... No, Myrt, sólo es algo que no marcha. No puedo explicártelo. ¿Podríais venir y llevaros a los niños? Tenéis que venir por la parte delantera; no se puede entrar por la posterior... Sí, Myrt, sé que parece una locura. Hay una especie de muro. Liz y yo estamos en la parte trasera de la casa y no podemos llegar a la delantera. Los niños están ahí... No, Myrt, no sé lo que es. Pero haced lo que os digo. Los niños están allá arriba, solos, y no podemos llegar hasta ellos... Sí, Myrt, justo por en medio de la casa. Dile a Jake que se traiga un hacha. Esa cosa divide la casa en dos. La puerta principal está cerrada y Jake tendrá que destrozarla. O romper una ventana, si eso resulta más fácil... Claro, claro, sé lo que digo. Sencillamente id y hacedlo. Haced cualquier cosa para llevaros a los niños. No estoy loco. Te digo que hay algo raro. Algo extraño. Haz lo que digo, Myrt... No te preocupes por la puerta. Lo único que importa es simplemente destrozar esa maldita cosa. Sólo llevaos a los niños como podáis y mantenedlos a salvo por nosotros.
Colgó y dio la espalda al teléfono. Con el antebrazo se limpió el sudor de la cara.
—Maldita mujer—dijo—. No hacía más que quedarse ahí y discutir. Es una lagarta frívola. Bueno, ¿ahora qué hacemos?—preguntó mirándome fijamente .
—Seguir la barrera—dije—. Ver adónde va. Ver si podemos rodearla. Si encontramos un camino que la rodee, podremos salvar a sus niños.
—Iré con usted.
Hice un gesto hacia el comedor.
—¿Y va a dejarla aquí sola?
—No—dijo—. No, no puedo hacerlo. Usted vaya delante. Myrt y Jake vendrán y se llevarán a los niños. Alguno de los vecinos acogerá a Liz. Ya le alcanzaré. Tal como están las cosas, podría necesitar ayuda.
—Gracias—dije.
Fuera de la casa, la palidez del amanecer empezaba a extenderse sobre la tierra. Todo estaba pintado de ese brillo fantasmal, no del todo blanco, tampoco de ningún otro color definido, que señala el amanecer de un día de agosto.
Abajo en la carretera, un par de docenas de coches se apretujaban frente a la barrera del carril de dirección este y grupos de personas estaban inmovilizados. Oí una voz fuerte que resonaba continuamente en excitada conversación, uno de esos gritones agresivos que se encuentran en toda multitud. Alguien había encendido una pequeña hoguera de campamento en el pasillo que separaba los carriles. Dios sabe por qué, la mañana era realmente calurosa y el día iba a ser otro tanto.
Entonces recordé que quería ponerme en contacto con Alf y decirle que no iba a ir. Podría haber utilizado el teléfono que había en la cocina de Donovan, pero me había olvidado. Permanecí allí, indeciso, debatiendo si volver a entrar y pedir usar el teléfono. Me di cuenta de que ésa había sido la razón principal por la que había ido a la casa de Donovan.
Estaba ese montón de coches en el carril de dirección este y sólo el camión y mi abollado coche en el de dirección oeste y eso debía de significar, me dije, que el carril de dirección oeste estaba cortado, también, en algún lugar al este. Y ¿esto implicaría a su vez—me pregunté—que el pueblo estaba encerrado, rodeado por el muro?
Decidí no volver para hacer la llamada telefónica y caminé alrededor de la casa. Encontré de nuevo el muro y empecé a seguirlo. Ahora lo entendía. Era como sentir esa cosa junto a mí aunque me mantuviera a cierta distancia de ella, chocando sólo de cuando en cuando.
El muro evitaba bruscamente las afueras del pueblo, unas pocas casas aisladas al otro lado del mismo. Seguí caminando junto a él y crucé algunos caminos y un par de calles cortadas, sin salida, y aparecí finalmente en la carretera secundaria que venía de Coon Valley, a dieciséis kilómetros de distancia más o menos.
Al acercarse al pueblo, la carretera ascendía suavemente y, en la pendiente, justo al otro lado del muro, había un coche, un modelo antiguo algo deteriorado. Su motor todavía estaba en marcha y la puerta del lado del conductor estaba abierta, pero no había nadie dentro ni alrededor. Se diría que el conductor, tras chocar con la barrera, hubiera huido presa del pánico.
Mientras miraba el coche, los frenos comenzaron a ceder y el coche avanzó palmo a palmo, despacio al principio, más deprisa después, y, al final, los frenos cedieron por completo y el coche se precipitó por la colina, cruzó el muro que hacía de barrera y se estrelló contra un árbol. Cayó lentamente sobre su costado y una fina espiral de humo escapó de debajo del capó.
De todas formas, no presté demasiada atención al coche, puesto que había algo más importante. Eché a correr.
El coche había atravesado la barrera y bajado por la carretera para ir a chocar, lo cual significaba que no había barrera. ¡Había llegado al final de la misma!
Corrí por la carretera, exultante y aliviado, ya que había estado luchando contra la sensación de que la barrera tal vez discurría alrededor de todo el pueblo y había pasado un mal rato para vencerla por completo. Y en medio de mi exultación y alivio, volví a chocar con el muro. Lo golpeé con bastante fuerza, pues iba bastante rápido, seguro de que no estaba allí, pero con una prisa terrible por asegurarme de ello. Choqué tres veces antes de que me escupiera. Caí plano sobre mi espalda contra la cuneta y mi cabeza rebotó sobre la calzada. Vi un millón de estrellas.
Me di la vuelta, me puse a gatas y me quedé allí un momento, como un sabueso destripado, con la cabeza floja entre los hombros. La sacudí un par de veces para echar a las estrellas.
Oí el crepitar y el rugir de las llamas y ello me hizo incorporarme de un salto. Me encontraba aún bastante inseguro, pero, inseguro o no, me largué de allí. El coche ardía rápidamente; en cualquier momento, las llamas iban a alcanzar el depósito de la gasolina y el coche subiría hasta las nubes.
Con todo, cuando se produjo la explosión, no fue demasiado espectacular, tan sólo un furioso y sordo bufido y unas grandes llamaradas que se elevarían hacia el cielo. No obstante, fue lo bastante ruidosa para hacer que algunas personas salieran a ver qué ocurría. Doc Fabian y el abogado Nichols corrían por la carretera y detrás de ellos se agolpaban una pandilla de ruidosos chiquillos y una jauría de perros ladradores.
No les esperé, aunque ganas no me faltaron, pues tenía mucho que contar y allí había público. En realidad, algo más me impedía volver sobre mis pasos, tenía que continuar siguiendo la barrera y encontrar su final, si es que tenía un final.
La cabeza había empezado a aclarárseme, habían desaparecido todas las estrellas y podía pensar algo mejor.
Una cosa era evidente y clara: un coche podía cruzar la barrera cuando no había nadie en su interior, pero cuando estaba ocupado, la barrera lo frenaba en seco. Un hombre no podía atravesar la barrera, pero podía coger un teléfono para hablar con quien quisiera. Y recordé que había oído las voces de los hombres que gritaban en la carretera, las había oído muy claramente a pesar de que estaban al otro lado.
Recogí algunos palos y piedras y los arrojé contra la barrera. Pasaron volando a través de ella como si tal cosa.
La barrera tan sólo rechazaba una cosa y esa única cosa era la vida. ¿Y por qué demonios tenía que haber una barrera para dejar fuera, o encerrar, la vida?
El pueblo empezaba a despertar.
Vi a Floyd Caldwell salír a su porche posterior, vestido con una camiseta y un par de pantalones con los tirantes colgando. A excepción del viejo Doc Fabian, Floyd era el único hombre de Millville que llevaba tirantes. Eso sí, mientras que el viejo Doc llevaba unos negros, serios y estrechos, los de Floyd eran anchos y rojos. Floyd era el barbero y le tomaban mucho el pelo por sus tirantes rojos, pero a él no le importaba. Era el gracioso del pueblo y lo cultivaba todo el tiempo y probablemente no era mala cosa, pues le proporcionaba mucho trabajo entre los granjeros de fuera. Gente que podría haber ido perfectamente a Coon Valley a cortarse el pelo acudía, en cambio, a Millville para escuchar los chistes de Floyd y verle hacer el payaso.
Floyd permaneció en el porche trasero y se desperezó. Luego, observó con atención el tiempo y se rascó las costillas. Calle abajo, una mujer llamó al perro de la familia y un instante después oí el suave ruido de una puerta de mosquitera al cerrarse; supe que el perro estaba dentro.
Era extraño—discurrí—que no sonara ninguna alarma. Tal vez era porque poca gente aún sabía lo de la barrera. Acaso los pocos que lo habían descubierto estaban todavía un poco desconcertados. Tal vez la mayoría de ellos no podían creérselo. Quizás tenían miedo, al igual que yo, de armar demasiado revuelo al respecto hasta saber más sobre ella.
Pero esta tranquila mañana no podía durar demasiado. Dentro de poco, Millville sería un hervidero.
Ahora, mientras la seguía, la barrera atravesó el patio posterior de una de las casas más viejas del pueblo. En su tiempo, fue un lugar elegante, pero años de pobreza y abandono la habían dejado hecha una ruina.
Una anciana bajaba los escalones del inestable porche trasero, apoyando su frágil cuerpo en un bastón. Su cabello era fino y cano, y, a pesar de que brisa alguna removía el aire, las descuidadas puntas del mismo flotaban como un halo borroso alrededor de su cabeza.
Caminó por el sendero en dirección al pequeño jardín. Al descubrirme se detuvo y me escrutó con ojos de miope, con la cabeza ligeramente inclinada, al estilo de los pájaros. Sus ojos azul pálido brillaron a través del grosor de sus gafas.
—Brad Carter, ¿no es así?—me interrogó.
—Sí, señora Tyler—repuse—. ¿Cómo está usted esta mañana?
—Oh, tirando—me dijo—. Nunca estoy mejor. Adiviné que eras tú, pero mis ojos ya me fallan y nunca estoy segura.
—Es una bonita mañana, señora Tyler. Hace un tiempo magnífico.
—Sí—dijo—, así es. Estaba buscando a Tupper. Parece haberse vuelto a despistar. No le habrás visto, ¿verdad?
Sacudí la cabeza. Hacía diez años que nadie veía a Tupper Tyler.
—Es un chiquillo muy inquieto—agregó—. Siempre se despista. Lo confieso, ignoro qué hacer con él.
—No se preocupe—la consolé—. Volverá a aparecer.
—Sí—dijo—, supongo que sí. Siempre lo hace, ¿sabes?—Señaló con su bastón el lecho de flores moradas que crecían junto al camino.—Están muy bonitas este año—dijo—. Nunca las había visto tan bonitas. Se las compré a tu padre hace veinte años. El señor Tyler y tu padre eran muy buenos amigos. Lo recordarás, por supuesto.
—Sí—contesté—. Lo recuerdo muy bien.
—¿Y tu madre? Dime cómo está. Solíamos vernos con mucha frecuencia.
—Se le ha olvidado, señora Tyler—le dije tiernamente—. Mamá murió hace casi dos años.
—Oh, es verdad—exclamó—. Es cierto, soy muy olvidadiza. La vejez le hace esto a una. Nadie debería hacerse viejo.
—Debo irme—dije—. Me alegro de verla.
—Ha sido muy amable por tu parte venir a visitarme—dijo—. Si tienes tiempo, entra y tomaremos un poco de té. Ahora es tan raro que alguien venga a tomar el té... Supongo que es porque los tiempos han cambiado. Ya nadie tiene tiempo para el té.
—Siento no poder—me excusé—. Sólo pasaba un momento por aquí.
—Bueno—dijo—, ha sido muy amable por tu parte. Si por casualidad ves a Tupper, ¿te importaría decirle que viniera a casa?
—Por supuesto que lo haré—le prometí.
Me alegré de escapar de ella. Era bastante simpática, desde luego, pero estaba un poco loca. Durante todos esos años desde la desaparición de Tupper, había estado buscándole y siempre como si acabara de salir por la puerta, siempre muy tranquila y confiada en que volvería a casa en seguida. Bastante razonable al respecto y muy, muy dulce, tan sólo ligeramente preocupada por el hijo idiota que había desaparecido sin dejar rastro.
Tupper—rememoré—había sido como una peste; una peste para todo el mundo, por descontado, pero sobre todo conmigo. Le encantaban las flores y rondaba el invernadero que tenía mi padre, y mi padre, que era incapaz por naturaleza de ser desagradable con nadie, le había soportado a él y su permanente farfullar. Tupper me cogió cariño y, no importa lo que hiciera o dijera, iba siempre detrás de mí. El que fuera unos buenos diez años mayor que yo no importaba; mentalmente, Tupper nunca había superado la niñez. En el fondo de mi mente, todavía podía oír su alegre voz, estúpidamente feliz sin motivo, admirándose ante las flores o planteando cuestiones interminables y sin sentido. Yo le odiaba, claro, pero no había en realidad nada por lo que uno pudiera hacerle objeto de un gran odio. Tupper era meramente algo que uno tenía que tolerar. Pero intuía que nunca podría olvidar esa voz alegre y feliz, o su babear cuando farfullaba, o la costumbre que tenía de contarse los dedos—sabe Dios por qué lo hacía—, como si tuviera constantemente miedo de haber perdido uno en los últimos minutos.
El sol había salido y el mundo refulgía con una brillante luz; a mí, por minutos, se me acrecentaba el temor de que el pueblo estaba rodeado y aislado, de que alguien o algo, sin ninguna razón aparente, nos había encerrado en una jaula. Mirando atrás hacia el camino por el que había venido, veía que había estado avanzando dentro de una curva. Al mirar hacia adelante, la curva no era difícil de trazar.
¿Y por qué teníamos que ser nosotros?—me pregunté—. ¿Por qué un pueblo pequeño como el nuestro? Un pueblo que no difería de otros diez mil.
Aunque—consideré—eso podía no ser totalmente cierto. Eso era exactamente lo que hubiéramos dicho yo y tal vez todos los demás. Es decir, todos los demás a excepción de Nancy Sherwood —Nancy, que la noche anterior me había explicado la extraña teoría de que este pueblo nuestro era algo muy especial—. "¿Y podía estar en lo cierto?", me planteé. ¿Era nuestro pueblecito de Millville, en cierto modo, distinto de otros pueblecitos?
Justo enfrente estaba la calle en que yo vivía y mis cálculos me indicaron que se encontraba dentro de la barricada circundante.
Ir más allá no tenía sentido, discurrí. Sería una pérdida de tiempo. No necesitaba completar el círculo para convencerme de que estábamos encerrados.
Crucé el patio trasero de la parroquia presbiteriana y al otro lado de la calle estaba mi casa en medio de una masa confusa de flores y arbustos, con el invernadero abandonado en la parte trasera y el viejo jardín alrededor, un campo de flores moradas, esas mismas flores moradas que la señora Tyler había señalado con su bastón y había dicho que estaban bonitas esta temporada.
Oí el regular chirrido al llegar a la calle y supe que algunos chiquillos habían entrado a hurtadillas en el patio y jugaban con el viejo columpio del jardín, junto al porche.
Corrí por la calle, un poco enojado por el chirrido. Les había advertido, una y otra vez, que dejaran en paz ese columpio. Era un columpio viejo y desvencijado; un día de éstos uno de los postes o alguna otra cosa se rompería, con lo que, de resultas, uno de los chicos podía hacerse mucho daño. De hecho lo podría haber quitado, pero era reacio, pues era el columpio de mamá. Ella había pasado muchas horas en el patio, columpiándose suave y tranquilamente, mirando las flores.
El patio estaba rodeado por el viejo seto de lilas y no pude ver el columpio hasta llegar a la puerta.
Me apresuré hacia la puerta, la abrí violentamente y la crucé de dos zancadas; luego me detuve en seco.
No había niños en el columpio. Se trataba de un hombre y, a excepción de un ajado sombrero de paja colocado justo en lo alto de su cabeza, estaba desnudo como un arrendajo.
Me vio y sonrió con una estúpida sonrisa.
—Hola—dijo, con despreocupada felicidad. Y mientras babeaba, comenzó a contarse los dedos.
Y, al verle, ante el sonido de esa recordada pero durante largo tiempo olvidada voz, mi mente volvió pesadamente a la tarde anterior.
2
Ed Adler había venido esa tarde a cortar el teléfono y se sentía violento.
—Lo lamento, Bob—dijo—. No quiero hacer esto, pero he de hacerlo. Tengo una orden de Tom Preston.
Ed era amigo mío. Habíamos sido buenos compañeros en el instituto y buenos amigos desde entonces. Tom Preston también fue a la escuela con nosotros, por supuesto, pero no había sido amigo mío ni de nadie. Era un niño asqueroso y se había convertido en un hombre asqueroso.
Así son las cosas, filosofé. Los canallas eran siempre los que parecían salir adelante. Tom Preston era el director de la oficina de la compañía telefónica, Ed Adler trabajaba para él como instalador de teléfonos y reparador de averías; yo era un corredor de fincas y agente de seguros en bancarrota. No estaba allí porque yo quisiera, claro, sino porque tenía que hacerlo, porque no pagaba la factura del teléfono de mi oficina y estaba muy atrasado en el pago del alquiler.
Tom Preston tenía éxito, yo era un fracaso comercial y Ed Adler mantenía a su familia, pero no llegaba a ninguna parte. ¿Y los demás?, me preguntaba. Al resto de la pandilla del instituto, ¿cómo les iban las cosas? Y no podía contestar, pues no lo sabía. Se habían ido todos. En un pueblecito como Millville no había gran cosa que retuviera a un hombre. Probablemente, yo tampoco me hubiera quedado, de no haber sido por mamá. Dejé la escuela cuando papá murió y la ayudé con el invernadero hasta que mamá se reunió con papá. Y, para entonces, había estado tanto tiempo en Millville que resultaba duro marcharse.
—Ed, ¿tienes alguna vez noticias de alguno de los chicos?
—No—dijo Ed—. No sé dónde está ninguno de ellos.
—Estaban Skinny Austin y Charley Thompson y Marty Hall y Alf; no recuerdo el apellido de Alf—traté de recordar.
—Peterson—me aclaró.
—Sí, eso es—me acordé—. Me asombra que haya olvidado su nombre. Alf y yo lo pasábamos muy bien juntos.
Ed soltó el cordón y se puso en pie, con el teléfono colgando de la mano.
—¿Qué vas a hacer ahora?—quiso saber.
—Cerrar las puertas, supongo. No es sólo el teléfono. Es todo. Debo también el alquiler. Dan Willoughby, del banco, está muy triste por ello.
—Podrías dirigir el negocio desde casa.
—Ed—le dije secamente—, no hay ningún negocio. Jamás tuve ningún negocio. Nunca pude despegar. Perdí dinero desde el principio.
Me levanté, me calé el sombrero y salí del lugar. La calle estaba casi vacía. Había unos cuantos coches junto al bordillo y un perro olfateaba el poste de una farola. El viejo Stiffy Grant estaba apoyado frente a la taberna Happy Hollow, a la espera de que alguien le invitara a una copa.
Me sentía bastante deprimido. Por poco importante que fuera, el teléfono había presagiado el fin. Era algo que, para mí, resumía el fracaso que yo había sido. Uno puede seguir adelante durante meses y engañarse a sí mismo diciéndose que todo va bien y que al final funcionará, pero siempre aparece algo que uno no puede ignorar. Ed Adler, al desconectar el teléfono y llevárselo, había sido ese algo final que yo no podía ignorar.
Permanecí allí en la acera, mirando calle abajo, y sentí odio hacia el pueblo, no hacia su gente, sino hacia el propio pueblo, hacia el concepto geográfico impersonal de un lugar concreto.
El pueblo se extendía polvoriento, arrogante, pagado de sí mismo hasta lo imposible; me miraba y entendí que fue un error no emigrar cuando tuve oportunidad. Había intentado vivir en él porque lo quería de verdad, pero había sido ciego. Sabía lo que sabían mis amigos, los que se habían marchado; sin embargo, cerré los ojos a ese conocimiento cierto y seguro: no quedaba en Millville nada que lo retuviera a uno allí. Era un pueblo viejo que agonizaba, como mueren siempre las cosas viejas. Estaba siendo estrangulado por las rápidas y fáciles carreteras que se llevaban a los clientes a mejores zonas comerciales; se estaba muriendo con el declive de la agricultura marginal, se moría junto con las pequeñas granjas vacías de la falda de la colina, que ya no podían mantener a una familia. Era un lugar de elegante pobreza y tenía su porción de rancia singularidad, pero se moría igualmente, no obstante el fino olor a espliego y los impecables buenos modales.
Me desvié de la calle, para alejarme del polvoriento sector comercial, y me encaminé hacia el riachuelo que corría cerca del extremo este del pueblo. Allí hallé el viejo camino bajo los árboles y paseé por él, escuchando en el silencio del verano el gorgoteo del agua al fluir entre las orillas verdeantes de hierba y junto a los montones de grava. Mientras caminaba, me invadió el recuerdo de los años perdidos y medio olvidados. Allí, justo enfrente, estaba la charca del pueblo y, más abajo, el tramo de aguas poco profundas donde yo pescaba alevines con la red en primavera.
Alrededor del recodo del río se hallaba el lugar donde acampábamos. Encendíamos un fuego para asar las salchichas y tostar los marshmallows. Nos sentábamos sobre la hierba y veíamos hacerse la noche entre los árboles y sobre los prados. Al cabo de un rato salía la luna, convirtiendo el lugar en un sitio mágico, decorado por el enrejado de las sombras y la luz de la luna. Entonces, hablábamos en susurros y deseábamos que el tiempo transcurriera más despacio para retener más largamente la magia. Pero, a pesar de todos nuestros deseos, nunca sucedía, puesto que el tiempo, incluso en aquellos días, era algo que no se podía frenar ni detener.
Ibamos Nancy y yo, Ed Adler y Priscilla Gordon, además de, a veces, Alf Peterson que, me parecía recordar, en raras ocasiones traía dos veces a la misma chica.
Me quedé parado un momento en el camino y me esforcé por recordar; el brillo de la luna y el resplandor de las brasas del fuego; las suaves voces de las chicas y la blanda carne femenina; la envolvente ternura de ese milagro de juventud, el estremecimiento, la excitación y el agradecimiento. Busqué la oscuridad encantada y la dorada felicidad, o al menos sus fantasmas; todo cuanto pude recuperar fue su conocimiento intelectual, el saber que una vez habían existido y que no existían ya.
Así me quedé, con el borde desgajado de un recuerdo raído y un fracaso comercial. Supongo que entonces me enfrenté a ello con bastante honradez; era la primera vez que me enfrentaba a ello. ¿Qué haría a continuación?
Tal vez—pensé—debería haber seguido en el negocio del invernadero, por más que era una idea estúpida y una ilusión, ya que después de morir papá había sido, en todos los sentidos, un fracaso de empresa. Mientras vivía, nos había ido bien, pero entonces trabajábamos los tres, y papá era el tipo de persona que se entendía con todas las cosas vivientes. Las flores crecían y florecían bajo sus cuidados y él parecía saber exactamente qué hacer para mantenerlas verdes y sanas. De un modo u otro, yo no tenía maña. Conmigo, las plantas estaban poco frondosas y débiles en el mejor de los casos y siempre las atacaban plagas y parásitos y todo tipo de enfermedades.
De repente, mientras estaba allí, no sólo el río, sino también el camino y los árboles se volvieron viejos, del mismo modo que si hubiera entrado en un área del tiempo y del espacio en la que no tenía derecho a estar. Y más aterrador aún que Si se hubiera tratado de un sitio que no hubiera visto nunca, pues me constaba, en un rincón frío y lejano de mi cerebro, que había aquí un lugar que dominaba una parte de mí.
Di la vuelta y me puse en marcha camino arriba. Detrás de mí el miedo y el pánico me impelían a correr. Pero no corrí. Anduve incluso más despacio de lo que hubiera caminado normalmente, puesto que esto era una victoria que yo necesitaba y que estaba resuelto a conseguir, cualquier tipo de victoria pequeña y fútil, como caminar muy despacio cuando existía el impulso de correr.
De nuevo en la calle, lejos de las profundas sombras de los árboles, el calor y brillo del sol volvieron a poner las cosas en orden. No totalmente en orden, tal vez, pero tal como estaban antes. La calle era la de siempre. Había unos cuantos coches más y el perro había desaparecido. Stiffy Grant había cambiado su rincón de ganduleo. En lugar de apoyarse contra la taberna Happy Hollow, ahora lo hacía junto a mi oficina.
O, al menos, junto a lo que había sido mi oficina. Pues ahora sabía que no tenía motivo para esperar. Podía entrar ahora mismo, vaciar mi mesa y, después de cerrar la puerta, llevar la llave al banco. Daniel Willoughby se comportaría de un modo glacial, aun cuando me traía sin cuidado Daniel Willoughby. Claro, le debía un alquiler que no podía pagar y él probablemente se lo tomaría mal, pero había mucha otra gente en el pueblo que estaba en deuda con Daniel Willoughby sin demasiadas perspectivas de pagarle. Esto era lo que él había sembrado; esto, lo que recogía; y esta, la razón por la que estaba resentido con todo el mundo. Antes prefería ser como yo que parecerme a Daniel Willoughby, que paseaba por las calles machacado por el desprecio y el odio de todo el que le encontraba.
Bajo otras circunstancias, me hubiera alegrado detenerme y charlar un rato con Stiffy Grant. Podía ser el vago del pueblo, pero era amigo mío. Estaba siempre dispuesto a ir de pesca y conocía todos los lugares adecuados; además, su conversación era mucho más interesante de lo que puedan imaginar. De todos modos, en este preciso momento, no tenía ganas de hablar con nadie.
—Hola, Brad —me saludó Stiffy, cuando llegué hasta él—. ¿No llevarás un dólar encima por casualidad?
Hacía largo tiempo que Stiffy no me daba un sablazo y me sorprendió que lo hiciera ahora. Pues Stiffy Grant, fuera lo que fuese, era un caballero muy considerado. Nunca le pedía dinero a nadie a menos que pudiera dárselo. Stiffy tenía una aguda genialidad para saber exactamente cómo y cuándo podía sacarle dinero a alguien con seguridad.
Busqué en mi bolsillo y había un pequeño fajo de billetes y unas cuantas monedas. Saqué el pequeño fajo Y aparté un billete para él.
—Gracias, Brad—dijo—. No he tomado una copa en todo el día.
Se metió el dólar en el bolsillo de un remendado y ondeante chaleco y, raudo, cojeó calle arriba, de cabeza a la taberna.
Abrí la puerta de la oficina y cuando cerraba la puerta detrás de mí, el teléfono empezó a sonar.
Me quedé allí, como un tonto, pegado al suelo, mirando al teléfono.
Siguió sonando, así que contesté.
—¿El señor Bradshaw Carter?—preguntó la voz más agradable que haya oído nunca.
—Yo mismo—le informé—. ¿En qué puedo servirla?
Intuí que no era nadie del pueblo, pues me habría llamado Brad. Y, por otra parte, no había nadie que yo conociera que tuviera esa voz. Tenía la persuasiva suavidad de una belleza de la televisión que vendiera jabón o cosméticos; el timbre claro y sonoro que uno esperaba de una princesa de cuento de hadas.
—¿Es usted, quizás, Bradshaw Carter cuyo padre tenía un invernadero?
—Sí, eso es—confirmé.
—¿Y ya no se ocupa del invernadero usted mismo?
—No—dije—. Ya no.
Y entonces la voz cambió. Hasta ahora había sido dulce y muy femenina, pero ahora era masculina y seria. Como si hubiera estado hablando una persona, luego se hubiera marchado y otra persona totalmente diferente se hubiera puesto al teléfono. Y, sin embargo, por algún motivo, tenía la clara impresión de que no había habido cambio de persona, sino meramente un cambio de voz.
—Entendemos—dijo esta nueva voz—que podría estar usted libre para hacer un trabajo para nosotros.
—Bueno, sí, lo estoy—acepté—. Pero, ¿qué sucede? ¿Por qué ha cambiado su voz? ¿Con quién hablo?
Era una tontería preguntarlo, pues, fuera cual fuese mi impresión, ninguna voz humana podía haber cambiado tan completa y abruptamente. Tenían que ser dos personas.
Pero la pregunta no obtuvo respuesta.
—Tenemos la esperanza—dijo la voz—de que nos represente. Ha sido usted altamente recomendado.
—¿En calidad de qué?—quise averiguar.
—De diplomático—concretó la voz—. Creo que ésa es la palabra adecuada.
—Pero yo no soy un diplomático. No tengo...
—Nos entiende mal, señor Carter. No comprende. Quizás debería explicarle un poco. Tenemos contactos con mucha de su gente. Nos sirven de muchas maneras. Por ejemplo, tenemos un grupo de lectores...
—¿Lectores?
—Eso es lo que he dicho. Gente que lee para nosotros. Leen muchas cosas, sabe. Cosas de mucho interés. La Encyclopaedia Britannica y el diccionario de Oxford y muchos libros de texto distintos. Literatura e historia. Filosofía y economía. Y es todo muy interesante.
—Pero podrían leer esas cosas ustedes mismos. No hay necesidad de lectores. Todo cuanto han de hacer es comprar unos cuantos libros...
La voz suspiró con resignación.
—Usted no comprende. Está precipitándose a sacar conclusiones.
—Muy bien, pues—dije yo—. No comprendo, dejémoslo. ¿Qué quieren de mí?, teniendo en cuenta que soy un lector malísimo.
—Querernos que nos represente. Querríamos, en primer lugar, hablar con usted para que nos dé su apreciación de la situación, y, a partir de ahí, podemos...
Hubo más, pero no escuché. Pues ahora, de repente, sabía lo que me había parecido tan extraño. Lo había visto todo el tiempo claro, pero, hasta ese momento, no fui enteramente consciente de ello. Había demasiadas otras cosas: el teléfono cuando no debería haber teléfono, el repentino cambio de voces, el disparatado curso de la conversación. Mi cabeza había estado demasiado ocupada para comprender tantas cosas en su totalidad.
Pero, ahora, lo extraño del teléfono se reveló con fuerza y lo que la voz pudiera estar diciendo se convirtió en un sonido confuso. Este no era el teléfono que había sobre la mesa una hora antes. Este teléfono no tenía disco ni ningún cable conectado a la toma de la pared.
—¿Qué ocurre?—grité—. ¿Con quién hablo? ¿Desde dónde llama?
E intervino otra voz, ni femenina ni masculina, ni seria ni simpática, sino una voz vacía que era algo jocosa, pero sin rastro de carácter en su esencia.
—Señor Carter—dijo la voz vacía—, no debe alarmarse. Cuidamos de los nuestros. Tenemos mucha gratitud. Créanos, le estamos muy agradecidos
—¿Agradecidos por qué?—me sorprendí.
—Vaya a ver a Gerald Sherwood—repuso la voz vacía—. Le hablaremos de usted.
—Mire—chillé—, no sé qué pasa, pero...
—Hable con Gerald Sherwood—insistió.
Luego el teléfono calló. Por completo. No había señal en el cable. Había sólo un vacío
—Hola—grité—. Hola, sea quien sea.
Pero no hubo respuesta.
Aparté el receptor de mi oreja y me quedé con él en la mano, buscando en mi memoria algo que sabía estaba allí. Esa voz final, conocía esa voz. La había oído en alguna parte. Pero me falló la memoria.
Volví a poner el receptor en la horquilla y cogí el teléfono. Era, en apariencia, un teléfono corriente, excepto que no tenía disco y estaba totalmente desconectado. Busqué una marca o el nombre de un fabricante y no había nada de eso.
Ed Adler había venido a llevarse el teléfono Lo desconectó y estaba de pie, con él colgando de la mano, cuando yo me fui de paseo.
Cuando regresé y oí sonar el teléfono y lo vi sobre la mesa, lo que me pasó por la cabeza (ilógico, pero la única explicación posible) fue que, por alguna razón, Ed había vuelto a conectar el teléfono y no se lo había llevado. Tal vez a causa de su amistad hacia mí, deseoso, tal vez, de ignorar una orden para que yo pudiera conservar el teléfono. O, quizás, que Tom Preston podía haberlo reconsiderado y había decidido concederme un poco más de tiempo. O incluso que algún benefactor desconocido se había presentado para pagarme la factura y salvarme el teléfono.
Pero ahora comprendí que no había sido ninguna de estas cosas. Este teléfono no era el teléfono que Ed había desconectado.
Alargué la mano, tomé el receptor de la horquilla y me lo puse al oído.
La voz seria me habló. No dijo "hola", no preguntó quién llamaba.
—Está claro, señor Carter, que sospecha de nosotros. Entendemos muy bien su confusión y su falta de confianza en nosotros. No le culpamos por ello, pero, sintiéndose como se siente, es inútil seguir conversando. Hable primero con el señor Sherwood y luego vuelva y hable con nosotros.
La línea enmudeció de nuevo. Esta vez no grité para conseguir que la voz reapareciera. Adiviné que era inútil. Volví a poner el receptor en la horquilla y aparté el teléfono.
Vea a Gerald Sherwood—había dicho la voz—, y luego vuelva y hable. ¿Y qué demonios podía tener que ver Gerald Sherwood con esto?
Me acordé de Gerald Sherwood y parecía ser la persona menos susceptible de estar mezclada en un asunto como éste.
Era el padre de Nancy Sherwood y, en cierto modo, un industrial, hijo del pueblo, que vivía en la vieja casa solariega situada en lo alto de la colina, a las afueras. A diferencia del resto de nosotros, no se relacionaba con el pueblo. Poseía y dirigía una fábrica en Elmore, una ciudad de unos treinta o cuarenta mil habitantes situada a ochenta kilómetros de distancia. En realidad, la fábrica no era suya; la heredó de su padre y, en el pasado, se dedicó a la fabricación de maquinaria agraria. Pero hacía algunos años, el negocio de la maquinaria agrícola se había derrumbado y Sherwood pasó a producir una amplia variedad de aparatos. No tenía ni idea de qué tipo de aparatos, nunca había prestado demasiada atención a la familia Sherwood, menos en una época, en los últimos tiempos del instituto, cuando tenía un interés algo más que fortuito en la hija de Gerald Sherwood.
Era un ciudadano serio, acomodado y bien aceptado. Pero, dado que él, y su padre antes que él, no se ganaban la vida en el pueblo, dado que la familia Sherwood siempre había tenido dinero, aunque no fuera lo que se dice rica, mientras que el resto de nosotros éramos pobres, siempre se les considero como poco menos que extranjeros. Sus intereses no eran propiamente los del pueblo; no estaban tan vinculados a la comunidad como el resto de nosotros. Así que se mantenían aparte, quizá no tanto porque ellos quisieran cuanto porque nosotros les obligábamos a ello.
¿Qué tenía que hacer entonces? ¿Ir a casa de Sherwood y hacer el papel del tonto del pueblo? ¿Irrumpir y preguntarle qué sabía acerca de un teléfono chiflado?
Miré mi reloj y eran sólo las cuatro. Aunque decidiera salir y hablar con Sherwood, no podía hacerlo hasta última hora de la tarde. Era mas que probable, me dije, que no volviera de Elmore hasta las seis más o menos.
Abrí el cajón de la mesa y empecé a sacar mis cosas. Luego, las guardé de nuevo y cerré el cajón. Tenía que conservar la oficina hasta algún momento de esa noche ya que tenía que venir a hablar con la persona (¿o las personas?) por el teléfono de pesadilla. Después de que oscureciera, Si quería, podría salir con el teléfono y llevármelo a casa. Pero no podía andar por las calles a la luz del día con un teléfono bajo el brazo.
Salí y caminé calle abajo. No sabía qué hacer y me quedé un momento parado en la primera esquina para tomar una decisión. Podía irme a casa, claro, pero me repugnaba hacerlo. Se parecía demasiado a buscar un agujero en el que esconderse. Podía ir al ayuntamiento, allí encontraría a alguien con quien hablar. Aunque cabía también la posibilidad de que Hiram Martin, el policía del pueblo, fuera el único que estuviera por allí. Hiram querría que jugara con él una partida de damas y yo no estaba de humor para jugar a las damas. Hiram era, por añadidura, muy mal perdedor y uno tenía que consentir que ganara para evitar que se pusiera antipático. Hiram y yo nunca nos habíamos llevado demasiado bien. Fue un matón en el patio de la escuela, y él y yo nos peleábamos una docena de veces al año. Siempre me ganaba, pero nunca me hacía decir que había sido vencido, y nunca me vencía. Tenías que dejar que Hiram te venciera una o dos veces al año y luego admitir que habías sido vencido y él te dejaba ser su amigo.
Y había también la posibilidad de que Higman Morris estuviera allí, y, en un día como éste, no podría soportar a Higgy. Higgy era el alcalde, un pilar de la iglesia, un miembro de la junta directiva de la escuela, consejero del banco y un gran tragavirotes. Incluso en mis mejores días, Higgy era un rollo; le evitaba siempre que podía.
O podía llegarme a la oficina del Tribune y pasar una hora más o menos con el director, Joe Evans, que no estaría demasiado ocupado, puesto que el periódico había sido publicado esa mañana. Pero Joe no hablaría más que de la política del condado y la propuesta de construir una piscina y otras muchas cosas de vivo interés público y, de una forma u otra, yo no podía prestar mucho interés por ninguna de ellas.
Pasaría por la taberna Happy Hollow, decidí, me sentaría en uno de los bancos de atrás y me tomaría una cerveza o dos mientras mataba el rato e intentaba pensar. Mis finanzas no me permitían beber, pero un par de cervezas no me harían mucho más pobre de lo que ya era y, a veces, hay una enorme dosls de consuelo en un vaso de cerveza. Aún era temprano para que hubiera demasiada gente en el local y estaría solo. Con casi entera seguridad, Stiffy Grant se encontraría allí, gastándose el dólar que le había dado. Pero Stiffy era un caballero y una persona sobremanera perspicaz. Si veía que quería estar solo, no me molestaría.
La taberna estaba oscura y fría, así que tuve que andar a tientas, después de entrar y abandonar el resplandor de la calle. Llegué al banco del fondo y vi que estaba vacío, me senté. Había algunas personas en uno de los bancos de enfrente, pero nadie más.
Mae Hutton se acercó desde detrás de la barra.
—Hola, Brad—dijo—. No te vemos muy a menudo por aquí.
—¿Estás cuidándole el local a Charley?—le pregunté.
Charley era su padre y el propietario de la taberna.
—Está durmiendo la siesta—me explicó ella—. No hay demasiado trabajo a esta hora del día. Puedo hacerme cargo.
—¿Me traes una cerveza?
—Claro. ¿Grande o pequeña?
—Que sea grande—preferí.
Me sirvió la cerveza y volvió detrás de la barra. El lugar era tranquilo y silencioso, no era elegante e incluso un poco sucio, pero tranquilo. Enfrente, el brillo de la calle creaba un torrente de luz, que se desvanecía antes de llegar demasiado lejos, como si fuera absorbido por la discreta oscuridad que acechaba dentro del edificio.
Un hombre que estaba sentado en el banco que había justo enfrente se puso en pie. No le había visto al entrar. Probablemente había estado sentado en la esquina, contra la pared. Sostenía un vaso medio vacío, se giró y me lanzó una mirada. Entonces, dio uno o dos pasos hacia mi banco. Levanté la vista y no le reconocí. Mis ojos no se habían adaptado todavía al lugar.
—¿Brad Carter? —preguntó—. ¿Eres Brad Carter?
—Sí, lo soy—asentí.
Dejó su vaso sobre la mesa y se sentó frente a mí. Y, al hacerlo, esas facciones semejantes a las de un zorro encajaron y supe quién era.
—¡Alf Peterson! —exclamé, sorprendido—. Ed Adler y yo estuvimos hablando de ti hace sólo una hora, más o menos.
Me tendió la mano y yo se la estreché, contento de verle, sorprendentemente contento por encontrar a este hombre salido del pasado. Su apretón de manos fue firme y fuerte; presentí que también se alegraba de verme.
—Dios mío—dije—. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Seis años—me dijo—. Puede que más.
Permanecimos allí sentados, mirándonos el uno al otro, en esa incómoda pausa que se produce entre viejos amigos después de años sin verse el uno al otro, ninguno de los dos demasiado seguro de lo que había que decir, buscando un terreno firme y común para iniciar una conversación.
—¿Has venido por unos días?—me interesé.
—Sí—confirmó—. De vacaciones.
—Deberías haberme buscado de inmediato.
—Llegué hace tres o cuatro horas.
Era extraño, pensé, que hubiera vuelto a Millville, pues no tenía a nadie aquí. Su familia había emigrado, a algún lugar del este, hacía varios años. No eran gente de Millville. Vivieron en el pueblo sólo cuatro o cinco años, el tiempo que su padre trabajó como ingeniero en el proyecto de una carretera.
—Te quedarás en mi casa—le propuse—. Hay mucho sitio. Estoy completamente solo.
—Me alojo en un hotel al oeste del pueblo. Johnny's Motor Court, lo llaman.
—Deberías haber venido directamente a mi casa.
—Lo hubiera hecho—dijo—, pero no lo sabía. No sabía que estuvieras en el pueblo. Aunque estuvieras, me figuré que te habrías casado. No quería irrumpir de golpe.
Meneé la cabeza.
—Nada de eso—rechacé.
Ambos tomamos un sorbo de cerveza.
Dejó su vaso.
—¿Cómo te van las cosas, Brad?
Mi boca se preparó para mentir y, entonces, me detuve. Qué demonios, pensé. Ese hombre que había frente a mí era el viejo Alf Peterson, uno de mis mejores amigos. No había razón para contarle una mentira. Aquí no entraba el orgullo. Era un amigo demasiado bueno para que anduviera mezclado el orgullo.
—No muy bien—le confesé.
—Lo siento, Brad.
—Cometí un gran error—dije—. Debería haberme marchado de aquí. En Millville no hay nada, para nadie.
—Querías ser artista. Solías divertirte dibujando y estaban esos cuadros que pintabas.
Hice un movimiento para alejar todo eso.
—No me digas—medió Alf Peterson—que ni siquiera lo intentaste. Habías decidido ir a una escuela el año que nos graduamos.
—Sí—reconocí—. Fui un año a la escuela. Una escuela de bellas artes en Chicago. Luego mi padre murió y mi madre me necesitaba. Y no había dinero. A menudo me he preguntado cómo consiguió papá lo suficiente para mandarme aquel año.
—¿Y tu madre? Dijiste que estabas solo.
—Murió hace dos años.
Hizo un gesto con la cabeza.
—Y sigues ocupándote del invernadero.
Negué con la cabeza.
—No tuve éxito. No había gran cosa que hacer. He estado vendiendo seguros e intentando manejar bienes raíces. Pero es inútil, Alf. Mañana por la mañana cerraré la oficina.
—¿Y después qué?—preguntó.
—No lo sé. No he pensado en ello.
Alf le indicó a Mae que trajera otra ronda de cervezas.
—No crees—dijo—que haya nada por lo cual quedarse.
Meneé la cabeza.
—Está la casa, por supuesto. Odiaría venderla. Si me marchara, simplemente la cerraría. Pero no hay ningún sitio al que quiera ir, Alf, ése es el problema. No sé si me explico demasiado bien. He estado aquí un año o dos de más; llevo Millville en la sangre.
Alf asintió con la cabeza.
—Creo que te entiendo. También se metió en mi sangre. Es la razón por la que he regresado. Y ahora dudo de si debería haberlo hecho. Claro que estoy contento de verte, y tal vez de ver a otra gente, pero a pesar de ello tengo la sensación de que no debería haber venido. El lugar parece vacío. Absolutamente vacío, si entiendes lo que quiero decir. Es posible que esté como siempre, pero da esta sensación de vacío.
Mae trajo las cervezas y retiró las vasos vacíos.
—Brad, tengo una idea—apuntó Alf—, si te interesa.
—Claro—dije—. ¿Por qué no?
—Me marcharé dentro de un día más o menos —anunció—. ¿Por qué no vienes conmigo? Trabajo en una especie de proyecto disparatado. Habría sitio para ti. Conozco al supervisor y podría hablar con el.
—¿Para hacer qué?—indagué—. Tal vez se trataría de algo que yo no podría hacer.
—No se—dudó Alf—si puedo explicarlo de una forma muy lógica. Se trata de un proyecto de investigación, un proyecto de... pensar. Te sientas en una cabina y piensas.
—¿ Piensas?
—Sí. Suena a una locura, ¿no? Pero no es lo que parece. Te sientas en una cabina y te dan una tarjeta que tiene impresa una pregunta o un problema. Entonces te concentras en ese problema y has de pensar en voz alta, como si hablaras contigo mismo, discutiendo a veces contigo mismo. Los primeros días te sientes cohibido, luego lo superas. La cabina está insonorizada y nadie puede verte ni oírte. Supongo que hay una grabadora de alguna clase que registra lo que se te ocurre, pero, si la hay, no está a la vista.
—¿Y te pagan por ello?
—Y bastante bien—se jactó Alf—. Un hombre puede arreglárselas con eso.
—Pero, ¿para qué sirve?
—No lo sabemos—dijo él—. No es que no lo hayamos preguntado. Pero ésa es la condición del empleo, que no sepas de qué va. Es algún tipo de experimento, me figuro. Imagino que está financiado por una universidad o por algún grupo de investigación. Nos dicen que, si supiéramos de qué se trata, influiría en nuestra forma de pensar. Un hombre podría modelar inconscientemente su pensamiento para adaptarse a la finalidad de la investigación.
—¿Y los resultados?—me interesé cada vez mas.
—No nos cuentan los resultados. Cada pensador debe tener una determinada pauta y, si tú conocieras esa pauta, podría influir en ti. Procurarías ajustarla a tu propia pauta personal, ser consistente, o habría una tendencia a salirse de ella. Si no conoces los resultados, no puedes adivinar la pauta y entonces no hay ningún peligro.
Pasó un camión por la calle y su estruendo resonó en el silencio de la taberna. Y después de que pasara, hubo un zumbido de moscas en el techo. Los parroquianos de enfrente, aparentemente, se habían ido, o por lo menos ya no hablaban. Busqué a Stiffy Grant y no estaba allí. Recordé que no le había visto y era extraño, pues acababa de darle el dólar.
—¿Dónde está ese lugar?—volví a la conversación.
—En Mississippi; Greenbriar, Mississippi. Es un pueblecito. En realidad, es muy similar a Millville. Sólo un pueblecito, tranquilo, polvoriento y caluroso. Dios mío, qué caluroso es. Pero en el centro del proyecto hay aire acondicionado. No se está mal allí.
—Un pueblecito—me sorprendí—. Qué raro que haya un sitio así en un pueblo pequeño.
—Camuflaje—dijo Alf—. Quieren mantenerlo en secreto. Nos han pedido que no hablemos de ello. ¿Y dónde podrías ocultarte mejor que en un lugar pequeño? Nadie imaginaría que hubiera un proyecto de tal calibre en un pueblo aislado.
—Pero tú eras forastero...
—Claro, gracias a eso conseguí el trabajo. No querían a demasiada gente del lugar. Todos ellos hubieran tenido tendencia a pensar de forma muy parecida. Se alegran de encontrar a alguien de fuera del pueblo. Abundan los forasteros en el proyecto.
—¿Y antes de eso?
—¿Antes de eso? Ah, sí, entiendo. Antes de eso hubo de todo. Fui de un sitio a otro, vagué por ahí. Nunca permanecí demasiado tiempo en ningún sitio. Un trabajo durante unas cuantas semanas aquí, otro unas cuantas semanas algo más allá. Se puede decir que fui a la deriva. Trabajé en algo concreto una temporada, lavé platos durante algún tiempo cuando se acabó el dinero y no había nada más que hacer. Fui jardinero de una gran finca en Louisville un mes o dos. Recogí tomates, pero uno puede morirse de hambre con un trabajo así, y entonces lo dejé. Hice muchas cosas. Pero he estado en Greenbriar once meses.
—El empleo no puede durar para siempre. Dentro de un tiempo tendrán todos los datos que necesitan.
Asintió con la cabeza.
—Lo sé. Odiaré que se acabe. Es el mejor trabajo que he tenido nunca. ¿Qué te parece, Brad? ¿Vendrás conmigo?
—Tendré que meditarlo—repuse yo—. ¿No puedes quedarte un par de días más?
—Supongo que sí—dijo Alf—. Tengo dos semanas de vacaciones.
—¿Te gustaría ir de pesca?
—Nada me gustaría más.
—¿Qué te parecería que saliéramos mañana por la mañana? ¿Que nos fuéramos al norte una semana más o menos? Debe de hacer fresco allá arriba. Tengo una tienda de campaña y un equipo de acampada. Intentaremos encontrar un lugar donde pescar algunos lucios.
—Me parece estupendo.
—Podemos usar mi coche—añadí.
—Yo pagaré la gasolina—ofreció Alf.
—En mi situación—dije—, te lo permitiré.
3
Si no hubiera sido por su frente de columnas y la reluciente barandilla blanca de la galería en lo alto del tejado, la casa hubiera sido sencilla y sobria. Hubo una época, rememoré, en que pensaba en ella como la casa más bonita del mundo entero. Pero hacía seis o siete años que no iba a casa de los Sherwood.
Aparqué el coche, me bajé y me quedé un momento parado, observando la casa. Todavía no era noche cerrada y las cuatro grandes columnas brillaban suavemente a la muriente luz del día. No había luces en la fachada cenital, pero pude distinguir que las habían encendido en algún lugar de la parte trasera.
Subí los pequeños escalones y crucé el porche. Encontré el timbre y llamé.
Unos pasos resonaron por el vestíbulo, los pasos apresurados de una mujer. Era más que probable que fuera la señora Flaherty. Había sido el ama de llaves de la familia desde la época en que la esposa de Sherwood abandonó la casa para no volver jamás.
Sin embargo, no era la señora Flaherty. La puerta se abrió y allí estaba ella, más madura de lo que la recordaba, más equilibrada, y más guapa que nunca.
—¡Nancy!—exclamé—. ¡Vaya, tú debes de ser Nancy!
No era lo que hubiera dicho de haberlo preparado.
—Sí—dijo—, soy Nancy. ¿Por qué estás tan sorprendido?
—Porque pensé que no estabas aquí. ¿Cuándo volviste a casa?
—Ayer mismo.
Y no me reconoce—pensé yo—. Sabe que debería conocerme. Intenta hacer memoria.
—Brad—pronunció, con lo que demostró que yo estaba equivocado—, es una tontería que te quedes ahí. ¿Por qué no entras?
Después de entrar, ella cerró la puerta y nos quedamos el uno frente al otro en la oscuridad del vestíbulo.
Alargó el brazo y posó sus dedos en la solapa de mi abrigo.
—Ha pasado mucho tiempo, Brad—dijo—. ¿Cómo te va todo?
—Bien. Muy bien.
—No quedan muchos, he oído. No quedan muchos de la pandilla.
Sacudí la cabeza.
—Pareces contenta de volver a estar en casa.
—Pues claro que lo estoy—corroboró, iniciando una risa.
Y su risa era la misma de siempre, ese pequeño estallido de espontáneo alborozo que había sido parte de ella.
Alguien entró en el vestíbulo.
—Nancy—llamó una voz—, ¿es el chico Carter?
—Vaya—comentó Nancy—, no sabía que quisieras ver a papá.
—No me llevará mucho tiempo. ¿Te veré después?
—Sí, claro—dijo ella—. Tenemos mucho de que hablar.
—¡Nancy!
—Sí, papá.
—Ya voy—dije.
Caminé por el vestíbulo hacia la figura que había allí. Él abrió la puerta y encendió las luces de la habitación.
Entré y cerró la puerta.
Era un hombre voluminoso, de grandes y amplios hombros y una aristocrática cabeza, con un bigote elegantemente cuidado.
—Señor Sherwood —le espeté, airadamente—, no soy el chico Carter. Soy Bradshaw Carter. Para mis amigos, Brad.
Era una cólera irrazonable y a buen seguro inmerecida. Pero me había molestado, allá en el vestíbulo.
—Lo siento, Brad —se excusó—. Es muy difícil recordar que los chicos con quienes Nancy acostumbraba a salir sois todos adultos.
Se apartó de la puerta y cruzó la habitación hasta llegar a una mesa de despacho arrinconada contra una pared. Abrió un cajón, sacó un abultado sobre y lo dejó sobre la mesa.
—Esto es para ti—me indicó.
—¿Para mí?
—Sí, pensaba que lo sabías.
Negué con la cabeza y noté algo en la habitación muy próximo al miedo. Era una habitación sombría. Dos paredes forradas de libros, y, en la tercera, resaltaba una chimenea de mármol con unas ventanas adornadas de pesadas cortinas a ambos lados.
—Bueno—insistió—, tuyo es. ¿Por qué no lo coge?
Me acerqué a la mesa y cogí el sobre. Estaba abierto y levanté la solapa. En el interior, había un grueso fajo de billetes.
—He contado 1.500 dólares —dijo Gerald Sherwood—. Supongo que es la suma correcta.
—Yo no sé nada sobre estos dólares. Lo único que me dijeron por teléfono es que debía hablar con usted.
Arrugó el entrecejo y me miró fijamente, casi como Si no me creyera.
—Por un teléfono como éste —señalé uno de los dos teléfonos que había sobre la mesa.
Asintió cansado.
—Sí—sopesó—, ¿cuánto tiempo hace que tienes el teléfono?
—Desde esta tarde. Ed Adler vino y se llevó mi teléfono, el normal, porque yo no podía pagarlo. Salí a dar un paseo, para reflexionar, y cuando volví ese otro teléfono estaba sonando.
Hizo un gesto con la mano.
—Coge el sobre—me aconsejó—. Guárdatelo en el bolsillo. No es mi dinero. Te pertenece.
Volví a dejar el sobre encima de la mesa. Necesitaba esos dólares. Necesitaba cualquier dinero, de dondequiera que viniese. Pero no podía coger ese sobre. No podía no sé por qué.
—Muy bien—se rindió—, siéntate.
Vi una silla de lado frente a la mesa y me senté en ella.
Él levantó la tapa de una caja que había sobre la mesa.
—¿Un puro?—propuso.
—No fumo—le respondí.
—¿Una copa, tal vez?
—Sí, quisiera una copa.
—¿Un bourbon?
—Un bourbon sería estupendo.
Fue hasta un mueble bar que había en una esquina y puso hielo en dos vasos.
—¿Cómo lo tomas, Brad?
—Solo con hielo, si no le importa.
Soltó una risa.
—Es la única forma civilizada de beberlo—sentenció.
Me senté y fijé mi atención en las filas de libros que iban del suelo hasta el techo. Muchos de ellos eran colecciones y, a juzgar por su aspecto, tenían encuadernaciones caras.
Debe de ser fantástico—pensé—ser, no precisamente rico, pero tener lo suficiente para no tener que preocuparte cuando quieres alguna cosilla, ni si sería oportuno gastar el dinero en ello; poder vivir en una casa como ésta, forrar las paredes de libros y lujosas cortinas; tener más de una botella de vino y un lugar donde guardarlo que no sea un estante de la cocina.
Me dio el vaso de bourbon y rodeó la mesa. Se sentó en la silla que asomaba tras ella. Alzando su vaso, tomó un par de sorbos, luego depositó el vaso sobre la mesa.
—Brad—empezó—, ¿cuánto sabes?
—Nada en absoluto—dije—. Estrictamente lo que le he contado. Hablé con alguien por teléfono. Me ofrecieron un empleo.
—¿Y lo aceptaste?
—No —contesté—, no lo hice, pero tal vez lo haga. Me interesaría un trabajo. Pero lo que ellos —quienesquiera que fuesen— tenían que decir no tenía mucho sentido.
—¿ Ellos?
—Bueno, o bien eran tres personas o una que utilizaba tres voces distintas. Por insólito que le parezca, me pareció que se trataba de una persona que empleaba voces diferentes.
Cogió el vaso y bebió nuevamente. Lo mantuvo a contraluz y se admiró de que estuviera casi vacío. Se levantó de la silla y fue a buscar la botella. Vertió licor en su vaso y me ofreció la botella.
—Todavía no he empezado—le dije.
Dejó la botella sobre la mesa y tomó asiento otra vez.
—Muy bien—resumió—, has venido y has hablado conmigo. Puedes aceptar el trabajo. Coge tu dinero y sal de aquí. Es más que probable que Nancy esté fuera esperándote. Llévala a un espectáculo o algo por el estilo.
—¿Eso es todo?—pregunté.
—Eso es todo—concluyó.
—Ha cambiado de opinión—objeté.
—¿Que he cambiado de opinión?
—Estaba usted a punto de decirme algo. Luego decidió no hacerlo.
Me miró directamente y con dureza.
—Tienes razón—reconoció—. De hecho, no tiene importancia.
—Sí la tiene para mí—repliqué—. Porque veo que está asustado.
Temí que se ofendiese. La mayoría de los hombres lo hacen cuando les dices que están asustados.
No lo hizo. Permaneció sentado, con el rostro inmutable.
Finalmente dijo:
—Tómate esa copa, por el amor de Dios. Y no me pongas nervioso, quedándote ahí y agarrándote a ella.
Me había olvidado por completo de la bebida. Tomé un trago.
—Probablemente —discurseó—, estás pensando muchas cosas que no son ciertas. Es más que probable que creas que estoy mezclado en algún negocio sucio. Me pregunto si me creerías si te confesara que no sé realmente en qué negocio estoy mezclado.
—Creo que sí lo haría. Es decir, si usted me lo asegura.
—He tenido muchos problemas en mi vida —suspiró—, pero eso no es inusual. La mayoría de la gente tiene muchos problemas, de una forma u otra. Los míos llegaron todos a la vez. Los problemas suelen hacerlo.
Asentí con la cabeza, para mostrar mi conformidad con sus palabras.
—Primero, mi mujer me dejó. Sin duda ya estás enterado. Debió de haber muchas habladurías sobre ello.
—Fue antes de mi época—recordé—. Yo era bastante joven.
—Sí, supongo que lo fue. Al menos nos comportamos de forma civilizada. No hubo gritos ni cosas desagradables en el juzgado. Eso era algo que no queríamos ninguno de los dos. Y, además, me estaba enfrentando a un fracaso empresarial. El negocio de la maquinaria agrícola se derrumbó y temí tener que cerrar la fábrica. Muchas otras pequeñas empresas de maquinaria agrícola cerraron sus puertas. Después de cincuenta o sesenta años como empresas rentables y en pleno funcionamiento, se vieron obligadas a quebrar.
Hizo una pausa, como si quisiera que yo añadiera algo. No había nada que decir.
Tomó otra copa y reemprendió el hilo de su relato.
—Soy un hombre bastante estúpido en muchos sentidos. Puedo dirigir un negocio. Puedo mantenerlo en marcha si hay alguna posibilidad de mantenerlo en funcionamiento y puedo obtener de él beneficios. Podría decirse que soy bastante astuto en lo relativo a las cuestiones comerciales. Pero eso es todo. A lo largo de mi vida, nunca he tenido realmente una gran idea o una idea nueva.
Se echó hacia adelante, juntando las manos y poniéndolas sobre la mesa.
