Publicado en
diciembre 15, 2013
Cuando Roberto llegó un día del trabajo con una cara sonriente y pasado de colonia, la tía Eulogia pensó que andaba con un nuevo amor. Pero no se trataba de eso, sino de una nueva vida. "Me voy a liberar", le dijo. "Los hombres somos los peores esclavos de la historia. Tenemos que trabajar como condenados a muerte, pagar todos los gastos..."
Por Elizabeth Subercaseaux.
Hace años, cuando la tía Eulogia descubrió que en los Estados Unidos existía un movimiento organizado que propiciaba la liberación femenina, las cosas en mi familia cambiaron de manera radical. Mi tía se puso en contacto con Betty Friedan y otras papisas del movimiento, y emprendió uno similar en Chile. Con pésimos resultados, claro. Nada que ver con la recepción del país del norte. Para empezar a conversar llegó un carabinero a su casa con una orden de arresto.
—¿A mí? ¿Y se puede saber por qué?
—Por armar desorden en la vía pública —dijo el policía y le mostró una orden del juez.
Roberto se negó a pagar la fianza. Por aquellos tiempos comenzaba su primer idilio con la flaca de la esquina, y tener a Eulogia entre rejas una semana le pareció estupendo. En todo caso, la soltaron esa misma mañana.
Al salir de la cárcel, se dirigió a la oficina de un amigo suyo, el senador Parrilla. Para pedirle ayuda. Le explicó con pelos y señales de qué se trataba el movimiento en los Estados Unidos, y el Senador, argumentando que si una mujer se rebelaba luego se rebelaría su vecina y luego la vecina de la vecina, y así llegaría el río a su propia mujer y luego a su hija y a la suegra y a la empleada de la casa. ¡Y no! ¡De ninguna manera! La sociedad estaba muy bien así, no había para qué revolver al gallinero, que se quedaran las mujeres como habían estado por los siglos de los siglos, calladas, obedientes, sumisas, resignadas, cargadas y en el rincón, como la escopeta.
—Ya soplarán tiempos mejores —se consoló la tía Eulogia.
Y efectivamente, unos años más tarde, el movimiento de liberación femenina había llegado a las calles de Buenos Aires, a las de Santiago, a las de Lima, y justo cuando las americanas venían de vuelta, las latinoamericanas iban de ida, pero la cosa es que la anhelada liberación se acercaba a pasos agigantados.
Al comienzo de los tiempos de las mujeres liberadas, trabajólicas, ganadoras de su propio sustento, gerentas de bancos, pilotos de aviones e ingenieras de puentes, mi tía Eulogia no la pasó tan bien como era de esperar. Casi todas sus amigas fueron a la universidad, unas antes, otras después; unas en cursos vespertinos, otras en cursos regulares; casi todas consiguieron trabajo y casi todas terminaron separadas del marido, porque trabajar en una oficina y tener que volver a la casa a trabajar para un marido, sin sueldo, les pareció demasiado.
Lo cierto es que quedó de cierta manera sola, cargando con Roberto, con la flaca y la Domitila por los siglos de los siglos, fracasando en diferentes oficios y preguntándole a Dios si de esto se trataba, en realidad, la vida.
Dios nunca decía nada, pero la Domi se encargaba de poner palabras en su boca:
—De esto mismo, señora Eulogia. De comer, aguantar al marido y a su flaca de turno, cocinar, dormir y despertar para un nuevo día.
Pero la modernización siguió adelante y las cosas continuaron cambiando.
Un día, Roberto regresó del trabajo con otra cara. Se le veía sonriente, mejor dispuesto, andaba pasado a colonia, muy contento, todo lo cual hizo pensar a mi tía lo que pensaría cualquier mujer: Roberto se había encamotado con otra, con la rubia o la crespa o la que fuera, pero andaba en un nuevo amor.
Se equivocó. No se trataba de una nueva flaca sino de una nueva vida, según explicó él, rebozando de júbilo.
—¿Y de qué se trata tu nueva vida?
—Me voy a liberar —afirmó Roberto, bebiendo de un sorbo su trago de whisky.
—¿Liberar? ¿Tú? ¡Pero si eres hombre! Los hombres nacieron liberados —le dijo la tía Eulogia, mirándolo con cierto desprecio.
—Eso es lo que crees; pero no es verdad. Los hombres somos los peores esclavos de la historia. Tenemos que trabajar como condenados a muerte, pagar todos los gastos de las esposas, pagar todos los gastos de los hijos, pagar todos los gastos de las amantes, inventar las guerras, hacer las paces con el enemigo, gobernar los países, crear las leyes, caer presos y ser condenados a muerte cuando somos serial killer, porque todos los serial killer son hombres. También tenemos que encabezar dictaduras, porque todos los dictadores son hombres, ganar los torneos de fútbol, robarnos la plata cuando gobernamos, saquear las grandes empresas, y pagar con nuestro honor por ello. Y después de todo eso, tenemos que morirnos y muchas veces nos mandan al infierno, porque dicen que lo hicimos mal. ¿Te parece justo?
