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diciembre 29, 2013
11 de septiembre de 2001. Fue el día negro de Estados Unidos, pero también el de más solidaridad. Ante los ojos del mundo los aviones se estrellaron y los edificios se vinieron abajo... y hombres y mujeres comunes se convirtieron en héroes. He aquí algunas de sus historias.
"¡NOS ATACAN!"
La torre estaba en llamas, y un hombre necesitaba ayuda. Hubo otro hombre que se negó a abandonarlo.
A ADAM MAYBLUM le gustaba ver que las tormentas azotaran las ventanas de su oficina. ¿Creen que eso es poder?, se decía en broma. Estoy en el piso 87 del World Trade Center. ¡Esto sí es poder! Las cuerdas de las persianas parecían mecerse ligeramente, pero sólo era una ilusión, porque, aun a esa altura de 317 metros, la Torre 1 era sólida e inamovible.
Pero esa mañana del 11 de septiembre de 2001 Mayblum oyó un devastador estruendo y vio las cuerdas. Ahora se agitaban violentamente de un lado a otro.
Mayblum sería una de los miles de personas que vivieron un infierno esa mañana. Si bien unas 25,000 lograron ponerse a salvo, más de 5000 quedaron atrapadas.
Para algunos el problema fue orientarse: no sólo debían determinar en qué torre trabajaban o en qué piso, sino en qué parte del edificio.
En otros casos el desafío consistió en decidir por cuál escalera bajar. Y hubo quienes se enfrentaron al mayor de los dilemas: salvarse sólo a sí mismos o salvar también a otro.
En la oficina de Mayblum, en la firma de servicios financieros May Davis, la confusión duró unos segundos. El entendió que debía salir.
Rasgó su camiseta en pedazos, y los mojó y repartió entre sus compañeros para que se cubrieran la boca. Uno de ellos era Harry Ramos, jefe de ventas, con quien Mayblum había trabajado intermitentemente durante 14 años.
Las chispas le quemaban los tobillos mientras corría hacia las escaleras. Bajó a toda prisa dos pisos, pero se percató de que su socio Hong Zhu se había rezagado, así que otra vez subió las escaleras, que ya estaban llenas de humo y combustible del avión en llamas.
No había señales de Hong. Mayblum volvió a bajar corriendo, y en el piso 78, donde había un vestíbulo de transferencia en el que acababa un conjunto de ascensores y escaleras y empezaba otro, lo reanimó ver que en medio del caos Ramos estaba ayudando a los aterrorizados empleados a salir.
Mayblum continuó bajando y empezaron a dolerle las pantorrillas. En el piso 53 se encontró con un corpulento hombre a quien ya no le respondían las piernas.
—¿Puede seguir, o pido que le envíen ayuda? —le gritó Mayblum.
El hombre pidió que le enviaran ayuda, y Mayblum se comprometió a hacérsela llegar.
Infierno en Manhattan "¡Corran!", gritaban los policías a la muchedumbre aterrorizada que huía del lugar de la tragedia.
Entre el ruido, el humo y las llamas Mayblum no se percataba de que todo el tiempo Hong corría detrás de él por las escaleras. Cuando Hong llegó al piso 53, se topó con Ramos, que se había detenido para auxiliar al hombre con el que Mayblum acababa de encontrarse.
—¡Yo te ayudo! —dijo Hong.
Ramos y Hong ayudaron al hombre a bajar un piso más hasta un ascensor.
A Hong y Ramos se les ocurrió intentar hacer bajar una revista por el ascensor para ver si era seguro, pero cuando presionaron el botón de descenso las puertas no se cerraron. Entonces Hong quiso probar él mismo y entró en el ascensor. Esta vez las puertas sí se cerraron.
Bajó hasta el piso 44, que era el siguiente vestíbulo de transferencia. Hasta ahí todo iba bien. Presionó el botón del piso 52 y volvió a subir para recoger a Ramos y al hombre.
En el piso 44 lo ayudaron a llegar hasta los ascensores que conducían a la planta baja.
Hong presionó el botón de descenso, pero el ascensor no respondió. Tendrían que usar las escaleras.
Ramos y Hong trataban de sostener al hombre.
Ya llevaban una hora y cinco minutos tratando de salir. Se encontraban en el piso 36 cuando sintieron el desplome de la Torre Sur.
