DE NIEBLA, HIERBA Y ARENA (Vonda N. McIntyre)
Publicado en
diciembre 22, 2013
El chiquillo estaba asustado. Con suavidad, Serpiente tocó su frente ardiente. Detrás de ella, tres adultos permanecían cerca, observando recelosos, temerosos de mostrar su preocupación con más que líneas apretadas en torno a sus ojos. Temían a Serpiente tanto como temían la muerte de su único niño. En la penumbra de la tienda, las fluctuantes luces de las lámparas no daban seguridad.
El niño observaba con los ojos tan oscuros que las pupilas no eran visibles, tan apagados que la misma Serpiente temía por su vida. Acarició su cabello. Era largo y sin nada de brillo, un color llamativo en contraste con su piel oscura, seca y varios centímetros irregular cerca del cuero cabelludo. Si Serpiente hubiera estado con esta gente meses atrás, habría sabido que el niño estaba enfermando.
—Traed mi caja, por favor —pidió Serpiente.
Los parientes del niño se sobresaltaron ante su voz suave. Quizás habían esperado el chillido de un grajo, o el silbido de una serpiente reluciente. Era la primera vez que Serpiente hablaba en presencia de ellos. