¡AUXILIO!, MI HIJA SE CASA
Publicado en
enero 19, 2014
La primerá vez que lo dijo quise ignorarlo. Pero insistió y me di cuenta de que hablaba en serio,, y no me quedó más que exclamar...
Por John Hubbell.
¿QUÉ DIRÍA si le pidiera a su hija en matrimonio?
—Ja, ja —respondí.
Tenía el periódico vespertino en la mano y me dirigía a un cómodo sillón de la sala. Como soy padre de nueve hijos, estaba acostumbrado a escuchar preguntas necias y sabía como abordarlas. Sólo sonreía y me dedicaba a mis asuntos.
El muchacho me siguió hasta la sala.
—¿Y? —repitió sonriente.
—Y, ¿qué? —señalé, devolviendo la sonrisa.
—Señor, amo a su hija.
Santo Dios, ¡es en serio! Pequeñas ondas de pánico me recorrieron de pies a cabeza. Este muchacho listo, buen mozo y presentable quiere quitarme a mi hijita adorada.
—¿Quiere ella casarse contigo?
—Sí, señor, decidimos que yo hablaría con usted, y...
—¡Es sólo una niña!
—Señor, tiene 21 años, la misma edad de su madre cuando...
En ese momento, la deliciosa criatura que había sido mi hija a lo largo de 21 años entró en la habitación, se sentó al lado del intruso que la quería y sonrió. Me di cuenta que debía considerarme uno de los hombres más afortunados. Este excelente muchacho creció en nuestro vecindario. Lo conocía bien, a él y a su familia. Es más, ambos tenían suficiente edad para actuar como quisieran; sin embargo, pedían mi bendición. De repente, me sentí feliz de dársela.
—¡Quiérela! —le advertí, estrechando su mano—. ¡Cuídala!
Al hacerse presente mi esposa hubo chillidos, abrazos y besos, y luego vino y brindis. La habitación se comenzó a llenar con mis otros hijos, a quienes se les había avisado del enlace de su hermana.
—Magnífico, ¡por fin lo pescaste! ¿Cuándo es el casorio?
—El próximo junio.
—¿Puedo ocupar yo tu cuarto?
—Calla, ¡me toca a mí!
Así que se trazaron los planes para las nupcias. Después de la ceremonia religiosa, mi hija deseaba una recepción en casa; siempre había soñado con nuestro amplio jardín todo adornado para su boda, en una suave noche de junio, y se imaginaba arrojando su ramo de flores desde la escalinata de nuestra casona del siglo pasado.
—Nos ahorrará una tonelada de dinero —le aseguré con satisfacción a un amigo.
—¡Qué bueno! —estuvo de acuerdo—, ya que te hará falta una tonelada y media para el resto: el traje de novia, los vestidos de las damas de honor, los...
—¿Debo pagar yo por todo eso?
—Por supuesto. Creo que los vestidos te costarán de 2.500 a 3.000 dólares. Luego...
—¡Gran cosa! —susurré con aspereza, habiendo oído bastante—. ¿Cuántas veces tenemos la oportunidad de casar a una hija?
Continuó como si no me hubiera escuchado.
—Luego, está la decoración interior y la del jardín. Tu esposa le decía a la mía...
Me apresuré a volver a casa. Decoración del interior, me estremecí. ¿El jardín?
Mi mujer se asombró de mi pregunta.
—No creerás que se puede hacer una fiesta de casamiento aquí, con la casa en estas condiciones.
—¿Qué condiciones? Hemos estado muy cómodos aquí durante muchos años.
—Demasiados —murmuró—. La recepción es una buena excusa para hacer un montón de cosas que teníamos que haber hecho desde hace mucho tiempo... pintar, cambiar el empapelado, retapizar los muebles. Y necesitamos algunos arbustos nuevos y...
Mientras recitaba su letanía, yo me recogí en una resignación silenciosa; conocía muy bien a esta mujer y sabía que todo eso iba a suceder. Lo que también sabía —y que casi nunca recordaba— es que cuando mi esposa emprende un plan de acción, siempre sale bien.
La vida empeoró. Mi sillón preferido de la sala desapareció para que lo retapizaran (probablemente con cobertura de Christian Dior, pensé con melancolía ). Los muebles fueron apilados y se les cubrió con sábanas.
—Lo que necesitamos en realidad es una máquina de coser nueva —anunció mi esposa—. Encontré un comerciante que me deja su mejor modelo por 695 dólares. Te ahorrarás 200.
—¿Gastarás 695 dólares para ahorrarme 200? —me reí desatinadamente—. A este paso pronto estaré en la cárcel por mis deudas. No podré asistir al casamiento.
Me di por vencido, y el lugar comenzó a transformarse frente a mis asombrados ojos. Poco a poco, el empapelado desapareció de las habitaciones. Al mismo tiempo apareció otro. Yo cavilaba refunfuñando sobre el ritmo que mantenía el sindicato que debía estar involucrado en esto.