—He pensado mucho sobre ello—expuso—, sobre lo que me sucedió. He tratado de ver alguna razón y no hay razón alguna. Es algo que no debería haber sucedido, al menos, no a un hombre como yo. Ahí estaba, al borde del fracaso, y no había nada que pudiera hacer al respecto. En realidad, el problema era bastante sencillo. Por numerosas buenas razones económicas, se vendía menos maquinaria agrícola. Algunas de las grandes firmas, con eficaces departamentos de ventas y grandes presupuestos para publicidad, podían superar la crisis. Disponían de más margen para planificar, podían adoptar medidas para reducir los efectos de la situación. Pero una empresa pequeña como la mía no tenía ni ese espacio ni la reserva de capital. Mi empresa y otras se enfrentaban al desastre. Y, en mi caso, ¿comprendes?, no tenía posibilidades. Había administrado el negocio según prácticas antiguas y establecidas que marcaron mi abuelo y mi padre. Y esas prácticas decían que, cuando tus ventas quedan reducidas a nada, estás acabado. Otros hombres hubieran podido encontrar una forma de superar la situación, pero yo no. Era un buen hombre de negocios, pero no poseía imaginación. Carecía de ideas. Y entonces, de repente, comencé a tener ideas. Pero no eran mis propias ideas. Era como si las ideas de otra persona estuvieran siendo transplantadas a mi cerebro.
¿Sabes?—continuó—, una idea se te ocurre a veces en cuestión de segundos. Surge de ninguna parte. No tiene ningún punto de origen aparente. Por mucho que lo intentes, no puedes remontarla hasta algo que hiciste, oíste o leíste. Opino que, si profundizaras lo suficiente, hallarías su génesis, pero muy pocos de nosotros están preparados para coronar la búsqueda. La cuestión es que la mayoría de las ideas no son más que un germen, un diminuto punto de partida. Una idea puede ser buena y válida, pero necesitará cierta atención. Ha de ser desarrollada. Has de sopesarla, darle vueltas y estudiarla desde todos los ángulos, juzgarla y considerarla antes de convertirla en algo útil.
Pero no era así con las ideas que se me ocurrían. Surgían enteras y perfectas, por completo desarrolladas. No tenía que pensarlas. Simplemente aparecían en mi mente y yo no tenía que hacer nada más. Ahí estaban, listas para usarlas. Me despertaba por la mañana y me encontraba con una nueva idea, una nueva masa de conocimientos en mi cerebro. Iba a dar un paseo y volvía con otra. Llegaban a montones, como si alguien hubiera sembrado una plantación de ideas en mi cerebro, o hubiesen estado ahí enterradas durante un tiempo y luego comenzaran a brotar.
—¿ Los aparatos?—apunté.
Me miró con curiosidad.
—Sí, los aparatos. ¿Qué sabes de ellos?
—Nada—le dije—. Sólo sabía que, cuando el negocio de la maquinaria agrícola se derrumbó, usted empezó a fabricar aparatos. No sé qué tipo de aparatos.
No me explicó qué tipo de aparatos. Siguió hablando acerca de esas extrañas ideas.
—Al principio, no alcanzaba a comprenderlo. Más tarde, a medida que las ideas se amontonaban, supe que pasaba algo raro, que no era probable que yo fuera el padre de alguna de ellas, por no mencionar las muchas que había inventado. Era más que probable que nunca hubiera pensado en ellas en absoluto, pues no tengo imaginación y no soy ingenioso. Era escasamente posible que yo pudiera haber pensado en dos o tres de ellas, pero incluso eso hubiese sido altamente improbable. Por fin, me vi forzado a admitir que había sido el receptor de algún tipo de ayuda externa.
—¿Qué tipo de ayuda externa?
—No lo sé—fue su respuesta—. Ni siquiera ahora lo sé.
—Pero eso no le impidió utilizar esas ideas.
—Soy un hombre práctico—dijo—. Intensamente práctico. Algunas personas me calificarían incluso de sentimental. Pero piensa en esto: el negocio se iba a pique. No mi negocio, cuidado, sino el negocio familiar, el negocio que mi abuelo había puesto en marcha y que mi padre me había legado. No era mi negocio; era un negocio que me habían confiado. Hay una gran diferencia. Es posible ver cómo un negocio que tú mismo has levantado se va gorgoteando por el desagüe y aguantar el golpe, diciéndote que una vez tuviste éxito y que puedes volver a empezar y tener éxito de nuevo. Mas con un negocio familiar es distinto. En primer lugar, está la vergüenza. Y, en segundo lugar, no tienes la seguridad de poder recuperarte. Para empezar, has fracasado. El éxito te lo traspasaron y tú meramente lo has prolongado. Nunca podrías estar seguro de ser capaz de volver a empezar y levantar el negocio. De hecho, estás tan condicionado que te convences de que no podrías hacerlo.
Dejó de hablar y, en el silencio, oí el tictac de un reloj, débil y lejano, pero no veía el reloj y resistí la tentación de girar la cabeza para encontrarlo. Me lo impedía la sensación de que, si volvía la cabeza, si hacía un solo movimiento, rompería algo que había en la habitación. Como si estuviera en una tienda de porcelanas, donde todas las piezas estuvieran colocadas de modo precario y oscilaran, temiendo moverme, pues si una pieza se caía, caerían estrepitosamente todas las demás.
—¿Qué habrías hecho tú? —me planteó Sherwood.
—Hubiera utilizado todo cuanto tenía—me oí responder.
—Eso es lo que hice—convino Sherwood—. Estaba desesperado. El negocio, esta casa, Nancy, el nombre de la familia, todo estaba en juego. Tomé todas esas ideas y las anoté e hice venir a mis ingenieros así como a los delineantes, junto con personal de producción, y nos pusimos a trabajar. Me lievé el mérito de todo, excuso decirte. No podía hacer nada al respecto. No podía confesarles que no era yo quien había imaginado todas esas cosas. Y, sabes, por extraño que parezca, eso es lo más duro de todo. Que tengo que seguir llevándome el mérito por todas esas cosas que no hice.
—Así que eso fue lo que pasó—dije—. El negocio familiar salvado y todo en orden. Si yo fuera usted, no dejaría que un complejo de culpabilidad me molestara.
—Pero es que no cesó—reveló—. De ser así, lo hubiera olvidado. Si sólo hubiese habido ese único empujón para salvar la empresa, podría haber estado bien. Pero continuó. Como si hubiera dos como yo, el Gerald Sherwood auténtico y real, el que se sentaba ante esta mesa, y otro que pensaba por mí. Las ideas siguieron llegando y algunas de ellas tenían mucho sentido y otras no lo tenían en absoluto. Algunas no eran de este mundo, no eran, literalmente, de este mundo. No tenían ningún punto de referencia, no parecían ajustarse a ninguna situación. Y aunque uno podía intuir que tenían potencial, aunque había una sensación de gran importancia en su misma trama, eran totalmente inútiles.
Y no se trataba sólo de ideas; era también información. Fragmentos de información sobre cosas que no me habían interesado, cosas en las que nunca había reparado. Información sobre ciertas cosas que estoy convencido de que ningún hombre conoce. Como si alguien hubiera cogido un puñado de saber fragmentado, como un montón de conocimientos inútiles, tomados de aquí y de allá, y los hubiera vertido en mi cerebro.
Alargó el brazo para coger la botella y llenó su vaso. Me hizo un gesto con el cuello de la botella y yo presenté mi vaso. Lo llenó hasta el borde.
—Bebe—ordenó—. Me has hecho empezar y ahora me escucharás. Por la mañana me preguntaré por qué te he contado todo esto. Pero esta noche parece oportuno.
—Si no quiere contármelo...
Me hizo un gesto con la mano.
—Está bien—concedió—, si no quieres escucharlo, coge tus 1.500 dólares.
Negué con la cabeza.
—Todavía no. No hasta que sepa por qué me los da.
—No es mi dinero. Sólo estoy actuando de intermediario.
—¿De ese otro hombre? ¿De ese otro usted?
—Eso es—afirmó—. ¿Cómo lo has adivinado?
Señalé el teléfono sin disco.
Hizo una mueca.
—Nunca usé esa cosa—dijo—. Hasta que me hablaste del que encontraste en tu oficina, nunca supe de nadie que lo hubiera hecho. Los fabrico a centenares...
—¡Los fabrica usted!
—Sí, claro que lo hago. No para mí. Para ese otro yo. Aunque—agregó, inclinando el cuerpo sobre la mesa y al tiempo que bajaba la voz hasta un tono confidencial—empiezo a sospechar que no es un segundo yo.
—¿Qué opina usted que es?
Volvió a reclinarse poco a poco en la silla.
—Maldita sea si lo sé—exclamó—. Hubo una época en que me rompí la cabeza con ello, pero no hubo manera de saberlo. Ahora ya no me tomo la molestia. Me consuela que pueda haber otros como yo. Tal vez no estoy solo, al menos es bueno pensarlo.
—Pero, ¿y el teléfono?—le planteé.
—Lo diseñé yo—musitó—. O quizá lo hizo esa otra persona, si es que es una persona. Lo hallé en mi mente y lo dibujé en un papel. Y, atención, lo hice sin saber qué era o qué se suponía que era. Se asemejaba a un teléfono, naturalmente. Pero por mi vida que no veía cómo podía funcionar. Ni tampoco ninguno de los que lo pusieron en producción en la fábrica. Según las leyes de la razón, esa condenada cosa no debería funcionar.
—Pero usted comentó que había muchas otras cosas que parecían no tener utilidad.
—Muchas—repitió—, pero nunca hice un proyecto de ellas, nunca probé a fabricarlas. Pero el teléfono, si quieres llamarlo así, fue una propuesta distinta. Sabía que debía fabricarlos y cuántos podían necesitarse y qué hacer con ellos.
—¿Qué hizo con ellos?
—Los envié a una organización de Nueva Jersey.
Era pura locura.
—Déjeme ver si lo entiendo—supliqué—. Usted halló los proyectos en su mente, supo que debía fabricar esos teléfonos y enviarlos a algún lugar de Nueva Jersey. ¿Y lo hizo sin dudar?
—Oh, ciertamente con dudas. Me sentía como un tonto. Pero considera esto: este segundo yo, este cerebro auxiliar, este contacto con algo más, nunca me había defraudado. Salvó mi negocio, me ofreció buenos consejos, nunca me había fallado. No puedes volver la espalda a algo que ha sido un hada buena para ti.
—Creo que lo comprendo.
—Por supuesto que lo entiendes—me dijo—. Un jugador cabalga sobre su suerte. Un inversor confía en sus presentimientos. Y ni la suerte ni los presentimientos son tan sólidos y consistentes como lo que tengo yo.
Alargó el brazo, cogió el teléfono sin disco y lo miró, luego lo volvió a dejar.
—Me traje éste a casa—explicó—y lo puse sobre la mesa. Todos estos años he esperado una llamada, pero nunca se produjo.
—En su caso —señalé—, no es preciso ningún teléfono.
—¿Piensas que eso es lo que sucede?—preguntó.
—Estoy seguro.
—Supongo que así es—aceptó—. A veces resulta confuso.
—¿Y esa empresa de Nueva Jersey?—apunté—. ¿Mantiene usted correspondencia con ellos?
Sacudió la cabeza.
—Ni una línea. Tan sólo les mandé los teléfonos.
—¿No hubo acuse de recibo?
—Ni acuse de recibo, ni pago. No esperaba ninguno. Cuando haces negocios contigo mismo...
—¿Contigo mismo? ¿Quiere usted decir que ese segundo yo dirige esa compañía de Nueva Jersey?
—No lo sé—exclamó—. Cristo, no sé nada. He vivido con ello todos estos años, he procurado comprenderlo, pero nunca lo he entendido.
Y ahora su rostro mostraba preocupación y sentí pena por él.
Debió darse cuenta de que me daba lástima. Se rió y dijo:
—No dejes que te deprima. Puedo aguantarlo. Puedo aguantar cualquier cosa. No debes olvidar que he sido bien pagado. Háblame de ti. Estás en el negocio inmobiliario.
Hice un gesto afirmativo.
—Y seguros.
—Y no podías pagar la factura del teléfono.
—No malgaste comprensión conmigo—habló mi orgullo—. Me las arreglaré de algún modo.
—Hay algo curioso con los jóvenes—juzgó—. Pocos se quedan aquí. No hay gran cosa que les retenga aquí, por lo que parece.
—No mucho—ratifiqué.
—Nancy acaba de volver de Europa—cambió el curso de la conversación—. Me alegro de tenerla en casa. Me sentía solo aquí, sin nadie. No la he visto demasiado últimamente. La universidad y luego una tentativa como asistenta social y después el viaje a Europa. Pero ahora me dice que piensa quedarse algún tiempo. Quiere escribir.
—Debe ser buena—alabé—. Sacaba buenas notas en redacción cuando estábamos en el instituto.
—Tiene entusiasmo por escribir—consideró—. Ha publicado media docena de cosas en... supongo que podríamos llamarlas pequeñas revistas. Esas que salen trimestralmente y no te pagan nada por tu trabajo, a excepción de media docena de ejemplares. Nunca había oído hablar antes de ellas. Leí los artículos de ella, pero no sé apreciar la literatura. No sé si es buena o mala. Aunque es de creer que ha de tener determinada gracia para que la acepten. Y sea como sea, si escribir la mantiene aquí conmigo, estaré satisfecho.
Me levanté de la silla.
—Será mejor que me vaya—inicié la despedida—. Tal vez me he quedado más de lo que debiera.
Negó con la cabeza.
—No, me alegro de haber conversado contigo. Y no olvides el dinero. Ese otro yo, ese como quieras llamarlo me ordenó que te lo entregara. Imagino que es una suerte de anticipo.
—Pero no ha sido sincero—le dije, casi airadamente—. El dinero procede de usted.
—En absoluto. Procede de un fondo especial que fue creado hace muchos años. No me parecía demasiado correcto quedarme con todas las ganancias de esas ideas que no eran realmente mías. Así que empecé a ingresar el diez por ciento de los beneficios en un fondo especial...
—A sugerencia, más que probablemente, de ese segundo yo.
—Sí—sonrió—. Creo que tienes razón, aunque hace ya tanto tiempo que no puedo decirlo con seguridad. Pero, en cualquier caso, creé el fondo y a lo largo de los años he ingresado cantidades variables según las instrucciones de quienquiera que sea el que comparte mi mente conmigo.
Lo miré con detención, y fue descortés por mi parte, lo reconozco. Pero nadie podía estar sentado tan tranquilamente como lo estaba Sherwood y hablar sobre un personaje desconocido que compartía su mente con él. Ni siquiera tras todos esos años .
—El fondo—dijo Sherwood, tranquilamente—es una suma bastante considerable, a pesar de las cantidades que he sacado de él. Parece que, desde que ese tipo se vino a vivir conmigo, todo lo que toco se convierte en dinero.
—Corre usted un riesgo contándome esto—le advertí.
—¿Quieres decir que podrías ir por ahí contando cosas sobre mí?
Asentí con un gesto.
—No es que vaya a hacerlo—le tranquilicé.
—No creo que lo hagas. Se reirían de ti. Nadie te creería.
—Supongo que no.
—Brad—me aconsejó, casi con amabilidad—, no seas un completo y maldito estúpido. Coge ese sobre y guárdatelo en el bolsillo. Vuelve en algún otro momento a hablar conmigo, siempre que te apetezca. Tengo la impresión de que puede haber muchas cosas de las que queramos charlar.
Alargué la mano y cogí el dinero. Me lo metí en el bolsillo.
—Gracias, señor.
—De nada—me dijo y alzó una mano—. Hasta prontO.
4
Crucé despacio el vestíbulo y no vi señales de Nancy, ni estaba en el porche, donde casi confiaba encontrarla esperándome. Había dicho que sí, que la vería después, que teníamos mucho de que hablar, y yo supuse que quería decir esa noche. Pero quizá no. Tal vez se refería a algún otro momento. O tal vez había esperado y luego se cansó. Al fin y al cabo, había pasado largo tiempo con su padre. La luna palidecía en un cielo sin nubes y no había ni un soplo de aire. Los grandes robles estaban ahí como ídolos y la noche de verano refulgía con el resplandor de los rayos lunares. Bajé la escalera y me detuve un momento al pie de la misma; parecía exactamente como si estuviera en un círculo mágico. Pues este lugar de fantasmales y meditabundos centinelas de roble, este aire tan empapado de la luz de la luna, este silencio abrumador y expectante, que pendía sobre todas las cosas, y el débil perfume de otro mundo, que flotaba sobre la suave oscuridad del suelo, no podían ser la vieja y familiar tierra.
De improviso, el hechizo se desvaneció, el resplandor desapareció y me encontré de nuevo en el mundo que conocía.
Había un escalofrío en el aire de verano. Tal vez un escalofrío de decepción, el escalofrío de haber sido arrojado del país de las hadas, el escalofrío de tener la certeza de que había otro lugar en el que no me quedaría. Sentí el sólido hormigón del camino bajo mis pies y vi que los oscuros robles eran sólo robles y no ídolos.
Me sacudí, como un perro al salir del agua, volví en mí y seguí andando por el camino. Al aproximarme al coche, busqué mis llaves en el bolsillo, a la par que abría la puerta del volante.
Estuve medio acomodado en el asiento antes de descubrirla allí sentada, junto a la otra puerta.
—Pensé—dijo—que no ibas a venir nunca. ¿Qué encontrasteis papá y tú para hablar durante tanto tiempo?
—Muchas cosas—le dije—. Ninguna de ellas importante .
—¿Le ves a menudo?
—No—contesté—. A menudo no.
Por alguna razón, no quería decirle que era la primera vez que hablaba con él. Busqué a tientas en la oscuridad y hallé el contacto e introduje en él la llave.
—Vamos a dar un paseo—propuse—. Podríamos ir quizás a tomar una copa.
—No, por favor—pidió ella—. Preferiría que nos sentáramos a charlar.
Me recosté en el asiento.
—Hace una noche agradable—observó—y muy tranquila. Hay tan pocos lugares que sean tan tranquilos...
—Hay un lugar encantado—le comenté— justo fuera de tu porche. Entré en él, pero no duró. El aire estaba lleno de rayos de luna y había un débil perfume...
—Eran las flores—indicó.
—¿Qué flores?
—Hay un macizo de flores en el recodo del camino. Son todas de esas preciosas flores que tu padre encontró en alguna parte del bosque.
—Así que tú también las tienes. Imagino que todo el mundo en el pueblo tiene un arriate de ellas.
—Tu padre—dijo—era uno de los hombres más simpáticos que he conocido. Cuando era una niña, siempre me regalaba flores. Yo pasaba por allí y él cogía una flor o dos para mí.
Sí—pensé—, supongo que podía llamársele un hombre simpático." Simpático... fuerte... y extraño; sin embargo, a pesar de su fuerza y su rareza, un hombre muy amable. Sabía cómo tratar a las flores y a todas las demás plantas. Recuerdo que sus tomateras se hicieron grandes y fuertes, con un color verde oscuro; y, en primavera, todo el mundo acudía a comprarle tomateras.
Un día había ido por la carretera de Dark Hollow a entregar algunas tomateras y coles, además de una caja llena de plantas perennes a la viuda Hicklin. Volvió con media docena de unas desconocidas flores silvestres de color morado, que desenterró junto a la carretera y trajo a casa, con las raíces cuidadosamente envueltas en un pedazo de arpillera.
Nunca había visto antes estas flores y resultó que tampoco las había visto nadie más. Las plantó en un arriate aparte y las cuidó con esmero, y las flores agradecidas respondieron bajo sus manos. De modo que en la actualidad había pocos macizos de flores en el pueblo que no se engalanaran con esas flores moradas, las flores especiales de mi padre.
—Esas flores suyas —preguntó Nancy—. ¿Averiguó alguna vez a qué familia pertenecían?
—No—dije—, no lo hizo.
—Podría haberlas enviado a alguna universidad. Alguien podría haberle dicho exactamente qué había encontrado.
—Hablaba de ello sin parar. Pero nunca encontró el momento de hacerlo. Estaba siempre muy ocupado. Había tantas cosas que hacer... El negocio del invernadero te mantiene en constante actividad.
—¿No te gustaba, Brad?
—En realidad no me importaba. Crecí con él y podía manejarlo Pero no tenía maña. Las plantas no crecían conmigo.
Ella se desperezó, tocando el techo con los puños cerrados.
—Es bueno estar de vuelta—reflexionó en voz alta—. Creo que me quedaré una temporada. Creo que papá necesita tener a alguien a su alrededor.
—Me contó que pensabas escribir.
—¿Te contó eso?
—Sí—dije—, lo hizo. No actuó como si no debiera.
—Oh, supongo que no tiene irnportancia. Pero es algo de lo que una no habla, al menos hasta que está lanzada. Hay tantas cosas que pueden salir mal en literatura... No quiero ser una de esas personas seudoliterarias que están siempre escribiendo algo que nunca terminan o que hablan siempre de escribir algo que nunca comienzan.
—Y cuando escribas—quise saber—, ¿sobre qué vas a escribir?
—Sobre aquí mismo—me aclaró—. Sobre este pueblo nuestro.
—¿Millville?
—Pues, sí, por supuesto—dijo—. Sobre el pueblo y su gente.
—Pero—protesté—aquí no hay nada sobre que escribir.
Ella se rió, alargó la mano y me tocó el brazo.
—Hay mucho sobre que escribir—me contradijo—. Mucha gente famosa. Y qué personajes.
—¿Gente famosa?—repetí, atónito.
—Están—enumeró—Belle Simpson Knowles, la famosa novelista, y Ben Jackson, el gran abogado criminalista, y John M. Hartford, que dirige el departamento de historia en...
—Ésos son los que se fueron—alegué—. Aquí no había nada para ellos. Se fueron y se hicieron un nombre y la mayoría de ellos nunca más volvieron a poner los pies en Millville, ni siquiera para hacer una visita.
—Pero—retrucó ella—comenzaron aquí. Tenían la capacidad para lo que hicieron antes de abandonar este pueblo. Me interrumpiste antes de que terminara la lista. Hay muchos más. Millville, por pequeño y tonto que sea, ha dado muchos más grandes hombres y mujeres que cualquier otro pueblo de su tamaño.
—¿Estás segura de eso?—objeté, deseando reírme de su seriedad, pero sin atreverme.
—Tendría que comprobarlo—precisó—, pero ha habido muchos.
—Y los personajes—dije—. Supongo que tienes razón. Millville tiene su buena ración de personajes. Están Stiffy Grant y Floyd Caldwell y el alcalde Higgy...
—No son personajes en sentido estricto—acotó Nancy—. No de la manera que tú te figuras. Para empezar, no deberías haberlos calificado de personajes. Son individualidades. Han crecido en un ambiente libre y fácil. No han sido obligados a adaptarse a un grupo de conceptos rígidos y, por lo tanto, han llegado a ser ellos mismos. Quizá los únicos seres humanos sin trabas que existen en la actualidad puedan hallarse en pueblecitos como éste.
En toda mi vida había oído jamás nada semejante. Nadie me había dicho nunca que Higgy Morris fuera una individualidad. No lo era. No era más que un gran tragavirotes. Y Hiram Martin no era una individualidad. En mi opinión no, no lo era. Era tan sólo un matón de patio de escuela que se había convertido en un policía estúpido.
—¿Eres de la misma opinión?—recabó Nancy.
—No lo sé—dije—. Nunca he pensado en ello.
Por el amor de Dios —exclamé para mis adentros—, se nota su educación, sus años en una universidad del este, su colaboración en el centro de asistencia social de Nueva York, su viaje de un año por Europa. Se mostraba demasiado segura y confiada, demasiado imbuida de teoría y libros. Millville no era ya su hogar. Había perdido la conciencia y la sensación de hogar. Pues uno no se sienta a un lado y analiza el lugar que llama su hogar. Podía seguir llamando a este pueblo hogar, pero ya no era su hogar. Y dudaba de si lo había sido alguna vez. ¿Podía un chico (o chica) llamar a un pobrísimo pueblo "hogar", cuando vivía en la única mansión que ostentaba el pueblo, cuando su padre conducía un Cadillac y disponían de cocinero, doncella, por no mencionar al jardinero para cuidar de la residencia y del jardín? Ella no había regresado a casa; había vuelto más bien a un pueblo que utilizaba como zona de investigación social. Se sentaría en la cima de su colina, y sometería al pueblo a inspección y análisis; nos desnudaría y exhibiría, despellejados y retorcidos, para información y diversión de la clase de personas que leería su clase de libro.
—Tengo la sensación—apostilló— de que aquí se encuentra algo que el mundo podría aprovechar, algo que no abunda en la tierra. Una especie de catalizador que desencadena esfuerzo creativo, una especie de hambre interna que provoca grandeza.
—Esa hambre interna—atajé—. Hay familias en el pueblo que pueden contarte todo lo que quieras sobre esa hambre interna.
Y no estaba bromeando. Algunas familias en Millville, en ocasiones, pasaban un poco de hambre; no se morían de ella, ni que decir tiene, pero nunca tenían lo bastante para comer y casi nunca las cosas más saludables para comer. Podría haber nombrado a tres de ellas de inmediato, casi de memoria.
—Brad—advirtió—, no te gusta la idea de mi libro.
—No me importa—dije—. No tengo ningún derecho a que me importe. Pero cuando lo escribas, por favor, escríbelo como una de nosotros, no como alguien que está a distancia y se divierte un rato. Ten un poco de comprensión. Intenta sentirte como esa gente sobre la que escribes. Eso no te debería resultar difícil; has vivido aquí el tiempo suficiente.
Ella rió, pero no era una de sus alegres risas.
—Tengo la terrible sensación de que quizá nunca lo escriba. Lo empezaré y lo escribiré, pero lo reemprenderé una y otra vez y lo cambiaré porque la gente sobre la que escribo cambiará o la veré con una luz diferente a medida que pase el tiempo y nunca lo terminaré. Así que, ya ves, no tienes por qué preocuparte.
Era más que probable que tuviera razón—valoré—. Había que tener hambre, un hambre diferente, para escribir y concluir un libro. Y yo ponía bastante en duda que ella tuviera tanta hambre como se figuraba.
—Espero que lo hagas—le deseé—. Quiero decir que espero que lo termines. Y sé que será bueno. Tiene que serlo.
Intentaba compensar el haber sido desagradable y creo que ella lo adivinó. Pero hizo ver que lo ignoraba.
Actuar de aquella manera, me regañé, había sido infantil y provinciano. ¿Qué más daba? ¿Qué podía importarme a mí, que esa misma tarde, por la calle, había sentido odio por el concepto geográfico que se llamaba pueblo de Millville?
Ésta era Nancy Sherwood. Ésta era la chica con la que había paseado de la mano cuando el mundo era mucho más joven. Ésta era la chica en la que había pensado esa misma tarde mientras caminaba junto al río, huyendo de mí mismo.
¿Qué sucedía?, me pregunté.
—Brad, ¿qué te pasa?—preguntó ella.
—No lo sé—dije—. ¿Pasa algo?
—No te pongas a la defensiva. Sabes que algo pasa. Algo nos pasa.
—Puede que tengas razón—concedí—. No debería ser de este modo. No es como yo soñé que sería si volvías a casa.
Quise cogerla, tomarla en mis brazos, pero comprendí, en el mismo momento en que lo deseaba, que a la que quería entre mis brazos no era la Nancy Sherwood que estaba junto a mí, sino aquella otra chica del pasado.
Permanecimos un momento en silencio, luego ella dijo:
—¿Por qué no lo probamos en esta ocasión? Olvidemos todo esto. Una noche me adornaré con mis mejores galas y saldremos a cenar y a tomar unas copas.
Me ladeé y le tendí la mano; sin embargo, ella ya había abierto la puerta y casi estaba fuera del coche.
—Buenas noches, Brad—se despidió, y se fue corriendo por el camino.
Me quedé sentado y la oí correr camino arriba y cruzar el porche; cerrarse la puerta principal—yo sin mover un músculo—, con el eco de sus pasos resonando todavía en mi cerebro.
5
Decidí que me iba a casa, que no me acercaría a la oficina o al teléfono que esperaba sobre la mesa hasta que hubiera reflexionado. Ya que, aunque fuera y, al coger el teléfono, una de las voces respondiera, ¿qué podría decirles? Lo mejor era informar de que había visto a Gerald Sherwood y que tenía el dinero, pero que tendría que saber más sobre cuál era la situación antes de aceptar el trabajo. Y eso no era una gran idea, juzgué; sería improvisar y no ganaría nada con ello.
Luego, recordé que a primera hora de la mañana me iba a pescar con Alf Peterson y observé, sin ninguna lógica, que por la mañana no tendría tiempo de pasar por la oficina.
No creo que fuera importante el que tuviera esa cita para ir de pesca o no. No tenía importancia, me dijera a mí mismo lo que me dijera, pues, incluso cuando juré que me iba a casa, sabía, sin lugar a dudas, que acabaría en la oficina.
La calle principal estaba tranquila. La mayoría de las tiendas permanecían cerradas y sólo unos cuantos coches estaban aparcados junto al bordillo. Un grupo de chicos, que iban a tomar una ronda de cervezas, se encaminaban a la taberna Happy Hollow.
Aparqué el coche frente a la oficina y salí. Adentro, ni siquiera me molesté en encender la luz. Un poco de claridad, procedente de un farol que había en el cruce, entraba por la ventana y la oficina no estaba oscura.
Crucé la habitación en dirección a la mesa, con la mano ya extendida para coger el teléfono, y ya no había ningún teléfono.
Me detuve junto a la mesa y recorrí el sobre con la mirada sin dar crédito a mis ojos. Me incliné sobre ella y, con la palma de la mano, froté la mesa, por si el teléfono se hubiese tornado invisible y, pese a que no lo viera, pudiera localizarlo mediante el tacto. Pero no se trataba de eso. Supongo que sencillamente no podía dar crédito a mis ojos.
Dejé de palpar la superficie de la mesa y me quedé rígido en la habitación, mientras una pequeña criatura con pies de hielo se paseaba arriba y abajo de mi columna vertebral. Al fin, volví la cabeza, con cuidado y parsimonia, mirando las esquinas de la habitación, medio esperando encontrar allí alguna sombra acurrucada y acechante. Pero no había nada. Nada había cambiado. El lugar estaba exactamente igual que cuando me fui, salvo que no había ningún teléfono.
Después de encender la luz, registré la oficina. Repasé todos los rincones, miré debajo de la mesa, escudriñé sus cajones y rebusqué en el archivo.
No había ningún teléfono.
Por primera vez sentí pánico. Alguien había encontrado el teléfono. Alguien se las había arreglado para entrar, para abrir la puerta y robarlo. Aunque, cuando lo reconsideré, no tenía demasiado sentido. El teléfono no tenía nada que hubiera llamado la atención. Claro que carecía de disco y no estaba conectado, pero, al mirar a través de la ventana, no resultaba evidente.
Era más que probable, se me representó, que, quien fuera el que lo hubiera puesto sobre la mesa, hubiera vuelto y se lo hubiese llevado. Tal vez esto significaba que quienes hablaron conmigo lo habían pensado mejor y resolvieron que yo no era el hombre que buscaban. Se habían llevado el teléfono y, con él, la oferta de trabajo.
Y, si ése era el caso, solamente me restaba olvidarme del empleo y devolver los 1.500 dólares. Sabía que no me resultaría fácil. Necesitaba esos dólares tan desesperadamente como el aire que respiraba.
De nuevo en el coche, permanecí sentado un momento antes de poner el motor en marcha, preguntándome qué debía hacer a continuación. Y no parecía haber nada que hacer, así que puse en marcha el motor y avancé, en segunda, calle arriba.
Por la mañana, me dije, recogería a Alf Peterson y pasaríamos una semana de pesca. Estaría bien tener al viejo Alf Peterson para charlar. Teníamos mucho de que hablar, ese disparatado trabajo allá en Mississippi y mi aventura con el teléfono.
Y quizá, cuando se fuera, me marcharía con él. Estaría bien, consideré, marcharse de Millville. Introduje el coche en la avenida y lo dejé ahí. Antes de acostarme, quería reunir los trastos de acampada y pesca, para dejarlos en el maletero; de este modo no perdería tiempo por la mañana. El garaje era pequeño y sería más fácil disponer el equipaje con el coche en el exterior.
Salí y me quedé junto a la portezuela derecha. La casa era una sombra encorvada a la luz de la luna y en una de sus esquinas se distinguía el brillo que la luna reflejaba en algunos de los cristales intactos del ruinoso invernadero. Podía ver la punta del olmo, el olmo de semillero que crecía en un rincón del invernadero. Rememoré el día en que había estado a punto de arrancar el olmo, cuando no era más que un brote, y cómo mi padre me lo impidió, diciéndome que un árbol tiene tanto derecho a vivir como cualquier otra persona. Ésas fueron sus palabras, como cualquier otra persona. Había sido un hombre maravilloso; creía, en lo más profundo de su corazón, que las flores y los árboles eran personas.
Y, una vez más, olí el débil perfume de las flores moradas que crecían profusamente por todo el invernadero, el mismo perfume que había olido al pie del porche de los Sherwood. Pero esta vez no había círculo mágico...
Rodeé la casa y, al aproximarme a la puerta de la cocina, vi luz en el interior. Era posible, aventuré, que me hubiera olvidado de apagarla, aunque no recordaba haberla encendido.
La puerta también estaba abierta y recordaba haberla cerrado e incluso la empujé con la mano para asegurarme de que el pestillo había corrido, antes de marcharme hacia el coche.
Acaso habría alguien ahí dentro esperándome o ya había estado allí y se había ido, tras saquear el lugar; de todas formas, a Dios pongo por testigo, había bastante poco que robar. Podría tratarse de los chicos, conjeturé, algunos de esos chicos alocados harían cualquier cosa para divertirse un rato.
Franqueé la puerta y luego me detuve bruscamente en el centro de la habitación. Allí había alguien; había alguien esperándome.
Stiffy Grant estaba sentado en una silla de la cocina, encorvado, con los brazos cruzados sobre el pecho, y se retorcía como aquejado de un dolor.
—¡Stiffy!—grité, y él me dirigió un gemido.
Otra vez borracho, pensé. Más tozudo que una mula y mareado, aunque cómo era posible que se hubiera emborrachado con el dólar que le había dado, era más de lo que yo podía imaginar. Quizás había pedido más dinero, y no comenzó a beber hasta tener dinero suficiente para empinar el codo de verdad.
—Stiffy—le espeté—, ¿qué demonios sucede?
Estaba enormemente enojado con él. Podía emborracharse tantas veces como quisiera, me daba igual, pero no tenía derecho a venir a derrumbarse sobre mí.
Stiffy volvió a gemir, acto seguido se cayó de la silla y rodó estrepitosamente sobre el suelo. Algo que hacía ruido salió volando del bolsillo de su raída chaqueta y resbaló sobre el gastado linóleo.
Me puse de rodillas. Tiré de él y lo arrastré. Lo enderecé. Lo apoyé sobre su espalda. Su rostro estaba manchado é hinchado y su respiración era irregular, pero no desprendía olor a licor. Me incliné sobre él en un esfuerzo por asegurarme: no había olor a alcohol.
—;Brad?—murmuró—. ¿Eres tú, Brad?
—Sí—le dije—. Ahora puedes calmarte. Cuidaré de ti.
—Se acerca—susurró—. Se acerca la hora.
—¿Qué se está acercando?
Pero no pudo responder. Tenía un ataque de asma. Movía las mandíbulas, pero las palabras no le salían. Intentaban salir, pero él se ahogaba y se estrangulaba con ellas.
Corrí al salón y encendí la lámpara que había junto al teléfono. Hojee, con dedos torpes, el listín para buscar el número de Doc Fabian. Lo encontré, lo marqué y esperé mientras el teléfono llamaba una y otra vez. Rogué a Dios que Doc estuviera en casa y no hubiera ido a hacer una visita, pues en esos casos no podías contar con que la señora Fabian contestara. Estaba toda encogida por la artritis y la mitad del tiempo no podía moverse. El doctor procuraba tener siempre allí a alguien que la cuidara y que cogiera las llamadas en su ausencia; no obstante, algunas veces no encontraba a nadie que se quedara. Era difícil llevarse bien con su vieja esposa y a nadie le gustaba quedarse con ella.
Cuando Doc contestó, tuve una gran sensación de alivio.
—Doc—le avisé—, Stiffy Grant está aquí en mi casa y algo le sucede.
—Tal vez esté bebido—insinuó él.
—No, no está bebido. Llegué a casa y me lo encontré sentado en la cocina. Se retuerce y desvaría.
—¿Sobre qué desvaría?
—No lo sé. Sólo desvaría. Cuando puede hablar, claro.
—Muy bien—dijo Doc—. Estaré ahí en seguida.
Eso es algo que tiene Doc. Puedes contar con él. A cualquier hora del día o de la noche, no importa el tiempo que haga.
Volví a la cocina. Stiffy había rodado sobre su costado y estaba abrazándose la barriga y respiraba con dificultad. Lo dejé donde estaba. Doc pronto vendría y no había gran cosa que yo pudiera hacer por Stiffy excepto tratar de ponerle cómodo, y acaso se me ocurrió, estaría más cómodo tendido sobre el costado que tumbado boca arriba.
Recogí el objeto que había caído del abrigo de Stiffy. Era un llavero, con media docena de llaves. Era más que seguro que simplemente las llevara encima porque le daban una suficiente sensación de importancia.
Las puse sobre el mueble de la cocina, volví y me puse en cuclillas junto a Stiffy.
—He llamado a Doc—le dije—. Estará aquí en seguida.
Pareció oírme. Jadeó y escupió; luego dijo en un susurro entrecortado:
—Ya no puedo ayudar. Estás solo.
No fue tan fácil. Pronunciaba las palabras atropelladamente.
—¿De qué estás hablando?—le interrogué, tan suavemente como pude—. Dime qué es.
—La bomba—siseó—. La bomba. Van a utilizar la bomba. Debes detenerles, muchacho.
Le había dicho a Doc que desvariaba y ahora veía que estaba en lo cierto.
Enfilé hacia la puerta principal para ver si Doc estaba a la vista y, cuando llegué, él ya apuntaba por la cuesta.
Doc entró en la cocina y se quedó allí un momento, estudiando a Stiffy. Tras dejar su maletín en el suelo, se arrodilló y puso a Stiffy boca arriba.
—¿Cómo estás, Stiffy?—preguntó.
Stiffy no respondió.
—Está absolutamente inconsciente.
—Me habló justo antes de que usted entrara.
—¿Dijo algo?
Negué con la cabeza.
—Sólo tonterías.
Doc sacó un estetoscopio de su bolsillo y lo aplicó al pecho de Stiffy. Levantó sus párpados y enfocó una luz hacia los ojos. Luego se irguió.
—¿Qué le pasa?—quise saber.
—Sufre un shock—dictaminó él—. Desconozco cuál es el problema. Convendría que le lleváramos al hospital de Elmore y que le hicieran un examen decente.
Se giró, abatido, y se dirigió al salón.
—¿Tienes un teléfono aquí adentro?—quiso saber.
—En el rincón. Al lado de la lámpara.
—Llamaré a Hiram—dijo—. Él nos llevará a Elmore. Pondremos a Stiffy en el asiento de atrás. Yo iré con ellos a fin de mantenerle vigilado.
Dio media vuelta en el umbral.
—¿Tienes un par de mantas que puedas dejarnos?
—Creo que encontraré algunas.
Señaló con un gesto de la cabeza a Stiffy.
—Es preciso mantenerlo caliente.
Fui a buscar las mantas. Cuando volví con ellas, Doc estaba en la cocina. Entre los dos, envolvimos a Stiffy. Estaba flojo como una cría de gato y su rostro perlado de sudor.
—Me gustaría conocer—se admiró Doc— cómo diantre se mantiene vivo, con la vida que arrastra en esa choza que sobresale en la ribera del pantano. Bebe no importa qué mejunje y no presta atención a su comida. Come cualquier rancho que él puede hacer sin dificultad. Y dudo que se haya dado un baño a fondo en los últimos diez años. Clama al cielo—se indignó con súbita cólera—lo poco que algunas personas piensan en cuidar su cuerpo.
—¿De dónde es?—curioseé—. Siempre imaginé que no era hijo del pueblo. Pero ha estado aquí desde que tengo memoria.
—Llegó aquí—retrocedió Doc—hace unos treinta años, tal vez más. Era un hombre bastante joven entonces. Hizo algunos trabajos de cuando en cuando y, en cierto modo, echó raíces. Nadie le prestó atención. Imaginaban que, igual que había venido, volvería a marcharse. Pero un buen día, casi de repente, pareció haberse convertido en un personaje fijo en el pueblo. Imagino que le gustó el lugar y decidió quedarse. O tal vez carecía de sentido común para seguir adelante.
Permanecimos sentados en silencio durante un rato.
—¿Y por qué supones que entró en tu casa? —preguntó Doc.
—No sabría decírselo. Siempre nos llevamos bien. Íbamos de pesca alguna que otra vez. Tal vez simplemente pasaba por aquí cuando comenzó a encontrarse mal.
—Tal vez...—repitió Doc.
Sonó el timbre, y abrí la puerta a Hiram Martin. Hiram era un hombre grande. Su rostro era mezquino y llevaba la placa de policía prendida en la solapa de su abrigo tan pulida que uno podía reflejarse en ella.
—¿Dónde está?—fue su primera frase.
—En la cocina—dije—. Doc está con él.
Estaba muy claro que a Hiram le desagradaba que le asignasen la tarea de acompañar a Stiffy a Elmore.
Entró en la cocina y echó una ojeada a la figura arropada que había en el suelo.
—¿Está bebido?—recabó Hiram.
—No—rechazó Doc—. Está enfermo.
—Bueno—dijo Hiram—, el coche está ahí delante y dejé el motor encendido. Levantémoslo y pongámonos en marcha.
Trasladamos a Stiffy al coche entre los tres y lo acomodamos en el asiento de atrás.
Me quedé de pie en el camino y vi alejarse el coche por la calle. Me pregunté cómo se sentiría Stiffy cuando se despertara y descubriera que estaba en un hospital. Más bien me imaginaba que le daría igual.
Me sentí mal por Doc. Ya no era un hombre joven y lo más probable era que hubiera tenido un día de mucho trabajo y, sin embargo, daba por sentado que debía ir con Stiffy.
Una vez de nuevo en casa, fui a la cocina, cogí el tarro del café y fui hasta la pila a llenar la cafetera, y allí, sobre el mármol, estaba el manojo de llaves que yo había recogido del suelo. Dos de ellas semejaban llaves de candado, otra una llave de coche, lo que parecía la llave de una caja de seguridad y, finalmente, dos que podrían haber sido llaves de cualquier tipo. Las revolví, sin apenas detenerme a mirarlas, haciéndome preguntas sobre esa llave de coche y la que podría haber sido para una caja de seguridad. Stiffy no tenía coche, es más, no tenía nada para lo que necesitase una caja de seguridad.
Se acerca la hora—pronunció—. Van a utilizar la bomba. Yo le había dicho a Doc que eran desvaríos, pero ahora, al recordarlo, no estaba tan seguro de que lo fueran. Había articulado las palabras resollando. Eran palabras conscientes, palabras que había articulado con cierta dificultad, que él había querido decir y que había luchado por decirlas. No se trataba del fácil flujo de palabras que uno emite cuando desvaría. Pero no fue suficiente. Le faltaron las fuerzas o el tiempo necesarios. Las pocas palabras que logró pronunciar no querían decir nada en particular.
Había un lugar en el que quizá podría conseguir información adicional que tal vez permitiría encajar las palabras, pero me resistía a ir allí. Stiffy Grant había sido amigo mío durante muchos años, desde el día en que fue de pesca con un niño de diez años y estuvo sentado junto a él a la orilla del río toda la tarde, contando cuentos maravillosos Recordé, de pie en la cocina, que pescamos algunos peces, pero los peces no importaban. Lo que importaba entonces, lo que seguía siendo importante, era que un hombre adulto tenía la comprensión para tratar a un niño de diez años igual que a un ser humano, un semejante. Ese día, en las pocas horas de una tarde, crecí mucho. Mientras estuvimos sentados en esa orilla del río, fui tan grande como él, y era la primera vez que experimentaba algo así.
Había algo que tenía que hacer y sin embargo me resistía; no obstante, a Stiffy acaso no le importaría. Intentó comunicarme algo y no lo había logrado porque no tuvo fuerzas suficientes. Seguramente entendería que, si utilizaba esas llaves para entrar en su choza, no lo hacía con un espíritu de malignidad, o de curiosidad ociosa, sino para alcanzar ese conocimiento que había tratado de compartir conmigo.
Nadie había estado nunca en la choza de Stiffy. La fue construyendo a lo largo de los años, en las afueras del pueblo, junto a una marisma, en la linde de los pastos de Jack Dickson, y la había levantado con leña recogida, con latas aplastadas y todo tipo de basura que encontraba. Al principio no había sido más que un chamizo, un refugio para protegerse del viento y de la lluvia. Pero, poco a poco, año tras año, había ido ampliándolo hasta que fue una estructura de forma y ángulos fantásticos, pero era un hogar. Me decidí y lancé por último las llaves al aire, las recogí y me las guardé en el bolsillo. Luego, abandoné la casa y subí al coche.
6
Una neblina de un blanco fantasmal se extendía sobre la superficie de la marisma y se apelotonaba al pie del pequeño montículo sobre el que se erguía la choza de Stiffy. Al otro lado de la extensión de blancura se alzaba una masa sombreada, la oscura forma de una isla boscosa que emergía del pantano.
Detuve el coche y me bajé; al hacerlo, mi nariz captó el fétido olor de la ciénaga, el olor a cosas viejas y mohosas, a vegetación putrefacta y agua color ocre. No era particularmente ofensivo y, sin embargo, había en él una suciedad que le ponía a uno la carne de gallina. Quizá, me dije, una persona llegaba a acostumbrarse. Era más que probable que Stiffy hubiera vivido con él tanto tiempo, que ya no lo notara.
Miré atrás, hacia el pueblo, y, a través de la oscuridad de aquellos árboles de pesadilla, pude entrever ocasionalmente un oscilante farol de la calle. Nadie, estaba seguro, podía haberme visto venir aquí. Apagué los faros antes de tomar la carretera y avancé despacio por el serpenteante camino de carro que conducía a la choza, sin nada más que una pálida luna para ayudarme en mi camino.
Como un ladrón en la noche, comparé. Y eso era, claro, lo que yo era, salvo que no tenía intención de robar.
Caminé por el sendero hasta la destartalada puerta hecha de tablones desiguales de madera recuperada. Estaba cerrada con un pasador de metal guardado por un fuerte candado. Probé una de las llaves en él y encajó. El cierre se abrió. Empujé la puerta y se abrió con un crujido.
Saqué de mi bolsillo la linterna que había cogido de la guantera del coche y empujé el interruptor con el pulgar. El haz de luz surgió, atravesando el portal. Aparecieron una mesa y tres sillas, una cocina contra una pared, una cama contra otra.
La habitación estaba limpia. El suelo era de madera, cubierto por fragmentos de linóleo unidos con esmero. El linóleo estaba tan meticulosamente fregado, que brillaba. Las paredes habían sido escayoladas y luego empapeladas con pedazos de papel, pero con una ignorancia descarada de todo esquema de color.
Me adentré más en la habitación y desplacé paulatinamente la luz adelante y atrás. Al principio, vi las cosas grandes, la cocina, la mesa y las sillas, la cama... Pero luego comencé a darme cuenta de las otras cosas y de pequeños detalles.
Y una de esas cosas, que debería haber visto de inmediato, era el teléfono que había sobre la mesa.
Lo enfoqué con la linterna y pasé largos segundos asegurándome, para empezar, de lo que sabía, pues, a simple vista, el teléfono no tenía disco, ni cable de conexión. Y no hubiera servido de nada el cable, puesto que no se había traído nunca ninguna línea telefónica hasta esta choza que se hallaba Junto al pantano.
Tres—conté—, sabía de tres. El que había en mi oficina, otro en el estudio de Gerald Sherwood y ahora éste en la choza del vago del pueblo.
Aunque—rumié para mis adentros—, no tan vago como el pueblo podía creer. No era el sucio sujeto que la mayoría de la gente pensaba, pues el suelo había sido fregado y las paredes estaban empapeladas y todo estaba limpio.
Gerald Sherwood, Stiffy Grant y yo, ¿qué vínculo común podía haber entre nosotros? ¿Y cuántos de esos teléfonos sin disco podía haber en Millville? ¿Para cuántos más de nosotros existía ese vínculo desconocido?
Moví la luz y se deslizó despacio sobre la cama, con su edredón estampado, nada arrugada, nada desarreglada y muy bien hecha. El foco se deslizó sobre la cama hasta llegar a otra mesa que había al otro lado. Bajo la mesa había dos cajas de cartón. Una de ellas era sencilla, sin ningún letrero, y la otra era de una marca excelente de whisky escocés escrita con grandes letras en una cara.
Caminé hasta la mesa y saqué la caja de whisky de debajo de ella. En su interior encontré lo último que habría esperado. No contenía objetos personales, ni trastos, sino botellas de whisky.
Incrédulo, saqué una botella y otra y otra más, todas sin abrir. Las repuse en la caja y descendí hasta el suelo, poniéndome en cuclillas. Sentí una risa en mi interior, casi una carcajada; sin embargo, en última instancia, no era cosa de risa.
Esa misma tarde, Stiffy me pidió un dólar porque, según dijo, no había tomado una copa en todo el día. Y tenía esta caja de whisky debajo de la mesa.
¿Acaso todos los aspectos externos del vago del pueblo no eran más que un camuflaje? ¿Las uñas rotas y sucias; la ropa arrugada y raída; el rostro sin afeitar; el cuello sin lavar; el mendigar dinero para una copa; el buscar sucios trabajos de poca monta para pagarse la comida, era todo un engaño?
Y si fuera una farsa, ¿con qué intención?
Empujé la caja debajo de la mesa y arrastré la otra caja de cartón. En ésta no había whisky ni tampoco trastos. Había teléfonos.
Me quedé de una pieza. Y ahora, cómo había llegado ese teléfono a mi mesa estaba claro como el agua. Stiffy lo puso allí y me había esperado, apoyado en el edificio. Quizás me había visto bajar por la calle cuando salía de la oficina e hizo lo único que hubiera parecido natural para explicar que estuviera allí esperando. O podría igualmente haber sido pura bravuconería. Y había estado riéndose todo el tiempo de mí en su interior.
Pero eso no podía ser cierto, consideré. Stiffy nunca se hubiera reído de mí. Éramos viejos y leales amigos; él nunca se reiría de mí, nunca me engañaría. Era un asunto serio, demasiado serio para tomárselo a broma.
Si Stiffy había puesto allí el teléfono, ¿había sido él también quien se lo había llevado? ¿Podía ser éste el motivo por el que pasó por mi casa, para explicarme por qué había desaparecido el teléfono?
Si recapacitaba, no parecía demasiado probable.
Claro que, si no era Stiffy, había alguien más implicado.
No hacía falta examinar los teléfonos, pues sabía exactamente qué iba a encontrar. Pero lo hice y no estaba equivocado. No tenían ni disco ni cable de conexión.
Me levanté y por un momento quedé confuso, con los ojos puestos en el teléfono que había sobre la mesa. Tomé una decisión, fui hasta la mesa y levanté el receptor.
—Hola—saludó la voz del empresario—. ¿De qué tienes que informar?
—No soy Stiffy—dije—. Stiffy está en el hospital. Se puso enfermo.
Hubo un momento de vacilación, luego la voz se rehízo:
—Oh, sí, es el señor Bradshaw Carter, ¿no es así? ¡Qué bien que haya podido llamar!
—He encontrado los teléfonos—expuse—. Aquí, en la choza de Stiffy. Y el teléfono de mi oficina ha desaparecido. Vi a Gerald Sherwood. Creo, amigo mío, que tal vez es hora de que se explique.
—Claro—coincidió la voz—. Usted ha decidido representarnos, por lo que parece.
—Espere—le corté—un momento. No hasta que sepa de qué se trata, hasta que haya tenido oportunidad de considerarlo.
—Le explicaré qué vamos a hacer—expuso la voz—, usted lo considera y vuelve a llamarnos. ¿Qué era eso de que se habían llevado a Stiffy a algún sitio?
—A un hospital—repetí—. Se puso enfermo.
—Pero debería habernos llamado—se sorprendió—. Nos hubiéramos hecho cargo de él. A él le constaba que...
—Tal vez no tuvo tiempo. Yo lo encontré...
—¿Dónde está ese sitio al que lo llevaron?
—Elmore. Al hospital de...
—Elmore. Claro. Sabemos dónde está Elmore.
—Y quizá también Greenbriar.—No había querido decir eso; me lo oí decir. Brotó en mi mente; una relación repentina e inconsciente entre lo que sucedía aquí y el proyecto del que me había hablado Alf.
—¿Greenbriar? Pues claro, ciertamente. Allá en Mississippi. Un pueblo muy parecido a Millville. ¿Y nos lo hará saber? Cuando se haya decidido, ¿nos lo hará saber?
—Se lo haré saber—prometí.
—Y muchas gracias, señor. Esperamos que se asocie con nosotros.
Y luego la línea enmudeció.
Greenbriar. No era sólo Millville. Podía ser el mundo entero. ¿Qué demonios podía estar sucediendo?, me pregunté.
Le hablaría de ello a Alf. Me iría a casa y le llamaría ahora. O podía ir a verle. Probableménte estaría acostado, pero le despertaría. Llevaría conmigo una botella y tomaríamos una copa o dos
Cogí el teléfono, me lo metí bajo el brazo y salí. Cerré la puerta detrás de mí. Cerré de golpe y fui hasta el coche. Abrí la puerta de atrás, puse el teléfono en el suelo y lo cubrí con un impermeable que estaba doblado sobre el asiento. Era una tontería, pero me sentía algo mejor con el teléfono escondido.
Me puse detrás del volante y me quedé un momento sentado, pensando. Tal vez sería mejor que no me precipitara. Vería a Alf mañana y tendríamos mucho tiempo para charlar, una semana entera si la necesitábamos. Y, de este modo, ganaría algo de tiempo para estudiar detenidamente la situación.
Era tarde y tenía que colocar los trastos de acampada y el equipo de pesca en el coche. Además, debía intentar dormir un poco.
Sé sensato—me dije—. Tómate un poco de tiempo. Intenta estudiarlo con detenimiento.
Era un buen consejo. Bueno para otra persona. Bueno incluso para mí mismo en otro momento y bajo otras circunstancias. No obstante, no debería haber hecho caso. Debería haber ido hasta el Johnny's Motor Court y haber llamado a la puerta de Alf. Tal vez las cosas hubieran sido distintas. Pero es imposible estar seguro. Nunca se puede estar seguro.
De cualquier modo, me fui a casa y metí los trastos de acampada y el equipo de pesca en el coche y dormí unas cuantas horas (aún me sorprende que llegara a dormirme) y luego el despertador me hizo abandonar la cama a primera hora de la mañana.
Y antes de que pudiera recoger a Alf, choqué con la barrera.
7
Hola—dijo el espantajo desnudo, con despreocupada felicidad. Se contó los dedos y babeó mientras contaba.
Era inconfundible. Apareció con nitidez a través de los años. La misma plácida cara de bobo, con su boca de rana y sus ojos nebulosos. Habían pasado diez años desde que lo viera por última vez, desde que lo viera nadie, y, no obstante, sólo parecía algo mayor de lo que era. Su cabello era largo, le caía por la espalda, pero no tenía barba, aunque sí una buena cantidad de vello, pero nunca le salió la barba. Estaba totalmente desnudo a excepción del ofensivo sombrero. Y era el mismo viejo Tupper. No había cambiado nada. Le hubiera reconocido en cualquier parte.
Dejó de contarse los dedos y se sorbió la baba. Alargó el brazo y se quitó el sombrero. Lo sostuvo en alto para que pudiera verlo mejor.
—Lo hice yo—se jactó con mucho orgullo.
—Es muy bonito—lo alabé.
Podría haber esperado, de dondequiera que viniese, podría haber esperado un poco. Millville tenía ya bastantes problemas en ese preciso momento sin tener que luchar una vez más con los gustos de Tupper Tyler.
—Tu papá—dijo Tupper—. ¿Dónde está tu papá, Brad? Tengo algo que decirle.
Oh, esa voz. ¿ Como podía haberla confundido nunca? ¿Y córno podía haber olvidado que Tupper era, sobre todo, un consumado imitador? Podía ser cualquier pájaro que quisiera, o imitar un perro o un gato y los niños solían reunirse a su alrededor, riéndose de él, mientras él presentaba el espectáculo de una pelea entre un perro y un gato o el de dos vecinos en plena discusión.
—Tu papá—insistió Tupper.
—Será mejor que entremos—le dije—. Iré a buscar algo de ropa y te la pondrás. No puedes seguir corriendo por ahí desnudo.
Asintió vagamente con un gesto.
—Flores—farfulló—. Montones de bonitas flores .
Abrió mucho los brazos a fin de mostrarme cuántas flores había.
—Metros y metros—balbució—. No tienen fin. Siguen y siguen para siempre. Todas moradas. Y son muy bonitas y huelen muy bien y son muy buenas conmigo.
Su barbilla estaba cubierta de una humedad debida a su charla y se la limpió con una mano semejante a una zarpa. Se limpió la mano en el muslo.
Lo agarré por el codo, le hice darse la vuelta y dirigirse hacia la casa.
—Pero tu papá...—protestó—. Quiero contarle a tu papá todo sobre las flores.
—Más tarde—le di largas.
Le hice subir al porche y cruzar la puerta de un empujón. Entré tras él. Me sentí mejor. Tupper no era una visión decente para las calles de Millville. Y, por un rato, había tenido cuanto podía soportar. El viejo Stiffy Grant yacía en mi cocina justo la noche anterior y ahora llegaba Tupper, completamente en cueros. Los excéntricos no estaban mal, y en un pueblo pequeño hay muchos, pero llegaba un momento en que eran demasiado.
Seguí agarrándolo con fuerza por el codo y le llevé hasta el dormitorio.
—Quédate aquí—le ordené.
Se quedó allí, sin moverse, mirando boquiabierto la habitación con las pupilas vacías.
Encontré una camisa y un par de pantalones. Saqué un par de zapatos y, tras mirar sus pies, volví a guardarlos. Eran demasiado pequeños. Los pies de Tupper estaban extendidos y aplastados. Probablemente había estado yendo sin zapatos durante años.
Le tendí los pantalones y la camisa.
—Póntelos—le ordené—. Y una vez te los hayas puesto, quédate aquí. No salgas de esta habitación.
No respondió y no cogió la ropa. Había comenzado una vez más a contarse los dedos.
Y ahora, por vez primera, tuve una oportunidad para preguntarme dónde había estado. Cómo podía un hombre perderse de vista sin dejar rastro, permanecer extraviado durante diez años y reaparecer, salir del mismo aire diáfano en el que había desaparecido.
