BRIZNAS DE PAJA (Greg Egan)
Publicado en
enero 05, 2014
EL NIDO DE LADRONES OCUPA UNA REGIÓN más o menos elíptica situada a ambos lados de la frontera entre Colombia y Perú. El territorio se extiende cincuenta mil kilómetros cuadrados por las tierras bajas al oeste del Amazonas. Resulta difícil precisar dónde termina la selva natural y dónde empiezan a tomar el control las especies creadas por la tecnología de El Nido, pero la biomasa total del sistema debe rondar el billón de toneladas. Un billón de toneladas de materiales estructurales, bombas osmóticas, colectores de energía solar, fábricas químicas celulares y sistemas biológicos de comunicación y computación. Todo bajo el control de sus diseñadores.
La información que podían aportar los mapas y las bases de datos se ha quedado obsoleta. La manipulación de la hidrología y de la química del suelo, así como la modificación del régimen de lluvias y de la tasa de erosión, han permitido que la vegetación transforme el terreno por completo: ha modificado el curso del rio Putumayo, ha anegado los antiguos caminos convirtiéndolos en ciénagas y ha creado nuevos pasos elevados secretos que recorren la selva. Esta geografía biogénica cambia constantemente, de manera que incluso los testimonios de primera mano de los escasos desertores de El Nido dejan de tener vigencia al poco tiempo. Las imágenes de los satélites no sirven para nada; independientemente de la frecuencia que se utilice, la cubierta forestal esconde o falsifica deliberadamente la firma espectral de todo lo que está debajo.
Las toxinas químicas y los exfoliantes tampoco sirven; las plantas y sus bacterias simbióticas pueden analizar la mayoría de los venenos y reprogramar sus metabolismos para hacerlos inofensivos o incluso transformarlos en alimento. Y pueden hacerlo tan rápido que nuestros sistemas expertos en armamento agrícola no dan abasto para inventar nuevas moléculas. Las armas biológicas son seducidas, subvertidas, domesticadas. Tres meses después de introducir un nuevo virus que se suponía letal para las plantas, encontramos la mayoría de sus genes incorporados en un vector benigno empleado en la compleja red de comunicaciones de El Nido. El asesino se había de los recados. Cualquier intento de quemar la mente sofocando con dióxido de carbono y si se autooxidase mediante sustancias ignífugas más sofisticadas Una vez llegamos incluso a verter unas cuantas toneladas de nutrientes mezcladas con potentes radioisótopos, disimulados en compuestos químicamente idénticos a sus homólogos naturales. Seguimos resultados mediante instrumentos sensibles a los rayos gamma: El Nido separó las moléculas que contenían isótopos —tal vez determinando sus tasas de difusión en las membranas orgánicas— y después las aisló y las diluyó antes de expulsarlas fuera de su territorio.
Así que cuando me enteré de que un bioquímico de origen peruano llamado Guillermo Largo se había marchado de Bethesda, Maiyland, llevándose consigo algunas herramientas genéticas altamente secretas —el fruto de su propia investigación, pero en todo caso propiedad de sus empleadores— y había desaparecido en El Nido, pensé: «Por fin una excusa para tirar la bomba de todas las bombas». La Compañía había estado abogando por una rehabilitación termonuclear de El Nido durante casi una década. El Consejo de Seguridad habría dado su aprobación. Los gobiernos con autoridad nominal en la zona habrían estado encantados. Cientos de habitantes de El
Nido eran sospechosos de violar las leyes de los Estados Unidos, y la presidenta Golino se moría de ganas por tener una oportunidad para demostrar que podía jugar duro al sur de la frontera, por mucho que hablase español en la intimidad de su propio hogar. Tras la operación, podría haber hecho una aparición televisiva en horario de máxima audiencia y haberle dicho a la nación que podía estar orgullosa de la Operación Vuelta a la Naturaleza. Y que los treinta mil granjeros que se habían refugiado en El Nido huyendo de la guerra civil no declarada en Colombia sabrían sin duda apreciar su valor y su resolución al verse liberados para siempre de la opresión de los terroristas marxistas y de los barones de la droga.
Nunca llegué a saber por qué no lo hicieron. Quizá se debió a problemas técnicos para asegurarse de que no iba a haber efectos secundarios río abajo, en el sagrado Amazonas, efectos que pudieran borrar del mapa alguna especie telegénica en peligro de extinción justo antes del final de la presente administración. O tal vez al temor de que algún señor de la guerra de Oriente Medio pudiera de alguna forma interpretarlo como carta blanca para usar sus pequeñas y polvorientas armas de fisión sobre alguna minoría problemática, lo que desestabilizaría la región de manera poco deseable. O puede que fuera el miedo a las sanciones comerciales japonesas, ahora que habían vuelto al poder los ecomercaderes, conocidos por su ferocidad antinuclear
No me enseñaron los resultados de los modelos geopolíticos generados por ordenador. Sólo recibí mis órdenes, codificadas en el parpadeo de lo fluorescentes del supermercado del barrio, insertadas entre las actualizaciones de las etiquetas de los precios. Las descifré gracias a la capa neural adicional de mi retina izquierda. Las palabras aparecieron en rojo sangre sobre el macilento fondo de colores alegres del pasillo del súper.
Tenía que entrar en El Nido y rescatar a Guillermo Largo. Vivo.
Vestido como un agente inmobiliario de la zona —incluyendo el teléfono de pulsera chapado en oro y el peor corte de pelo de trescientos dólares que se pueda imaginar—, hice una visita a la casa abandonada de Largo en Bethesda, un suburbio al norte de Washington, justo en la frontera de Maryland. Era un apartamento moderno y espacioso, amueblado con gusto pero sin ostentación, más o menos lo que cualquier software de marketing que se precie habría intentado venderle de acuerdo con su sueldo menos la pensión alimenticia.
A Largo siempre se le había clasificado como «brillante pero inestable»: si bien era un riesgo potencial para la seguridad, era demasiado talentoso y productivo para desaprovecharlo. Se le había sometido a una vigilancia rutinaria desde que el Departamento de Energía (nombre eufemístico donde los haya) lo contratara, recién salido de Harvard, allá por 2005. Ahora era evidente que la vigilancia había sido demasiado rutinaria... pero también era perfectamente comprensible que treinta años con un expediente intachable hubieran dado pie a cierta relajación. Largo nunca había intentado ocultar sus convicciones políticas; era hasta cierto punto discreto, pero su discreción se debía más al protocolo social que al subterfugio, es decir, que no se ponía camisetas del Che Guevara cuando visitaba Los Álamos. Pero por otra parte nunca había actuado de acuerdo con sus convicciones.
