Publicado en
enero 26, 2014
El intruso era peligroso, pero el joven estadounidense estaba dispuesto, y aun ansioso, para el combate. Entonces, un sabio anciano les dio una lección inolvidable.
Por Terry Dobson.
EL TREN rechinaba y traqueteaba al atravesar los suburbios de Tokio esa soñolienta tarde de primavera. Nuestro vagón estaba relativamente vacío: unas cuantas amas de casa con sus hijos, algunas personas mayores que habían salido de compras. Yo contemplaba con aire ausente las deslustradas casas y las polvorosas hileras de arbustos.
En una estación se abrieron las puertas, y de pronto un hombre que profería maldiciones violentas e ininteligibles rompió la quietud de la tarde. El individuo se precipitó al interior de nuestro carro. Vestía como obrero; era fuerte y estaba borracho y sucio. Vociferando, se abalanzó sobre una mujer que sostenía a su niño, y la envió tambaleante sobre los regazos de una pareja de ancianos. Fue un milagro que el pequeño saliera ileso.
Aterrada, la pareja se puso de pie como accionada por un resorte y se escabulló hasta el otro extremo del carro. El individuo intentó patear por detrás a la anciana, pero ella se escurrió con rapidez a un lugar más seguro. Esto enfureció de tal manera al borracho que se asió al poste de metal en el centro del carro y trató de zafarlo de su lugar. Pude ver que una de sus manos estaba cortada y sangrante. El tren seguía su camino con los pasajeros helados de terror. Yo me levanté de mi asiento.
Era joven entonces, hace alrededor de 20 años, y tenía muy buena condición física. En los tres años anteriores había recibido un sólido entrenamiento de aikido, casi todos los días durante ocho horas. Me gustaba arremeter y luchar cuerpo a cuerpo, y me creía muy fuerte. La única dificultad era que mis aptitudes marciales nunca habían sido puestas a prueba en un combate real. Como estudiantes de aikido, no se nos permitía pelear.
"El aikido", nos repetía una y otra vez nuestro profesor, "es elarte de la reconciliación. Cualquiera que abrigue en su mente la idea de pelear ha roto su contacto con el universo. Si ustedes intentan dominar a otras personas, ya están derrotados de antemano. Nosotros estudíamos para resolver un conflicto, no para iniciarlo".
El aikido es un arte japonés de defensa personal por medio de llaves, técnica que se parece al judo y al jiujitsu.
Yo escuchaba sus palabras y hacía esfuerzos sinceros por seguir sus orientaciones, llegando al extremo de cruzar la calle para evitar a los chimpira, vagos malvivientes del billar, quienes se apostaban cerca de las estaciones ferroviarias. Estaba orgulloso de mis antepasados. Me sentía fuerte y sagrado. Sin embargo, en lo más íntimo de mi ser, deseaba una oportunidad completamente legítima de salvar a los inocentes, destruyendo a los culpables.
¡Aquí la tengo!, me dije al levantarme. Estas personas están en peligro, y si no procedo con rapidez, posiblemente alguien resulte lesionado.
Al ver que me levantaba, el borracho vio la oportunidad de enfocar su ira. "¡Ajá!", gritó. "¡Un extranjero! ¡Lo que usted necesita es que le dé una lección de modales japoneses!"
Me cogí levemente a la correa de cuero que se encontraba arriba del asiento y le arrojé una lenta mirada de disgusto y desprecio. Había decidido hacer pedazos al tipo, pero tenía que ser él quien hiciera el primer movimiento. Deseaba sacarlo de sus casillas, así que curvé mis labios y le arrojé un beso insolente.
"¡Muy bien! ¡Tendrás tu merecido!", dijo. Se centró un momento en sí mismo para arrojarse contra mí.
Un segundo antes de que hiciera el primer movimiento, alguien le gritó: "¡Hey!" El sonido de la voz nos llegó al tímpano. Recuerdo el tono, extrañamente alegre y regocijado, como si el lector y un amigo hubieran estado buscando algo con diligencia y de repente lo hubieran encontrado. "¡Hey!"
