LLENANDO UN VACÍO DEL CORAZÓN
Publicado en
diciembre 22, 2013
La familia Reilly- Rae (al frente), el autor, Linda, su esposa, y sus hijos.
Por Rick Reilly.
HACE 11 AÑOS, mi esposa, mis dos hijos y yo adoptamos a una niña coreana recién nacida. Al crecer, empezó a hacer preguntas. Cuando nos dijo que quería conocer a alguien de su propia sangre, iniciamos la búsqueda, y he aquí lo que encontramos:
Después de 11 años y un viaje de 10,000 kilómetros, seguíamos sin conocer a la madre de nuestra hija. Lo más que habíamos conseguido era estar esperándola en una camioneta, frente a una cafetería en Seúl. Ella estaba dentro, acompañada de una trabajadora social coreana, temerosa de salir, de ser descubierta, de conocer a su hija.
En la camioneta, Rae, nuestra hija adoptiva, se esforzaba por entender la situación. ¿Cómo era posible que toda la familia hubiera volado 10,000 kilómetros desde Denver, Colorado, para conocer a una mujer que tenía miedo de andar 20 metros para cruzar la calle y conocernos? ¿Qué sentido tenía haber llegado tan lejos si iba a rechazarla una vez más?
Nos habían dicho que disponíamos de una hora, y ya sólo quedaban 40 minutos. Entonces sonó el teléfono celular.
—Vayan al callejón que está detrás de la cafetería —dijo la trabajadora social—, y esperen ahí.
CUANDO NOS ENTREGARON a Rae, de apenas cuatro meses, en el antiguo Aeropuerto Internacional Stapleton de Denver, sabíamos que algún día iríamos a Corea del Sur para buscar a su madre biológica, pero no sospechábamos que sería tan pronto. Desde que empezó a caminar le hemos dicho que es adoptiva, y desde entonces no ha dejado de preguntarnos por su madre natural. "¿Creen que toque el piano, como yo?" "¿Será bonita?" Finalmente, cuando tenía diez años, al término de un día de demasiadas miradas de impaciencia de la familia, dijo con lágrimas en los ojos:
—Lo único que quiero es conocer a alguien de mi misma sangre.
"Cuando dicen eso, hay que empezar a buscar", nos aconsejó el terapeuta de adopción.
EMPRENDIMOS esa tarea. Le pedimos a la institución que concertó la adopción, Amigos de los Niños de Diversas Naciones, que intentara localizar a la madre. Seis meses después Kim Matsunaga, la trabajadora social que llevaba el caso, nos dijo que la habían encontrado, pero que estaba muy reacia a conocernos. No le había dicho nada a nadie sobre Rae. En Corea un embarazo fuera del matrimonio es motivo de mucha vergüenza. Se repudia a la madre y el hijo queda desarraigado. Kim supuso que la madre de Rae les había mentido a sus padres diciéndoles que se iba a trabajar a la ciudad y que en realidad se había refugiado en un hogar para madres solteras.
Kim nos avisó que al siguiente verano iba a llevar a varias familias estadounidenses a Corea para que conocieran a sus parientes naturales; si íbamos, quizá la familia de Rae accedería a reunirse con nosotros. "Las madres biológicas casi siempre aceptan ver a sus hijos”, agregó. Casi.
No sabíamos qué hacer. Si íbamos, Rae podría conocer siquiera a la madre sustituta que la había criado hasta los cuatro meses, y quizá también al médico que la había traído al mundo. (¡Vaya, yo ni siquiera conozco al que me trajo a mí!) Pero decían que lo más dulce de todo era conocer a la madre natural. Al hablar de esta experiencia, una niña de origen coreano le dijo a Rae:
—No sé... es como si se te llenara un vacío del corazón.
DECIDIMOS ARRIESGARNOS y compramos cinco pasajes de avión a Seúl para nuestros dos hijos biológicos pelirrojos, Kellen, de 15 años, y Jake, de 13; Rae; mi esposa, Linda, y yo. Preparamos a Rae para la posibilidad de que su madre biológica no se presentara a la cita. Mejor dicho, nos preparamos todos.
Al principio fue maravilloso. Conocimos a la madre sustituta, que se abalanzó sobre la niña como si hubiera sido una hija largo tiempo perdida, lo cual casi era en realidad. La estrechó entre sus brazos, le acarició el pelo, le tocó cada rasguño y cada cicatriz de sus piernas y brazos morenos. "¿De qué es esta marca?", le preguntaba en coreano.
Había criado a 31 recién nacidos, pero parecía que no conociera más que a nuestra hija. Rae estaba entre empalagada y contenta. Al fin alguien le devolvía los cuatro meses perdidos de su vida. La mujer se echó a llorar, y nosotros también.
Cuando llegó el día de la cita con la madre biológica, nos advirtieron que había que proceder con sumo cuidado. Su esposo no sabía de la existencia de Rae, y la señora tenía mucho miedo de que la descubrieran. Por eso estábamos escondidos como espías en la camioneta, esperando a que se acercara.
Lo único que sabíamos de ella era (1) que quizá llevaba consigo una hija recién nacida, (2) que era menuda y (3) que tenía los nervios de punta.
La primera en aparecer fue una mujer distinguida y juvenil que llevaba un bebé en un cochecito.
—¡A lo mejor es ella! —dijo Rae entusiasmada, pero la joven pasó de largo.
Luego se acercó una mujer baja y gruesa con una criatura sujeta en el vientre.
