PÁGINAS QUE ME CAMBIARON LA VIDA
Publicado en
diciembre 29, 2013
Valiosos compañeros- Carson, hoy un eminente neurocirujano, siente la misma fascinación por los libros que cuando era niño.
Fotografía de Bret Littlehales.
Su madre no sabía leer, pero creía firmemente que los libros podían llevarlo muy lejos.
Por Ben Carson.
CORRÍA EL AÑO de 1961 y yo estaba en quinto de primaria. Mis calificaciones eran pésimas, y lo peor de todo es que ni siquiera me importaba.
Hacía mucho que mi padre se había ido, y mi hermano mayor, Curtis, y yo vivíamos con mamá en una desangelada casa del barrio de Delray, en Detroit, zona habitada por gente que en lenguaje amable podríamos llamar "recia". La casa donde vivíamos era pequeña y escasamente amueblada, pero estaba limpia y siempre había comida en la mesa. En nuestra autoprotectora ignorancia infantil, Curtis y yo apenas nos dábamos cuenta de las dificultades que mamá pasaba para atendernos y a la vez sacarnos adelante con sus tres empleos de sirvienta.
La jornada era más o menos ésta: una vez que salíamos de la escuela, jugábamos al futbol o al basquetbol, nos robábamos algunas manzanas de un vecino y les disparábamos a las ratas con una escopeta de balines. Cuando oscurecía regresábamos a casa y nos poníamos a ver televisión. No necesitábamos una guía de programación; sabíamos qué programa pasaba a cualquier hora, en cualquier canal.
Así, nuestra vida transcurría entre los tiroteos y el galopar de los caballos de "Cheyenne", las risas de "Yo quiero a Lucy" o "Mister Ed", y las pegajosas cantaletas de los anuncios publicitarios. Acostados en la cama de mi madre, veíamos la televisión durante horas enteras.
Pero un día mamá nos cambió la vida para siempre. Apagó el televisor. El detonador fueron mis malas calificaciones. Mi madre, Sonya Carson, había llegado apenas a tercero de primaria, pero era mucho más lista de lo que sus hijos pensábamos entonces. Se había fijado en algo que había en todas las elegantes casas donde hacía la limpieza: libros. Así pues, un día llegó a casa, apagó el televisor y nos anunció que se iba a ocupar de que cada uno de nosotros fuera alguien en la vida.
—De hoy en adelante van a leer dos libros a la semana —dijo—, y tendrán que entregarme un resumen de cada uno.
Nosotros en seguida nos quejamos de tamaña injusticia, alegando que todos los niños veían televisión, pero, al ver que fallaba esta estrategia, pensamos que quizá se le olvidaría en unos días. Además, exceptuando la Biblia de mamá, no había ningún libro en casa.
Pero ella reanudó el ataque diciendo que no nos quedaríamos allí; que iríamos a donde había libros.
—Yo los llevaré en el auto a la biblioteca —remató.
Al poco tiempo, dos niños desconsolados se dirigían de mala gana a una sucursal de la Biblioteca Pública de Detroit en un Oldsmobile blanco 1959. Me puse a pasear a regañadientes por el pasillo de obras para niños y, como me gustaban los animales, al ver unos libros que parecían tratar del asunto, empecé a hojearlos.
El primero que leí de principio a fin era sobre los castores y cómo viven y construyen sus diques. Por primera vez en la vida me encontraba perdido en la inmensidad de un mundo nuevo. Ningún programa de televisión me había llevado tan lejos de mi entorno como aquel viaje de palabras hasta un frío arroyo del bosque donde estos animales hacen su hogar.
NO LO COMPRENDÍ entonces, pero era una experiencia muy distinta de la de ver televisión. Las imágenes se me formaban en la mente y no delante de los ojos, y podía verlas de nuevo cuantas veces quisiera con sólo dar vuelta a la página.
No tardé en empezar a esperar con ansia las visitas a ese remanso de paz en el ajetreo de mi vida. Fue allí donde descubrí a los dinosaurios, la diferencia entre reptiles y mamíferos, y algo mucho más importante: que no sólo me gustaba leer, sino que era capaz de retener más información, y más pronto, por medio de la palabra escrita que por conversaciones o imágenes.
De los animales pasé a las plantas, y una vez que devoré cuantos libros sobre el tema pude, decidí cambiar a los minerales. Me paseaba por las vías del tren recogiendo piedras; llenaba cajas con ellas y luego las llevaba a casa para tratar de identificarlas con ayuda de un libro de geología.
Entre las cubiertas de todos esos libros había mundos enteros, y yo podía recorrerlos a mis anchas. De paso, ocurrió algo curioso: empecé a saber, y los maestros lo notaron. Llegué hasta el punto de no ver la hora de estar en casa para consultar mis libros. Y Curtis y yo ya no esperábamos a que mamá volviera del trabajo para llevarnos a la biblioteca. Descubrimos un atajo.
En cuanto a la prohibición de ver televisión, mamá acabó por ceder, aunque sólo un poco. Podíamos verla algunas horas a la semana, pero el televisor ya no era nuestro mundo, sino un pasatiempo ocasional. Años después supimos que nuestra madre era analfabeta y no podía leer siquiera los breves resúmenes que le escribíamos, pero con el tiempo no sólo aprendió a leer, sino que obtuvo un diploma de educación general.
Ahora Curtis es ingeniero, y yo, jefe de neurocirugía pediátrica del Centro Infantil Johns Hopkins, en Baltimore. A veces todavía me cuesta trabajo creer la trayectoria de mi vida; de ser un alumno deficiente e indiferente en una escuela pública de Detroit pasé a ser becario en la Universidad Yale; de allí, a la Facultad de Medicina de la Universidad de Michigan, y finalmente a este cargo, que me lleva a dar clases y realizar delicadas operaciones por todo el mundo.
Sin embargo, sé cuándo comenzó el viaje: cuando mi madre apagó el televisor y nos metió en su auto para llevarnos a la biblioteca.