CUANDO LOS PÁLIDOS VIENEN MARCHANDO (Elsa Bornemann)
Publicado en
enero 26, 2014
Apenas Felipe se enteró —al recibir la carta aquella mañana—, telefoneó a su amigo Huberto:
—¡Me saqué la rifa de la exposición, Huber! ¡La moto es nuestra!
Nuestra, había dicho, y era cierto, porque la amistad entre ambos los llevaba a compartirlo casi todo desde la infancia. Con más razón, esa poderosa moto importada con la que los dos habían soñado tanto.
Ni pensar en comprarla. Aun sumando los ahorros de años no podrían haber llegado a reunir tamaña suma como la que se necesitaba para adquirir semejante moto.
—¡Qué joya! —repetía Huber unos días después, al contemplarla ubicada en el patiecito delantero de la casa de Felipe mientras, mate va, mate viene, planificaban un viajecito para "ablandarla".
El estreno había sido —como es de suponer—dando mil vueltas a través de las calles del barrio, ante la admiración de la muchachada.
Me parece que lo mejor será viajar hacia Arenamares... (Felipe miraba un mapa de rutas en compañía de Huber).
—Son quinientos tres kilómetros. Podemos hacer paradas en Villa Soltera, en Posta Luciérnaga, en...
—Pero por ese camino... ¡son como ciento veinte kilómetros más, Felipe! —protestó Huber.
—Sí, pero estoy eligiendo las rutas menos transitadas. Lo que perdemos en kilometraje lo ganamos en tranquilidad. En esta época, medio mundo viaja hacia las playas. ¡Odio los embotellamientos!
Huber se puso a anotar la lista de provisiones imprescindibles para aquel paseo de inauguración "oficial" de "El Rayo", como habían bautizado a la moto pegándole esas palabras con letras autoadhesivas y fosforescentes.
Al fin, todos los preparativos estuvieron listos y los dos amigos partieron —una noche de viernes— rumbo a Arenamares.
Estaban contentísimos.
Los primeros doscientos kilómetros los recorrieron sin ningún tipo de inconvenientes. "El Rayo" marchaba a la perfección. Eso lo animó a imprimirle mayor velocidad de la aconsejable para un rodado "en ablande".
El aire fresco de la noche se partía en serpentinas invisibles a su paso.
Estaban a punto de atravesar el puente sobre el arroyo Lobuna cuando a Huber y Felipe les pareció que la moto echaba a volar, que se despegaba del asfalto, que se convertía en un verdadero rayo sobre la oscuridad y el silencio de aquel paisaje campesino.
Poco después —y bruscamente— la moto se detuvo en mitad del puente y no encontraron forma de hacerla andar otra vez.
—¿Y ahora... qué? —se preguntaba Felipe, contrariado.
—Esta ruta es la desolación total... pero... ¿quién la eligió? — agregaba Huber, tratando de divisar inútilmente, algún vehículo que se dirigiera en dirección a ellos.
Felipe sacó la guía de caminos y la alumbró con su linterna.
—Estamos acá —dijo, señalando Arroyo Lobuna en el plano—. Nos faltan como noventa kilómetros para llegar a Las Acacias, el pueblo más cercano... Qué mala suerte...
—No nos queda otro remedio que esperar. Tarde o temprano alguien va a pasar por este desierto, ¿no te parece, experto en elección de caminos?
Huber bromeaba, pero lo cierto era que se sentía un poco disgustado por haberse dejado convencer por Felipe en cuanto a tomar por las rutas menos transitadas. Y Felipe lo advirtió:
—No es mi culpa que hayamos tenido un desperfecto. ¿Quién iba a suponerlo, sabelotodo?
Al ratito, ambos se dispusieron a comer unos sandwiches de las viandas que habían preparado.
No llegaron a hacerlo.
Apenas habían desenvuelto uno de los paquetes cuando, del mismo lado de la ruta que habían dejado atrás tiempo antes, se les apareció —de improviso— una Kombi blanca.
Llevaba los faros encendidos y el interior iluminado.
En ese mismo momento, la luz de la luna fue como un poderoso reflector que blanqueó la noche durante un instante.
Huber y Felipe se miraron —sorprendidos— antes de que la negrura volviera a taparlo todo. Otra vez, sólo aquel punto de luz que la Kombi encendía sobre la ruta, aproximándoseles lentamente.
—Qué raro —dijo Felipe—. Ese utilitario no hace ningún ruido... Yo no oigo nada...
—Yo tampoco pero... ¿qué importa? Lo bueno es que pronto vamos a salir de este puente. ¡Vamos, Felipe, a "hacerles dedo"!
Los dos amigos se apresuraron —entonces— rumbo a la entrada del puente y comenzaron a hacer señas con las luces de sus linternas, a la par que indicaban la dirección hacia la que querían desplazarse.
La Kombi se les aproximaba cada vez más, tan lenta e iluminada como cuando recién la habían divisado y ellos volvieron a ponerse contentos: seguramente, pronto serían recogidos y podrían llegar hasta Las Acacias en busca de auxilio para su averiado "Rayo".
Cuando el inmaculado vehículo se detuvo sobre la banquina —a unos treinta metros del puente— Huber y Felipe corrieron hacia allí, agitando sus cascos y dando gritos de bienvenida.