Tupper desapareció en mi primer año de instituto y yo lo recordaba muy vívidamente porque durante una semana permitieron a todos los chicos no ir a la escuela para unirse a las tareas de búsqueda. Peinamos miles de campos y bosques, caminábamos en fila, a un brazo de distancia unos de otros, y al final habíamos buscado más un cuerpo que a un hombre. La policía del estado dragó el río y varios estanques próximos. El sheriff y un grupo de gente del pueblo habían buscado cuidadosamente por el pantano que había más abajo de la choza de Stiffy, empujando con largos palos. Encontraron innumerables troncos y un par de tinas que alguien había tirado y, en la orilla más lejana de la marisma, un perro muerto desde hacía tiempo. Pero nadie encontró a Tupper.
—Vamos—reiteré—, coge esa ropa y póntela.
Tupper acabó con sus dedos y, educadamente, se limpió la barbilla.
—Debo volver—dijo—. Las flores no pueden esperar demasiado.
Alargó una mano y cogió la ropa que yo le tendía.
—Mi otra ropa se gastó—farfulló—. Me se cayó a pedazos.
—He visto a tu madre hace sólo media hora —me acordé—. Te estaba buscando.
Era arriesgado comentárselo, pues Tupper era el tipo de imbécil que uno ha de manejar con guantes de terciopelo. Pero corrí el riesgo calculado y lo dije, pues me figuré que tal vez esto le haría entrar en razón.
—Oh—contestó alegremente—, siempre me está buscando. Piensa que yo no estoy lo bastante mayor para cuidarme solo.
Como si nunca se hubiera marchado o no hubieran pasado diez años. Como si no hiciera más que una hora que había salido de casa de su madre o el tiempo no tuviera significado para él; y tal vez no lo tenia.
—Ponte la ropa—repetí—. Vuelvo en seguida.
Entré en el salón y cogí el teléfono. Marqué el número de Doc Fabian. Comunicaba.
Colgué el receptor e intenté pensar en alguien más a quien llamar. Podía telefonear a Hiram Martin. Tal vez fuera la persona idónea. Pero vacilé. Doc era el hombre adecuado para manejar la situación; él sabía cómo habérselas con la gente. Todo lo que Hiram sabía era cómo pegarles empujones.
Marqué una vez más el número del doctor y volví a oír la señal de línea ocupada.
Colgué airadamente y corrí hacia el dormitorio. No podía dejar solo a Tupper demasiado tiempo. Sabía Dios qué podría hacer.
Pero ya había esperado demasiado. Nunca hubiera debido dejarlo.
El dormitorio estaba vacío. La ventana estaba abierta, el cristal roto y Tupper no estaba.
Crucé de dos zancadas la habitación. Me asomé por la ventana y no había señales de él.
Un pánico ciego se apoderó de mí. No sé por qué. Ciertamente, en ese momento, el que Tupper se hubiera escapado de la habitación no era en absoluto importante. Pero inexplicablemente yo intuía que debía darle alcance y traerlo de regreso, que no debía perderlo de vista otra vez.
Instintivamente, me retiré de la ventana, tomé carrerilla y salté a través de la abertura. Aterricé sobre un hombro y rodé, y luego me puse en pie de un salto
Tupper no estaba a la vista, pero ahora supe adónde había ido.
Sus húmedas huellas estaban grabadas sobre la hierba, rodeaban la casa por detrás y bajaban hasta el viejo invernadero. Se adentraban en la pequeña extensión de flores moradas que cubría el viejo terreno abandonado, donde mi padre y, posteriormente yo mismo plantamos filas de flores y otras plantas Se había adentrado unos diez metros más o menos en la masa de flores. Su rastro se apreciaba con claridad, pues las plantas habían sido apartadas y no habían tenido tiempo todavía de enderezarse; gozaban de un color más oscuro allí donde el rocío había sido sacudido en ellas.
El rastro se extendía diez metros y desaparecía. Alrededor y por delante de él, las flores moradas estaban derechas, plateadas por las pequeñas gotas de rocío.
No reconocí ningún otro rastro. Tupper no había retrocedido siguiendo el rastro y había ido luego en otra dirección. Era el único rastro que se dirigía directamente hacia la masa de flores moradas y de pronto, cesaba. Como si el hombre hubiera emprendido el vuelo o se hubiera hundido en la tierra.
Pero, dondequiera que estuviese Tupper, al margen del tipo de trucos que practicase, no podía abandonar el pueblo, ya que éste estaba encerrado por algún tipo de barrera que lo rodeaba por completo.
Un quejumbroso sonido estalló y llenó el universo; un sonido agudo y terrible que resonaba y vibraba contra sí mismo. Brotó tan de repente que me hizo saltar y sobrecogerme. El sonido pareció llenar el mundo y atascar el cielo. No cesó, sino que se prolongó sin fin.
Supe qué era casi de inmediato. Pero mi cuerpo aún permaneció tenso durante largos segundos y mi mente estaba helada con un terror sin nombre, puesto que habían sucedido demasiadas cosas en muy poco tiempo; y ese aullido metálico fue el catalizador que lo había juntado todo violentamente y convertía el mundo en algo casi insoportable.
Gradualmente, me relajé y caminé hacia la casa.
Y el sonido todavía continuaba, el lamento furioso y a todo volumen de la sirena allá, en el ayuntamiento.
8
Cuando llegué a la casa, la gente corría por la calle, en una carrera frenética y desorbitada que incluía una sensación de pánico. Todos se dirigían hacia ese chirriante remolino de sonido, como si la sirena fuera la monstruosa música del flautista de Hamelin y ellos fueran las ratas que no podían quedarse atrás.
El viejo Pappy Andrews cojeaba, golpeando su bastón contra la superficie de la calle con desacostumbrado vigor y el viento arrojándole los largos pelos de su perilla a la cara. Estaba la abuela Jones, con su cofia, pero había olvidado atarse los lazos, que flotaban y se ondulaban sobre sus hombros mientras caminaba con inexorable decisión. Era la única mujer en Millville (tal vez en todo el mundo conocido) que todavía gastaba cofia y se enorgullecía maliciosamente de llevarla, como si fuera una loable ostentación de su condición de persona chapada a la antigua. Y, tras ella, iba el pastor Silas Middleton, con una remilgada mirada de disgusto impresa en la cara, pero acudiendo a pesar de todo. Un viejo cacharro pasó ruidosamente con el chiflado hijo de Johnson encogido tras el volante y un grupo de sus violentos compinches gritando Y rechiflando, contentos por cualquier alboroto; dispuestos a contribuir a él. Y muchos otros, inclusive un montón de chiquillos y perros.
Abrí la puerta y salí a la calle. Pero no me sumé a las carreras, pues sabía de qué se trataba Y estaba abatido por muchas otras cosas que nadie sabía aún. Especialmente por Tupper Tyler y lo que él podía tener que ver con lo que sucedía. Por descabellado que parezca, me reconcomía una especie de furtiva sospecha de que Tupper estaba mezclado en ello de algún modo y había enredado las cosas.
Me esforcé por pensar, pero el problema era demasiado complicado para que me cupiera en la cabeza y no tenía las asideras mentales para que mi mente pudiera solucionarlo. Así que no oí el coche cuando llegó sigilosamente a mis espaldas. Lo primero que oí fue el "clic" de la puerta al abrirse
Giré sobre mí mismo y Nancy Sherwood estaba allí, al volante.
—Sube, Brad—gritó, para hacerse oír por encima del ruido de la sirena.
Salte al interior, cerré la puerta y el coche voló calle arriba. Era una máquina grande y potente. La capota estaba bajada y yo no estaba acostumbrado a viajar en un descapotable.
La sirena cesó. El mundo había estado, por un momento, lleno hasta reventar con su insolente aullido y, luego, el aullido se silenció y, por un instante, hubo un débil chillido mientras la sirena callaba. Luego reinó el silencio y, en el peso y la masa del silencio, un deje del aullido persistía en la mente, como si el aullido no hubiera cesado, sino que simplemente se hubiera alejado.
Uno se sentía desnudo en la frialdad del silencio y tenía la absurda sensación de que el ruido tenía una finalidad y una dirección. Y que, ahora, desaparecido el ruido, no había ni finalidad ni dirección.
—Bonito coche el tuyo—tercié, sin saber qué decir, pero obligado a hacer algún comentario.
—Papá me lo regaló—comentó ella—, por mi último cumpleaños.
Avanzaba y no se oía el motor. Todo cuanto se distinguía era el débil rumor de las ruedas girando sobre el firme.
—Brad—preguntó—, ¿qué pasa? Me contaron que tu coche estaba destrozado y que no había señales de ti. ¿ Qué tiene que ver tu coche con la sirena? Y había muchos coches en la carretera...
—Hay una especie de valla levantada alrededor del pueblo—le interrumpí.
—¿Quién construiría una valla?
—No se trata de una valla corriente. Esta valla no puedes verla.
Nos aproximábamos a la calle principal y había más gente. Caminaban por la acera, los parterres y la calzada. Nancy redujo la velocidad a paso de tortuga.
—Dijiste que había una valla.
—Hay una valla. Un coche vacío puede atravesarla, pero detiene a las personas. Tengo la sospecha de que detiene todo lo que está vivo. Es el tipo de valla que esperarías en un parque de atracciones.
—Brad—dijo ella—, sabes que no hay ningún parque de atracciones.
—Hace una hora lo sabía—dije—. Ahora ya no lo sé.
Salimos a la calle principal y vimos una gran multitud frente al ayuntamiento y acudía más gente todo el tiempo. George Walker, el carnicero de la tienda Red Owl, corría por la calle, con su delantal blanco metido en el cinturón y su gorra blanca ladeada en lo alto de su cabeza. Norma Shepard, la recepcionista de la consulta de DQC Fabian, estaba de pie sobre una caja en la acera para atisbar qué sucedía, y Butch Ormsby, el propietario de la estación de servicio que había enfrente del ayuntamiento, estaba en el bordillo, limpiándose una y otra vez sus grasientas manos con un rebuño de papel, como si supiera que nunca conseguiría tenerlas limpias pero, aun así, tuviera que seguir intentándolo.
Nancy introdujo el coche en el acceso de la gasolinera y apago el motor.
Un hombre cruzó la pista de hormigón y se detuvo junto al coche. Se inclinó y apoyó sus brazos sobre la parte superior de la puerta.
—¿Cómo van las cosas, amigo?
Le miré un momento, sin recordarle primero súbitamente, le reconocí. Debió darse cuenta.
—Sí—dijo—, el individuo que aplastó su coche.
Se enderezó y me tendió la mano.
—Mi nombre es Gabriel Thomas—se presentó—. Llámeme Gabe. No llegamos a intercambiar los nombres allí abajo.
Le estreché la mano y le dije quién era, luego le presenté a Nancy.
—Señor Thomas—intervino Nancy—, me he enterado del accidente. Brad no quiere hablar al respecto .
—Bueno—dudó Gabe—, fue un suceso muy raro, señorita. Allí no había nada y... chocabas... y te detenía como si fuera una pared de piedra. E incluso cuando te estaba frenando, podías ver a la perfección a través de aquello.
—¿Ha llamado a su empresa?—me interesé.
—Sí. Claro que les he llamado. Pero nadie me cree. Piensan que estoy borracho; tan borracho que no me atrevo a conducir y que estoy escondiéndome en algún sitio. Se figuran que he inventado esta descabellada historia para excusarme.
—¿Eso han dicho, señor Thomas?
—No, señorita—contestó—, pero conozco la manera de ser de esos tipos. Y lo que me duele es que hayan llegado a pensarlo. No soy un bebedor; tengo un buen historial. Vaya, si he ganado premios de conducción tres años seguidos.
Ahora no sé qué hacer. No puedo salir de aquí. No hay forma de salir. La barrera rodea el pueblo entero. Vivo a unos ochocientos kilómetros de aquí y mi mujer está sola, con seis niños; y el más pequeño es una criatura. No sé qué hará. Está acostumbrada a que esté fuera en la carretera, pero nunca más de tres o cuatro días, el tiempo que tardo en hacer un viaje. ¿Qué pasará si no regreso en dos o tres semanas, o en dos o tres meses? ¿Qué hará entonces? No llegará dinero y hay que pagar los plazos de la casa... y están los seis niños que alimentar.
—Tal vez no estará aquí demasiado tiempo —dije, haciendo cuanto podía por animarle—. Tal vez alguien averigüe qué es y haga algo. Tal vez simplemente se irá. Y aunque no sea de este modo, imagino que su empresa seguirá mandando su sueldo. Después de todo, no es su...
Emitió un ruido insultante y de disgusto.
—Esa pandilla, no—dijo—; esa banda de timadores, no.
—Aún es temprano para preocuparse —le tranquilicé—. No sabemos lo que ha sucedido y hasta que lo sepamos...
—Supongo que tiene razón—se avino—. Además, no soy el único. He hablado con mucha gente y no soy el único. Charlé con un hombre allá, frente a la barbería, hace unos minutos, y su mujer está en el hospital en... ¿Cómo se llama ese pueblo?
—Elmore—le informó Nancy.
—Sí, eso es. El hospital de Élmore, y él está fuera de sí, teme no poder ir a visitarla. No hace más que decir que a lo mejor lodo estará en orden dentro de un rato, que podrá salir del pueblo. Da la impresión de que su mujer estuviera bastante mal y él fuese a verla todos los días. Ella le estará esperando, dice, y tal vez no comprenderá por qué no ha ido. Hablaba como si buena parte del tiempo ella no estuviera en su sano juicio Y está ese otro individuo. Su familia se encuentra de vacaciones, en Yellowstone y esperaba que llegasen hoy a casa. Dice que estarán todos cansados del viaje y que ahora no podrán llegar a su casa después de viajar tanta distancia. Creía que estarían en casa a primera hora de la tarde. Piensa salir a la carretera y esperarlos junto a la barrera. No es que le vaya a servir de nada, pero era lo único que se le ocurría. Y después también hay mucha gente que trabaja fuera del pueblo y que ahora no puede acudir a su puesto de trabajo; y alguien me habló de una chica de aquí, del pueblo, que iba a casarse con un joven de un lugar llamado Coon Valley y que iban a casarse mañana y ahora, lógico, pues no pueden.
—Debe de haber hablado usted con mucha gente—observé.
—Silencio—dijo Nancy.
Al otro lado de la calle, el alcalde Higgy Morris estaba de pie sobre el remate de las escaleras que conducían al ayuntamiento y agitaba los brazos para que la gente se callara.
—Conciudadanos—gritó Higgy con esa falsa voz de los políticos que te pone la muerte en el alma—. Conciudadanos, guardad silencio.
Alguien gritó.
—¡Cuéntaselo, Higgy!
Hubo una cascada de risas, pero era una risa nerviosa.
—Amigos—dijo Higgy—, es posible que nos hallemos ante un gran aprieto. Probablemente habréis oído comentarios. Desconozco qué habéis oído, dado que circulan muchas historias. Yo mismo ignoro parte de lo acontecido. Lamento haberme visto obligado a usar la sirena para congregaros, pero se me antojó la forma más efectiva.
—Venga, diablos—gritó alguien—. Continúa, Higgy.
Nadie se rió esta vez.
—Vale, muy bien—prosiguió—, continuaré. No sé cómo enfocarlo, pero nos encontramos aislados. Hay una especie de barrera que nos circunda y que nos imposibilita entrar y salir. No me preguntéis qué es o cómo llegó hasta ahí. Carezco de una explicación plausible. No creo que, ahora mismo, lo sepa nadie. Es de esperar que no haya nada de que preocuparnos. Puede que sea solamente temporal; quizás desaparezca.
Lo que quiero decir es que deberíamos conservar la calma. Estamos todos en el mismo barco y trabajaremos hombro con hombro para salir de ello. Ahora mismo no tenemos nada que temer. Sólo estamos aislados en el sentido de que no podemos ir a ninguna parte. Pero mantenemos el contacto con el mundo exterior. Nuestros teléfonos funcionan, al igual que los tendidos del gas y la electricidad. Tenemos alimentos para resistir diez días, incluso más. Y si nos quedamos sin comida, podemos abastecernos de más. Camiones cargados de ella, o de cualquier cosa que necesitemos, pueden ser llevados hasta la barrera y el conductor puede bajarse; luego el camión sería arrastrado o empujado a través de la barrera. No impide el paso a las cosas que no están vivas.
—Un minuto, alcalde—exclamó alguien.
—Sí—dijo el alcalde, mirando alrededor para ver quién se había atrevido a interrumpirle.
—¿Ha sido usted, Len?—inquirió.
—Sí, he sido yo—repuso el hombre.
Vi ahora que se trataba de Len Streeter, el profesor de ciencias del instituto.
—¿Qué quería?—preguntó Higgy.
—Supongo que basa esta última afirmación suya, de que sólo la materia no viviente atraviesa la barrera, en el coche que estaba aparcado en la carretera de Coon Valley.
—Bueno, pues sí—dijo Higgy, condescendientemente—; eso es exactamente en lo que estaba basando mi aseveración. ¿Qué sabe de él?
—Nada—le respondió Len Streeter—. Nada sobre el coche en sí mismo. Pero columbro que es su intención emprender la investigación de este fenómeno dentro de unos límites científicos bien definidos.
—Así es—balbuceó Higgy santurronamente—. Me ha leído el pensamiento.
Y uno se daba cuenta, por el modo de hablar,de que no tenía ni idea de lo que Streeter había dicho o de adónde quería llegar.
—En ese caso—apuntó Streeter—, podría advertirles en contra de la aceptación de los hechos en su significado literal; tales como interpretar que, porque no había ningún ser humano en el coche, no había en él nada viviente.
—Bueno, no lo había—sostuvo Higgy—. El hombre que lo conducía lo había abandonado y se marchó a alguna parte.
—Los seres humanos—dijo Streeter, pacientemente—no son la única forma de vida. No podemos afirmar que no había vida en ese coche. De hecho, podemos tener la certidumbre de que había algún tipo de vida en él; probablemente una mosca o dos encerradas en su interior; un saltamontes posado sobre el capó... Es irrefutable que el coche tenía en su interior, a su alrededor y en su superficie gran variedad y número de microorganismos, los cuales son una forma de vida, de la misma manera que lo somos nosotros.
Higgy estaba de pie en las escaleras y se sentía algo aturdido. No sabía si Streeter se estaba riendo de el o no. Con toda seguridad no había oído hablar en su vida de un microorganismo.
—Sabes, Higgy—reconocí la voz de Doc Fablan—, nuestro joven amigo tiene razón. Por supuesto que habría microorganismos. Algunos deberíamos haberlo pensado de inmediato.
—Vale, muy bien, pues—aceptó Higgy—. Si usted lo afirma, Doc. Concedamos que está en lo cierto. Pero no cambia el escenario, ¿verdad?
—En este momento, no—fue la contestación de Doc.
—Lo único que yo quería hacer comprender —se desgañitó Streeter—es que la vida puede no ser toda la respuesta. Si vamos a estudiar la situación, deberíamos empezar correctamente. No deberíamos comenzar con conceptos equivocados.
—Quiero hacer una pregunta, alcalde—añadió alguien más.
Intenté ver quién era, pero no pude.
—Adelante—dijo Higgy, cordialmente, feliz de que alguien estuviera a punto de cortar a Streeter.
—Bueno, es la siguiente—se preparó el hombre—. He estado trabajando en las obras de la carretera que hay al sur del pueblo. Y ahora no puedo llegar a mi puesto de trabajo. Me guardarán el empleo un día o dos, pero no es razonable esperar que el contratista lo mantenga durante mucho tiempo. Tiene un contrato que ha de cumplir, un límite de tiempo, y le penalizarán por cada día de retraso, como es natural; así que necesita hombres. No puede mantener ningún empleo sin cubrir más de un día o dos.
—Sé todo eso—masculló Higgy.
—No estoy sólo—dijo el hombre—. Hay muchas otras personas que trabajan fuera del pueblo. No sé los demás, pero yo necesito mi paga. No tengo ahorros a los que recurrir. ¿Qué va a sucedernos si no podemos llegar a nuestros trabajos y no hay paga ni dinero en el banco?
—Iba a hablar de eso—amagó Higgy—. Me hago cargo de su situación. Y las situaciones de muchos otros hombres. No hay trabajo suficiente en un municipio como éste para todos sus habitantes, por consiguiente, muchos de nuestros residentes desempeñan su trabajo fuera del pueblo. Y sé que muchos de vosotros no tenéis demasiado dinero y que necesitáis vuestros sueldos. Esperamos que esa cosa desaparezca lo bastante pronto para que podáis reintegraros a vuestros puestos de trabajo.
»Pero dejadme que añada esto, dejadme hacer una promesa: si no desaparece, ninguno de vosotros pasará hambre. Ninguno de vosotros va a ser expulsado de su casa porque no pueda pagar los plazos o el alquiler. Nada temáis. Mucha gente va a quedarse sin trabajo por lo que ha acontecido, pero cuidaremos de vosotros, de cada uno de vosotros. Voy a nombrar un comité que consultará con los comerciantes y con el banco; hasta crearemos una línea de crédito preferencial. Todo el que necesite un préstamo puede estar seguro de obtenerlo.
Higgy miró a Daniel Willoughby, que se hallaba un paso o dos por debajo de él.
—¿No estoy en lo cierto, Dan?—preguntó.
—Sí—dijo el banquero—. ¡Cómo no! Haremos cuanto podamos.
Pero no le gustaba. Se veía que no le gustaba. Le dolía decir que estaba de acuerdo. A Daniel le gustaba la seguridad, una buena seguridad, para cada uno de los dólares que prestaba.
—Es todavía demasiado pronto—agregó Higgy—para averiguar qué ha acontecido. Tal vez esta noche recabemos más información. Lo principal es mantener la calma y no precipitarse.
No puedo pretender saber cómo evolucionará la situación. Si esta barrera permanece, habrá problemas. Pero, tal como está ahora mismo, no está mal del todo. Hasta hace un par de horas, no éramos más que un pueblecito no demasiado conocido. Supongo que no había demasiados motivos por los que debiéramos ser conocidos. Pero ahora estamos obteniendo publicidad en todo el planeta. Salimos en los periódicos, en la radio y la televisión. Me gustaría que Joe Evans subiera aquí y os lo contara.
Buscó a su alrededor y localizó a Joe entre la multitud.
—Eh, amigos—dijo—, dejad paso, por favor, para que Joe pueda subir aquí arriba.
El director del periódico subió las escaleras y se giró cara al público.
—Hasta ahora no hay mucho que explicar —empezó—. He recibido llamadas de la mayoría de los servicios radiofónicos y de varios periódicos. Todos querían saber qué estaba sucediendo. Les relaté lo que pude, pero no fue mucho. Una de las emisoras de televisión que hay en Elmore va a enviar una unidad móvil. El teléfono seguía sonando cuando abandoné mi casa y es de imaginar que otro tanto ocurre en la redacción.
»Opino que los medios de comunicación van a prestar mucha atención a esta anomalía y no me cabe duda de que el Estado y los gobiernos federales intervendrán; y, si lo entiendo correctamente, existe la posibilidad de que la comunidad científica demuestre también un interés considerable.
El hombre que trabajaba en la carretera habló de nuevo.
—Joe, ¿piensas que los científicos pueden descubrir qué pasa?
—No lo sé—replicó Joe.
Hiram Martin se había abierto camino entre la multitud y estaba cruzando la calle. Tenía una mirada resuelta y me pregunté qué podía traerse entre manos.
Alguien más formuló una pregunta, pero la visión de Hiram me había distraído y perdí la respuesta de la misma.
—Brad—me llamó alguien muy cerca.
Miré alrededor.
Hiram estaba ahí. Vi que el camionero se había marchado.
—Sí—dije—. ¿Qué sucede?
—Si tienes tiempo—me propuso Hiram—, me gustaría hablar contigo.
—Adelante—dije—. Tengo tiempo.
Señaló con la cabeza hacia el ayuntamiento.
—Muy bien—me mostré conforme.
Abrí la puerta y salí.
—Te esperaré—me despidió Nancy.
Hiram rodeó a la multitud, franqueándola, dirigiéndose a la puerta lateral del ayuntamiento. Le seguí a unos pasos.
Pero aquello no me gustaba.
9
El despacho de Hiram era un pequeño chiribitil algo alejado del cuarto que albergaba la bomba de incendios y la escalera de mano. Apenas había lugar en él para dos sillas y una mesa. En la pared de detrás de su mesa colgaba un calendario grande y llamativo con una mujer desnuda.
Y en él había uno de los teléfonos sin disco.
Hiram lo señaló con un gesto.
—¿Qué es eso?—quiso saber.
—Es un teléfono—despisté—. ¿Desde cuándo te has vuelto tan importante para tener dos teléfonos?
—Échale otro vistazo—sugirió.
—Sigue siendo un teléfono.
—Míralo más de cerca—me insistió.
—Tiene un aspecto disparatado. No tiene disco.
—¿ Algo más?
—No, supongo que no. Simplemente no tiene disco.
—Y—añadió Hiram—no tiene cable de conexión.
—No había reparado en ello.
—No es normal—dijo Hiram.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué demonios sucede? No me harías entrar aquí sólo para mostrarme un teléfono.
—Me sorprendes—dijo Hiram—, estaba en tu oficina.
—No puede ser. Ed Adler vino ayer y se llevó mi teléfono. Por no pagar la factura.
—Siéntate, Brad—masculló él.
Me senté y él se sentó frente a mí. Su rostro aún era atable, pero llameaba un inquietante brillo en sus ojos, el brillo que en los viejos tiempos yo había visto muy a menudo, cuando me acorralaba y él lo sabía; cuando estaba a punto de obligarme a luchar con él, esfuerzo en el curso del cual me propinaría una soberana paliza.
—¿No habías visto nunca este teléfono?—me interrogo .
Negué con la cabeza:
—Al irme ayer de mi oficina no tenía teléfono. Ni éste ni ningún otro.
—Me sorprendes—repitió.
—Es tan extraño para mí como para ti—repuse—. No sé adónde quieres ir a parar. Supongo que estás intentando decírmelo.
—Muy bien—dijo—, te lo diré. Tom Preston fue el hombre que lo vio. Había mandado a Ed a quitar tu teléfono. Por la tarde pasó por tu oficina y por casualidad miró al interior; entonces vio el teléfono sobre tu mesa. Se enfadó sobremanera. Puedes figurarte cuánto se enfadó.
—Sí—dije—. Conociendo a Tom, imagino que estaría enfadado.
—Había mandado a Ed a llevarse ese teléfono y lo primero que se le ocurrió fue que tú habías convencido a Ed para que no se lo llevara. O, más fácil, no había pasado a llevárselo. Sabe que tú y Ed sois amigos.
—Supongo que estaba tan enfadado, que forzó la entrada y se lo llevó.
—No—rechazó Hiram—, no forzó la entrada. Se presentó en el banco y persuadió a Daniel Willoughby para que le diera la llave.
—Sin tener en cuenta—apostillé—que yo tenía alquilado el despacho.
—Pero no habías pagado el alquiler desde hcía por lo menos tres meses. Si me lo preguntas, creo que Daniel estaba en su derecho.
—En mi opinión—contraataqué—, Tom y Daniel irrumpieron en mi local y me robaron.
—Te lo he dicho. No irrumpieron. Y Daniel no tomó parte en ello. Excepto en darle a Tom la llave adicional. Tom volvió solo. Por otro lado, proclamas que no habías visto nunca este teléfono, que no te pertenecía.
—Eso no tiene nada que ver. Con independencia de lo que hubiera en mi oficina, no tenía derecho a llevárselo. Fuera mío o no. ¿Cómo sé que no se marchó con otras cosas?
—Te consta que no lo hizo—objetó Hiram—. Dijiste que querías enterarte de esto.
—Bien, sigue y cuéntamelo.
—Bueno, Tom consiguió la llave y entró en tu oficina. Al instante vio que era un modelo de teléfono distinto. No tenía disco y no estaba conectado. Así que se dirigió a la puerta y, antes de franquearla, sonó el teléfono.
—¿El teléfono qué?
—Sonó.
—Pero si no estaba conectado..
—Lo se, pero, no se como, sonó.
—Así que contestó—bromeé—Santa Claus.
—Contestó—recalcó Hiram—y era Tupper Tyler.
—¡Tupper! Pero si Tupper...
—Sí, lo sé—concedió Hiram—. Tupper desapareció. Hace más o menos diez años. No obstante, Tom reconoció la voz de Tupper. Juró que era inconfundible.
—¿Y qué le dijo Tupper?
—Tom le saludó y Tunper le nreguntó quién era. Tom se presentó. Entonces Tupper le rogó que dejara el teléfono, que no estaba autorizado a usarlo. Luego la línea se cortó.
—Mira, Hiram, creo que Tom se estaba burlando de ti.
—No, no se burlaba. Pensó que alguien le estaba tomando el pelo, que tú y Ed lo habíais preparado. Pensó que era una broma, que tú estabas desquitándote con él.
—Es una estupidez—protesté—. Aunque Ed y yo hubiéramos preparado una broma como ésa, ¿cómo íbamos a saber que Tom entraría?
—Lo sé—dijo Hiram.
—¿Quieres decir que te crees todo esto?
—Pues claro que me lo creo. Hay algo que va mal, terriblemente mal.
Pero su tono de voz era defensivo. Le tenía casi vencido. Me había arrastrado ahí dentro para clavarme en la pared y las cosas no habían ido así y ahora estaba un poco avergonzado por todo el asunto. Pero dentro de un rato comenzaría a enojarse. Era de ese tipo de imbéciles.
—¿Cuándo te contó Tom todo esto?
—Al mediodía.
—¿Por qué no ayer por la noche? Si pensaba que era tan importante...
—Pero te lo he dicho. No pensó que fuera importante, sino que era una broma, que eras tú devolviéndole la pelota. No creyó que fuera importante hasta que todo se desencadenó esta mañana. Después de haber contestado y oído la voz de Tupper, se llevó el teléfono. Quería darle la vuelta a la broma, ¿entiendes? Pensó que te habías tomado mucho trabajo...
—Sí—afirmé—, lo entiendo. Pero ahora está convencido de que era realmente Tupper quien llamaba y que la llamada era para mí.
—Vale, sí, yo diría que sí. Se llevó el teléfono a casa y, a primera hora de la noche, cogió el receptor y daba línea, pero nadie contestó. Eso de que el teléfono diera señal le desconcertó. Le preocupó mucho. No estaba conectado, ¿entiendes lo que te digo?
—Y ahora, vosotros dos queréis hacer algún tipo de acusación contra mí.
El rostro de Hiram se endureció.
—Presiento que estás tramando algo. Sé que fuiste a la choza de Stiffy la noche pasada. Después de que Doc y yo nos lleváramos a Stiffy a Elmore.
—Sí, lo hice—dije—. Encontré sus llaves donde habían caído de su bolsillo. Así que fui a su casa a ver si estaba cerrado y todo estaba en orden.
—Entraste a hurtadillas—se adelantó—. Apagaste los faros para subir por el camino de Stiffy.
—No los apagué. Hubo un cortocircuito. Lo arreglé antes de abandonar la choza.
Era bastante pobre. Pero no pude inventarme nada mejor. Hiram no insistió.
—Esta mañana—aclaró—, Tom y yo fuimos a la choza.
—Así que fue Tom quien me estuvo espiando.
Hiram gruñó.
—Estaba preocupado por el teléfono. Sospechaba de ti.
—Y forzasteis la entrada de la choza. Debisteis hacerlo. Yo la cerré al marcharme.
—Sí—replicó Hiram—, forzamos la entrada. Y encontramos más teléfonos. Una caja repleta.
—Deja de mirarme así—le avisé—. Yo no vi esos teléfonos. No estuve fisgoneando.
Los imaginaba a ambos, a Hiram Y a Tom, irrumpiendo en la choza a grito pelado, convencidos de que existía algún complot siniestro que no podían comprender, pero que, fuera lo que fuese, tanto Stiffy como yo estábamos metidos en el hasta el cuello.
Y había una especie de complot, y Stiffy y yo estabamos metidos en él. Esperaba que Stiffy me revelase de qué se trataba pues yo ciertamente no lo sabía. Lo poco que yo conocía sólo lo hacía más confuso. Y Gerald Sherwood, a menos que me hubiera mentido (y me inclinaba a creer que no lo había hecho), sabía poco más que yo.
De repente agradecí que Hiram no supiera que había un teléfono en el estudio de Sherwood, ni de todos aquellos otros que debía de haber en el pueblo, en manos de aquellas personas que habían sido empleadas como lectores por quienquiera que usara los teléfonos para comunicarse.
Aunque, concebí, había una mínima posibilidad de que Hiram no supiera jamás de esos teléfonos, pues la gente que los tenía, sin duda, los ocultaría de la forma más segura y no diría ni pío sobre ellos, una vez que este asunto de los teléfonos fuera del dominio público. Y estaba seguro de que, dentro de unas pocas horas, el misterio de los teléfonos lo conocería todo el mundo. Ni Hiram ni Tom Preston mantendrían sus bocazas cerradas.
¿Quién será esa otra gente—me pregunté—, los que tienen los teléfonos?" Lo supe de inmediato. Serían los vagabundos, los pobres desafortunados, las viudas que se habían quedado sin ahorros o seguro, los ancianos que no habían podido ahorrar para sus últimos años, los fracasados, los desdichados y los desafortunados.
Pues así era como había sucedido con Sherwood y conmigo. Con Sherwood no contactaron (si ésa era la palabra exacta) hasta que se enfrentó a la ruina financiera, y ellos (quienesquiera que fuesen) no se habían interesado por mí hasta que fui un fracaso comercial y estuve dispuesto a admitirlo. Y el hombre que parecía haber tenido más que ver con ello era el vago del pueblo.
—¿Y bien?—preguntó el policía.
—¿Quieres saber qué sé acerca de ello?
—Sí—repuso Hiram—, y si sabes lo que es bueno para ti... Hiram—
—Ya te advertí, nunca me amenaces.
Floyd Caldwell asomó la cabeza por la puerta
—¡Se está moviendo!—nos gritó—. ¡La barrera se está moviendo!
Tanto Hiram como yo nos pusimos en pie de un salto y nos dirigimos á buen paso hacia la puerta. En el exterior, la gente corría y gritaba; la abuela Jones estaba en medio de la calle, saltando arriba y abajo, con la cofia bailando sobre su cabeza. A cada salto lanzaba pequeños chillidos.
Atisbé a Nancy, en su coche, al otro lado de la calle, y me apresuré a ir a su encuentro. Tenía el motor en marcha Y, cuando me vio, apartó el coche del bordillo. Apoyé las manos sobre la portezuela y, tras saltar a la parte posterior, trepé al asiento de delante. Cuando estuve sentado, el coche había llegado ya a la esquina de la droguería y estaba tomando cierta velocidad. Había un par de otros coches que enfilaban hacia la carretera, pero Nancy los adelantó de un acelerón.
—¿Sabes qué ha pasado?—preguntó.
Negué con la cabeza:
—Sólo que la barrera se está moviendo.
Llegamos a la señal de stop que protegía la carretera, pero Nancy ni siquiera redujo la velocidad. No tenía motivo para ello, pues no había tráfico en la carretera, estaba cortada.
Hizo virar el coche y entró en el ancho tramo de asfalto y allí, delante de nosotros, el carril de dirección este estaba bloqueado por una masa de coches apretujados. También se encontraba el camión de Gabe, con su remolque yaciendo en la cuneta, mi coche aplastado debajo y la cabina medio volcada en el aire. Más allá del camión, vimos otros coches atascados en el carril de dirección oeste, coches que aparentemente habían cruzado la franja central en un esfuerzo por volver, pero que quedaron atrapados en la maniobra por un atasco más pequeño antes de que la barrera se moviera.
La barrera ya no estaba ahí. Claro está que no se veía si estaba ahí o no, pero carretera arriba, unos cuatrocientos metros más o menos, había evidencia de ello.
Allá arriba, un montón de personas corrían desenfrenadamente, huían de una fuerza invisible que las acosaba. Y detrás de esta gente, una larga línea de vegetación amontonada, masas de árboles arrancados, marcaba el borde de la barrera en movimiento. Se extendía hasta allí donde alcanzaba lavista, a ambos lados de la carretera, y parecía tener vida propia. Se bamboleaba, sacudía y arrastraba paulatinamente hacia delante, desgarrando montones de árboles que se agitaban desgarbadamente sobre sus raíces y largas ramas.
El coche llegó hasta el atasco del carril de dirección oeste. Nancy apagó el motor. En el silencio, podía oírse el débil susurro de esa fantasmagórica línea de vegetación que se apelotonaba por la carretera, un pequeño rumor jalonado, de cuando en cuando, por el crujido y el ruido seco de las ramas al caer los árboles arrancados en su desagradable avance.
Salí del automóvil y caminé carretera abajo, abriéndome camino entre el atasco de coches. Una vez que me libré de ellos, la carretera se amplió ante mí y carretera arriba la gente aún corría, si bien ya no desesperadamente. Corrían un trecho se paraban, formaban pequeños grupos y miraban tras de sí, hacia la línea que se retorcía. Después, reemprendían la carrera un trecho y se detenían para volver a mirar. Algunos de ellos ya ni corrían, tan sólo caminaban despacio y sin detenerse por la carretera.
No sólo había gente. Había algo más; una indefinible agitación en el aire; un rápido movimiento de cuerpos oscuros; una nube de insectos y pájaros que retrocedían ante esa fuerza inexorable que se aproximaba, como un fantasma sobre la superficie de la tierra.
Al otro lado de la barrera, la tierra estaba desnuda. No quedaba nada sobre ella, a excepción de dos árboles sin hojas. Y a éstos, profeticé, los rebasaría. Pues eran cosas sin vida y para ellos la barrera era inofensiva, pues la barrera únicamente rechazaba la vida. Aunque, si Len Streeter tenía razón, no era toda la vida, sino una cierta dimensión o una cierta condición de vida.
Pero, aparte de los dos árboles muertos, la tierra estaba desnuda. No restaba en ella la hierba, ni un simple hierbajo, ni un arbusto o un árbol. Toda la vegetación había desaparecido.
Bajé del firme a la cuneta y me arrodillé. Pasé los dedos por la tierra estéril. No sólo estaba desnuda; estaba roturada y gradada, se diría que un apero agrícola gigante la hubiera labrado y la hubiese dejado lista para volver a sembrar. El suelo, observé, había sido aflojado arrancando su maraña de vegetación. Comprendí que en toda esa tierra no había ni una sola raíz, ni un fragmento de raíz, ni la más pequeña raicilla. La tierra había sido barrida de todo lo que crecía; y todo cuanto creció una vez formaba ahora parte de esa fantástica línea que estaba siendo arrastrada delante de la barrera.
El sordo rumor de un trueno murmuró en el cielo y se propagó por el aire. Miré hacia atrás por encima de mi hombro y descubrí que la tempestad que nos había amenazado toda la mañana se hallaba ahora justo sobre nosotros; pero era una tormenta ajada, con nubes retorcidas por el viento, rotas y fragmentadas, que cruzaban el firmamento.
—Nancy—llamé, pero no contestó.
Me incorporé y retrocedí. Iba dos pasos detrás de mí cuando caminé a través del atasco, pero ahora no había señales de ella.
Regresé por la carretera para encontrarla y, entre tanto, un sedán azul que se hallaba en el margen de enfrente salió de la cuneta y entró en el firme. Lo conducía Nancy. Entonces entendí cómo la había perdido. Había buscado entre los coches hasta que encontró uno que no estaba bloqueado y que tenía todavía la llave en el contacto. El coche se aproximó a mí despacio, y yo corrí para igualar su velocidad. Por la ventana entreabierta llegaba el sonido de un excitado comentarista de radio. Abrí la puerta y me introduje en el interior. La cerré de golpe.
... llamado a la guardia nacional; informado oficialmente a Washington. Las primeras unidades saldrán..., no, nos dicen ahora mismo que ya han salido...
—Está hablando de nosotros—dijo Nancy.
Alargué la mano y giré el selector.
... acababan de llegar. ¡La barrera se desplaza! Repito, la barrera se desplaza. No hay información sobre la velocidad a la que se mueve o la distancia recorrida. No obstante se aleja del núcleo urbano. La multitud congregada en su derredor huye frenéticamente. Todavía más, la barrera se mueve a paso de hombre. Ha recorrido casi dos kilómetros...
Y eso no era correcto, calculé, pues se hallaba ahora a menos de medio kilómetro dc su punto de partida.
... preguntas son, sin ningún género de dudas: ¿Se detendrá? ¿Hasta dónde proseguirá? ¿Existe algún medio para detenerla? ¿Puede seguir indefinidamente? ¿Tiene fin?
—Brad—dijo Nancv—, ¿crees que echará a todos los habitantes del planeta? ¡A todos menos a la gente de Millville?
—No tengo ni la menor idea—respondí en un tono bastante estúpido.
—Y si lo hace, ¿adónde los empujará? ¿Adónde se puede ir?
... Londres y Berlín—vociferó el locutor—. Aparentemente, al pueblo ruso todavía no le han informado de este hecho. No se han producido declaraciones de ninguna instancia oficial. Indudablemente, la naturaleza del suceso hace que los diversos gobiernos puedan tener dificultades para decidir si ha de haber una declaración. A primera vista, parece que estamos ante una situación no promovida por ningún hombre o gobierno. Sin embargo, se especula con que podría resultar una prueba de una nueva arma estratégica. Aunque es difícil imaginar por qué, si es el caso, se prueba en un lugar como Millville. Por lo general tales pruebas se realizan en un área militar restringida y se llevan a cabo en el mayor secreto.
El coche había avanzado lentamente por la carretera todo el tiempo que habíamos escuchado la radio y ahora estábamos a no más de treinta metros por detrás de la barrera. Delante de nosotros, a ambos lados del firme, la gran línea de vegetación progresaba palmo a palmo, al tiempo que, más arriba, en la carretera, la gente retrocedía.
Me di la vuelta en el asiento y miré a través de la ventana trasera la maraña de tráfico. Había una multitud entre los coches y sobre el asfalto, justo al otro lado de los coches. La gente del pueblo había llegado finalmente para ver la barrera en movimiento.
...barriendo todo lo que encuentra a su paso.
Miré y estábamos casi en la barrera.
—Ten cuidado—advertí—. No vayas a chocar con ella.
—Tendré cuidado—dijo Nancy, con un timbre de voz demasiado dócil.
...como un huracán—gritaba la radio—que arrastra en su curso una larga prole de árboles y arbustos. Como un huracán...
Y había viento, primero una ráfaga preliminar que levantaba torbellinos de polvo en el suelo desnudo y despoblado de detrás de la barrera, luego un solido muro de ráfagas que hacían girar el coche y aullaban contra el metal y el vidrio.
Era la tormenta que acechaba desde primera hora de la mañana. Pero no había relámpagos ni truenos y, cuando estiré el cuello para escrutar el cielo por entre el parabrisas, seguían las nubes ajadas, los jirones rotos y fugitivos de los restos de una tormenta.
El viento hizo ladear el coche y ahora derrapaba sobre el asfalto, empujado por el rugiente viento. Amenazaba con volcar. Nancy luchaba con el volante, esforzándose por enderezar el coche y colocarlo a favor del viento.
—¡Brad!—gritó.
En aquel preciso instante, la tormenta nos golpeó con el fuerte e intermitente sonido de gotas que se estrellaban ruidosamente contra el coche.
El coche comenzó a tambalearse y esta vez iba a volcar, sólo un milagro impediría que volcase. De repente, chocó contra algo y volvió a ponerse vertical. En un rincón de mi mente supe que había sido arrojado por el viento contra la barrera y que estaba siendo mantenido allí.
En un rincón de mi mente, pues la mayor parte de la misma estaba estupefacta ante las gotas de lluvia más curiosas que había visto jamás.
No eran gotas de lluvia, a pesar de que caían como tales, en tamborileantes masas que resonaban en el interior del coche como el estruendo del trueno.
—Granizo—exclamó Nancy.
Pero no era granizo.
Pequeñas bolitas redondas y marrones saltaban y bailaban sobre el capó del coche y rebotaban como perdigones sobre el duro suelo.
—¡Semillas! ¡Son semillas!
No era una tormenta normal. Ni una tempestad, faltaban los truenos y la tormenta había perdido su vigor a muchos kilómetros de distancia. Era una tormenta de semillas impulsada por un poderoso viento que soplaba sin tener en cuenta ninguna meteorología terrestre.
En un atisbo de lógica que, a la vista de aquello, no era muy lógica, me dije que ya no había necesidad de que la barrera se moviese, pues había arado la tierra, la había roturado, y luego se había producido la siembra. Era el fin del ciclo.
El viento cesó y cayeron las últimas semillas. Nosotros nos quedamos sentados en un helado silencio. Desapareció todo el ruido y la furia. En su lugar nos embargó una escalofriante perplejidad, como si alguien o algo hubiera modificado las leyes de la naturaleza, de modo que las semillas cayesen del cielo, al igual que la lluvia, y soplase un viento de ninguna parte.
—Brad—dijo Nancy—, creo que estoy empezando a asustarme.
Alargó una mano y la posó en mi brazo. Sus dedos lo presionaron, se agarraron a mí.
—Esto me vuelve loca—confesó—. Nunca me he asustado, nunca en toda mi vida. Por lo menos nunca de este modo.
—Ahora todo ha terminado—la tranquilicé—. La tormenta ha cesado y la barrera ya no avanza. Todo está en orden.
—No lo está en absoluto—profetizó—. Acaba de empezar.
Por la carretera, un hombre corría hacia nosotros, el único a la vista. El resto de la gente que estaba alrededor de los coches aparcados se había esfumado. Corrieron a refugiarse, habían regresado al pueblo, probablemente, al levantarse la ráfaga de viento.
Vi que el hombre que se acercaba era Ed Adler, y que nos gritaba algo.
Llegó hasta nosotros, jadeando a causa de su carrera.
—Brad—dijo con voz entrecortada—, tal vez no estés enterado, pero Hiram y Tom Preston están alborotando a la gente. Se figuran que tienes algo que ver con lo que está pasando. Algunos hablan de un teléfono o algo por el estilo.
—¡Pero es una locura!—gritó Nancy.
—Claro que lo es—terció Ed—, pero el pueblo está muy alterado. No tardarán mucho en conseguir que lo crean. Están dispuestos a creérselo casi todo. Necesitan una explicación; se agarrarán a cualquier cosa. No se detendrán a pensar en si es verdadero o falso.
—¿Qué piensas?—le consulté.
—Será mejor que te escondas, Brad, hasta que todo se haya olvidado. Dentro de unos días...
Hice un gesto de negación.
—Tengo demasiadas cosas que hacer.
—Pero, Brad...
—No lo he hecho, Ed. No sé qué ha sucedido, pero no he tenido nada que ver con ello.
—No importa.
—Sí importa—le contradije.
—Hiram y Tom les cuentan que encontraron unos extraños teléfonos...
Nancy empezó a decir algo, pero me adelanté con brusquedad y la corté, de modo que no tuvo oportunidad de hablar.
—Estoy al tanto de esos teléfonos—confié a Ed—. Hiram me lo contó todo sobre ellos. Ed, créeme. Los teléfonos no tienen nada que ver. Son algo radicalmente distinto.
Por el rabillo del ojo, vi que Nancy me miraba.
Esperaba que hubiera comprendido y aparentemente lo había hecho, pues no comentó nada acerca de los teléfonos. En realidad no estaba seguro de que hubiera querido hacerlo, pues no ignoraba si sabía lo del teléfono en el estudio de su padre. Mas no podía arriesgarme.
—Brad—me advirtió Ed—, vas a tener problemas.
—No puedo huir—le dije—. No puedo huir y esconderme. No puedo huir de nadie, sobre todo de una pareja como Tom y Hiram. Ed me repasó de arriba abajo.
—No, supongo que no puedes—determinó—. ¿Hay algo que yo pueda hacer?
—Tal vez—recapacité—procurar que Nancy llegue a casa sana y salva. Tengo que hacer una o dos cosas.
Miré a Nancy. Ella me hizo un gesto con la cabeza.
—Está bien, Brad, pero el coche está justo carretera abajo. Podría llevarte a casa.
—Será mejor que tome un atajo. Si Ed está en lo cierto, hay menos posibilidad de ser visto.
—Me quedaré con ella—dijo Ed—hasta que esté dentro de la casa.
En dos horas, me fijé, había llegado ya a esto, a un estado mental en el que podía cuestionar la seguridad de una chica sola en la calle.
10
Y ahora, por fin, tenía que hacer una cosa que había deseado hacer desde esa mañana, una cosa que debería haber hecho la noche anterior: ponerme en contacto con Alf. Ahora era más importante que nunca, pues en el fondo de mi mente tenía la creciente convicción de que debía haber alguna relación entre lo que sucedía en Millville y el singular proyecto de investigación en Mississippi.
Llegué a un callejón sin salida y eché a andar por él. Ni un alma a la vista. Todo el que pudiera caminar o bien ir en coche estaría en el área comercial.
Comencé a inquietarme por si no localizaba a Alf, por si podía haberse ido del hotel al no acudir yo o por si podía estar mirando atónito la barrera como mucha otra gente.
Pero no había por qué preocuparse, ya que, cuando llegué a mi casa, el teléfono estaba sonando. Alf estaba al habla.
—He tratado de dar contigo desde hace una hora—dijo—. Me preguntaba dónde estarías.
—¿Sabes lo que ha sucedido, Alf?
—En parte.
—Unos minutos antes—dije—y estaríamos juntos en vez de estar encerrado en el pueblo. Debo haber chocado con la barrera al poco de aparecer.
Seguí adelante y le expliqué lo ocurrido después de que chocara con la barrera. Luego le hablé de los teléfonos.
—Me dijeron que tenían muchos lectores, la gente que leía libros para ellos.
—Una forma de conseguir información.
—Imaginé que era eso.
—Brad—dijo—, tengo un terrible presentimiento.
—Yo también.
—¿Supones que ese proyecto de Greenbriar...?
—Eso es lo que yo también estaba pensando.
Le oí inspirar profundamente, con el aire silbando entre sus dientes.
—Entonces, no se trata sólo de Millville.
—Tal vez sea mucho más que Millville.
—¿Qué vas a hacer ahora, Brad?
—Voy a bajar a mi jardín y echarles un buen vistazo a unas flores.
—¿Unas flores?
—Alf, es una larguísima historia. Te lo contaré más tarde. ¿Vas a quedarte?
—Por supuesto—se entusiasmó Alf—. El mayor espectáculo de la tierra y yo en una butaca de primera fila.
—Te llamaré dentro de una hora más o menos.
—Estaré cerca—prometió—. Estaré esperando tu llamada.
Colgué el teléfono y me quedé allí, intentando encontrarle pies y cabeza. De alguna manera, las flores eran importantes, y también Tupper Tyler, pero estaban todos mezclados y no había por dónde empezar.
Salí de la casa y bajé al jardín, junto al invernadero. El rastro qué Tupper había dejado estaba todavía claro y me sentí considerablemente aliviado, pues temía que el viento que había traído las semillas lo hubiese borrado, que las flores hubieran estado tan aplastadas y torcidas que el rastro se hubiera perdido.
Me quedé al borde del jardín y miré alrededor, como si lo estuviera viendo por primera vez en mi vida. No era realmente un jardín. Hace muchos años, fue el terreno en el que plantábamos las plantas que vendíamos, pero cuando abandoné el negocio del invernadero, simplemente lo dejé crecer en libertad Y las flores lo invadieron. A un lado, se alzaba el invernadero, con su puerta colgando de los goznes rotos y la mayoría de las ventanas sin cristales. Y en una esquina estaba el olmo que había nacido de una semilla, el que yo había estado a punto de arrancar cuando mi padre me detuvo.
Tupper se inventó locuras sobre flores que crecían por acres. Todas ellas, según su descripción, eran de color morado, e insistió en decírselo a mi padre. La voz misteriosa, o una de las voces misteriosas del teléfono, estaba bien informada acerca del invernadero de mi padre y había preguntado si todavía me ocupaba de él. Y, hacía menos de una hora, estallaba una perfecta tormenta de semillas.
Todas las pequeñas corolas moradas con sus caras de mono parecían hacerme gestos como en una broma secreta y aparté la vista de ellas para contemplar el cielo. Todavía corrían por él nubes rotas, que ocultaban el sol. Pese a esto, una vez que las nubes hubieran desaparecido, el día sería muy caluroso. Podía olerse el calor en el mismísimo aire.
Entré en el jardín, en pos del rastro de Tupper. Al final de él me detuve y me asaltó la certidumbre de que aquella convicción mía de encontrar algo que tuviera sentido en esta masa de flores era una tontería.
Tupper Tyler se volatilizó hacía diez años y había desaparecido hoy. Nadie sabría nunca cómo lo había conseguido.
Y, no obstante, la idea de que Tupper era la clave de todo este disparatado asunto seguía latiendo en mi cabeza.
Sin embargo, que me maten si podía explicar la lógica de mi pensamiento, pues Tupper no era el único implicado, si es que estaba realmente implicado. Estaba también Stiffy Grant. Y me di cuenta, con un sobresalto, de que no le había preguntado a nadie cómo estaba Stiffy.
La casa de Doc Fabian se hallaba en una colina más arriba del invernadero; podía ir allí e informarme. Claro que Doc podía no estar en casa; en cualquier caso, esperaría un rato y al final aparecería. En aquel momento, no se me ocurría otra cosa. Además, con Hiram y Tom Preston vociferando disparates, hasta sería buena idea que no me encontraran en casa.
Me había detenido ante el final del rastro de Tupper y ahora di un paso más allá, para dirigirme a casa de Doc. Pero nunca llegué a casa de Doc Fabian. Di ese único paso y salió el sol y las casas desaparecieron; la casa de Doc, así como todas las demás casas, junto con los árboles, los arbustos y la hierba. Todo desapareció; no quedó nada a excepción de las flores moradas, que lo cubrían todo, y un sol que brillaba en un cielo sin nubes.
11
Al dar ese paso, todo había sucedido. Así que di otro para juntar los pies y permanecí allí, rígido, asustado, temeroso de volverme; temeroso, tal vez, de lo que vería detrás de mí. Pese a que ya lo intuía: sólo más flores moradas.
Pues vislumbré, en un oscuro rincón de mi estupefacto cerebro, que ése era el lugar del que Tupper me había hablado.
Tupper abandonó este sitio y se produjo su retorno; ahora yo le había seguido.
Nada sucedió.
Y eso era razonable, claro. Me parecía que ése era el tipo de sitio donde nunca sucedía nada.
Sólo flores, el sol que brillaba en el cielo, y no había nada más.
Ni un soplo de aire, ni el más leve ruido. Pero se olía una fragancia, la fragancia casi abrumadora y empalagosa de todas esas florecillas con sus caras de mono.
Al final, me atreví a moverme y me di, paso a paso, la vuelta. No encontré nada a excepción de las flores.
Millville se había ido a alguna parte, a otra dimensión. Por más que no era lógico, me dije, puesto que en algún lugar, en su viejo mundo, debía haber todavía un Millville. No era Millville, sino yo, quien se había ido. Un solo paso y había desaparecido de Millville y aparecido en otro lugar.
Sin embargo, aunque era un lugar diferente, el terreno parecía ser idéntico al viejo. Me hallaba todavía en la pendiente que discurría detrás de mi casa y, a mis espaldas, la colina ascendía fuertemente hacia la inexistente calle donde había estado el hogar de Doc Fabian, y a medio kilómetro de distancia asomaba la colina en que se construyó la casa de los Sherwood.
Este era, pues, el mundo de Tupper. Era el mundo al que se había marchado diez años atrás y al que se había reintegrado esta mañana. Lo cual entrañaba que, en ese mismo momento, debía estar todavía allí.
Y ello significaba, me dije con un súbito ataque de esperanza, que cabía una posibilidad de salir, de reincorporarme a Millville, dado que Tupper había regresado y, en consecuencia, tenía que conocer el camino. Aunque, comprendí, no podía estar seguro. Uno nunca podía estar seguro de nada con un imbécil del estilo de Tupper Tyler.
Lo primero que había que hacer, por supuesto, era encontrarle. No podía estar lejos. Tal vez me llevaría un rato; no obstante, tenía bastante confianza en que podría dar con él.
Ascendí con esfuerzo por la colina que, en mi pueblo, me hubiera conducido a casa de Doc.
Llegué a la cima y allí me detuve; a mis pies, se desplegaba la lejana extensión cubierta por las flores moradas.
La tierra parecía extraña, desprovista de todas sus señales, despojada de sus árboles, de sus calles, de sus casas. Pero vi que estaba tal como era antes. Si en algo cambiaba, eran diferencias menores. Al este, se hallaba la tierra húmeda y pantanosa, más abajo del pequeño montículo donde había estado la choza de Stiffy, donde estaba todavía la choza de Stiffy en otro tiempo o dimensión.
Razoné qué extrañas circunstancias o qué rara combinación de variadas circunstancias debía conjurarse para lograr que un hombre se transmutara de un mundo a otro.
Permanecí en pie, ajeno a aquella tierra desconocida, con el perfume de las flores introduciéndose no sólo en mi nariz, sino en cada uno de mis poros, presionándome, como si las propias flores avanzaran en grandes olas moradas para derribarme y enterrarme por toda la eternidad. El mundo estaba silencioso; era el lugar más silencioso en que había estado jamás. No se percibía ningún ruido en absoluto. Y me di cuenta de que tal vez no había conocido el silencio en ningún momento de mi vida. Siempre habia algo que producía algún ruido; el chirrido de un insecto solitario en un mediodía de verano o el susurro de una hoja. Incluso a altas horas de la noche, me despertaban el crujido de la madera de la casa, el murmullo del horno o el ligero aullido de un viento que corría por los aleros.
Pero aquí reinaba el silencio. No había ningún ruido en absoluto. Lo sabía porque no había nada que pudiera producir un ruido; ni árboles ni arbustos; ni pájaros ni insectos... Aquí no se veían más que las flores, y el suelo que las acogía.
Un silencio y el vacío que sostenía al silencio en su mano, y el color morado que se extendía hasta el lejano horizonte para encontrarse con el bruñido brillo azul pálido de un cielo de verano.
Ahora, por vez primera, sentí que me acechaba el pánico, no un pánico grande y vigoroso, sino un pánico pequeño y furtivo que me fustigaba, como un perro molesto y ruidoso, saltando sobre sus largas patas, al acecho de una oportunidad para hincarme sus afilados dientes. Nadie puede luchar, nadie puede resistir contra un pánico pequeño y ruidoso que pone los nervios de punta.
No había peligro que temer, pues no había ningún peligro. Uno entendía sin dificultad que no había ningún peligro. Pero había, tal vez peor que cualquier peligro, el silencio y la soledad y la monotonía y el no saber dónde estabas.
En la falda de la pendiente se hallaba la zona húmeda y pantanosa donde debería estar la choza de Stiffy, y allá, un poco más lejos, la cinta plateada del río que discurría por las afueras del pueblo. Y en el recodo donde el río giraba hacia el sur, un hilillo de humo ascendía elegantemente contra el azul del cielo, un hilillo tan tenue y lejanas apenas podía distinguirse.
—iTupper! —me desgañité, corriendo pendiente abajo, contento de tener la oportunidad de correr, pues había estado parado, resuelto a no correr, resuelto a no permitir que el pequeño pánico ruidoso me obligara a correr, y todo el tiempo que había permanecido allí quieto había estado muriéndome por correr.
