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enero 26, 2014
—¿Suicidio? —preguntó.
—No lo creo... Podrían haber encontrado un modo más ingenioso de hacerlo —se encogió de hombros, preocupado, el comisario.
Afuera, en el jardín, se escuchaba el inconsciente canturreo de la niña, acunando a su muñeca. La pequeña no se había dado cuenta aún de la tragedia que había caído sobre ella. Era difícil hacerle comprender a una niñita de cuatro años que no volvería a ver nunca más a sus padres. Su canto monótono resonaba extrañamente en el silencio que aquella mañana, especialmente, parecía haberse apoderado de toda la zona del barrio residencial en torno a los laboratorios de genética.
La ambulancia estaba esperando a la puerta del jardín y algunos curiosos se habían congregado en silencio, atisbando a través de la verja.
—¿Los sacan ya?... —murmuró una mujer.
—Tardan mucho —comentó alguien que estaba allí desde la llegada, una hora antes, del coche sanitario.
—¿A qué esperan?
Uno de los enfermeros arrojó lejos la colilla de su cigarrillo:
—¡Bah, cosas de la poli!... Quieren saber no sé qué.
Dentro de la casa, el comisario le enseñaba minuciosamente al doctor Dener todas las circunstancias del extraño suceso que había causado la muerte a la pareja.
—Mire usted, no tomaron precauciones para impedir que el gas se escapase por las rendijas de las puertas y ventanas. Cualquier suicida lo hace. Simplemente... Fíjese.
Le señaló la llave del gas en la cocina y luego, con un amplio ademán, abarcó todo el pasillo y la sala que había entre ese lugar y la habitación donde habían sido hallados muertos dos horas antes el profesor Wiener y su esposa. El comisario añadió:
—Quedó abierta la llave, el gas se expandió por la cocina, por el pasillo, por la sala y llegó al dormitorio, ¿se da cuenta?... —el doctor Dener asintió—. ¡Debieron pasar horas enteras hasta que el gas llegado al dormitorio pudiera matarles !... Eso es lo que más me ha extrañado...
Caminó a grandes zancadas hacia la sala, seguido siempre por el doctor Dener. Allí, entre la sala y el dormitorio, algunos agentes verificaban las últimas bus quedas. El comisario se sentó en uno de los sillones e indicó otro cercano al suyo para que lo ocupase el médico, que le seguía extrañado y sin comprender aún en qué punto había sentido aquel policía la necesidad de buscarle. Pero tuvo aún paciencia para seguir escuchando las lentas y seguras palabras del comisario.
—He tenido que descartar la posibilidad del suicidio por eso. Nadie quiere matarse a largo plazo, con una muerte tan lenta como la que han sufrido estos dos seres... La muerte les tuvo que sorprender dormidos. Además... y aquí entra usted, doctor —Dener se incorporó un poco en su asiento—, creo que cualquier psicosis suicida implica el asesinato de toda la familia... o el suicidio simple del enfermo, ¿no es así?
Dener asintió con la cabeza, pensativo.
—Sí, generalmente sucede así... El suicida piensa que debe librar de la vida a todos sus familiares, al mismo tiempo que se libera él. Este es uno de los casos. El otro, como usted decía, es la muerte individual.
—Pero nunca el suicidio de la pareja librando a la hija de la muerte —corroboró el policía, esperando el asentimiento del médico.
—Eso es... —Dener dudó un momento—. Claro, a no ser que la pareja decidiera el suicidio conjuntamente y...
—Ya le entiendo. Quiere usted decir por unos motivos determinados, al margen de cualquier manifestación psicopática. También pensé en eso...
—¿Y...?
—Efectivamente, en un caso así habrían tratado de librar a la niña de la muerte que iban a sufrir ellos. La habrían sacado de la casa con cualquier motivo, la habrían llevado con algún pariente... o habrían aislado convenientemente el dormitorio de la pequeña, aunque ese último caso habría sido bastante arriesgado, porque la niña podría haberse despertado por la noche y haber salido a la sala saturada de gas.
—Sin embargo, la niña pasó la noche en la casa.
—Y con todas las junturas de puertas y ventanas taponadas para impedir la entrada del gas.
—Entonces...
—Venga, doctor —el comisario se levantó de un salto de su asiento y se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta que había al otro lado de la sala. El doctor Dener le siguió a corto trecho. Vio cómo el policía abría la puerta de la habitación y cómo encendía la luz, porque las ventanas estaban totalmente cerradas.
Luego le señaló las tiras de papel engomado que cerraban herméticamente todas las junturas de las ventanas y los restos de otras tiras que habían taponado todas las rendijas de la puerta.
El doctor Dener abrió los brazos, como corroborando sus sospechas.
—Bien, esto parece aclararlo todo...
—¡ Pero doctor, no se ha dado usted cuenta!... Las tiras de papel están colocadas por la parte de dentro del dormitorio de la niña... ¡Y no había nadie más que ella cuando abrimos la puerta!... ¡Nadie más que ella las pudo colocar ahí!...