En la pared del salón había un mural pintado con espray. Los tonos eran casi infrarrojos, visibles para la mayoría de los adolescentes molones de Washington, aunque no para sus padres. Se trataba de una copia del tristemente famoso Teselado del plano con héroes del nuevo orden mundial, de Lee Hing-Cheung, una imagen digital que se había extendido por la red a principios de siglo. En él podía verse a los líderes políticos de principios de los noventa desnudos y entrelazados entre sí, en una mezcla a medio camino entre Escher y el Kamasutra. Los líderes depositaban zurullos humeantes en sus respectivas cavidades cerebrales abiertas, que por lo demás estaban vacías, en un efecto tomado de la obra del satírico alemán George Grosz. Se mostraba al dictador iraquí admirando su propio reflejo en un espejito: la imagen era una reproducción exacta de la portada de una revista de la época en la que se había retocado el bigote para darle un toque convenientemente hitleriano. El presidente de los Estados Unidos sujetaba (en horizontal pero a punto de darle la vuelta) un reloj de arena que contenía los rehenes demacrados cuya liberación había retrasado para asegurar la victoria electoral de su predecesor. Estaba metido todo el mundo, aunque fuera con calzador. Estaba hasta el primer ministro australiano, representado como una liendre que hacía vanos esfuerzos por abarcar la poderosa polla presidencial con sus diminutas mandíbulas. No me costaba imaginarme a los trogloditas neomacarthistas del Senado sufriendo un ataque de apoplejía al ver un cuadro como éste; siempre y cuando se llevara a cabo algo tan tedioso como una investigación sobre la deserción de Largo. Pero, ¿qué otra cosa podíamos haber hecho? ¿Negarnos a contratarle porque tenía un paño de cocina del Guernica?
Antes de marcharse, Largo había borrado todos los archivos de los ordenadores del apartamento, incluyendo los del sistema multimedia. Pero yo ya conocía sus gustos musicales, pues había tenido acceso a unas cuantas horas de grabaciones de audio llenas de pésimo ska coreano. Nada de solidaridad étnica revolucionaria, tan encomiable, ni tampoco evocadoras flautas andinas; una lástima, pues lo hubiese preferido de lejos. En sus estanterías había varios libros de bioquímica de su época de estudiante. Estaban en bastante mal estado y lo más probable es que los conservara por motivos puramente sentimentales. También había unas cuantas docenas de clásicos de la literatura y varios volúmenes de poesía que olían a humedad, en inglés, español y alemán. Hesse, Rilke, Vallejo, Conrad, Nietzsche. Nada moderno, y nada que se hubiera editado después de 2010. Con unas pocas palabras dirigidas al sistema domótico Largo había borrado todas las obras digitales en su poder, barriendo de un plumazo un cuarto de siglo de su arqueología personal. Hojeé algunos de los libros que quedaban, sólo por curiosidad: había una corrección a lápiz de la estructura de la guanina en uno de los libros de texto... y un párrafo de El corazón de las tinieblas estaba subrayado. El narrador, Marlow, se preguntaba incrédulo por qué la tripulación del barco a vapor —que pertenecía a una tribu caníbal y cuyas provisiones de carne de hipopótamo en descomposición se habían tirado por la borda— todavía no se había rebelado y se lo había comido. Al fin y al cabo:
No hay miedo que pueda hacer frente al hambre, ni paciencia capaz de aplacarla, donde hay hambre no hay lugar para la repugnancia; y en lo que respecta a las supersticiones, las creencias, y lo que pueden llamarse principios, no son más que briznas de paja arrastradas por el viento.
No tenía nada que objetar, pero me preguntaba por qué Largo se habría fijado en ese pasaje. ¿Quizá resonara con sus propias dudas de entonces, cuando intentaba justificar el hecho de aceptar sus primeras becas de investigación del Pentágono? La tinta estaba borrosa; el libro se había impreso en 2003. Hubiera preferido tener una copia de las entradas de su diario de las dos últimas semanas antes de su desaparición, pero los ordenadores de su casa no se habían pinchado de forma sistemática en casi veinte años. Me senté ante el escritorio de su estudio y me quedé mirando la pantalla en blanco de la estación de trabajo. Largo había nacido en Lima en 1980, en el seno de una familia de clase media que se declaraba católica y ligeramente de izquierdas. Su padre, un periodista de El Comercio, había muerto de una embolia cerebral en 2029. Su madre, con setenta y ocho años, seguía trabajando como abogada para una compañía minera internacional; en su tiempo libre procuraba que se respetara el hábeas corpus de las familias de los radicales desaparecidos, un hobby que sus jefes toleraban porque, por casi nada, les daba una buena imagen ante los accionistas con inclinaciones democráticas. Guillermo tenía un hermano mayor, cirujano jubilado, y una hermana pequeña, maestra de escuela, ninguno de los cuales era políticamente activo.
Cursó la mayor parte de sus estudios en Suiza y en los Estados Unidos; después de doctorarse, ocupó una serie de puestos de investigación en instituciones gubernamentales, en la industria de la biotecnología y en la universidad; todos ellos más o menos con los mismos patrocinadores. Con cincuenta y cinco años, divorciado tres veces pero sin hijos, sólo volvía a Lima para hacer visitas cortas a la familia.
Después de pasarse tres décadas trabajando en las aplicaciones militares de la genética molecular —al principio sin saberlo, aunque no por mucho tiempo—, cabía preguntarse a qué podía deberse su repentina deserción hacia El Nido. Más aún cuando, durante años, había sabido conjugar cínicamente la investigación para la defensa con sus piadosas inquietudes liberales, haciendo de ello prácticamente un arte. Su perfil psicológico más reciente así lo sugería: un orgullo feroz en sus logros científicos compensaba el desprecio que sentía por sí mismo al contemplar sus aplicaciones finales; y el conflicto interno mostraba indicios de que estaba dando paso a una cómoda indiferencia. Una dinámica bien documentada en la industria.
Era como si Largo hubiera asumido —en su fuero interno, hace treinta años— que sus principios no eran «más que briznas de paja arrastradas por el viento».
Tal vez había decidido, con cierto retraso, que si iba a prostituirse, por lo menos debía hacerlo bien y vender sus habilidades al mejor postor, aunque ello implicara abastecer de armas genéticas a un cartel de la droga. Sin embargo, yo había visto sus cuentas: ni fraude fiscal ni deudas de juego, ningún indicio de que hubiese vivido por encima de sus posibilidades. Traicionar a sus jefes, igual que había traicionado sus propios ideales de juventud al unirse a ellos podría haberle parecido un gesto nihilista oportuno. Pero a un nivel más práctico, resultaba difícil imaginar que le pudiera tentar el dinero, o que no hubiese meditado las consecuencias de dar semejante paso. ¿Qué le podía haber ofrecido El Nido? ¿Una cuenta numerada por satélite y una nueva identidad en Paraguay? ¿Los sórdidos placeres de la vida en los márgenes de la plutocracia del Tercer Mundo? Habría tenido todas las de ganar disfrutando de su jubilación en su país de adopción. Podría haberse lavado la conciencia publicando uno o dos ensayos vitriólicos sobre política exterior en alguna revistilla de izquierdas en internet. E incluso podría haberse convencido de que un país que le permitía expresar su opinión con tanta libertad, probablemente merecía todo lo que había hecho por defenderlo.
Y precisamente lo que había hecho por defenderlo (las herramientas que había perfeccionado y robado) era lo que no me estaba permitido saber.
Anochecía cuando cerré el apartamento y me dirigí hacia el sur por la avenida Wisconsin. Washington se animaba, las calles abarrotadas de gente en busca de algo que las distrajera del calor. En las ciudades las noches se estaban convirtiendo en un espectáculo alucinante. Los adolescentes hacían ostentación de simbiontes bioluminiscentes. Las venas de las sienes, el cuello y los músculos inflados de los antebrazos brillaban con un azul eléctrico. Parecían diagramas de circulación andantes y para mejorar el efecto fomentaban la hipertensión. Otros empleaban simbiontes retínales que hacían visible la radiación infrarroja, y sus ojos rojos relucían en las sombras como los de un vampiro.