Salvé la pequeña loma que ocultaba el río y el campamento apareció ante mí, una cabaña minúscula de ramas toscamente entrelazadas, un jardín repleto de flores, y, a lo largo de la orilla del río, árboles agonizantes, pequeños y desordenados, con la mayoría de las ramas muertas y con sólo unas cuantas borlas de hojas verdes en lo más alto de su copa.
Una pequeña hoguera ardía frente a la cabaña, y en cuclillas, junto al fuego, estaba Tupper. Vestía la camisa y los pantalones que yo le había dado y aún llevaba el monstruoso sombrero mal puesto sobre la cabeza.
—¡Tupper!—grité y él se puso en pie y se acercó con gesto solemne hacia la pendiente para recibirme. Se limpió la barbilla y me tendió la mano para saludarme. Estaba todavía húmeda de baba, pero no me importó. Tupper no era gran cosa, pero era otro ser humano.
—Me alegro de que lo consiguieras, Brad—me felicitó—. Me alegro de que pudieras venir a verme.
Como si yo hubiera estado visitándole todos los días, durante años.
—Tienes una bonita casa.
—Ellas lo hicieron todo para mí—dijo, en un despliegue de orgullo—. Las flores lo arreglaron para mí. No era así al principio, pero ellas lo arreglaron para mí. Han sido muy buenas conmigo.
—Sí, lo han sido—asentí.
Yo no interpretaba de qué iba la cosa, pero proseguí. Tenía que proseguir. Había tan sólo una posibilidad de que Tupper pudiera devolverme a Millville.
—Son mis mejores amigas—dijo Tupper, babeando en su felicidad—. O sea, menos tú y tu papá. Hasta que encontré las flores, tú y tu papá fuisteis los únicos amigos que tuve. Todos los demás sólo se reían de mí. Yo fingía que no lo veía, pero lo sabía y no me gustaba.
—En realidad, no eran malos—le aseguré—. En realidad, no pretendían lo que decían o hacían. Sólo eran inconscientes.
—No deberían haber hecho eso—insistió Tupper—. Tú nunca te reíste de mí. Me gustas porque tú nunca te reíste de mí.
Y tenía razón, claro. No me reí de él. Pero no porque no hubiera querido hacerlo en ocasiones; algunas veces, hubiese podido matarle. Pero un día mi padre me llevó aparte y me advirtió que si alguna vez me pillaba riéndome de Tupper, como los demás chiquillos, me calentaría el trasero.
—Éste es el lugar del que me estuviste hablando—dije—. El lugar con todas las flores.
Sonrió con deleite, babeando por las dos comisuras de su boca.
—¿No es bonito?—dijo.
Habíamos rematado juntos el descenso de la pendiente y ahora llegamos hasta la hoguera. Un tosco cacharro de arcilla estaba sobre las brasas y algo hervía en su interior.
—Te quedarás y comerás conmigo—Tupper me invitó—. Por favor, Brad, di que te quedarás y comerás conmigo. Hace tanto tiempo que no como con nadie...
Flojas lágrimas se deslizaron por sus mejillas al recordar el tiempo que hacía que no había tenido a nadie que se quedara a comer con él.
—Tengo maíz y patatas asándose en las brasas —dijo—y guisantes, judías y zanahorias cocidos juntos. Es eso que está en la olla. No hay carne. ¿No te importa, verdad, que no haya carne?
—En absoluto—respondí.
—Echo terriblemente de menos la carne—me confesó—. Pero ellas no pueden hacer nada al respecto. No pueden convertirse en animales.
—¿Ellas?—me extrañé.
—Las Flores—dijo, y tal como lo pronunció, las convirtió en un nombre propio—. Pueden convertirse en cualquier cosa, cosas vegetales, sí. Pero no pueden transformarse en cosas como cerdos o conejos. Nunca se lo he pedido. O sea, quiero decir que nunca se lo he pedido dos veces. Se lo pedí una vez y me lo explicaron. Nunca se lo he vuelto a pedir, pues han hecho muchas cosas por mí y yo les estoy agradecido.
—¿Te lo explicaron? Quieres decir que hablas con ellas.
—Todo el tiempo — dijo Tupper.
Se puso a gatas y entró arrastrándose en la choza; lo revolvió todo en busca de algo, con su extremo posterior asomando, como un perro afanado en pos de una marmota.
Salió marcha atrás y trajo consigo un par de toscos platos de barro, ladeados e irregulares. Los dejó en el suelo y puso sobre cada uno de ellos una cuchara de madera.
—Los hice yo mismo—se enorgulleció—. Encontré un poco de arcilla allá en la orilla del río y al principio parecía que no podía hacerlo, pero luego ellas me lo averiguaron y...
—¿Las flores te lo "averiguaron"?
—Claro, las Flores. Hacen todo para mí.
—¿ Y las cucharas?
—Usé un pedazo de piedra. Sílex, es como se llama. Tenía un borde afilado. No era un cuchillo, pero sirvió. Me llevó mucho tiempo, a pesar de todo.
Asentí con un gesto.
—Pero no me importa—se encogió de hombros—. Tenía mucho tiempo.
Los limpió y se secó las manos meticulosamente en el trasero de su pantalón.
—Cultivaron lino para mí—dijo—, para que pudiera hacer alguna ropa. Pero no pude entenderlo. Me lo explicaron y me lo explicaron, pero no pude. Así que acabaron por abandonar. Fui sin ropa durante una temporada bastante larga. Menos este sombrero—señaló—. Lo hice yo mismo, sin ninguna ayuda. Ellas ni siquiera me lo explicaron, lo imaginé todo y lo hice yo solo. Después me dijeron que lo había hecho realmente bien.
—Tenían razón—le alabé—. Es magnífico.
—¿Te parece?
—Por supuesto que sí—dije.
—Me alegro de oírtelo decir, Brad. Estoy orgulloso de él. Es la primera cosa que he hecho solo en mi vida, sin que nadie me lo explicara.
—Esas flores tuyas...
—No son mis flores—replicó bruscamente Tupper.
—Dijiste que esas flores pueden convertirse en todo aquello que deseen. ¿Quieres decir que se convirtieron en plantas?
—Pueden convertirse en cualquier tipo de plantas. Todo lo que hago es pedírselo.
—Entonces, si pueden ser todo aquello que les apetezca, ¿por qué son flores?
—Tienen que ser algo, ¿no?—preguntó Tupper, bastante indignado—. Bien pueden ser flores.
—Bueno, sí—desistí—. Supongo que sí.
Sacó dos mazorcas de maíz de entre las brasas y un par de patatas. Usó un agarrador que parecía estar hecho de corteza para sacar el cacharro del luego.
Depositó en los platos las verduras que había en su interior.
—¿Y los árboles?—le planteé.
—Oh, son cosas en las que se transformaron. Los necesitaba para madera. Al principio, no había madera y no podía cocinar y les dije cómo era. Así que ellas hicieron los árboles y los hicieron especialmente para mí. Crecieron rápidamente y murieron para que pudiera arrancar ramas y tener madera seca para el fuego. Aunque quema despacio, no es como la madera seca normal. Y eso está bien, pues tengo que mantener una hoguera encendida todo el tiempo. Tenía un bolsillo lleno de cerillas cuando vine aquí, pero hace mucho, mucho tiempo que no tengo ninguna.
Cuando hablaba del bolsillo lleno de cerillas me acordé de su fascinación por el fuego. Siempre llevaba cerillas consigo; se sentaba solo, en silencio, y encendía una cerilla tras otra, dejando que cada una de ellas se quemara hasta que le chamuscaba los dedos, feliz con la imagen de la llama. Mucha gente temía que pudiera quemar algún edificio, pero nunca lo hizo. Era sólo un pequeño imbécil a quien le gustaba la vista del fuego.
—No tengo sal—musitó Tupper—. La comida puede saberte mal. Yo me he acostumbrado.
—Pero comes verdura todo el tiempo. Necesitas sal para este tipo de comida.
—Las Flores dicen que no. Dicen que no, que ellas ponen cosas en las verduras que substituyen a la sal. No es que puedas notarlo, pero te dan las cosas que necesitas igual que la sal. Me estudiaron para descubrir qué necesitaba mi cuerpo y pusieron en ellas muchas cosas que dijeron que yo necesitaba. Y río abajo poseo un huerto lleno de fruta. Y poseo frambuesas y fresas casi todo el tiempo.
No pude comprender bien qué tenía que ver la fruta con el problema de la nutrición si las flores podían hacer todo lo que decía que podían hacer, pero dejé estar la cuestión. Uno nunca llegaba a ninguna parte intentando seguir el discurso de Tupper. Si intentabas razonar con él, sólo empeorabas su jerga.
—Podrías sentarte—dijo Tupper—y comenzar con esto.
Me senté en el suelo y él me pasó un plato con las verduras, luego se sentó frente a mí y cogió el otro plato.
Tenía hambre y la comida sin sal no estaba tan mal. Sosa, claro, y con un sabor inusual, pero estaba bien. Calmaba el apetito.
—¿Te gusta esto?—curioseé.
—Para mí es mi casa—contestó Tupper como un niño—. Es donde están mis amigos.
—No tienes nada—repliqué—. No tienes ni un puchero ni una mala sartén. Y no hay nadie a quien puedas recurrir. ¿Qué pasa si te encuentras mal?
Tupper dejó de devorar su comida y me miró fijamente, como si el loco fuera yo.
—No necesito ninguna de esas cosas —sentenció—. Hago mis platos con barro. Puedo arrancar las ramas con mis manos y no necesito azadas o hachas. Tampoco tengo que entrecavar el jardín. Aquí no hay nunca malas hierbas. Ni siquiera tengo que plantarlo. Siempre está ahí. Mientras uso una fila de cosas, está creciendo otra. Y si me pusiera malo, las Flores cuidarían de mí. Me lo dieron.
—Muy bien. Muy bien.
Volvió a su comida. Era un espectáculo horrible.
Pero tenía razón a propósito del jardín. Ahora que él lo había mencionado, observé que no estaba cultivado. Había filas de hortalizas que crecían, filas largas y definidas, sin señales de haber sido jamás entrecavadas y sin un simple hierbajo. Y, por supuesto, así sería, pues ningún hierbajo se atrevería a crecer aquí. No había nada que pudiera crecer aquí excepto las flores, o las cosas en las que las flores se habían transformado, como las hortalizas y los árboles.
El jardín era perfecto. No había plantas mal desarrolladas ni ninguna enfermedad o roña. Los tomates, que colgaban de cañas a dos palmos de las vides, eran de un rojo uniforme y eran todos globos perfectos. El maíz apuntaba recto y alto.
—Has preparado lo suficiente para dos—comenté—. ¿Sabías que vendría?
Estaba llegando al punto en que me hubiera creído cualquier cosa. Era muy posible, me dije, que él (o las flores) hubiera sabido que yo iba a venir.
—Siempre cocino lo bastante para dos—farfulló—. Nunca se sabe cuándo puede entrar alguien.
—¿Pero nunca ha "entrado" alguien?
—Tú eres el primero—dijo—. Me alegro de que pudieras entrar.
Me pregunté si el tiempo tendría algún significado para él. A veces daba la impresión de que no. Y, sin embargo, se le habían escapado las lágrimas porque hacía mucho tiempo que nadie compartía con el su pan.
Comimos en silencio durante un rato y luego me arriesgué. Le había complacido durante suficiente tiempo y era hora de hacer algunas preguntas.
—¿Dónde está este lugar?—le interrogué—. ¿Qué tipo de sitio es? Y si quieres salir de él, volver a casa, ¿cómo lo haces?
No mencioné el hecho de que él hubiera salido de allí y hubiera regresado a Millville. Tuve la sensación de que era algo que le molestaría, puesto que había tenido prisa por volver, como si hubiera roto una especie de norma o regla y estuviera ansioso por reintegrarse antes de que nadie lo descubriera.
Cuidadosamente, Tupper dejó su plato en el suelo y colocó su cuchara sobre él, luego me respondió. Pero me respondió con una voz distinta, con la voz mesurada del hombre de negocios que había hablado conmigo por el teléfono misterioso.
—No es Tupper Tyler quien habla —dijo Tupper, con La voz del hombre de negocios—. Es Tupper que habla con las Flores. ¿ De qué quiere hablar?
—Me estás tomando el pelo—respondí, pero no era que pensara realmente que me estaban tomando el pelo. Lo dije casi por instinto, para ganar un poco de tiempo.
—Puedo asegurarle—continuó la voz—que hablamos con la mayor seriedad. Somos las Flores y usted quiere hablar con nosotras y nosotras queremos hablar con usted. Éste es el único modo de hacerlo.
Tupper tenía la mirada perdida, parecía vacía. Sus ojos se habían vuelto vagos y vacíos y tenía una mirada introspectiva. Estaba sentado rígido y derecho, con las manos colgando en su regazo. Ya no parecía humano, parecía un teléfono.
—He hablado antes con ustedes—acerté a decir.
—Oh, sí—dijeron las Flores—, pero fue sólo muy brevemente. No creyó en nosotras.
—Hay algunas cuestiones que me intrigan.
—Nosotras le responderemos. Lo haremos lo mejor que podamos. Le contestaremos tan concisamente como sepamos.
—¿Qué es este lugar?—le sondeé.
—Es una Tierra alternativa—me respondieron las Flores—. Se encuentra a no más de un tictac de reloj de distancia de la suya.
—¿Una Tierra alternativa?
—Sí, hay muchas Tierras. Lo ignoraba, ¿verdad?
—Sí—dije—, no lo sabía.
—Pero, ¿puede creerlo?
—Con un poco de práctica, tal vez.
—Hay miles de millones de Tierras—me explicaron las Flores—. No sabemos cuántas, pero hay miles de millones de ellas. Quizás no tengan fin. Hay quien lo cree así.
—¿Una al lado de la otra?
—No. Hay que verlo. No sabemos cómo definirlo. Se vuelve confuso al expresarlo.
—Entonces, digamos que hay muchas Tierras. Es un poco difícil de comprender. Si hubiera muchas Tierras, las veríamos.
—No podrían verlas—dijeron las Flores—a menos que pudieran ver en el tiempo. Las Tierras alternativas existen en una matriz temporal...
—¿Una matriz temporal? Quieren decir...
—La forma más sencilla de definirlo es que el tiempo separa las diferentes Tierras. Cada una se distingue por su localización en el tiempo. Todo lo que existe para ustedes es el momento presente. No pueden ver el pasado ni el futuro...
—Entonces, para llegar hasta aquí viajé en el tiempo.
—Sí—dijeron las Flores—. Eso es exactamente lo que hizo.
Tupper estaba todavía allí sentado con la mirada vacía en la cara, pero me había olvidado de él. Eran sus labios, su lengua y su laringe los que articulaban las palabras que yo oía, pero no era Tupper quien hablaba. Sabía que estaba hablando con las Flores; que, por descabellado que parezca, estaba conversando con el color morado que inundaba todo el campo.
—Su silencio nos indica—apuntaron las Flores—que encuentra lo que le estamos contando difícil de digerir.
—Me atraganto con ello—me sinceré.
—Intentemos decirlo de otra manera. La Tierra es una estructura básica, pero progresa por el camino del tiempo a través de un proceso de discontinuidad.
—Gracias—dije—por intentarlo, pero no me es de demasiada ayuda.
—Lo sabemos desde hace largo tiempo—expusieron las Flores—. Lo descubrimos hace muchos años. Para nosotras es una ley natural, pero para ustedes no lo es. Les llevará un poco de tiempo. No pueden comprender de una sola vez lo que a nosotras nos llevó siglos descubrir.
—Pero he caminado a través del tiempo—opuse—. Es difícil de aceptar. ¿Cómo he viajado por el tiempo?
—Ha atravesado por un punto muy débil.
—¿Un punto débil?
—Un lugar donde el tiempo no era tan denso.
—¿Y ustedes hicieron ese punto débil?
—Digamos que lo explotamos.
—¿Para llegar a nuestra Tierra?
—Por favor, señor—solicitaron las Flores—, no emplee ese tono de horror. Desde hace algunos años, ustedes, las personas, han estado viajando al espacio.
—Lo hemos intentado—dije.
—Están ustedes pensando en una invasión. En eso nos parecemos. Ustedes tratan de invadir el espacio; nosotras, el tiempo.
—Pues retrocedamos sólo un poco —rogué—. ¿Hay fronteras entre esas muchas Tierras?
—Afirmativo.
—¿Fronteras de tiempo? ¿Están los mundos separados por fases temporales?
—Sí, esto es ciertamente correcto. Comprende usted muy hábilmente.
—¿Y ustedes prueban a cruzar esta barrera temporal para poder llegar a mi Tierra?
—Para llegar a su Tierra—ratificaron.
—¿Pero por qué?
—Para cooperar con ustedes. Para formar una sociedad. Necesitamos espacio vital y, si ustedes nos dan espacio vital, les daremos nuestros conocimientos; necesitamos tecnología, pues no tenemos manos, y, con nuestros saberes, ustedes crearían nuevas tecnologías y esas tecnologías pueden ser utilizadas en beneficio de ambos. Podemos ir juntos a otros mundos. Al final, habrá una larga cadena de muchas Tierras unidas y las especies que hay en ellas estarán unidas también en un propósito común.
Un frío nudo de plomo se formó en mis entrañas, y a pesar del nudo de plomo tuve la sensación de que estaba vacío; y un horrible sabor metálico me cubría la lengua y la boca. "Una sociedad", ¿y quién estaría a cargo de ella? "Espacio vital", ¿y cuánto dejarían para nosotros? "Otros mundos", ¿y qué sucedería en esos otros mundos?
—¿Tienen ustedes muchos conocimientos?
—Muchos—se jactaron—. La absorción de conocimientos es algo a lo que prestamos mucha atención.
—Y están muy ocupados tomándolos de nosotros. ¿Son ustedes los que están contratando a todos los lectores?
—Esto es muchísimo más eficiente—justificaron—que el método con que solíamos hacerlo, con resultados indiferentes en el mejor de los casos. De este modo, es más seguro y mucho más selectivo.
—Desde el momento en que hicieron que Gerald Sherwood fabricara los teléfonos—dije.
—Los teléfonos facilitan la comunicación directa. Todo cuanto teníamos antes era la intervención de la mente.
—¿Y quieren decir que han tenido contacto mental con gente de la Tierra? ¿Tal vez durante muchísimo tiempo?
—Oh, sí—afirmaron, con gran alegría—. Con muchísima gente, durante muchos, muchos años. Pero lo triste era que se trataba de un comercio en un solo sentido. Teníamos contacto con ellos, pero, en general, ellos no tenían ninguno con nosotras. La mayoría no eran conscientes de nosotras y otros, más sensibles, eran conscientes de nosotras sólo de una forma imprecisa y torpe.
—Pero ustedes invadieron esas mentes.
—Por supuesto que lo hicimos—dijeron—. Pero tuvimos que contentarnos con lo que había en esas mentes. No pudimos lograr dirigirlas hacia un área de interés específica.
—Intentaron darles un empujón, claro.
—Hubo algunas a las que empujamos con bastante éxito. Hubo otras que pudimos empujar, pero se movían en direcciones equivocadas. Y hubo muchas, quizás la mayoría de ellas, que siguieron estúpidamente sin ser conscientes de nosotras, hiciéramos lo que hiciéramos. Era desalentador.
—Entran en contacto con estas mentes a través de ciertos puntos débiles, supongo. No hubieran podido hacerlo a través de las fronteras normales.
—No, tuvimos que hacer un uso mínimo de los puntos débiles que encontramos.
—Eso fue, me imagino, un tanto insatisfactorio.
—Es usted perspicaz, señor. No estábamos llegando a ninguna parte.
—Entonces realizaron una penetración.
—No estamos seguras de comprender.
—Probaron con un nuevo método. Se concentraron en enviar algo físico a través de la frontera. Un puñado de semillas, por ejemplo.
—Tiene razón. Nos sigue muy de cerca y comprende muy bien. Pero incluso eso hubiera fracasado, si no hubiera sido por su padre. Muy pocas de las semillas germinaron y las plantas resultantes hubieran acabado muriendo, si él no las hubiera encontrado y cuidado. Debe comprender que éste es el motivo por el que deseamos que actúe usted como nuestro emisario...
—Espere, un minuto—interrumpí—. Antes de que entremos en eso, hay unos cuantos aspectos más que quiero tener claros. La barrera que han levantado alrededor de Millville, sin ir más lejos.
—La barrera—me detallaron las Flores—es una cosa bastante primaria. Es una burbuja temporal que conseguimos proyectar hacia el exterior de un punto tenue que hay en la frontera que separa nuestros mundos. Esa pequeña área de espacio que ocupa está desfasada tanto respecto de Millville como del resto de su Tierra. Es la más pequeña fracción de segundo imaginable del pasado, y hemos colocado esa fracción de segundo de tiempo por detrás del tiempo de la Tierra. Una fracción de segundo tan breve, que resultaría difícil de medir para los más sofisticados de sus instrumentos. Es ultramicroscópica, si bien, e imaginamos que estará de acuerdo, bastante efectiva.
—Sí—dije—, es efectiva.
Y, por supuesto, por su propia naturaleza, era prácticamente inimaginable, pues representaba el pasado, una fina burbuja de jabón del pasado que encapsulaba Millville, una cosa tan pequeña que no interfería ni con la vista ni con el sonido y que, sin embargo, era algo que ningún humano podía atravesar.
—Pero los palos y las piedras...—tanteé—. Y las gotas de lluvia...
—La vida—pronunciaron—. La vida en un cierto nivel de sensibilidad, de conciencia de lo que le rodea, de sensación, ¿cómo lo llaman ustedes?
—Ya lo han expresado suficientemente bien —les dije—. Y los seres inanimados...
—Hay muchas reglas del tiempo—me descubrieron—, del fenómeno natural que ustedes llaman tiempo. Ésa es una parte, una pequeña parte, de los conocimientos que compartiríamos con ustedes.
—Cualquier cosa—proclamé—en esa dirección serían conocimientos nuevos para nosotros. No hemos estudiado el tiempo. Apenas hemos pensado en él como en una fuerza que pudiéramos estudiar. Se han postulado muchas ideas metafísicas, por supuesto, pero no un verdadero estudio del mismo. Nunca hemos abordado con parámetros empíricos y científicos el estudio del mismo.
—Sabemos todo eso.
¿Y había quizás una nota de triunfo en la forma en que lo dijeron? Yo no estaba enteramente seguro.
»Un nuevo tipo de arma—pensé—. Un tipo de arma diabólico. No te mata ni te hiere. Te empuja, te acorrala, te quita de en medio, te apiña con otra gente, y no hay nada que hacer para evitarlo.
¿Qué sucedería—había preguntado Nancy—, si barría toda la vida de la Tierra, dejando sólo a Millville? Y eso tal vez fuera posible, aunque no tenía por qué llegar tan lejos. Las Flores sólo buscaban espacio vital. En ese caso, tenían ya el instrumento para conseguir ese espacio vital. Podían ampliar la burbuja, obteniendo todo el espacio que necesitaban, manteniendo al género humano a raya mientras ellas se establecían en ese espacio vital. La burbuja era, a la vez, un arma contra la gente de la Tierra y una protección para las Flores contra las hipotéticas represalias de la humanidad.
Si querían la Tierra, tenían el camino abierto, pues Tupper había viajado de la manera en que ellas debían hacerlo y yo también. Ahora ya no había nada que las detuviera. Podían simplemente trasladarse a la Tierra protegidas por ese muro temporal.
—Y entonces—pregunté—, ¿a qué esperan?
—En ciertos aspectos, tarda usted en lograr una comprensión de lo que pretendemos—dijeron—. No planeamos una invasión. Aspiramos a una cooperación. Queremos llegar a ser amigos en perfecto entendimiento.
—Bueno, eso está bien—dije—. Quieren ser amigos. Así que primero es preciso conocer a nuestros amigos. ¿Qué tipo de cosa son ustedes?
—Eso es una grosería.
—No soy grosero. Quiero conocerles. Hablan de ustedes en plural, o acaso como colectivo.
—Como colectivo—decidieron—. Usted probablemente nos describiría como un organismo. Nuestro sistema de raíces se extiende por todo el planeta y está interconectado y quizás usted querría pensar en él como en nuestro sistema nervioso. A intervalos regulares hay grandes masas de nuestro material radicular y esas masas se asemejan a... a... usted las asimilaría a los cerebros. Muchos, muchísimos cerebros y todos conectados por un sistema nervioso común.
—Pero eso no puede ser—protesté—. Va contra toda razón. Las plantas no pueden ser inteligentes. Ninguna planta podría experimentar la presión de la supervivencia o la motivación para alcanzar la inteligencia.
—Su razonamiento—apostillaron tranquilamente—es irreprochable.
—Así que es irreprochable—dije—. Sin embargo, estoy hablando con ustedes.
—En su Tierra tienen un animal al que llaman perro.
—Cierto. Un animal de gran inteligencia.
—Adoptado por ustedes los humanos como animal doméstico y compañero. Un animal que se ha asociado con ustedes las personas desde el alborear de su historia. Y, quizás, el más inteligente a causa de esa asociación. Un animal que es capaz de un gran grado de aprendizaje.
—¿Qué tiene el perro que ver con esto?—me sorprendi.
—Piense—me aconsejaron—. Si los humanos de su Tierra hubieran dedicado todas sus energías, a lo largo de toda su historia, a la formación del perro, ¿qué habrían conseguido?
—Bueno, no lo sé—dije—. Tal vez tendríamos ahora un animal que podría ser igual a nosotros en inteligencia. Acaso no inteligente del mismo modo que nosotros, pero...
—Hubo una vez una especie—me dijeron las Flores—que hizo eso mismo con nosotras. Todo comenzó hace más de mil millones de años.
—¿Esa otra especie hizo deliberadamente inteligentes a las plantas?
—Había un motivo para ello. Eran un tipo de vida muy distinto al de ustedes. Nos desarrollaron para un fin específico. Necesitaban un sistema que mantuviera los datos que habían recogido continuamente correlacionados y clasificados y listos para su uso.
—Podrían haber preservado sus registros. Podrían haberlos anotado.
—Había ciertas limitaciones físicas y, lo que es quizás más importante, ciertos bloqueos mentales.
—¿No podían escribir?
—Nunca pensaron en escribir. Fue una idea que no se les ocurrió. Ni siquiera el lenguaje, tal como hablan ustedes. Y aunque hubieran tenido un lenguaje o una escritura, no hubieran servido a sus propósitos.
—¿Para la clasificación y correlación?
—En parte. Pero, ¿cuánto del saber antiguo, escrito y confiado a lo que entonces parecía ser una conservación segura, sigue vivo hoy en día?
—No mucho. Se ha perdido o ha sido destruido. El tiempo lo ha borrado.
—Nosotras poseemos todavía el saber de esa otra especie—afirmaron—. Demostramos ser mejores que el registro escrito, aunque esa otra especie, como ya le he indicado, no se planteó los registros escritos.
—"Esa otra especie—dije—, el saber de esa otra especie", ¿y de cuántas otras especies?
—Si tuviéramos tiempo—se evadieron—se lo detallaríamos. Hay numerosos factores y consideraciones que usted hallaría incomprensibles. Créanos cuando decimos que la decisión de esa otra especie de convertirnos en un sistema de almacenamiento de datos era la más razonable y factible de las muchas opciones que sometieron a estudio.
—Pero ¿y el tiempo que tardaron?—exclamé, consternado—. ¡Dios mío, cuánto tiempo llevaría hacer a una planta inteligente! ¿Y cómo fueron los inicios? ¿Qué hay que hacer para transformar una planta en inteligente?
—El tiempo—aseveraron—no era una gran consideración. No era ningún problema. Sabían cómo tratar el tiempo. Lo manipulaban como ustedes la materia. Comprimieron muchos siglos de nuestras vidas en segundos de las suyas. Tenían todo el tiempo que necesitaban. Crearon el tiempo que necesitaban.
—¿Que crearon el tiempo?
—Efectivamente. ¿Es tan difícil de aceptar?
—Para mí, sí. El tiempo es un río. Fluye sin cesar. No hay nada que uno pueda hacer para evitarlo.
—No es en absoluto como un río—rechazaron las Flores—y no fluye; se puede manipular. Y, además, ignoramos el insulto que nos ha dirigido.
—¿El insulto?
—Su idea de que sería muy difícil que una planta adquiriera inteligencia.
—No pretendía insultarlas. Yo pensaba en las plantas de la Tierra. No puedo imaginarme un diente de león...
—¿Un diente de león?
—Una planta muy corriente.
—Quizá tenga razón—concedieron—. Quizá fuéramos originalmente distintas de las plantas de la Tierra.
—No recuerdan nada de todo eso, claro.
—¿Se refiere a un recuerdo ancestral?
—Supongo que a eso me refiero.
—Hace muchísimo tiempo—dijeron—. Tenemos ese dato. No un mito, ni una leyenda, sino el dato real de cómo nos volvimos inteligentes.
—Que—medié—es mucho más que lo que tiene el género humano.
—Y ahora—concluyeron las Flores—tenemos que despedirnos. Nuestro enunciador se está cansando mucho, no debemos abusar de su fuerza, pues nos ha servido fielmente durante largo tiempo y sentimos afecto por él. Volveremos a hablar con usted.
—Vaya—resopló Tupper.
Se limpió la baba de la barbilla.
—Nunca había hablado tanto por ellas—exclamó luego—. ¿De qué hablasteis?
—¿Quieres decir que no lo sabes?
—Pues claro que no—espetó muy sorprendido Tupper—. Nunca escucho.
Volvía a ser humano. Sus ojos habían vuelto a la normalidad y su rostro se había relajado.
—Pero ¿y los lectores?—apunté—. Leen más de lo que hemos hablado nosotros.
—No tengo nada que ver con la lectura—rumió Tupper—. Eso no es conversación en dos sentidos. Es todo contacto mental.
—Pero están los teléfonos—opuse.
—Los teléfonos son solamente cosas para decirles lo que deben leer.
—¿No leen por teléfono?
—Claro que sí—repuso Tupper—. Es para que lean en voz alta. Es más fácil para las Flores captarlo si leen en voz alta. Está más claro en el cerebro del lector o algo así.
Se puso lentamente en pie.
—Voy a echarme un sueñecito—decidió.
Y se dirigió hacia la cabaña.
12
Mi presentimiento había sido correcto. Tupper era la clave o una de las claves del misterio. Y el lugar en el que había que rastrear las pistas, por descabellado que parezca, era la masa de flores que crecía en el jardín más abajo del invernadero.
Pues la masa de flores me había conducido, no sólo hasta Tupper, sino hasta el resto de la cuestión, hasta ese segundo yo que echó una mano a Gerald Sherwood, hasta la creación del teléfono, hasta aquellos que contrataron a Stiffy Grant y sin lugar a dudas hasta los promotores de ese misterioso proyecto que se llevaba a cabo en Mississippi.
Y no tenía idea de hasta cuántos otros proyectos y esfuerzos.
Deduje que eso no sucedía sólo ahora, sino que había estado sucediendo durante años. "Durante muchos años", me habían dicho, las Flores habían estado en contacto con muchas mentes de la Tierra; robaban las ideas, las actitudes y los conocimientos de esas mentes; e incluso en aquellos casos en que las mentes no eran conscientes de los ladrones que había en ellas, siguieron empujando esas mentes, como en el caso de Sherwood. "Durante muchos años", habían dicho, y a mí no se me ocurrió pedirles una estimación mejor. Durante varios siglos, tal vez, y eso parecía absolutamente probable, pues, cuando hablaban del tiempo de vida de su inteligencia, contaban mil millones de años.
Durante varios cientos de años, acaso, y me preguntaba si esos siglos podían haber partido del Renacimiento. ¿Era posible que el mérito del florecimiento de la cultura del hombre, que el motivo de su progreso pudiera deberse, al menos en parte, al empuje de las Flores? No era que hubieran dejado su huella en las costumbres del hombre, claro, pero la suya podría haber sido la fuerza motriz que condujo al hombre a gran parte de sus logros.
Tupper, a medio camino, se detuvo y se volvió hacia mí.
—Se me ha olvidado—dijo—. Gracias por los pantalones y la camisa.
Con Gerald Sherwood, el empuje del entrometido había dado lugar a una acción constructiva. Dudaba de si sería excesivo inferir que en muchos otros casos el resultado había sido el mismo, aunque, tal vez, no tan acusado como en el de Sherwood. Pues éste se percató del extraño que vivía en él y apreció que cooperar revertía en su beneficio. En muchos otros casos no había habido consciencia, pero, incluso sin conciencia, el empuje y la instigación estaban ahí y, en parte, había habido respuesta.
En estos cientos de años, las Flores debían haber aprendido mucho de la humanidad y debían haber robado gran parte del saber humano. Pues ése había sido su fin original, servir como unidades de almacenamiento de saber. Durante los últimos años, el conocimiento del hombre había fluido hacia ellas de forma permanente, con docenas, tal vez cientos, de lectores enormemente ocupados en verter por la garganta de su mente los esfuerzos literarios acumulados de toda la humanidad.
Me levanté del suelo y descubrí que estaba rígido e incómodo. Me desperecé y giré lentamente. Allí, por todas partes, hasta alcanzar los próximos horizontes de las montañas que se levantaban paralelas al río, se extendía la marea morada.
No podía ser, recapitulé. No podía haber hablado con unas flores. Pues, de todas las cosas de la Tierra, las plantas eran la única que nunca podría hablar.
Y, sin embargo, esto no era la Tierra. Esta era otra Tierra, "sólo una—dijeron—, de muchos miles de millones de Tierras".
¿Era posible comparar una Tierra con la otra? La respuesta parecía ser que no. El terreno parecía ser casi idéntico al terreno que había conocido en mi propia Tierra, y el terreno en sí mismo podía seguir siendo el mismo para todos esos muchos miles de millones de Tierras, pues, ¿qué era lo que habían dicho?, ¿que la Tierra era una estructura básica?
Pero cuando uno reflexionaba sobre la vida y la evolución, entonces, no había color; pues, aunque la vida de mi propia Tierra y la de esta otra Tierra en la que me encontraba hubieran nacido de forma idéntica (y muy bien podía ser así), habría, en el camino, millones de pequeñas desviaciones, ninguna de las cuales sería, quizás, significativa; pero los efectos acumulativos de estas desviaciones darían, en su conclusión, luz a una vida y a una cultura que no guardarían semejanza con las de ninguna otra Tierra.
Tupper se arrancó a roncar, con ronquidos salivosos, el tipo de ronquidos que uno podría imaginar que emitiría. Estaba tendido de espaldas en el interior de la cabaña, sobre un lecho de hojas. La cabaña era tan pequeña, que sus pies asomaban por la entrada. Descansaban sobre sus callosos talones y sus dedos aplastados apuntaban hacia el cielo; tenían un aspecto tosco y vulgar.
Recogí los platos y las cucharas del suelo y me puse bajo el brazo el bol en el que Tupper había servido nuestra comida. Hallé el sendero que conducía hasta la orilla del río y lo seguí. Tupper había preparado la comida; lo mínimo que podía hacer yo era lavar los platos.
Me puse en cuclillas al borde del agua y lavé los irregulares platos y el cacharro, enjuagué las cucharas y las limpié frotándolas entre mis dedos. Tuve precaución con los platos, dado que tenía la sensación de que no soportarían bien demasiada humedad. En ambos y en el cacharro todavía se marcaban las señales de los grandes y largos dedos de Tupper, allí donde los había apretado para darles forma.
Durante diez años había vivido feliz aquí, feliz con las flores moradas que se habían convertido en sus amigas, a salvo, por fin, de la falta de amabilidad y de la crueldad del pueblo en el que había nacido. El mundo se mostró desagradable y cruel porque él era diferente; y era capaz, además, de ser desagradable y cruel incluso cuando no había ninguna diferencia.
Barrunté que, a Tupper, esto debía de representarle el país de las hadas. Descubrió aquí la belleza y la simplicidad a las que su alma sencilla respondía. Aquí podía disfrutar de la vida simple y tranquila que siempre había anhelado; ignorante tal vez de un anhelo.
Coloqué los platos y el cacharro en la orilla del río y me incliné sobre el agua, crucé las manos a modo de cuenco y bebí. Tenía un sabor suave y puro y, a pesar del calor del sol veraniego, estaba ligeramente fría.
Al ponerme en pie, oí el débil sonido del papel al arrugarse y, con el corazón encogido de repente, lo recordé. Metí la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta y saqué el sobre apaisado y blanco. Levanté la solapa y ahí estaba el fajo de billetes, los dólares que Sherwood me había dejado sobre la mesa.
Me puse en cuclillas, con el sobre en la mano, y medité en qué demonios podía hacer. Había querido esconderlo en algún rincón de la casa, pues tenía decidido ir a la excursión de pesca con Alf antes de que abriera el banco. Más tarde, al precipitarse los acontecimientos, me había olvidado de él. ¡Cómo demonios, me sorprendí, podía uno olvidarse de dólares!
Con un sudor frío que me empapaba, repasé todas las cosas que podían haberle sucedido a ese sobre. Excepto por pura y disparatada suerte, lo habría perdido una docena de veces o más. Y, sin embargo, por pasmado que estuviera a causa del increíble olvido de una suma de dinero tan considerable, mientras estaba allí sentado, contemplándolo, parecía haber perdido parte de su significado.
Acaso, interpreté, no valorar tanto el dinero como anteriormente era una condición del país de las hadas de Tupper. Aunque no se me escapaba que, si fuera posible reintegrarme a mi mundo, asumiría su antigua importancia. Mas, aquí, en este instante una tosca pieza de alfarería hecha con arcilla de río era importante, de la misma manera que una cabaña construida con palos o una cama de hojas. Y más importante que todo el dinero del mundo, la necesidad de mantener un pequeño fuego encendido, una vez terminadas las cerillas.
De todas formas, resolví, éste no era mi mundo. Era el mundo de Tupper, su mundo tranquilo y miope, y en él encajaba su completa incapacidad para comprender las abrumadoras implicaciones de este mundo suyo.
Pues éste era el día sobre el que se había especulado, si bien se había especulado demasiado poco y se había hecho menos al respecto, puesto que parecía muy distante e improbable. Este era el día en que el género humano entraba en contacto (o tal vez colisionaba) con una especie extraterrestre.
Toda la especulación, por supuesto, se había referido a un extraterrestre del espacio exterior, un extraterrestre que procediera de otro planeta. Pero aquí estaba el extraterrestre, no del espacio, sino del tiempo, o al menos de otra dimensión situada tras una barrera en el tiempo.
No tenía importancia, me dije. Procediera del espacio o del tiempo, la implicación era la misma. En este momento, el hombre se enfrentaba a su mayor prueba, a una prueba que tenía que superar.
Recogí los cacharros y volví sobre mis pasos.
Tupper aún dormía, por fortuna ya no roncaba. No había cambiado de posición y los dedos de sus pies seguían apuntando al cielo.
El sol se había desplazado hacia el oeste, pero el calor se mantenía todavía y no pasaba ni un soplo de aire. El morado de las flores se extendía inmóvil por las faldas de las colinas.
Me detuve y las estudié y eran inocentes y bonitas; no me inspiraban ninguna promesa ni amenaza. Eran tan sólo un campo de flores, como un campo de margaritas o narcisos. Su existencia la habíamos dado por sentada en todos nuestros años sobre la tierra. No tenían personalidad y no representaban nada, aparte de una mancha de color que era agradable a la vista.
Aquí radicaba el problema —aprecié—, la completa imposibilidad de pensar en las Flores como algo más que flores. Era imposible conferirles la condición de seres animados, como algo que tuviera siquiera un símbolo de importancia. Uno no podía tomárselas en serio, y sin embargo debían ser tomadas en serio, pues, por derecho, eran muy inteligentes, tal vez más que el género humano. Dejé los platos junto al fuego y subí a paso lento la colina. Al moverse, mis pies apartaban las flores y aplasté algunas, pero no había forma de evitarlo .
Tenía que volver a hablar con ellas, decidí. Tan pronto como Tupper hubiera descansado, lo probaría. Muchas cosas tenían que aclararse, muchas que explicar. Si las Flores y el género humano habían de convivir, era necesario que hubiera comprensión. Me acordé de la conversación que había mantenido con ellas, intenté encontrar la velada amenaza que escondían sus palabras. No obstante, por lo que recordaba, no hubo amenaza.
Llegué a la cima de la colina y me detuve allí, oteé las ondulantes depresiones de color morado. Al final de la cuesta, un pequeño riachuelo discurría entre las colinas hasta alcanzar el río. Desde donde me encontraba casi podía oír su prístino murmullo al correr entre las piedras.
Con precaución, descendí por la colina dirigiéndome hacia él y, al tiempo que bajaba por la pendiente, descubrí un montículo al pie de la pendiente opuesta. No lo había visto antes y supuse que era porque había sido camuflado por la luz que incidía en oblicuo sobre la tierra.
No tenía nada en especial, a excepción de que parecía ligeramente atípico. Aquí, en este lugar de ondeantes depresiones, estaba solo, como una jorobada monstruosidad procedente de otra época.
Bajé hasta el arroyo y lo vadeé por un lugar poco profundo, donde el agua no cubría más de tres pulgadas por encima de un brillante banco de grava.
En la ribera, había un gran bloque de piedra medio enterrado en la orilla. Ofrecía un fácil asiento y me senté sobre él, de cara al arroyo. El sol rielaba sobre el agua; convertía las ondas en diamantes, y el aire estaba salpicado del musical campanilleo del plateado riachuelo.
No había ningún arroyo en este lugar en el mundo donde se hallaba Millville, pese a que yacía un curso seco en los pastos de Jack Dickson al cual vertía, a veces, el pantano de más abajo de la choza de Stiffy. Tal vez hubo un riachuelo como éste en el mundo de Millville, conjeturé, en un pasado en que el arado del agricultor y la erosión hubieran modificado el terreno.
Permanecí sentado, hechizado por los brillantes diamantes del agua y el murmullo del arroyo. Parecía que un hombre podría estar allí para siempre, templado por los últimos rayos del sol y protegido por las colinas.
Apoyé las manos en el suelo y las froté ociosamente sobre la superficie de la piedra en la que descansaba. Mis manos deberían haber notado al momento que había algo extraño en ella. Dado que estaba tan absorto en las sensaciones del sol y del agua, tardé unos cuantos minutos hasta que la peculiaridad de su tacto se abrió camino en mi conciencia.
Cuando lo hizo, seguí inmóvil, frotando todavía la superficie de la piedra con las yemas de mis dedos, pero sin mirarla, asegurándome de que no estaba equivocado, de que la piedra tenía el tacto de una creación artificial.
Al incorporarme, examiné el bloque y no me cupo ninguna duda. La piedra había sido tallada en un bloque y en determinadas facetas; los golpes del cincel podían percibirse todavía. En una esquina de la misma estaba pegada una quebradiza sustancia que no podía ser más que algún tipo de mortero mediante el cual había sido fijado el bloque.
Después de examinarlo, me alejé, y al rato entré en el arroyo. El agua se arremolinó alrededor de mis tobillos.
¡No era una simple piedra, sino un bloque! Un bloque que presentaba las marcas de cincel y con un poco de mortero aún pegado en uno de los bordes.
En consecuencia, las Flores no eran las únicas criaturas que habitaban el planeta. Había otras, o había habido otras. Criaturas que conocían el uso de la piedra y que disponían de los instrumentos para desgajar la piedra, darle la forma y el tamaño convenientes .
Mis ojos viajaron desde el bloque de piedra y ascendieron por el montículo vecino al borde del agua; otros bloques de piedra sobresalían en su parte frontal. De pie, inmóvil, con el centelleo del agua y la canción de plata olvidados, tracé una línea entre los bloques y observé que antiguamente habían formado un muro.
Así pues, este montículo no era un capricho de la naturaleza. Era la evidencia de una obra que había sido erigida en el pasado por seres que conocían el uso de herramientas.
Abandoné el arroyo y subí por el montículo. Ninguna de las piedras era grande, ninguna estaba ornamentada; tan sólo se apreciaban las huellas del cincel aquí y allá; restos del mortero entre los bloques. Tal vez se había alzado aquí, en otro tiempo, un edificio. O un muro. O bien un monumento.
Bajé del montículo. Elegí una vereda que serpenteaba a poca distancia, corriente abajo respecto de donde había cruzado el riachuelo. Avancé despacio y con precaución, pues la pendiente era pronunciada, usando mis manos como frenos para no resbalar o caer.
Y fue entonces, muy cerca de la pendiente, cuando encontré un fragmento de hueso. Había salido a la superficie de la tierra, tal vez no hacía demasiado tiempo, y había permanecido oculto allí entre las flores moradas. En circunstancias ordinarias, probablemente no me habría fijado en él. Al principio, no lo distinguí, sólo por su apagada blancura sobre la tierra. Pasé de largo antes, pero retrocedí para recogerlo.
Su superficie despidió un polvo bajo la presión de mis dedos, sin embargo, no se rompió.
Era ligeramente curvo y blanco, de un blanco fantasmal y cretoso.
Al contemplarlo, comprobé que era una costilla, y su forma y tamaño podían ser humanos, aunque mis conocimientos eran demasiado pobre para poder estar seguro.
Si fuera realmente de un hombre, pensé, implicaría que, en una cierta época un ser semejante al hombre vivió aquí. ¿Y acaso indicaría que algo muy similar al género humano residía aún aquí?
Un planeta lleno de flores, sin nada que viviera en él, a no ser las flores moradas y, últimamente, Tupper Tyler. Eso era lo que yo había pensado al ver las flores que se extendían hasta los lejanos horizontes, pero fue, en sentido estricto, una suposición. Era una conclusión a la que yo me había precipitado sin muchas pruebas. A pesar de que estaba en parte apoyada por el hecho aparente de que no existía nada más en este lugar concreto, ni pájaros, ni insectos, ni animales; nada en absoluto, a excepción, tal vez, de algunas bacterias y virus, e incluso éstos, imaginé, podían ser esenciales para el bienestar de las Flores.
Pese a que la superficie externa del hueso se había pulverizado al cogerlo, su estructura parecía sólida. No hacía demasiado tiempo que había formado parte de un ser vivo. Su edad dependería en gran medida de la composición y de la humedad del suelo y seguramente de muchos otros factores. Era un problema para un experto y yo no lo era.
Ahora vi algo más, un pequeño punto blanco. Podría haber sido una piedrecilla que yaciera en el suelo; no obstante, en el mismo momento en que lo descubrí, adiviné que no lo era. Tenía la misma blancura cretosa de la costilla y lo cogí.
Me acerqué a él y al inclinarme mis temores se confirmaron. Dejé caer el hueso de mis dedos y comencé a excavar. El suelo era arenoso y, si bien no tenía herramientas, mis dedos sirvieron para este fin.
A medida que excavaba, el hueso empezó a revelar su contorno y, al cabo de un par de minutos, me percaté de que era un cráneo y, sólo dos segundos después, que era un cráneo humano.
Lo desenterré y lo levanté, y, por más que me hubiera equivocado al identificar la costilla, era imposible confundirlo.
Me senté en la pendiente y sentí una pena profunda, pena por esta criatura que vivió antaño; y también un creciente temor.
Por la evidencia del cráneo que sostenía entre mis manos, supe con certeza que aquél no era el país originario de las Flores. Éste era, no cabía otra explicación, un mundo que habían conquistado, o del que, al menos, se apropiaron. De hecho, podían estar muy lejos en el tiempo de ese viejo hogar, donde otra especie (por su descripción, una especie no humana) las había adiestrado hasta alcanzar la inteligencia.
¿A cuánta distancia en el pasado, me interrogué, se encontraba la tierra natal de las Flores? ¿Cuántas tierras conquistadas se extendían entre este mundo y aquel del que eran originarias? ¿Cuántas otras tierras yacían vacías, despojadas de toda vida que pudiera competir con las Flores?
Y esa otra especie, la especie que las había criado y elevado por encima de su existencia vegetal, ¿dónde estaba en la actualidad?
Volví a colocar el cráneo en el agujero que había excavado. Cuidadosamente, repuse la arena y la suciedad hasta que estuvo otra vez cubierto, sin ninguna parte de él que quedara a la vista. Me hubiera agradado llevármelo de regreso al campamento para estudiarlo con detenimiento. Pero sabía que no podía, pues Tupper no debía enterarse de mi descubrimiento. Su mente era un libro abierto para sus amigas las Flores, y estaba seguro de que la mía no lo era, pues habían tenido que usar el teléfono para ponerse en contacto conmigo. En tanto no le contara nada a Tupper, las Flores ignorarían que había encontrado el cráneo. Restaba la posibilidad, por supuesto, de que ya lo supieran, de que tuvieran el sentido de la vista, o tal vez algún otro que hiciera las veces. Pero dudaba de que lo tuvieran; hasta el momento, no tenía prueba alguna de ello. Lo más probable era que fueran simbiontes mentales, que no captaran nada más allá de la conciencia que compartían con las mentes de otros tipos de vida.
Me abrí camino y superé el montículo. A mi paso encontré otros bloques de piedra. Resultaba evidente que, en otra época, se había erigido un edificio en este emplazamiento. Una ciudad... un pueblo. Fuera cual fuese la forma que hubiera adoptado, había sido un centro de residencia.
Alcancé el arroyo en el extremo más lejano del montículo, por donde discurría muy cerca de la breve orilla que había arrancado al montículo, y comencé a vadearlo a fin de determinar por dónde lo había cruzado.
El sol se había puesto y con él desaparecieron las chispas diamantinas del agua. El riachuelo corría oscuro y leonado en la sombra del primer crepúsculo .
Unos dientes me sonrieron desde la oscuridad de la orilla, más arriba del arroyo, y me paré en seco. Escruté esa fila de dientes rotos y la blancura del hueso que formaba un arco sobre ellos. El agua, que se encrespaba contra mis tobillos, gruñó y yo me estremecí en el frío destilado de las entenebrecidas colinas.
Al mirar ese segundo cráneo, sonriéndome desde la oscuridad de la tierra que se mantenía en equilibrio sobre el agua, comprendí que el género humano se enfrentaba al mayor peligro que nunca había conocido. Fuera del propio hombre, no había habido, hasta este momento, amenaza alguna contra la humanidad. Pero aquí, finalmente, esta amenaza se hallaba ante mis ojos.
13
Divisé el débil resplandor del fuego antes de llegar al campamento; cuando bajé la colina dando traspiés, comprendí que Tupper había terminado su sueñecito y cocinaba la cena.
—¿Has ido a dar un paseo?—indagó.
—Sólo a dar un vistazo—dije—. No hay mucho que ver.
—Las Flores, eso es todo—aseveró Tupper. Se limpió la barbilla y se contó los dedos de una mano, luego, reinició la operación para asegurarse de que no se había equivocado.
—¿Tupper?
—¿Qué hay, Brad?
—¿Es todo así? Quiero decir en esta tierra. ¿No hay nada más aparte de las Flores?
—Vienen otros a veces.
—¿Otros?
—De otros mundos—acotó—. Pero se despiden.
—¿Qué tipo de otros?
—Gente divertida... que busca diversión.
—¿Qué tipo de diversión?
—No lo sé—respondió—. Sólo diversión.
Le noté malhumorado y evasivo.
—Pero, aparte de eso—insistí—, ¿no hay nada más que las Flores?
—No hay nada más.
—Pero tú no lo has visto todo.
—Me lo han dicho ellas—dijo Tupper—. Y ellas no me mienten. No son como la gente de Millville. No tienen por qué mentir.
Usó dos palos para apartar el puchero de entre las brasas.
—Son tomates—me informó—. Espero que te gusten los tomates.
Afirmé con la cabeza y él se puso en cuclillas junto al fuego para vigilar mejor la cena.
—Ellas únicamente dicen la verdad—discurseó a propósito de mi anterior pregunta—. No podrían decir más que la verdad. Así es como están hechas. Tienen toda esa verdad envuelta en su interior y eso es por lo que viven. Y no tienen por qué decir mentiras. Es el temor a ser heridos lo que hace que la gente mienta y no hay nada que pueda herirlas.
Alzó el rostro y mantuvo mi mirada; me estaba retando a discrepar con él.
—Yo no he dicho que mintieran—le calmé—. Ni por un momento he puesto en duda sus explicaciones. Cuando hablas de esa verdad en la que está "envueltas", te refieres a su sabiduría, ¿verdad?
—Supongo que a eso es a lo que me refiero. Saben muchas cosas que nadie en Millville sabe.
Lo ignoré. Millville era el antiguo mundo de Tupper. Al decir Millville, se refería al mundo de los humanos.
Tupper se sumió en su rutina del recuento de dedos. Le observé mientras estaba allí en cuclillas, tan feliz y satisfecho, en un mundo en el que carecía de lo más elemental.
Me pregunté una vez más acerca de su extraña habilidad para comunicarse con las Flores, para conocerlas tan bien y tan íntimamente, para habla por ellas. ¿Era posible, cavilé, que este idiota de pueblo, baboso, y que se contaba los dedos, poseyera alguna percepción sensorial ausente de la mayoría de los seres humanos? ¿Era tal vez esta extraordinaria habilidad suya un mecanismo de compensación, para suplir en cierta medida sus limitaciones?
Al fin y al cabo, recordé, el hombre era singularmente limitado en su percepción, sin saber de qué carecía, sin echar de menos aquello de que carecía por la propia virtud de ser incapaz de imaginarse superior a lo que era. Era muy verosímil que Tupper, por algún capricho de la combinación genética, tuviera habilidades que no tenían los demás hombres, siendo totalmente inconsciente de estar dotado de algún sentido especial, sin imaginar jamás que el resto de sus congéneres pudieran carecer de aquello que a él le parecía completamente normal. ¿Y esas habilidades extrahumanas llevarían aparejadas ciertas habilidades inimaginadas propias de las Flores?
La voz del teléfono, al aludir al trabajo de diplomático, dijo que yo había sido altamente recomendado. ¿Acaso este hombre que se hallaba al otro lado del fuego era quien me había recomendado? Deseaba muchísimo preguntárselo, pero no me atrevía.
—Miau. Miau, miau, miau.
Era Tupper. Diré esto en su favor. Parecía un gato. Podía parecer cualquier cosa. Siempre emitía ruidos raros, practicando su imitación hasta que le salía a la perfección.
No le presté ninguna atención. Se había aislado en su mundo particular y lo más probable era que se hubiera olvidado de que yo estaba allí.
El cacharro que había en el fuego humeaba y el olor de la comida flotaba en el aire de la noche. Sobre el horizonte brilló la primera estrella y de nuevo fui consciente de los pequeños silencios, tan profundos que me hacían sentirme mareado cuando procurada escucharlos. Se producían en los intervalos entre el crepitar de las ramas y los sonidos que profería Tupper.
Era una tierra de silencio, un eterno globo de silencio, roto únicamente por el agua y el viento, además de los pequeños y débiles sonidos que procedían de intrusos como Tupper y yo. Aunque, a estas alturas, Tupper quizás no fuera un intruso.
Estaba solo, pues el hombre al otro lado del fuego se había alejado de mí, de todo su alrededor, retirándose a un lugar que había creado para sí mismo, un lugar que sólo era suyo, encerrado tras una puerta que no abría nadie más que él, pues nadie más tenía la llave, ni siquiera había quien tuviera idea de qué clase de llave se necesitaba.
En medio de aquella soledad y en silencio, percibí lo morado, la personalidad sutil e imprecisa de las señoras de este planeta. Rezumaban cordialidad, pero era repulsiva, la servil cordialidad de una bestia monstruosa. Y me embargó el miedo.
Qué cosa tan tonta, medité. Tener miedo de unas flores.
El gato de Tupper estaba solo y perdido. Rondaba los oscuros y húmedos bosques de algún país de ogros y maullaba dulcemente; sollozaba mientras caminaba sin cesar, a lo largo de una confusa línea universal de incertidumbres.
El miedo se había retirado un poco más allá del círculo de luz del fuego. Por contra, la vegetación morada estaba aún allí, encorvada sobre la cima de la colina.
¿Será un enemigo?—me inquieté—. ¿O sólo algo extraño?
De ser un enemigo, sería un enemigo terrible, implacable y eficiente. Puesto que el mundo vegetal era la única fuente de energía mediante la cual el mundo animal era capaz de sobrevivir.
Únicamente las plantas podían captar, elaborar y almacenar las sales y nitratos esenciales de la vida. Gracias a la energía suministrada por el mundo vegetal existía el reino animal. Las plantas, caso de transformarse deliberadamente en inactivas o incomestibles, condenarían a muerte al resto de los seres vivos.
Y las Flores eran versátiles, de una manera muy peligrosa. Lo testimoniaban el jardín de Tupper y los árboles que crecían para proporcionarle madera, cualquier variedad de planta. Podían ser un árbol o un matojo, una vid o un junco o un cereal. No sólo podían disfrazarse de otra planta, sino que se convertían en esa planta.
Figurémonos que se les permitiera acceder a la Tierra y se ofrecieran a sustituir los árboles nativos por una especie mejor o tal vez por los mismo viejos árboles que hemos conocido siempre, sólo que crecerían más rápido, más rectos y más altos, para dar más sombra o madera de mayor calidad. O a mejorar el trigo, con un grano mejor y una mayor producción; un trigo que fuera resistente a la sequía y a otras causas que hacían fracasar las cosechas desde tiempo inmemorial. Y en este orden de cosas, que hicieran un trato para convertirse en hortalizas, en hierba, en cereales, en árboles, o que transmutaran las plantas nativas de la Tierra, para proporcionar a los hombres más comida por acre, más madera por árbol, una productividad mejorada en toda plantación.
Se borraría el hambre de la faz de la Tierra, la escasez, puesto que las Flores se adaptarían a todas las necesidades humanas.
Y una vez que el hombre confiara en ellas, una vez que toda su economía se basara en ellas y su propia vida dependiera de que cumplieran su trato, tendrían a la humanidad a su merced. De la noche a la mañana, podrían dejar de ser trigo, maíz y hierba; o despojar a toda la Tierra de su suministro de comida. O podrían volverse venenosas y así matar más cruel y fácilmente. O, si para entonces hubieran llegado a odiar lo bastante al hombre, podría desarrollar ciertas mutaciones de polen a las que la vida terrestre fuera tan alérgica que la muerte, cuando llegara, sería bienvenida.
O, por seguir elucubrando, que el hombre no les permitiera entrar, pero que entraran de todos modos, que la raza humana no hiciera ningún trato con ellas, pero que se transformaran en trigo, hierba y en todas las demás plantas de la Tierra subrepticiamente, matando a las plantas originarias de la Tierra y trocándolas por una vida vegetal idéntica, en todas sus variantes. En tal caso, concluí, el resultado sería el mismo.
Tanto si las autorizáramos a entrar como si no (bien había medios para impedírselo), estaríamos en sus manos. Podían matarnos, o no, pero, aunque no nos mataran, de hecho, podrían hacerlo en el momento en que quisieran.