—¡Tenemos que apurarnos! —gritó Hong.
Pero el hombre corpulento pareció quedarse sin fuerzas al oír el estrépito que produjo el derrumbe de la otra torre y se sentó.
—¡No puedo más! —dijo.
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Harry Ramos |
Hong y Ramos trataron de animarlo a seguir adelante.
—¡No tiene que mover las piernas! —le gritó Hong—. Sólo mueva el trasero. ¡Vamos!
Sin embargo, el hombre de verdad no podía más. Entonces un bombero corrió hacia ellos. Hong esperaba que los ayudara a bajarlo, pero en vez de eso se dirigió a Hong:
—¡Usted es el que debe salir de aquí!
Hong miró a Ramos, pero éste le dijo al hombre corpulento:
—Yo bajaré con usted. No voy a abandonarlo.
"Entonces bajé yo solo", relata Hong apesadumbrado.
Al otro día, Mayblum relató su experiencia en un mensaje electrónico que envió a amigos y familiares, quienes a su vez lo enviaron a otras personas. Lo leyó en San Francisco alguien que conocía a una mujer de Nueva York llamada Rebecca, cuyo esposo, Victor, un hombre corpulento, no aparecía.
El sábado 15 de septiembre, el presidente de May Davis celebró una reunión en su casa de Nueva Jersey. Mayblum y Hong estaban allí, al igual que Rebecca, quien se enteró de que su esposo, Victor, había recibido consuelo en sus últimos momentos, y que Harry Ramos se negó a abandonarlo.
Micky, la esposa de Ramos, también acudió. Les preguntó una y otra vez a Mayblum y a Hong dónde estaba su esposo, convencida de que seguía con vida.
Ella reconstruyó paso a paso la ruta de escape de Harry: estaba en el piso 87 cuando se estrelló el avión. Se detuvo en el 78 a prestar ayuda. Se encontró con Hong en el 53. Pero por más que indagó, por más que preguntó, la huella se perdió a partir del piso 36.
—SCOTT GOLD, Los. Angeles Times
Victoria Cross Kelly
¡DETENGAN LOS TRENES!
Unas 5000 personas iban directamente al lugar del desastre, pero una llamada les salvó la vida.
VICTORIA CROSS KELLY Se encontraba en un desayuno en el World Trade Center cuando oyó un gran alboroto y vio que la gente corría. Victoria, subdirectora del sistema de trenes PATH, que corren entre Nueva York y Nueva Jersey, salió rápidamente a ver qué estaba sucediendo. "Había una lluvia de papel", dice.
Eran las 8:52 de la mañana, seis minutos después de que la primera torre fue atacada. Victoria aún no sabía qué había ocurrido, pero sí que normalmente miles de personas pasaban a esa hora por la estación del World Trade Center. Así que de inmediato llamó por teléfono a Richie Moran, el jefe de trenes de PATH en turno, y dio la instrucción de que no bajaran más pasajeros en esa estación.
Pero dos trenes se estaban acercando a ésta. Moran ordenó a los conductores anunciar que ningún pasajero debía descender. Los trenes que salían de Nueva Jersey fueron devueltos o desviados a estaciones del norte.
A las 9:06 pasó un tren que habían enviado a recoger a los últimos trabajadores de PATH y hasta a un indigente, al que tuvieron que obligar a subir. "Cuando ese tren se alejó", dice Moran, "no quedó nadie en la estación". Fue el último tren que pasó por el World Trade Center. Para las 10:29, las dos torres se habían venido abajo.
Victoria dice que si se hubiera equivocado, mucha gente se habría molestado. Sin embargo, agrega Moran, al final salvó entre 3000 y 5000 vidas.
—ROBERT SCHWANEBERG, Star-Ledger (NEWARK, NUEVA JERSEY)
David Tarantino, Jarrell Henson y David Thomas.
CINCO MINUTOS DE VIDA
El edificio se desplomaba, y Jarrell Henson estaba atrapado. ¿Alguien podría oír sus gritos de auxilio?
UNA TERRIBLE EXPLOSIÓN. Fuego. Gritos. El avión secuestrado del Vuelo 77 de American Airlines acababa de estrellarse contra el Pentágono. Jarrell Henson, oficial jubilado de la Armada, de 64 años, quedó atrapado entre los escombros. Sintió el abrasador calor de las llamas y pensó: Me quedan cinco minutos de vida.