Giré a mi izquierda y el borracho a su derecha. Nuestra mirada tuvo que descender para localizar a un pequeño anciano japonés. En mi opinión este frágil caballero, sentado allí con su quimono inmaculado, frisaba bien los 70 años de edad. El ni siquiera se fijó en mí, sino que dedicó su atención al trabajador, como si hubieran tenido entre los dos el secreto más importante que compartir.
—Venga acá —dijo el anciano con un acento local, llamando a su lado al borracho—. Venga acá para que hablemos.
Ondeó la mano con suavidad. El hombrón lo obedeció, como si en ella llevara una cuerda. Plantó sus pies con aire beligerante frente al anciano, y gritó con una voz que opacó el ruido del traquetear de las ruedas:
—¿Por qué diablos tengo que hablar con usted?
El borracho me daba ahora la espalda. Sí movía un milímetro algún codo, caería sobre el tipo a golpes.
El anciano continuó dirigiéndose al ebrio.
—¿Qué es lo que ha estado tomando? —le preguntó con interés.
—He estado bebiendo sake —replicó con acritud el individuo—, y además, ¡no le importa!
—¡Oh, eso es magnífico!, ¡completamente delicioso! Verá usted, a mí también me encanta el sake. Todas las tardes, mi esposa y yo (ella tiene 76 años) calentamos una botellita de sake y la llevamos al jardín, adonde nos sentamos en una vieja banca de madera. Contemplamos la puesta del Sol y vemos cómo se encuentra nuestro árbol placaminero. Mi bisabuelo lo plantó y estamos preocupados por saber si se salvará de las tormentas de nieve que azotaron durante el último invierno. Creernos que está reaccionando bien, teniendo en cuenta la mala calidad del suelo. Nos produce mucha satisfacción sacar nuestra botella al jardín y disfrutar de la tarde, ¡aunque llueva!
A medida que hacía esfuerzos para seguir la conversación del anciano, la cara del borracho empezó a suavizarse. Sus puños se aflojaron,
—Sí —replicó el hombre— a mí también me encantan los árboles placamineros.
Su voz bajó de tono.
—Y bien —dijo el anciano sonriendo—, estoy seguro de que usted tiene una hermosa mujer.
—No, mi esposa murió —de manera suave, acorde al movimiento del tren, el hombrón empezó a sollozar—. No tengo esposa, ni casa, ni trabajo. Me siento tan avergonzado de mí mismo.
Las lágrimas escurrieron por sus mejillas. Su cuerpo se convulsionó con un espasmo de dolor.
Ahora me tocaba a mí. Parado ahí, con mi ingenuidad juvenil pura y mi idea de la justicia para hacer más seguro el mundo en la democracia, de pronto me sentí más sucio que él.
Finalmente el tren llegó a mi parada. Mientras se abrían las puertas, escuché al anciano decir con simpatía:
—Vaya, vaya, de veras se encuentra usted en una situación difícil. Siéntese cerca de mí y cuéntemelo todo.
Volví la cabeza para echar una última ojeada. El hombre se había dejado caer como un fardo en el asiento, reclinando la cabeza en el regazo del anciano, quien le daba golpecitos en la cabeza sucia y enmarañada.
Vi cómo se alejaba el tren y me senté en una banca. Lo que había deseado hacer con los músculos se obtuvo con palabras amables. En el suceso yo sólo percibí una ocasión para poner a prueba el aikido en un combate, y la esencia era el amor. Tendría que practicar él arte con un espíritu totalmente diferente. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera hablar acerca de la solución del conflicto.
© 1981 POR TERRY DOBSON. CONDENSADO DE "THE GRADUATE REVIEW" (MARZO Y ABRIL DE 1981). DE SAN FRANCISCO (CALIFORNIA).