Y otros, más discretos, tenían el cráneo lleno de Caballeros Blancos.
Las células madre de la médula ósea infectadas con Madre —un retrovirus artificial— generaban algo que estaba a medio camino entre una neurona embrionaria y un glóbulo blanco. Los Caballeros Blancos segregaban las citoquinas necesarias para atravesar la barrera hematoencefálica, y una vez atravesada, las moléculas indispensables para la adhesión celular los guiaban hasta sus objetivos. Era entonces cuando podían inundar el punto con un neurotransmisor específico llegando incluso a formar cuasi sinapsis temporales con las neuronas auténticas. A menudo el flujo sanguíneo de los consumidores contenía más de media docena de subtipos al mismo tiempo. Cada uno de ellos se activaba mediante un aditivo dietético concreto: cualquier compuesto químico barato, inofensivo y perfectamente legal que no estuviera presente en el cuerpo de forma natural. Si se ingería la combinación correcta de colorantes, saborizantes y conservantes artificiales, todos ellos inocuos, se podía modular la neuroquímica del cerebro casi a voluntad... hasta que los Caballeros Blancos morían de acuerdo con su programación y una nueva dosis de Madre se hacía necesaria.
Madre se podía esnifar o se podía pinchar en vena, pero la manera más eficaz de tomarla era punzando un hueso e inyectándosela directamente en la médula. Un método que era doloroso, sucio y muy arriesgado, aunque el virus en sí no estuviera contaminado y fuera auténtico. El material bueno provenía de El Nido, el malo de laboratorios clandestinos en California y Texas. En estos laboratorios los piratas genéticos intentaban por todos los medios que cultivos celulares infectados con Madre reprodujeran un virus expresamente diseñado para impedírselo. En el intento se producían cepas mutantes ideales para inducir leucemia, astrocitomas, párkinson y un gran surtido de psicosis de nuevo cuño.
Avanzaba por la sofocante y oscura ciudad, viendo a las masas desatadamente alegres, y me sentí invadido por una claridad penetrante, como en un sueño. Por un lado me notaba insensible, pesado, vacío, pero por otro me sentía electrizado, omnisciente. Era como si pudiera adentrarme en los paisajes ocultos de la gente a mí alrededor, como si pudiera ver más allá de los ríos de sangre luminosos. Observaba a la gente y la discernía hasta los huesos.
Hasta el tuétano.
Conduje hasta el límite de un parque en el que había estado antes y esperé. Iba vestido para el papel. Los jóvenes pasaban por delante, sonrientes, algunos le echaban un vistazo al Ford Narcissus 2025 plateado y silbaban con admiración. Un adolescente bailaba en la hierba, solo, infatigable; colocado hasta las cejas de Coca-Cola y ni siquiera le pagaban por fingirlo.
Al poco rato una chica se acercó al coche, las venas azules refulgían en sus brazos desnudos. Se inclinó hacia la ventanilla y echó un vistazo al interior con curiosidad.
— ¿Qué tienes? —me dijo.
Debía de andar por los dieciséis o diecisiete años, delgada, ojos oscuros, la piel de color café, con un ligero acento latino al hablar.
Podría haber sido mi hermana.
—Arco iris sureño.
O lo que es lo mismo: los doce genotipos principales de Madre, directamente de El Nido, cortados sólo con un poco de glucosa. El arco iris sureño —y un poco de comida basura— podía llevarte a cualquier parte.
La chica se me quedó mirando, escéptica, y alargó la mano derecha con la palma hacia abajo. Llevaba un anillo con una joya enorme de vanas facetas que tenía una cavidad en el centro. Saqué un sobrecito de la guantera, lo agité, lo rasgué por un extremo y eche unas motilas de polvo en la cavidad. Luego me incliné un poco hacia delante y humedecí la muestra con saliva. Le sujeté los dedos para que no se le moviera la mano; los tenía helados. Las doce facetas de la «piedra» se pusieron a brillar al instante, cada una con un color distinto. Los sensores inmunoeléctricos de la cavidad, condensadores minúsculos recubiertos con anticuerpos, estaban diseñados para reconocer algunos de los puntos específicos de las capas proteínicas de las diferentes cepas de Madre: en concreto aquéllas que a los piratas les resultaba más difícil imitar.
Aunque si se disponía de una tecnología lo bastante buena, esas proteínas no tenían por qué tener la más mínima relación con el ARN de su interior.
La chica parecía impresionada; sólo de pensarlo se le iluminó el rostro. Negociamos un precio. Demasiado bajo, lo que debería haberle hecho sospechar.
Antes de pasarle el sobrecito la miré a los ojos y le dije:
— ¿Para qué necesitas esta mierda? El mundo es lo que es. Tienes que afrontarlo, tienes que aceptarlo como es: brutal y terrible. Tienes que ser fuerte. No te engañes a ti misma. Es la única manera de sobrevivir.
Ella esbozó una sonrisita ante mi flagrante hipocresía, pero estaba tan contenta que ni siquiera se mosqueó.
—Tienes toda la razón. El mundo está muy mal.
Me puso el dinero en la mano y con una sinceridad falsa añadió toda angelical:
—Y esta es la última vez que me meto Madre, te lo prometo.
Le di el virus letal y me quedé mirando cómo se alejaba por la hierba y desaparecía en las sombras.
Al piloto de las fuerzas aéreas colombianas que me llevó desde Bogotá no parecía entusiasmarle tener que arriesgar su vida por un burócrata de la DEA. Eran setecientos kilómetros hasta la frontera, y cinco organizaciones guerrilleras distintas ocupaban territorios en nuestra ruta— no había muchos pueblos, pero sí varios cientos de sitios donde ocultar lanzacohetes.
—Mi tatarabuelo dijo con amargura— murió en la gran puta Corea luchando para el puto general Douglas MacArthur.
No me quedó claro si estaba orgulloso de ello o si me estaba confiando una deuda pendiente. Las dos cosas, lo más probable.
El helicóptero era silencioso de un modo inquietante. Estaba equipado con silenciadores de fase que a simple vista parecían altavoces gigantes, pero que absorbían la mayor parte del ruido de las hélices. El fuselaje de fibra de carbono estaba recubierto con una costosa red de polímeros camaleón... aunque habría sido igual de efectivo pintarlo todo de azul cielo. Un compuesto químico endotérmico acumulaba el calor residual del motor y lo iba soltando hacia arriba por un radiador parabólico en forma de estallidos concentrados, a intervalos de una hora aproximadamente. Las guerrillas no tenían acceso a imágenes de satélite y no se atrevían a usar radares; llegué a la conclusión de que nuestras posibilidades de seguir con vida eran más altas que las de cualquier trabajador del extrarradio de Bogotá. En la capital los autobuses explotaban sin previo aviso dos o tres veces por semana.
