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diciembre 29, 2013
Una cierta sonrisa.
Por Alejandro Carrión.
La verdad es que se hallaban cansados de ser una parroquia, y habían formado un comité pro cantonización. La pequeña aldea había crecido, era mucha su gente, habían consultado con las cinco parroquias más pequeñas que la rodeaban y estaban de acuerdo en ir con ella a la aventura. Todas pensaban que es mejor ser cabeza de ratón que cola de león. Y, comenzadas las operaciones, menudeaban las comisiones que iban a estudiar la situación. Yo formé parte de una de ellas. En realidad, la cosa fue como les cuento enseguida.
"Nosotros" éramos gente de variada condición: Lucho, el "suco", era pagador provincial y su plan, en verdad, no era la cantonización aquella, si no ir a pagarle personalmente el sueldo a una de las maestras, de nombre Ricardina: una tarea de lo más prometedora. Pedro era un cristiano alto, gordo y pacífico, a quien llamábamos "el compatriota" , y estaba decidido a no hacer absolutamente nada en su vida: su principal ocupación, por el momento, era dormir de día y deambular de noche. Pablo era, claro está, poeta, pero no tan bueno como yo, ¿verdad?, muchas gracias: para ser justos, Pablo actuaba como lo que en el diccionario se define con el nombre de "atorrante". Juan era un niño rico, que tenía en la parroquia una chica a la que llamaba "mi gata": el motivo de su viaje era ver si no había cambiado el color de sus ojos. Y yo, bueno, ustedes me conocen, de modo que no tiene sentido que me pregunten a qué iba.
Y fuimos. Y llegamos. Serian no más de las ocho de la noche: tempranito para nuestra ciudad, pero tardecito ya para la cantonizable parroquia. Fuimos derecho a la casa de don Pancho, el ciudadano de mayor calado, el hombre de la situación: casa en la plaza, con galería en vez de balcones, sala con alfombra, en fin, un hombre de provecho que habíamos resuelto aprovechar. La puerta, muy sólida, formidablemente cerrada y perros ladrando por todas partes. Golpeamos enérgicamente. Preguntaron desde dentro: "¿Quién es?" Contestó Pablo, con su voz formidable: "¡Abran! Somos de la comisión". Y oímos: "Don Pancho, dicen que son de la comisión". Y don Pancho: "Dí a los señores que esperen, que ya voy". Esperamos, y vino y abrió.
Venias, saludos, reconocimiento del "suco" por parte de don Pancho y presentación de los demás. Subir las escaleras apartando un par de perros temibles, encender la luz: "Vean, señores, ya tenemos luz y sólo por el empuje del pueblo". "Sí, claro, ya están muy adelantados". "Ustedes lo verán, esto, ¡ fú! hace tiempos que debía ser cantón". Y gritos, llamando a la señora, que salga a atender a los señores. "Que se tomen un traguito, hasta que les sirvamos un caldito. Rosana, echa mano a una buena gallina, haz un caldito con presa... Y, por lo pronto, una botella de buena Italia. ¿Sí les ha de gustar la italita, no?" Y una vez puestos de acuerdo mandó recados.
Y los recados fueron y vinieron las niñas: la "gata", cuyos ojos seguían, al parecer, del mismo color y que se acurrucó junto a Juan. La señorita Ricardina, que venía, además, por su platita y se acoderó con el "suco". Una jovencita ligeramente quebradiza, que parecía llamarse Amelita y que a todo decía: "Ji... ji", me fue generosamente donada. Las que vinieron por añadidura, ya un poco pasaditas y más con aspecto de chaperonas que otra cosa se apoderaron del "compatriota" y de Pablo el tremendo. La que le correspondió a éste, de vez en cuando, daba unos grititos que parecían los de un grillo: Pablo decía que son más "prácticas" las que ya están un poquito sobradas, porque "resultan" más "suavecito". El dueño de casa trajo a vivo pulso dos formidables aparatos para proveer la música: dos enormes fonógrafos de la época de la chispa, con tremendas cornetas de bronce, que parecían doradas. "Son los mejores que han llegado a Loja -nos informó don Pancho, con orgullo. Este lo compré en la sucesión de don Daniel Alvarez, ¡figúrense! Lo trajo directamente de Nueva York, cuando su viaje de bodas. Y éste fue del canónigo Lequerica: lo trajo directamente de Roma, cuando se fue a la coronación de León XIII. " Y luego nos mostró los discos: tenían igual procedencia y eran de carbón, impresos por un solo lado. La cajita de agujas era igualmente venerable. Recordarán ustedes, si ya son algo maduritos: había que darles cuerda para que se muevan, y se lo hacía con una manivela.
