Publicado en
diciembre 22, 2013
Por Armando Pesantes García.
La repetición de acciones de conducta parecidas ante estímulos similares conduce a una frecuente confusión con la tipología de talla única. Aunque es verdad que en el seno de los grupos sociales ciertos estados patológicos intermitentes suelen evidenciarse como manifestaciones impulsivas o hasta folclóricas cuando coinciden las circunstancias y las presiones ejercidas. De allí que se señale con ligereza a los grupos étnicos extraños como poseedores forzosos de defectos idiosincrásicos que los apuntan a priori como vociferantes, pendencieros, jactanciosos, bebedores, patrioteros, vanidosos, fanáticos, xenófobos, acomplejados, pedantes, adustos, desaseados, torpes, simplones, etc.
Empero, sin dejar de rotular a la generalización como una mácula del razonamiento, no puede dejarse de convenir en la presencia de determinadas vivencias sui generis radicadas singularmente en determinadas regiones de la tierra.
Entre los ecuatorianos, verbigracia, se revela con frecuencia cierta inclinación a la glorificación de la amargura, reflejada en los sombríos acentos de su música melancólica que, como un lamento de ultratumba, denuncia incapacidad o por lo menos falta de voluntad de superación de cargas atávicas de contenido necrológico. Esa misma pista pudiera ser perseguida también para desentrañar el origen de la particularmente quiteña obsesión por motivarse frente al más extraño de los estimulantes: ¡la muerte ajena!
En efecto, la noticia del fallecimiento de un miembro de la sociedad -que antaño se anunciaba mediante el patético doble de las campanas parroquiales que hoy ahoga el prosaico urbanismo- tiene un efecto electrizante como de reacción en cadena cuyo evidente móvil de genuina expresión de solidaridad humana suele ser desconocido o tergiversado por mentes enfermas de suspicacia que confunden la pureza de sentimientos con el vil oportunismo. Me niego a admitir esa mezquindad, aunque: "cosas tiene el rey cristiano que parecen de pagano..." , y así mismo "cuando la limosna es excesiva, hasta el santo entra en sospechas", pues en efecto los torrentes de congoja desatados en esas luctuosas oportunidades desbordan los límites de la morbosidad y se transforman en eufórica competencia en que el éxito de los obituarios se mide en metros cuadrados de publicidad y los diarios hacen su agosto en cualquier mes del año al abarrotarse de "acuerdos" de todos los tamaños, de cuyo costo se deduce el grado de devoción que el firmante quiere demostrar hacia el deudo mejor colocado del difunto.
En esta tierra pletórica de títulos académicos falta sólo el de acuerdólogo, ciencia aún confiada al empirismo de funcionarios especializados que -suerte de hechiceros de la tribu- poseen el arte de redactar acuerdos de condolencia, en los Ministerios y reparticiones públicas, cada vez que abandona este valle de lágrimas el más distante cognado de un funcionario que se halla en el candelero, para escarbarle méritos ocultos en competencia con instituciones rivales no dispuestas a renunciar a su cuota de derroche de los fondos fiscales y a su oportunidad de que el nombre de sus cabezas visibles conste con indelebles letras de molde en los archivos personales de los políticos en ascenso.
Las notas fúnebres contratadas que aparecen en la prensa son a modo de barómetros para captar el estado de influencia de los vivos; para ellos son los homenajes y que los muertos no se hagan ilusiones acerca de su frecuentemente insospechada importancia; si ellos pudieran, no hay duda de que con la poeta repetirían "...en vida, hermano, en vida".
Hace poco se reunió con sus ilustres antepasados un alto personaje de la realeza extranjera y la manía acuerdómana criolla tuvo que meterse hasta con él, aunque en este caso valiera la pena, por haber constituido una brillante oportunidad para que en el Ecuador se escribiera -seguramente como uno de los números conmemorativos de la muerte de Juan Montalvo- una de las más llamativas páginas en la antología de la estulticia y de las meteduras de pata.
La clásica redacción macarrónica de los acuerdos dispone "deplorar" como si los sentimientos pudieran ser decretados y no surgidos de emociones; pero además tiene la capacidad de obrar metamorfosis milagrosas al convertir en ilustres juristas a quienes no pasaron de rábulas; en sabios galenos a los conocidos matasanos; en virtuosas matronas a las más famosas viudas alegres y en probos funcionarios a notorios asaltantes de fondos públicos.
Una eficaz medida para reparar el eterno desequilibrio del presupuesto estatal consistiría en imponer a los grandes y pequeños personajes administrativos que deploran todos los días con angustiados acentos la muerte de madres, primos y connotados ajenos, que pagaran las facturas emanadas de su generosidad espiritual de su propio peculio y no de la partida de "imprevistos departamentales" que hoy por hoy sirve sólo para alimentar la voraz acuerdomanía característica de la burocracia ecuatoriana.