***
La pequeña jugaba con su muñeca, ajena totalmente a cuanto ocurría a su alrededor. Los curiosos seguían arremolinándose en silencio más allá de la verja y sólo la señora Spiros, la vecina de los Wiener y esposa de un compañero del difunto en los laboratorios de genética, había osado atravesar la puertecilla del jardín y observaba de lejos a la pequeña, incapaz de acercarse a ella, como si temiera que la niña adivinase en sus ojos enrojecidos y en el pañuelo histéricamente apretado contra los labios la tragedia que no había sabido captar.
La niña, vuelta de espaldas a la gente, como si nada le importase, tiraba eventualmente de la cuerdecilla de nylon que sobresalía con una anilla en la espalda de la muñeca. Y, con cada tirón, el juguete dejaba escapar una de las frases de su escaso repertorio de muñeca parlante: «Tengo sueño... ¡Prrrrip!»... «Llévame a dormir... ¡ Prrrip !... Y la niña contestaba seria, como una madrecita cuidadosa, a los lamentos mecánicos de su juguete.
—Ya vamos, cariño... Ahora iremos a acostarte...
En la puerta de la casa aparecieron el doctor Dener y el comisario. Mientras el policía hacía señas a los camilleros para que entrasen en la casa, el doctor se acercó a la pequeña con aire preocupado. La niña no advirtió su presencia hasta que el médico estuvo muy cerca de ella y, entonces, levantó sus ojos negros hacia él, no con miedo, sino con la extrañeza de sentir tan próxima la presencia de un desconocido.
—Hola... —dijo el doctor, con voz familiar, confiada.
La niña sonrió. No apartaba los ojos negros y francos del rostro de Dener.
—¿Cómo te llamas?...
—Judith... Mi mamá me llama Jud.
—¿Puedo llamarte así?
La mirada de la niña expresó el absurdo que le parecía aquella pregunta. Dener apartó sus ojos de los de ella y vio que la puerta de la casa se abría nuevamente para dejar paso a los camilleros y su fúnebre carga. Inconscientemente, se interpuso en la visión de la niña y se agachó junto a ella, mirando la muñeca.
—¿Es tuya?
—Claro.
—¿Te la regaló papá?
Judith negó vivamente con la cabeza, sonriendo y encogiéndose de hombros.
—Mamá, entonces.
—Tampoco...
—Ven...
Dener tomó por el hombro a la chiquilla y la guió fuera de las miradas de los curiosos y de la misma señora Spiros, que se había acercado a través de su llanto contenido para escuchar la conversación. Detrás de la casa se abría otra puertecilla pequeña en la verja, que daba a los desmontes del otro lado y al riachuelo que marcaba el límite de los terrenos de los grandes laboratorios. Había allí, en aquella parte posterior del jardín, un invernadero para plantas y algunas jaulas con cobayas de experimentación, que el profesor Wiener había preferido tener siempre al alcance de su mirada.
Judith, sin hacer mayor caso del doctor Dener, se acercó a la jaula y, a través de la malla metálica, acercó un poco de hierba a los cobayas, que se apelotonaron para comerla. Dener estuvo observando largamente a la chiquilla, sus movimientos y todo su aire de perfecta inocencia que ignoraba la monstruosidad cometida... si es que, efectivamente la había cometido, porque el doctor lo dudaba seriamente. Sin embargo, las pruebas halladas por la policía parecían tan concluyentes que él no tendría más remedio que escarbar cuanto fuera posible para esclarecer el origen de todo aquello. Por supuesto, era evidente el hecho de que, si la niña había matado a sus padres —y esta era la conclusión monstruosa a que la policía había llegado— en estos instantes no recordaba absolutamente nada. Sin embargo, Dener trató de sonsacar aún algo más. Se sentó en el suelo y llamó:
—¡Judith!
La pequeña se volvió, abandonando el resto de la hierba en el enrejado metálico. Dener tenía el extraño poder de hacerse familiar inmediatamente a los niños. Tal vez por eso había dedicado todos sus esfuerzos a la psiquiatría infantil y hoy era considerado en todo el mundo, a pesar de su corta carrera, como uno de los primeros especialistas.
—¿Qué quieres?
—Oye, Jud... ¿Sabes dónde han ido papá y mamá?
—¿Has venido a buscarles?
—Sí...
—Aún no se han levantado... ¿Has visto mis conejos?
—Son muy bonitos... ¿Te acuestas muy tarde por las noches?
—No sé... Mamá me da la cena y me acuesta... Luego cenan mamá y papá...
—¿Anoche también?
Jud no contestó, se limitó a mirar a Dener como si le hubieran preguntado algo tan obvio que no mereciera respuesta. Tiró nuevamente de la cuerda que asomaba en la espalda de la muñeca y la muñeca graznó: «;Te quiero mucho!... ¡Prrrit!». La niña levantó la cabeza hacia el médico.
—Dice muchas cosas...
—Me gustaría escucharlas...
—Mira... —tiró nuevamente de la cuerda. La muñeca dijo: «Dame de comer... ¡prrit!». Luego tiró de nuevo. El mecanismo de la muñeca emitió una serie de ruidos agudos: «¡Prrrit... prit, prit!... ¡Tictictic!... ¡Prrrit!». La niña se encogió de hombros y sonrió—. Ahí se atasca. Pero dice más cosas, ¿quieres oírlas?