Colombia se desgarraba a sí misma: la Violencia de los años cincuenta se repetía otra vez. Aunque los grupos guerrilleros organizados estaban detrás de la mayoría de los actos de sabotaje terrorista más espectaculares, las facciones de los dos partidos políticos mayoritarios eran responsables de la mayoría de los muertos; cada una se dedicaba a masacrar a los simpatizantes de la otra, vengándose de una letanía de atrocidades pasadas que se extendía unas cuantas generaciones. El grupo que en realidad había iniciado la presente carnicería tenía un número de votantes insignificante. El Ejército de Simón Bolívar estaba formado por lunáticos de extrema derecha que querían «reunificarse» (tras dos siglos de separación) con Panamá, Venezuela y Ecuador, arrastrando también a Perú y a Bolivia, con la intención de hacer realidad el sueño de Bolívar de la Gran Colombia. Pero asesinando al presidente Marín lo único que habían conseguido era desencadenar una serie de acontecimientos que nada tenían que ver con su ridícula causa. Huelgas y manifestaciones, enfrentamientos en las calles, toques de queda, ley marcial. La repatriación del capital extranjero por parte de los inversores inquietos, seguida de una hiperinflación y la caída del sistema financiero local. Y para terminar una espiral de violencia oportunista. Todo el mundo, desde los escuadrones de la muerte paramilitares a los grupos disidentes maoístas, creía que finalmente había llegado su hora.
No había visto disparar ni una sola bala, pero desde el momento en que entré en el país se me empezaron a revolver las tripas y un flujo de adrenalina incesante y pesado me recorría las venas. Me sentía alerta, febril... vivo. Hipersensible como una embarazada, podía oler a sangre por todas partes. Cuando la lucha subrepticia por el poder que rige todos los asuntos humanos asciende por fin a la superficie, finalmente se libera, es como si una criatura gigante y primitiva surgiera de las profundidades del océano. Contemplarla resulta fascinante y horroroso. Nauseabundo y estimulante.
Enfrentarse cara a cara con la verdad siempre es estimulante.
Desde el aire no había signos claros de que hubiésemos llegado Durante los últimos doscientos kilómetros habíamos estado sobrevolando bosque tropical. De vez en cuando se podían distinguir plantaciones y minas, ranchos y aserraderos, se veían muchos ríos que abarcaban la selva como hebras metálicas, pero básicamente todo aquello no parecía más que una interminable extensión de brécol. El Nido dejaba que la vegetación natural creciera libremente a su alrededor. Y luego la imitaba. De esta forma era imposible obtener material genético real a partir de las muestras tomadas en sus márgenes. Adentrarse en El Nido no era tarea fácil, incluso con robots construidos especialmente para hacerlo; se habían perdido docenas de ellos. Así que se tenían que conformar con las muestras del perímetro. Por lo menos hasta que §e pudiera fotografiar a unos cuantos congresistas más cometiendo estupro in fraganti y persuadirlos para que votaran a favor de una mejor financiación. La mayor parte de los tejidos vegetales modificados se autodestruían si dejaban de recibir ciertos mensajes químicos y virales emitidos desde el núcleo de El Nido para confirmarles que seguían in situ. Por este motivo la principal instalación de investigación de la DEA se encontraba en los alrededores de El Nido mismo, un conjunto de edificios presurizados y parcelas experimentales instalado en un claro abierto con explosivos en el lado colombiano de la frontera. La parte superior de las vallas electrificadas no tenía alambre de espino; se doblaban sobre si mismas noventa grados formando un techo electrificado que constituía una auténtica jaula. El helipuerto se encontraba en el centro del complejo. Una jaula construida dentro de la jaula podía abrirse al cielo temporalmente.
Madeleine Smith, la directora de investigación, me enseñó el lugar. En el exterior los dos llevábamos trajes herméticos que nos protegían frente a agentes biológicos. El mío era redundante, siempre y cuando las modificaciones que me habían hecho en Washington funcionaran como me habían prometido. A veces, a pesar de su corta vida, los virus defensivos de El Nido llegaban a filtrarse hasta aquí; en ningún caso eran mortales, pero podían incapacitar seriamente a quienes no hubiesen sido vacunados. Los diseñadores de la selva habían mantenido un difícil equilibrio entre la «legítima defensa» biológica y las aplicaciones militares manifiestas. Las guerrillas siempre se habían ocultado en la selva artificial y se financiaban colaborando en la exportación de
Madre. Pero la tecnología de El Nido nunca se había utilizado explícitamente para crear patógenos letales.
De momento.
—Aquí cultivamos las plántulas de lo que esperamos sea un fenotipo de El Nido estable. Lo hemos llamado beta diecisiete.
Se trataba de unos anodinos arbustos con hojas de un color verde intenso y frutos de un rojo oscuro; Smith señaló un conjunto de instrumentos parecidos a cámaras que estaban al lado de los arbustos.
—Microespectroscopía de infrarrojos en tiempo real. Si se produce un incremento simultáneo pronunciado de la producción en un número de células suficiente, puede resolver una trascripción de ARN de tamaño medio. Luego cotejamos los datos con nuestros registros de cromatografía de gases, lo que nos da el rango de moléculas que provienen del núcleo de El Nido. Si somos capaces de pescar a una de estas plantas en el momento en que recibe una señal de El Nido (siempre y cuando su respuesta consista en activar un gen y sintetizar una proteína), deberíamos ser capaces de dilucidar el mecanismo, y a la larga cortocircuitarlo.
— ¿No pueden... secuenciar todo el ADN y extrapolar el resultado partiendo de la base?
Se suponía que tenía que hacerme pasar por un administrador recién nombrado que se había dejado caer casi sin avisar para comprobar que no se estaba despilfarrando el presupuesto, pero no tenía claro lo ingenuo que tenía que sonar.
Smith sonrió afablemente.
—El ADN de El Nido está protegido por enzimas que lo desmantelan al más mínimo indicio de trastorno celular. En este momento la posibilidad de secuenciarlo es tan alta como... la de leerle la mente en una autopsia. Y todavía no sabemos cómo funcionan esas enzimas; nos queda mucho por hacer. Cuando los cárteles de la droga empezaron a invertir en biotecnología hace cuarenta años, su principal prioridad era evitar la piratería. Y consiguieron que los mejores profesionales dejaran sus puestos en laboratorios legales y vinieran a trabajar para ellos desde todos los rincones del mundo; no sólo pagándoles más, sino ofreciéndoles una mayor libertad creativa y proponiéndoles objetivos más estimulantes. Es probable que El Nido acapare el mismo número de invenciones patentables que las producidas por el conjunto de la industria agro-tecnológica en el mismo periodo de tiempo. Y todas ellas mucho más excitantes.
¿Era eso lo que había atraído a Largo? ¿«Objetivos más estimulantes»? Pero El Nido era una obra acabada, ya no suponía ningún desafío, sólo se podían hacer meros ajustes. Y con cincuenta y cinco años, seguro que Largo era consciente de que sus años más creativos se habían quedado atrás hace mucho tiempo.
—Imagino que los cárteles consiguieron más de lo que esperaban —dije—. La tecnología cambió su negocio por completo. Todas las sustancias adictivas de siempre pasaron a ser fácilmente sintetizables de manera biológica: demasiado baratas, demasiado puras y demasiado fáciles de conseguir para ser rentables. Y la adicción misma dejó de ser un negocio. Ahora lo único que vende realmente es la novedad.
Con sus abultados bracos, Smith señaló la imponente selva que rodeaba la jaula. Era todo lo mismo, pero ella se giró y se quedó mirando al sureste.