Entre tanto, dos oficiales de la Armada, el capitán de navío David Thomas y el capitán de corbeta David Tarantino, médico, corrieron al lugar y se metieron entre las ruinas a través de unos hoyos. Thomas tomó un extintor para combatir las llamas, y entonces descubrió la cabeza sangrante de Henson.
Thomas luchaba por rescatarlo cuando se apareció Tarantino. Henson estaba a punto de desmayarse. El médico se tendió de espaldas, apoyó los pies contra el escritorio que estaba junto a la silla de la víctima y empujó con todas sus fuerzas. Los escombros cedieron unos centímetros. Tarantino le gritó a Henson:
—¡Salga! ¡Ahora o nunca!
El hombre logró zafarse y sus rescatadores lo sacaron de aquel cuarto en llamas. Cuando los tres se arrastraban por los hoyos, Tarantino oyó unas explosiones. En minutos, el cuarto se derrumbó a sus espaldas.
Henson salvó la vida, pero muchos otros no corrieron con la misma suerte. En el atentado contra el Pentágono murieron 189 personas.
—RALPH KINNEY BENNETT
Tributo- Dos socorristas se abrazan en el sitio donde cayó el avión, junto a unas pacas de heno donde los familiares de las víctimas pusieron fotos y flores.
TERROR EN EL VUELO 93
La valentía de algunos pasajerós salvó muchas vidas.
MUCHO ANTES de tomar el vuelo 93 de United Airlines para irse a vivir a California con una hija, Hilda Marcin, viuda de 79 años, les envió a sus familiares unas carpetas que contenían una relación de sus bienes y una esquela de defunción. Mujer previsora y considerada, quería ahorrarles complicaciones si algo malo le llegaba a ocurrir.
Cuando subió al Boeing 757 en Newark, Nueva Jersey, con destino a San Francisco, esas carpetas ya estaban en manos de sus hijas en Nueva Jersey y California. El avión tenía cupo para casi 200 pasajeros, pero esa mañana sólo 37 iban a viajar.
De estas personas, por lo menos cuatro pronto intentarían decidir el destino de las demás y el de los siete miembros de la tripulación. Y algunos de los pasajeros tratarían de evitar que eso sucediera.
Los primeros 45 minutos de vuelo al parecer transcurrieron sin contratiempos. Cuando la nave enfiló hacia el oeste, volando a 10,000 metros de altura, se sirvió el desayuno.
Algunos pasajeros que se comunicaron por teléfono celular con sus parientes se enteraron de que dos aviones se habían estrellado contra las Torres Gemelas de Nueva York, uno a eso de las 8:45 y el otro minutos después de las 9. Y cuando un tercer avión chocaba contra el Pentágono, el vuelo 93 hizo un repentino viraje de 180 grados.
Cuando la nave se acercaba a Cleveland, Ohio, los controladores aéreos captaron una transmisión de la cabina. Oyeron que alguien gritaba "¡Fuera de aquí!", y los ruidos de un aparente forcejeo.
Instantes después, un hombre con acento extranjero anunció: "Les habla el capitán. Hay una bomba a bordo. No se muevan de sus asientos. Vamos a cumplir sus demandas. Estamos regresando al aeropuerto".
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Tom Burnett |
Varios pasajeros ya estaban avisando por teléfono a las autoridades y a sus familias sobre lo que ocurría. Uno de ellos, Thomas Burnett, de 38 años, había ido a Nueva York por negocios con planes de volver a casa en la tarde, pero decidió tomar el vuelo 93 a fin de llegar más temprano. Se comunicó con su esposa, Deena, quien estaba en San Ramón, California, preparando a sus hijas para llevarlas a la escuela.
—Estoy en el avión —le dijo sin perder la calma—. Han apuñalado a alguien. Avisa a las autoridades.
Deena marcó el número de emergencias y la comunicaron con la FBI. Unos minutos después, recibió otra llamada de Tom.
—Están hablando de estrellar el avión —susurró él y, tras hacerle algunas preguntas a su mujer, colgó.
Al cabo de varios minutos, volvió a llamar y le contó que el hombre apuñalado había muerto.
—Por favor, no intentes hacer nada —le suplicó Deena, quien había sido sobrecargo.