Con tales aparatos delante nos sentimos en pleno siglo XIX: una sensación ciertamente no muy confortable. Pero con el caldito de gallina, la Italia original y el canelazo subsiguiente, retornamos al presente. La Italia era buena de verdad, no una "ocucaje" cualquiera, no, si no una Italia "locumba" , de las que ya hace tiempo que no venían, ni legalmente, ni de contrabando: don Pancho nos informó que era de "unas cajitas" que le quedaban de "hacía tiempos", y que solamente sacaba una botellita cuando había algo extraordinario como, por ejemplo, esta comisión con nada menos que el señor pagador provincial: cuando llegase el día de la cantonización, ahí "haría volar" las cajitas. Ahora, ya no venía ninguna Italia legitima, las que entraban eran solamente de "esencia": una porquería. Yen cuanto al canelacito: era muy legal, estaba hecho de un "reposado" que don Pancho había puesto a dormir ocho años antes, un "reposado" como el que se hacía cuando el doctor Javier y don Francisco, los dueños de "El Ingenio" y "Conduriaco" eran jóvenes.
Como los discos sonaban igual que si hubiésemos guardado un gato en una caja de cartón, se propuso conseguir un guitarrero y pronto vino alguien a quien llamaban "don Cuncún": el hombre tocaba una concertina bastante remendada gritando, de rato en rato, "¡A ella! ¡No te duermas!" Y en ocasiones exigía un trago doble, asegurando que su garganta no era de palo ni hechura de carpintero (aun cuando lo parecía, a juzgar por las curiosas modificaciones que sufrían los pasillos y cachuyapis a través de ella). Pronto empezaron a pasar cosas. Las chicas eran, por desgracia, honraditas y solamente habían ido a alegrarnos, lo cual ponía la farra en un terreno repleto de fronteras. Cuando más bonita iba la "resbalancia" , como decía el "compatriota" , la chica salía poniendo obstáculos invencibles.
Muy pronto desapareció el "compatriota" , que desde un comienzo había estado prestando mayor atención a la criada que nos servía los canelazos que a la un poco madurona joven que fue asignada para amenizarle la noche: supusimos que salía a "hacer aguas", pero luego, ya lo verán ustedes, resultó algo del todo distinto y fácilmente imaginable. Un instante de fugaz calma, cuando aterricé junto a mi flaquita, tras un muy movido cachuyapi en el que rivalizamos en pisarnos con entusiasmo, me dí cuenta de que el "suco" no bailaba. Le pregunté la razón de su inesperada inmovilidad, y resultó que se le había embriagado el cuerpo de la cintura para abajo, razón por la cual no podía entrar en la bailacha. "Te confieso, me dijo, que de un tiempo a esta parte solamente me chumo de la cintura para abajo, hasta el extremo de no poder dar un paso, mientras la cabeza me queda completamente fresca". Y era así: una verdadera frescura. Yo le dije que me parecía que debía hacerse sicoanalizar y él me dijo que eso no era posible, porque no se puede sicoanalizar el trasero, y claro está que tenía razón.
De pronto, en el piso bajo se oyó un estruendo considerable, algo así como si se derrumbara un tramo del edificio, seguido de los gritos de una muchacha que indudablemente huía y del activo y conchabado ladrido de por lo menos media docena de perros, más el cacareo de una docena de gallinas y el formidable relincho de un caballo. Bajamos todos, empujándonos muy asustados, como correspondía a la hora, al lugar y al trago ingerido, y hallamos que en un cuarto muy grande, mezcla de dormitorio de la criadita, gallinero y establo, se había hundido un enguaduado alto, que le servía a la chica de cama y la ponía a cierta distancia de las gallinas y, me parece, de un criadero de cuyes, pues por ahí deambulaban seres extraños de escasa estatura. El "compatriota" se había subido al enguaduado, donde ella estaba ya acostada y el extraño trebejo se había derrumbado, porque nadie pensó en que pudiese soportar el peso de un hombrón como él; la chica había echado a correr sana y salva pero asustadísima o haciendo lo necesario para que así parezca y el "compatriota" estaba tendido, en medio de una fuga conjunta de gallinas y cuyes, con las guadúas encima y convertido en un asco porque el suelo era, les digo con verdad, algo nada católico. El caballo, desde luego, se había sentido aludido, lo mismo que los perros: el animal grande relinchaba y los perros ladraban en torno del "compatriota" , quién pugnaba por quitarse de encima las guadúas y poder pararse en el resbaladizo terreno.