—Poniéndolo así no me parece justo, pero no le veo solución.
—La liberación masculina es una solución —dijo Roberto.
—Pero, ¿de qué te vas a liberar? ¿De mí? Porque si es de mí, yo, encantada. Dame plata para el alquiler de un departamento en Miami, me voy a esa bella ciudad con todos mis bártulos, me busco un amante francés, y ojalá gay para no tener problemas con las flacas estadounidenses, y ciao. Me voy feliz.
Roberto la miró incrédulo.
—No entiendes nada, Eulogia, no es de ti de quien quiero liberarme, es de mis obligaciones, y tú, mi vida, mi amor del alma, nunca has sido una obligación, sino mi querida esposa.
La tía Eulogia lo miró sospechosa. Nunca le había hablado así. ¿Qué se escondía debajo del poncho?
—No pretenderás que yo trabaje para que tú te liberes...
—Es precisamente lo que pretendo. Llevamos 20 años de casados, he trabajado los 20 años para mantenerte. Durante todo este tiempo has tenido libertad para hacer lo que quieres, no has debido ir a una oficina todas las mañanas, ni lidiar con colegas enojados porque había mucho tránsito o porque no pudieron dormir bien. Ahora me toca a mí. Los próximos 20 años me quedo en la casa y tú sales a trabajar.
—¿Quién toma las decisiones?
—Tú, naturalmente, el que trabaja paga y el que paga, toma las decisiones.
—¿Quién decide dónde veranear?
—Tú, mi linda, por supuesto.
—¿Y si nos cambianos o no de casa? ¿Y si compramos o no un auto nuevo? ¿Y de qué color lo compramos? ¿Y si me quedo en cama en un hotel el fin de semana, porque quiero pensar? ¿Y si me voy a Río de Janeiro con algún gordo de la oficina porque tenemos una reunión? ¿Yo decido todo eso
—Por supuesto. El que paga la música, escoge la melodía.
La tía Eulogia encontró trabajo en la misma oficina que Roberto abandonó. Como era inteligente y le sobraba personalidad, rápidamente ascendió de puestoy llegó a ser la gerenta de la empresa. Vinieron los bonos de fin de año, los viajes de ejecutiva, los congresos en el extrajero, las compras de acciones para la vejez, la Domitila fue ascendida a ama de llaves, se contrató a una nueva empleada, que en realidad era hombre, y la Domi mandaba como si fuera su esclavo, los niños empezaron a rendir mejor en el colegio, pues querían emular a la mamá.
Roberto, por su parte, liberado de la penosa tarea de tener que trabajar para mantener su hogar, se aburría en la casa, daba vueltas por la cocina quemándose los dedos.
—¡Salga de aquí! —lo gritoneaba la Domi.
La flaca lo abandonó.
—No estoy para ser la amante de un ocioso que no tiene plata ni para convidarme a un café.
Y su vida se desempeñó por una peligrosa pendiente en donde la depresión amenazaba con asomar su cara más negra. Mientras la tía Eulogia, atrapada en el mundo laboral, reuniones para acá y reuniones para allá, comenzaba a llenarse de éxito, de plata, de lujos con los que antes no hubiera ni soñado, Roberto comenzó a llenarse de tristeza. Hasta que un día ocurrió lo que más temía. Alguien le llegó con el cuento de que su mujer se había encamotado con un flaco de la financiera, un hombre muy elegante, el presidente de la competencia. Se habían ido juntos a Buenos Aires, le dijeron, y otra vez se les vio en las calles de Lima...
—¿Eulogia? ¿Mi Eulogia que es toda una señora, poniéndome el gorro con un flaco? ¡No puede ser!
Esa noche la enfrentó:
—Dime la verdad. Me estás engañando con otro.
—Efectivamente —contestó la tía Eulogia—, pero no te preocupes, no tiene ninguna importancia, tú eres el amor de mi vida, mis hijos y tú son lo único que en el fondo me interesa, el flaco es adorable, pero no es más que un pasatiempo.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
—De nada especial, mi Rober, te digo que es solo un pasatiempo. Ya estás liberado y ahora puedes hacer lo que te dé la gana por los próximos 20 años. ¿No fue eso lo que acordamos?
Y Roberto se desmayó.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, JUNIO 24 DEL 2003