—Otro día... —Dener tuvo repentinamente una idea. Se levantó y tomó a Jud de la mano—. ¿Te gustaría venirte conmigo?
—¿A dónde?
—A mi casa...
Jud pareció pensarlo un instante.
—Pero se lo dirás a mamá, ¿verdad?... Si no, me buscaría.
—¡Claro que se lo diremos!... Bien, la verdad es que ya se lo he dicho yo... —¿Y qué te contestó?
—Que sí, que podías venir y estar unos días conmigo...
—Bueno...
A lo largo de una semana, Dener convivió con Jud en su casa, jugó con ella y supo de la niña todo cuanto un padre podría haber sabido. Notó que la pequeña añoraba la presencia de sus padres, pero que con una inconsciencia propia de su corta edad, esperaba verlos aparecer de un instante a otro. Notó su carácter de niña mimada e inteligente, probó su índice de inteligencia a través de tests e hizo que la chiquilla le contase todos sus sueños, sus vivencias y sus aficiones, sus deseos y sus juegos preferidos. Lo supo todo menos cualquier cosa que pudiera ponerle sobre la pista de aquel hecho monstruoso que la policía parecía dispuesta a achacarle a toda costa. Nada de cuanto la niña decía o hacía podía llevar a tal conclusión. Y Dener quedó convencido de la inocencia de Judith. Por eso decidió, al cabo de una semana de intentos inútiles, ponerse en contacto con la policía. Quería romper una lanza por la inocencia de aquella chiquilla encantadora que, al cabo de los días pasados en su casa de solterón empedernido, perdida la novedad, comenzaba a añorar a sus padres desaparecidos.
Dejó a la pequeña dormida, abrazada a la muñeca que parecía ser su única compañera en la soledad y, ya entrada la noche, salió de su casa y se encaminó al despacho del comisario que le había encargado la investigación. El comisario escuchó pacientemente todos los argumentos de Dener, mezclados con disertaciones técnicas que querían demostrar precisamente que ellos, ¡ellos, la policía!, estaban equivocados. Movió la cabeza negativamente y este gesto hizo que el doctor se detuviera en su ardorosa defensa.
—Es inútil, doctor... Yo ignoro los motivos y, de hecho, ésta es la primera vez que nos hemos tropezado con una monstruosidad semejante. Pero, por desgracia, todas las pruebas están en contra de la niña.
Y volvió a enumerar todas aquellas que el doctor ya conocía, más las que posteriormente habían sido reunidas: las huellas de los piececillos en lo alto de la escalera que debió servirle para abrir la llave del gas; las tiras de papel engomado en el armario de sus juguetes; las muestras de saliva analizadas en el laboratorio policial, que coincidían con la de Judith; la ausencia de huellas que no fueran las de la pequeña o sus padres en la casa.
Todo era abrumador. Y Dener no podía argüir más que razonamientos mentales, cuando las pruebas que se le presentaban en contra eran de una materialidad tan real que no cabía ante ellas la controversia. Por otro lado, el comisario no era el absoluto profano que Dener había supuesto en un principio y así, fue el primer sorprendido cuando le oyó decir:
—Además, doctor... Usted me ha hablado de conversaciones y actitudes naturales... Pero no ha probado usted con otros... métodos.
Dener se sobresaltó:
—¡Pero eso, en una niña de cuatro años, sería monstruoso!
—Lo reconozco. Monstruoso, esa es la palabra. Pero también necesario. Existe la hipnosis y, si la hipnosis no es su fuerte, existe también la escopolamina, doctor... Nosotros no podemos emplearla con un delincuente... pero usted sí puede utilizarla con un paciente que le haya sido confiado.
Dener observaba con horror al comisario, que guardó silencio un momento para continuar:
—Todo el misterio puede estar en el subconsciente de la pequeña, doctor... La justicia necesita comprobar esto. Piense que la policía podría buscar a un culpable y detener a un inocente.
Y todo por unos instantes malos para la pequeña; unos instantes de los que ni siquiera iba a darse cuenta. No cabía otra solución, hasta el mismo Dener tuvo que darse cuenta. Pero aun así, prefirió intentar la hipnosis antes que la droga. Judith fue fácil de hipnotizar; su mente virgen no ofreció ninguna resistencia y, en pocos segundos, estuvo dormida en el sofá, abrazando débilmente a su muñeca. Dener se acercó a ella, le quitó suavemente el juguete de entre los brazos y la llamó:
—Jud... ¡Jud!...
La niña abrió los ojos.
—Jud, ¿ sabes dónde están papá y mamá?
La niña afirmó con la cabeza, con un rostro inexpresivo y unos ojos que parecían mirar mucho más allá de Dener, hacia el infinito.
—¿Dónde están?
—Han muerto...
¡Luego era cierto!... La niña sabía cuál había sido la suerte de sus padres. El subconsciente lo sabía. Dener sintió un escalofrío correrle por la espalda. Si lo sabía, no era tan inocente, al menos, como él había supuesto.
—¿Cómo han muerto, Jud?... ¿Lo sabes?