Por otro lado, si las Flores se inclinaban por infiltrarse en la Tierra, si planeaban conquistarla acabando con toda la vida, ¿por qué se habían puesto en contacto conmigo? Habrían podido infiltrarse a nuestras espaldas. Habrían tardado más, pero el camino estaba libre. Nada las hubiera detenido, pues no lo hubiéramos sabido. Si algunas flores moradas comenzaran a escaparse de los jardines de Millville, extendiéndose año tras año, por los bordes de las cercas y por las cunetas, en los pequeños lugares apartados, nadie les habría prestado atención. Año tras año, las flores se hubieran extendido más y más y en cien años estarían tan arraigadas que nada hubiera podido rechazarlas.
Asimismo, otra idea, por debajo de mis pensamientos y mis ensoñaciones, había estado martilleándome, suplicando ser escuchada. Y ahora la dejé entrar: A pesar de que pudiéramos hacerlo, ¿deberíamos impedirles entrar? Incluso en vista del peligro potencial, ¿deberíamos obstaculizarles el camino? Aquí había una forma de vida extraterrestre, la primera forma de vida extraterrestre que conocíamos. Aquí estaba la oportunidad para que el género humano, si corría el riesgo, adquiriera conocimientos, descubriese nuevas actitudes, llenara los vacíos de saber y tendiera un puente al pensamiento, comprendiera un punto de vista no humano, probara nuevas emociones, se enfrentara a una nueva motivación, y a una nueva lógica. ¿ Era esto algo de lo que pudiéramos asustarnos? ¿Podríamos permitirnos no encontrarnos a medio camino con esta forma de vida extraterrestre e investigar las diferencias entre ambos? Si no lo hacíamos ahora, la primera vez, no lo haríamos la segunda, y tal vez nunca.
Tupper emitió un ruido similar al timbre de un teléfono y yo me extrañé de que hubiera entrado ahí un teléfono con ese gato suyo solo y perdido. Tal vez, pensé, el gato hubiese encontrado un teléfono, tal vez en una cabina allá en los umbríos bosques, y descubriera dónde se encontraba y cómo volver a casa.
El teléfono volvió a sonar y hubo una pequeña espera. Entonces, Tupper me apremió:
—Vamos, contesta. Esta llamada es para ti.
—¿Quién es?—pregunté, atónito.
—Contesta—ordenó Tupper—. Vamos, contesta.
—Muy bien—acepté, sólo para seguirle la corriente—. Hola.
Su voz semejaba la de Nancy, una imitación tan perfecta que sentí la presencia de ella.
—¡Brad!—gritó.
Su voz era fuerte y jadeante, casi histérica.
—¿ Dónde estás? —quiso saber Nancy—. ¿Adónde fuiste?
—No sé si puedo explicarlo—repuse yo—. Comprendes...
—Te he buscado por todas partes—dijo, con un chorro de palabras—. Todo el pueblo te busca. Y luego recordé el teléfono del estudio de papá, el que no tiene disco. Recordé que él lo tenía sobre su mesa, pero nunca había reparado en él. Imaginé que se trataría de alguna maqueta o quizás un objeto decorativo o un artículo de broma. Más tarde hicieron comentarios respecto de los teléfonos que encontraron en la choza de Stiffy, y Ed Adler me habló del teléfono de tu oficina. En definitiva se me ocurrió que a lo mejor el teléfono de papá era igual que esos otros. Así que entré en su estudio y, al dar con él, quedé sobrecogida, asustada, ¿entiendes? Me producía pavor y me horrorizaba usarlo a causa de lo que pudiese descubrir. Pero hice de tripas corazón y cogí el receptor. Daba línea y pregunté por ti. Fue una reacción descabellada, pero... ¿Qué decías Brad?
—He dicho que no sé si puedo explicar exactamente dónde estoy. Sé dónde estoy, por supuesto, pero no te lo creerías.
—Dímelo. No te hagas el tonto. Sólo dime dónde estás.
—Estoy en otro mundo. Me transmigré en el jardín...
—¿Que te qué...?
—Sencillamente estaba por el jardín, siguiendo la pista de Tupper, y...
—¿Adónde conduce esa pista?
—A Tupper Tyler—le aclaré—. Se me olvidó decirte que había vuelto.
—Es increíble—intervino ella—. Le recuerdo. Fue hace diez años.
—Regresó—añadí—. Regresó esta mañana. Y al poco se volvió a ir. Estaba siguiendo sus huellas...
—Me decías —reemprendió Nancy— que estabas siguiéndole y apareciste en otro mundo. ¿Dónde está ese otro mundo?
Todas las mujeres son iguales. Hacía las preguntas más absurdas.
—No lo sé con precisión, fuera de que está en el tiempo. Tal vez sólo a un segundo de distancia.
—¿Puedes retornar?
—Voy a intentarlo—aventuré.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte, hay algo que el pueblo pueda hacer?
—Escucha, Nancy, esto no nos lleva a ninguna parte. Dime, ¿dónde está tu padre?
—Está en tu casa. Hay mucha gente allí. Esperando a que vuelvas.
—¿Me esperan?
—Bueno, sí. Mira, te buscaron por todas partes y vieron que no estabas en el pueblo. Hay muchos que están convencidos de que tú estabas al corriente de todo esto...
—Te refieres a la barrera.
—Sí, a eso me refiero.
—¿Y están muy enfadados?
—Algunos—precisó ella.
—Escucha, Nancy...
—No te repitas. Estoy escuchando.
—¿Puedes ir a ver a tu padre?
—Pues claro—dijo.
—Muy bien. Ve y dile que cuando pueda volver, si es que puedo, tendré que hablar con alguien. Con alguien que tenga autoridad. Alguien que tenga mucha autoridad. Tal vez el presidente, o alguien próximo al presidente. Acaso un representante de las Naciones Unidas...
—Pero, Brad, ¡no puedes pedir una audiencia con el presidente!
—Tal vez no—acepté—. Pero sí con alguien, tan importante como sea posible. Poseo información que nuestro gobierno debe conocer. No sólo el nuestro, sino todos los gobiernos. Tu padre debe tener contactos a alto nivel. Dile que hablo en serio, que es importante...
—Brad, Brad, ¿seguro que no es una broma? Porque, si lo es, esto podría ser una terrible confusión...
—Te lo prometo. De verdad, Nancy, es tal cual te he explicado. Estoy en otro mundo, un mundo alternativo...
—¿Es un mundo bonito, Brad?
—Es bastante bonito—reconocí—. Aquí no hay más que flores.
—¿Qué clase de flores?
—Flores de color morado. Las flores de mi padre. Del mismo tipo que las que hay en Millville. Las flores son inteligentes, Nancy. Son las que levantaron la barrera.
—Las flores no son inteligentes, Brad.
Como si fuera un niño. Como si fuese necesario tratarme con condescendencia. Preguntándome si era un mundo bonito y diciéndome que las flores nunca podrían pensar. Todo dulce sensatez.
Contuve mi ira y mi desesperación.
—Ya lo sé—repliqué—. Pero aquí son iguales que las personas. Son inteligentes y pueden comunicarse.
—¿Has hablado con ellas?
—Tupper habla por ellas. Es su intérprete.
—Pero Tupper era un tonto.
—Aquí no lo es. Tiene cosas que nosotros no tenemos.
—¿Qué cosas? Brad, tienes que estar...
—¿Se lo dirás a tu padre?
—Sí, ahora mismo—dijo ella.
—Y, Nancy...
—Sí...
—Sería conveniente que no dijeras dónde estoy o cómo te pusiste en contacto. Imagino que el pueblo estará muy molesto.
—Están fuera de sí—confirmó Nancy.
—Dile a tu padre lo que quieras. Cuéntaselo todo. Pero a los demás, no. Él sabrá qué decirles. No hay motivo para darle al pueblo algo más por lo que preocuparse.
—Muy bien—dijo—. Cuídate. Vuelve sano y salvo.
—Claro que sí—quise calmarla.
—¿Puedes volver?
—Creo que sí. Espero que sí.
—Le contaré a papá nuestra conversación. Sin olvidarme ni una coma. Se ocupará de ello.
—Nancy. No te preocupes. Estoy bien.
—Por supuesto que no me preocupo. Ya nos veremos.
—Hasta pronto, Nancy. Gracias por llamar.
Y le dije a Tupper:
—Gracias, teléfono.
Levantó una mano y apoyó el pulgar en la punta de la nariz; y con la palma extendida, empezó a mover los dedos.
—Brad tiene novia—cantó con sonsonete—. Brad tiene novia.
—Pensaba que nunca escuchabas—dije un poco irritado.
—¡Brad tiene novia! ¡Brad tiene novia! ¡Brad tiene novia!
Se estaba entusiasmando y la baba le corría por toda la barbilla.
—Para de una vez—le amenacé—. Si no paras, te romperé tu maldito cuello.
Él vio que le amenazaba en serio, así que paró.
14
Me desperté en una azulada noche de plata y me pregunté, en el mismo momento en que abría los párpados, qué me había despertado. Estaba tendido boca arriba y, encima de mí, las estrellas brillaban con luz tenue en el firmamento. Sabía dónde estaba. No hubo un regreso a tientas a una vieja realidad. Oí el débil murmullo del río al correr entre sus orillas y olí el humo de leña que emanaba de la hoguera.
Algo me había despertado. Yacía quieto, pues parecía importante que, fuera lo que fuese lo que me había despertado, si estaba cerca, no se percatara de que estaba despierto. Tenía una sensación de miedo, o tal vez de excitación. Pero, si era una sensación de miedo, no era ni profunda ni intensa.
Paulatinamente, torcí la cabeza y, al hacerlo, acerté a ver la luna, brillante y en apariencia muy próxima, nadando sobre la línea de árboles achaparrados que crecían en la ribera del río.
Estaba tendido en el suelo, sin nada debajo de mí salvo la apretada tierra. Tupper se había arrastrado al interior de su cabaña para dormir, debía haberse acurrucado para que sus pies no sobresalieran.
Permanecí sin moverme durante un rato, a la escucha de un sonido que me indicara que algo rondaba el campamento. No distinguí ningún sonido y, al final, me senté.
La pendiente contigua al campamento, iluminada por la luz de la luna, ascendía hasta tocar el azul de la noche. Admiré aquella equilibrada belleza suspendida en el silencio, tan frágil que uno tenía cuidado de no hablar o hacer algún movimiento brusco por temor a romper esa belleza y ese silencio y hacerlo caer; cielo y pendiente a la vez, en una lluvia de pedazos.
Con cuidado, me alcé, en medio de ese mundo frágil, ignorante todavía de qué me había despertado.
Pero no había nada. La tierra y el cielo estaban en equilibrio, como de puntillas en un único instante de tiempo retrasado. Daba la impresión de que aquí el presente estuviera congelado, sin pasado ni futuro, un lugar en donde ningún reloj haría nunca tictac ni se pronunciaría palabra alguna.
Entonces, algo se movió en la cima de la colina, un hombre o una apariencia humana; corría por la colina, negro contra el cielo, alto y grácil, si bien a ratos desmañado.
Apreté a correr. Sin razón, sin propósito. Me impelía el saber que había un hombre o un ser análogo allá arriba y que tenía que estar cara a cara con él; albergaba la ilusión de que tal vez, en esta tierra de vacío y flores, en esta tierra de silencio y frágil belleza, pudiera serme de ayuda, que prestara a esta extraña dimensión del espacio y del tiempo una especie de perspectiva que fuera comprensible para mí.
La apariencia humana seguía corriendo por la cima de la colina y traté de gritarle, pero mi garganta no pronunció ningún sonido y, por consiguiente, aceleré mi ritmo.
La figura debió verme, pues se detuvo de repente y se volvió para darme la cara. Permaneció allí, en la cima de la colina, mirando en mi dirección. En ese momento observé que, aunque sin duda era una forma humana, le crecía una suerte de cresta en la cabeza, dándole un aspecto de pájaro, como si la cabeza de una cacatúa hubiera sido pegada a un cuerpo humano.
Corrí, jadeante, en pos de él, y ahora descendió por la ladera para encontrarse conmigo; andaba lenta y deliberadamente, incluso con estudiada elegancia.
Dejé de correr y me quedé parado, luchando por recuperar el aliento. No había ya por qué correr. No tenía que correr para alcanzarlo.
Prosiguió su camino colina abajo y por más que su cuerpo aún era negro y sin facciones, atisbé que la cresta era blanca o plateada. A la luz de la luna era difícil establecerlo.
Ahora respiraba con más facilidad y, ascendí por la colina para encontrarme con él. Nos acercamos, paso a paso, el uno al otro, ambos temerosos de que cualquier otro modo de aproximación asustara al otro.
El ser de aspecto humano se detuvo a unos tres metros de distancia y yo le imité. Comprobé que era ciertamente humanoide y que se trataba de una mujer, desnuda o casi. A la luz de la luna, su cresta era una brillante maravilla, pero fui incapaz de averiguar si era un apéndice natural, una especie de excéntrico peinado o quizás un sombrero.
La cresta era blanca; sin embargo, el resto era de color negro, de un negro azabache con iridiscencias azules que resplandecían al reflejo de la luna. Animaba su cuerpo una viveza segura de sí misma y una sensación de vida desbordante que me dejó sin aliento.
Me habló con música. Debió de ser una música, pues no oí palabras.
—Lo siento—dije—. No comprendo.
Ella volvió a hablar y el trino de su voz se propagó por aquel mundo azul y plateado como una rociada de pensamiento cristalino, pero no la entendí. Me pregunté, desesperado, si algún hombre de mi especie comprendería alguna vez un lenguaje que se expresaba con música, o si dicho lenguaje debía ser comprendido como las palabras que nosotros utilizábamos.
Moví la cabeza y ella rió; era una risa humana sin duda alguna, una risa amable y ambarina, feliz y animada.
Me tendió la mano y dio unos pasos hacia mí, yo tomé la mano que me tendía. Al hacerlo, ella se giró y me condujo ágilmente colina arriba. Ganamos la cima y no cesamos en nuestra carrera. Nos deslizamos por la ladera opuesta en una carrera frenética y extasiada que era pura juventud y locura, una carrera hacia la nada, por la pura alegría de estar vivos bajo la embriagadora luz de la luna.
Éramos jóvenes y estábamos ebrios de una extraña felicidad sin razón ni explicación aparentes, ebrios, al menos en mi caso, de una fantástica posesión.
Su presión sobre mi mano era fuerte, vivaz a la vez que joven. Nuestras zancadas iban al unísono, y, de hecho de alguna forma sorprendente, me había convertido en parte de ella y sabía adónde nos encaminábamos y por qué, pero mi cerebro hervía hasta tal punto con esa extraña felicidad, que se negaba a traducir esa convicción en términos comprensibles para mi.
Bajamos hasta el arroyo y lo cruzamos levantando grandes salpicaduras, luego remontamos el montículo donde yo había encontrado los cráneos y ascendimos a la segunda colina; allí, en la cima de la misma, aparecimos en medio de una cena campestre .
Había otros seres, en esa cena de medianoche, una media docena, todos como la chica extraterrestre que me había conducido. Desperdigados por el suelo se veían cestos, o algo por el estilo, además de botellas, y éstas, así como los cestos, estaban dispuestas en una especie de círculo. En el centro del círculo habían colocado un pequeño artilugio brillante sólo un poco mayor que una pelota de baloncesto.
Nos detuvimos al borde del círculo y los demás se volvieron hacia nosotros; no obstante, no estaban sorprendidos, como si no fuera inhabitual que uno de ellos trajera una criatura extraña como era yo.
La mujer que estaba conmigo habló con su melodiosa voz y ellos le respondieron con notas musicales. Todos me miraban, pero era una mirada amistosa.
En éstas, todos menos uno se sentaron dentro del círculo y el que permanecía de pie avanzó hacia mi; con un movimiento me invitó a unirme con ellos.
Tomé asiento junto a la mujer que corría, a un lado y el que había hecho la invitación, al otro.
Comprendí que era algo así como una fiesta, aunque ese círculo desprendía unas vibraciones que lo convertían en una reunión misteriosa más que en una fiesta. Se transmitía una sensación de expectación en los rostros y los cuerpos de esa gente sentada dentro del círculo, como si esperasen un acontecimiento de gran importancia. Estaban contentos, excitados y vibrantes, con una sensación de vitalidad hasta en la punta de los dedos.
A excepción de sus crestas, eran humanoides, y ahora comprobé que no llevaban ropa. Encontré tiempo para cavilar de dónde vendrían, pues Tupper me hubiera comentado su presencia. Pero me había dicho que las Flores eran los únicos seres vivos en este planeta, si bien, farfulló, a veces, había otros que venían de visita.
¿Eran esta gente, pues, o serían los descendientes de aquellos cuyos huesos había encontrado en el montículo, y que ahora surgían de algún escondite desconocido? Pese a que no había en ellos señal alguna de vivir escondidos, o de haber permanecido alguna vez ocultos.
El extraño artilugio se hallaba en el centro del círculo. En una fiesta de Millville hubiera sido un tocadiscos o una radio que alguien habría llevado. No obstante, esta gente no tenía necesidad de música, pues hablaba a través de la música, y ese artilugio no guardaba relación con nada que yo hubiera visto con anterioridad. Era redondo y parecía estar compuesto por muchas lentes, todas inclinadas en ángulos distintos, de modo que las superficies captaban la luz de la luna, reflejándola para hacer de la esfera una bola de brillante esplendor.
Algunas de las personas sentadas en el interior del círculo comenzaron a extraer objetos de los cestos y a abrir las botellas. Supuse que me invitarían a comer con ellos. Me preocupaba, dado que habían sido tan amables que no podía negarme y, sin embargo, acaso fuese peligroso comer sus alimentos ya que, aunque humanoides, podían darse fácilmente diferencias en su metabolismo y lo que era comida para ellos, a lo mejor, resultaba venenoso para mí.
Era algo insignificante, por supuesto, pero entrañaba una gran decisión, y permanecí allí sentado en una agonía mental, tratando de decidirme. La comida podía ser un rancho repugnante y nauseabundo, pero lo soportaría, por la amistad de esta gente me la hubiera tragado. Era la idea de que podía ser mortal lo que me hacía dudar.
Hacía un rato, recordé, me había convencido de que, por grande que fuera la amenaza que suponían las Flores, debíamos dejarla entrar, debíamos luchar para encontrar un terreno común en el que cualquier diferencia existente entre nosotros se solventara de un modo satisfactorio. Me había dicho que acaso el futuro del género humano dependería de nuestra habilidad para conocer y convivir con esta especie extraterrestre; pues llegaría el momento, dentro de un siglo, o un milenio, en que encontraríamos otras especies extraterrestres, y no podíamos fracasar esta vez.
Y allí, sin discusión, había otra especie extraterrestre, sentada dentro de aquel círculo, y no podía haber un doble criterio entre mí y el mundo en general. Yo, por derecho propio, tenía que actuar tal como había decidido que el género humano debía actuar, debía aceptar su comida cuando me la ofrecieran.
Tal vez no pensaba con demasiada claridad. Los acontecimientos se sucedían a gran velocidad y disponía de poco tiempo. Fue una decisión repentina en el mejor de los casos y esperaba no haberme equivocado.
Nunca tuve oportunidad de saberlo, pues antes de que la comida hubiera podido circular, el artilugio que se erigía en el centro del círculo empezó a emitir un pequeño tictac, al igual que un reloj en una habitación vacía. Al primer tictac que produjo todos se pusieron en pie de un salto y se quedaron mirándolo.
Al instante, me puse en pie y los observé. Reparé en que se habían olvidado de que estaba con ellos. Toda su atención se concentraba en aquella brillante bola.
Mientras emitía el tictac, su resplandor se transformó en una brillante neblina que cada vez iba a más, como la niebla que se arrastra sobre la tierra desde el fondo de un río.
La neblina nos envolvió y a partir de ese momento comenzaron a dibujarse extrañas formas. Al principio, eran ondeantes e inestables, pero, al cabo de un rato, se estabilizaron y se volvieron más corpóreas, aunque no del todo; tenían un toque mágico, de una forma y un tiempo que uno podía ver, pero que eran para siempre inalcanzables.
Y ahora la neblina se desvaneció, o tal vez estaba todavía allí y no la percibía, ya que con la creación de las formas había aportado otro mundo del que éramos observadores, si no una parte real.
Evocaba la terraza de lo que en la Tierra llamábamos una casa de campo. Bajo nuestros pies había losas toscamente cortadas, con finas líneas de hierba que crecían entre las junturas de las piezas, y detrás de nosotros se alzaban toscos muros de mampostería. Esos muros tenían una textura neblinosa, como si fueran un telón de foro simulado que uno no debía examinar demasiado de cerca.
Frente a nosotros se alzaba una ciudad, una ciudad fea, sin ninguna belleza. Era utilitaria en todos los aspectos, una masa geométrica de piedra, construida sin imaginación, sin ningún concepto arquitectónico aparte del principio de que una piedra amontonada sobre otra constituiría un lugar de refugio. La ciudad era del monótono color del barro seco y se extendía hasta tan lejos como alcanzaba la vista; una masa desordenada de estructuras rectilíneas casi superpuestas, sin apenas espacio para respirar.
Y, no obstante, era orgánica; ni por un instante esa imponente ciudad se convirtió en mampostería sólida. Ni tampoco las losas que había bajo nuestros pies eran de auténtico terrazo. Era más bien una nube, como si estuviéramos una fracción de pulgada por encima de las losas.
Parecía que estuviéramos dentro de una película tridimensional. Y, a nuestro alrededor, la película avanzaba en su desarrollo y nosotros éramos conscientes de nuestra peculiar situación, pues podíamos verla por todos sus lados, pero los actores de la película no reparaban en nosotros y, aunque sabíamos que, por un lado, estábamos allí, por otro, no formábamos parte de aquello, de algún modo estábamos fuera de este mundo mágico en el que nos hallábamos inmersos.
Al principio, sólo había visto la ciudad, pero ahora descubrí que había terror en la ciudad. Sus habitantes corrían desbocados por las calles y, desde lejos, podía oír los gritos, el débil, el frenético lamento de un pueblo perdido y desesperado.
Luego, la ciudad y los gritos desaparecieron en un abrasador destello de luz, una progresiva blancura que se hizo tan intensa que de repente nos volvió ciegos. La oscuridad nos cubrió y nos quedamos en un mundo que no contenía nada, salvo la oscuridad y una cascada de trueno que surgía de ese lugar del que había brotado el destello de luz.
Di un breve paso hacia adelante, a tientas. Mis manos no encontraron otra cosa que el vacío y me invadió la certidumbre de que estaba en un vacío que se prolongaba de manera infinita, de que cuanto había conocido antes no era más que una ilusión y ahora ésta había desaparecido, condenándome a ir a tientas eternamente por una negra nada.
No di ningún otro paso, sino que me quedé rígido y erguido, temeroso de mover un músculo, con la sensación irracional de estar sobre una plataforma y de que podía caer a un gran vacío sin fin.
Entre tanto, la negrura devino gris y a través de ese color atisbé la ciudad, aplastada y dormida; barrida por tornados, con lenguas de fuego y cenizas que la consumían en la monstruosa destrucción del torbellino. Sobre la ciudad se cernía una rugiente nube, como si un millón de tormentas se hubieran reunido en una. Y de esta tormenta de furia brotó un profundo gruñido de muerte, miedo y fatalidad, un sonido salvaje y terrible que presagiaba al demonio.
Contemplé a los demás, los seres de piel negra con crestas plateadas, estupefactos, fascinados por la visión que tenían ante sí, paralizados por el horror, un horror atávico.
Resté allí, inmovilizado al igual que ellos, y el gruñido cesó. Pequeñas columnas de humo ascendían en espiral por entre los escombros; y en el silencio que se produjo cuando el gruñido cesó, pude oír débiles crepitaciones y quejidos, suaves crujidos a medida que la piedra fragmentada se asentaba más firmemente. Ahora no se apreciaban gritos, ni los débiles y agudos chillidos. No había nadie; los únicos movimientos eran los producidos por los cascotes al caer; cascotes que se derrumbaban más allá del área desnuda, oscurecida y enteramente desdibujada donde había brotado la luz.
El gris se apagó y la ciudad comenzó a desvanecerse. Fuera, en el centro del círculo, distinguí el brillo de la esfera cubierta de lentes. No había señales de mis compañeros de fiesta; habían desaparecido. Y del gris cada vez más débil surgieron otros gritos, pero distintos de los procedentes de la ciudad antes de que estallara la bomba.
Ahora comprendí que había visto una ciudad destruida por una explosión nuclear, tal como en las películas de la televisión. Y el televisor, si podía llamársele así, no era sino la bola. Por algún extraño mecanismo mágico, había invadido el tiempo y recuperado del pasado un momento crepuscular.
Desaparecido el color gris, retornó la noche, con la luna dorada, el polvo de estrellas y las plateadas laderas que se encorvaban para encontrarse con la rápida plata del arroyo.
Al pie de la colina más alejada divisé las veloces figuras, con sus crestas plateadas brillando a la luz de la luna; corrían frenéticamente en la noche y gritaban con simulado terror.
Las escudriñé con atención y me estremecí, pues adiviné que allí se ocultaba algo que encerraba un mal, un mal de la mente, una enfermedad del alma.
Lentamente, volví donde la bola recordaba una pelota de baloncesto. Había recuperado su aspecto de esfera con lentes. Me arrodillé a su lado y le eché un vistazo. Constaba de muchas lentes inclinadas y en sus intersticios entreví una especie de mecanismo, aunque los detalles del mismo se perdían bajo la escasa luminosidad de la luna.
Alargué una mano y la toqué con cautela. Parecía frágil y tuve miedo de romperla, pero no podía dejarla ahí. La deseaba y me dije que, si podía volver a la Tierra, ayudaría a respaldar la historia que tenía que contar.
Me quité la chaqueta y la extendí sobre el suelo; luego, cogí cuidadosamente la pelota de baloncesto entre las dos manos y la puse sobre la chaqueta. Recogí los extremos de la prenda y envolví con ellos la pelota; después, até las mangas para mantener los pliegues en su sitio.
La tomé y me la coloqué firmemente bajo un brazo; acto seguido, me puse en pie.
Los cestos y las botellas estaban desperdigados e intuí que debía marcharme cuanto antes, pues esa otra gente volvería para llevarse la bola y recoger sus pertenencias. Pero aún no había señales de ellos. Tras escuchar con gran atención, creí oír los débiles sonidos de sus gritos, que se alejaban en la distancia.
Di media vuelta, bajé la colina y crucé el arroyo. A medio camino de la otra pendiente encontré a Tupper que venía en mi busca.
—Pensé que te habías perdido—fue su primera frase.
—Me encontré a un grupo de gente. Estuve en una fiesta con ellos.
—¿Tenían unos moños extraños?
—Los tenían—confirmé.
—Son amigos míos—dijo Tupper—. Vienen aquí muchas veces. Vienen a asustarse.
—¿A asustarse?
—Claro. Les divierte. Les gusta estar asustados.
Asentí en silencio. Así que era eso, me maravilló. Como una pandilla de chiquillos que se acercan a hurtadillas a una casa encantada y miran furtivamente por las ventanas para salir a la carrera, gritando de horror por movimientos imaginados dentro de la casa. Y lo repetían una y otra vez, sin cansarse nunca del buen rato que pasaban, obteniendo un extraño placer del susto.
—Se divierten más que nadie que yo conozca —farfulló Tupper.
—¿ Les has visto a menudo?
—Montones de veces—respondió Tupper.
—No me lo habías dicho.
—No tuve tiempo. Nunca he asistido a sus fiestas.
—¿Y viven aquí cerca?
—No—repuso Tupper—. Muy lejos.
—Pero en este planeta. ¿No?
—¿Planeta?—se extrañó Tupper.
—En este mundo—le aclaré.
—No. En otro mundo. En otro lugar. Pero eso no importa. Van a todas partes para divertirse.
Así que iban a todas partes para divertirse, pensé. Y a cualquier momento, tal vez. Eran unos excéntricos del tiempo, que se alimentaban del pasado; disfrutaban con la catástrofe y el desastre de otros en una época pretérita, buscaban con ansia momentos históricos que fueran horribles y espantosos. Consumían una y otra vez aquella escena que tenía un elevado atractivo para sus mentes pervertidas.
Reflexioné sobre si se trataba de una raza en decadencia procedente de algún mundo conquistado por las Flores, libre ahora de usar las muchas puertas que comunicaban un mundo con otro.
A la luz de mi reciente experiencia, "conquistado" no era la palabra adecuada. Esta noche había contemplado lo que le había pasado a este mundo. No había sido despoblado por las Flores, sino por el loco suicidio de los seres nacidos en él. Era muy posible que hubiese sido un mundo vacío y muerto muchos años antes de que las Flores hubieran derribado la frontera de la fase temporal que les permitió acceder a él. Los cráneos que había desenterrado eran los de los supervivientes, tal vez relativamente escasos, que lograron seguir vivos durante algún tiempo, pero a los que condenaron el suelo, el aire y el agua envenenados.
Así que las Flores, en realidad, no lo habían conquistado; meramente se adueñaron de un mundo condenado por la insensatez de sus habitantes.
—¿Cuánto tiempo hace que las Flores vinieron aquí?—indagué.
—¿Qué te hace pensar que no han estado siempre aquí?—fue la respuesta de Tupper.
—Nada. Es sólo una idea. ¿Nunca te han hablado de ello?
—No, nunca se lo he preguntado—contestó Tupper.
Claro que no se lo había preguntado; no tenía curiosidad. Simplemente estaba contento de haber dado con este lugar, donde tenía amigos que hablaban con él y le proveían de sus sencillas necesidades; un mundo sin personas que se burlaran de él o le importunaran.
Bajamos al campamento y reparé en que la luna se había desplazado hacia el oeste. El fuego ardía bajo y Tupper lo alimentó con algunos palos, luego se sentó al lado. Me coloqué frente a él y puse la pelota de baloncesto envuelta a mi costado.
—¿Qué tienes ahí?—inquirió Tupper.
La desenvolví.
—Es la cosa que tenían mis amigos. Se la has robado a mis amigos—me espetó.
—Se marcharon y la dejaron. Quiero echarle un vistazo.
—Con ella ves otros tiempos—señaló Tupper.
—¿Sabes cosas de ella, Tupper?
—Me enseñan muchos momentos, no es que me lo enseñen a menudo, no quiero decir eso, sino que me enseñan muchos otros momentos. Momentos distintos del nuestro.
—¿No sabes cómo funciona?—tanteé.
—Me lo explicaron, pero no lo entendí.
Intentó limpiarse la barbilla de babas pero no lo consiguió, así que lo intentó de nuevo.
Me lo explicaron, había dicho. Entonces, podía conversar con ellos. Podía hablar con las Flores y con esos seres que articulaban notas musicales. Me figuré que sería inútil probar a sonsacarle. Tal vez no había nadie que pudiera explicar una habilidad de este tipo, no a un ser humano. Posiblemente no había términos corrientes en los que pudiera explicarse.
La pelota de baloncesto brilló de manera tenue sobre la chaqueta.
—Tal vez a lo mejor—sugirió Tupper—deberíamos volver a la cama.
—Dentro de un ratito—dije; cuando quisiera, no sería un problema irnos a la cama, era el suelo.
Alargué una mano y toqué la pelota de baloncesto.
Supuse que era un mecanismo que retrocedía en el tiempo a la vez que registraba para el espectador la visión y el sonido de acontecimientos que permanecían enterrados en la memoria del continuo espacio-tiempo. Tendría muchos usos. Sería un instrumento de valor incalculable en la investigación histórica. Podría castigar el delito, puesto que estaríamos en disposición de desenterrar del pasado los detalles de cualquier crimen. Y sería un dispositivo terrible si cayera en manos sin escrúpulos o se convirtiera en propiedad de no importa qué gobierno.
Me la llevaría a Millville, si pudiera llevármela, si yo mismo pudiera volver. Ayudaría a respaldar la historia que tenía que contar; ahora bien, después de contar la historia y presentarla como prueba, ¿qué haría con ella? ¿Encerrarla en una caja de caudales y destruir la combinación? ¿Coger un mazo y hacerla añicos? ¿Entregársela a los científicos? ¿Qué se podía hacer con ella?
—Has estropeado tu abrigo—intervino Tupper—llevando esa cosa.
—No era gran cosa para empezar.
Y luego me acordé del sobre con 1.500 dólares en su interior. Había estado en el bolsillo interior de la chaqueta y podía haberlo perdido en la frenética carrera que había realizado o cuando envolví el artilugio del tiempo.
Qué absurdo haberlo hecho—pensé—. Vaya riesgo de correr. Tendría que haberlo prendido con un clip o meterlo en el zapato o algo por el estilo. Un hombre no conseguía tantos dólares todos los días.
Me incliné e introduje la mano en el bolsillo; el sobre estaba allí y sentí un gran alivio en el momento en que mis dedos lo tocaron. Pero casi de inmediato noté algo raro. A tientas, mis dedos advirtieron que el sobre era delgado y debería haber estado lleno hasta reventar con 35 billetes.
Lo saqué bruscamente de mi bolsillo y levanté la solapa. El sobre estaba vacío.
No necesitaba romperme la cabeza. No cabía asombrarse. Sabía lo que había sucedido. Ese vago sucio, baboso y contador de dedos, ¡se lo haría vomitar, lo haría papilla, se lo haría escupir!
Casi iba a agarrarle cuando me habló y su voz era la de la belleza de la televisión.
—Esto es Tupper hablando con las Flores —dijo la voz—. Y usted siéntese y compórtese.
—No me hagan esto—gruñí—. No pueden escabullirse de esto pretendiendo...
—Somos las Flores—atajó la voz, y a la par que pronunciaba estas palabras, vi que la cara de Tupper había adoptado la ya familiar mirada vaga y vacía.
—Pero me ha quitado el dinero—alegué—. Lo sacó a escondidas del sobre mientras yo dormía.
—Guarde silencio—ordenó la melosa voz—. Guarde silencio y escuche.
—No hasta que me devuelvan mi dinero.
—Se lo devolveremos. Le daremos mucho más.
—¿Pueden garantizármelo?
—Se lo garantizamos.
Me volví a sentar.
—Miren—improvisé—, ustedes no se percatan de lo que este dinero significaba para mí. En parte es culpa mía, claro. Tendría que haber esperado a que el banco abriera o buscar un sitio seguro para esconderlo. Pero estaban sucediendo muchas cosas.
—No se preocupe ni por un momento—dijeron las Flores—. Se lo devolveremos.
—Muy bien—dije—, ¿y es preciso que empleen esa voz?
—¿Qué le pasa a la voz?
—Oh, demonios —murmuré—, sigan empleándola. Quiero hablar con ustedes, tal vez incluso discutir con ustedes, y es una tontería, pero me molesta esa voz.
—Ya; entonces, usaremos otra—concedieron, cambiando a mitad de la frase a la voz del hombre de negocios.
—Muchas gracias.
—¿Recuerda—dijeron las Flores—cuando hablamos con usted por teléfono y le sugerimos que nos representara?
—Claro que me acuerdo. Pero, por lo que respecta a representarles...
—Necesitamos imperiosamente a alguien. Alguien en quien podamos confiar.
—Pero no pueden estar seguras de que yo sea el hombre apropiado.
—Sí, sí podemos. Hemos captado que usted nos quiere.
—Un momento—solté—. No sé de dónde sacan esa idea. No sé si...
—Su padre encontró a aquellas que languidecían en su mundo. Nos llevó a su casa y se preocupó por nosotras. Nos protegió, cuidó con afecto y crecimos rápidamente.
—Sí, es verdad.
—Usted es una extensión de su padre.
—Bueno, no necesariamente. No del modo al que ustedes se refieren.
—Sí—insistieron—. Conocemos su biología. Hemos estudiado las características hereditarias. "De tal palo, tal astilla" es un refrán que ustedes tienen.
Vi que era inútil. No se podía discutir con ellas. A partir de la lógica de su especie, a partir de hechos medio asimilados, medio digeridos que habían obtenido de algún modo en su contacto con nuestra Tierra, habían llegado a esta conclusión. Y ello probablemente tenía sentido en su mundo vegetal, pues un vástago de planta diferiría muy poco de sus padres. Sospechaba que intentar convencerles de que un supuesto válido en un caso no tenía por qué extender su validez al género humano sería una batalla infructuosa.
—Muy bien—me rendí—, sálganse con la suya. Están seguras de que pueden confiar en mí. Pero, con toda sinceridad, debo decirles que no puedo hacer ese trabajo.
—¿Que no puede?—se extrañaron.
—Quieren que las represente en la Tierra. Que sea su embajador. Su negociador.
—Ésa era la idea que teníamos en mente.
—No tengo la formación necesaria. No estoy cualificado. No sabría cómo hacerlo, ni siquiera cómo empezar.
—Ya ha empezado—dijeron las Flores—. Estamos muy complacidas.
Me puse rígido y me levanté de un salto.
—¿Que ya he empezado?
—Sí, por supuesto—proclamaron—. Seguramente se acordará. Le pidió a Gerald Sherwood que se pusiera en contacto con alguien. Con alguien, insistió usted, que tuviera alguna autoridad.
—No las estaba representando.
—Pero podría hacerlo. Queremos que alguien nos explique.
—Seamos francos—añadí—. ¿Cómo puedo explicarlas? Apenas conozco nada sobre ustedes.
—Le contaremos todo cuanto desee.
—Para comenzar—sondeé—, éste no es su mundo de origen...
—No, no lo es. Hemos viajado a través de muchos mundos.
—Y la gente, no, la gente no, las inteligencias, ¿qué sucedió con las inteligencias de esos otros mundos?
—No comprendemos.
—Cuando ustedes entran en un mundo, ¿qué hacen con las inteligencias que encuentran allí?
—No encontramos inteligencia a menudo, no una inteligencia significativa, no una inteligencia cultural. La inteligencia cultural no se desarrolla en todos los mundos. Cuando lo hace, cooperamos. Trabajamos con ella. Es decir, si podemos.
—¿Hay ocasiones en que no pueden?
—Por favor, no nos malinterprete—arguyeron—. Ha habido uno o dos casos en que no fue practicable contactar con la inteligencia de un mundo. No tomaban conciencia de nosotras. Éramos estrictamente otra forma de vida, otro, ¿cómo lo llaman ustedes?, otro hierbajo.
—¿Qué hacen entonces?
—¿Qué podemos hacer?—preguntaron.
Me pareció que no era una respuesta totalmente sincera. Había muchas cosas que podían hacer.
—Y continúan.
—¿ Continuamos?
—Yendo de mundo en mundo —especifiqué—. De un mundo a otro. ¿Cuándo piensan detenerse?
—Lo ignoramos—dijeron.
—¿Cuál es su objetivo? ¿Qué pretenden?
—Lo ignoramos—dijeron.
—Bueno, esperen un minuto. Es la segunda vez que dicen eso. Han de tener...
—Señor—me plantearon—, ¿tiene su especie un objetivo, un objetivo consciente?
—Supongo que no—balbucí.
—Pues eso nos hace iguales.
—Supongo que sí.
—Disponen en su mundo de unas máquinas que llaman computadoras.
—Sí—reconocí—, pero desde hace muy poco tiempo.
—Y la función de las computadoras es el almacenamiento de datos, la correlación de dichos datos y el hacerlos accesibles siempre que sea necesario.
—Hay todavía muchos problemas. Hallar los datos...
—Eso no viene al caso. ¿Cuál, en su opinión, es el objetivo de sus computadoras?
—Nuestras computadoras no tienen meta. No están vivas.
—Pero, ¿y si estuvieran vivas?
—Bueno, en ese caso, me imagino que su último propósito sería el almacenamiento de un dato universal y su correlación.
—Entonces—me revelaron—, somos computadoras vivas.
—Luego, para ustedes no hay final. Seguirán viajando por siempre jamás.
—Lo ignoramos—repitieron por tercera vez.
—Pero...
—Los datos—me aleccionaron—son el medio para un único fin, alcanzar la verdad. Quizás no necesitemos un dato universal para alcanzar la verdad.
—¿Cómo sabrán que la han alcanzando?
—Lo sabremos—afirmaron.
Lo dejé correr. No estábamos llegando a ninguna parte.
—Así que quieren nuestra Tierra—insinué.
—Lo expresa usted de forma desagradable e injusta. No queremos su Tierra. Queremos que nos dejen entrar, queremos espacio vital y sobre todo trabajar con ustedes. Ustedes nos dan sus conocimientos y nosotras les daremos los nuestros.
—Haríamos un buen equipo—dije en serio.
—Ciertamente .
—¿Y después?
—¿A qué se refiere?
—Una vez que hayamos intercambiado nuestros conocimientos, ¿qué hacemos entonces?
—Pues continuamos. En otros mundos. Conjuntamente.
—¿Buscando otras culturas? ¿Tras otro saber? —aventuré.
—Justamente.
Hacían que todo pareciera muy simple. Pero no era simple; no podía serlo. Nunca había nada simple.
Un hombre podía hablar con ellas durante días y seguir haciéndoles preguntas, sin obtener más que una pobre idea de la situación.
—Deben darse cuenta de una cosa—les advertí—. La gente de mi Tierra no les aceptará sólo por fe ciega. Han de saber qué esperan ustedes de nosotros y qué podemos esperar nosotros de ustedes. Han de tener cierta garantía de que podemos trabajar Juntos.
—Podemos ayudarles—expusieron—de muchas maneras. No tenemos por qué ser como usted nos ve ahora. Podemos transformarnos en cualquier especie de planta útil; facilitarles un gran depósito de recursos económicos; incluso ser las viejas cosas en las que ustedes han confiado durante años, pero mejores de lo que las viejas cosas fueron jamás. Gracias a nosotras tendrían mejor comida y mejor material de construcción; mejor fibra. Nombren cualquier cosa que ustedes aprovechen de las plantas y nos transformaremos en ella.
—¿Quieren decir que permitirán que nos las comamos y las serremos para obtener madera o que las tejamos y convirtamos en ropa? ¿No les importaría?
Casi suspiraron.
—¿Cómo podríamos hacérselo comprender? Cómase una de nosotras y seguiremos ahí. Sierre una de nosotras y seguiremos ahí. Nuestra vida es una única vida, nunca podrán matarnos a todas, nunca podrán comérsenos a todas. Nuestra vida está en nuestros cerebros y nuestros sistemas nerviosos, en nuestras raíces, bulbos y tubérculos. No nos importaría que se nos comieran si eso les sirviera de ayuda.
Y no seríamos únicamente las viejas formas de vida vegetal económica a las que ustedes está acostumbrados. Seríamos distintas clases de cereal, distintas especies de árboles, de los que ustedes nunca han oído hablar. Somos capaces de adaptarnos a cualquier suelo o clima. Creceríamos allí donde ustedes indicaran. Ustedes quieren medicinas o drogas. Dejen que sus farmacéuticos nos digan qué precisan y seremos eso para ustedes. Seremos plantas hechas a medida.
—Todo eso—precisé—además de sus conocimientos .
—Exactamente.
—Y a cambio, ¿qué hacemos nosotros?
—Nos dan su saber. Trabajarían con nosotras para utilizar todo el saber que tenemos almacenado. Le darían una expresión que nosotras no podemos dar. Tenemos saber, pero el saber en sí mismo no vale nada si no puede ser utilizado. Queremos que sea útil, deseamos imperiosamente cooperar con seres que puedan usar lo que nosotras tenemos que ofrecer. De este modo obtendremos una sensación de realización que nos es negada. Y, también, por supuesto, esperaríamos que juntos desarrollásemos un sistema mejor de abrir las fronteras de fase temporal para acceder a otros mundos.
—Y la cúpula temporal que pusieron sobre Millville, ¿por qué la hicieron?
—Para llamar la atención de su mundo. Para avisarles de que estábamos a la espera.
—Pero hubieran podido comunicarse con algunos de sus contactos y sus contactos hubiesen informado al mundo. Probablemente se lo dirían a alguno de ellos. A Stiffy Grant, por ejemplo.
—Sí, a Stiffy Grant. Y a otros también.
—Ellos podrían habérselo contado a la Tierra.
—¿Quién les hubiera creído? Hubieran pensado que estaban... ¿cómo los califican ustedes, chiflados?
—Sí, es propable—tuve que aceptar—. Nadie hubiera prestado atención a nada de lo que explicara Stiffy. Pero seguramente había otros.
—Sólo ciertos tipos de mentes—me dijeron— pueden establecer contacto con nosotras. Podemos llegar a muchas mentes, pero ellas no pueden llegar a nosotras. Y, para creer en nosotras, para conocernos, tienen que llegar a nosotras.
—Quieren decir que sólo los estrafalarios...
—Mucho nos tememos que eso es lo que queremos decir.
Bien mirado, tenía sentido. El mejor contacto que pudieron encontrar era Tupper Tyler y aunque Stiffy no tenía nada malo como ser humano, no era lo que podríamos llamar un ciudadano respetable.
Me quedé un momento sentado, preguntándome por qué habrían contactado conmigo y con Gerald Sherwood. Aunque eso era un poco diferente. Se habían puesto en contacto con Sherwood porque era valioso para ellas; podía fabricar teléfonos para ellas y poner en marcha un sistema que les proporcionara mano de obra. ¿Y yo? ¿Porque mi padre las había cuidado? Rogué al cielo que eso fuera todo.
—Entonces, muy bien—concluí—. Creo que comprendo. ¿Y la tormenta de semillas?
—Plantamos sólo una parcela de demostración —me dijeron—. Para que su gente pudiera darse cuenta, al verla, de cuán versátiles somos.
Uno nunca las pillaba. Tenían una respuesta para todo.
Me pregunté si alguna vez había esperado conseguir algo de ellas o si de verdad quería conseguir algo. Tal vez, inconscientemente, lo único que deseaba era volver a Millville.
Por otra parte, tal vez todo fuera cosa de Tupper. Tal vez no existieran las Flores. Tal vez era sencillamente una gran broma que Tupper había imaginado en su supuesta mente; sentado allí durante diez años, fue ideando la broma y la perfeccionó para ejecutarla con éxito.
Pero, discutí conmigo mismo, no podía ser cosa de Tupper, no era lo bastante inteligente. Su mente no era dada a un plan así. No podría imaginarlo y no podría llevarlo a cabo. Aparte, estaba la cuestión de su presencia y la mía allí; una broma no la explicaba.
Me alcé poco a poco y me giré, de forma que daba la cara a la pendiente contigua al campamento y allí, bajo la brillante luz de la luna, se extendía la oscuridad de las flores moradas. Tupper aún estaba sentado en el mismo lugar que antes; si bien ahora se inclinaba hacia adelante, casi doblado, completamente dormido y roncando como un niño.
En ese preciso instante el perfume se hizo más intenso y la luna comenzó a temblar. Se percibía una presencia, en algún lugar de la pendiente. Forcé la vista para encontrarla, y una vez creí haberla visto, pero volvió a desvanecerse, aunque yo sabía que estaba allí.
La noche misma se pintó de un color morado y la intuición de una inteligencia que esperaba una palabra para bajar con paso majestuoso la pendiente con objeto de hablar conmigo, como lo harían dos amigos, sin necesidad de un intérprete, y poder instalarse en el campamento con la intención de contar historias toda la noche.
—¿ Listo?—preguntó la presencia.
¿Es una palabra—medité—, o tan sólo algo que da vueltas en mi cabeza, algo surgido del color morado y de la luz de la luna?"
—Sí—pronuncié—, estoy listo. Lo haré lo mejor que sepa.
Me incliné y envolví el artilugio del tiempo en mi chaqueta. Luego, subí la cuesta. Sabía que la presencia estaba ahí arriba, esperándome, y me corrían escalofríos arriba y abajo de la columna vertebral. Tal vez era miedo, pero no lo parecía.
Llegué hasta donde la presencia me aguardaba y no pude verla; sin embargo, me fijé en que llevábamos el paso al mismo compás.
—No te tengo miedo—expresé.
No pronunció ni una palabra. Siguió caminando a mi lado. Superamos la cima de la colina y bajamos la pendiente. Entramos en la depresión donde, en otro mundo, se hallaban el invernadero y el jardín.
—Un poco a tu izquierda—articuló el desconocido—y después camina hacia adelante.
Torcí un poco a la izquierda y luego seguí recto hacia adelante.
—Unos cuantos metros más—agregó.
Me detuve y volví la cabeza para mirarla. No noté su compañía. Si había habido algo, ya no estaba.
La luna, al oeste, era una gárgola dorada. El mundo estaba solo y vacío; la pendiente plateada tenía un aspecto reseco. El negro cielo azulado estaba tachonado de pequeños ojos con un brillo duro e intenso, con un brillo rapaz y la distancia de la despreocupación.
Al otro lado de la pendiente, un hombre de mi propia especie dormitaba junto a una hoguera, y no tenía de qué quejarse, pues poseía un talento del que yo carecía, el talento de lanzarse a tomar una mano extraña (o zarpa, garra o pata) y ser capaz de traducir, en su mente deformada, ese contacto extraño en una cosa corriente.
Me estremecí ante la gárgola de la luna y avancé dos pasos. Me alejé de aquel mundo reseco y entré directamente en mi jardín.
15
Ajadas nubes evolucionaban por el cielo difuminando la luna. Una tenue luminosidad hacia el este anunciaba el alba. Por las ventanas de mi casa se veía luz. Imaginé que Gerald Sherwood y los demás me esperaban allí. Y justo a mi izquierda, el invernadero, con el árbol que se erguía en una de sus esquinas, se dibujaba fantasmagóricamente contra la elevación en lontananza.
Comencé a caminar y unos dedos arañaron las perneras de mis pantalones. Sorprendido, miré hacia abajo y vi que me había metido en un arbusto.
No crecían arbustos en el jardín la última vez que lo había visto; sólo las flores moradas. De inmediato adiviné lo que podía haber sucedido.
En cuclillas, escruté el suelo y, a la primera luz grisácea del nuevo día, descubrí que no quedaba ni rastro de las flores. En su lugar, había brotado una masa de pequeños arbustos, tal vez algo mayores, pero no mucho más que las flores.
Me quedé allí parado, con un creciente frío en mi interior, pues no di con otra explicación que no fuera que los arbustos eran las flores, a las cuales, de algún modo, habían transformado las Flores en pequeños arbustos. Se me escapaba cuál podía ser su propósito.
Incluso aquí—me alarmé—, incluso aquí intentaban atraparnos. Incluso aquí nos engañaban y tendían trampas. Y podían hacer todo lo que quisieran, puesto que, si no poseían, por lo menos manipulaban, este rincón de la Tierra atrapado bajo la cúpula.
Alargué la mano y recorrí con el tacto una rama. Tenía yemas suaves e hinchadas en toda su longitud. Yemas primaverales, que dentro de uno o dos días se convertirían en hojas. ¡Yemas primaverales en pleno verano!
Había confiado en ellas. En ese breve período de tiempo hacia el final, cuando Tupper enmudeció y se quedó dormido a la luz del fuego, cuando me guió la desconocida presencia que me condujo a casa, había confiado en ellas.
¿Realmente existía esa presencia? ¿Había caminado conmigo? Sudaba, la cabeza me iba a estallar.
Sentí el bulto del artilugio del tiempo envuelto bajo mi brazo y me di cuenta de que era un vestigio de ese otro mundo. Con eso, tenía que creer.
Recordé que me habían dicho que me devolverían mi dinero, me lo habían garantizado. Y aquí estaba, de nuevo en casa, sin mis dólares.
Me puse en pie y enfilé hacia la casa, luego cambié de opinión. Di media vuelta y me encaminé hacia la casa de Doc Fabian. Podía ser una buena idea, me dije, ver qué ocurría fuera de la barrera. La gente que me esperaba en casa podía aguardar unpoco más.
Al este, al otro lado del pueblo, resplandecían una hilera de hogueras y los faros de muchos coches en circulación. Un reflector lanzaba un dedo de luz azul que apuntaba al cielo; se movía con parsimonia arriba y abajo. Y en un punto que se me antojó un poco más próximo, divisé una mancha de luz. Una gran actividad parecía desarrollarse a su alrededor.
Al estudiarla, distinguí una excavadora de vapor y grandes montones negros de tierra apilados a ambos lados de la misma. Pude oír, débilmente, el sonido metálico de la poderosa pala al verter una carga y a continuación bajar al agujero para tomar otro mordisco. Comprendí que el propósito era excavar por debajo de la barrera.
Un coche llegó traqueteando por la calle y entró por el camino de la casa que había detrás de mí.
Doc, pensé, Doc que volvía a casa después de que una llamada a primera hora de la mañana le sacara de la cama.
—Doc—dije—, soy Brad.
Se giró y me repasó de la cabeza a los pies.
—Oh—suspiró, y su voz sonó cansada—, así que has vuelto. Hay gente que te espera en tu casa, ¿sabes?
El hombre estaba demasiado fatigado para sorprenderse de verme de nuevo, demasiado agotado para que le importara.
Avanzó arrastrando los pies y entendí, bastante repentinamente, que Doc era viejo. Claro que era viejo, pero, antes, nunca lo había parecido tanto. Ahora podía ver que lo era: sus hombros ya empezaban a encorvarse, los pies apenas se levantaban del suelo al caminar, y podía ver la caída de sus pantalones, floja y propia de un anciano, y, sobre todo, las profundas líneas de su rostro.
—He estado en casa de Floyd Caldwell. Ha tenido un ataque al corazón. Un hombre fuerte y duro como él, y tiene un ataque al corazón.
—¿Cómo está?
—Tan bien como es posible. Debería estar en un hospital, haciendo reposo absoluto. Pero es imposible llevarle allí. Con esa cosa ahí fuera, no puedo llevarle adonde le convendría estar.
No sé, Brad. En serio, no sé qué nos pasará. La señora Jensen tenía que ingresar esta mañana para ser operada. Tiene un cáncer. Morirá, de todos modos, pero la cirugía le daría unos meses de vida, puede que un año o dos. Y no hay medio de llevarla hasta allí. La pequeña de los Hopkins ha estado acudiendo con regularidad a un especialista y la está ayudando mucho. Decker, me parece que lo conoces. Un hombre estupendo. Fuimos internos al mismo colegio.
Se detuvo frente a mí.
—¿No te das cuenta?—dijo—. No puedo ayudar a esa gente. Puedo hacer un poco, pero no lo suficiente. No puedo manejar cosas así, no puedo hacerlo solo. En otros tiempos, podía mandarlos a otro lugar, a que los tratara un especialista. Y ahora no hay manera. Por primera vez en mi vida, no puedo ayudar a mis pacientes.
—Pero se lo está tomando demasiado a pecho —le hice reflexionar.
Me observó con una mirada apaleada, una mirada cansada y apaleada.
—No puedo tomármelo de otro modo—respondió—. Todos estos años, han dependido de mí.
—¿Cómo está Stiffy?—le consulté—. Habrá tenido noticias, claro.
Doc bufó con enojo.
—Ese maldito estúpido se escapó.
—¿Del hospital?
—¿De dónde podría escaparse, si no? Se vistió cuando le dieron la espalda y se escabulló. Siempre ha sido una vieja cabra escurridiza y nunca ha tenido sentido común. Lo están buscando, pero nadie lo ha encontrado aún.
—Regresará—dije .
—Me figuro que sí. ¿Qué es esa historia sobreun teléfono que tenía?
Sacudí la cabeza.
—Hiram dijo que encontró uno.
Doc me miró intensamente.
—¿No sabes nada acerca de ello?
—No mucho—mentí.
—Nancy me explicó que estabas en otro mundo o algo así. ¿Qué chismes son ésos?
—¿Nancy le contó eso?
Negó con la cabeza.
—No, me lo contó Gerald. No sabía qué hacer. Temía que, si lo mencionaba, revolucionaría al pueblo.
_ ¿y...?
—Le aconsejé que no lo hiciera. La gente está ya bastante revolucionada. Les contó lo que tú dijiste sobre las flores. Debía contarles cualquier cosa.
—Doc—le apunté—, es un asunto misterioso. Yo mismo no lo comprendo muy bien. No hablemos de ello. Cuénteme lo que sucede. ¿Qué son esas hogueras de allí?
—Son hogueras del ejército—me informó—. Hay varias unidades. Tienen el pueblo rodeado. Brad, es una locura total y absoluta. Nosotros no podemos salir y nadie puede entrar, pero han puesto soldados. No tengo ni la más remota idea de lo que están haciendo. Han evacuado a todo el mundo en quince kilómetros alrededor de la barrera, nos sobrevuelan aviones y he visto hasta tanques. Esta mañana han probado a dinamitar la barrera, mas no han hecho nada, amén de levantar un agujero en los pastos de Jake Fisher. Podrían haberse ahorrado esa dinamita.
—Están intentando excavar por debajo de la barrera—le confié.
—Sí, están haciendo muchas cosas—repuso Doc—. También ordenaron que algunos helicópteros volaran sobre el pueblo; al rato probaron a aterrizar en vertical. Esperaban encontrar, por lo visto, que allá fuera sólo hubiera un muro, sin ningún techo. Mas descubrieron que había un techo. Perdiendo neciamente el tiempo durante toda la tarde. Destrozaron dos helicópteros. A la postre, me figuro, es una suerte de cúpula. Forma una curva por encima de nosotros, a modo de una especie de burbuja.
Y además ha acudido un montón de estúpidos periodistas. Te digo, Brad, que hay otro ejército de ellos. No se habla más que de Millville en la televisión, en la radio, en los periódicos...
—Es una gran noticia—bromeé.
—Sí, me figuro que sí. Estoy inquieto, Brad. El pueblo está a punto de estallar. La gente está histérica. Se les ve asustados y susceptibles. Todo este condenado lugar podría sufrir un ataque de histeria, si chasquearas los dedos.
Se acercó un poco más.
—¿Qué planes tienes, Brad?
—Voy a bajar a mi casa. Hay gente dentro. ¿Quiere venir conmigo?
Sacudió la cabeza.
—No, estuve ahí abajo un rato, y en esas recibí la llamada de Floyd. Estoy muerto. Me voy a la cama.
Dio media vuelta y comenzó a alejarse. A los pocos pasos se volvió.
—Ten cuidado, chico—me advirtió—. Se inventan muchas locuras sobre las flores. Dicen que, si tu padre no las hubiera cultivado, esto nunca hubiera ocurrido. Se les representa que es una maquinación que tu padre inició y que tú estás metido en ella.
—Seré prudente—le prometí.
16
Estaban en el salón. Tan pronto como entré en la cocina, Hiram Martin me salió al encuentro.
—¡Aquí está!—bramó, se puso en pie de un salto y entró precipitadamente en la cocina.
Detuvo su carrera y me miró acusadoramente.
—Has tardado bastante—me reprochó.
No le contesté.
Dejé el artilugio del tiempo, todavía envuelto en mi chaqueta, sobre la mesa de la cocina. Uno de los pliegues de la prenda cayó, dejándolo al descubierto, y las lentes orientadas en diversos ángulos parpadearon a la luz de la lámpara del techo.
Hiram retrocedió un paso.
—¿Qué es eso?—se espantó.
—Un recuerdo. Una máquina del tiempo, supongo.
La cafetera estaba sobre la cocina y el fuego estaba bajo. Tazas de café usadas se amontonaban en la pila de la cocina. El azucarero había perdido la tapa y el azúcar vertido brillaba sobre el mármol.
El resto de los presentes se agolparon a la entrada de la puerta. Había muchos, más de los que yo esperaba.