Pero no había sindicato; mi esposa lo estaba haciendo sola, sin ayuda. Al escuchar sus protestas me decidí a darle una mano. Sostuve un extremo del rollo de pesado papel tapiz metálico mientras ella fijaba el otro extremo junto al cielo raso. Hablábamos de las inminentes nupcias y pronto me encontré agitando los brazos.
—¡Cuidado! —gritó.
Demasiado tarde. El pegajoso papel que había dejado de sostener se me cayó encima. Un cono fue a parar a mi cabeza y el otro se ubicó sobre mis hombros como una capa. A medida que me movía para liberarme del adherente enredo, se desprendía del cielo raso y me envolvía aún más.
—Creo que necesito ayuda —dije con calma.
Mi esposa ya habrá bajado de la escalera y viene corriendo a asistirme, pensé. Dejó sus herramientas, se sentó en el último peldaño y se cubrió el rostro con las manos. La consolé asegurándole que no había sufrido ningún daño. Su cuerpo entero parecía estremecerse por los sollozos. Traté de deshacerme del pegajoso papel, pero lo tenía enrollado en las caderas y las piernas.
—¡Necesito ayuda! —repetí con un poco menos de calma.
Levantó el rostro de entre las manos y señaló mi situación con el dedo. Ella se reía tanto que no podía ni siquiera hablar.
Más tarde, mi esposa anunció que no necesitaba ayuda con el empapelado, y sugirió que aprovechara mejor mi tiempo poniendo el jardín en forma.
Examiné con atención lo que ella llamaba "ese horror de cobertizo para herramientas". Nunca le había entusiasmado su ubicación, cerca de la puerta de atrás.
—Quiero que nuestros invitados vean césped verde —declaró.
—No se puede mover, está fijo. La única manera de sacarlo es con una cuadrilla de demolición.
—¿Por qué no cavamos debajo? —preguntó mi hijo de 19 años.
—¡Ah, tan fácil, así! Escucha...
Pero el muchacho no escuchaba. Estaba cavando y en pocos minutos había desamarrado todos los sostenes y estábamos "paseando" el cobertizo al rincón más lejano del jardín.
—¡Maravilloso! —exclamó mi esposa—. Temía que la única manera de librarnos de él era con una cuadrilla de demolición.
Los muchachos trabajaban en el jardín. Araron el prado, desplegaron césped, colocaron arbustos nuevos y una de mis hijas plantó flores.
En el interior de la casa, mi mujer mantuvo zumbando la nueva y costosa máquina de coser. Luego, una noche, la novia, su dama de honor y dos del cortejo desfilaron ante mí con los trajes que usarían el día de la boda, todos blancos con lazos rojos.
—Y llevarán guirnaldas en el cabello y ramos de rosas en las manos —explicó su madre—. Rosas blancas para la novia y rojas las demás.
—¿Tú has hecho todos los trajes? —me maravillé.
—Sí, querido.
Más tarde, dije con satisfacción a un amigo: "Supongo que podríamos haber gastado 3.000 dólares, pero la máquina de coser y los vestidos nos costaron, todo junto, menos de 900. Es simplemente cuestión de saber arreglárselas".
El día de la boda ya estaba cercano, y de repente no veía la hora de deshacerme de la bruja en que se había convertido la novia. Siempre había sido una niña cariñosa, servicial, de carácter dulce; pero ahora era la otra hija de Drácula. ¿La necesitaba su madre para que le ayudara a limpiar la casa? Iría a dar un paseo. Si los muchachos vociferaban mientras trabajaban, tratando de engalanar el jardín, ella bajaba de su habitación con aires de reina para protestar porque le habían interrumpido la siesta. Cuando le propuse que colaborara con el trabajo, corrió a su dormitorio llorando furiosa.
—No te sientas obligado a esperar —le insistí al novio—. Tienes permiso de huir. ¡Llévatela!, vayan a algún lado y tengan una boda tranquila.
—Lo haría con gusto, pero no nos hablamos.
El día antes de la boda, volvió a ser la que era, como mi esposa predijo. La encontré abrazando a su madre, diciéndole cómo agradecía lo mucho que había hecho por ella. En la tarde, llegó mi turno y luego el de cualquiera de sus hermanos que encontrara a su paso y la tolerase.
Soportamos la primavera más húmeda de que yo tenga memoria y faltando sólo 36 horas para la fiesta, una nueva tormenta nos azotó. Estaba preocupado. ¿Había sido una locura invitar a un gentío a una recepción al aire libre en una estación tan poco estable? Lo que al fin recordé en el último momento es que cuando mi esposa se concentra en un plan de acción, todo sale bien.
Y así fue. El tiempo —todo—fue perfecto. Juzgué que había valido la pena cada uno de mis esfuerzos.
Después de todo, ¿cuántas veces tenemos la oportunidad de festejar una boda?
CONDENSADO DE "FAMILIES" (DICIEMBRE DE 1981). © 1981 POR THE READER'S DIGEST ASSOCIATION. INC., DE PLEASANTVILLE (NUEVA YORK).