—¡Allí está! —exclamó Rae, pero la señora tomó un autobús.
Finalmente pasó una mujer hermosa y menuda, vestida de amarillo, con un recién nacido en un portabebé.
—¡Es ella, estoy segura! —gritó Rae.
Fue decepcionante ver que la señora se metía a toda prisa en la cafetería de enfrente.
El problema era que, por más que la esperábamos, no salía. Se quedó allí, hablando con una trabajadora social coreana, durante lo que nos parecieron horas, aunque tal vez no fueron más de 20 minutos, mientras nosotros paseábamos la mirada entre las oscuras ventanas de la cafetería, el teléfono celular y nuestros rostros. Fue entonces cuando la trabajadora social llamó a Kim y le dijo que esperáramos en el callejón, pero no ocurría nada.
—Si no viene en cinco minutos, quiero que vayas y te presentes —le dije a Rae.
Ella, aunque conservaba la calma, tragó saliva.
En eso, apareció un rostro en la ventanilla... se abrió la portezuela... y la mujer de amarillo con la recién nacida entró y se sentó al lado de su hija, nuestra hija.
Seguía nerviosa. No nos miraba; sólo miraba a su bebé y a Kim.
—Vamos a alguna parte —dijo esta última.
Recién llegada- Linda sostiene en brazos a Rae en el aeropueto de Denver, frente a sus hijos Kellen y Jake.
¿A DÓNDE SE VA con el secreto más inconfesable? Fuimos a un parque. Algunos ancianos que jugaban al ajedrez alzaron la vista para mirar con asombro al ruidoso grupo de blancos, pelirrojos y coreanos que se sentaron en la mesa contigua con cámaras, regalos y cuadernos.
Rae le regaló a su madre un álbum que había hecho sobre su vida, lleno de fotos de su niñez y poemas escritos con tinta morada, pero la señora no expresó ninguna emoción al mirarlo.
En seguida le dio un guardapelo de plata con una foto suya y, de nuevo, no hubo contacto visual, abrazos ni caricias. La mujer estaba apartándose afectivamente como había hecho hacía 11 años, o ya no le importaba su hija; quizá nunca le había importado.
RAE, QUE MESES ANTES había hecho una lista con 20 preguntas que quería hacerle al llegar el gran momento, se la sacó del bolso con aire imperturbable. Algunos contuvimos la respiración.
—¿Por qué me abandonaste? —le preguntó sin más.
Todas las miradas se concentraron en la señora. La respuesta, traducida por un intérprete, fue que entonces era demasiado joven, de apenas 19 años, no tenía dinero y estaba muy avergonzada.
—¿Dónde está mi padre?
—No lo sé. Salí con él sólo dos veces. Se fue hace mucho —respondió la madre, todavía sin atisbo de emoción en la voz.
¡Me rompía el corazón ver a Rae! ¿Cómo iba a soportar tanta frialdad de la mujer con quien había soñado, y a cuyo cariño se había aferrado tanto?
—Cuando nací, ¿me abrazaste? —agregó por fin.
La señora dejó escapar una exclamación de sorpresa, tragó saliva y se quedó mirando al suelo.
—No pude —explicó—. Te alejaron de mí.
—Pues nada le impide abrazarla ahora —intervino Kim.
Eso obró el milagro. Hecha un mar de llanto, la mujer extendió los brazos y estrechó a Rae como si fueran a quitársela otra vez.
—Me había hecho el propósito de no llorar —comentó.
A Linda y a mí también se nos saltaron las lágrimas, y en ese preciso instante se desató un aguacero. Sí, hasta el cielo lloraba.
Cualquiera que hubiera estado en su sano juicio habría corrido a la camioneta a guarecerse, pero nadie quería que terminara aquel momento. Todos llorábamos, reíamos e intentábamos cobijarnos bajo el diminuto paraguas rosado de la madre biológica de Rae. Sin embargo, la lluvia arreció hasta el grado de que no alcanzábamos a oírnos. Corrimos entonces a la camioneta y allí nos sentamos. Rae llevaba en brazos a su media hermana, y su madre abrazaba a la hija a la que seguramente creía que no volvería a ver.
¡Quedaba tan poco tiempo! Las frases eran demasiado breves para condensar algo tan largo como una vida. La señora nos dio las gracias por haber criado a Rae.
—Son una familia muy buena —dijo, mirando a los gigantes que la rodeaban. Muy buena y muy fuerte.
¿Cómo agradecerle a ella el habernos dado a su hija?
—Gracias por el regalo que nos dio —acertó a decirle Linda.
Ella sonrió con melancolía. Con un brazo estrechaba a Rae, y con el otro, el álbum y el guardapelo.
Entonces se terminó el tiempo. La señora dijo que tenía que volver y le pidió al chofer que se detuviera para poder bajar. Paramos ante una luz roja.
Alguien abrió la portezuela. Ella le dio un beso a Rae en la cabeza, le acarició el pelo por última vez, bajó, le soltó la mano y cerró la portezuela. Cuando se puso la luz verde nos alejamos y nos quedamos mirando cómo se perdía de vista a lo lejos, en una encrucijada desconocida que ya no olvidaríamos jamás.
Yo seguía llorando cuando miré a Rae, pero ella, por supuesto, estaba radiante: por fin se le había llenado el vacío del corazón.
CONDENSADO DE TIME (4-IX-2000). © 2000 POR TIME INC., DE NUEVA YORK.
Fotos: © Jay Dickman/Timepix.