Yo les digo que si no estábamos así, alumbraditos, gracias a los canelazos, como estábamos, caramba, pues nos habríamos hasta avergonzado, pero en esa circunstancia la cosa nos pareció chistosísima, en especial porque el "compatriota", para disculparse, decía que había ido apenas a pedirle a la chica que le mostrara el caballo, a ver si lo compraba y que no más al apoyarse en el filo del enguaduado, el aparato se derrumbó... Y les digo que el hombre estaba hecho un asco, con el guano fresco de gallinas y cuyes, sabiamente combinado, cubriéndole todo el pantalón. De acuerdo con la dueña de casa, que estaba allí envuelta en un pañolón y escandalizadísima, se convino en que el "compatriota" debía despojarse de la prenda; la prófuga guambrona caída del entarimado, ya tranquilizada, ese mismo rato lavaría el pantalón y, secado a punta de plancha, podría volver a ponérselo el autor de tan ridículo zafacoco, diremos una hora y media después. Mientras, permanecería sentadito, cubierto con un poncho filantrópicamente prestado por el anfitrión.
Al volver a la sala, hallamos que, sin despedirse, mientras transcurría el alboroto, las niñas se habían ido, no sé si sabiendo a ciencia cierta lo que ocurrió o suponiéndolo: no las volvimos a ver; yo, a la tal Amelita, nunca; los otros a las otras, no lo sé; posiblemente el "suco" volvería a ver a su Ricardina, ya que debía pagarle el sueldo los otros meses y eso no permitía que lo haga otra persona, era su tarea propia y preferida; Juan, desde luego a su "gata", pues debía vigilar la estabilidad del color de sus ojos, que no recuerdo cual sería, porque, a pesar de todo no me dió ninguna curiosidad el vérselos. Los otros, creo que no, el "compatriota" de ninguna manera. Bueno... el poeta Pablo Tremendo, acaso, porque ahora que me acuerdo, cuando el alboroto él no se había movido de arriba, y es probable que algo referente al porvenir haya tramado con su fruta madura. De todos modos, el asunto, les confieso, no me interesó de ninguna manera.
De regreso al salón, expulsamos vilmente a "don Cuncún" , a su concertina y a su garganta no hecha por carpintero, y el dueño de casa, un verdadero santo (y su santidad se debía a que en la comisión estaba el pagador provincial, y él era proveedor de algo al gobierno provincial, de modo que lo necesitaba continuamente) nos dijo que, hasta que nos venga el sueño, nos dejaba dos botijas de su estupendo "reposado" y así lo hizo, añadiendo que si algo especial necesitábamos, por favor no vaciláramos en llamarlo. El "compatriota" se acomodó, en calzoncillos, arrebujado en su poncho, en una ancha butaca y se durmió como un ángel hasta que le trajeron el pantalón: luego dedicó el resto del tiempo a lo mismo que nosotros: a dar fin a las botijas concienzudamente.
La conversación, a la sombra de las botijas en flor, sería sin duda, llena de contenido y de sabor: no la recuerdo, pero sí me viene a la memoria algo que realmente puso fin a la aventura: Pablo Tremendo tomó una de las enormes cometas de fonógrafo y poniéndose en postura de espadachín, me retó: "¿,No dices que tus antepasados fueron caballeros? ¡Ven y defiéndete, que aquí está la mejor corneta del continente!" Yo tomé la otra corneta y tuvimos una batalla digna del Quijote, lo digo sin exageración: las cometas quedaron gravemente abolladas y yo conseguí la mía colocársela de sombrero al retador, por lo cual fui proclamado vencedor. Lo grave fue que se le apretó mucho en la cabezota y nos costó Dios y su ayuda el sacársela.
Quedó claro que tras la misa (pues era domingo el día que estaba naciendo) vendrían el cura, el teniente político, el maestro, el telegrafista, en fin, todas las autoridades y notables a llevar a la comisión a ver las excelencias de la parroquia altamente cantonizable: no, no queríamos sufrir ese suplicio, de manera que salimos solapadamente, sin despedidas, cruzamos silenciosamente la puerta: todos dormían, y alcanzamos el jeep sin dificultades. Partimos, y cuando estábamos llegando a La Toma, el "compatriota" se dió cuenta de que había venido, por distracción, trayéndose el poncho, un recuerdo ciertamente durable. El "suco" decía que era una lástima no haber podido dirigirse a la multitud, diciendo: "Pueblo imbécil...". "Os habla un estúpido", terminó Pablo Tremendo, dando un remate lógico al discurso que comenzaba el pagador: nunca lo oímos, el silencio que siguió fue verdaderamente elocuente.
Cuando ya estuve en Loja, mi bien amada me preguntó qué había ido a hacer en la parroquia cantonizable. Yo le respondí con absoluta sujeción a la verdad: "Fui a ver cómo el 'compatriota' no compraba un caballo".