—El Nido fue más de lo que esperaban. Sólo querían plantas de coca más productivas a altitudes más bajas y algo de vegetación personalizada genéticamente que les facilitara el camuflaje de los laboratorios y las plantaciones. Nada más. Acabaron con un pequeño país de facto lleno de piratas genéticos, anarquistas y refugiados. Los cárteles sólo controlan algunas regiones; la mitad de los genetistas originales han desertado y han fundado sus propias miniutopías en la selva. Hay por lo menos una docena de personas que saben cómo programar las plantas (cómo activar nuevos patrones de expresión genética, cómo pinchar las redes de comunicación) y con eso ya puedes establecer tu propio territorio.
— ¿Como si tuvieran un poder secreto? ¿Como si fueran chamanes que controlan los espíritus de la selva?
—Exactamente. Sólo que en este caso funciona de verdad.
— ¿Sabe lo que más me anima? —le dije entre risas—. Que pase lo que pase, el Amazonas verdadero, la selva verdadera, acabará tragándoselos a todos. ¿Cuánto tiempo ha sobrevivido? ¿Dos millones de años? ¡«Sus propias miniutopías»! Dentro de cincuenta años, o dentro de cien, será como si El Nido no hubiese existido nunca.
Nada más que briznas de paja arrastradas por el viento.
Smith no contestó. En el silencio reinante sólo se oía el monótono traqueteo de los escarabajos que llegaba de todas partes. Bogotá, ubicada en una alta meseta, era casi fría. Pero aquí el calor era tan asfixiante como en Washington.
Le eché una mirada a Smith.
—Tiene toda la razón —me dijo.
Pero no sonaba nada convencida.
Por la mañana, mientras desayunábamos, tranquilicé a Smith y le dije que todo estaba en orden. Ella sonrió con recelo. Creo que sospechaba que yo no era quien decía ser, pero en realidad no le importaba Había escuchado atentamente los chismorreos de los científicos, de los técnicos y de los soldados. El nombre de Guillermo Largo no se había mencionado ni una sola vez. Si ni siquiera habían oído hablar de Largo, difícilmente podían adivinar mis verdaderas intenciones.
Me fui justo después de las nueve. En tierra, láminas de luz delicadas como auroras seccionaban el espacio entre los árboles que rodeaban el complejo. Cuando nos elevamos por encima de la bóveda de la selva fue como si pasáramos de un amanecer neblinoso al fulgor del mediodía.
A regañadientes, el piloto se desvió para pasar por el centro de El Nido.
—Ahora estamos en espacio aéreo peruano —me comunicó orgulloso—. ¿Quiere provocar un incidente diplomático?
Parecía que la idea le resultaba atractiva.
—No. Pero vuele más bajo.
—No hay nada que ver. Ni siquiera se puede ver el río.
—Más bajo.
El brécol aumentó y de repente cobró nitidez. Todo ese verde homogéneo se convirtió en ramas individuales, sólidas y concretas. Era algo curioso y chocante a la vez. Como mirar un objeto familiar y anodino a través de un microscopio y descubrir su extraña particularidad.
Estiré el brazo y le rompí el cuello al piloto. Sólo tuvo tiempo de soltar un silbido entre dientes. Me recorrió un escalofrío, una mezcla de miedo y una punzada de arrepentimiento. El piloto automático se activó y nos mantuvo en el aire. Tardé un par de minutos en desabrocharle los cinturones del cuerpo, arrastrarlo hasta el compartimento de carga y ocupar su asiento.
Desatornillé el panel de instrumentos y coloqué un nuevo chip. Transmitido por satélite a una base de las fuerzas aéreas situada al norte, el registro digital de datos de vuelo indicaría que habíamos perdido el control y habíamos descendido rápidamente.
La verdad no era muy distinta. A cien metros del suelo choqué con una rama y partí una hélice del rotor principal; los ordenadores compensaron la pérdida audazmente, modelando y remodelando la situación, reorientando las superficies activas de las hélices que quedaban. Y lo cierto es que lo hacían bastante bien, claro que sólo en los intervalos de cinco segundos entre cada nueva sacudida y los desperfectos que se iban acumulando. Los silenciadores se volvieron locos, se desajustaron de los motores y atronaron la selva con pulsaciones de ruido amplificado.
A cincuenta metros entré en barrena, lentamente, con una sutileza harto extraña que me permitió apreciar la frondosidad de la selva como en una relajada panorámica circular. A veinte metros caí en picado. Los airbags se inflaron a mí alrededor tapándome la vista. En un gesto redundante cerré los ojos y apreté los dientes. En mi cabeza daban vueltas fragmentos de plegarias; el detritus de la infancia imágenes grabadas en mi cerebro, sin ningún sentido pero imborrables.
Pensé: Si muero, la selva me consumirá. Sólo soy carne, una simple brizna. No quedará nada para ser juzgado». Para cuando me acorde de que no estaba en la auténtica selva ya había llegado al suelo.
Los airbags no tardaron en desinflarse. Abrí los ojos. Había agua por todas partes, selva anegada. Un panel del techo, entre los rotores, se desprendió suavemente con un susurro parecido al último aliento del piloto, y luego se deslizó lentamente como una cometa que se estrella, reflejando en su descenso los colores de la vegetación colindante: plata embarrada, verde y marrón.
El bote salvavidas tenía remos, provisiones, bengalas y un radiofaro. Arranqué el faro del bote y lo coloqué con los restos del helicóptero. Volví a poner al piloto en su asiento justo cuando el agua empezó a inundarlo todo para enterrarlo.
Luego me alejé de allí siguiendo el curso del río.
El Nido había dividido un tramo navegable del río Putumayo y lo había convertido en un laberinto desconcertante. Canales de agua marrón casi estancada serpenteaban entre isletas de tierra recién formadas, cubiertas por palmeras y gomeras. En los bancos inundados proliferaban los árboles más viejos, especies de madera dura de color chocolate que eran anteriores a la llegada de los genetistas, lo que no quería decir que no hubieran sido manipuladas. Estos viejos árboles se alzaban por encima de la maleza y se perdían de vista en el cielo.
Tenía hinchados los ganglios linfáticos del cuello y la entrepierna y me ardían. Era duro pero tranquilizador, pues significaba que mi sistema inmune modificado se estaba ocupando del ataque viral lanzado por El Nido. En vez de esperarse a una respuesta prudente por parte de los antígenos, estaba generando miles de clones de células T asesinas. Unas cuantas semanas en este estado y lo más seguro es que uno de los clones autodirigidos acabara pasando el proceso de eliminación y aniquilándome con una nueva enfermedad autoinmune; pero no tenía pensado quedarme tanto tiempo.
Los peces que subían a la superficie para atrapar insectos o semillas agitaban el agua turbia. A lo lejos, una enorme anaconda se desenroscó desde una rama que sobresalía y se sumergió lánguidamente en el agua. Entre las gomeras, los colibríes aleteaban estáticos sobre las fauces de orquídeas violetas. Por lo que sabía, ninguno de estos organismos había sido manipulado; habían seguido viviendo en la selva artificial como si nada hubiese cambiado.