Burnett no hizo caso. En su última llamada, le dijo que él y varios pasajeros habían decidido tratar de hacer algo en vez de resignarse a esperar la muerte.
Mientras tanto, Jeremy Glick, un residente de Nueva Jersey, de 31 años, que trabajaba para una empresa de Internet, telefoneó a su esposa, Lyzbeth. Ésta había ido a visitar a sus padres a una zona rural del estado de Nueva York con su hija de tres meses, Emerson. En los 20 minutos que duró su conversación, los esposos procuraron mantener la calma; él le dijo en broma que entre todos los pasajeros podrían atacar a los secuestradores con los cuchillos para untar mantequilla que les habían dado en el desayuno.
La madre de Lyzbeth, Jo Anne Makely, marcó el número de emergencias por otro celular, y mientras la policía estatal tomaba nota, Glick describió a los cuatro secuestradores. Llevaban bandas rojas alrededor de la cabeza, y sostenían una caja que, según dijeron, contenía una bomba. La llamada terminó cuando Jeremy, de 1.85 metros de estatura, le contaba a su mujer que planeaban "lanzarse" sobre aquéllos.
Más o menos al mismo tiempo, Todd Beamer, de la compañía GTE, hablaba a través del servicio Airfone con Lisa Jefferson, su supervisora. Le dijo que a él, a muchos otros pasajeros y a uno o dos miembros de la tripulación los habían llevado a la parte trasera de la nave; los demás pasajeros estaban en la sección de primera clase, y no veía al piloto ni al copiloto por ningún lado. Señaló, además, que creía que el aparato iba en picada, pero luego dijo que estaba virando.
A su grupo lo vigilaba un hombre que parecía llevar explosivos atados a la cintura. Beamer, quien había practicado deportes en sus años de estudiante y era un hombre resuelto, le dijo a Lisa que creían poder sujetar al terrorista que llevaba la bomba.
El amor perdura Deena Burnett y sus hijas: Madison (a la izquierda), Halley y Anna Clare (atrás del sillón).
Ella alcanzaba a oír gritos, pero la voz de Todd no se alteró ni un instante. Él le pidió que rezaran juntos, y luego la hizo prometer que llamaría a su esposa (la cual estaba encinta) y a sus hijos, David, de tres años, y Andrew, de uno, y les diría que él los amaba con todo su corazón.
Entonces, al parecer, dejó caer el teléfono y dijo:
—¡Que Dios me ayude! ¡Jesús, ayúdame! ¿Están listos? ¡Vamos!
En la casa paterna, Lyzbeth no pudo resistir más y le pasó el teléfono a su padre. Tras un silencio, se oyeron gritos por el auricular. Hubo otra pausa, seguida de más alaridos. Finalmente se oyó un ruido extraño y luego nada. La familia mantuvo abierta la línea durante dos horas.
Poco después de las 10 de la mañana, los trabajadores de las granjas del condado de Somerset, Pensilvania, divisaron un avión que volaba a baja altura y en forma errática. Bob Blair, de Stoystown, conducía por la carretera federal 30 cuando vio el jet venirse abajo. En los graneros de 800 metros a la redonda, los vidrios de las ventanas se estrellaron cuando la nave cayó en una mina a cielo abierto y explotó.
"Me quedé helado al ver la nube amarilla en forma de hongo que se levantó, como si hubiera caído una bomba atómica en el cerro donde me gusta ir a cazar", contó John Walsh, de 72 años. Descalzo y en bata, se dirigió a toda prisa en su coche a ver si había sobrevivientes. No encontró a ninguno.
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Jeremy Glick y su hija Emerson |
Entre los escombros había fotos y papeles que no alcanzaron a quemarse, desperdigados por todas partes. Los lugareños habrían de pasar varios días recogiéndolos.
El fuego no consumió las preciadas fotos familiares de Hilda Marcin, entre ellas una de su padre, un inmigrante alemán, que su hija le había pedido. La anciana las había guardado entre la ropa que llevaba en su maleta.
Después de la última llamada de su esposo, Deena Burnett le pidió a una amiga que llevara a las niñas a la escuela y ella se quedó en casa. Creía que Tom no iba a morir, que pronto estaría a su lado.
Más tarde, cuando se enteró del fatal desenlace, tuvo que afrontar la terrible tarea de decirles a sus hijas que su padre había muerto.