Nancy pasó junto a Hiram y avanzó hasta mí. Alargó una mano y la puso sobre mi brazo.
—Estás bien—ponderó.
—Ha sido una pequeña discusión—dije.
Era más hermosa de lo que recordaba, más hermosa que en la época del instituto, cuando la veía a través de una neblina de estrellas. Más hermosa, aquí, junto a mí, de lo que recordaba mi memoria.
Me acerqué más a ella y la rodeé con mi brazo. Por un instante, apoyó su cabeza en mi hombro, luego la volvió a enderezar. Estaba caliente y suave contra mí y sentí que aquello no iba a durar, pues todos los demás nos miraban al acecho.
—Ya he hecho algunas llamadas telefónicas —rompió a hablar Gerald Sherwood—. El senador Gibbs vendrá a verte. Vendrá con alguien del departamento de Estado. En breve, Brad; no conseguí que fuera más concreto.
—Servirá—le consolé.
Y de nuevo en mi cocina, con Nancy a mi lado, bajo la tenue luz de la lámpara en un nuevo amanecer; las viejas cosas familiares alrededor. El otro mundo había pasado a un segundo plano y había asumido una suavidad que oscurecía su amenaza, si era que entrañaba una amenaza.
—Lo que quiero saber—empezó a decir Tom Preston—es qué es eso que Gerald nos cuenta sobre las flores de tu padre.
—Sí—se sumó el alcalde Higgy Morris—, ¿qué relación guardan con esto?
Hiram no dijo nada, pero me sonrió con desprecio .
—Caballeros—precisó el abogado Nichols—, ése no es el procedimiento adecuado. Deben ser justos. Dejen sus cuestiones para más tarde. Permitan a Brad que nos cuente su versión de los hechos.
—Cualquier cosa que tenga que decir será más de lo que sabemos ahora—apostilló Joe Evans.
—Vale—agregó Higgy—, nos alegraremos de oírle.
—Pero antes—atajó Hiram—me gustaría saber qué es eso que hay sobre la mesa. Podría ser peligroso. Podría ser una bomba.
—No sé lo que es—reconocí—. Tiene que ver con el tiempo. Puede manejar el tiempo. Tal vez podríamos llamarlo una cámara del tiempo, una especie de máquina del tiempo.
Tom Preston soltó un bufido y Hiram volvió a sonreír con desprecio.
El padre Flanagan, el único sacerdote católico del pueblo, había permanecido en silencio a la entrada, junto al pastor Silas Middleton, de la iglesia del otro lado de la calle. Ahora, el viejo sacerdote habló suavemente, tan suavemente, que apenas se le oía; la voz, a tono con la luz de la lámpara y el amanecer.
—Sería el último en sostener—pontificó—que el tiempo sea susceptible de ser manipulado o que las flores sean las causantes de lo que ha sucedido en nuestra comunidad. Ésas son propuestas que van contra la disposición natural de mi propio entendimiento. Empero, a diferencia del resto de ustedes, estoy dispuesto a escuchar antes de sacar una conclusión.
—Intentaré contárselo—afirmé, condescendiente—. Intentaré contárselo tal como sucedió.
—Alf Peterson ha tratado de llamarte—terció Nancy—. Ha telefoneado una docena de veces.
—¿Dejó el número?
—Sí, lo apunté aquí.
—Eso puede esperar —intervino Higgy—. Queremos escuchar esa historia.
—Quizá—sugirió el padre de Nancy—sería mejor que nos la contaras en seguida. Vayamos todos al salón, donde estaremos más cómodos.
Fuimos al salón y nos sentamos.
—Ahora, amiguito—propuso Higgy inoportunamente—, escúpelo.
Podría haberle estrangulado. Cuando lo miré, imagino que supo exactamente cómo me sentía.
—Permaneceremos callados—añadió—. Te escucharemos.
Aguardé a que todos estuvieran callados.
—Tendré que empezar por la mañana de ayer, cuando regresé a casa, después de que mi coche hubiera sido destrozado y encontrarme a Tupper Tyler sentado en el columpio.
Higgy se levantó de un bote.
—¡Pero eso es una estupidez!—gritó—. Tupper lleva años perdido.
Hiram se puso también en pie.
—Te burlaste de mí—bramó—cuanto te dije que Tom había hablado con Tupper.
—Te mentí—confesé—. Tuve que mentirte. No sabía qué estaba pasando y tú me atosigabas.
El reverendo Silas Middleton también participó.
—Brad, ¿admites que mentiste?
—Sí, claro que sí. Ese gran simio me tenía acorralado contra la pared...
—Si mentiste una vez, volverás a mentir—chilló Tom Preston—. ¿Cómo podemos creer lo que nos cuentes?
—Tom—repliqué—, me importa un pimiento que me creas o no.
Estaban todos sentados a mi alrededor y entendí que había sido infantil, pero es que me indignaban.
—Yo propondría—intervino el padre Flanagan—que retornáramos al género de la conversación y que hiciéramos un heroico esfuerzo por comportarnos.
—Sí, por favor—suspiró Higgy, vehementemente—, y que todo el mundo se calle.
Miré sus caras y nadie dijo ni una palabra. Gerald Sherwood me hizo una señal con la cabeza.
Tomé una profunda inspiración y comencé.
—Tal vez debería retroceder más aún. Hasta el momento en que Tom Preston mandó a Ed Adler para que se llevara mi teléfono.
—Llevabas meses retrasado en el pago—aulló Preston—. Ni siquiera...
—Tom—le cortó el abogado Nichols.
El aludido volvió a su silla y adoptó una actitud mohína.
Seguí adelante y lo conté todo; Stiffy Grant y el teléfono que había encontrado en mi oficina, la historia de Alf Peterson y, por fin que había ido a la choza de Stiffy. Se lo conté todo excepto que Gerald Sherwood y él habían fabricado los teléfonos. En cierto modo, tenía la sensación de que no tenía derecho a informarles de ese detalle.
Al acabar les pregunté.
—¿Hay alguna pregunta?
—Hay muchas—objetó el abogado Nichols—, pero, adelante, termina. ¿Os parece bien a los demás?
Higgy Morris gruñó.
—Vale.
—A mí, no —refunfuñó Preston—. Gerald nos explicó que Nancy había hablado con Brad. Nunca nos dijo cómo. Usó uno de los teléfonos según parece.
—Mi teléfono—precisó Sherwood—. Hace años que tengo uno.
—Gerald nunca me lo dijo—se sorprendió Higgy.
—No se me ocurrió—repuso Sherwood, secamente.
—Me parece—dijo Preston—que se han desarrollado una serie de misterios bajo nuestras narices .
—Eso—juzgó el padre Flanagan—es cierto lejos de toda duda. Pero tengo la impresión de que este joven no ha hecho más que empezar su historia.
Así que seguí adelante. La conté punto por punto y con todos los detalles que pude recordar.
Finalmente terminé y ellos se quedaron sentados, sin moverse, perplejos tal vez, y conmocionados; acaso sin creérselo por completo, pero creyendo parte de ello.
El padre Flanagan se agitó con inquietud.
—Joven—inquirió—, ¿está absolutamente seguro de que no son alucinaciones?
—Traje conmigo el artilugio del tiempo. Eso no es una alucinación.
—Debemos admitir —conjeturó Nichols— que pasan sucesos extraños. La historia que Brad nos ha referido no es más extraña que la barrera.
—No hay nadie—vociferó Preston—que pueda manipular el tiempo. El tiempo es, bueno, es...
—Eso es justamente—sugirió Sherwood—. Nadie sabe nada del tiempo. Y no es la única cosa de la que somos por entero ignorantes. Está la gravitación. No hay nadie, absolutamente nadie, que pueda definir qué es la gravitación.
—No me creo ni una palabra de esto—dijo Hiram terminantemente—. Ha estado escondido en alguna parte...
—Hemos peinado la ciudad. No había ningún sitio en el que pudiera esconderse—rechazó Joe Evans.
—En realidad—se sumó el padre Flanagan—, no importa que lo creamos o no. Lo importante es si la gente que venga de Washington se lo creerá.
Higgy se irguió en su silla. Se encaró con Sherwood.
—Dijo usted que Gibbs iba a venir, que traería a otros consigo.
Sherwood asintió.
Aseguró que se trataría de un hombre del departamento de Estado.
—¿Qué dijo Gibbs exactamente?
—Prometió que vendría en seguida, y que la conversación con Brad podía ser sólo preliminar. Luego volvería e informaría. Consideró que quizá no fuera tan sólo un problema nacional. Nuestro gobierno podría tener que conferenciar con otros gobiernos. Quería saber más al respecto. Todo cuanto fui capaz de explicarle fue que un hombre de aquí, del pueblo, tenía cierta información vital.
—Estarán al otro lado, en el borde de la barrera, esperándonos. En la carretera del este, supongo.
—Es probable—calculó Sherwood—. No lo concretamos. Me llamará desde algún lugar del otro lado de la barrera cuando llegue...
—A propósito—aventuró Higgy, bajando la voz como si estuviera en un confesionario—, si podemos salir de ésta sin resultar perjudicados, será lo mejor que nos haya acontecido nunca. Ningún otro pueblo en toda la historia ha logrado tanta publicidad como estamos consiguiendo ahora. Vaya, durante años los turistas nos visitarán, sólo para presumir de que han estado aquí.
—A mi entender—salmodió el padre Flanagan—, si todo eso es verdad, están implicadas consecuencias más importantes que si nuestra ciudad atraerá o no turistas.
—Sí—aseveró Silas Middleton—. Nos enfrentamos a una forma de vida extraterrestre. Cómo le hagamos frente marcará la diferencia entre la vida y la muerte. No sólo para nosotros, quiero decir, la gente de este pueblo, sino para la vida o la muerte del género humano.
—Un momento—dijo inesperadamente Preston—, no querrán dar a entender que ese puñado de flores...
—Maldito estúpido—le insultó Sherwood—, no se trata únicamente de un puñado de flores.
—Ahí radica el problema—dijo Joe Evans—. No es meramente un puñado de flores, sino una forma de vida de raíz distinta. No animal, más bien vegetal, una forma de vida vegetal que es inteligente.
—Y una forma de vida—les instruí—que ha almacenado los conocimientos de sabe Dios cuántas civilizaciones. Saben cosas con las que nosotros ni siquiera alcanzamos a soñar.
—No entiendo—afirmó Higgy tenazmente— por qué tenemos que asustarnos. Nunca ha habido una época en la que no hayamos podido vencer a un manojo de hierbajos. Si utilizamos pulverizadores y...
—Si queremos matarlas—intervine—, no opino que vaya a ser tan fácil. Pero, aparte de eso, ¿queremos realmente matarlas?
—¿Propones—se escandalizó Higgy—que las dejemos entrar y apropiarse de todo?
—No apropiarse. Entrar y cooperar con nosotros.
—¿Y la barrera?—aulló Hiram—. ¡Todo el mundo se olvida de la barrera!
—No, nadie se ha olvidado—intervino Nichols—. La barrera no es más que una parte del conjunto del problema. Resolvamos el problema y podremos ocuparnos de la barrera.
—Dios mío—gruñó Preston—, habláis como si creyerais cada palabra de la fantasía de Brad.
—No es eso—le explicó Silas Middleton—. Sin embargo, tenemos que utilizar lo que Brad nos ha contado como una hipótesis de trabajo. No digo que lo que nos ha contado sea absolutamente cierto. Puede haberlo malinterpretado, puede estar equivocado en ciertos aspectos. Pero, por el momento, es la única información sólida que tenemos.
—No creo ni una palabra—dijo Hiram tajantemente—. Hay un sucio complot detrás de todo esto y yo...
El teléfono sonó; su señal retumbó por la habitación.
Sherwood se puso al aparato.
—Para ti—me indicó—, es Alf de nuevo.
Crucé la habitación y cogí el teléfono que Sherwood me tendía.
—Hola, Alf—le saludé.
—Pensaba—contestó Alf—que ibas a volver a llamarme. Dijiste que al cabo de una hora.
—Me he visto enredado—me excusé.
—Los soldados me han desalojado—me comunicó—. Han evacuado a toda la población. Estoy en un hotel al este de Coon Valley. Voy a trasadarme a Elmore, este hotel es bastante malo; no obstante, antes de hacerlo, quería ponerme en contacto contigo.
—Me alegro de que lo hayas hecho. Hay algunas cosas que queria preguntarte sobre ese proyecto de Greenbriar.
—Claro. ¿Qué quieres saber del proyecto?
—¿Qué tipo de problemas tuvisteis que resolver?
—De muchas clases.
—¿Tenía alguno de ellos que ver con plantas?
—¿Plantas?
—Sí. Flores, hierbajos, hortalizas.
—Entiendo. Déjame pensar. Sí, creo que hubo unos cuantos.
—¿De qué tipo?
—Bueno, había uno: ¿Podía una planta ser inteligente?
—¿Y cuál fue tu conclusión?
—¡Un momento, Brad!
—Esto es importante, Alf.
—Oh, muy bien. La única conclusión a la que pude llegar fue que era imposible. Una planta no podía tener un motivo. No había ninguna razón por la que una planta fuera inteligente; aunque pudiera serlo, no sería útil para ella. No podría utilizar la inteligencia o sus conocimientos. No tendría ningún modo de aplicarlos. Y su estructura no es adecuada. Debería desarrollar ciertos sentidos que no tiene, debería incrementar el conocimiento de su mundo. Tendría que desarrollar un cerebro para el almacenamiento de datos y un mecanismo pensante. Era fácil, Brad, una vez que te ponías a reflexionar. Una planta ni siquiera intentaría ser inteligente. Tardé un rato en enumerar las razones, pero tenían mucho sentido.
—¿Y eso fue todo?
—No, hubo otro. Algo parecido a: "¿Cómo desarrollar un método infalible de erradicar una mala hierba, teniendo en cuenta que ésta tiene una alta adaptabilidad y que sería capaz de ser inmune a cualquier amenaza para su existencia en un espacio de tiempo relativamente corto?"
—No hay ninguna posibilidad—aventuré.
—La hay, sólo una. Pero no demasiado fiable.
—¿Cuál es?
—La radiación. De todos modos, no podrías contar con ella como método infalible, si la planta tuviera realmente una alta adaptabilidad.
—¿Así que no hay forma de erradicar a una planta completamente decidida?
—Yo diría que ninguna en absoluto, ninguna que esté en poder del hombre. ¿Qué ocurre, Brad?
—Tal vez tengamos una situación calcada de ésa—fue mi respuesta. Brevemente le informé de las Flores.
Lanzó un silbido y preguntó:
—¿Crees que lo has entendido?
—No estoy seguro, Alf. Creo que sí, pero no estoy seguro. Es decir, sé que las Flores están ahí, pero...
—Había otro problema. Guarda directa relación con esto. Preguntaba cómo procederíamos para contactar y establecer relaciones con una forma de vida extraterrestre. ¿Crees que el proyecto...?
—No me cabe duda—le aseguré—. Era llevado a cabo por los mismos que controlaban los teléfonos.
—Lo imaginamos antes. Cuando hablamos después de que la barrera se moviera.
—Alf, ¿y ese supuesto sobre contactar con un extraterrestre?
Se rió, un poco inquieto.
—Hay un millón de respuestas. El método dependería del extraterrestre. Y siempre habría algún peligro.
—¿Eso es todo lo que puedes recordar? Todas las preguntas, quiero decir.
—No recuerdo otra. Cuéntame más sobre lo que ha sucedido ahí.
—Me gustaría, pero no puedo. Tengo un grupo de gente aquí. ¿Te vas a Elmore ahora?
—Sí. Te llamaré al llegar allí. ¿Estarás en casa?
—No puedo ir a ninguna parte—dije.
Los demás habían permanecido en silencio mientras yo hablaba por teléfono. Todos estaban escuchando. Pero, tan pronto como colgué, Higgy se aproximó a mí con aires de importancia.
—Creo—dijo—que quizá deberíamos prepararnos para ir al encuentro del senador. Opino que debería nombrarse un comité de bienvenida. Los asistentes a esta reunión, por ejemplo, y tal vez otra media docena de personas. Doc Fabian y...
—Alcalde—le interrumpió Sherwood—, me parece que alguien debería señalar que no se trata de un asunto público o de una visita social. Es un tema más importante y enteramente extraoficial. Brad es el único a quien el senador debe ver. Es el único que tiene la información pertinente y...
—Pero—protestó Higgy—, todo lo que estaba haciendo...
—Sabemos lo que estaba haciendo—insistió Sherwood—. Lo que quiero decir es que, si Brad desea que un comité vaya con él, es el único que debería nombrarlo.
—Pero es mi responsabilidad oficial—se quejó Higgy.
—En una cuestión como ésta—le atajó Sherwood—, usted no tiene responsabilidad.
—Gerald—insinuó el alcalde—, he procurado pensar lo mejor de usted. He procurado convencerme...
—Alcalde—susurró encarnizadamente Preston—, no sirve de nada andarse por las ramas. Podemos decirlo. Aquí pasa algo, hay algún complot detrás de todo esto. Brad es parte de él, Stiffy también, y...
—Y—terminó la frase Sherwood—, si insisten en que hay un complot, yo soy parte de él, a mi vez. Yo diseñé los teléfonos.
Higgy tragó saliva.
—¿Que usted hizo qué?
—Yo diseñé los teléfonos. Yo los fabriqué.
—Así que usted ha sabido siempre lo que estaba pasando.
Sher~vood negó con la cabeza.
—Yo no sabía nada en absoluto. Sólo hice los teléfonos.
Higgy volvió a sentarse. Juntó y separó las manos, mirándoselas.
—No sé—musitó—. Sencillamente, no lo entiendo.
Pero estoy seguro de que sí entendía. Ahora entendía, por primera vez, que esto no era un acontecimiento natural aunque inusual, que pasaría tranquilamente con el tiempo; y dejaría a Millville convertido en una atracción turística que cada año traería a los curiosos al pueblo a millares. Por vez primera, estoy seguro, el alcalde Higgy Morris se daba cuenta de que Millville y el mundo entero se enfrentaban a un problema que necesitaría más que buena suerte y la Cámara de Comercio para resolverlo.
—Hay una cosa—anuncié.
—¿Qué es?—preguntó Higgy.
—Quiero mi teléfono. El que había en mi oficina. Recuerda, el teléfono que no tiene disco.
El alcalde miró a Hiram.
—No —negó Hiram—. No se lo devolveré. Ya ha hecho bastante daño.
—Hiram—dijo el alcalde.
—Oh, está bien—rezongó Hiram—. Espero que se atragante con él
—Me parece—diJo el padre Flanagan—que estamos actuando de un modo irracional. Yo sugeriría que retomáramos la cuestión y la discutiéramos en detalle, y de este modo...
Un tictac le interrumpió, un fuerte y siniestro tictac que marcaba un fuerte compás, como de muerte, por toda la casa. Y cuando lo oí, supe que el tictac había estado sonando durante bastante tiempo, pero casi imperceptiblemente, y que había estado oyéndolo y preguntándome vagamente qué era.
Pero ahora el tictac era agudo, y en el mismo momento en que lo escuchaba, medio hipnotizado por el terror que me producía, el tictac se convirtió en un zumbido y el zumbido en un rugido de energía.
Nos pusimos todos en pie de un salto, alarmados, y vi que las paredes de la cocina resplandecían, como si alguien encendiera y apagara una luz de ntenso brillo, un destello que llenaba la habitación con una descarga de luz; se apagaba y luego volvía a encenderse.
—¡Lo sabía!—bramó Hiram, corriendo a la cocina—. Lo supe en cuanto lo vi. ¡Sabía que era peligroso!
Corrí detrás de él.
—¡Cuidado!—grité—. ¡Aléjate de él!
Era el artilugio del tiempo. Flotaba por encima de la mesa, levitaba en el aire, con un pulso de inmensa fuerza que lo recorría en un regular latido, mientras de él surgía un rugido de energía en cascada. Debajo de él, sobre la mesa, estaba mi arrugada chaqueta.
Agarré a Hiram del brazo y traté de apartarlo, pero se escapó y ya estaba sacando su pistola de la funda.
Con un destello de luz, el artilugio del tiempo se desplazó, ascendiendo progresivamente hacia el techo.
—¡No!—grité, pues temí que, si chocaba contra el techo, las frágiles lentes se hicieran pedazos.
Entonces, chocó contra el techo y no se rompió. Sin aminorar su ritmo, pasó a través del techo. Me quedé boquiabierto ante el agujero que causó. Oí el ruido de pies detrás de mí y un portazo.
Cuando me volví la habitación se hallaba vacía, a excepción de Nancy, que estaba de pie junto a la chimenea.
—Ven—le espeté, al tiempo que corría hacia la puerta que daba al porche.
Los demás estaban reunidos fuera, entre el porche y el seto, oteando el cielo, donde una vez se encendía y apagaba, a medida que se alejaba a una velocidad increíble.
Miré el tejado y vi que la bola había hecho un boquete, bordeado por las ripias ajadas y rotas desplazadas por el impacto.
—Allá va—me señaló Gerald Sherwood, de pie junto a mí—. Me pregunto qué es.
—No lo sé—dije—. Me han engañado. Me han tomado por un estúpido.
Estaba sorprendido y enfadado. Además, considerablemente avergonzado. En ese planeta me habían utilizado. Me embaucaron para que transportara a mi mundo algo que ellas no podían llevar por si mismas.
No había forma de saber para qué servía, aunque me temía que en poco tiempo lo averiguaríamos.
Hiram se giró hacia mí disgustado y enojado.
—Esta vez la has hecho buena—bramó—. No nos digas que no querías hacerlo, no pretendas ignorar qué es. Sea lo que sea, sois uña y carne.
No intenté responderle. No podía hacerlo de ningún modo.
Hiram dio un paso hacia mí.
—¡Basta ya!—gritó Higgy—. No le pongas las manos encima.
—Deberíamos hacérselo escupir —exclamó Hiram—. Si averiguamos lo que era, tal vez podríamos...
—He dicho que lo dejes—repitió Higgy.
—Estoy harto de ti—le dije a Hiram—. He estado harto de ti toda tu maldita vida. Todo cuanto quiero de ti es mi teléfono. Y lo quiero ya.
—Conque ésas tenemos, ¡pequeño don nadie! —vociferó Hiram, y se acercó otro paso hacia mí.
A Higgy le faltó tiempo para adelantarse y le dio un puntapié en la espinilla.
—Maldita sea—dijo Higgy—. Te he dicho que lo dejaras.
Hiram se puso a saltar sobre una pierna, levantando la otra para poderse frotar la espinilla.
—Alcalde—se quejó—, no debería haberlo hecho.
—Ve a buscar su teléfono—propuso con timbre imperioso Tom Preston—. Devuélveselo. Así podrá llamarles e informarles del buen trabajo que hizo.
Deseé aporrearlos a los tres, en particular a Hiram y a Tom Preston. Pero, por supuesto, sabía que no era aconsejable. Hiram me había pegado con la frecuencia suficiente, cuando éramos niños, para que yo tuviera presente que llevaba las de perder.
Higgy agarró a Hiram y lo arrastró hacia la puerta. Hiram cojeaba un poco mientras el alcalde lo conducía a la salida. Tom Preston les abrió la puerta y luego los tres se fueron calle arriba con paso airado, sin mirar nunca atrás.
Y ahora me di cuenta de que los demás se habían marchado también, todos a excepción del padre Flanagan y Gerald Sherwood, y Nancy, que se habían quedado en el porche. El sacerdote estaba a uno de los lados y, cuando le miré, hizo un gesto de disculpa.
—No les culpe por marcharse—añadió—. Estaban turbados y desasosegados. Aprovecharon su oportunidad.
—¿Y usted?—tuve curiosidad—. ¿No está usted turbado?
—En absoluto—rechazó—. Aunque estoy un poco intranquilo. Toda la cuestión, no me importa revelárselo, huele levemente a herejía.
—A continuación—me adelanté de un modo cortante—me confesará que piensa que dije la verdad.
—Tuve mis dudas—se resistió—y no me he librado por completo de ellas. Mas ese agujero de su tejado es un poderoso argumento contra el escepticismo general. No apruebo el moderno cinismo que parece estar tan de moda. Opino que aún hay mucho lugar en el mundo actual para un halo de misticismo.
Podría haberle dicho que no se trataba de misticismo, que el otro mundo era un planeta sólido y real, que las estrellas, el sol y la luna brillaban allí, que había caminado por su suelo y bebido su agua; que había respirado su aire y que incluso ahora guardaba su suciedad bajo las uñas por haber desenterrado un cráneo humano del terraplén lindante al arroyo.
—Los demás volverán—vaticinó el padre Flanagan—. Les convenía marcharse un rato para meditar, para tener oportunidad de digerir esa evidencia. Era demasiado para hacerse cargo en una sola vez. Ellos volverán y yo también, pero en este momento he de preparar el sermón.
Un grupo de chiquillos venía corriendo por la calle. Se detuvieron medio bloque más allá y apuntaron al tejado. Corretearon por todas partes y se empujaron juguetonamente los unos a los otros y se desgañitaron.
Los primeros rayos del sol despuntaban en el horizonte y los árboles lucían el verde bruñido del verano.
Señalé con un gesto a los niños.
—Ya ha corrido la noticia—dije—. Dentro de treinta minutos tendremos a todo el pueblo en la calle, encandilados con el tejado.
17
En la calle, la multitud había crecido.
Nadie hacía nada. Unicamente estaban allí y miraban, boquiabiertos, el orificio del tejado; conversaban con tranquilidad entre sí, sin gritar, sin vociferar, como si presintieran que algo más estaba a punto de suceder y dejaran pasar el tiempo, a la espera de lo desconocido.
Sherwood no hacía más que ir pasillo arriba, pasillo abajo.
—Gibbs debería llamar pronto—dijo—. No sé qué le ha pasado. A estas horas ya debería haber llamado.
—Quizás—sugirió Nancy—ha sido retenido, o su avión llevaba retraso. Quizás había problemas en la carretera.
Me quedé junto a la ventana fijándome en la multitud. Los conocía a casi todos. Eran amigos y vecinos; no había nada, si querían, que les impidiera venir por el sendero, llamar a la puerta y entrar a verme. Pero ahora, en cambio, permanecían en la calle; miraban y aguardaban. Comparé mi casa a una jaula, como si yo fuera algún animal exótico de un lejano país.
Hacía unas veinte horas, yo era uno más del pueblo, un hombre que había vivido y crecido con esta gente de la calle. Ahora era un fenómeno, una rareza, tal vez, en la mente de algunos de ellos, una figura siniestra que amenazaba, si no sus vidas, sí su comodidad y su paz de espíritu.
Pues este pueblo nunca volvería a ser el mismo, y tal vez tampoco el mundo tornaría a ser el mismo. Incluso si ahora la barrera desaparecía y las Flores dejaban de prestar atención a nuestra Tierra, nos habrían apartado de la apacible y pequeña vereda que asumía que la vida, tal como la conocíamos, era el único tipo de existencia y que nuestra carretera hacia el conocimiento era la única amplia, recta y asfaltada.
En el pasado hubo ogros, pero, al final, los ogros fueron desterrados. Los gnomos, los demonios y los diablillos, así como el resto de la tribu, habían sido arrojados de nuestras vidas, ya que sólo podían sobrevivir en las brumosas orillas de la ignorancia y en la tierra de la superstición. Ahora, filosofé, conocíamos de nuevo la ignorancia (una ignorancia distinta) y también la superstición, que se alimentaba de la falta de conocimientos. Al vislumbrar ese otro planeta, a pesar de que sus habitantes decidieran no pavonearse, aunque encontráramos la forma de detenerlos, los gnomos, los demonios y los duendes volverían a estar entre nosotros. Se explicarían leyendas junto a la chimenea acerca de ese otro lugar. Nacería una búsqueda frenética y desesperada para racionalizar el horror implícito de su vasto y desconocido alcance, y de esta misma búsqueda surgiría un horror mayor que cualquiera de los que el otro mundo pudiera contener. Tendríamos miedo, como en épocas pasadas, de la oscuridad que se extiende más allá del pequeño círculo de nuestra hoguera.
Crecía la multitud; acudían sin cesar. Reconocí a Pappy Andrews, haciendo crujir su bastón sobre la acera, a la abuela Jones, encasquetada con su cofia, y a Charley Hutton, propietario de la taberna Happy Hollow. Bill Donovan, el basurero, también estaba en las primeras filas, si bien no di con su mujer. Me pregunté si Myrt y Jake habían ido a buscar a los niños. Y tan locuaz como si hubiera vivido en Millville toda su vida y conociera a los lugareños desde la infancia, estaba el corpulento Gabe Thomas, el camionero que, después de mí, había sido el primer hombre en descubrir la barrera.
Algo se agitó a mis espaldas y vi que era Nancy. Entonces supe que llevaba ahí un rato.
—Mírales—dije—. Para ellos es una fiesta. En cualquier momento se abrirá el desfile.
—Son sólo gente del común—estimó Nancy—. No puedes esperar otro comportamiento de ellos. Brad, me temo que esperas demasiado de ellos, incluso que esos hombres que estaban aquí creyeran tu historia al pie de la letra, de inmediato y sin dudas.
—Tu padre lo hizo—repuse.
—Papá es diferente. No es un hombre corriente. Y, además, tenía algún conocimiento previo, una pequeña advertencia. Poseía uno de esos teléfonos. Estaba al corriente.
—Un poco—acoté—. No mucho.
—No he hablado con él. No hemos tenido oportunidad. Y no era oportuno preguntarle delante de toda esa gente. Pero sé que está implicado. ¿Es peiigroso, Brad?
—No lo creo. Al menos, no procedente del exterior, de allá atrás o de dondequiera que esté ese otro mundo. No hay peligro procedente del mundo extraterrestre por ahora, no, todavía no. Todo el peligro al que tenemos que enfrentarnos se encuentra en este mundo nuestro. Hay una decisión que tomar y ha de ser la correcta.
—¿Cómo sabremos discernir—indagó—que es la decisión correcta?
Había puesto el dedo en la llaga. No había ninguna manera de justificar una decisión, cualquier decisión.
Se oyó un grito proveniente del exterior y me acerqué más a la ventana. Por el centro de la calle venía Hiram Martin y en una mano llevaba un teléfono sin cable.
Nancy le vio y dijo:
—Trae tu teléfono. Me sorprende, nunca pensé que lo hiciera.
Era Hiram quien gritaba y lo hacía con una cantinela, una cantinela deliberada y burlona.
—Muy bien, sal y coge tu teléfono. Sal y coge tu maldito teléfono.
Nancy contuvo el aliento y yo la rocé al ir en dirección a la puerta. La abrí bruscamente y salí al porche.
Hiram se llegó a la puerta y cesó su cantinela.
Los dos nos quedamos allí, la vista del uno clavada en la del otro. El gentío empezaba a murmurar y acercarse.
Entonces Hiram levantó el brazo, sosteniendo el teléfono por encima de su cabeza.
—Muy bien—chilló—, aquí está tu teléfono, tu sucio...
El resto de su frase fue sofocado por el aullido de la multitud.
Luego Hiram arrojó el teléfono. No era manejable y el lanzamiento no fue muy bueno. El receptor voló hacia un lado, con el cable que lo unía al aparato serpenteando tras él. Cuando el cable se tensó, el teléfono volador se desvió de su trayectoria, con lo que se estrelló contra el sendero de hormigón, cayendo aproximadamente a mitad de camino entre la puerta y el porche. Pedazos de plástico destrozado se desperdigaron por el césped.
Apenas consciente de que lo estaba haciendo, actuaba no por alguna idea o consideración, sino por pura emoción. Bajé del porche y me dirigí hacia él. Hiram retrocedió para dejarme espacio. Yo crucé a buen paso el césped y me detuve frente a él.
Ya estaba harto de Hiram Martin, hasta el gorro. No se había separado de mí en los dos últimos días y no lo sufría. Sólo tenía una idea, hacerle pedazos, papilla, asegurarme de que nunca volvería a hablar de mí con desprecio, a burlarse de mí, de que nunca volvería a tiranizarme por la única virtud de su corpulencia.
Retrocedí a la infancia a través del tenaz y apasionado velo de odio que había conocido entonces; odiaba a este hombre que iba a darme una paliza, como lo había hecho muchas veces en el pasado; pero me noté preparado, dispuesto, ansioso de causarle tantas heridas como pudiera, mientras me pegara.
Alguien voceó:
—¡Dejadles sitio!
Luego me lancé contra él y me golpeó. No había tenido tiempo o espacio para darme un golpe lateral, sin embargo, su puño me alcanzó en la sien e hizo que me tambaleara por el dolor. Volvió a golpearme casi inmediatamente, pero éste fue un golpe oblicuo y no me dolió en absoluto, y esta vez le machaqué. Le propiné un puñetazo en la barriga con mi izquierda, por encima del cinturón, y, cuando se dobló, le golpeé en la boca y sentí el escozor de los nudillos magullados al estrellarse contra sus dientes. Iba a golpearle de nuevo cuando aterrizó sobre mí un puño de ninguna parte y me golpeó en la cabeza, que explotó en un molinete de punzantes estrellas. Vislumbré que estaba en el suelo, pues sentía la dureza de la calle contra mis rodillas; no obstante, me incorporé con dificultad y mi visión se hizo más clara. No sentía las piernas. Parecía moverme en el aire sin notar nada bajo mis pies. Vi la cara de Hiram a eso de medio metro de distancia, o uno; su boca era una hendidura roja. Había manchas de sangre en su camisa. Así que le di otra vez en la boca, no muy fuerte, pues no me quedaba demasiada fuerza tras mis puñetazos. Con todo, él gruñó y se escapó. Yo fui a rematarlo.
Y fue entonces cuando me golpeó definitivamente.
Me sentí caer hacia atrás y me pareció que tardaba mucho tiempo en alcanzar el suelo. Luego me di un golpe. El asfalto estaba más duro de lo que imaginaba y me dolió más que el puñetazo que me había enviado allí.
Me moví a tientas, esforzándome por colocar las manos en posición para ponerme erecto, aunque me pregunté vagamente por qué me molestaba. Pues, si me ponía en pie, Hiram me estamparía otro puñetazo y volvería a estar en el suelo. Pero sabía que tenía que levantarme, que tenía que ponerme en pie cada vez que me fuera posible. Ése era el juego al que Hiram y yo jugábamos siempre. Él me derribaba en el momento en que yo me ponía en pie, y yo lo repetía hasta que ya no podía hacerlo; nunca pedía clemencia, ni nunca admitía que me había dado una paliza. Y si el resto de mi vida podía seguir haciéndolo, sería yo el vencedor, no Hiram.
De todos modos, no me estaba yendo demasiado bien. No conseguía levantarme. Tal vez, temí, ésta es la ocasión en que no lo lograré.
Seguí tanteando con mis manos para levantarme, y así fue como encontré la piedra. Acaso la había lanzado algún niño, días antes, acaso contra un pájaro, o un perro, acaso estrictamente por la diversión de lanzar piedras. Y había aterrizado en la calle, había permanecido allí y ahora los dedos de mi mano derecha la encontraban; se cerraron alrededor de ella y se ajustaba a la perfección en la palma de mi mano, pues tenía al milímetro el tamaño de mi puño. Una mano, una mano que era una zarpa grande y carnosa, descendió y agarró el cuello de mi camisa. Me puso en pie a pulso.
—Así—gritó una voz—que ataca a un oficial de policía, ¿eh?
Su rostro bailaba frente a mí, un rostro enrojecido y deforme por su odio, radiante de mezquindad, que se recreaba ante el poder físico que ejercía sobre mí.
Recuperé la sensibilidad en las piernas y su rostro se hizo más claro, así como el montón de caras de la multitud, que se apretaba para no perderse la matanza.
No abandonaría, me animé, recordando todas esas ocasiones en las que había resistido. Mientras estuviera en pie, lucharía, y ni siquiera destrozado en el suelo admitiría mi derrota.
Sus dos manos asían el delantero de mi camisa, su cara estaba muy cerca de la mía, apreté el puño y mis dedos se cerraron fuertemente alrededor de la piedra y luego golpeé. Golpeé con todas mis fuerzas, poniendo cada pizca de aliento en mi puño. Le asesté el golpe en la barbilla mediante un rápido gancho ascendente.
Su cabeza crujió, girando sobre el grueso cuello de toro. Se tambaleó, sus dedos aflojaron la presión y se derrumbó sobre el asfalto.
Di un paso atrás y me quedé a la defensiva. Todo estaba ahora más claro y noté que tenía un cuerpo, un cuerpo magullado y maltratado que parecía dolerme en cada articulación y en cada músculo. Pero no importaba; no importaba nada, puesto que por primera vez en mi vida había derribado a Hiram Martin. Me había servido de una piedra para hacerlo y me importaba un comino. No deseé coger esa piedra, sencillamente la había encontrado y cerré mis dedos sobre ella. No planeé utilizarla, pero ahora ya no me importaba. Si hubiese tenido tiempo de planearlo, probablemente también la hubiera usado.
Alguien se deslizó de entre el gentío hacia mí y vi que era Tom Preston.
—¿Vais a dejar que se salga con la suya?—gritaba Preston a la multitud—. ¡Ha golpeado a un policía! ¡Le ha golpeado con una piedra! ¡Una piedra!
Otro hombre se abrió camino entre la gente y agarró a Preston por el hombro, lo levantó en el aire y lo devolvió a las primeras filas de la multitud.
—Manténgase al margen de esto—rugió Gabe Thomas.
—¡Pero cogió una piedra!—se resistió Preston.
—Debería haber usado una porra—retrucó Gabe—. Debería haberle sacado los sesos de un porrazo.
Hiram se espabiló. Ya se incorporaba. Su mano buscó su pistola.
—Toca esa pistola—le juré—. Pon un solo dedo sobre ella y te mataré, pongo a Dios por testigo.
Hiram me miró detenidamente. Yo tenía que ser algo digno de verse. Me había dado una buena paliza, me había dejado en muy mal estado; y, sin embargo, lo derribé y me aguantaba sobre mis piernas.
—Te pegó con una piedra—graznó Preston—. Te golpeó...
Gabe alargó el brazo y sus dedos se cerraron alrededor del escuálido cuello de Preston. Apretó y de la boca de Preston salió la lengua.
—Manténgase al margen de esto —insistió Gabe.
—Pero Hiram es un oficial de la ley—protestó Charley Hutton—. Brad no debería haber golpeado a un of icial.
—Amigo—dijo Gabe al propietario de la taberna—, es una birria de policía. Ningún policía que merezca el pan que come va buscando pelea.
Yo no había apartado mis ojos de Hiram en ningún momento y él me sostenía la mirada; no obstante, en aquel preciso instante desvió los ojos hacia un lado y su mano cayó al suelo.
Entonces supe que había ganado, no porque yo fuera el más fuerte, o porque peleara mejor (ninguna de las dos cosas era cierta), sino porque Hiram era un cobarde; no tenía agallas, pues, una vez lastimado, le faltaba valor para arriesgarse a ser lastimado de nuevo. Comprendí además que no tenía que temer a su pistola; Hiram Martin no era capaz de enfrentarse a otro hombre y matarlo.
Hiram se puso con esfuerzo en pie, y tomó aliento. Su mano se alzó y se tocó la mejilla. A continuación, dio media vuelta y se marchó. La multitud, en silencio, se apartó para abrirle camino.
Observé su retirada. Una satisfacción feroz y sedienta de sangre nació en lo más profundo de mí. Después de más de veinte años, había vencido a este enemigo de la infancia. Así y todo, me dije, no le había vencido con limpieza, había tenido que jugar sucio para triunfar sobre él. Pero descubrí que no me importaba. Sucia o limpiamente, por fin le había propinado una paliza.
El gentío volvió lentamente a su posición. Nadie me habló. Nadie habló con nadie.
—Me imagino—remachó Gabe—que no hay más contendientes. Si los hay, tendrán que luchar también conmigo.
—Gracias, Gabe.
—¿Gracias? Vamos—replicó—, no he hecho nada.
Abrí el puño y la piedra cayó en la calle. En aquel silencio, produjo un terrible estruendo.
Gabe sacó un enorme pañuelo rojo de su bolsillo trasero y se acercó a mí. Me puso una mano detrás de la cabeza para sujetarla y comenzó a limpiarme la cara.
—Dentro de más o menos un mes—me consoló—volverá a tener buena cara.
—Eh, Brad—gritó alguien—, ¿quién es tu amigo?
No pude ver quién había gritado. Había muchísima gente.
—Señor—gritó alguien más—, asegúrese de que le limpia la nariz.
—¡Continuad!—rugió— ¡Continuad! Que cualquiera de vosotros, los chistosos, salga aquí a plena luz y limpiaré el polvo de la calle con él. La abuela Jones comentó en voz alta, para que Pappy Andrews lo oyera:
—Es el camionero que aplastó el coche de Brad. A mí me parece que, si Brad ha de pelearse con alguien, debería pelear con él.
—Es un bocazas—exclamó a su vez Pappy Andrews—. Un tremendo bocazas.
Vi a Nancy de pie junto a la puerta y tenía la misma mirada que cuando éramos niños y yo me peleaba con Hiram. Estaba disgustada conmigo. Nunca había soportado las peleas; se le antojaban vulgares.
La puerta principal se abrió de par en par y Gerald Sherwood llegó corriendo. Se acercó y me cogió del brazo.
—Vamos—resopló—. El senador ha llamado. Está ahí fuera esperándote, en el extremo este de la carretera.
18
Cuatro personas me esperaban en la carretera, justo al otro lado de la barrera. A una corta distancia se veían varios coches aparcados. Numerosos soldados del estado estaban desperdigados en pequeños grupos. Medio kilómetro más o menos hacia el norte, la excavadora de vapor seguía abriendo una zanja.
Me sentí estúpido al caminar por la carretera hacia ellos, mientras aguardaban. Debía de tener una facha como si la ira de Dios se hubiese descargado sobre mí.
Mi camisa estaba desgarrada y el lado izquierdo de mi rostro presentaba un aspecto parecido a una superficie lijada. Profundos cortes se abrían en los nudillos de mi mano derecha por donde había golpeado a Hiram en los dientes y notaba que mi ojo izquierdo empezaba a hincharse.
Alguien había limpiado el montón de vegetación arrancada a lo largo de varios metros a ambos lados de la carretera, pero, a excepción de esto, el resto del montón estaba todavía allí.
Al aproximarme, reconocí al senador. Nunca me había encontrado con él, pero había visto sus fotografías en los periódicos. Era rechoncho y fornido; su cabello era blanco y no solía usar sombrero. Vestía un traje cruzado y una corbata azul celeste con puntitos blancos.
Le acompañaba, entre otros, un militar. Lucía estrellas en los hombros. También me llamó la atención un hombrecillo con cabello engominado y una cara pétrea. El cuarto hombre era algo bajito y gordinflón, y tenía unos ojos del más hermoso azul intenso que he visto en mi vida.
Caminé hasta que estuve a sólo un metro de ellos y hasta entonces no sentí la ligera presión de la barrera. Luego di un paso atrás y miré al senador.
—Usted debe ser el senador Gibbs—dije—. Soy Bradshaw Carter. Soy la persona de la que le habló Sherwood.
—Encantado de conocerle, señor Carter—saludó el senador—. Yo confiaba en que Gerald le acompañase.
—Quería que viniera—dije—, pero él creyó que no debía. Había un conflicto de opinión en el pueblo. El alcalde quería nombrar un comité y Sherwood se opuso a ello radicalmente.
El senador hizo un gesto con la cabeza.
—Entiendo—suspiró—. Así que usted es el único a quien veremos...
—Si quiere usted ver a otros...
—Oh, en absoluto —rechazó—. ¿Es usted quien posee la información?
—Si.
—Discúlpeme—recordó el senador—. Señor Carter, el general Walter Billings.
—Hola, general—dije simplemente.
Era extraño no estrecharse las manos en una presentación.
—Arthur Newcombe—continuó el senador.
El hombre de la cara seria y fría me sonrió glacialmente. Se adivinaba a simple vista que no iba a tolerar ninguna tontería. Estaba, supuse, más que indignado porque se hubiera permitido que algo como la barrera tuviera lugar.
—El señor Newcombe—especificó el senador—es del departamento de Estado. Y el doctor Roger Davenport es biólogo, y añadiría que es un biólogo destacado.
—Muy buenos días, joven—intervino Davenport—. ¿Sería una indiscreción preguntarle qué le ha sucedido?
Le dirigí una sonrisa, ya que me gustó el hombre de inmediato.
—Tuve un ligero malentendido con un conciudadano.
—Es de suponer que el pueblo esté considerablemente alterado—apuntó Billings—. Dentro de poco, mantener la ley y el orden podría convertirse en un problema.
—Eso me temo, señor—respondí.
—¿Tardaremos mucho tiempo?—quiso saber el senador.
—Un poco—contesté.
—Había sillas—masculló el general—. Sargento, ¿dónde están...?
En el mismo momento en que habló, un sargento y dos asistentes, que estaban de pie en la cuneta, se acercaron con unas cuantas sillas plegables.
—Cójala—me dijo el sargento.
Arrojó una silla a través de la barrera y la cogí. Cuando la hube desplegado y me senté, los cuatro se hallaban al otro lado de la barrera y también disponían de sillas.
Era absolutamente disparatado, los cinco allí, en medio de la carretera, sentados en débiles sillas plegables.
—Bueno—terció el senador—, sería conveniente empezar. General ¿cómo propondría usted que procediéramos?
El general cruzó las piernas y se acomodó. Reflexionó un momento.
—Este hombre—resolvió—tiene algo que deberíamos conocer. ¿Por qué no permanecemos aquí sentados y así permitimos que nos lo refiera?
—Sí, es lógico—consideró Newcombe—. Escuchemos lo que tiene que contarnos. Debo sugerir, senador...
—Sí—afirmó el senador, bastante precipitadamente—, he de admitir que es un procedimiento inusual. Es la primera ocasión en que asisto a una reunión al aire libre, no obstante...
—Era la única manera factible—apostilló el general.
—Es una larga historia—les advertí—. Y parte de ella les parecerá increíble.
—Así que es esto—improvisó el senador—. Esta, ¿cómo la califican ustedes?, barrera.
—Y—aceptó Davenport—usted parece ser el único que posee alguna información.
—Por lo tanto—dijo el senador—, procedamos sin dilación.
Así que, por segunda vez, conté mi historia. Me tomé el tiempo necesario y la expliqué en detalle, para relatar todo lo que había visto sin olvidarme de nada. No me interrumpieron. Un par de veces me detuve para dejarles hacer algunas preguntas, pero, la primera vez, Davenport señaló que prosiguiera y, la segunda, los cuatro esperaron hasta que continué.
Era una situación que acobardaba, peor que ser interrumpido. Hablé en medio del silencio y traté de leer en sus caras, a fin de obtener alguna pista acerca de hasta qué punto estarían creyéndome. Pero no hubo señal alguna por su parte, ni el más débil cambio de expresión en sus rostros. Comencé a sentirme un poco estúpido por lo que les estaba contando.
Al acabar, me recosté en mi silla.
En el otro lado de la barrera, Newcombe se movía inquieto.
—Me perdonarán, caballeros—dijo—, si pongo en duda la historia de este hombre. No veo ningún motivo por el cual hayamos tenido que ser arrastrados hasta aquí...
El senador le interrumpió.
—Arthur—replicó—, mi buen amigo, Gerald Sherwood, responde por el señor Carter. Conozco a Gerald Sherwood desde hace más de treinta años y he de decirle que es un hombre sumamente perspicaz, un empresario realista con un matiz de imaginación. Por difícil de aceptar que sea este relato o partes del mismo, mantengo que debemos aceptarlo como base para una discusión. Y he de recordarle que ésta es la primera evidencia sólida que nos han ofrecido.
—Yo—abordó el general—encuentro difícil creer siquiera una palabra. Pero con la evidencia de esta barrera, que sobrepasa ampliamente toda comprensión presente, nos hallamos, sin duda, en una posición en la que debemos aceptar otras evidencias más allá de nuestra comprensión.
—Supongamos —medió Davenport—, sólo por un momento, que nos lo creemos. Probemos a ver si no podría haber alguna base...
—¡Pero no puede haberla!—explotó Newcombe—. Desafía nuestros conocimientos.
—Señor Newcombe —le aclaró el biólogo—, el hombre ha desafiado sus conocimientos una y otra vez. No hace muchos años, era un dogma que la Tierra era el centro del universo; hace menos de treinta años, que el hombre nunca viajaría a los otros planetas. Un siglo atrás se consideraba que el átomo era indivisible. Y ¿qué tenemos aquí?, la idea de que el tiempo es inasible, y, en consecuencia, no manipulable, de que es imposible que una planta sea inteligente.
—¿Quiere usted decir—quiso asegurarse el general—que acepta todo esto?
—No—negó Davenport—, no lo acepto. Hacerlo sería muy poco objetivo. Pero dejo mi opinión en suspenso. Francamente, me encantaría tener la oportunidad de trabajar en ello, de hacer observaciones y realizar experimentos y...
—Tal vez no tenga usted tiempo—observé.
El general se volvió hacia mí.
—¿Había un límite de tiempo establecido? No lo mencionó usted.
—No. Pero tienen una forma de atosigarnos. Pueden ejercer una presión convincente siempre que quieren. Pueden poner esta barrera en movimiento.
—¿Cuánto pueden moverla?
—Sé tan poco como usted. Quince kilómetros. Ciento cincuenta kilómetros. Mil quinientos. No tengo ni idea.
—Acaso arrojarnos fuera de la Tierra.
—No lo sé. Me inclinaría a pensar que tienen ese poder.
—¿Opina usted que lo harían?
—Tal vez. Si fuera evidente que nos estamos demorando. No opino que estén dispuestas a hacerlo. Nos necesitan. Necesitan a alguien que ponga en práctica sus conocimientos, que les dé una finalidad. Hasta ahora, no parece que hayan encontrado a nadie capacitado.
—No cabe apresurarse—protestó el senador—. No nos apresuraremos. Hay mucho que hacer. Deben convocarse mesas redondas a niveles diferentes, con los gobernadores, a escala internacional, sobre las implicaciones económicas y científicas.
—Senador—le expuse—, hay una cosa que nadie parece comprender. No estamos tratando con otra nación, ni con otros seres humanos. Estamos tratando con una civilización extraterrestre...
—No importa—zanjó el senador—. Debemos hacer las cosas a nuestro modo.
—Eso estaría bien—admití—si pudiera lograr que los extraterrestres comprendieran.
—Tendrán que esperar—pretendió Newcombe.
Y supe que no teníamos esperanza, que había un problema aún no resuelto, que el género humano desperdiciaría su primer contacto con una civilización extraterrestre. Habría conversaciones y argumentos, discusiones, consultas, pero todo desde el punto de vista humano, sin una oportunidad para que se intentara, sin, al menos, tener en cuenta el punto de vista extraterrestre.
—Ha de valorar—pensó el senador—que son ellos los interesados, son ellos los que han realizado el primer contacto; ellos están pidiendo acceso a nuestro mundo, no nosotros al suyo.
—Hace quinientos años—les recordé—, los hombres blancos llegaron a América. Entonces eran ellos los interesados
—Pero los indios—arguyó Newcombe—eran salvajes, bárbaros
Asentí con un gesto.
—Está usted diciendo exactamente lo mismo que yo.
—No aprecio su sentido del humor—concluyó glacialmente Newcombe.
—Me malinterpreta—le hice observar—. No lo he dicho con ironía.
Davenport asintió.
—Podría haber algo de verdad en ello, señor Carter. Dice que esas plantas pretenden haber almacenado conocimientos, los conocimientos, sospecha usted, de muchas especies distintas.
—Ésa es la impresión que me dio.
—Almacenados y correlacionados. No meramente un montón de datos.
—Sí, también correlacionados—corroboré—. Debe usted tener presente que no puedo jurar todo esto. No tengo manera de saber si es cierto. Pero su portavoz, Tupper, me aseguró que no mentían...
—Lo sé—dijo Davenport—. Hay una cierta lógica en eso. No necesitan mentir.
—Excepto—discurrió el general—que no le devolvieron sus dólares.
—No, no lo hicieron—dije.
—Después de haber dicho que lo harían.
—Sí. Enfatizaron ese punto.
—Lo cual significa que mintieron. Y le engañaron para que trajera consigo lo que usted pensó era una máquina del tiempo.
—Y—señaló Newcombe—fueron muy hábiles al respecto.
—Opino—valoró el general—que podemos depositar nuestra confianza en ellas.
—Sí, pero, un momento—protestó Newcombe—, estamos hablando como si creyéramos cada palabra.
—Bueno—recapacitó el senador—, ésa era la idea, ¿no? Que usaríamos la información como base para una discusión.
—Por el momento—concibió el general—es aconsejable suponer lo peor.
Davenport soltó una risita.
—¿Qué hay de malo en ello? Por primera vez en su historia, la humanidad está a punto de encontrarse con otra inteligencia. Si lo hacemos bien, quizá podremos descubrir que nos beneficia.
—Pero esto no es posible saberlo—dijo el general.
—No, evidentemente. No manejamos los datos suficientes. Debemos establecer más contactos.
—Si existen—apuntó Newcombe.
—Si existen—concedió Davenport.
—Caballeros—medió el senador—, estamos perdiendo un hecho de vista. Existe una barrera. No permite que los seres vivos la atraviesen.
—Eso no lo sabemos—meditó Davenport—. Hubo el caso del coche. Es dable que hubiera en él algunos microorganismos. Por fuerza. Mi hipótesis es que la barrera no va contra la vida como tal, sino contra la sensibilidad, contra la conciencia; un organismo que es consciente de sí mismo...
—Bueno, en cualquier caso—resumió el senador—tenemos la evidencia de que ha acontecido algo desusado. No podemos cerrar los ojos sencillamente. Hemos de trabajar con lo que poseemos.
—Muy bien, pues—dijo el general—, vayamos al grano. ¿Es seguro que esos seres representan una amenaza?
Hice un gesto.
—Tal vez. Bajo ciertas circunstancias.
—¿Y esas circunstancias?
—Pues no lo sé. No hay forma de saber cómo piensan.
—¿Pero existe la potencialidad de una amenaza?
—Me parece—proclamó Davenport—que estamos insistiendo demasiado en la cuestión de una amenaza. Primero, deberíamos...
—Mi principal responsabilidad—alegó el general—es considerar un peligro potencial...
—¿Y si hubiera un peligro?
—Estaríamos en disposición de detenerlas —informó el general—si nos moviéramos lo suficientemente aprisa. Si nos moviéramos antes de que hubieran tomado un área significativa de territorio. Tenemos un medio de detenerlas.
—Todo lo que ustedes, las mentes militares, pueden considerar—le criticó Davenport—es el uso de la fuerza. Estoy de acuerdo con usted en que una explosión termonuclear mataría una forma de vida extraterrestre que hubiera logrado acceder a la Tierra, incluso podría romper la barrera de la fase temporal y cerrar la Tierra a nuestros amigos extraterrestres...
—¡Amigos!—protestó el general—. Usted no puede afirmar...
—Por supuesto que no—dijo Davenport—.Ni usted sabe que sean enemigos. Se requieren más datos; se requiere establecer otro contacto...
—Y mientras usted recoge sus datos adicionales, ellos tendrán tiempo para reforzar la barrera y moverla...
—Algún día—replicó Davenport, más enfadado que nunca—, el género humano tendrá que enfrentarse a una solución de sus problemas que no implique el uso de la fuerza. Y podría ser hora de empezar. Usted propone bombardear este pueblo. Aparte de la cuestión moral de destruir a varios cientos de personas inocentes...
—Olvida usted—le interrumpió el general— que estaríamos sopesando esos varios cientos de vidas contra la seguridad de toda la gente de la Tierra. No sería una acción precipitada. Se llevaría a cabo sólo después de cierta deliberación. Tendría que ser una decisión meditada.
—El mismísimo hecho de que usted lo considere—agregó el biólogo—basta para producir escalofríos en la columna vertebral de toda la humanidad.
El general sacudió la cabeza.
—Es mi obligación considerar las implicaciones desagradables. Incluso considerando la cuestión moral implicada, en caso de necesidad, yo...
—Caballeros...—protestó débilmente el senador.
El general me miró. Me temo que habían olvidado que yo estaba allí.
—Lo siento, señor—se excusó el general—. No debería haber hablado de este modo.
Asentí mudamente. No podría haber articulado una palabra ni que me hubieran pagado un millón de dólares por ello. Estaba confuso y temía hacer el menor movimiento.
No esperaba nada semejante, aunque, ahora que se había producido, concebí que debería haberlo esperado. Debería haber previsto cual sería la reacción del mundo; solamente recordar lo que Stiffy Grant me susurró cuando yacía en el suelo de la cocina:
Querrán usar la bomba. No les dejes usar la bomba...
Newcombe me miró fríamente. Sus ojos se clavaban en mí.
—Confío—graznó—en que no repetirá lo que ha oído.
—Hemos de confiar en usted, muchacho—dijo el senador—. Nos tiene en sus manos.
Conseguí reír. Supongo que sonó como una risa fea.
—¿Por qué debería yo contar nada?—pregunté—. Estamos indefensos. No serviría de nada decir algo. No podríamos escapar.
Durante un momento, pensé irónicamente que tal vez la barrera nos protegería hasta de una bomba. Luego, vi cuán equivocado estaba.
La barrera no interfería con nada que no fuera la vida o, si Davenport tenía razón (y probablemente la tenía), sólo con aquella vida que era consciente de su propia existencia. Intentaron dinamitar la barrera y fue como si no hubiera tal barrera; no había ofrecido resistencia alguna a la explosión y, por lo tanto, no había sido afectada por la misma.
Desde el punto de vista del general, la bomba sería la respuesta. Mataría toda la vida; ésta era una aplicación de la conclusión a la que Alf llegó como respuesta a cómo matar a una planta nociva de gran adaptabilidad. Una explosión nuclear a lo mejor no afectaba al mecanismo de la fase temporal, pero acabaría con toda la vida, irradiaría y envenenaría la zona hasta tal punto que durante mucho, mucho tiempo los extraterrestres no podrían volver a ocuparla.
—Espero—repuse al general—que será usted tan considerado como me pide lo sea yo. Si descubren que tienen que hacerlo, no hagan ningún anuncio previo.
El general se mostró conforme con un gesto, con los labios prietos.
—Detesto pensar—dije—lo que sucedería en este pueblo...
El senador me interrumpió.
—No se inquiete por ello. Se trata sólo de una entre muchas opciones. Por el momento, ni siquiera lo estamos considerando. Nuestro amigo, el general, adelantó acontecimientos.
—Por lo menos—se defendió el general—, soy franco. No voy con paños calientes. No estoy jugando.
Parecía indicar que los otros sí.
—Deben darse cuenta de una cosa—les advertí—. Ésta no puede ser una operación clandestina. Han de hacerlo honradamente, sea lo que sea. Hay ciertas mentes que las Flores pueden leer. Hay mentes, tal vez muchas, con las que están en contacto en este mismo momento. Los propietarios de esas mentes lo ignoran y no hay manera de descubrir a quiénes pertenecen esas mentes. Tal vez a algunos de ustedes. No descartemos la probabilidad de que las Flores sepan, en cualquier momento, nuestros planes.