Me saqué un chicle del bolsillo. El chicle era rico en ciclamato y lentamente hizo que se activara uno de los grupos de Caballeros Blancos con los que iba cargado. El hedor provocado por el bochorno y la vegetación en descomposición pareció mitigarse. En mi cerebro se sensibilizaban unas rutas olfativas mientras que otras se embotaban. Se estaba activando una especie de filtro interno que hacía que las señales provenientes de los nuevos receptores de mis membranas nasales fueran más intensas que cualquier otro olor de la selva que pudiera distraerlos.
De repente podía oler al piloto muerto en mis manos y en mi ropa, el matiz pegajoso de su sudor y sus heces, percibía las feromonas de los monos araña en las ramas a mi alrededor, tan penetrantes e inconfundibles como el orín. A modo de prueba, seguí su rastro durante quince minutos, remando en la dirección del rastro más reciente, hasta que me vi recompensado por unos quejidos de alarma y la visión fugaz de dos formas escuálidas de color marrón grisáceo que se perdían en el follaje.
Mi propio olor estaba camuflado. En mis glándulas sudoríparas unos simbiontes digerían todas las moléculas que podían delatarme. Las bacterias tenían efectos secundarios a largo plazo, sin embargo, y los últimos informes sobre El Nido sugerían que sus habitantes no se tomaban tantas molestias. Existía la posibilidad, claro está, de que Largo fuera lo bastante paranoico como para haberse traído las suyas.
Me quedé mirando cómo se alejaban los monos y me pregunté en qué momento iba a percibir el olor de otro ser humano vivo. Incluso un campesino analfabeto que hubiese salido huyendo de la violencia del norte podría facilitarme valiosa información sobre la situación entre las facciones de la zona y hasta algo parecido a un tosco mapa mental del terreno.
El bote empezó a emitir un suave pitido, el aire se escapaba de uno de los compartimentos sellados. Me metí en el agua y me sumergí por completo. A un metro de la superficie no podía ver ni mis propias manos. Esperé un rato aguzando el oído, pero lo único que se oía era el leve chapoteo de los peces al romper la superficie. Una piedra no habría podido perforar el plástico del bote, por lo que tenía que tratarse de una bala.
Me quedé flotando en un silencio frío y lechoso. El agua disimularía mi calor corporal y podía aguantar la respiración diez minutos. No sabía si alejarme del bote nadando, con lo que me arriesgaba a delatarme, o quedarme inmóvil, a la espera.
Algo fino y afilado me rozó la mejilla. Lo ignoré. Volvió a rozarme. No parecía ni un pez ni nada que estuviera vivo. Cuando el objeto me rozó una tercera vez lo agarré. Era un trozo de plástico de unos cuantos centímetros de ancho. Palpé los bordes, que eran en parte afilados, en parte suaves y maleables. Y entonces el trozo se partió en dos en mi mano.
Me alejé nadando unos metros y luego saqué la cabeza del agua con sumo cuidado. El bote salvavidas se estaba descomponiendo el plástico se despegaba y se hundía en el agua como piel en acido. Se suponía que el bote no era biodegradable (el grado de reticulación del polímero con que estaba fabricado lo impedía), pero estaba claro que alguna cepa bacteriológica de El Nido había encontrado la forma de que lo fuera.
Me quedé flotando boca arriba. Respiraba profundamente para liberar dióxido de carbono, contemplando la posibilidad de terminar la misión a pie. En lo alto, la bóveda boscosa parecía temblar como en una calina, lo que no tenía sentido. Sentía los miembros curiosamente calientes y pesados. Se me ocurrió pensar qué es lo que estaría oliendo exactamente si no hubiera desactivado el noventa por ciento de mi espectro olfativo. Pensé: «Si hubiera creado bacterias capaces de digerir una sustancia ajena a El Nido, ¿qué más me gustaría que hicieran cuando se encontrasen con ella? ¿Incapacitar a quien la hubiese introducido? ¿Comunicarlo mediante una señal bioquímica?»
Podía captar el intenso olor de media docena de personas empapadas en sudor. Cuando llegaron, no pude hacer otra cosa que quedarme tumbado y dejar que me sacaran del agua.
Nos alejamos del río. Me llevaban maniatado en una camilla, con los ojos vendados. Nadie hablaba a mí alrededor. Podría haber calculado la velocidad de la marcha basándome en el ritmo de los pasos de mis porteadores. O haber adivinado en qué dirección nos movíamos fijándome en los destellos que el sol insinuaba a un lado de mi cara... Pero las toxinas bacterianas me hacían soñar despierto y cuanto más intentaba interpretar las pistas, más perdido y confundido me sentía.
En algún momento, cuando la partida se tomó un respiro, alguien se acuclilló a mi lado. Me pareció que me pasaba un escáner por el cuerpo. Mi sospecha se vio confirmada por las punzadas de calor que empecé a sentir justo donde me habían implantado los transpondedores de polímeros. Eran mecanismos pasivos, pero una ráfaga de micro— ondas enviada por satélite habría distinguido el eco de su resonancia a la perfección. El escáner los encontró todos y los achicharró.
Ya bien entrada la tarde me quitaron la venda de los ojos. ¿Estaban seguros de que me encontraba totalmente desorientado? ¿De que no me escaparía? ¿O tal vez sólo querían alardear de la triunfante arquitectura de El Nido?
Accedimos por una senda oculta que atravesaba una ciénaga. No deje de mirar hacia abajo ni un momento. Mis captores evitaban el terreno colindante más elevado y seco, en apariencia seguro. Sus botas no llegaban a hundirse del todo en el barro.
A medida que nos íbamos acercando me dio la impresión de que los densos arbustos espinosos que obstaculizaban el camino se apartaban a nuestro paso. El efecto del chicle había remitido lo bastante como para permitirme percibir que avanzábamos en medio de una neblina de lo que parecía un compuesto dulzón como el éster. No podía ver si lo estaban rociando en el aire con un aerosol o si lo emitía el cuerpo de alguno de los miembros del grupo que tuviera implantados simbiontes en la piel o en los pulmones o en los intestinos.
El poblado surgió casi imperceptiblemente de esta farsa con forma de selva. A medida que avanzábamos podía sentir cómo el suelo se volvía firme y liso de forma poco natural. Los árboles se ordenaron de un modo apenas perceptible; no se definían avenidas rectas, pero en cualquier caso la distribución tenía algo de llamativo. Al poco, a mi derecha y a mi izquierda alcancé a ver claros «fortuitos» que albergaban construcciones «naturales» de madera o cabañas relucientes construidas con biopolímeros.
Me dejaron en el suelo junto a una de las cabañas. Un hombre al que no había visto hasta entonces se inclinó sobre mí. Era un tipo fibroso, sin afeitar, y esgrimía un cuchillo de caza con una hoja reluciente. Me pareció el arquetipo del hombre como animal, del hombre como depredador, del hombre como asesino sin escrúpulos.
—Amigo —me dijo—. Ahora te vamos a sacar la sangre. Te vamos a dejar seco.
Sonrió y se puso en cuclillas. El hedor de mi propio miedo hizo que se saturaran mis simbiontes y estuve a punto de desmayarme. Me soltó las manos con el cuchillo y añadió:
—Y te la vamos a volver a poner.
Me pasó un brazo por la espalda cogiéndome por las costillas, me levantó de la camilla y me llevó al interior de uno de los edificios.
