Publicado en
enero 26, 2014
Eulogia había llegado a la conclusión de que los kilos eran la peor amargura de las mujeres del siglo XXI. Y le molestaba que Roberto no se sintiera culpable de comer un plato de papas fritas delante de ella...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Una vez le preguntaron a Eulogia cuál era la amargura más grande de su vida. Después de pensarlo un rato —no fue un rato largo ni nada por el estilo— dijo: los kilos. Y no es que no hubiera sufrido las veces en que a Roberto se le escapaban los instintos, los ojos, la mente y hasta el cuerpo para caer en brazos de la flaca de la esquina. Por supuesto que en aquellas ocasiones sufría, y mucho. Se juraba a sí misma: "Esta sí que es la última, aquí se termina la historia, no le abro la puerta, lanzo su ropa por la ventana, no quiero verlo ni en pintura...". Y después le abría la puerta, le armaba una escena, le tiraba un jarrón por la cabeza, lloraba un poco mientras Roberto decía: "Nunca más, no es lo que tú piensas", le prestaba su pañuelo, y luego hacían el amor y la vida seguía su curso. Pero esas amarguras y peleas eran pasajeras. Los kilos, en cambio, se portaban como un amante indeseable. Se iban, volvían, desaparecían por un rato, regresaban y, en ese ir y venir, en ese maldito yoyó de la silueta, iban pasando las semanas, los meses, los años.
Es que los kilos son, casi sin duda, una de las amarguras más grandes de la mujer del siglo XXI. A nadie le gusta la gordura. Nadie busca la gordura. A nadie le hace bien la gordura. Todo el mundo se ve peor con la gordura. Y, sin embargo, algo anda mal en la ecuación de la comida, pues todo lo que se echa una a la boca, engorda. Hay una conspiración. Es eso. En cada esquina de la vida habita un conspirador. Conspiran los modistos, los fabricantes de alimentos, los supermercados, los anuncios en la tele, el estrés y la soledad. También conspiran, de cierta manera, los hombres.
—Estás un poco gorda, Eulogia —solía decirle Roberto.
Luego la invitaba a un restaurante donde él pedía un buen bistec con papas fritas y Eulogia se contentaba (o hacía como si se contentara) con una ensalada de lechuga.
—¿Y a ti por qué no te afecta comer papas fritas? ¿No te sientes culpable?
—¿Culpable? ¿Y por qué habría de sentirme culpable?
—Bueno, porque engordan...
Pero los kilos nunca fueron el problema de Roberto.
Eulogia en cambio entraba a un supermercado, caminaba por las hileras con 20 tipos de salsas, 40 clases de mermeladas, cientos de cortes de carnes, chorizos, comidas congeladas, helados, cremas de todas clases y para todos los gustos, y le daban ganas de llorar. Regresaba a su casa muerta de hambre, llena de culpa, con las bolsas atiborradas de alimentos tan deliciosos como calóricos, porque no había nadie en el mundo más tentado que ella.
Hasta los 35 años todo anduvo más o menos bien. El sexo con Roberto tenía sus interrupciones (léase flaca de la esquina), pero en términos generales la cosa funcionaba. Iba al gimnasio cuando tenía tiempo, comía lo que se le antojaba, sin engordar; llegó a creer que la vida era así, que era posible echarse cualquier cosa a la boca sin pagar ninguna consecuencia; los sábados y domingos se tomaba un par de martinis junto a la infaltable barbacoa que a Roberto le gustaba preparar. Y todos tan contentos. Pero cumplió los 40 y ¡se acabó! De golpe empezaron a pasarle cosas que antes no le sucedían. Y la primera de ellas se la contó la balanza: había subido 10 kilos (22 libras).
"¡Pero cómo!", pensó. "Si estoy comiendo lo mismo que comía el año pasado y resulta que ahora peso 65 kilos (143 libras)".
Las 20 mañanas siguientes se subía a la balanza, tratando de no pesar, primero un pie, después muy despacito, casi sin tocar, y la desdichada balanza, la infame iba subiendo, 59, 60 ,61 ,67, 68... Y entonces empezaron las dietas y el yoyó.
Cuando se dio cuenta de que ninguna dieta, por "milagrosa" que fuera, lograba el prodigio de que bajara de peso y permaneciera flaca, fue a ver al doctor Segura.