Detecté que no lo habían calculado. Se lo había dicho, por supuesto, al contarles mi historia, pero no lo registraron. Había tantas cosas, que un hombre tardaba mucho tiempo en comprenderlo.
—¿Quiénes son esa gente que está ahí abajo, junto a los coches?—inquirió Newcombe.
Me volví y miré.
Probablemente estaba allí la mitad del pueblo. Habían ido a curiosear. Y no se les podía culpar, me dije. Tenían derecho a interesarse; tenían derecho a curiosear. Era su vida. Tal vez muchos de ellos no confiaban en mí, no después de lo que Hiram y Tom contaron acerca de mí, y aquí estaba yo, sentado en una silla en medio de la carretera, hablando con los representantes de Washington. Tal vez se sentían apartados. Tal vez pensaban que deberían integrarse en esta reunión.
Me giré de nuevo hacia los cuatro del otro lado de la barrera.
—Aquí hay una oportunidad—les insistí, de forma apremiante—que no pueden permitirse estropear. Si lo hacemos, fracasaremos en todas las demás oportunidades cuando se presenten...
—¿ Oportunidades?—preguntó el senador.
—Ésta es nuestra primera oportunidad de establecer contacto con otra especie. No será la última. Cuando el hombre va al espacio...
—Pero no estamos en el espacio—dijo Newcombe.
Comprendí que no serviría de nada. Esperé demasiado de los hombres que había en mi salón y había esperado demasiado de estos hombres que estaban en la carretera.
Fracasarían. Fracasaríamos siempre. No estábamos hechos para nada salvo el fracaso. Nos movían los motivos equivocados y no podíamos cambiarlos. Teníamos una estrechez de miras y un egoísmo inherentes; y una preocupación por nosotros mismos que impedía que nos desviáramos de la pequeña vereda humana que recorríamos.
Aunque, pensé, tal vez el género humano no estaba solo en esto. Acaso esta especie extraterrestre a la que nos enfrentábamos, o cualquier especie extraterrestre, recorría una vereda tan profunda y estrecha como la humana. Acaso los extraterrestres serían tan arbitrarios, inflexibles y ciegos como el género humano.
Hice un gesto de resignación, pero dudo que ellos se dieran cuenta. Todos miraban más allá de mí, carretera abajo.
Me giré y vi que allí, a mitad de la carretera, entre la barrera y el embotellamiento, marchaba toda aquella gente que había estado a la espera. Venían en silencio, con gran deliberación y determinación. Parecía que la marcha de la muerte se cernía sobre nosotros .
—¿Qué propósito les mueve?—balbució el senador, con bastante nerviosismo.
George Walker, que dirigía la sección de carnicería del Red Owl, encabezaba la multitud; detrás de él estaban Butch Ormsby, el operario de la gasolinera, y Charley Hutton del Happy Hollow. Daniel Willoughby también se encontraba allí, con aspecto algo incómodo, pues Daniel no era la clase de hombre a quien le agradaran las masas. No vi a Higgy, ni tampoco a Hiram, pero sí a Tom Preston. Busqué a Sherwood, aunque era poco probable que estuviera allí. Y tenía razón; no estaba. Pero había muchos otros, gente que conocía. Sus rostros presentaban una mirada dura y resuelta. Me hice a un lado, saliéndome de la carretera, y la multitud pasó en bloque ante mí, sin prestarme ninguna atención.
—Senador—gritó George Walker con una voz más alta de lo que parecía necesario—. Usted es el senador, ¿ no?
—Sí—contestó el senador—. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Eso—retrucó Walker—es lo que hemos venido a averiguar. Somos una delegación, una especie de delegación.
—Entiendo—dijo el senador.
—Tenemos varios problemas—declaró George Walker—y todos nosotros somos contribuyentes; tenemos derecho a conseguir un poco de ayuda. Dirijo la sección de carnicería en el almacén Red Owl y, sin clientes que vengan al pueblo, no sé lo que pasará. Si no podemos desarrollar ningún comercio con los forasteros, tendremos que cerrar nuestras puertas. Podemos vender a la gente del pueblo, claro, pero no hay suficiente comercio en la ciudad para que valga la pena y, dentro de poco, la gente del pueblo no tendrá dinero para pagar las cosas que compren, y nuestro negocio no está establecido de forma que podamos operar a crédito. Podemos conseguir carne, por supuesto. Tenemos todo eso solucionado, pero no podemos seguir vendiéndola y...
—Espere un momento—atajó el senador—. Vayamos por pasos. No vayamos tan de prisa. Ustedes tienen problemas, yo lo sé y pretendo hacer cuanto esté en mi mano...
—Senador—interrumpió un hombre con una voz fuerte y baja—, entre nosotros hay algunos que tienen problemas peores que los de George. Yo mismo, por ejemplo. Trabajo fuera del pueblo y dependo de mi paga semanal, si quiero comprar comida para mis hijos, para comprarles zapatos y pagar las demás facturas. Y ahora no puedo llegar al trabajo y no ganaré ninguna paga. No soy el único. Hay otros muchos como yo. No es lo mismo que si tuviéramos un poco de dinero ahorrado para hacer frente a las emergencias. Le digo, senador, que no hay apenas nadie en el pueblo que tenga nada ahorrado. Somos todos...
—Un momento—rogó el senador—. Déjenme meter baza. Denme tiempo. Washington conoce su caso. Sabe a lo que ustedes se enfrentan. Harán cuanto sea posible para ayudar. Se votará una ley de asistencia en el Congreso y yo, en cualquier caso, trabajaré incesantemente para procurar que se apruebe sin ningún retraso indebido. Y aún más. Dos o tres periódicos en el este y algunas emisoras de televisión han puesto en marcha un movimiento a fin de recaudar fondos destinados a esta población. Y eso es sólo el principio. Habrá muchos...
—Eh, senador—gritó un hombre con una voz áspera—, eso no es lo que queremos. No buscamos beneficencia. No pedimos caridad. Sólo queremos volver a nuestros trabajos.
El senador se quedó pasmado.
—¿Quiere decir que desean que nos deshagamos de la barrera?
—Mire, senador—dijo el hombre de la voz baja—, durante años, el gobierno ha gastado millones para enviar a un hombre a la luna. Con todos los científicos que ustedes tienen, pueden invertir algo de tiempo y dinero para sacarnos de aquí. Hemos pagado impuestos año tras año, sin obtener nada...
—Pero eso—objetó el senador—llevará su tiempo. Hemos de averiguar qué es esa barrera y, luego, descubrir qué hacer con ella. Y les digo, de verdad, que no podremos hacerlo de la noche a la mañana.
Norma Shepard, que trabajaba como recepcionista para Doc Fabian, se abrió paso serpenteando entre la masa humana hasta que se halló frente al senador.
—Pero hay que hacer algo—proclamó—. Hay personas en esta localidad que necesitan ingresar en un hospital y no podemos llevarlos. Tenemos un solo médico y ya no es joven. Ha sido un buen médico durante decenios, pero carece de la formación o el equipo para cuidar a las personas que están terriblemente enfermas. Nunca ha tenido, nunca ha pretendido tener...
—Querida—le cortó el senador, con un timbre consolador—, reconozco su preocupación y la comprendo, y puede descansar tranquila...
Era evidente que mi entrevista con los representantes de Washington había llegado a su fin. Anduve paso a paso por la carretera, no realmente por la carretera, sino por el borde de la misma, por la tierra arada de la que comenzaban a brotar pequeños puntos de verde. Las semillas sembradas por ese torbellino extraterrestre habían germinado en este breve tiempo y crecían hacia la luz.
Me planteé amargamente, mientras caminaba, qué cultivos producirían; y cuán enfadada estaría Nancy conmigo por haberme peleado con Hiram Martin. Yo había captado aquella mirada en su rostro; después, ella dio media vuelta y se fue por el sendero. Y no estaba con Sherwood cuando él vino corriendo para anunciar que Gibbs había telefoneado.
Durante ese breve momento en la cocina, al sentir su cuerpo apretándose contra el mío, había sido una vez más la novia de otros tiempos, la chica que paseaba de mi mano, la muchacha de risa gutural y que fue una parte incuestionable de mí, como yo lo había sido de ella.
Nancy—casi grité—, Nancy, por favor, deja que sea lo mismo.
Pero tal vez nunca volvería a ser lo mismo. Tal vez se trataba de Millville, un pueblo que se había interpuesto entre nosotros, pues ella había crecido lejos de Millville, en los años en que había estado fuera, y yo, al quedarme, me arraigué en él.
No se puede excavar—reflexioné—, en el polvo de los años, en los recuerdos, en los acontecimientos, ni en los cambios que se han producido en ti—en tus dos yos—, para rescatar del tiempo otro día y otra hora. Y aunque los encontraras, no podrías desempolvarlos, nunca podrías hacerlos brillar tales como los recordabas. Pues acaso no fue tan brillante como te figurabas, tal vez la habías bruñido en tu anhelo y en tu soledad.
Acaso un momento brillante no se presentaba más que una vez en la vida (y acaso no en todas). Quizás había una regla que decía que no volvería a presentarse.
—Brad—dijo una voz.
Había paseado, sin ver adónde iba, con los ojos en el suelo. Ahora, ante el sonido de la voz, alcé bruscamente la cabeza y vi que había alcanzado la maraña de coches aparcados.
Apoyado contra uno de ellos estaba Bill Donovan.
—Hola, Bill—dije- . Deberías estar allá arriba con todos los demás.
Hizo un gesto de disgusto.
—Necesitamos ayuda —comentó—. Claro está que sí. Toda la ayuda que podamos conseguir. Aunque no nos haría ningún daño esperar antes de salir gritando. No has de derrumbarte la primera vez que recibes un golpe. Has de agarrarte al menos a los jirones de tu dignidad.
Asentí, sin estar completamente de acuerdo con él.
—Están asustados—justifiqué.
—Sí—dijo—, pero no hay ningún motivo para que actúen como un puñado de ovejas cobardes.
—¿Qué tal los niños?—me interesé.
—Sanos y salvos. Jake llegó hasta ellos poco antes de que la barrera se desplazara. Se los llevó de aquí. Tuvo que destrozar la puerta para llegar hasta ellos y Myrt siguió igual todo el tiempo que él estuvo destrozándola. Nunca en la vida había oído tanto alboroto acerca de una maldita puerta.
—¿Y la señora Donovan?
—Oh, Liz, está bien. Llora por los niños y se interroga acerca de nuestro futuro. Pero los niños están a salvo y eso es lo que cuenta.
Dio unas palmaditas al metal del coche con la palma de su mano.
—Lo solucionaremos—aseguró—. Tardaremos, pero no hay nada que los hombres no puedan hacer si se lo proponen. A lo mejor reunirán a un millar de científicos a trabajar en esa cosa y, como yo digo, puede que tarden, pero lo descubrirán.
—Sí—suspiré—, supongo que sí.
Si algún general de ideas confusas no apretaba primero el botón del pánico. Si, en lugar de resolver la situación, no intentábamos aplastarla.
—¿Cuál es el problema, Brad?
—Nada—dije.
—Tú tienes también tus preocupaciones, me figuro. Lo que le hiciste a Hiram. se lo venía buscando hacía largo tiempo. ¿Ese teléfono que tiró era...?
—Sí—afirmé—. Era uno de los teléfonos.
—Oí que habías estado en otro mundo o algo por el estilo. ¿Cómo lo haces para entrar en otro mundo? A mí se me representa una chifladura, pero es lo que cuchichean todos.
Un par de chiquillos llegaron chillando y corriendo entre los coches; se fueron como un rayo carretera arriba hacia el lugar donde la multitud discutía con el senador.
—Se lo están pasando de miedo—bromeó Donovan—. Hay más emoción de la que han tenido nunca. Mejor que un circo.
Pasaron otros niños, lanzando alaridos mientras corrían.
—Dime—me planteó Donovan—, ¿crees que ha pasado algo?
Los dos primeros niños habían llegado hasta la multitud, tiraban de los brazos de la gente y gritaban.
—Eso parece—apunté.
Unos cuantos del gentío se pusieron en marcha carretera abajo. Al principio caminaban, después rompieron a correr en dirección al pueblo.
Al aproximarse, Donovan se lanzó a interceptarlos.
—¿Qué ocurre?—quiso saber—. ¿Qué está ocurriendo?
—Dinero—le respondió a voz en grito uno de ellos—. Alguien ha encontrado dinero.
Ahora toda la multitud había abandonado la barrera y corría carretera abajo.
Cuando pasaban a toda velocidad, Mae Hutton me espetó:
—¡Ven, Brad! ¡Hay dinero en tu jardín!
¡Dinero en mi jardín! Por el amor de Dios, ¿qué pasaría a continuación?
Dirigí una mirada a los cuatro hombres de Washington al otro lado de la barrera. Tal vez ya estaban convencidos de que el pueblo estaba loco. Tenían todo el derecho.
Volví a la carretera y corrí, detrás de la multitud, de regreso al pueblo.
19
Al retornar al alba, las flores moradas que crecían en la depresión que había detrás de mi casa, por brujería de ese otro mundo, se habían metamorfoseado en pequeños arbustos. En la oscuridad, pasé los dedos por las erizadas ramas y noté las muchas e hinchadas yemas. Y ahora las yemas habían florecido y donde estaba cada yema brotaba, no una hoja, sino un billete de 50 dólares en miniatura.
Len Streeter, el profesor de ciencias del instituto, me tendió uno de los diminutos billetes.
—Es inverosímil—carraspeó.
Y tenía razón: era inverosímil. Ningún arbusto en conformidad con su naturaleza daría billetes de 50 dólares, ni ningún tipo de billetes.
Encontré allí muchísima gente, toda la multitud que en la carretera había increpado al senador y muchos más. Me parecía que todo el pueblo estuviera allí. Buscaban con afán entre los arbustos y se gritaban los unos a los otros, todos felices y excitados. Tenían derecho. Probablemente no había muchos que hubieran visto un billete de 50 dólares y aquí los había a miles.
—¿Lo ha observado de cerca?—recabé al profesor—. ¿Está seguro de que es realmente un billete?
Sacó una pequeña lupa del bolsillo de su camisa y me la ofreció.
—Eche un vistazo—dijo.
Eché un vistazo y no había duda de que se trataba de un billete de 50 dólares, aunque los únicos que yo había visto eran los del sobre que Sherwood me entregó. Y no tuve la oportunidad de observarlos con detalle. A través de la lupa pude ver que los pequeños billetes tenían la textura fibrosa que se nota al doblar el dinero y que los demás detalles, número de serie inclusive, parecían auténticos.
Y supe, en el mismo momento en que miraba a través de la lente, que era dinero auténtico. Pues éstos eran, ¿cómo decirlo?, ¿los descendientes?, del dinero que Tupper Tyler me había robado.
Imaginé lo sucedido y un estremecimiento penetró profundamente en mi cerebro.
—Es posible—le confié a Streeter—. Con esa pandilla, es enteramente posible.
—¿Se refiere a la pandilla de su otro mundo?
—No es mi otro mundo—me indigné—. Su otro mundo. El otro mundo de este mundo. Cuando se metan en sus malditas cabezas de chorlito...
Me callé. Me alegré de haberlo hecho.
—Lo siento—lamentó Streeter—. No quise decirlo de ese modo.
Avisté que Higgy se hallaba a mitad de camino de la pendiente que conducía a la casa y que pedía a gritos atención.
—¡Escuchadme! —vociferaba—. Conciudadanos, ¿es que no vais a escucharme?
La multitud empezó a callarse y Higgy siguió dando voces hasta que todo el mundo enmudeció.
—Dejad de arrancar las hojas—les ordenó—. Dejadlas exactamente donde estaban.
Charley Hutton dijo:
—Por el amor de Dios, Higgy, todo cuanto hacíamos era coger unas cuantas para echarles un vistazo.
—Bueno, dejadlo—insistió con severidad el alcalde—. Cada uno de los que arrancáis son 50 dólares menos. Dadles a las hojas un poco de tiempo y crecerán hasta alcanzar el tamaño adecuado y, cuando caigan, todo lo que tendremos que hacer será recogerlas y cada una de ellas será dinero contante y sonante en nuestro bolsillo.
—¿Cómo lo sabes?—le chilló la abuela Jones.
—Bueno—razonó el alcalde—, es de lógica, ¿no? Aquí tenemos estas maravillosas plantas que producen dinero para nosotros. Lo menos que podemos hacer es dejarlas, de modo que haya cosechas periódicas.
Miró a la multitud y, de repente, me vio.
—Brad—me interrogó—, ¿no es eso cierto?
—Me temo que sí.
Tupper había robado el dinero y las Flores usaron aquellos billetes como modelos en los que basar las hojas. Habría apostado, a ciegas, que no se contaban más de treinta números de serie distintos en toda la plantación.
—Lo que me gustaría saber—terció Charley
Hutton—es cómo crees que deberíamos repartirlo, es decir, una vez que esté maduro.
—Vaya—se sorprendió el alcalde—, no había reparado en ello. Quizás podríamos ponerlo en un fondo común, a disposición de la gente, a medida que tuvieran necesidad de él.
—Eso no me parece equitativo—juzgó Charley—. De esa manera, algunas personas recibirían más dinero que otras. Me parece que la única forma es repartirlo regularmente. Todo el mundo recibiría su justa parte, para hacer con él lo que se le antojara.
—Hay cierto mérito—ponderó el alcalde—en tu punto de vista. Pero no conviene tomar una decisión inmediata. Esta tarde, nombraré un comité para tratar la cuestión. Todo el que tenga alguna idea puede presentarla y será considerada con detenimiento .
—Alcalde—dijo inesperadamente Daniel Willoughby—, hay una cosa que diría que hemos pasado por alto. Digamos lo que digamos, esto no es dinero.
—Pero parece dinero. Una vez crezca hasta el tamaño adecuado, nadie notará la diferencia.
—Sé—medió el banquero—que parece dinero. A buen seguro, engañaría a una cantidad enorme de personas. Tal vez a todo el mundo. Tal vez nadie se daría cuenta de que no es dinero. Pero, si se conociera su origen, ¿cuánto valor creen que tendría entonces? No es sólo eso, sino que todo el dinero de esa comunidad sería sospechoso. Si podemos cultivar billetes de 50 dólares, ¿qué nos impide cultivar billetes de 10 y de 20?
—No entiendo el porqué de toda esta preocupación. No hay necesidad de que nadie lo sepa. Podemos guardar silencio sobre esto, mantenerlo en secreto, jurarnos a nosotros mismos que no mencionaremos nada sobre su origen.
La multitud murmuró con aprobación. Daniel Willoughby daba la impresión de estar a punto de ahogarse. La idea de todo ese dinero falso consumía su alma remilgada.
—Eso es algo—dijo el alcalde suavemente— que mi comité decidirá.
Por el tono con que el alcalde habló, uno sabía que no guardaba en su mente duda alguna acerca de cómo decidiría el comité.
—Higgy—aventuró el abogado Nichols—, hay otro punto que hemos pasado por alto. El dinero no nos pertenece.
El alcalde sostuvo la mirada, escandalizado porque a alguien se le ocurriera una cosa como ésa.
—¿De quién es entonces?—bramó.
—Vamos—dijo Nichols—, pertenece a Brad. Está creciendo en su tierra y le pertenece. No concibo ningún tribunal que no le concediera el hallazgo.
Todos los presentes se quedaron helados. Todos sus ojos giraron y se posaron en mí. Me sentí al igual que un conejo agazapado, con los cañones de cien escopetas apuntados hacia él.
El alcalde tragó saliva.
—¿Estás seguro de eso?—intercaló.
—Positivo—determinó Nichols.
Se prolongó el silencio y los ojos siguieron posados en mí.
Miré a mi alrededor y los ojos respondieron a mi mirada. Nadie abrió la boca.
Oh, pobres estúpidos, equivocados y ciegos, pensé. Todo cuanto veían era el dinero en sus bolsillos, una riqueza que ni uno solo de ellos se había atrevido a soñar. No podían percibir la amenaza (¿o promesa?) de una especie extraterrestre apretada contra la puerta, pidiendo entrar. Y no podían saber que, por causa de esta especie extraterrestre, una muerte cegadora florecería en una terrible oleada de energía desatada sobre la cúpula que encerraba al pueblo.
—Alcalde—dije—, no quiero ese dinero.
—Vale, ése es un bonito gesto, Brad. Estoy seguro de que el municipio lo aprecia.
—Más les vale apreciarlo, maldita sea—maldijo Nichols.
Se oyó un grito de mujer y luego otro grito. Parecían venir de detrás y me volví.
Una mujer se precipitaba por la pendiente que conducía a la casa de Doc Fabian, aunque correr no era la palabra apropiada. Intentaba correr cuando no podía más que cojear. Su cuerpo se torcía con el terrible esfuerzo de su carrera y tenía los brazos extendidos, de modo que la frenaran si caía, y al dar otro paso, cayó, rodó y acabó finalmente, hecha un ovillo, tendida en la falda de la colina.
—¡Myra! —exclamó Nichols—. Dios mío, Myra, ¿qué sucede?
Era la señora Fabian y yacía allí, en la falda de la colina, con su cabello como brillando a la luz del sol, una sobrecogedora mancha brillante contra la verde extensión del césped. Estaba encogida y débil por los años en que estuvo medio paralizada por la artritis, y ahora parecía tan pequeña y débil, desplomada sobre la hierba, que dolía contemplarla.
Me apresuré hacia ella y todos los demás también.
Bill Donovan fue el primero en llegar y se puso de rodillas para incorporarla y sostenerla.
—Todo va bien—acertó a decir—. Mire, todo va bien. Todos sus amigos están aquí.
Sus ojos estaban abiertos y parecía estar bien, pero yacía casi exangüe en los brazos de Bill. Su cabello caía alborotado sobre su rostro y Bill se lo echó hacia atrás, tiernamente, con una mano grande, sucia y desmañada.
—Es el doctor—habló ella—. Ha entrado en coma...
—Pero—protestó Higgy—estaba bien hace una hora. Le vi hace sólo una hora.
La mujer esperó hasta que él hubo terminado, y luego continuó, como si Higgy no hubiera hablado.
—Está en coma y no puedo despertarle. Se acostó para echar una cabezada y ahora no se despierta.
Donovan se puso en pie, levantándola; la sostenía como a una niña. Era tan pequeña y él tan grande, que tenía la apariencia de una muñeca, de una muñeca con un rostro dulce y arrugado.
—Necesita ayuda—dijo—. Os ha ayudado toda su vida. Ahora necesita un poco de ayuda.
Norma Shepard le tocó a Bill en el brazo.
—Llévela a la casa—le ordenó—. Yo cuidaré de ella.
—Pero, ¿y mi marido?—insistió la señora Fabian—. ¿Conseguirán ayuda para él? ¿Encontrarán algún modo de ayudarle?
—Sí, Myra—prometió Higgy—. Sí, por supuesto que lo haremos. No podemos abandonarle. Ha hecho demasiado por nosotros. Encontraremos la manera de ayudarle.
Donovan comenzó a subir la colina, con la señora Fabian en brazos. Norma corría delante de él.
Butch Ormsby aconsejó:
—Alguno de nosotros debería ir también y ver qué podemos hacer por Doc.
—Bueno—preguntó Charley Hutton—, ¿qué te parece, Higgy? Tú fuiste quien abrió la bocaza. ¿Qué vas a hacer para ayudarle?
—Alguien tiene que ayudarle—declaró Pappy Andrews, golpeando el suelo con su bastón a modo de énfasis—. Nunca hubo una época en que necesitáramos a Doc más que ahora. Hay enfermos en este pueblo y tenemos que ponerle en pie de algún modo.
—Vamos a hacer cuanto podamos—aseguró Streeter—para que esté cómodo. Podemos cuidarle lo mejor que sepamos, desde luego. Pero no hay nadie que tenga conocimientos médicos...
—Les explicaré qué vamos a hacer—caviló Higgy—. Podemos ponernos en contacto con algunos médicos y contarles el caso. Les describiríamos los síntomas y quizás podrían diagnosticar la enfermedad y establecer un tratamiento. Norma es enfermera o algo por el estilo, ha ayudado a Doc en la consulta desde hace cuatro años más o menos, y será de utilidad para nosotros.
—Me figuro que es lo mejor que podemos hacer—con)eturó Streeter—, pero no es gran cosa.
—Os digo, amigos—aleccionó Pappy en voz alta—, que no podemos permanecer aquí sin hacer nada. La situación requiere acción y es necesario que nos pongamos en marcha.
Las palabras de Streeter, me dije, eran correctas. Tal vez era lo mejor que podíamos hacer, pero no era suficiente. La medicina era algo más que un consejo o unas instrucciones por teléfono. Y había otros en el pueblo que precisaban atención médica; una atención más especializada que la que un médico convaleciente de un ataque, si podíamos ponerlo en pie, estaba preparado para prestarles.
Tal vez, medité, había alguien más que pudiera ayudar; y, si podían, sería mejor que ellos aparecieran de una vez, o que yo regresara, no importa cómo, a ese otro mundo y comenzara a romperles las raíces.
Era hora de que ese otro mundo entrara en acción. Las Flores nos habían puesto en esta situación y era hora de que nos sacaran de ella. Si estaban resueltas a demostrar las grandes tareas que podían realizar, había maneras más importantes de demostrarlo que hacer brotar dólares de los arbustos y toda su demás abracadabra.
Los teléfonos se guardaron en el ayuntamiento, los que se habían llevado de la choza de Stiffy. Usaría uno de ésos, claro, pero probablemente tendría que romperle la cabeza a Hiram antes de poder tocar uno de ellos. Y otro asalto con Hiram, decidí, era algo sin lo cual podía pasarme.
Busqué a Sherwood, pero no di con él, ni tampoco con Nancy. Uno de ellos podía estar en su casa y me dejaría usar el teléfono del estudio de Sherwood.
La mayoría se dirigían hacia la casa de Doc, pero yo volví sobre mis pasos y me fui en la dirección opuesta.
20
Nadie contestó al timbre. Pulsé varias veces y esperé; luego, empujé la puerta; no estaba cerrada.
Entré y cerré la puerta. El sonido de la misma al cerrarse fue sofocado por la profunda solemnidad del vestíbulo que moría en la cocina.
—¿Hay alguien en casa?—pregunté.
En algún lugar, una mosca solitaria zumbó desesperadamente, como si quisiera escapar, atrapada contra una ventana tal vez, tras el pliegue de una cortina. El sol entraba por los montantes de abanico que había sobre la puerta para formar un dibujo estriado en el suelo.
No hubo respuesta a mi llamada, así que crucé el vestíbulo y franqueé el estudio. El teléfono estaba sobre la pesada mesa. Las paredes de libros seguían pareciendo ricas y maravillosas. Una botella de whisky medio vacía y un vaso sin lavar se hallaban sobre el carrito de los licores.
Crucé la alfombra hasta la mesa y alargué la mano; me acerqué al teléfono.
Levanté el receptor e inmediatamente Tupper, con su voz de empresario, habló.
—Señor Carter, qué alegría tener noticias por fin de usted. Esperamos que todo vaya bien. Presumimos que ha realizado usted un contacto preliminar.
¡Cómo si no lo supieran!
—No es por eso por lo que llamaba—espeté.
—Ése era nuestro acuerdo. Usted tenía que actuar por nosotras.
La afectada suficiencia de la voz me encendió.
—¿Y acordamos también—me envalentoné— que iban a engañarme?
La voz se alarmó.
—No comprendemos. ¿Podría explicarse, por favor?
—La máquina del tiempo—dije.
—Oh, eso.
—Sí, oh, eso.
—Pero, señor Carter, si le hubiéramos pedido que se la llevara, usted hubiese creído que le estábamos utilizando. Probablemente se habría negado.
—¿Y no estaban utilizándome?
—Bueno, es un término posible. Hubiéramos utilizado a cualquiera. Era importante llevar ese mecanismo a su mundo. Una vez que usted conozca la pauta...
—No me importa la pauta—objeté con enojo—. Ustedes me engañaron y, por si fuera poco, lo admiten. Es una curiosa manera de iniciar negociaciones con otra especie.
—Lo lamentamos enormemente. No el haberlo hecho, sino el procedimiento del que nos servimos. Si considera que podemos hacer...
—Hay mucho que pueden hacer. Pueden dejar de hacer el tonto con billetes de 50 dólares...
—Pero eso es un pago—se quejó la voz— Le prometimos que le devolveríamos sus dólares. Le prometimos que le devolveríamos mucho más...
—¿Han hecho que sus lectores leyeran textos económicos?
—Oh, ciertamente que sí.
—¿Y han observado, durante largo tiempo y de forma directa, nuestras prácticas económicas?
—Lo mejor que hemos podido—afirmó la voz—. A veces es difícil.
—Ustedes saben, por supuesto, que el dinero no crece en arbustos.
—No, no sabemos eso, en absoluto. Sabemos cómo se hace el dinero. Pero, ¿cuál es la diferencia? El dinero es dinero, ¿no es así?, independientemente de su origen.
—No podrían estar más equivocados—les contradije—. Sería mejor que se informaran.
—¿Significa eso que el dinero no es bueno?
—No vale nada—alerté.
—Esperamos no haber producido ningún mal —musitó la voz, alicaída.
—El dinero no importa. Hay otras cosas que sí. Nos han aislado del mundo y hay gente enferma. Teníamos sólo un pobre y torpe médico para cuidarles. Y ahora el propio doctor está enfermo y ningún otro puede entrar...
—Necesitan un asistente—propuso la voz.
—Lo que necesitamos—les dije—es que levanten la barrera para que nosotros podamos salir y otros puedan entrar. De lo contrario, morirá gente sin ningún motivo.
—Les enviaremos un asistente—recalcó la voz—. Les mandaremos uno en breve. El más experto. El mejor del que dispongamos.
—No sé nada—dije—de ese asistente. Pero necesitamos ayuda cuanto antes.
—Haremos cuanto esté en nuestro poder—me prometió la voz.
La voz emitió un pequeño ruido seco y el teléfono calló. Y, de repente, recapacité que no había preguntado lo más importante de todo: ¿por qué querían traer la máquina del tiempo a nuestro mundo?
Colgué el receptor y volví a levantarlo. Grité por el teléfono y no sucedió nada.
Aparté el teléfono y me sumí en la desesperanza. Vislumbraba una gran confusión sin esperanza.
Incluso tras años de estudio, no nos comprendían ni a nosotros ni a nuestras instituciones. No entendían que el dinero era simbólico y no meros papeles. Ni por un momento calcularon que ello acarrearía que el pueblo se quedara aislado del mundo.
Me habían engañado y utilizado. Deberían haber aprendido que nada despierta el resentimiento con mayor facilidad que el engaño. Deberían haberlo aprendido, pero lo ignoraban, o, si lo sabían, no le habían dado importancia, y eso era tan malo o peor que si no lo hubieran sabido. Abrí la puerta del estudio y pasé al vestíbulo.
Justo cuando cruzaba la puerta principal se abrió y entró Nancy.
—Vine a utilizar el teléfono—dije.
Ella hizo un ademán de anuencia.
—Supongo—agregué—que tendría que añadir que siento la pelea con Hiram.
—Yo también lo siento—coincidió ella, sin comprenderme o pretendiendo que no me había comprendido—. Quizás no había manera de evitarlo.
—Tiró el teléfono—me defendí.
Pero, por supuesto, no había sido el teléfono, por lo menos no era la única razón. Fueron todas las ocasiones anteriores.
—La otra noche—le recordé—, dijiste que estaría bien salir a tomar unas copas y cenar. Supongo que tendrá que esperar. Ahora no hay ningún sitio al que podamos ir.
—Sí—concedió—, para que pudiéramos empezar de nuevo.
Yo asentí, sintiéndome miserable.
—Yo tenía que ponerme mis mejores galas —dijo ella—y nos habríamos divertido.
—Como en los tiempos del instituto—apostó Brad.
—Sí—dije, y di un paso hacia ella.
De repente, estaba en mis brazos.
—No necesitamos unas copas y una cena —dijo—. Nosotros, no.
No—pensé—, nosotros, no.
Me incliné para besarla y la estreché contra mí.
Sólo existíamos nosotros. No había ningún pueblo aislado ni ningún terror extraterrestre. Ahora no importaba nada, salvo esta chica que hacía tiempo paseó conmigo de la mano, por la calle, y no se había avergonzado.
21
El asistente apareció aquella tarde, un humanoide pequeño y chupado, a imagen de un mono con ojos brillantes. Con él iba otro, también humanoide, pero grande, pesado y torpe, adusto y austero, con un rostro semejante al de un caballo. A primera vista, parecía la perfecta caricatura de un diplomático de carrera. El humanoide delgado llevaba un pedazo de tela sucio y sin forma ceñido a su cuerpo a modo de una túnica y el otro portaba un sayo y una especie de chaleco, dotado de enormes bolsillos donde abultaban pequeñas pertenencias.
El pueblo entero estaba alineado en la pendiente posterior a mi casa y había apostado a que no aparecería nada. Oía murmullos, cortados de repente, allí adonde iba.
Y entonces llegaron, los dos, surgiendo de la nada y de pie en el jardín.
Caminé cuesta abajo y crucé el jardín para ir a su encuentro. Se detuvieron a esperarme y, detrás de mí, en aquella pendiente cubierta por la multitud, se instaló un completo silencio.
Al aproximarme, el grande avanzó, y el pequeño y chupado personaje, acto seguido, se arrastró en pos de él.
—Hablo su lengua recientemente—dijo el mayor—. Si usted no comprende, repita la pregunta.
—Lo está haciendo bien—le animé.
—¿Ser usted señor Carter?
—Eso es. ¿Y usted?
—Mi designación —articuló solemnemente— sería para ustedes un galimatías. He decidido que me llamen señor Smith.
—Señor Smith—dije—, nos alegramos de tenerles aquí. ¿Es usted el asistente del que me hablaron?
—No. Ese otro personaje es él. Pero puedo hablarle a usted que carece de designación. No hace ningún ruido en absoluto. Oye y contesta sólo en su cerebro. Es una cosa extraña.
—Un telépata—apunté.
—Oh, sí, pero no entenderme mal. De mucha inteligencia. También muy listo. Somos de mundos distintos, ¿sabe usted? Haber muchos mundos distintos, muchas gentes distintas. Les damos la bienvenida a nosotros.
—¿Le enviaron a usted como intérprete?
—¿Intérprete? No tengo registrado ese vocablo. Aprendo sus palabras por un mecanismo. No dispongo de mucho tiempo. No las comprendo todas.
—Intérprete significa que usted hablar con él. Él se lo dice a usted y usted nos lo dice a nosotros.
—Sí, eso es. Igualmente ustedes dicen a mí y yo trasmito a él. Pero un intérprete no es todo lo que soy. Además diplomático, muy profundamente preparado.
—¿Eh?
—Colaborar negociaciones con su sociedad. Ser aprovechable mientras pueda. Explicar mucho. Colaborar cuando necesite.
—Dijo usted que había muchos mundos diferentes y muchas gentes diferentes. ¿Quiere decir una cadena muy larga de mundos y también de civilizaciones?
—No todos los mundos tienen vida. Algunos no tienen nada. Ninguna forma de vida. Algunos vida, pero no inteligencia. Unos desarrollar inteligencia en el pasado, hoy la inteligencia ha desaparecido.—Efectuó un extraño gesto con la mano.—Es lástima destino de inteligencia. Es frágil; no permanece siempre.
—¿Y las inteligencias? ¿Todas humanoides?
—¿Humanoides?—dudó .
—Como nosotros. Dos brazos, dos piernas, una cabeza...
—La mayoría humanoides—emitió—. La mayoría como usted y yo.
El delgado y pequeño ser le tironeó del chaleco. El intérprete se volvió hacia él y le prestó cuidadosa atención.
Luego, se giró de nuevo hacia mí.
—Él muy disgustado —rechinó—. Analiza que toda la población enferma. Él postrado con gran pena. Nunca analizó cosa tan espantosa.
—Pero eso no es cierto—grité—. Los enfermos están en casa. Este grupo de aquí está sano.
—Incierto—informó el señor Smith—. Él horrorizado ante la situación. Puede ver dentro de la gente, ver todo lo descompuesto. Prevé que no enfermo estará enfermo en poco tiempo, comunica que gran proporción tienen enfermedad inactiva, otros conservar residuos de antiguas enfermedades.
—¿Puede curarnos?
—No curar. Reparación completa. Restaurar cuerpo.
Higgy había ido aproximándose poco a poco, y otros. El resto de la gente estaba todavía en la cuesta, lejos de todo mal. Comenzaban a agitarse. Al principio, habían mantenido un silencio sepulcral, pero ahora empezó la charla.
—Higgy—dije—, me gustaría que conocieras al señor Smith.
—Bueno, maldita sea—dijo Higgy—. Tienen nombres como los nuestros.
Le tendió la mano y, después de un momento de sorpresa, el señor Smith alargó la mano y los dos hombres se saludaron.
—El otro—dije—no puede hablar. Es un telépata.
—Qué lástima—se lamentó Higgy, comprensivo—. ¿Cuál de ellos es el doctor?
—El pequeño—le señalé—y no sé si merece el título. Parece que repara a la gente, los arregla y los deja como nuevos.
—Vale, esto está bien—consideró Higgy—. Eso es lo que yo llamo un servicio. Podemos establecer una clínica en el ayuntamiento.
—Pero están Doc y Floyd y todos los demás que están realmente enfermos. Es por eso por lo que está aquí.
—Bueno, propongo, Brad, que primero les conduzcamos y que los cure, luego crearemos la clínica. El resto de nosotros bien puede acudir a ella mientras él esté aquí.
—Sí—expresó el señor Smith—, ustedes fusionarse con el resto de nosotros, poder solicitar los servicios de uno como él siempre en necesidad.
—¿Qué es esa fusión?—me preguntó Higgy.
—Se refiere a dejar entrar a los extraterrestres y juntarnos con los otros mundos que las Flores han unido.
—Bueno—juzgó Higgy—, eso tiene mucho sentido. Me extrañaría que cobrasen por sus servicios .
—¿Cobrar?—planteó el señor Smith.
—Sí—respondió Higgy—. Pagar. Honorarios. Dinero.
—Ésos ser términos—dijo el intérprete—vacíos en plano semántico.
Pero debemos proceder con velocidad. La criatura compañera mía tiene más rondas que hacer. Él y sus colegas corresponde muchos mundos que cubrir.
—¿Quiere usted decir que son médicos para los otros mundos?—indagué.
—Usted entiende claramente.
—Puesto que no hay tiempo que perder—propuso Higgy—, pongámonos manos a la obra. ¿Vienen ustedes dos conmigo?
—Con presteza—gritó el señor Smith, y los dos siguieron a Higgy mientras él subía por la pendiente. Les seguí lentamente y, cuando subía la cuesta, Joe Evans salió precipitadamente por la puerta posterior de mi casa.
—Brad—me avisó—, hay una llamada para ti del departamento de Estado.
Newcombe estaba al teléfono.
—Estoy en Elmore—expuso con su fría y cortante voz—y hemos facilitado a la prensa un resumen de su historia. Ahora claman por verle; desean entrevistarle.
—Me parece bien—acepté—. Si vienen hasta la barrera...
—A mí no me parece adecuado—exclamó Newcombe, agriamente—, pero la presión es insoportable. He de consentir que le vean. Confío en su discreción.
—Haré lo que pueda.
—Bien—dijo—. No queda gran cosa que yo pueda hacer al respecto. Dentro de dos horas. En el lugar donde nos encontramos.
—Muy bien—dije—. Supongo que no importará que me acompañe un amigo.
—Como guste—dijo Newcombe—. ¡Y por el amor de Dios, sea prudente!
22
El señor Smith comprendió la idea de una conferencia de prensa con muy pocos problemas. Se lo expliqué de camino a la barrera donde los periodistas nos aguardaban.
—Dice usted que toda esa gente son comunicadores—recabó, asegurándose de que lo había comprendido—. Comentar a ellos algo y ellos expandir a otra gente. Intérpretes, como yo.
—Algo así.
—Pero toda su gente habla igual. El mecanismo me programó solo para una lengua.
—Porque esa lengua es todo cuanto usted necesita. Pero los habitantes de la Tierra hablan muchas lenguas. Aunque ése no es el motivo de los periodistas. Mire, toda la gente no puede estar aquí para escuchar lo que tenemos que decir. Así que los periodistas propagan la noticia...
—¿Noticia?
—Las palabras que nosotros hemos dicho. O que otras personas han dicho. Las cosas que pasan. Con independencia de donde pase cualquier cosa, allí acuden los periodistas y propagan el mensaje. Mantienen al mundo informado.
El señor Smith casi bailó una giga, contento.
—¡Qué maravilloso!—exclamó.
—¿Qué tiene de maravilloso?
—La ingeniosidad—manifestó el intérprete—. El inventarlo. Así una persona habla a todas las personas. Todo el mundo sabe de él. Todo el mundo oye su hablar.
Alcanzamos la barrera y allí había un gentío considerable de periodistas apretujados en la franja de carretera situada al otro lado. Algunos de ellos estaban inmovilizados. Mientras subíamos, los fotógrafos se afanaban.
Al llegar a la barrera, muchos comenzaron a increparnos, pero alguien los acalló rápidamente. Luego, un individuo tomó la palabra.
—SoyJudson Barnes, de Associated Press—se presentó—. Usted debe de ser Carter.
Le indiqué que lo era.
—¿Y ese caballero que le acompaña?
—Su nombre es Smith.
—Y—bromeó alguien más—acaba de volver de un baile de disfraces.
—No—les dije—, es un humanoide de uno de los mundos alternativos. Ha venido para ayudar en las negociaciones.
—Hola, señores—saludó el señor Smith, con enorme cordialidad.
Un periodista gritó:
—Aquí atrás no oímos.
—Tenemos un micrófono—señaló Barnes—, si no le importa.
—Arrójelo aquí—le dije.
Lo lanzó y lo cogí. El cable se arrastró a través de la barrera. Pude ver que los altavoces habían sido colocados a un lado de la carretera.
—Y ahora—anunció Barnes—, vamos a empezar. El Estado nos informó, con antelación, de que no precisa referir otra vez todo lo que les ha contado a ellos. Pero hay algunas dudas. Estoy seguro de que hay muchas dudas para esclarecer.
Una docena de manos se levantaron.
—Elija una—aconsejó Barnes.
Hice un gesto hacia un hombre grande, alto y flaco.
—Gracias, señor. Soy Caleb Rivers, del Kansas City Star. Entendemos que usted representa al, ¿cómo decirlo?, pueblo, pueblo tal vez, de ese otro planeta. Me planteo si explicaría su posición con más pormenores. ¿Es usted un representante oficial, un portavoz extraoficial o una suerte de mediador? No ha quedado demasiado claro.
—Muy extraoficial, en todo caso. ¿Saben ustedes acerca de mi padre?
—Sí—afirmó Rivers—, nos contaron cómo cuidó de las flores que encontró. Pero reconocerá, ¿no es así?, señor Carter, que se trata, como mínimo, de una cualificación bastante extraña para su papel.
—No tengo ninguna preparación—aseguré—. Puedo decirle con bastante franqueza que los extraterrestres acaso eligieron a uno de los peores representantes imaginados. Hay dos cosas que considerar. En primer lugar, yo era el único humano que parecía estar disponible, el único que volvió a visitarlos. En segundo lugar, y esto es importante, no piensan, no pueden pensar, de la misma manera que nosotros. Lo que podría ser de sentido común para ellos puede parecernos estúpido a nosotros. Por otro lado, nuestra lógica más elaborada es posible que sea un galimatías para ellos.
—Entiendo—prosiguió Rivers—. Mas, a pesar de su franqueza al reconocer que no está cualificado para desempeñar esa función, sigue desempeñándola. ¿Podría decirnos la razón?
—No puedo hacer otra cosa—razoné—. La situación ha llegado a un punto en que ha de haber alguna tentativa de contacto inteligente entre los extraterrestres y nosotros. De lo contrario, las cosas podrían descontrolarse.
—¿En qué sentido?
—Ahora mismo —detallé—el mundo está asustado. Tiene que haber alguna explicación de lo que está sucediendo. No hay nada peor que un hecho sin sentido, o un miedo sin causa, y los extraterrestres, mientras sepan que se está haciendo algo, dejarán esta barrera tal como está. Por el momento, sospecho, no harán nada más. Espero que la situación no empeore y que, mientras tanto, pueda hacerse algún progreso.
Otras manos se levantaban y señalé a otro hombre.
—Frank Roberts, del Washington Post—especificó—. Tengo una cuestión acerca de las negociaciones. Tal como lo entiendo, los extraterrestres aspiran a ser admitidos en nuestro mundo y, a cambio, están dispuestos a proporcionarnos una gran reserva de conocimientos que han acumulado.
—Así es—corroboré.
—¿Por qué aspiran a ser admitidos?
—No lo tengo completamente claro—confesé—. Necesitan estar aquí para avanzar a otros mundos. Parece que los mundos alternativos están en cierto tipo de progresión y hay que llegar a ellos en un cierto orden. Confieso sin reparos que no comprendo nada de esto. Lo único que se me ocurre es llegar a propuestas que nosotros y los extraterrestres podamos negociar.
—¿No conoce otros términos aparte de la amplia propuesta que ha expuesto?
—Ninguno en absoluto—dije—. Puede haber otros. Los desconozco.
—Pero ahora le acompaña un... califiquémoslo de consejero. ¿Sería correcto dirigirle una pregunta a este señor Smith suyo?
—Una pregunta—articuló el señor Smith—. Acepto su pregunta.
Estaba complacido de que alguien se hubiera fijado en él. No sin algunas dudas, le pasé el micrófono.
—Hay que hablar por él—le expliqué.
—Lo sé—dijo—. Yo observar.
—Habla muy bien nuestro idioma—alabó el enviado del Washington Post.
—Sólo un poquito. Mecanismo enseñarme.
—¿Puede añadir algo sobre las condiciones específicas?
—No comprendo—manifestó Smith.
—¿Hay alguna condición en la que su gente vaya a insistir antes de llegar a un acuerdo con nosotros?
—Sólo una—notificó el intérprete.
—¿Y cuál es?
—Lo aclaro—expresó el señor Smith—. Ustedes fabrican una cosa llamada guerra. Desastre, de acuerdo, pero no imposible. Tarde o temprano sus pueblos cesarán de jugar a la guerra.
Hizo una pausa y observó a su alrededor y todos aquellos reporteros aguardaron en silencio.
—Sí—intervino finalmente otro reportero—, sí, la guerra es un desastre, pero ¿qué...?
—Ahora detallar—moduló Smith—. Almacenan ustedes una gran cantidad de material fision... No encuentro palabra.
—Material fisionable—apuntó un periodista voluntarioso .
—Correcto. Material fisionable. Tienen mucho. Una vez, en otro mundo, misma situación. Cuando nosotros llegar, no quedaba nada. No había vida. Nada. Muy triste. Toda la vida extinguida. Le restablecimos, pero triste pensar en él. No deber pasar aquí. Así que debemos insistir este material fisionable sea ampliamente destruido.
—Espere un momento—gritó un periodista—. ¿Insinúa que hemos de destruir el material fisionable? ¿Se refiere a sacrificar todas las reservas de bombas y no almacenar más que una pequeña cantidad en un único lugar? ¿No lo suficiente, tal vez, para confeccionar una bomba de ningún tipo?
—Lo capta usted rápido—silabeó el señor Smith.
—¿Pero cómo sabrán que ha sido destruido? Un país podría falsear los datos. ¿Cómo los comprobarían? ¿Cómo pueden verificarlo?
—Nosotros controlar—reveló el intérprete.
—¿Tienen un sistema de detección de material fisionable?
—Sí, ciertamente—ratificó Smith.
—Muy bien. Entonces... bueno, digámoslo de este modo: encuentran que aún guardamos concentraciones; ¿qué hacen con ellas?
—Las hacemos explotar—enunció Smith—. Las detonamos ruidosamente.
—Pero...
—Establecemos un plazo límite. Decretamos todas las concentraciones desaparecen en esa fecha. Llega el momento y si hay algunas todavía, estallan auto... auto...
—Automáticamente.
—Gracias, amable persona. Ése es el vocablo que buscaba. Estallan automáticamente.
Se hizo un inquietante silencio. Intuí que los periodistas se preguntaban si les estaban tomando el pelo; si estaban siendo engañados por un actor vestido con un extraño chaleco.
—Tenemos ya—reveló el intérprete con timbre despreocupado—un mecanismo que está localizando las concentraciones.
Alguien exclamó, con una voz fuerte y ronca:
—¡Maldita sea! ¡La máquina del tiempo voladora!
Entonces, se marcharon a la carrera, precipitándose en tropel hacia sus coches aparcados a lo largo de la carretera. Sin más palabras, sin despedida ni nada por el estilo, se apresuraron a publicar la noticia.
Y eso era todo—rumié para mis adentros—, algo amargo y bastante desesperado."
Ahora, los extraterrestres podrían desplazarse al tiempo que eligieran, como gustaran, con la total bendición de los humanos. Ninguna otra cosa podría haber deshecho el engaño, ningún argumento, ninguna lógica, ningún otro estímulo. En vista del clamor mundial que este anuncio suscitaría, de la demanda pública de que el mundo aceptara esta única condición para un pacto extraterrestre, ningún consejo sensato y serio hubiera tenido peso en absoluto.
Cualquier acuerdo factible entre los extraterrestres y nosotros habría sido necesariamente un acuerdo realista, con renuncias y equilibrios. Cada una de las partes se hubiese comprometido a hacer alguna aportación; cada una de ellas se habría enfrentado a alguna penalización estipulada en caso de que el acuerdo se rompiese. Pero ahora, estos frenos y equilibrios habían desaparecido y el camino para que los extraterrestres entraran estaba abierto. Of recieron la única cosa que la gente—no los gobiernos, sino la gente—deseaba, o veía que deseaba, por encima de cualquier otra cosa, y no habría nada que les detuviera en su demanda.
Y todo había sido un engaño, descubrí amargamente. Me engañaron para que trajera la máquina del tiempo y fui forzado a una situación en la que les solicitara ayuda y Smith había sido la ayuda, o al menos parte de ella. Y su único requisito había sido poco menos que un engaño en sí mismo. Era la misma vieja historia. Humana o extraterrestre, no había diferencia. Uno deseaba algo con la fuerza suficiente y salía a buscarla de la forma en que podía.
Sabía que nos vapulearían continuamente. Habían estado todo el tiempo un largo salto por delante de nosotros y en este momento la situación era incontrolable y la Tierra estaba vencida.
Smith aún observaba a los reporteros que corrían.
—¿ Qué ocurre?—deletreó.
Fingía no saberlo. Le hubiera partido el cuello.
—Venga—mascullé—. Le escoltaré hasta el ayuntamiento. Su compañero está allí, curando a la gente.
—Pero, ¿y toda esa carrera?—preguntó—. ¿Y todos esos gritos? ¿Qué los provoca?
—Debería saberlo—le reproché—. Sencillamente acertó usted en el blanco.
23
Cuando regresé a casa, Nancy me estaba esperando. La vi sentada en los escalones que conducían al porche, acurrucada, encogida contra el mundo. La divisé a un bloque de distancia y me apresuré, más contento al verla de lo que había estado nunca. Contento y humilde, embargado por una ternura que me sorprendía que brotase con tanta fuerza dentro de mi, que casi me sofocaba.
Pobre niña, pensé. Aquello había sido brutal para ella. Tan sólo un día en casa y el mundo de Millville, el mundo que ella recordaba y el que guardaba como su hogar, había sufrido un revés.
Un desconocido vociferó en el jardín donde los diminutos billetes de 50 dólares presumiblemente seguían creciendo en los pequeños arbustos.
Al llegar a la puerta, me detuve en seco al oír gritos.
Nancy levantó la vista y me vio.
—No es nada, Brad—dijo—. Es Hiram que está ahí abajo. Higgy le ordenó proteger todo ese dinero. Los chiquillos se introducen a hurtadillas de continuo, los pequeños de ocho y diez años... Sólo quieren contar el dinero que florece en cada arbusto. No hacen ningún daño. Pero Hiram los echa. Hay veces—suspiró—en que Hiram me da pena.
—¿Que te da pena?—pregunté, atónito. Era la última persona del mundo por la que sospechaba que nadie sintiera pena—. Es un estúpido.
—Un estúpido—repitió ella—que intenta demostrar algo y desconoce, a ciencia cierta, lo que quiere demostrar.
—Tiene más músculo...
—No—me corrigió Nancy—, no es eso en absoluto.
Dos niños huyeron a toda velocidad del jardín y desaparecieron calle abajo. No vi señales de Hiram. Ni más voces. Había cumplido con su trabajo; los había echado.
Me senté en el escalón junto a ella.
—Brad—dijo—, esto va mal. Presiento que va mal.
Sacudí la cabeza, estaba de acuerdo con ella.
—Pasé por el ayuntamiento—explicó—. Donde esa terrible y apergaminada criatura ha organizado una clínica. Papá está también allá abajo. Le ayuda. Pero yo no fui capaz de quedarme. Es horrible.
—¿Qué tiene eso de malo? Esa cosa, como quieras llamarla, curó a Doc. Está en pie fresco como una lechuga. Y el corazón de Floyd Caldwell y...
Ella se estremeció.
—Eso es lo horrible. Están como nuevos, mejor que nuevos. No los ha curado, Brad; los ha reparado, como a máquinas. Me vienen a la cabeza las prácticas de brujería. Se me antoja indecente. Esa cosa arrugada los examina al milímetro y nunca emite ningún sonido, tan sólo se desliza y los examina. Se percibe que no estudia su exterior, sino su mismísimo interior. No sé cómo lo sabe, pero lo sabe. Como si penetrara en su alma y...
Se detuvo.
—Perdóname—lamentó—. No debería hablar en estos términos. No es demasiado alentador.
—No es una situación demasiado alentadora —observé—. Tal vez tengamos que cambiar radicalmente de opinión sobre lo bueno y lo malo. Hay muchos aspectos en los que cambiaremos. No creo que nos guste...
—Hablas como si fuera cosa hecha.
—Me temo que lo es—vaticiné.
Le conté las declaraciones de Smith a los periodistas. Me hizo bien contárselo. Era la persona más indicada para expresarle mis impresiones en aquel momento. Era una noticia de la que me sentía tan culpable que me hubiera avergonzado de contársela a nadie que no fuera Nancy.
—Sin embargo, ahora—insistió Nancy—no se declarará la guerra, al menos no la que el mundo temía.
—No—dije—, en efecto, no se declarará la guerra.—Pero no podía aparentar sentirme muy satisfecho por ello—. Quizá tengamos algo peor que la guerra.
—No imagino nada peor que la guerra.
Y eso sería, por supuesto, lo que diría todo el mundo. Tal vez tuvieran razón. No obstante, ahora, los extraterrestre entrarían en nuestro mundo y, una vez que les hubiéramos permitido entrar, estaríamos por entero a su merced. Nos habían engañado y no teníamos nada con qué defendernos. Una vez aquí, podrían invadirnos y suplantar toda la vida general, sin que nosotros lo supiéramos, sin que pudiéramos averiguarlo. Una vez los hubiésemos dejado entrar, nunca estaríamos seguros. Y hecho esto, nos poseerían. Toda la vida animal de nuestro planeta, incluido el hombre, dependía de las plantas de la Tierra para su energía.
—Lo que me sorprende—medité—es que hubieran podido invadirnos de todos modos. Con un poco de paciencia, si se hubieran tomado tiempo, nos habrían invadido y no nos hubiéramos dado cuenta. Ya hay algunas de ellas aquí mismo, con sus raíces en el suelo de Millville. No tenían por qué seguir siendo flores. Podrían haberse transformado en cualquier cosa. En un siglo, hubiesen sido cada rama y cada hoja, cada brizna de hierba...
—Es probable que jugara en su contra un factor temporal—sugirió Nancy—. Bajo esa hipótesis, les urgía instalarse en nuestro planeta.
Sacudí la cabeza.
—Tenían muchísimo tiempo. Si necesitaban más, no era un problema para ellas.
—Quizá necesiten el género humano—se malició ella—. Quizá tengamos algo que ellas quieren. Una sociedad vegetal no podría hacer mucho por sí misma. No son capaces de moverse y carecen de extremidades. Pueden almacenar muchos conocimientos, concebir sutiles ideas, esquematizar y planear. Pero no estarían en disposición de ejecutar ninguno de esos planes. Necesitarían un socio que llevara a término sus planes.
—Ya han tenido socios—le recordé—. Tienen muchos socios incluso en la actualidad: la gente que construyó la máquina del tiempo; ese extraño doctor y el gran charlatán del señor Smith. Las Flores tienen todos los socios que necesitan. Debe ser algo mas.
—Esa gente que tú mencionas—dijo ella— quizá no sea útil para sus fines. Es probable que hayan buscado, en un mundo tras otro, el tipo adecuado de seres. El tipo adecuado de socio. Quizá seamos nosotros.
—Tal vez—concedí—los demás no fueran lo suficientemente mezquinos. Puede ser que estén buscando una especie mortal. Y una especie mortal somos nosotros. Acaso desean a alguien que vaya arrasando un mundo paralelo tras otro, en una especie de frenesí brutal despiadado. Pues, si recapacitas, somos así. Ellas pueden imaginarse que, trabajando con nosotros, no habrá nada que las detenga. Probablemente tengan razón. Sumado su saber acumulado y sus poderes mentales, más nuestra comprensión de los conceptos físicos y nuestra aptitud para la tecnología, posiblemente no hay límite para sus objetivos.
—No opino que se trate de eso—repuso Nancy—. ¿Qué te pasa? Al principio me daba la impresión de que pensabas que las Flores eran bienintencionadas.
—Aún podría ser—le dije—, pero han usado muchos engaños y yo caí en todos ellos. Me tomaron el pelo.
—Así que esto es lo que te preocupa.
—Me siento como un canalla—me recriminé.
Permanecimos mudos el uno junto al otro en el escalón. La calle estaba silenciosa y vacía. Durante todo el tiempo que estuvimos allí sentados, no pasó nadie.
Nancy dijo:
—Me sorprende que alguien pueda someterse a ese inquietante doctor. Es un ser horripilante y no inspira confianza...
—Hay muchas personas—intercalé—que recurren muy gustosamente al curanderismo.
—Pero no es un curandero—precisó Nancy—. Curó a Doc y a todos los demás. No le acuso de ser un farsante, sino, que es horrible y repulsivo.
—Tal vez a él le parezcamos lo mismo.
—Hay algo más—añadió—. Su técnica es muy diferente. No emplea medicamentos, ni instrumentos, ni terapia. Meramente te examina y penetra en ti sin servirse de nada; no obstante, puedes notar cómo penetra, y vuelves a estar entero, no sólo bien, sino entero. Y si puede hacer eso con nuestros cuerpos, ¿qué no hará con nuestras mentes? ¿Modificará nuestras opiniones, reorientará nuestros pensamientos?
—Para los vecinos de este pueblo—me chanceé—sería una buena idea. Para Higgy, por ejemplo.
Ella se enfadó.
—No te guasees, Brad.
—Muy bien—acepté—. No lo haré.