—Perdone que no le dé la mano —dijo Guillermo Largo—. Creo que ya está casi limpio, pero no quiero arriesgarme a un contacto físico. Su sistema inmunológico ya está bastante alterado y si le queda algún residuo del virus podría volverse contra usted.
Era un hombre de ojos tristes, delgado, bajito, y se estaba quedando calvo. Me acerqué a los barrotes de madera que nos separaban y le tendí la mano.
—Puede tocarme cuando quiera. No llevaba ningún virus. ¿Piensa que me creo su propaganda?
Con aire despreocupado se encogió de hombros.
—Le habría matado a usted, no a mí. Aunque estoy seguro de que el plan era que nos matara a los dos. Puede que estuviera pensado para mi genotipo, pero iba tan cargado que también le habría afectado al activarse ante mi presencia. Pero eso ya es historia, no merece la pena
Discutirlo.
Lo cierto es que no ponía en duda sus palabras. Un virus que se deshiciera de los dos era perfectamente lógico. De mala gana, incluso sentí cierto respeto por la Compañía, por la manera en que me había utilizado —había una honestidad feroz y nada sentimental en ello—, pero no me pareció prudente comentárselo a Largo.
—Si cree que ya no supongo ningún peligro para usted —dije—, ¿por qué no vuelve conmigo? Todavía se le considera valioso. Un momento de debilidad, una mala decisión, no tiene por qué significar el fin de su carrera. Sus jefes son gente pragmática: no le van a castigar. Sólo tendrán que vigilarle más de cerca en el futuro. Es problema de ellos, no suyo. Para usted todo será como antes.
Me pareció que Largo ni siquiera estaba escuchando, pero me miró directamente a la cara y sonrió.
— ¿Sabe lo que dijo Víctor Hugo sobre la primera constitución colombiana? Dijo que la habían escrito para un país de ángeles. Sólo duró veintitrés años y en el siguiente intento los políticos rebajaron sus expectativas. Bastante.
Dio media vuelta y se puso a andar delante de los barrotes. Dos campesinos mestizos con armas automáticas se apostaban a la puerta y nos miraban impasibles. Los dos masticaban sin cesar lo que me parecieron hojas de coca naturales. Su lealtad a la tradición era casi alentadora.
Mi celda estaba limpia y bien equipada, tenía hasta uno de esos retretes equipados con un biorreactor que estaban tan de moda en Beverly Hills. De momento mis captores me habían tratado de manera exquisita, pero tenía la sensación de que Largo tramaba algo desagradable. ¿Entregarme a los barones de la droga? Seguía sin saber a qué acuerdo había llegado con ellos, qué les había vendido a cambio de una parte de El Nido y unas cuantas docenas de guardaespaldas. Y menos aún por qué pensaba que esto era mejor que un apartamento en Bethesda y cien mil dólares al año.
— ¿Qué cree que va a hacer si se queda? —le dije—. ¿Va a construir su propio país de ángeles? ¿Va a fundar su propia utopía biotecnológica?
— ¿Mi propia utopía? —Largo se paró en seco y volvió a esbozar su sonrisa socarrona—. No. ¿Cómo puede llegar a haber una utopía? No existe una manera de vivir ideal que nos haya eludido todo este tiempo. No hay ningún conjunto de reglas, ningún sistema, no hay ninguna fórmula. ¿Por qué debería haberla? Aparte de la existencia de un creador (y en tal caso, un creador perverso), ¿por qué debería haber un anteproyecto de perfección a la espera de ser descubierto?
—Tiene razón —dije—, Al final lo único que podemos hacer es seguir nuestros instintos. Ver más allá del velo de civilización y moralidad hipócrita y aceptar las fuerzas verdaderas que nos hacen ser lo que somos.
Largo soltó una carcajada. Admito que me sonrojé ante su reacción. No tanto porque se riera de lo único en lo que yo que creía de verdad, sino más bien porque le había malinterpretado y no había logrado que se pusiera de mi parte.
— ¿Sabe en qué estaba trabajando en los Estados Unidos? —dijo.
—No. ¿Acaso importa?
Cuanto menos supiera, más posibilidades tendría de seguir vivo.
Largo me lo dijo de todas formas.
—Buscaba la manera de transformar las neuronas adultas en neuronas embrionarias. Intentaba hacerlas volver a un estado menos diferenciado que les permitiera comportarse igual que lo hacen en el cerebro del feto: migrando de un sitio a otro, formando nuevas conexiones. En teoría como un tratamiento para la demencia senil y la apoplejía... aunque la gente que financiaba el trabajo lo veía más bien como el primer paso hacia la creación de armas virales capaces de reconfigurar partes del cerebro. No creo que los resultados hubiesen llegado a ser muy sofisticados. Nada de virus para imponer ideologías políticas, pero sí se podrían haber codificado todo tipo de discapacidades o comportamientos dóciles con un paquete relativamente pequeño.
— ¿Y se lo vendió a los cárteles? ¿Para que puedan chantajear a ciudades enteras la próxima vez que arresten a uno de sus líderes? ¿Para ahorrarles la molestia de asesinar a jueces y políticos?
—Se lo vendí a los cárteles —dijo Largo—. Pero no como un arma. No existe ninguna versión militar infecciosa. Incluso los prototipos (que apenas consiguen retrotraer neuronas seleccionadas, pero no producen cambios programados) son demasiado complejos y frágiles para sobrevivir. Y hay más problemas técnicos. Transportar elaboradas y precisas modificaciones al cerebro de su huésped no supone ninguna ventaja reproductiva para ningún virus. Si se diseminaran en una población humana real, enseguida acabarían predominando los mutantes que sencillamente se desprenderían de toda esa mierda intrascendente. — ¿Y...?
—Se lo vendí a los cárteles como un producto. O, más bien, lo combiné con su producto estrella y les entregué el híbrido resultante. Una nueva variedad de Madre.
— ¿Qué es lo que hace?
Aunque estaba cavando mi propia tumba, me tenía encandilado
—Lo que hace es transformar un subconjunto de las neuronas del cerebro en algo parecido a los Caballeros Blancos. Igual de móviles, igual de flexibles. Pero mucho mejor a la hora de crear nuevas sinapsis estables, en vez de limitarse a inundar el espacio interneuronal con la sustancia elegida. Y no están controlados por aditivos dietéticos, están controlados por moléculas que secretan ellos mismos. Se controlan unos a otros.
Nada de eso tenía sentido.
— ¿Las neuronas que ya existen se hacen móviles? ¿Las estructuras cerebrales... se derriten? ¿Ha creado una versión de Madre que convierte el cerebro de la gente en papilla y espera que le paguen por ello?
—No es papilla. Todo forma parte de un sólido bucle de retroalimentación: cuando se activan estas neuronas alteradas se influye en el grupo de moléculas que secretan, que a su vez controla la reconfiguración de las sinapsis colindantes. Obviamente, los centros reguladores vitales y las neuronas motoras no se tocan. Y se necesita una señal muy intensa para modificar los Caballeros Blancos. No responden ante cualquier impulso pasajero. Son necesarias al menos una o dos horas sin distracciones para afectar de forma significativa cualquier estructura cerebral.
