Publicado en
diciembre 29, 2013
"¿Qué les pasa a los hombres con las gordas? ¿Por qué nos miran como si fuéramos engendros raros?" , le preguntó Chabela a su papá y soltó el llanto. Ella ya no soportaba su gordura y decidió ponerse a dieta...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Cuando de un hombre se dice "es que le gusta una escoba con faldas", ¿qué se está diciendo?, ¿que le gusta una mujer flaca como un palo de escoba, que le gusta una mujer que use faldas y sepa barrer, o simplemente que las mujeres le gustan flacas, sepan o no sepan barrer?
La escoba es un símbolo femenino de por sí, nunca se diría, refiriéndose a los hombres, "es que a Chabelita le gustan como una escoba en pantalones"... Tal vez se diría: "Le gustan como espantapájaros", pero eso es harina de otro costal.
La historia que contaremos a continuación nace, precisamente, de la frase de la escoba. Chabela, la hija menor de mi tía Filo, estaba una mañana asomada a la ventana de su pieza y vio pasar frente a la casa a un "churrazo", como dice la Domitila. Tenía entre 20 y 25 años, y era asombrosamente parecido a Brad Pitt; andaba buscando una dirección, obviamente perdido. Al verlo, Chabela se lanzó escalera abajo, inmensa de gorda como era, abrió la puerta de la calle y se le plantó al frente como un angelote caído del cielo, sin darle tiempo ni para respirar.
—Hola, me llamo Chabela, vivo aquí, veo que estás medio perdido, ¿puedo ayudarte en algo?
El joven le pegó una mirada de la cabeza a los pies y seguramente impactado por su gordura —en ese tiempo Chabela pesaba sobre 120 kilos (264 libras)—balbuceó unas pocas palabras incomprensibles y siguió de largo. Maleducado el tipo, pero qué le vamos a hacer. La cosa es que Chabela quedó como aturdida y entró de vuelta en la casa con la cabeza baja y a punto de soltar el llanto. Era evidente que, ante la vista de su gordura, el galán ni siquiera consideró hablarle, ¡qué diablos! hay hombres así... en general son tontos como puertas, pero que los hay los hay.
Mi abuelo, que estaba en casa porque tenía gripe, le preguntó qué le ocurría, por qué tenía esa cara de velorio y esos ojitos tan brillosos a punto de derramarse.
—Ya no doy más con esta gordura, papá, ¿qué les pasa a los hombres con las gordas? ¿Tú crees que apestamos? ¿Por qué nos miran como si fuéramos unos engendros raros?
Y soltó el llanto.
—Cálmate, hijita, no se trata de ser engendro raro, hay hombres que son muy estúpidos, y los más estúpidos de todos son aquellos a quienes les gusta una escoba con faldas. Qué cosa más horrible que una escoba con faldas, cómo no va a ser mejor una gordita saludable, con un par de piernitas rollizas y ricas, y un traserito delicioso como manzanita...
—¡Papá!
Mi abuelo no tenía remedio, si le dabas la mano se tomaba el codo. A él le gustaban gordas, "que haya donde aferrarse", decía, "que haya carne suficiente, que sobre de todo y no falte nada".
—¡Viejo cochino! —gritaba la Domi.
—¿Y qué puedo hacer para quedar flaca como una escoba? —preguntó Chabela esa noche en la mesa.
—Deje de comer —dijo la Domi—. Somos lo que comemos y si usted sigue alimentándose como si fuera una ballena, va a quedar convertida en una ballena. Coma como pajarito si quiere que la próxima vez ese Brad Pitt, con pinta de vaso con leche, se fije en usted, porque ¿sabe, niña?, para que los hombres le vean el alma a una, el alma tiene que estar más o menos a la vista, si usted esconde su almita bajo capas y capas de grasa, solo se la ve Dios.
Animada por estas sabias palabras, Chabela decidió comenzar el tortuoso camino de las dietas para adelgazar, supervisada por la Domitila.
—Yo la voy a dejar como un palo de escoba —le dijo.
La primera dieta consistió en un huevo cocido para el desayuno, una ensalada de lechuga para el almuerzo y un pedazo de pescado con el resto de la ensalada de lechuga para la cena. Sobra decir que no resultó. Chabela se comía las raciones y seguía la dieta sagradamente cuando la Domi la estaba mirando, pero no más irse la Domi de la cocina asaltaba la nevera. Como no enflaquecía ni un gramo, la Domi la cambió a la dieta del astronauta, que consistía en comer arriba de un árbol y lanzarse árbol abajo una vez terminada la comida. Según la Domi, con el susto, el salto y el peligro de romperse una pierna, se aceleraba el metabolismo y la comida no engordaba. Tampoco resultó. De ahí saltaron entonces a la "dieta de Lady Di".
—Lo que tiene que hacer usted es meterse el dedo en la boca y vomitar hasta las tripas, y después se lanza por la escalera —recomendó la Domi.
—¿Y para qué me voy a lanzar por la escalera? —preguntó Chabela asustada.
—Para que vaya a parar al hospital. Le aseguro que con una semana de comida de hospital queda como palo de escoba.