El doctor Segura tenía su consulta en un edificio ruinoso, a punto de ser declarado inhabitable por la municipalidad, pero tenía fama de ser el mejor nutricionista del país. La recibió con una amplia sonrisa, le ofreció un café con leche y azúcar, y se dispuso a escucharla, sin interrumpirla ni una sola vez. Cuando la tía Eulogia terminó de exponerle las características de su batalla con los kilos, el doctor Segura tomó la palabra:
—A ver, mi querida señora. Usted ha oído hablar de las calorías, ¿verdad? Bueno, seguramente también ha oído decir que hay que comer una cierta cantidad de calorías al día, ¿verdad? Que una mujer de mediana estatura, 40 años, como usted, no debe comer más de 1.300 calorías al día si quiere mantenerse delgada, ¿verdad? Y me imagino que también le habrán dicho que con 1.300 calorías al día nunca pasará hambre, ¿no es cierto?
—Cierto, sí, he oído decir todas esas cosas —dijo Eulogia.
—Bueno, entonces, y siguiendo con la misma lógica, ¿podríamos afirmar que si se come una caja de helado con crema para el desayuno, de 1.300 calorías no le dará hambre el resto del día?
—Supongo que sí, que podríamos decir eso — dijo Eulogia.
—Pues se equivoca, querida señora. Si usted se come una caja de helado de 1.300 calorías para el desayuno, a la 1 de la tarde va a tener apetito y necesitará almorzar. Digamos que entonces se come 400 calorías más, ya vamos en 1.700 y para las 9 de la noche de nuevo tendrá hambre, así que digamos que se come otras 400 calorías y así llegamos a 2.100 calorías. En un día ya ha engordado. Si hace lo mismo toda la semana habrá ganado dos kilos y si lo hace durante un mes, cuatro. ¿Me entiende?
Eulogia se quedó mirando a este hombrecito bajo y delgado como un palillo, que le hablaba mirándola con una sonrisa bondadosa. Nadie le había hablado así de las calorías.
—Lo importante es cómo se distribuyen las 1.300 calorías que usted va a comer en el día y qué tipo de calorías va a comer. Ahí está el secreto de la delgadez, querida señora. Si usted come 400 calorías en el desayuno, 500 en el almuerzo y 400 en la noche, bajará de peso si está gorda, se mantendrá una vez que baje y nunca pasará hambre. Y puede comer lo que quiera, porque debe saber que lo peor que puede hacer al cuerpo es eliminar por completo un tipo de alimento de su dieta.
Dos horas más tarde, Eulogia llegó a su casa con un librito donde aparecían todos los alimentos imaginables y sus correspondientes calorías. Y a partir de ese día organizó sus menús de acuerdo a las directivas del doctor Segura: 400 calorías para el desayuno, 500 para el almuerzo y 400 para la cena. Era una cantidad de comida mucho mayor de lo que estaba acostumbrada. Sin embargo, una semana después había bajado un kilo y medio, pasó otra y siguió bajando, en la tercera semana bajó un kilo y medio porque era tanta la comida, que bajó el insumo de calorías a 1.200.
Al mes estaba tan enamorada de su sistema, que decidió adoptarlo para siempre. Y fue así como sus almuerzos y cenas con Roberto se convirtieron en una suma y una resta.
—Para el desayuno de mañana te prepararé 80 calorías, más 90, más 60, y aún puedes comerte otras 100; elige lo que quieras. Esta noche vamos a comer una entrada de 150 más una sopa de 100 y todavía tenemos espacio para un plato principal de 150 más. ¡Ah!, se me olvidaba: ¿te gustó mi plato de 350? ¿Y qué te parece si ahora nos tomamos una copita de no más de 100?
—¡La próxima vez que escuche un número asociado a mis comidas, me voy de esta casa! — vociferó Roberto la noche en que Eulogia le ofreció un plato de 650 a cambio de que le cediera el control remoto de la televisión—. ¡Estoy harto de números! ¡No quiero saber cuánto valen las cosas que me echo a la boca!
Una lágrima corrió por la mejilla de Eulogia. Entonces Roberto dio marcha atrás. La verdad es que ella estaba regia, flaca, se veía estupenda, ¿y él reclamando por unos numeritos?
—Mira, mi amor, no lo tomes a mal, te invito a un restaurante francés y nos pegamos un banquete de 5.500. ¿De acuerdo?
"Perejiliento será, pero es buena persona", se dijo Eulogia y aceptó feliz de romper la dieta por una noche.
ILUSTRACION: TERESITA PARERA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, JUNIO 19 DEL 2007