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diciembre 29, 2013
Simplemente el mejor- Peter Beare sostiene el "Gibson", un stradivarius con un pasado muy complejo.
Fotografía de Jill Furmanovsky.
¿Por qué los stradivarius son los instrumentos musicales más apreciados y codiciados del mundo?
Por Rudolph Chelminski.
AUN A LA TENUE LUZ MATINAL de Londres, aquel delicado objeto rojizo despedía visos dorados. No pesaba ni medio kilo, pero Peter Beare lo sostenía cuidadosamente con sus finas manos de artesano. Luego, como si fuera lo más natural del mundo, me lo ofreció:
—Ande, tómelo.
Nervioso, extendí los brazos para recibirlo como a un recién nacido.
—No, así no —dijo Peter, con la paciencia de una enfermera que se dirige a un padre primerizo—. Cójalo del mástil.
Tras armarme de valor, lo así firmemente del mango con la mano izquierda y deslicé la derecha hasta la base para asegurarme de no soltarlo. Por primera —y sin duda única— vez en mi vida estaba sosteniendo un violín stradivarius.
Se llamaba "Gibson", tenía casi 300 años de antigüedad y valía una enorme fortuna. ¿Cuánto? Nadie sabe, porque se puede decir el precio de un stradivarius, pero no su valor. ¿Cuánto vale una sonata de Mozart? ¿Cuánto la belleza?
Los stradivarius son los instrumentos musicales más apreciados y codiciados del mundo. Desde el siglo XVII han pasado por manos de comerciantes, ladrones y coleccionistas. Aunque los más finos se cotizan en millones, el valor de estas joyas va más allá del dinero.
Se les estima por su perfecta manufactura e inigualable sonido. Son una excepcional combinación de arte y artesanía, tesoros de la humanidad, obras maestras únicas y herramientas para el sublime oficio de crear música.
Nadie siente más cariño por los stradivarius que el fabricante y restaurador de violines inglés Peter Beare, de 35 años, descendiente de los fundadores de la prestigiosa casa de música J. & A. Beare. Había sacado el Gibson de un cuarto hermético y climatizado en la elegante tienda de la cual es codirector, y su padre, Charles, presidente. Examiné el violín con más detenimiento.
Frágil como un cascarón de huevo y liviano como una bolsa de plumas, el Gibson es una intrincada ensambladura de diversas maderas: arce de los Balcanes, abeto, ébano, álamo, sauce y peral. Aunque su caja mide tan sólo 30 centímetros de largo por 20 de ancho, tiene una resonancia que alcanza hasta los rincones más apartados de las salas de conciertos. Pocos instrumentos de cuerda producen un sonido más intenso que el violín, pero si se tratara meramente de volumen, a nadie le importarían los stradivarius. Los ejecutantes más virtuosos casi los veneran debido a la infinita gama de sus voces, que van desde el lamento más apasionado hasta un susurro apenas perceptible.
Muchos se quedaron sin aliento cuando, en 1971, el stradivarius "Lady Blunt" se subastó por más de 200.000 dólares en la casa Sotheby's de Londres; otro, el "Kreutzer", se vendió en 1998 por un millón y medio de dólares en la casa Christie's, y hace poco se valuó en 50 millones una colección de cuatro instrumentos auténticos en cuyo interior se conserva pegada una diminuta etiqueta de papel que dice: Antonius Stradivarius Cremonensis Faciebat ("Fabricado por Antonio Stradivari de Cremona").
Stradivari se dedicaba a su oficio con la misma devoción que un monje a orar.
Foto: Corbis.
SE CREE que Antonio Stradivari, el genio creador de estos maravillosos artefactos, nació en 1644 en la ciudad de Cremona, en el norte de Italia. En su adolescencia fue aprendiz del fabricante de violines Nicoló Amati. Poco a poco fue dominando el oficio, y cuando tenía alrededor de 23 años comenzó a firmar los instrumentos que construía.
El violín de concierto, que evolucionó de los chirriantes violines que se usaban en los bailes populares, era una novedad en aquella época. Stradivari realizó experimentos e ingeniosas modificaciones; una de ellas fue aplanar el diseño curvilíneo del violín de Amati, con lo que el instrumento adquirió un sonido más potente y grave, tan extraordinario que al poco tiempo le llovían pedidos de ricos y nobles de toda Europa.
Hombre alto, delgado y de vigor inagotable, Stradivari vivió cerca de 93 años y fabricó instrumentos hasta su muerte, en 1737. Se dedicaba a su oficio con la misma devoción que un monje a orar. Desde el alba hasta el ocaso, cortaba, daba forma y ensamblaba las pequeñas piezas de madera que componen un violín; luego las pegaba, entintaba y barnizaba. Finalmente, ponía a secar el instrumento en la azotea de su casa.
Los expertos creen que a lo largo de su vida hizo unos 1100 instrumentos de cuerda, de los cuales se conservan unos 600. Fabricó violas, violonchelos y guitarras, pero es por sus violines por lo que se le reverencia.