»No es muy distinto del modo en que las neuronas normales acaban codificando el comportamiento aprendido y los recuerdos, sólo que más rápido, más flexible... y a una escala mucho mayor. Partes del cerebro que no han cambiado en cien mil años se pueden remodelar por completo en medio día.
Hizo una pausa y me miró con calma.
Se me heló el sudor de la nuca.
— ¿Ha usado el virus...?
—Claro. Para eso lo creé. Para mí mismo. Por eso vine aquí.
— ¿Para jugar a los neurocirujanos? ¿Por qué no se metió un destornillador por debajo del globo ocular y lo movió un poco hasta que se le pasaran las ganas? —Me sentía enfermo—. Por lo menos... la cocaína y la heroína, y hasta los Caballeros Blancos, sacan partido de los receptores naturales, de las rutas naturales. Ha tomado una estructura que la evolución ha pulido durante millones de años y...
Era obvio que a Largo le hacía mucha gracia, pero esta vez se contuvo y no se rio en mi cara.
—Para la mayoría de la gente —dijo educadamente—, navegar por la propia psique es como deambular en círculos por un laberinto Eso es lo que la evolución nos ha legado: una cárcel vil y desconcertante Lo único que se ha conseguido con drogas tan poco sutiles como la cocaína o la heroína o el alcohol ha sido crear atajos a unos cuantos callejones sin salida; y con el LSD, forrar de espejos las paredes del laberinto. Los Caballeros Blancos no hacían más que ofrecer los mismos efectos en un envoltorio diferente.
»Los Caballeros Grises te permiten rehacer el laberinto entero a tu antojo. No te reducen a un repertorio emocional marchito, te dan el mando. Te permiten controlar quién eres exactamente.
Tuve que esforzarme para apartar la irresistible sensación de asco que sentía. Largo había decido joderse la cabeza. Era problema suyo. Algunos de los adictos a Madre harían lo mismo, pero una nueva hornada de veneno para competir con la basura de los laboratorios clandestinos no era lo que se dice una tragedia nacional.
—He vivido treinta años como alguien a quien despreciaba. Era demasiado débil para poder cambiar, pero nunca perdí de vista lo que quería llegar a ser. Solía preguntarme si habría sido menos despreciable, menos hipócrita, si me hubiese resignado ante mi propia debilidad, ante mi propia corrupción. Pero nunca lo hice.
— ¿Y cree que ha borrado su antigua personalidad tan fácilmente como los archivos de su ordenador? ¿Y ahora qué es? ¿Un santo? ¿Un ángel?
—No. Pero soy exactamente quien quiero ser. Con los Caballeros Grises no se puede ser otra cosa.
Exaltado por la rabia me mareé un poco. Me recompuse contra los barrotes de mi jaula.
—Así que se ha hurgado en el cerebro y se siente mejor —dije—. ¿Y va a seguir viviendo en esta selva de pega el resto de su vida, colaborando con traficantes, engañándose con que ha alcanzado la redención?
— ¿El resto de mi vida? Podría ser. Pero estaré atento a ver qué pasa en el mundo. A la espera.
Casi me atraganto.
— ¿A la espera de qué? ¿Piensa que su conducta se extenderá más allá de un puñado de yonquis con daños cerebrales? ¿Cree que los Caballeros Grises se van a extender por todo el planeta y lo van a transformar en algo irreconocible? ¿O es que me ha mentido y el virus sí es infeccioso?
—No. Pero le da a la gente lo que quiere. Cuando lo hayan entendido, lo buscarán.
Me quedé mirándole con lástima.
—Lo que la gente quiere es comida, sexo y poder. Eso no va a cambiar nunca. ¿Se acuerda del pasaje que subrayó en El corazón de las tinieblas? ¿Cómo lo interpretaba? En el fondo, sólo somos animales con unas cuantas motivaciones simples. Todo lo demás no son «más que briznas de paja arrastradas por el viento».
Largo se encogió de hombros, como si tratara de acordarse de la cita, y luego asintió lentamente.
— ¿Sabe de cuántas maneras distintas se puede configurar un cerebro humano normal? No le estoy hablando de una red neuronal arbitraria del mismo tamaño, sino de un cerebro de Homo sapiens que funciona de verdad, moldeado por la embriología y la experiencia. Hay unas diez elevado a diez millones de posibilidades. Un número enorme: da para distintas personalidades, múltiples talentos, más que suficiente para codificar las huellas de muchas vidas.
» ¿Pero sabe lo que hacen los Caballeros Grises con ese número? Lo vuelven a multiplicar por la misma cifra. Permiten que la parte de nosotros que estaba fija, atada a la «naturaleza humana», sea tan distinta de una persona a otra como los recuerdos de toda una vida.
»Claro que Conrad tenía razón. Cada palabra de ese pasaje era cierta... cuando fue escrito. Pero ahora se queda corto. Porque ahora es toda la naturaleza humana lo que no es «más que briznas de paja arrastradas por el viento». «El horror», el corazón de las tinieblas, no es «más que briznas de paja arrastradas por el viento». Todas las «verdades eternas», todas las tristes y hermosas revelaciones de todos los grandes escritores, desde Sófocles a Shakespeare, no son «más que briznas de paja arrastradas por el viento».
Tumbado en mi camastro escucho las cigarras y las ranas y me pregunto qué va a hacer Largo conmigo. Si no se veía a sí mismo capaz de matar, no me mataría; aunque sólo fuera para reforzar sus delirios de autocontrol. Tal vez se limitaría a dejarme tirado en el perímetro del centro de investigación. Allí podría explicarle a Madeleine Smith cómo el piloto de las fuerzas aéreas colombianas contrajo un virus de El Nido en pleno vuelo, y cómo yo, con valentía, intenté tomar el control del aparato.
Le di vueltas al incidente en la cabeza, intentando que mi historia fuera convincente. El cuerpo del piloto no se iba a recuperar nunca; los detalles forenses no tenían que cuadrar.
Cerré los ojos y me vi rompiéndole el cuello. La misma punzada de remordimiento me recorrió el cuerpo. Me la quité de encima malhumorado. Lo había matado —y a la chica, unos días antes— y a muchos otros en el pasado. La Compañía prácticamente se había deshecho de mí. Porque era conveniente y porque era posible. Así funcionaba el mundo: el poder siempre se iba a ejercer, las naciones subyugarían a las naciones, los débiles siempre serían masacrados. Todo lo demás era una fantasía piadosa. A unos cien kilómetros, las milicias colombianas así lo demostraban una vez más.
¿Pero y si Largo me había infectado con su propia versión de Madre? ¿Y si todo lo que me había contado sobre ella era cierto?
Los Caballeros Grises sólo se activaban si uno quería. Todo lo que tenía que hacer para permanecer ileso era elegir ese destino. Desear sólo ser exactamente quién era: un asesino que siempre había sabido que se enfrentaba a la verdad más profunda. Que abrazaba el salvajismo y la corrupción, porque, a fin de cuentas, no quedaba otra opción.
Los seguía viendo delante de mí: al piloto, a la chica.
Tenía que no sentir nada —y desear no sentir nada— y tenía que seguir eligiéndolo, una y otra vez.
O todo lo que era se desintegraría como un castillo de arena y desaparecería.
Uno de los guardias eructó y escupió en la oscuridad.
La noche se extendía ante mí como un río que ha extraviado su cauce.
Fin