—¿Dónde está ahora? —le preguntó una de ellas—. ¿En el cielo?
—Sí —contestó Deena.
—¿Podemos hablar con mi papá por el celular?
Le explicó que no era posible.
—¿Y no va a volver a hacer gestos chistosos?
—Sí, ahora te está sonriendo.
—JAXON VAN DERBEKEN, San Francisco Chronicle
CIUDAD DE ANGELES
Ese día abundaron los buenos samaritanos.
Ruth y Juliana McCourt
El ejecutivo
RON CLIFFORD acudió a una cita que tenía en el Marriott de Nueva York con un cliente. Como llegó temprano, este director de ventas de una firma californiana de productos de alta tecnología fue a curiosear al pasaje entre el hotel y el World Trade Center, y luego volvió al hotel a esperar.
A los tres o cuatro minutos, recuerda, "hubo una tremenda explosión. Una mujer que estaba fuera en la polvareda tenía quemaduras gravísimas. Entró tambaleándose al hotel, que era un caos, con escombros que volaban por doquier. Corrí al baño, llené de agua una bolsa de basura y se la vacié encima".
Luego se arrodilló junto a ella para hablarle y rezar. Un gerente del hotel les trajo un botiquín de primeros auxilios y oxígeno, y Clifford anotó los datos de la mujer para avisarle a su familia: se llamaba Jennieann Maffeo y trabajaba en la UBS PaineWebber.
Entonces acometió el segundo avión.
"Un remolino de escombros entró al edificio", continúa Clifford. "Comprendí que teníamos que salir de ahí sin perder tiempo". Un socorrista y el gerente lo ayudaron a llevar a la señora Maffeo al exterior entre la muchedumbre.
"Me horrorizó lo que vi en la calle: era una carnicería indescriptible", añade Clifford. "Los autos estaban en llamas, y llovían escombros y trozos de metal".
Los hombres cruzaron la calle y dejaron a la lesionada en una ambulancia. Antes de volver a casa, en Glen Ridge, Nueva Jersey, Clifford avisó por teléfono a su mujer que se encontraba bien.
"Creí que al llegar a casa ya estaría a salvo", comenta este hombre de origen irlandés. "Me sentí feliz de ver a mi esposa y a mi hija, que ese día cumplía 11 años. Pero entonces recibí una llamada telefónica de mi familia".
En uno de los más crueles giros de la tragedia de Nueva York, la hermana de Clifford, Ruth McCourt, iba en el avión del vuelo 175 de United Airlines (el que chocó con la Torre 2). Se dirigía a California de vacaciones con su hija de cuatro años, Juliana.
Cuenta Clifford que días antes habían hablado por teléfono. Él tenía una junta importante el 11 de septiembre y ella le había aconsejado usar un traje elegante y una corbata de color vivo. "Así era ella", dice. "Siempre se preocupaba por mí".
En esos aciagos días Clifford recibió otra llamada, de los familiares de Jennieann Maffeo, que, con quemaduras en 90 por ciento del cuerpo, se encontraba en estado crítico. Aunque se pasaban el día en el hospital, querían darle las gracias.
"Pero yo le di las gracias a ella", dice Clifford. "Si no hubiera tenido que sacar a alguien de allí, creo que no habría salido jamás. Lo cierto es que ella me salvó la vida".
—JOHN CHIPMAN, National Post (CANADÁ)
El carpintero
ROBERT DOREMUS, carpintero de la Sección 608 del sindicato, estaba en la esquina de la Avenida Lexington y la Calle 86 cuando empezó el atentado terrorista. Anduvo más de ocho kilómetros hasta el World Trade Center, donde se había encargado de hacer el maderaje de una oficina.
Se metió entre los escombros aún llameantes y se pasó la noche ayudando a los herreros socorristas a transportar tanques de oxígeno y de gas, y mangueras de combustible para los sopletes.
"Nosotros construimos esta ciudad", declaró.
Su colega Tom Killacky agregó: "Y también vamos a reconstruirla. Ya verán".
— SALLY JENKINS, Washington Post
Los porteros
MI ESPOSA y yo estábamos a una calle de la Torre 2 cuando ésta se vino abajo. Un policía alzó los brazos para protegernos de la nube de polvo que se levantó. Nosotros echamos a correr; él no.