—Hablas de este modo para evitar el miedo.
—Y tú—repliqué—hablas en serio en un esfuerzo por reducirlo a algo corriente.
Ella se mostró conforme.
—Pero no me vale—decidió—. No es algo correcto.
Se puso en pie.
—Llévame a casa—dijo.
Así que la acompañé a su casa.
24
Anochecía cuando me dirigí al centro del pueblo. No sé por qué fui allí. Por nervios, supongo. La casa era demasiado grande, estaba vacía (más vacía que nunca) y el vecindario demasiado silencioso. No se oía ningún ruido a excepción del ocasional arrebato de voces, ya fueran excitadas o autoritarias, deformadas por los medios de comunicación electrónicos. No habría una casa en el pueblo entero, de fijo, que no tuviera la televisión o la radio encendidas.
Pero cuando encendí la televisión del salón y me senté a verla, no hizo más que ponerme nervioso e inquieto.
Un comentarista, uno de los más conocidos, informaba con tranquila y profunda seguridad:
»... no hay forma de averiguar si ese artilugio que surca los cielos puede, en efecto, realizar la labor que nuestro señor Smith del otro mundo ha anunciado como su propósito. Captado en varias ocasiones por las estaciones de rastreo, éstas parecen no ser capaces, por una razón u otra, de mantenerlo dentro de su alcance. Igualmente se han dado casos, aparentemente verificados, de contactos visuales con el mismo. Aun así, es un tema sobre el que es difícil conseguir noticias fidedignas.
»Washington, a tenor de lo visto, ha adoptado la Postura de que la palabra de un ser desconocido, desconocido en cuanto a su especie como a su reputación, no basta para ser aceptada como hecho indiscutible. Esta noche, la capital parece estar a la espera de más noticias y, hasta que pueda deducirse algo de carácter fiable, es improbable que se produzca una declaración oficial. Ésa es la postura del gobierno; lo que sucede detrás del escenario, suscita toda clase de suposiciones. Y la misma situación se aplica bastante bien a las demás capitales del orbe.
»Por otro lado, la situación es radicalmente distinta fuera de los círculos gubernamentales. La noticia ha desencadenado una frenética celebración. Se desarrollan marchas alegres y espontáneas en Londres, y, en Moscú, una multitud vociferante y feliz ha atestado la plaza Roja. En todas partes, las iglesias, mezquitas y sinagogas se han llenado desde que se conocieron las primeras referencias. En estos lugares de culto se congrega la población para pronunciar oraciones de agradecimiento.
»Entre la gente no hay ni dudas ni la menor vacilación. El hombre de la calle, aquí, en Estados Unidos, así como en Gran Bretaña y Francia—de hecho, en todo el globo—, ha aceptado este inusitado anuncio al pie de la letra. La explicación, según los sociólogos, es que se cree lo que uno decide creer, sin menospreciar cualquier otra razón, pero el hecho incontrastable es que ha habido un desconcertante abandono de la incredulidad que caracterizaba la reacción de las masas tan recientemente como esta mañana.
»La mente del pueblo parece no sopesar los diversos factores implicados en teoría. La noticia del fin de toda posibilidad de guerra nuclear ha sofocado todo lo demás. La actual esperanza sirve para subrayar la muda y terrible, tal vez inconsciente, tensión bajo la cual el mundo ha vivido...
Apagué el televisor y vagué por la casa; mis pasos resonaban de un modo extraño en las cada vez más oscuras habitaciones.
No estaba mal, valoré, para un comentarista presumido y complaciente sentarse en el estudio rutilantemente iluminado a mil kilómetros de distancia y analizar los acontecimientos de forma mesurada y bien modulada. Y no estaba mal, para otra gente que no fuera yo, incluso aquí en Millville, sentarse a escucharle. Pero algo me impedía escuchar, no lo soportaba.
¿Culpabilidad?, me preguntaba. Podría ser culpabilidad, pues fui yo quien trajo la máquina del tiempo a la Tierra y quien había conducido a Smith al encuentro de los periodistas junto a la barrera. Me comporté como un tonto, un tonto de capirote, y opinaba que el mundo entero debía saberlo.
¿O se trataría de la creciente convicción, desde que hablé con Nancy, de que había algún incidente o hecho oculto, algún motivo menor o pequeño punto de evidencia, que se me escapó, que ninguno de nosotros comprendíamos? Si tan sólo se pudiera apuntar a esa verdad concreta, todo lo sucedido se tornaría más fácil de comprender y nuestro futuro inmediato cobraría algún sentido.
Lo busqué, busqué ese factor oculto, ese comodín en la baraja, esa cosa tan pequeña que había sido pasada por alto y que, sin embargo, tenía un enorme significado, y no lo encontré.
Podía estar equivocado. Tal vez no hubiera ningún factor salvador. Tal vez estuviéramos atrapados y condenados y no hubiera salida.
Abandoné la casa y bajé por la calle. De hecho, no había ningún lugar al que me apeteciera ir, pero tenía que caminar; esperaba que el frescor del aire de la noche, el propio hecho de caminar, me aclarasen la mente.
Medio bloque más allá oí el repiqueteo. Sonaba como si avanzara hacia mí y, al cabo de un rato, vi una aureola vacilante que parecía acompañar al regular repiqueteo. Me paré en seco y lo estudié. Se acercó oscilante y el repiqueteo continuó. Y al cabo de otro momento, comprendí que se trataba de la señora Tyler con su cabello cano como la nieve y su bastón.
—Buenas noches, señora Tyler—le dije tan amablemente como pude, para no asustarla.
Ella se detuvo y se volvió para darme la cara.
—Eres Bradshaw, ¿no es así?—quiso confirmar—. No puedo verte muy bien, pero reconozco tu voz.
—Sí, soy yo. Sale usted tarde, señora Tyler.
—Venía a verte—explicó ella—, pero no encontraba tu casa. Soy tan olvidadiza que me la pasé de largo. Luego me acordé y tuve que retroceder.
—¿Qué puedo hacer por usted?—quise saber por mi parte.
—Bueno, me han dicho que has visto a Tupper. Que pasaste algún tiempo con él.
—Es cierto—dije, sudando, temeroso de lo que sucedería a continuación.
Ella se aproximó un poco más, levantó su naricilla y alzó la vista hacia mi rostro.
—¿Es cierto—recabó—que tiene un buen trabajo?
—Sí—dije—, es muy buen trabajo.
—¿Goza de la confianza de sus patrones?
—Ésa es la impresión que me dio. Yo diría que tiene un puesto de cierta importancia.
—¿Habló de mí?—se interesó.
—Sí—mentí—. Preguntó por usted. Dijo que quería escribirle, pero que estaba demasiado ocupado.
—Pobre muchacho—siseó ella—, nunca tuvo buena mano para escribir. ¿Tenía buen aspecto?
—Ciertamente muy bueno.
—Entiendo que está en servicios exteriores —discurrió—¡Quién hubiera pensado que acabaría en servicios exteriores! A decir verdad, a menudo me desazonaba por él. ¡Qué tontería!, ¿no es así?
—Sí, lo era—ratifiqué—. Le va muy bien.
—¿Le indicó cuándo volvería a casa?
—Tardará un tiempo—le dije—. Parece que está muy ocupado.
—Bueno, en ese caso—decidió bastante alegremente—, no le andaré buscando. Puedo descansar tranquila. No tendré que salir cada hora más o menos para ver si ha vuelto.
Dio media vuelta y se encaró calle abajo.
—Señora Tyler—le propuse de inmediato—, ¿podría acompañarla a casa? Está oscureciendo y...
—¡Oh, Dios mío, no!—prefirió ella—. No temas. Ahora que sé que Tupper está bien, nunca volveré a tener miedo.
Me quedé allí y la vi marcharse, con la cana aureola de su cabeza balanceándose por el largo y tortuoso sendero de su mundo de fantasía.
Era mejor así, era mejor que aceptar la dura realidad, era mejor transformarla en algo fantástico y bonito.
Permanecí allí y la contemplé hasta que dobló la esquina y el repiqueteo del bastón se hizo más débil, luego di la vuelta y me dirigí hacia el centro.
En la zona comercial, los faroles estaban iluminados; si bien todas las tiendas se veían oscuras y era un poco desolador, pues la mayoría de ellas solían abrir hasta las nueve. Pero esta noche incluso la taberna Happy Hollow y el cine estaban cerrados.
En el ayuntamiento había luz y un pequeño grupo perdía el tiempo cerca de la puerta. La clínica, imaginé, debía de estar próxima. Frente al ayuntamiento, me planteé qué opinaría Doc Fabian de todo esto. Sabía que su malhumorada vieja alma de doctor se horrorizaría a pesar de haber sido el primero en beneficiarse.
Dejé de mirar al ayuntamiento y caminé despacio calle abajo, con lás manos metidas en los bolsillos; iba sin rumbo y desasosegadamente, sin un propósito definido. En una noche como ésta, me pregunté, ¿qué tenía que hacer un hombre? ¿Repantigarse en su salón y mirar el parpadeante rectángulo de la pantalla de un televisor? ¿Coger una botella y emborracharse metódicamente? ¿Buscar a un amigo o a un vecino para especular y hablar sin sentido interminablemente? ¿O hallar algún lugar en el que acurrucarse, esperando con languidez el siguiente episodio?
Llegué a un cruce y, a mi derecha, vislumbré una mancha de luz que caía sobre la acera y que procedía de una ventana iluminada. La miré, atónito; después me di cuenta de que la luz venía de la oficina del Tribune, por lo que Joe Evans estaría allí, hablando por teléfono, tal vez, con alguien de Associated Press o del Times de Nueva York o alguno de los otros periódicos interesados en la noticia. Joe era un hombre ocupado y no quería molestarle, aunque no le importaría, pensé, si me dejaba caer por allí un minuto.
Estaba ocupado al teléfono, encogido sobre su mesa, con el receptor apretado contra su oído. La puerta profirió un ruido seco detrás de mí, él levantó la vista y me vio.
—Un momento—dijo por teléfono, tendiéndome el receptor.
—Joe, ¿qué sucede?
Pues algo sucedía. Su rostro tenía una expresión espantada y sus ojos eran de piedra. Pequeñas gotas de sudor se deslizaban por su frente y confluían en sus cejas.
—Es Alf—me avisó, sin apenas abrir los labios.
—Alf—dije por teléfono, al tiempo que miraba la cara de Joe. Tenía el aspecto de un hombre que ha recibido un golpe en la cara con algo grande y sólido.
—¡Brad!—llamó—. ¿Eres tú, Brad?
—Sí, soy yo.
—¿Dónde has estado? He tratado de ponerme en contacto contigo. Cuando no contestaste al teléfono...
—¿Cuál es el problema, Alf? Ante todo, tranquilízate, Alf.
—Muy bien—accedió—. Me tranquilizaré. Te lo contaré desde el principio.
No me gustó el tono de su voz. Estaba asustado y procuraba dominarse.
—Adelante—le incité.
—Al final, llegué a Elmore—empezó—. El tráfico es espantoso. Es inconcebible el tráfico que hay allí. Tienen puestos de control militares y...
—Pero al final llegaste a Elmore. Me dijiste que ibas a ir.
—Sí, al final, llegué. Por la radio me enteré de esa delegación que iba a verte. El senador, el general y los demás, y cuando llegué a Elmore descubrí que iban a detenerse en el hotel Corn Belt. ¿No es ése el maldito nombre...?
»En cualquier caso, caí en que debían saber más acerca de lo que ocurría allá en Mississippi. Pensé que quizás arrojaría alguna luz sobre la situación. Así que fui al hotel para ver al senador, es decir, para probarlo. Aquello era una casa de locos. Había una multitud y la policía se esforzaba por mantener el orden, pero estaba desbordada. Había cámaras de televisión por todo el lugar y periodistas y la gente de la radio. Bueno, de cualquier modo, no vi al senador. Pero encontré a otra persona. Le reconocí por las fotos del periódico. El que se llamaba Davenport...
—El biólogo—concreté.
—Sí, eso es. El científico. Lo arrinconé y quise explicarle que tenía que ver al senador. No me ayudó demasiado. Ni siquiera estoy seguro de que me escuchase. Parecía disgustado, sudaba más que una mula y estaba blanco como el papel. Me imaginé que quizás estuviera enfermo y se lo pregunté por si podía hacer algo por él. Entonces me lo contó. No creo que tuviera ganas de contármelo. A lo mejor, después se arrepintió. Pero estaba tan enojado, tan desbordado, que en aquel momento no le importó. Te digo que el hombre estaba angustiado. Nunca me había echado a la cara un hombre tan desolado como él. Me agarró por las solapas y pegó su rostro al mío. Estaba tan nervioso que al hablar escupió sobre mí. Él no habría hecho una cosa como aquélla por nada del mundo; él no es de esos hombres...
—Alf—supliqué—. Alf, céntrate.
—Se me olvidó decirte—recordó Alf—que acaba de conocerse la noticia de ese platillo volante que trajiste. La radio no hablaba de otra cosa, que estaba localizando las concentraciones nucleares. Bueno, comencé a contarle al científico por qué tenía que ver al senador, por el proyecto de Greenbriar. Y fue entonces cuando empezó, agarrándome de tal modo que no podía zafarme. Me explicó que la noticia de la condición de los extraterrestres, que destruyésemos nuestra capacidad nuclear, era la peor cosa imaginable, que el Pentágono está convencido de que los extraterrestres son una amenaza y que deben ser detenidos.
—Alf—dije, repentinamente desmayado, adivinando lo que seguía.
—Y añadió que tenían que detenerlos antes de que controlen más territorio y que la única manera de hacerlo es una bomba H justo sobre Millville.
Se interrumpió, casi sin aliento.
No dije nada. No podía decir ni una palabra, estaba paralizado. Me acordé de la expresión del general, cuando me entrevisté con él esa mañana, y del senador proclamando: "Tenemos que confiar en usted. Nos tiene en sus manos."
—Brad—preguntó Alf con inquietud—, ¿estás ahí? ¿Me has oído?
—Sí—le aseguré—, estoy aquí.
—Davenport me comentó que tenía miedo de que la localización nuclear empujara a los militares a una acción no meditada, sabiendo que tenían que actuar o no tendrían nada que utilizar. Como un hombre con una pistola, comparó, que se enfrenta a una bestia salvaje. No quiere matar a la bestia a menos que no quede otro remedio y siempre cabe la posibilidad de que la bestia se largue y que él no tenga que disparar. Pero supón que está informado de que en los próximos dos minutos su pistola desaparecerá en el aire. Bueno, ha de arriesgarse y disparar antes de que la pistola desaparezca. Tiene que matar la bestia mientras tenga la pistola.
—Y ahora—dije yo, con más sensatez de lo que hubiera creído posible—, Millville es la bestia.
—Millville no, Brad. Sólo...
—Sí—atajé—, en el fondo Millville no. Cuéntale esto a la gente cuando la bomba explote.
—Ese Davenport estaba fuera de sí. No hubiera debido hablar conmigo...
—¿Crees que sabe de lo que está hablando? Se peleó con el general esta mañana.
—Creo que conoce más cosas de las que me contó, Brad. Habló durante un par de minutos y luego cerró el pico. Como si supiera que no debía explicarlo. Pero está obsesionado con una idea. Opina que lo único que detendría a los militares es la fuerza de la opinión pública. Supone que, si lo que planean llega a saberse, habrá tal escándalo que no se atreverán a actuar. Señaló que no sólo la población se sentiría indignada ante tanta sangre fría, sino que desearía que esos extraterrestres entraran; está a favor de cualquiera que quiera destruir la bomba. Y este biólogo tuyo va a hacer pública esta historia. No dijo que fuera a hacerlo, pero eso es lo que prepara. Se lo contará a algún periodista, puedes poner la mano en el fuego.
Sentí que se me encogía el corazón y se me doblaron las rodillas. Apreté fuertemente las piernas contra la mesa para no desplomarme.
—Este pueblo se volverá absolutamente loco —dije—. Le pedí al general esta mañana...
—¡Le pediste al general! Dios bendito, ¿lo sabías?
—Claro que lo sabía. No que fueran a hacerlo. Únicamente que lo estaban considerando.
—¿Y no dijiste ni una palabra?
—¿A quién podía decírselo? ¿De qué habría servido? Y no estaba seguro. Era una posibilidad, la última posibilidad. Trescientas vidas contra tres mil millones...
—¡Pero tú, tú mismo! Todos tus amigos...
—Alf—supliqué—, no había nada que yo pudiera hacer. ¿Qué habrías hecho tú? ¿Contárselo al pueblo y volver loco a todo el mundo?
—No lo sé. No sé qué hubiera hecho yo.
—Alf, ¿el senador está en el hotel? Quiero decir, ¿está allí ahora mismo?
—Me parece que sí. ¿Vas a llamarle, Brad?
—No sé de qué serviría—dije—, pero tal vez debiera hacerlo.
—Voy a colgar—dijo Alf—. Y, Brad..
—Sí.
—Brad, te deseo toda la suerte del mundo, te lo digo de verdad. Toda la suerte del mundo.
—Gracias, Alf.
Oí el clic del receptor cuando colgó y la línea zumbó vacía en mi oído. Mi mano empezó a temblar y dejé el receptor cuidadosamente sobre la mesa, sin colocarlo en la horquilla.
Joe Evans me miraba con dureza.
—Tú lo sabías—me acusó—. Lo has sabido siempre.
Hice un gesto de negación.
—No que pensaran hacerlo. El general sólo lo mencionó como último recurso.
Davenport saltó sobre él...
No terminé lo que quería decir. Las palabras se desvanecieron. Joe aún tenía sus pupilas clavadas en mi.
Estallé contra él.
—Maldita sea, tío—vociferé—, no podía contárselo a nadie. Le dije al general que, si tenía que hacerlo, lo hiciera sin avisar. Que no nos previniera. De este modo, ni siquiera veríamos el resplandor. Moriríamos, por supuesto, pero sólo una vez. No mil veces...
Joe cogió el teléfono.
—Voy a intentar de ponerme en contacto con el senador—dijo.
Me senté en una silla.
Me encontraba sin ánimo. No había nada dentro de mí. Oí a Joe discutir por teléfono, pero no reconocía sus palabras, pues parecía que, de repente, había creado un pequeño mundo propio (como si ya no hubiera espacio para mí en el mundo normal) y me hubiese envuelto con él a modo de manta.
Me sentía miserable, al mismo tiempo que enfadado, y tal vez sumido en la perplejidad.
Joe estaba diciéndome algo y fui consciente de ello sólo después de que casi hubiera acabado de hablar.
—¿Qué decías?
—Cogieron la llamada—me comunicó Joe—. Nos llamará.
Asentí.
—Les insistí en que era importante.
—Me pregunto si lo es—me atreví a insinuar.
—¿Estás loco? Pues claro que...
—Me gustaría conocer qué puede hacer el senador, o de qué servirá que yo, tú o cualquiera hable con él al respecto.
—El senador tiene mucho peso—acotó Joe—. Le agrada hacer alardes.
Nos quedamos sentados un momento, esperando la llamada, al senador y su declaración.
—Si nadie nos defiende—inquirió Joe—, si nadie lucha por nosotros, ¿qué vamos a hacer?
—¿Qué podemos hacer?—me descorazoné—. Ni siquiera podemos correr. Ni escapar. Estamos indefensos.
—Cuando el pueblo sepa...
—Lo sabrán—intercalé—en cuanto la noticia se dé a conocer. Si se da a conocer. La anunciarán en la televisión, en la radio... y todo el mundo en este pueblo está pegado a un aparato.
—Quizás alguien cogerá a Davenport y le tapará la boca.
Sacudí la cabeza.
—Estaba bastante enojado esta mañana. Quería imponerse al general.
¿Y quién tenía razón?, reflexioné. ¿Cómo saber en este corto espacio de tiempo quién tenía razón o quién estaba equivocado?
Durante años, el hombre luchó contra los insectos, las plagas y las malas hierbas. Los combatía de todas las maneras a su alcance. Los mataba de todas las maneras que podía. Si bajabas la guardia un momento, los hierbajos lo ocupaban todo. Surgían en cada cercado, cada seto, brotaban en todo terreno libre. Crecían en todas partes. Cuando la sequía mataba a los cereales y enfermaba al maíz, las malas hierbas seguían creciendo, verdes, fuertes y esbeltas.
Y ahora llegaba otra mala hierba, procedente de otro tiempo, un hierbajo que con toda probabilidad destruiría no sólo el maíz y los cereales, sino también el género humano. Si éste fuera el caso, lo único que se podría hacer era combatir como si se tratara de cualquier otro hierbajo, con todos los medios a nuestro alcance.
Pero supongamos que éste era un tipo distinto de hierbajo, no un hierbajo ordinario, sino un hierbajo con una alta adaptabilidad que había estudiado las costumbres del hombre y las de los hierbajos, y que con sus enormes conocimientos y su adaptabilidad podía arreglárselas para sobrevivir a todo lo que el hombre pudiera arrojarle. Es decir, a todo excepto a una radiación masiva.
Ésta fue la respuesta cuando el problema se planteó en ese extraño proyecto de Mississippi.
Y la reacción de las Flores ante esa respuesta simple fue deshacerse de la radiación. Y mientras se deshacían de ella, ganarse el afecto del mundo.
Si ésa era la situación, el Pentágono tenía toda la razón.
El teléfono zumbó sobre la mesa.
Joe cogió el receptor y me lo pasó.
Mis labios parecían estar rígidos. Las palabras que pronuncié sonaron duras y secas.
—Hola—saludé—. Hola. ¿Es el senador?
—Naturalmente señor Carter. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Hay un rumor...
—Hay muchos rumores, Carter. Circulan una docena de ellos.
—Sobre una bomba en Millville. El general aventuró esta mañana...
—Sí—dijo el senador, tranquilo en demasía—. Yo también conozco ese rumor y me tiene bastante intranquilo. Pero no se ha producido la confirmación. No es más que un rumor.
—Senador—dije—, quisiera que fuera sincero con nosotros. Para usted es inquietante. Para nosotros es esencial.
—Bueno—retrocedió el senador. Casi le podía oír debatir consigo mismo.
—Dígame—insistí—. Somos los implicados...
—Sí, sí—habló el senador—. Tienen derecho a saber. No se lo niego.
—Entonces, ¿qué sucede?
—En rigor, opera en nuestras manos una información fiable—me reveló el senador—. Se están realizando consultas a alto nivel entre las potencias nucleares. Esta condición de los extraterrestres es un golpe bastante fuerte para ellas, ¿sabe? Las consultas son secretas, como imagina usted. Se dará cuenta, huelga todo comentario...
—Perfectamente—aseguré—. Puedo garantizarle...
—Oh, no es para tanto—medió el senador—. Uno de los chicos de la prensa se lo olerá antes de que pase la noche. Pero no me gusta. Parece como si se buscara un acuerdo. En vista de la opinión pública, mucho me temo...
—¡Senador! Por favor, consideraciones políticas, no.
—Lo siento —se excusó el senador—. No quería decirlo de ese modo. No le ocultaré que estoy inquieto. Me esfuerzo por discernir qué hechos...
—Entonces, la situación es crítica.
—Si la barrera se mueve un metro más—dijo el senador—, si pasa algo más, no es inconcebible que actuemos unilateralmente. Los militares siempre pueden sostener que actuaron para salvar al mundo de la invasión por parte de una horda extraterrestre. También afirmarían que disponían de información reservada o confidencial y negarse a hacerla pública. Tendrían una tapadera y, una vez hecho, podrían ponerse cómodos y dejar que el tiempo siguiera su curso. Tendrían mucho de que responder, naturalmente, pero saldrían airosos.
—¿Qué piensa usted?—indagué—. ¿Cuáles son las posibilidades?
—¡Dios!—suspiró el senador—, no lo sé. No tengo informes. No sé qué va a decidir el Pentágono. No conozco sus apreciaciones ni la carpeta que han entregado los jefes del alto estado mayor al presidente. Tampoco hay medio de averiguar las posturas de Gran Bretaña, Rusia o Francia.
La línea sonó fría.
—¿Hay algo—tanteó el senador—que puedan hacer desde Millville?
—Un llamamiento—se me ocurrió—. Un llamamiento público. Los periódicos y la radio...
Casi pude verle negarse con la cabeza.
—No funcionaría—me interrumpió—. Nadie tiene forma de saber lo que ocurre detrás de la barrera. Queda siempre la posibilidad de una influencia por parte de los extraterrestres. Y la petición de un favor especial aun cuando fuera perjudicial para el mundo. Los medios de comunicación lo difundirían, lógicamente, lo harían bien y lo convertirían en algo grande. Pero ello no influiría en lo más mínimo en la decisión oficial.
En última instancia sólo serviría para agitar a la gente, en todas partes. Y ya hay bastante sensacionalismo ahora. Lo que necesitamos son hechos fiables y un poco de sentido común.
Tenía miedo—pensé—de que fuéramos a hundir el barco. Él quería mantenerlo todo en silencio y con discreción.
—Y, en cualquier caso—apostilló—, no hay evidencia real...
—Davenport es de la opinión de que sí la hay.
—¿Ha hablado con él?
—No—dije bastante verazmente—, no he hablado con él.
—Davenport—me confió—no comprende. Salió del aislamiento de su laboratorio y...
—A mí me pareció inteligente—le contradije—. Parecía civilizado.
Y lamenté haberle llevado la contraria, pues ahora le había hecho sentirse molesto además de asustarle.
—Ya le llamaré—musitó, un tanto fríamente—. Tan pronto como me entere de algo le llamaré a usted o a Gerald. Haré cuanto pueda. No creo que tenga que preocuparse. Sólo impida que esa barrera se mueva, mantenga la calma. Eso es todo lo que tiene que hacer.
—Claro, senador—dije, disgustado.
—Gracias por llamar—se despidió el senador—. Me mantendré en contacto.
—Adiós, senador.
Volví a dejar el receptor en la horquilla. Joe me miró interrogativamente.
Sacudí la cabeza.
—No sabe nada y no dice nada. Y supongo que se siente impotente. No puede hacer nada por nosotros.
Resonaron unos pasos en la acera y un segundo después se abrió la puerta. Me giré y allí estaba Higgy Morris.
Con toda la gente que podía haber entrado en ese preciso momento, tenía que ser Higgy Morris.
Nos miró al uno y al otro.
—¿Qué pasa con vosotros, tíos?—fue su agradable saludo.
Seguí mirándole, con el deseo de que se esfumara, pero a sabiendas de que no lo haría.
—Brad—aconsejó Joe—, tenemos que decírselo.
—Muy bien—me resigné—. Adelante, díselo.
Higgy no se movió. Permaneció junto a la puerta mientras Joe le contaba cómo estaban las cosas. Higgy puso unos ojos extraviados y pareció convertirse en una estatua. No movió ni un músculo; no interrumpió.
Durante un largo momento reinó el silencio, luego Higgy me dijo:
—¿Qué piensas? ¿Podrían hacernos algo así?
Asentí.
—Podrían. Tal vez lo hagan. Si la barrera volviera a moverse. Si sucediera algo más.
—Bien, en ese caso—resolvió Higgy, poniéndose en acción—, ¿a qué estamos esperando? Hemos de empezar a cavar.
—¿Cavar?
—Claro. Un refugio antibombas. Tenemos mano de obra. No hay nadie en el pueblo que esté haciendo algo. Podríamos poner a todo el mundo a trabajar. Se guarda un equipo de carreteras en el cobertizo lindante con la estación del ferrocarril y debe de haber una docena o más de camiones desperdigados aquí y allá. Nombraré un comité... Y, decidme, ¿qué os pasa, amigos?
—Higgy—objetó Joe, casi amablemente—, no entiendes. No será con lluvia radiactiva, será un impacto con el pueblo como centro. No se puede construir un refugio, no tiene sentido.
—Podríamos intentarlo—insistió el testarudo de Higgy.
—No podrías cavar lo suficientemente profundo—expuse en términos comprensibles para él—, ni construir lo bastante fuerte para resistir la explosión. Y aunque pudieras, está el oxígeno.
—Pero tenemos que hacer algo—gritó Higgy—. No podemos sentarnos y aceptarlo. ¡Van a matarnos a todos!
—Pues, amiguito—sentencié—, lo siento en el fondo de mi corazón...
—Oye, mira...—se enfadó Higgy.
—¡Basta!—bramó Joe—. Parad los dos. Tal vez os traigáis sin cuidado el uno al otro, pero tenemos que trabajar juntos. Y hay una manera. Tenemos un refugio.
Le miré sorprendido, luego vi adónde quería ir a parar.
—No—exclamé—. No, no podemos hacer eso. Todavía no. ¿No lo entiendes? Sería arrojar por la borda toda posibilidad de negociación. No podemos hacérselo saber.
—Diez a uno—apostó Joe—a que ya lo saben.
—No entiendo nada—se desesperó Higgy—. ¿Qué refugio tenemos?
—El otro mundo—descubrió Joe—. El mundo paralelo, el mundo en el que estuvo Brad. Podríamos retroceder en él en caso de necesidad. Cuidarían de nosotros, nos permitirían vivir allí. Cultivarían comida para nosotros y habría asistentes que nos mantendrían sanos y...
—Olvidas una cosa—apunté—. No sabemos cómo ir. Está sólo ese lugar del jardín y ahora todo ha cambiado. Las flores han desaparecido y allí no hay nada, salvo los arbustos del dinero.
—El asistente y Smith podrían mostrárnoslo —sugirió Joe—. Ellos conocerán el camino.
—No están aquí—informó Higgy—. Se marcharon a su casa. No había nadie en la clínica y dijeron que tenían que irse, pero que regresarían si les necesitábamos. Los conduje a casa de Brad y no tuvieron ningún problema para dar con la puerta o cómo queráis llamarlo. Sencillamente caminaron un trecho por el jardín y luego desaparecieron.
—Entonces, ¿sabrías encontrarlo?—preguntó Joe.
—Podría acercarme bastante.
—Por lo tanto, podemos encontrarlo si es preciso—consideró Joe—. Podemos formar filas, codo con codo, y marchar por el jardín.
—No lo sé—insinué—. Tal vez no esté siempre abierto.
—¿Abierto?
—Sí; si permaneciera abierto todo el tiempo —conjeturé—, habríamos perdido a mucha gente en los últimos diez años. Los niños jugaban allí y otra gente lo utilizaba como atajo. Yo lo cruzaba para ir a casa de Doc Fabian y mucha gente iba y venía a través de él. Algunos de ellos habrían tropezado con esa puerta si hubiera estado abierta.
—Bueno, de todos modos—dijo Higgy—, podemos llamarles mediante uno de esos teléfonos...
—No—dije—, hasta que realmente tengamos que hacerlo. Probablemente nos apartaremos para siempre del género humano.
—Sería mejor que morir—filosofó Higgy.
—No nos precipitemos—les supliqué—. Demos a nuestra gente tiempo para solucionarlo. Es posible que no pase nada. No podemos ir pidiendo asilo hasta que sepamos que lo necesitamos. Queda la posibilidad de que las dos partes lleguen a un acuerdo. Ya sé que las perspectivas no pintan bien, pero la humanidad aún tiene una posibilidad de negociar.
—Brad—dijo Joe—, no creo que celebren negociaciones ni que los extraterrestres pensaran que las habría. Y—me acusó—esto nunca hubiera pasado de no ser por ti.
Me tragué la ira y le espeté:
—Hubiera ocurrido en algún sitio. Si no en Millville, en otro lugar. Si no ahora mismo, más tarde.
—Pero ésa es la cuestión—recalcó Higgy, desagradablemente—. No hubiera pasado aquí; habría pasado en otro lugar.
No tenía respuesta. Había una, por supuesto, pero no la respuesta que Higgy aceptaría.
—Y deja que te diga algo más—se envalentonó Higgy—. Una advertencia amistosa. Será mejor que mires por dónde andas. Hiram quiere atraparte. La paliza que le atizaste no mejoró en modo alguno la situación. Y hay muchos exaltados que son del mismo parecer. Te culpan a ti y a tu familia por lo de la barrera.
—Higgy—protestó Joe—, nadie tiene derecho...
—Ya sé que no lo tienen—convino Higgy—, pero así son las cosas. Yo procuro mantener la ley y el orden, pero ahora no puedo garantizarlas.
Se volvió y me habló directamente.
—Te convendría esperar a que esto se arregle y pronto. Y si no es así, te recomiendo que encuentres un agujero grande y profundo en el que esconderte.
—Oye, tú...—dije.
Me puse en pie de un salto y le hubiera golpeado, pero Joe rodeó rápidamente la mesa, me agarró y me empujó hacia atrás.
—¡Basta!—clamó, exasperado—. Ya tenemos suficientes problemas sin que vosotros dos os peleéis.
—Si el rumor de la bomba se extiende—me intimidó con saña—, yo no daría un níquel por tu vida. Estás demasiado metido en esto. La gente empezará a preguntarse...
Joe agarró a Higgy y lo empujó con rabia contra la pared.
—Cierra la boca—le amenazó—o te la cerrare yo.
Alzó un puño, se lo mostró a Higgy y éste cerró la boca.
—Y ahora—ironicé—, dado que has restaurado la ley y el orden, y todo está pacífico y tranquilo, no me necesitarás. Me voy.
—Brad—farfulló Joe, entre dientes—, espera un momento...
Pero salí y di un portazo detrás de mí.
Fuera, la oscuridad era más densa y la calle estaba vacía. La luz seguía encendida en el ayuntamiento, pero los haraganes de la puerta ya se habían ido.
Tal vez, me dije, debería haberme quedado. Aunque no fuera más que por ayudar a Joe a evitar que Higgy cometiera alguna estupidez.
Pero no hallé motivo para quedarme. Aunque tuviera algo que ofrecer (que no lo tenía), habría sido sospechoso. Pues ahora, por lo visto, estaba bastante desacreditado. Era muy probable que Hiram y Tom Preston hubieran estado ocupados toda la tarde en reclutar gente para el movimiento "Odiad a Bradshaw Carter".
Me desvié de la calle Principal y me dirigí de vuelta a casa. Por todo el camino se respiraba una sensación de paz. Las sombras parpadeaban sobre los parterres que dividían los cruces a la par que una ligera brisa de verano hacía oscilar los faroles. Las ventanas estaban abiertas contra el calor y para captar la brisa. Tenues luces iluminaban el interior de las casas, mientras que por los cristales llegaban murmullos de la televisión o la radio.
Todo parecía pacífico, y, sin embargo, yo sabía que bajo esta tranquila apariencia yacían el odio y el terror, susceptibles de convertir al pueblo en una ruidosa confusión con sólo una única palabra o una acción inesperada.
Se palpaba el resentimiento, un resentimiento latente porque un pequeño grupo de personas tuviera que estar encerrado mientras todo el mundo era libre. Y un sentimiento de rebelión contra la injusticia cósmica de que nosotros, de entre todo el universo, hubiéramos sido elegidos para el encierro. Tal vez también palpitaba un nervioso desasosiego por estar en el punto de mira del resto de la ,Tierra y en la boca de todos, como si fuéramos algo monstruoso y alucinante. Luego, intuir el avergonzado temor de que las naciones pudieran pensar que habíamos atraído la barrera sobre nosotros por alguna obstinada falta moral o mental.
Arrojados a esta situación, era natural que la gente del pueblo estuviera ávida de comprender cualquier interpretación que restaurase su buen nombre y ponerlos a bien, no tanto consigo mismos, cuanto con los extraterrestres y el mundo. Se hallaban dispuestos a creer cualquier cosa (lo mejor o lo peor); a abrazar todos los rumores; a revolcarse en especulaciones extravagantes; a intentar pintar su panorama en blanco o negro (aun cuando sabían que todo era gris), porque en esta dirección maniquea residía la deseada simplicidad que brindaba una comprensión más fácil y una aceptación cómoda.
Y no podía culpárseles, ponderé. No estaban preparados para aceptar una cosa semejante de sopetón. Durante años, habían vivido de forma poco espectacular en un remanso del discurrir del mundo. Los pequeños acontecimientos de la vida del pueblo se les hacían grandes, los hitos de su vida: aquella vez que el alocado hijo de Johnson estrelló su destartalado cacharro contra el árbol de la calle Elm; el día que los bomberos fueron llamados para rescatar al gato de la abuela Jones del tejado de la parroquia presbiteriana (y hasta hoy nadie había podido averiguar cómo llegó hasta allí); la tarde en que Pappy Andrews se durmió mientras pescaba a la orilla del río y cayó a la corriente... Le rescataron, totalmente despierto, pero con agua en los pulmones, vomitando y bloqueando Len Streeter (y hubo especulación acerca de por qué Len Streeter paseaba por la orilla del río). Sus vidas habían estado hechas de estas anécdotas, de pequeños momentos de emoción.
Hoy se enfrentaban a algo mayor, a algo que no comprendían, un acontecimiento y una situación que eran, por el momento, demasiado grandes para que el mundo los entendiera. Y puesto que no podían reducir esta situación a la simple fórmula de la curiosidad espontánea acerca de un gato que había aparecido en el tejado de la parroquia, estaban inquietos y disgustados. Sus nervios estaban de punta, listos para estallar en una actitud antagónica, y probablemente en violencia, si podían hallar algo o alguien contra quien dirigirla. Y ahora, sabían que Tom Preston y Hiram Martin les habían proporcionado un objetivo para su violencia.
Me di cuenta de que estaba casi en casa. Me encontré frente a la gran casa de ladrillo, sólida y con empaque, propiedad de Daniel Willoughby, el tipo de casa que le cuadraba a un hombre como Daniel Willoughby. Al otro lado de la calle, en la esquina, se alzaba el hogar de los Perkins, forasteros que se habían mudado a la casa hacía más o menos una semana. Era una de las pocas viviendas en alquiler, y la gente iba y venía año tras año más o menos. Nadie se desviaba nunca de su camino para entablar conversación con estos inquilinos; no valía la pena. Y un par de manzanas abajo aparecía la casa de Doc Fabian.
Dentro de unos minutos, calculé, estaría en casa, de vuelta al salón con el agujero en el tejado, de vuelta al resonante vacío y a la solitaria cuestión, al odio y a la sospecha de un pueblo receloso detrás de la puerta.
Al otro lado de la calle, una puerta de mosquitera golpeó y unos pies cruzaron con estrépito los tablones del porche.
Aquella voz rompió la noche.
—Wally, ¡van a bombardearnos! ¡Lo han dicho en la televisión!
Una sombra se encorvó desde la oscuridad de la tierra; era un hombre que había estado tumbado en la hierba o sentado en una silla reclinable de jardín, un hombre invisible hasta que el grito lo había hecho incorporarse de un salto.
Gorjeó al intentar articular alguna palabra, pero no lo logró.
—¡Era un informativo!—gritó el otro desde el porche—. Ahora mismo. En la televisión.
El hombre del jardín estaba ya en pie y corría, dirigiéndose hacia el porche.
Y yo corría también. Me apresuré hacia mi casa, tan rápido como era capaz; mis piernas se movían por su propio impulso, sin que se lo ordenara el cerebro.
Esperaba tener un poco de tiempo, pero se conoce que las cosas se habían precipitado.
El rumor se extendía antes de lo que yo había imaginado.
Pues el anuncio, estaba seguro de ello, no se refería más que a un rumor de que podía tener lugar un bombardeo; de que, como último recurso, se arrojaría una bomba sobre Millville. Pero también sabía que, en lo tocante a este pueblo, no habría diferencia alguna. Mis vecinos no diferenciarían entre un hecho y un rumor.
Éste era el detonante que convertiría a este pueblo en un manicomio lleno de odio. Yo estaría implicado, tal vez Gerald Sherwood, al igual que Stiffy, si estuviera aquí.
Me alejé de la calle y bajé precipitadamente la pendiente de detrás de la casa de los Fabian. Enfilé hacia el pequeño terreno donde crecía la plantación de dinero. No pensé en Hiram hasta que estuve a medio camino. Durante el día, vigilaba los arbustos del dinero y podía estar todavía allí. Resbalé al detenerme. Me agazapé contra el suelo. Con un golpe de vista, inspeccioné el área, y luego avancé por ella paso a paso, fijándome en cualquier forma oscura, cualquier movimiento que pudiera traicionar a un observador.
A lo lejos, oí un grito y alguien corrió calle abajo, con los pies martilleando la acera. Una puerta chirrió y en algún sitio, a varios bloques de distancia, un coche se puso en marcha y el conductor forzó el motor. La voz excitada de un comentarista de las noticias flotaba entre las ventanas abiertas, pero no pude distinguir sus palabras.
No vi señales de Hiram.
Me puse en pie y bajé con cuidado la pendiente. Llegué al jardín y lo crucé. Delante de mí se alzaba el invernadero destrozado y en una de sus esquinas, el olmo de semillero.
Me acerqué al invernadero y me detuve junto a él durante unos momentos, buscando por última vez a Hiram, para asegurarme de que no iba a lanzarse sigilosamente sobre mí. Después, comencé a moverme; sin embargo, una voz me habló y su sonido me dejó helado.
Aunque, en ese mismo momento, me di cuenta de que no había sonido.
Bradshaw Carter, pronunció nuevamente la voz muda.
Y percibí un olor a morado, tal vez no exactamente un olor, sino una sensación de morado. Impregnaba el aire y me recordó intensa y muy claramente el campamento de Tupper Tyler, donde la presencia me había esperado en la falda de la colina para acompañarme a la Tierra.
—Sí—dije—. ¿Dónde estás?
El olmo de al lado del invernadero parecía agitarse, si bien no había brisa suficiente para ella.
Estoy aquí—capté—. He estado aquí todos estos años. Aguardaba este momento en que podría hablar contigo.
—¿Lo sabéis?—me sorprendí, y era una pregunta estúpida, pues no tenía la menor duda de que estaban al corriente de la bomba y de todo lo demas.
Lo sabemos—transmitió el olmo—, pero no puede haber desesperación.
—¿Que no hay desesperación?—le pregunté, pasmado.
Si fracasamos esta vez, volveremos a intentarlo. En otro lugar, probablemente. O puede que tengamos que esperar hasta que la... ¿cómo se llama?
—Radiación—le respondí—. Así es cómo se llama.
Hasta—continuó lo morado—que desaparezcan las radiaciones.
—Tardarán años.
Disponemos de esos años. Tenemos todo el tiempo del mundo. Para nosotras no hay final. El tiempo es ilimitado.
—Pero sí es limitado para nosotros—razoné, con una gran lástima por la humanidad, pero en particular por mí mismo—. Hay un final para mí.
Sí, es cierto—observó lo morado—. Sentimos mucha lástima por usted.
Y supe que ahora era el momento de solicitar su ayuda, de señalar que estábamos en una situación sin elección ni acción por nuestra parte, y que los que nos habían puesto en ella debían ayudarnos a salir.
Pero cuanto probé a decírselo, no acerté a pronunciar las palabras. No podía admitir ante esta cosa extraterrestre nuestra total impotencia.
Me lo impedían, supongo, la testarudez y el orgullo. Pero hasta que traté de pronunciar las palabras no descubrí mi testarudez y orgullo.
Sentimos mucha lástima por usted, había dicho el olmo. Pero ¿qué tipo de lástima?, ¿una lástima real o sincera?, ¿la lástima superficial y pedante de los inmortales por una criatura débil y vacilante que estaba a punto de morir?
Yo sería huesos y polvo; al final, ni huesos ni polvo, sino olvido y arcilla; por contra, esas cosas vivirían eternamente, por los siglos de los siglos.
Valoré que sería más importante para nosotros ser huesos y polvo, tener un orgullo testarudo, ser fuertes y seguros de nosotros mismos. Era lo único que poseíamos, lo único a lo que podíamos aferrarnos.
Lo morado, pensé, ¿y qué era lo morado? No era un color, era algo más. Era, tal vez, el olor a inmortalidad, el efluvio de esa gran despreocupación que no permitía preocuparse ya que todo aquello por lo que se preocupaba sólo duraba un día, mientras ella avanzaba en un futuro eterno hacia otras realidades y otras vidas por las que no podía preocuparse.
Y eso era soledad, pensé, una interminable y desesperanzada soledad como el género humano jamás tendría que afrontar.
Allí de pie, tocando el borde duro y frío de esa soledad, sentí la pena nacer dentro de mí y parecía extraño que se pudiera sentir pena por un árbol. Aunque comprendí que no sentía pena del árbol ni de las flores moradas, sino de la presencia que me había acompañado a casa y que estaba también aquí, de la misma materia viva de la que yo estaba hecho.
—Yo también siento lástima por ti—dije; no obstante, en el mismo momento en que hablaba, adiviné que no comprendería mejor la lástima de lo que habría comprendido el orgullo, de haberlo conocido.
Un coche dobló chirriando por la curva de la calle que asomaba por encima del terreno y la luz de sus faros se proyectó a través del invernadero. Me agaché, pero las luces desaparecieron antes de que terminara de agacharme. En algún lugar, en la oscuridad, alguien me llamaba, tímida, casi temerosamente.
Otro coche llegó por la curva, giró raudamente y sus neumáticos aullaron al realizar la maniobra. El primer coche iba a pararse frente a mi casa y derrapó sobre el asfalto cuando lo detuvieron los frenos.
—¡Brad!—gritó la voz suave y temerosa—. ¿Estás ahí, Brad?
—Nancy—dije—. Nancy, por aquí.
Presentí que algo andaba mal, terriblemente mal. Noté tensión en su voz, como si hablara a través de una neblina de miedo. Y había algo raro también en esos veloces coches que se detenían en la casa.
—Creí que te había oído hablar—me comentó Nancy—, pero no podía verte. No estabas en casa y...
Un hombre rodeó corriendo la parte trasera de la casa, una sombra oscura brevemente dibujada por la farola de la esquina. Enfrente, había otros hombres; podía oír sus pasos precipitados y sus enojados susurros.
—Brad—repitió Nancy.
—Espera—advertí—. Algo no marcha.
Ahora pude verla. Se aproximaba hacia mí dando traspiés en la oscuridad.
Junto a la casa, una voz gritó:
—¡Sabemos que estás ahí, Carter! ¡Si no sales, entraremos a buscarte!
Me volví, corrí hacia Nancy y la tomé en mis brazos.
Estaba temblando.
—Esos hombres...—empezó.
—Son Hiram y sus compinches—rematé la frase.
Un cristal se rompió y una línea de fuego describió un arco en la noche.
—Tal vez salgas ahora, maldita sea—chilló alguien triunfantemente.
—Corre—aconsejé a Nancy—. Colina arriba. Escóndete entre los árboles.
—Se trata de Stiffy—me respondió en susurros—. Le encontré y él me envió...
Un repentino resplandor de fuego brotó dentro de la casa. Las ventanas del comedor fulguraban como relucientes ojos. Y, a la luz de las llamas, vi las figuras oscuras brincando, gritando en un estúpido frenesí.
Nancy corrió y yo la seguí. Detrás de nosotros una voz bramó por encima del griterío de la multitud que se acercaba:
—¡Allí está! ¡Allá abajo, en el jardín!
Algo se agarró a mi pie y me hizo tropezar, rodé entre los arbustos del dinero. Las irregulares ramas me arañaron la cara y me desgarraron la ropa mientras me esforzaba por ponerme en pie.
Una lengua de restallantes llamas saltó por encima de la casa, serpenteó por el orificio que la máquina el tiempo había practicado en el tejado; y ahora resplandecían todas las ventanas. En un repentino silencio, pude oír el crepitar del fuego royendo la estructura.
Un grupo silencioso de hombres corría cuesta abajo hacia el jardín. El martilleo de sus pies y el desagradable jadeo de su respiración llegaron a través del espacio que nos separaba.
Me detuve y pasé la mano por la tierra y, en la oscuridad, encontré lo que me había hecho tropezar. Mis dedos se cerraron a su alrededor y lo levanté; era un madero de cuatro pies de longitud, viejo y que comenzaba a pudrirse en los bordes, pero aún sólido en el centro.
Una porra, pensé, y éste sería el fin. Al menos, uno de ellos moriría, tal vez dos, mientras me mataban.
—¡Corre!—le grité a Nancy, sabiendo que estaba allí, en alguna parte, aunque no podía verla.
No quedaba más que una cosa, me dije, una última cosa: golpear a Hiram Martin con la porra antes de que la multitud se me echara encima.
Alcanzaron el remate de la pendiente y cruzaron apresuradamente el llano terreno del jardín, con Hiram a la cabeza. Me quedé quieto y los esperé, con la porra dispuesta, mirando cómo Hiram corría hacia mí, con la blanca hendidura de sus dientes brillando en la oscuridad de su cara.
Le daré entre los ojos—concebí—y su cabeza se abrirá como un melón; y después otro golpe. Si tengo oportunidad.
Ahora el fuego rugía, ardía con mayor celeridad por la reseca madera de la casa, y hasta donde estaba se sentía el calor.
Los hombres se aproximaban y yo levanté la porra un poco más, moviendo los dedos para cogerla mejor.
Pero en ese último instante antes de que se pusieran a mi alcance, se pararon en seco y algunos de ellos retrocedieron; éstos contemplaban a los otros, con la boca abierta de par en par, en un gesto de sorpresa y horror. No me miraban a mí, sino a algo que estaba más allá.
Entonces, se separaron y corrieron hacia la pendiente. Sus bramidos se mezclaron con el rugido de la casa en llamas. Parecían ganado en estampida a causa de un incendio en la pradera, expresando a gritos su terror.
Giré sobre mis pies para mirar detrás de mí y ahí estaban esos seres de ese otro mundo, con sus pieles de ébano brillando bajo el resplandor del fuego, con sus plumas de plata agitándose con la brisa. Y al caminar hacia mí, gorjeaban con su fantástico trino.
Dios mío—pensé—, ¡no han podido esperar! Han venido pronto, con objeto de no perderse ni un solo estremecimiento de este lugar herido por el terror.
Y no sólo esta noche, sino en noches futuras, viajarán en el tiempo hasta el instante presente. Un nuevo lugar para su contemplación, una nueva casa encantada con las ventanas rotas gracias a las cuales podrán observar el horror de otra tierra.
Avanzaban hacia mí y yo estaba allí de pie con la porra entre las manos. Volvía a notar el olor de lo morado y una voz sin sonido que reconocí.
Marchaos—dijo la voz—. Marchaos. Habéis venido demasiado pronto. Este mundo no está abierto.
Alguien llamaba desde lejos, se perdía y llamaba entre el trueno, el crepitar del fuego y el fuerte y excitado canto de estos extraños seres del mundo morado de Tupper Tyler.
Marchaos, insistió el olmo, y sus palabras sin voz chasquearon como un látigo.
Y se marchaban o, al menos, desaparecían, fundiéndose en una sorprendente oscuridad más negra que la noche.
Un olmo había hablado, me maravillé, ¿y cuántos otros árboles...? ¿ Qué parte de este pueblo era todavía Millville y qué parte el mundo morado? Alcé la cabeza para ver las copas de los árboles que bordeaban el jardín y ahí estaban, como fantasmas contra el cielo, meciéndose por un irreal viento que soplaba desde un lugar desconocido. Meciéndose. ¿Hablaban también? ¿Eran los viejos, mudos y estúpidos árboles de la tierra u otra especie de una tierra diferente?
Nunca lo sabríamos, me dije, y tal vez no importara, pues, desde el principio, no tuvimos ninguna oportunidad. Estábamos derrotados antes de comenzar. Habíamos perdido el día, hacía ya mucho tiempo, en que mi padre trajo a casa las flores moradas.
Desde lejos, alguien llamaba y el nombre era el mío.
Solté el madero y crucé el jardín, sin reconocer quién era. No se trataba de Nancy, pero era alguien que yo conocía.
Nancy vino corriendo colina abajo.
—Date prisa, Brad—me aconsejó.
—¿Dónde estabas?—le pregunté—. ¿Qué pasa? —Es Stiffy. Ya te lo dije. Está esperando en la barrera. Se escabulló entre los guardias. Dice que tiene que verte.
—Pero Stiffy...
—Está aquí. Y quiere hablar contigo. Nadie mas servirá.
Subió trotando la colina y yo corrí tras ella. Pasamos a través del jardín de Doc, cruzamos la calle y otro jardín; y allí, justo delante de nosotros, estaba la barrera.
Una figura con aspecto de gnomo se levantó del suelo.
—¿Eres tú, muchacho?
Me puse en cuclillas al borde de la barrera y le miré desde el otro lado.
—Sí, soy yo—dije—, pero tú...
—Más tarde. No tenemos demasiado tiempo. Los guardias saben que he cruzado las líneas. Han salido en mi busca.
—¿Qué quieres?—inquirí.
—Qué quiero yo, no—replicó—. Qué quiere todo el mundo. Algo que necesitas. Estás en un aprieto.
—Todo el mundo está en un aprieto—generalicé.
—Eso es lo que quiero decir. Un maldito estúpido del Pentágono está dispuesto a lanzar una bomba. Oí parte del jaleo por la radio de un coche cuando me colaba. Sólo un fragmento.
—Muy bien, pues—me desentendí—. El género humano está acabado.
—Acabado, no—insistió Stiffy—. Te digo que hay una manera. Si Washington comprendiera, si...
—Si tú conocías una manera—quise saber—, ¿por qué perder el tiempo en llegar hasta mí? Podrías habérselo contado...
—¿A quién podía contárselo?—me planteó Stiffy—. ¿Quién me hubiera creído? Soy solamente un vagabundo piojoso y me he escapado de un hospital y...
—Muy bien—le interrumpí—. Muy bien.
—Tú eres la persona a quien debo contárselo. Estás acreditado, eso parece. Alguien te escuchará. Puedes ponerte en contacto con alguien y te escucharan.
—Si fuera interesante—condicioné.
—Es interesante—aseveró Stiffy—. Tenemos algo que los extraterrestres desean. Somos los únicos que pueden proporcionárselo.
—¡Proporcionárselo!—grité—. Pero si pueden quitarnos todo lo que quieran...
—Esto no, no pueden—reveló Stiffy.
Meneé la cabeza.
—Haces que parezca demasiado fácil. Ya nos han atrapado. La gente quiere que entren, a pesar de que entrarían de todos modos, aunque la gente no quisiera. Nos han golpeado en nuestro punto débil...
—Las Flores tienen también un punto débil —afirmó Stiffy.
—No me hagas reír.
—Estás disgustado—observó Stiffy.
—Estás condenadamente en lo cierto—reconocí.
Y tenía derecho a estarlo. El mundo se había ido al garete. La aniquilación nuclear pendía sobre nuestras cabezas y el pueblo, antes loco, se pondría frenético cuando Hiram les contara lo que había visto en el jardín. Hiram y los matones de sus compinches habían quemado mi casa hasta los cimientos y yo no tenía hogar; nadie tenía un hogar, pues la Tierra no era ya un hogar. Era sólo uno más en una larguísima cadena de mundos que estaban siendo ocupados por otro tipo de vida que la humanidad no tenía posibilidad de combatir.
—Las Flores son una especie antigua—explicó Stiffy—. Cuán antigua, no lo sé. Mil millones de años, dos mil millones, cualquier suposición es válida. Han viajado a muchos mundos y han conocido a muchas especies, es decir, especies inteligentes. Y han trabajado con ellas e ido de la mano. Pero ninguna otra especie las ha querido nunca. Ninguna otra especie las ha cultivado en sus jardines y las ha cuidado por la belleza que ofrecían...
—¡Estás loco!—exclamé—. Estás loco de atar.
—Brad—terció Nancy, sin aliento—, podría tener razón. La toma de conciencia de la belleza natural es algo que la especie humana ha desarrollado en los últimos dos mil años más o menos. Ningún hombre de las cavernas reparó nunca en que una flor fuera bonita o...
—Tienes razón—se sumó Stiffy—. Ninguna otra especie desarrolló el concepto de belleza. Únicamente un hombre de la Tierra habría desenterrado una mata de flores que crecían en los bosques y las habría cuidado por la belleza que las Flores nunca supieron que tenían hasta ese preciso momento. Nadie las había querido con anterioridad, por ningún motivo, ni había cuidado de ellas. Como una mujer encantadora que no supo que era bonita hasta que alguien le dijo que lo era. Como un huérfano que no tuvo nunca un hogar hasta que encontró uno.
Era sencillo, medité. No podía ser tan simple. Nunca había nada simple. Sin embargo, cuando recapacitabas, tenía sentido. Y era lo único que tenía un poco de sentido.
—Las Flores pusieron una condición—recordó Stiffy—. Pongamos nosotros otra. Insistamos en que un cierto porcentaje de ellas, cuando las invitemos, deben seguir siendo flores.
—Para que la gente de la Tierra—se adelantó Nancy—pueda cultivarlas, prodigarles cuidados y admirarlas por sí mismas.
Stiffy rió levemente.
—He pensado mucho en ello—coincidió—. Podría escribir esa cláusula yo mismo.
¿Funcionaría?, me pregunté. ¿Funcionaría de verdad?
Y, por supuesto, lo haría.
La cuestión de ser flores queridas por otra especie, cuidadas por otra especie, nos uniría a esos extraterrestres tan estrechamente como nosotros estaríamos unidos a ellas por la prohibición de la guerra.
Un vínculo distinto, pero tan fuerte como el que une al hombre y al perro. Y ese vínculo era todo cuanto necesitábamos; un vínculo que nos diera tiempo para aprender a trabajar juntos.
Nunca tendríamos por qué temer a las Flores; éramos quienes habían estado buscando, sin saber que lo hacían, sin sospechar ni una vez siquiera que aquello que podríamos ofrecerles existía.
—Algo nuevo—dije.
—Sí, algo nuevo—dijo Stiffy.
Algo nuevo y extraño, me dije. Tan nuevo y extraño para las Flores como su manipulación del tiempo lo era para nosotros.
—Bien—preguntó Stiffy—, ¿lo compras? Hay un montón de soldaditos ahí fuera persiguiéndome. Saben que me he infiltrado a través de las líneas y dentro de poco me olfatearán.
El hombre del departamento de Estado y el senador, recordé, habían conversado esa misma mañana a propósito de una larga negociación si, de hecho, podía haber negociación. Y el general se expresó en términos de fuerza. Paradójicamente, la respuesta había residido todo el tiempo en un rasgo delicado y muy humano: el amor de la humanidad por la belleza. Había tenido que ser un hombre sin instrucción, no un senador ni un general, sino un vulgar vagabundo, quien encontrara la respuesta.
—Llama a tus soldaditos—dije—y pídeles un teléfono. Preferiría no tener que ir a la caza de uno.
Primero me pondría en contacto con el senador y él informaría al presidente. Luego, tendría que agarrar a Higgy y contarle lo sucedido para que pudiera calmar al pueblo. Pero, por un instante, seguiría tal como quería recordarlo, aquí, con Nancy a mi lado y ese viejo y réprobo amigo mío al otro lado de la barrera; saboreando la grandeza de esta pequeña fracción de tiempo en que la verdadera fuerza de la humanidad (no la fuerza de la posición o del poder) alcanzaba la visión de un futuro en el que muchas especies distintas marchaban, una junto a otra, hacia una gloria que todavía no alcanzábamos a imaginar.
Fin
Título Original: All flesh is grass
Traductor: Carol, Mireia
©1965, Simak, Clifford D.
©1993, Grijalbo
Colección: La puerta de plata
ISBN: 9788425324970