—Han muerto... —repitió la niña, con un tono monocorde.
—¿Quién los ha matado?
—No lo sé... Han muerto... Tenían que morirse...
—¿Por qué? —tembló la voz de Dener.
La niña tardó un momento en contestar, como si su mente buscase en lo más recóndito la respuesta.
—Lo dijo Miggy... Me lo decía siempre...
—¿Quién es Miggy?
—Mi muñeca... Me lo decía siempre, cada vez...
—¿Quién te dio a Miggy, Jud?... ¿Quién te la dio?
—Nadie... La encontré en el río, junto al brocal del pozo.
—¿Y no había nadie cuando la encontraste?
—El señor... Pero estaba lejos, pescando...
—¿Qué señor?
—El señor que me hablaba sin decir nada...
—¿Y qué era lo que te decía Miggy?
—Muchas cosas... Me enseñó a abrir la llave de la cocina... Y me dijo que comprara el papel de pegar, para ponerlo de noche en las ventanas...
Dener sentía el sudor correrle por la espalda, aterrado. Decidió cortar rápidamente la sesión y, después de guardar la muñeca en uno de los cajones de su escritorio, despertó suavemente a Jud. La niña abrió los ojos despacio, contenta.
—iUy, me he dormido!...
—Sí, Jud, te has dormido... Anda, vete a jugar... Dile a la señora Plan que tienes hambre, que te dé algo de comer...
Esperó a que la pequeña hubiera salido y cerró con llave la puerta de su despacho. Nervioso, con la conciencia sobreexcitada por lo que comenzaba ahora a ver claro, abrió el cajón de su mesa y sacó de él a Miggy. En aquella muñeca que la niña había tenido siempre consigo como su único tesoro estaba —¡tenía que estar!— la clave de aquel misterio. Primero observó atentamente la muñeca. Se dio cuenta de que su aspecto no era tan corriente como había supuesto. Estaba construida con un material extraño, como si fuera piel suave, una piel sedosa y de tacto casi humano, caliente. Los ojos brillaban más de lo que habría sido lógico en un juguete, en una bolita de cristal pintado. Y la tela de que estaban construidos los vestidos era una tela demasiado sutil para lo que es corriente en la construcción de juguetes. Sin embargo, a pesar de su aparente fragilidad, no estaba rota. Y la niña había estado jugando con ella el tiempo suficiente para haber destrozado aquellos tejidos tan finos como papel de fumar.
Dener tiró suavemente de la cuerda de nylon que sobresalía en la espalda de la muñeca. La cuerda volvió a su sitio y del interior del juguete salió la voz metálica: «¡Ponme el vestido nuevo!»... «¡Prrrit!»... Tiró de nuevo: «¡Quiero ir a pasear!... ¡Prrit!»... Un nuevo tirón: «¡Prrrit!... Estoy cansada... ¡Prrrit!».
Aquellos extraños chasquidos que sonaban junto a las frases de la muñeca... Trató de distinguir en ellos algún sonido, pero era imposible. No parecían ser más que eso: chasquidos de la cinta o del hilo magnético. Y, sin embargo, ahí o en algún punto cercano podía estar la solución a aquellas pretendidas palabras de Miggy que Jud había escuchado.
El doctor tuvo una idea. No sabía si sería eficaz, pero tenía que probarla. Sacó de su estuche el magnetofón que utilizaba algunas veces para registrar las sesiones de sus pacientes y lo puso sobre la mesa, enchufándolo. Calibró el registro para impresionar la cinta a alta velocidad y lo puso en marcha. Durante un cuarto de hora estuvo tirando de la cuerda de nylon y registrando todas las frases y chasquidos del aparato sonoro de la muñeca. Luego volvió atrás la cinta, comprobó que el registro había sido correcto y calibró la velocidad del magnetofón al mínimo. Entonces lo puso en marcha de nuevo.
Comenzó a escucharse una lentísima voz de ultratumba, que repetía, despacio hasta la exasperación, las frases rutinarias de la muñeca. Pero, de pronto, sonó una voz agudísima y muy rápida —como si el magnetofón se hubiera puesto a velocidad superior a la normal— que decía claramente: «¡Tienen que morir!...». Luego nuevamente la frase mortecina de la muñeca, durante unos segundos interminables y, coincidiendo con lo que antes había sido el chasquido, otra vez la voz mecánica, aguda y rapidísima: «¡Tienen que morir los dos, papá y mamá!»... Y, al cabo de otra lenta frase mortecina: «¡Ve a abrir la llave del gas!»... Y luego: «¡Las tiras de papel de goma están en el armario de la cocina!»... Y así, una frase de la muñeca y una intervención de la voz metálica, que iba contando todo el proceso que llevó hasta la muerte del profesor Wiener y de su mujer, a manos de una hija de cuatro años que había sido solamente un instrumento de algo monstruoso que la utilizó para sus fines macabros.
Dener tardó un largo instante en reaccionar. Luego, lentamente, marcó el número de teléfono de la comisaría.