El portero de South End 250 nos refugió en el sótano del edificio, pero al llenarse éste de polvo, nos aconsejó irnos. Anduvimos dos calles entre una capa de polvo que nos llegaba a los tobillos.
En otro edificio, el Regatta, un empleado nos abrió las puertas y el portero nos dio agua para lavarnos los ojos, que nos ardían. El supermercado regalaba botellas de agua. Alguien nos pasó el único teléfono que servía para llamar a los nuestros. Los vecinos nos ofrecieron jugo, yogur, pañuelos. Llegaba gente a montones, y a todos los trataban igual. Al poco rato, el lujoso vestíbulo parecía un refugio antiaéreo: humeante y terrible, y aun así una afirmación de la vida.
Entonces cayó la Torre 1, y se hizo de noche. Al volver la luz, contemplé, feliz, a los hombres y mujeres de la policía de Nueva York que venían al rescate.
Habían forzado un portón en el paseo del Hudson para que atracaran las lanchas de evacuación. Guiaron a nuestro grupo (incluidos una anciana, su esposo en silla de ruedas, parejas con bebés, una mujer embarazada y un asmático) hasta una lancha que nos llevó a Jersey City.
—No miren atrás —nos dijo un policía del puerto mientras cruzábamos el río.
Pero, desde luego, miramos, y vimos una ciudad en llamas. Y mientras vivamos seguiremos viendo las proezas de los ángeles anónimos que nos salvaron del cataclismo.
—DOUGLAS FEIDE N, New York Daily News
Los bomberos
DESDE DONDE nos hallábamos, en el piso 78 de la Torre 1, el estruendo de la explosión fue metálico y ensordecedor. Y luego el olor del combustible de avión impregnó el aire. Me acerqué a la ventana y miré. Arriba de nosotros había un caos de llamas anaranjadas, humo negro y papeles multicolores que volaban.
Me volví a mi colega Mike Hingson y le dije a gritos:
—¡Salgamos de aquí de inmediato!
Cogí mi computadora y mi portafolios. Mike tomó a su perra guía, Roselle, una hermosa labrador dorada.
Decidimos bajar por las escaleras. Mike iba delante de mí. Durante los primeros 20 pisos y pico no hubo nadie frente a nosotros y sólo algunas personas detrás.
Cerca del piso 50 nos topamos con un embotellamiento humano. Miré hacia abajo y vi cientos de cabezas inmóviles. Algunas personas, aterrorizadas, lloraban. Otras vieron a Mike y a Roselle y empezaron a pedir a los de más abajo que se desplazaran hacia la derecha para permitirnos pasar.
Unos pisos más abajo el olor a combustible se hizo tan intenso que creí que íbamos a desmayarnos. Roselle jadeaba.
Fue entonces cuando nos cruzamos con nuestro primer héroe: un bombero. Subía desde el vestíbulo, vestido con pantalones y chaqueta incombustibles y gruesos guantes. Lo seguían otros 40 bomberos con hachas, picos, palas, mangueras y tanques de aire comprimido.
Estaban exhaustos, y aún debían llegar hasta el piso 90: el infierno. Este esfuerzo no pasó inadvertido para la muchedumbre. Todos aplaudimos. Los bomberos se mostraban muy corteses y nos preguntaban cómo estábamos.
—¿Está usted bien? —le preguntaron a Mike.
—Muy bien, gracias —contestó él.
—¿Usted acompaña a este hombre? —me dijeron.
—Sí, y ambos estamos bien, gracias.
Esta conversación se repitió con la mayoría de los 40 bomberos.
Hoy todos están muertos.
— DAVID FRANK
Usman Farman
Los hermanos
SMAN FARMAN, joven musulmán de 22 años, de ascendencia paquistaní, trabajaba en el Edificio 7 del World Trade Center. Su oficina estaba a tiro de piedra de las Torres Gemelas. Al impactarse el segundo avión, Farman bajó los 27 tramos de escaleras hasta la calle. Se había alejado dos o tres cuadras cuando la primera torre se derrumbó.
"Mi siguiente recuerdo", cuenta, "es de una oscura nube de escombros de unos 50 pisos de altura que se nos venía encima. Corrí tan rápidamente como pude, pero me caí mientras trataba de escapar. Estaba de espaldas, frente a esa imponente nube que debía hallarse a unos 200 metros. La gente pasaba corriendo junto a mí. Entonces recibí ayuda de quien menos lo esperaba."
