Publicado en
diciembre 29, 2013
Tradiciones y costumbres
La quema del Año Viejo se remonta a la época colonial, indicándonos que deviene de cierta práctica inquisitorial, conocida como "la quema del judío", impuesta por los religiosos españoles.
Por: Jenny Estrada. Ilustración: Daniel Valverde.
...Desde que los hombres inventaron una medida del tiempo y siguiendo la evolución de los astros, sumaron los días, crearon calendarios, conformaron los meses y denominaron año a cada período de 365 días, la Humanidad ha ido forjando una rica mitología en torno al fin y al principio de cada uno de ellos, fecha que tiene entre nosotros una connotación muy singular, debido a un ritual ancestral que celebramos, como no lo hace probablemente ningún otro pueblo del planeta, armando un monigote grotesco y prendiéndole fuego a las 12 de la noche, en medio de gran algarabía.
EL FUEGO PURIFICADOR
Muchas han sido las hipótesis que se han forjado tratando de explicar esta costumbre que, analizada desde la perspectiva del comportamiento social, parecería encerrar toda una simbología de la muerte y la esperanza de una nueva vida. Pues, mientras más duros y aciagos hayan resultado los últimos 12 meses, mayores serán las ansias de ver consumidas por las llamas aquella representación de nuestras desdichas, para sentirnos después, como aliviados y hasta cierto punto, purificados por el fuego, de todo pensamiento negativo que nos impida mirar con optimismo hacia el futuro.
EL ORIGEN DE ESTA TRADICION
Tal como lo refieren los cronistas, la quema del Año Viejo se remonta a la época colonial, indicándonos que deviene de cierta práctica inquisitorial, conocida como "la quema del judío", impuesta por los religiosos españoles, quienes solían fabricar unos muñecos grotescos, rellenos de paja, cuetes, viruta y aserrín, (muy parecidos a los que confeccionábamos en nuestra infancia), para exhibirlos en los días de fiestas religiosas, colgados de sogas atravesadas en las plazas públicas. Al llegar la noche, los hacían saltar meneando las sogas y finalmente les prendían fuego, ante el deleite de la chiquillería y de las buenas gentes del pueblo que salían a contemplar el espectáculo, complementado con estallidos de petardos que los mismos curitas encendían.
Más adelante, cuando la quema del judío pasó a ser material de segunda plana, un monigote con careta de viejo barbudo, tomó el puesto del personaje al que el pueblo decidió incinerar el día 31 de diciembre. Y así fue como esta costumbre, repetida de año en año, adquirió la fuerza de verdadera tradición y logró proyectarse hasta nosotros.
EL VIEJITO DE NUESTRA INFANCIA
Era para entonces un motivo de genuino alborozo entre la gente menuda, tomar a cargo la confección del Año Viejo, tarea que empezaba, buscando una agujeta a las abuelas (para coser las prendas de vestir que se recolectaban entre los miembros más patuchos de la familia), el aserrín y la viruta que regalaban en los aserríos o talleres de carpintería, los detonantes y la careta del viejo rubicundo con luengas barbas de algodón.
Si las cosas se mantenían dentro de los clásicos esquemas, el atuendo del Viejo debía componerse con algo usado, algo prestado (generalmente el sombrero Jipijapa con la cinta colorada del partido Liberal), algo nuevo (con marca se devuelve) y puñados de sal en grano para volver más crepitante el sonido de su cuerpo al momento del encuentro con las llamas.
LA VIUDA Y EL TESTAMENTO
Durante la mañana del último día del año, se armaba la comparsa, encabezada por la viudita plañidera (niño o niña disfrazado), a quien seguían los pequeños compadritos del barrio, gimiendo y pidiendo a coro: "Una caridá para el Año Viejo... Una caridá para el Año Viejo".
Por la tarde, sin descuidar la recaudación, y a imitación de los mayores, comenzaba la redacción del chispeante testamento infantil que se leería cerca del difunto que al dar las 12 campanadas, quedaba convertido en una pira estruendosa, cuyos reflejos encendían nuestros rostros y aceleraban el palpitar de nuestros emocionados corazones, mientras todos nos abrazábamos expresándonos recíprocos augurios de felicidad.
Lastimosamente, ese símbolo tradicional de un pueblo que en la inmolación del Año Viejo imaginaba liberarse de sus males, para renacer en la esperanza de un mañana mejor, ya no es el mismo. Deformada y llevada a absurdos extremos, la costumbre ha devenido en una masiva orgía de piromaniáticos que ponen en riesgo a la ciudad. Sin embargo, no podemos evitar que los recuerdos revivan la ilusión, para terminar esta nota deseando hoy como ayer, que se queme el Año Viejo con todas sus desventuras y el nuevo año nos traiga días de paz, orden y prosperidad.
Fuente: Revista HOGAR - ECUADOR, Diciembre 1998.