"Le tocó vivir en el momento justo, y mejoró el instrumento hasta llevarlo a la perfección", me dijo Bruce Carlson en el impecable taller que tiene en un callejón de Cremona. Este estadounidense vino a Italia a estudiar la fabricación de violines y actualmente es conservador y restaurador de instrumentos en el Museo Stradivari de dicha ciudad.
"[Un Stradivarius] se deja tocar de una forma que es imposible con los instrumentos nuevos", explicó. "Permite alcanzar una gama infinita de matices y posibilidades interpretativas. Tocarlo es una experiencia casi mística. El instrumento le comunica a uno cómo debe ser tocado".
El ex luthier francés (fabricante de instrumentos de cuerda) Jacques Camurat está convencido de que Stradivari, al igual que los constructores de catedrales, buscaba dar a sus instrumentos "proporciones divinas". Desde entonces incontables artesanos han tratado inútilmente de igualar sus violines. Los expertos los han examinado hasta en el más mínimo detalle, pero ningún análisis químico, computadora, osciloscopio ni microscopio electrónico ha servido para explicar cabalmente su magia.
Aunque los luthiers no han cejado en este empeño durante tres siglos, la mayoría de los expertos afirman que ningún instrumento moderno, por cuidadosa que sea su fabricación, se compara con un stradivarius. "Los mejores de ellos tienen un hermoso sonido que se prolonga infinitamente, sin importar lo espacioso que sea el sitio donde se escuche", comentó una vez el célebre violinista estadounidense Isaac Stern. "Hay una dulzura y una suavidad de terciopelo en ese sonido, y al mismo tiempo una fuerza y una arrogancia majestuosas, como si el violín dijera: 'Te he permitido tocarme, pero aprende a hacerlo bellamente'".
Las falsificaciones han abundado. Los talentosos hermanos Voller hicieron copias en Inglaterra a principios del siglo XX y las enviaron a Italia, donde un cómplice se encargaba de "descubrirlas".
Y también abundan los incautos, que han comprado miles de stradivarius falsos, algunos de pésima calidad. En países como Alemania, Francia y Japón hubo quienes se especializaron en fabricar violines baratos durante el siglo XIX y principios del XX, y hasta les ponían etiquetas de "autenticidad" (sirva esto de advertencia a los que crean ser millonarios por haber encontrado un instrumento "invaluable" en su desván).
"Antonio Stradivari quizá sea el nombre más falsificado del mundo", escribió Sydney Beck, de la División de Música de la Biblioteca Pública de Nueva York. En 1900, la empresa estadounidense Sears Roebuck llegó a ofrecer dos "stradivarius" en su catálogo de ventas por correo. El más barato costaba 2,45 dólares.
En la historia de estos tesoros también han sido frecuentes los robos. Uno de los más sonados ocurrió en 1936. Fue nada menos que el del Gibson que acababa de tener entre mis manos, y se lo robaron al violinista Bronislaw Huberman en un camerino del Carnegie Hall en Nueva York. No reapareció hasta 1985, cuando Julian Altman, un músico de café, confesó en su lecho de muerte que se lo había comprado al ladrón.
Durante 50 años el violín acompañó a Altman por todos los bares y restaurantes de la costa este de Estados Unidos. Charles Beare lo autentificó. Al limpiar las muchas capas de polvo y cera que tenía, descubrió con sorpresa el barniz rojo original.
El precio lo dice todo- Una empleada de la casa Sotheby's muestra un stradivarius que se subastó en marzo de este año por el equivalente de más de 550.000 dólares.
Foto: AFP/Adrián Dennis.
LE LLEVÓ seis semanas de minucioso trabajo quitar medio siglo de mugre. Cuando lo sostuve, el Gibson lucía casi tan hermoso como en 1713, año en que Stradivari le dio el acabado.
Los dueños pueden ser increíblemente descuidados. En mayo de 2001, el músico estadounidense Lynn Harrell dejó un violonchelo stradivariusde 1673 en el portaequipaje de un taxi en Nueva York. El conductor localizó a Harrell y se lo devolvió.
Por desgracia, pocos músicos pueden darse el lujo de tener uno. Quienes los compran suelen ser aficionados ricos, bancos y fundaciones.
Y no hay razón para reprochárselo. Recientemente la Universidad de Cincinnati hizo un estudio comparativo de los rendimientos que habrían alcanzado 5000 dólares colocados en tres tipos de inversión en 1960: bonos del Tesoro estadounidense, acciones bursátiles y violines antiguos. Al cabo de 36 años los bonos habrían redituado 47.000 dólares; las acciones, 52.000, y los violines, 242.000.
Pero lo que sienten los músicos más perceptivos cuando posan el arco sobre un stradivarius no es el placer de poseer un costoso instrumento, sino una comunión espiritual: el alma de un artista comunicándose con la de otro. "Desde el punto de vista estético, es como un encuentro con alguien del pasado", refiere Gidon Kremer, el gran violinista letón. "Entrar en contacto con un personaje como Stradivari lo enriquece a uno".
Cuando le pregunté a Martin Lovett, violonchelista del famoso Amadeus Quartet, si creía que algún artesano podría igualar hoy al maestro de Cremona, dijo: "Quizá, pero esperar que surja otro Stradivari es como esperar que nazca otro Mozart".