"Siempre llevo una cadena con una medalla, donde está inscrita una oración árabe de protección", dice Farman. "Un judío jasídico se me acercó y tomó la medalla. Leyó la inscripción en voz alta. Luego, con fuerte acento de Brooklyn, me dijo: 'Hermano, una nube de vidrios está a punto de arrollarnos. Dame la mano y salgamos en seguida de aquí'".
—Adaptado de un mensaje electrónico
El músico
AYER TUVE la experiencia más increíble de mi vida. Los alumnos de la Escuela Juilliard, donde curso el primer año, organizamos un cuarteto para tocar en la Armería del Regimiento 69. Éste es un inmenso edificio militar de Nueva York, donde los familiares de las personas desaparecidas en el desastre de las Torres Gemelas esperaban noticias de sus seres queridos.
Me reuní con mis compañeros y durante dos horas estuvimos interpretando cuartetos. A las 7 de la tarde los otros músicos tuvieron que irse (ya habían estado tocando seis horas para entonces), pero yo me quedé a interpretar solos para violín.
Un hombre uniformado, que se presentó como el sargento Miguel Cruzado, me pidió que tocara para sus soldados cuando regresaran de remover escombros en el Nivel Cero. Toqué todo lo que pude de memoria: el concierto para violín de Chaikovski, los Caprichos 1 y 17 de Paganini, "Invierno" y "Primavera" de Vivaldi, "Amazing Grace".
Nunca he tocado para un público más agradecido. No importó que al final estuviera yo desafinado y no dominara más el arco. Los hombres se quitaban los cascos, me miraban y sonreían.
En cierto momento, cerca de la medianoche, le pregunté al sargento Cruzado si le parecía bien que tocara el himno nacional. Ordenó a sus soldados que se cuadraran y, mientras yo tocaba, los 350 hombres del Regimiento 69 saludaban a una invisible bandera.
—WILLIAM HARVEY, Salon.com
¿QUÉ LES DECIMOS A LOS NIÑOS?
EN LA OFICINA donde trabajo, uno de mis colegas dijo:
—Ayer, mi nieto de tres años armó una torre con su Lego y luego estrelló contra ella un avión imaginario.
Como adultos, ¿de qué manera explicamos a los niños las imágenes del mal que han estado viendo en estas últimas semanas?
Quizá de la misma manera en que lo hemos hecho desde que el hombre es hombre: contándoles cuentos. Los relatos de valor y dignidad frente a las pérdidas nos ayudan a conservar la esperanza y a seguir creyendo en la bondad.
Dentro de muchos años, los niños estudiarán los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. Que lean entonces sobre el joven bombero que corrió escaleras arriba en las Torres Gemelas porque pensó que iba a poder rescatar a alguien.
Que sepan del matrimonio suburbano que, cuando se enteraron de que se necesitaba equipo de remoción de escombros en el Nivel Cero, gastaron 700 dólares en palas y condujeron toda la noche hasta Nueva York para entregarlas a los rescatistas, con la esperanza de que ese pequeño acto le salvara la vida a alguna persona.
Sobre todo, contemos a los pequeños la historia de Jeremy Glick, quien ayudó a dominar a los terroristas en el Vuelo 93. Cuando habló por teléfono con su esposa le dijo: —No estés triste.
Todos llegaremos a la muerte con una vida vivida, con pesares y alegrías, con penas y victorias. ¿Qué les decimos a las personas que amamos cuando nuestra vida llega a su fin?
Les decimos a nuestros hijos que no estén tristes. Éstas son las palabras de la esperanza humana y espiritual de que hay un sitio de dicha, ya sea en el recuerdo de una vida bien vivida o en la promesa de una existencia futura.
Enseñemos a los niños a recordar las palabras de Faulkner, uno de los más grandes novelistas estadounidenses: "Creo que el hombre no sólo perdurará: prevalecerá. Es inmortal, no porque sea la única criatura que posee una voz inagotable, sino porque tiene alma, y un espíritu capaz de compasión, sacrificio y resistencia".
No estén tristes.
—CHRISTOPHER DE VINCK, The Record (NUEVA JERSEY)