A pesar de sus vivos deseos de quedar como palo de escoba, la "dieta de Lady Di" tampoco resultó, así que intentaron la de la sopa de repollo, luego la del huevo duro con un tomate en foto (para no tentarse) y después una dieta que la Domi descubrió en una revista de la India. Consistía en untarse la cara con pepino (cohombro) machacado, colocarse una túnica, subirse a una montaña y permanecer a dieta de agua tres días enteros alabando al sol.
—Si ahora no queda como palo de escoba es que usted no tiene remedio.
—No tengo remedio —declaró Chabela a la vuelta de su paseo a la montaña—. Me puse el pepino, me planté la túnica y alabé al sol y mira cómo estoy. Tres kilos más gorda que antes.
Lo que no dijo fue que entre alabanza y alabanza se comió un sándwich de jamón con aguacate, dos huevos duros, tres patas de pollo, una bolsa de cachirulitos de queso y tocino, tres barritas de chocolate y tomó cinco refrescos de dieta que llevó en su canasta de picnic.
—Me doy por vencida. Mi destino es ser gorda y san se acabó.
Pero aquí no termina el cuento. Tres semanas más tarde, Chabela se iluminó. Sería monja. Las monjas eran casi todas gordas; no se casaban con nadie; no necesitaban enamorarse de nadie, porque ya estaban enamoradas de Dios; no pagaban la cuenta de la luz ni del agua ni del teléfono, porque todo lo paga el Vaticano; su trabajo consistía en rezar y barrer el convento; no necesitaban tener hijos, porque estaban casadas con Jesús y con Jesús se tienen muchas cosas, pero hijos, no. En fin, le pareció que para una gorda poco agraciada y sin pretendientes como ella —además detestaba trabajar— la vida en el convento era ideal. Se lo comunicó a mi abuelo.
—Pero, hijita, al convento se entra porque se tiene vocación, no porque no se quiere pagar la cuenta del teléfono ni menos para ser gorda sin remordimientos.
Chabela insistió y como su tozudez era directamente proporcional a su sobrepeso, logró lo que quería.
Fuimos a dejarla en el convento. Cuando la vimos desaparecer tras las rejas, ancha y ancona, moviendo las caderas para arriba y para abajo, arrastrando su enorme corpulencia, todos pensamos que tal vez estaba pintada para esa vida monacal, tranquila, sedante, rezando mañana y noche por los pecados de los otros, y comiendo dulces y pasteles monjiles. Lo que no calculamos fue lo que pasó después.
Una vez en el convento, Chabela empezó a pasarlo mal. La monja superiora la llamó a su oficina al tercer día.
—Me han dicho que usted come como un cerdo, Sor, ¿es verdad?
—¿Cómo comen los cerdos, Madre?
—No se me haga la divertida y dígame si es cierto que se comió media torta de manjar blanco, un kilo de pan y la botella de leche con chocolate que tenemos guardada para cuando venga el padre Alfonso.
—Es cierto, Madre, es que tenía mucho apetito —dijo apenada.
—¿Y no le basta con el plato de lentejas y el pedazo de pan?
¡Qué le iba a bastar con eso! La cosa es que a partir de ese día, la monja cerró todo con llave y a poco andar, Chabela se encontró sumida en una dieta de cánticos griegos, rosarios que había que rezar tres veces al día, un patio gigantesco que había que barrer con una escoba de ramas, un huerto que había que cultivar con sus propias manos, una ducha helada que había que darse a las cinco de la mañana y las celdas de 40 monjas que debía limpiar dos veces por semana.
Empezó a desesperarse. Como no tenía ni un gramo de vocación y la verdad era que Dios le importaba, pero nunca tanto como para pasar a dieta de rezos toda la vida, empezó a ver visiones. Veía platos de aguacate relleno con colitas de langostino bañado en mayonesa; pato asado con puré de castañas y salsa de tamarindo... Un día vio una vaca entera recostada a una fuente, sobre una mousse de mandarina, guiñándole un ojo desde una crema de vino tinto con champiñones. Otra vez se le apareció un ganso relleno, que hasta le habló en inglés y le dijo I am delicious.
El hambre no la dejaba vivir. Cada vez que intentaba llevarse un pedazo de pan a la boca, la superiora le clavaba su ojo y volvía su dedo índice hacia el suelo. Como un César vigilante que no la dejaba ni a sol ni a sombra. En las noches tenía sueños eróticos con un pedazo de queso Camambert. De día soñaba despierta con un jamón ahumado envuelto en tocino y le salivaba la boca.
A los 6 meses de entrar en el convento envió un telegrama pidiendo auxilio.
—Vengan a buscarme. Salgo de aquí.
Partí con la Domitila. Llevábamos una hora esperando en la puerta del convento, cuando apareció una mujer estupenda, con unas mechas al viento y una figura de esas que una envidia hasta ponerse verde. Era regia.
—Seguro que es la hermana pequeña de alguna de las monjas —dijo la Domi y se le acercó—. Señorita, disculpe, usted que viene desde adentro, ¿podría decirnos si la madre Chabela, usted sabe, está lista para salir? La venimos a buscar. ¿Podría avisarle?
—¿No me reconoces?
Y ahí fue cuando caímos en cuenta de que era ella. Se veía preciosa. De la gorda de antes de ser monja no quedaba nada, ni la sombra.
—¡Pero si está flaca como palo de escoba! gritó la Domi.
Chabela nos miró y nos obsequió una sonrisa de oreja a oreja. Era lo único que ella quería escuchar.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ABRIL 02 DEL 2002