***
—De modo que era eso... —murmuró el comisario, igualmente asustado, al escuchar la cinta que había grabado el doctor Dener—. Una muñeca que dicta órdenes de muerte y un extraño ser que habla sin pronunciar palabra... Pero, ¿por qué todo eso?...
Guardaron los dos silencio durante unos instantes. Ese por qué estaba fuera de su alcance. Dener levantó los ojos hacia el comisario.
—¿Cuáles eran concretamente los trabajos a que se dedicaba el profesor Wiener?
El comisario se encogió de hombros:
—Genética, ya sabe... Para mí, como si fuera sánscrito o teoría de la relatividad.
—¿Y no ha pensado en la posibilidad de que, precisamente en los trabajos de Wiener estuviera la causa de su muerte?
—¿Qué quiere decir? —sonrió incrédulo el policía.
—Realmente, no lo sé... Pero pienso ahora en todo lo que me dijo usted mismo: que el matrimonio no tenía dinero para que alguien le envidiase... No se les conocía ningún enemigo, ni nadie parecía desearles nada malo, ¿no es eso?... Sin embargo, este artilugio no ha sido hecho por un loco, al menos eso se me ocurre pensar... Parece haber sido construido por alguien que conoce los efectos de los ultrasonidos en el subconsciente y que sabe cómo aplicarlos. Lo ha hecho alguien que sabe que una niña de cuatro años ignora aún una serie de reglas morales que un subconsciente adulto rechazaría. En fin, que tengo la impresión de que todo esto ha sido planeado por una mente superior... Es más, muy superior a lo corriente, porque yo mismo no conozco de ninguna experiencia aproximada antes de ahora.
El comisario no respondió inmediatamente. Pasó un momento de silencio, contemplando con atención la muñeca y tocó un timbre. Al agente que apareció inmediatamente en la puerta le entregó la muñeca, diciéndole:
—Entregue esto en el laboratorio... Que la despedacen con cuidado, que miren su funcionamiento y \s. materia con que ha sido construida. Todo.
Al salir el agente, el comisario se volvió a Dener:
—Doctor Dener, yo querría pedirle a usted un favor. ..
—Usted dirá.
—Usted es hombre de ciencia, aunque no se dedique a la genética... Podría sernos de mucha utilidad si colaborase todavía con nosotros...
—No sé cómo.
—Interrogando hábilmente a alguno de sus compañeros de trabajo, al profesor Spiros, por ejemplo, que era además vecino de los Wiener. Naturalmente, ocultaremos aún lo que sabemos, ¿me comprende?... No conviene sembrar la alarma, sobre todo si no hay motivo para ello. Spiros no sabe nada, únicamente que Wiener ha muerto y que sospechamos un suicidio. Fue eso lo que dijimos. Usted podría, como siquiatra, sacarle los motivos de ese pretendido suicidio, si es que está relacionada su muerte con el trabajo...
***
—¿Suicidio?... ¿También usted cree en eso?... Bien, allá usted. Yo conocí a Wiener desde que llegué a los laboratorios, y de eso hace ya más de quince años. Ni él ni yo nos habíamos casado. Pero no, eso de suicidio nunca, ¿me entiende? ¡No se le habría pasado siquiera por la imaginación!... Era un hombre totalmente entregado a su trabajo, con una alegría por lo que estaba haciendo que se contagiaba a cuantos colaborábamos con él. Le diré más, nos contagió hasta tal punto que todos, ¿me entiende? ¡todos! llegamos a creer que nuestros trabajos serían coronados por el éxito, aunque de todas partes nos decían que eso era quemar etapas... ¡Eso nos decían! Quemar etapas con el tiempo... La gente es absurda. ¡Como si se pudiera ir en contra de la ciencia!... Se trabaja, se trabaja con un estímulo y eso es todo. Y si los propios científicos se han equivocado, ¡qué le vamos a hacer!... Ellos decían: ¡No, eso es imposible!... No se puede crear la vida artificial... Tendríamos que tener una preparación que no lograremos alcanzar hasta dentro de doscientos o trescientos años... Y con eso pretendían ya quemar nuestras naves y que dejásemos el trabajo, cuando Wiener y todos los que confiábamos en él estábamos seguros de que llegaríamos en unos meses más a buen puerto... Bien, Wiener ha muerto. Y, si ustedes creen que fue suicidio, allá ustedes... Pero Wiener no habría dejado por nada del mundo su trabajo a medio terminar. Sí, por supuesto, nos ha dejado suficientes datos de sus estudios como para que yo ahora pueda continuar su camino con buenas posibilidades de éxito, naturalmente... pero tardaré mucho más de lo que habría tardado él, porque él tenía en la mente todo el proceso que yo ahora tendré que reconstruir lentamente a partir de sus notas... Claro que lo haré, aunque se nos echen encima todos los científicos que no ven más allá de sus narices y que discuten el orden de las cosas... Mire, amigo, usted es siquiatra y a un siquiatra se le pueden contar muchas cosas, porque se convierte en una especie de sacerdote, aunque yo a los sacerdotes no les tenga mucha simpatía... Yo tengo mi teoría. A Wiener lo ha matado la envidia, ¿me entiende? Alguien que sabía lo que estaba haciendo y que no quería de ningún modo que llegase donde estaba a punto de llegar. A la policía no se le puede decir eso, pero a usted sí... Mire, mire usted este libro. Es de un escritor científico, uno de los más relevantes... ¡Mire lo que dice!... Y se llama avanzado... “La vida artificial no será obtenida antes del año 2070, una vez que haya sido alcanzado el total control de la herencia y el “engineering biológico”... Se llaman avanzados y caminan con los pies atados por el orden que ellos mismos han establecido... Wiener no era así. No publicaba cada uno de sus descubrimientos, ni se vanagloriaba por lo que iba a hacer... ¡pero iba a conseguirlo!... Y le aseguro a usted que, de hecho, estaba conseguido... Déme usted un plazo: tres, cuatro años a lo sumo. Verá cómo demuestro que Wiener tenía razón. Ahora bien: no crea usted que yo me voy a suicidar... Si alguna vez me ocurre algo, no crea lo que diga la policía... Le juro que no tengo ninguna intención de suicidarme... Es más, le diré que mi mujer y yo hemos estado esperando inútilmente un hijo durante mucho tiempo y que, por fin, ese hijo vendrá de un momento a otro... ¡Si le parece que no tengo bastantes motivos para seguir viviendo !...