—Que no se crean que somos asaltantes —comentaban—. Que se den cuenta de que necesitamos ayuda.
Y bien que los ocupantes de la Kombi habían notado que los dos la necesitaban...
Ya los esperaban con una de las puertas traseras abiertas, invitándolos a subir —sin palabras— y los amigos subieron, casi sin fijarse en los singulares ocupantes de aquel rodado, apurados como estaban por solucionar su problema.
Fue recién cuando el vehículo volvió a ponerse en marcha —siempre con la cabina iluminada— que Felipe y Huber sintieron que algo extraño ocurría allí adentro.
Estaban atravesando el puente.
Desde su ubicación en el asiento posterior, ambos podían ver las cabezas y los hombros de las seis personas que ocupaban los dos asientos de adelante y —también— del que oficiaba de chofer.
Los siete continuaban guardando el mismo silencio con el que los habían recibido.
Huber codeó a Felipe.
—¿Viste? Están todos vestidos de blanco. ¿Por qué no hablan? —le susurró, empezando a inquietarse— ¡Qué gente rara!
Felipe fue más decidido:
—Señores —exclamó de pronto—, les agradecemos mucho que nos hayan recogido. Como pudieron comprobar, nuestra moto se descompuso en el puente. Queremos llegar hasta el próximo pueblo... No sé si ustedes irán hasta allá pero...
Las seis cabezas —menos la del conductor— giraron pausadamente hacia los dos amigos, hasta permitirles la contemplación perfecta de la palidez de sus rostros.
Entonces, les sonrieron con los labios pegados, no dijeron nada y —otra vez— volvieron a mirar hacia adelante.
—¡Señores! —casi gritó Felipe, reclamando una respuesta—. Disculpen... pero... ¿ustedes viajan hacia Las Acacias o no?
Fue la cabeza del conductor la que se dio vuelta en esta oportunidad.
Contestó con un simple gesto de negación que se tornó perturbador debido a su sonrisa desdentada y a su cara descarnada, amarillenta. Para colmo, acomodó el espejito retrovisor de modo de observar a los muchachos y que ellos pudieran —también— observarlo. Seguía sonriendo.
—¿Dónde nos metimos, Felipe?— volvió a codear Huber, casi al borde de las lágrimas—. Este tiene la piel como si fuera una vela derretida... de las de velorio...
Ahora, los dos tenían miedo. Sin dudas, aquel parecía un vehículo fantasmal y sus ocupantes, ánimas de excursión...
—Si no van para Las Acacias, déjennos bajar aquí mismo, ¡por favor! —suplicó Felipe.
No obtuvieron ninguna respuesta.
Enseguida, los dos amigos intentaron abrir las puertas que tenían más próximas.
Era obvio que preferían arrojarse al camino antes de proseguir en la compañía de tan extraños "salvadores"...
Los siete pálidos ni se inmutaron durante el tiempo que duraron los inútiles forcejeos y las quejas de Huber y Felipe.
Ninguno de los siete —tampoco— les replicó nada cuando —repentinamente— el chofer hizo un brusco viraje y retomó el camino que habían dejado atrás, dirigiéndose por la ruta hasta pasar —de nuevo— a través de el puente del Arroyo Lobuna. Sin embargo, para los dos amigos era evidente que la Kombi marchaba rumbo al sitio del que había provenido. —¿y qué sitio era aquel?
A esta altura, el pánico se había apoderado de los muchachos y fue mayor —aún— cuando —finalmente— los siete ocupantes de la Kombi les hablaron por primera y única vez.
Las voces, monótonas, monocordes y vibrando al unísono desde aquellos labios casi pegados. Porque fue a coro como les informaron.
—Salimos en su busca porque ustedes nos llamaron. Y los trasladamos al lugar que nos pidieron, ya no es posible arrepentirse. Pero no teman, nada más habrá de sucederles. Nada... Nada... Nada más...
Estas palabras resonaban —todavía—en la noche cuando la Kombi se desvió de la ruta, tomó por un camino lateral y atravesó un antiquísimo portal de piedra.
Sobre el portal, un montón de letras grabadas pero ilegibles, carcomidas por el paso de los años, anunciaban el nombre del lugar.
Al día siguiente, los diarios publicaron la siguiente noticia:
TRAGEDIA EN LA RUTA A LAS ACACIAS
Dos jóvenes muertos es el lamentable saldo de un accidente ocurrido ayer a la noche sobre el puente del Arroyo Lobuna.
Por causas que los peritos tratan de establecer, la moto en la que viajaban ambos muchachos se despistó, atravesó la baranda de contención del puente y se precipitó al arroyo que —en esta época del año— carece de agua.
Los cuerpos de los infortunados jóvenes —identificados como Felipe Lozano y Huberto Pérez— serán entregados a sus familia-res una vez que la policía aclare el caso, que tuvo una inexplicable derivación, según trascendidos recogidos en el lugar del hecho.
Aún se mantiene el secreto de sumario, pero fuentes confiables han informado a la prensa que los cadáveres de los jóvenes aparecieron a un kilómetro del lugar del accidente, dentro del vetusto cementerio abandonado que se levanta en esa zona.
Trascendió —también— que se están realizando todas las diligencias para determinar quiénes y por qué trasladaron los cuerpos hasta ese sitio.
Fin