***
Dener salió de la casa de Spiros convencido de la sinceridad de aquel interlocutor locuaz que había tenido. Spiros y su mujer, en avanzado estado de gravidez ésta, salieron a despedirle a la puerta del hotelito que estaba situado junto al que ahora estaba cerrado y que hasta una semana antes había pertenecido a los Wiener. Se alejó lentamente por la calleja que separaba el conjunto de las casitas del gran complejo de los laboratorios y, al terminar la calle, dobló casi sin darse cuenta hacia los desmontes que limitaban la parte trasera de la colina. Aquél no parecía que pudiera ser nunca camino de paso para nadie; simplemente, la ciudad había terminado y comenzaba el campo tras la breve montaña de escoria procedente de las calderas de calefacción del laboratorio. Un riachuelo rodeado de álamos era el paisaje que se extendía inmediatamente detrás de las casas. Un paraje pacífico, apenas turbado por el lejano rumor de la ciudad que se levantaba al otro lado de la mole de los laboratorios, pero tan lejano que más parecía el recuerdo de la ciudad que su propia expresión sonora. Allí, junto al riachuelo, sin darse cuenta del porqué, Dener se sintió en otro mundo. El mundo de los niños de la colonia, que lo tomaban como campo de juegos cuando las horas de estudio se habían agotado.
Jud había jugado allí. Cerca del lejano brocal del pozo, que podía ver desde el lugar donde se encontraba, había hallado la muñeca. Y junto al riachuelo había visto a aquel hombre que, según decía, hablaba sin decir nada. En aquella pequeña extensión de campo libre, junto a las casas y a dos pasos de la ciudad, se había fraguado el asesinato más diabólico que Dener nunca pudo imaginar. Avanzó unos pasos, pisando la hierba fresca de la orilla del arroyo, pensando si tal vez en medio del sitio donde todo había comenzado encontraría la luz suficiente para saber sus causas. ¿Por qué? Eso ni el propio Dener habría sabido explicarlo. Simplemente estaba allí y la paz que se respiraba en torno invitaba a pensar.
Llegó junto al brocal del pozo abandonado con una sensación de embotamiento en la cabeza. Al principio no llegó a darse cuenta de esa especie de nube que comenzaba a apoderarse de su mente, pero, junto al pozo, tuvo que agarrarse casi para no caer al suelo. Dener sintió como si le estuvieran hipnotizando a él, aunque no era exactamente ésa la sensación. No, decididamente nunca había experimentado nada semejante. Como si en su mente estuviera introduciéndose otra mente extraña, ajena a él mismo y compartiendo con él, por un instante, su mismo cerebro, como dos personas ocupando una caja que tuviera lugar suficiente para una sola de ellas.
De pronto, la cabeza pareció que iba a estallarle. Una presión inusitada hizo que la sangre abandonase el cráneo y notó una sensación profunda de frío. Sus ojos conservaban la lucidez de mirada, hasta habría podido asegurar que veía más lúcido que de costumbre. Pero las perspectivas se le ensanchaban y todo cuanto estaba a su alrededor parecía, poco a poco, tomar dimensiones extraordinarias y profundidades increíbles. Lo veía todo muy lejano. El río mismo, que un momento antes había estado al alcance de su mano, parecía ahora alejarse hasta el infinito.
Entonces creyó ver al hombre. Pero no habría podido asegurarlo. Le vio al otro lado del arroyo, sentado sobre una caja negra y en una actitud como si pescara, aunque no tenía en sus manos ninguna caña. Al menos, Dener no logró verla. Pero aquel hombre debía ser el mismo de que hablaba Jud. Trató de llamarle:
—¡Eh, oiga!... —pero su propia voz salió artificialmente de su garganta, como si la hubiera pronunciado otra persona. Y, casi al mismo tiempo, oyó en su propio cerebro otra voz que le decía, tranquila:
“No grite, doctor Dener No es necesario. Le entiendo”.
Dener sacudió la cabeza, sus piernas estaban flojas y tuvo que sentarse apoyándose en el brocal del pozo. El hombre, al otro lado del arroyo, le parecía cada vez más lejano y su voz llegaba cada vez más próxima, como si partiera del propio cerebro embotado del médico.
—¿Quién es usted?
“El que usted imagina”, volvió a escuchar dentro de él mismo. “El hombre que impulsó a matar a la niña”.
—Pero usted...
“No soy un asesino, doctor Dener. Sabía que usted iba a venir y sabía también que sólo a usted podría hablarle, aun a riesgo de que usted, si repite lo que ocurre ahora, no sea creído por nadie”.
—Pero usted... ¿cómo sabe quién soy? “Por la misma razón que he tenido que hacer lo que hice. No vengo de este mundo”.
—¿De dónde viene, entonces?
“Mejor debería usted de haberme preguntado de cuándo vengo. Mi mundo está bastante alejado del de usted en lo que ustedes llaman tiempo. Un centenar de años, no crea que mucho más. En mi mundo, hoy es el tres de diciembre del dos mil setenta y seis”.
Dener sacudió la cabeza, pensando de pronto que pudiera estar un poco mareado, pero la voz que resonaba en el interior de su cerebro pareció reír al continuar :
“No, doctor Dener, no está usted delirando. Déjeme que le cuente a usted los hechos y luego trate de comprobarlos. El doctor Wiener era como yo. También él había viajado a través del tiempo. En realidad, fue uno de los primeros en aventurarse en la máquina. Nosotros la hemos inventado recientemente. Fue obra del profesor Kaurish, y el doctor Wiener era muy amigo suyo, a pesar de que sus actividades eran completamente distintas. Por eso, Wiener fue uno de los primeros hombres que viajaron a través del tiempo. Influencias, ¿comprende?... Bien, en cualquier caso, su experimento nos ha servido a los demás. Ya no volveremos a dejar que viaje a través del tiempo nadie que pueda trastorcarlo. El doctor Wiener lo hizo. Vino a la época de usted, le gustó, quiso quedarse y, al mismo tiempo, intentó seguir unas experiencias que estaba llevando a cabo en su otro mundo. Todo eso no podía trastocarse, ¿se da usted cuenta? Teníamos que hacerle volver... o eliminarle. Hacerle regresar fue imposible. Encontró aquí a una mujer y se casó con ella. En cuanto a la solución que hemos tenido que adoptar, fue la única que podíamos llevar a cabo sin mancharnos las manos de sangre”.
Dener apretó fuertemente los ojos. No podía permitirse siquiera el lujo de dudar de las palabras que le llegaban a través de su propio cerebro. La voz del hombre —¿o era acaso la suya propia?— continuó hablando:
“Wiener no podía descubrir la vida artificial en esta época. Eso habría sido algo demasiado peligroso para ustedes y para nosotros mismos: un arma más mortífera que la fisión atómica en un mundo que no está aún preparado para recibirla como fuente de ciencia. ¿Se da usted cuenta? Nuestra elección era entre la vida de Wiener y la de todos nosotros. Por eso tuvimos que hacerlo, doctor Dener. Por eso tuvimos que hacer que la pequeña asesinase a su padre”.
—Pero, ¿por qué no lo hicieron ustedes mismos?
“No podíamos trastocar la historia, doctor Dener, ni podíamos hacer que uno de nosotros interviniera directamente en los sucesos. Compréndalo, era cruel, pero Wiener no sufrió, ni su esposa... En cuanto a la niña... Jud nunca sabrá lo que hizo, a no ser que usted mismo se lo diga. Lo hemos planeado todo con el mayor cuidado y, aunque le parezca ahora monstruoso, ha sido lo menos cruel que hemos podido hallar...”
Dener, ya casi familiarizado con aquella aparición que en un principio había atribuido a su subconsciente abotargado, se encogió de hombros: ¡valiente salida!... ¡Y para eso iba a servir el futuro!..., pensó; pero la voz interior —transmisión de pensamiento, sin duda— le interrumpió en sus propias preguntas:
“Creí que usted sería capaz de comprenderlo, pero ya veo que nuestra moral y la suya son bastante dispares... Déjeme que le diga aún una cosa, doctor... Nosotros hemos evolucionado bastante, aunque nuestra distancia en años de su tiempo sea relativamente corta... Y todo cuanto en nuestra época se ha descubierto nos ha llevado a una conclusión que a usted, como hombre, no le ha de parecer absurda, aunque en su interior la rechace: para nosotros, la Humanidad es lo primero, a despecho de los mismos hombres, ¿me comprende?... La Humanidad, la comunidad de todos los hombres. Por eso, cuando en algún lugar o en cualquier momento, uno de los hombres, sea quien sea, no cumple con las leyes de la comunidad, lo eliminamos, del mismo modo que ustedes extirpan un miembro que se ha gangrenado, o un órgano que ha contraído un cáncer. Y ustedes no comprenderían que la mano izquierda protestase por haber amputado la derecha que estaba podrida y que amenazaba pudrir todo el organismo, ¿verdad?...”
La voz se interrumpió un momento. Luego, como mucho más lejana, se dejó oír de nuevo:
“Gracias, doctor Dener... Diga usted a quien pueda creerle lo que le he dicho. Y advierta que actuaremos del mismo modo siempre que la necesidad nos obligue a ello...”
Dener sintió como si la diminuta figura del otro lado del arroyo se fuera empequeñeciendo, o como si se alejase a velocidad vertiginosa... sin moverse del sitio. Súbitamente, las proporciones y las perspectivas parecieron adquirir otra vez sus dimensiones normales y, mirando a su alrededor, se encontró sentado junto al brocal del pozo, solo y con la mente más despejada de lo que la había tenido en muchos días.
—Claro... —dudó el comisario, observando a Dener como podría éste haber mirado a uno de sus enfermos—. No pretenderá usted que le crea...
Dener ya esperaba aquello y se limitó a sonreír.
—Naturalmente que no... Sería absurdo intentarlo siquiera... Tendría usted que haber pasado por lo mismo que yo pasé para poderlo creer. Sin embargo... ¿tiene usted ahí los resultados del laboratorio?... ¿Han investigado a Miggy?
—Bueno, precisamente eso es lo extraño... —el comisario pasó al otro lado de su mesa y revolvió brevemente entre los papeles hasta encontrar uno—. Han analizado el plástico con que fue construida. Aquí es totalmente desconocida esa modalidad. Es más, ni siquiera está fabricado a base de polivinilo, sino a partir de una aleación extraña de bórax que, según el informe, es o debería ser imposible de obtener...
—¿Y... en cuanto al mecanismo parlante?
—Dice aquí que un extraño procedimiento que consiste en células fotoeléctricas adaptadas a pilas de uranio 235 totalmente aislado para evitar la exteriorización de la radiactividad...
—Y dígame, comisario, ¿no se le ha ocurrido pensar en el dinero que costaría hoy esa muñeca puesta a la venta en un bazar?
El comisario señaló el informe del laboratorio.
—En el laboratorio han tenido la curiosidad de presupuestarla. Con precios de mercado, habría costado algo más de tres millones...
Dener se levantó, indignado ante la sangre fría del comisario.
—¿Pero no se da usted cuenta?... ¡Ese juguete no puede estar a la venta!... Es... ¡es prohibitivo hasta para los más potentes multimillonarios!...
—¿Y quién le dice a usted que no, amigo?... Esto no hace más que confirmar mi teoría... Una potencia extranjera ha utilizado este método para asesinar a un hombre que les resultaba peligroso... ¡No me venga usted con cuentos de fantasía científica!... ¡Si todo tiene explicación en este mundo!...
Dener salió desolado de la comisaría. Con esto no había contado... O, al menos, no había contado con tan brutal cerrazón. Lo mismo le había ocurrido horas antes, cuando fue a visitar por segunda vez a Spiros. Spiros se había reído de él, aunque tuvo que convenir en que el pasado del profesor Wiener era bastante oscuro. Pero también había encontrado una explicación a aquello:
—¿Y qué quiere usted? En una época de persecuciones como la que estamos viviendo, los hombres sin patria abundan como las moscas. ¡Vaya usted a saber! Yo nunca se lo pregunté, ¡faltaría más!... Para mí, si era un judío alemán o un anticomunista ruso o un progresista americano, todo es lo mismo. Era un hombre de ciencia, y la ciencia no tiene patria... Tampoco yo la tengo, y es probable que mi hijo carezca de ella, cuando venga al mundo...
***
—¡Mamá!... ¡Mamá!...
La señora Spiros se asomó a la ventana de la cocina. El pequeño Tab venía de la parte trasera de la casa jugueteando con algo que llevaba entre las manos.
—¿Qué quieres?
—¿Puedo quedarme con esto?
—¿Qué es?...
—No sé, una caja de música, ¿no?...
—A ver...
El niño mostró a su madre lo que llevaba en las manos. Era una caja con un muñeco encima, un muñeco que, al apretar un botón azul que estaba disimulado entre las flores pintadas, se ponía en movimiento bailando una especie de alegre rigodón, acompañado por la musiquilla que salía de la caja. La señora Spiros miró al pequeño con un enfado divertido:
—¿De dónde has sacado eso?
—Del pozo.
—¿Y no había nadie?
—No...
—Se lo habrá olvidado algún niño, Tab... No es tuyo...
—¿De quién es, entonces?...
La madre trató de decirlo, pero, en realidad, lo ignoraba totalmente. Se limitó a encogerse de hombros, volviendo a sus quehaceres de la cocina.
—Está bien, puedes quedártelo... ¡Pero se lo devolverás a su dueño, si aparece!...
—Sí, mamá...
Y el chiquillo, feliz como unas castañuelas, corrió hacia el jardín y se tumbó en la hierba. Nunca había tenido un juguete tan maravilloso. Apretó el botón y la musiquilla hizo bailar al muñeco. De vez en vez, entre las alegres notas del rigodón, se oyeron unos extraños chasquidos: “¡Prrrip!... ¡Prrrip!... ¡Prrip, prip!... ¡Prrrripl”...
Fin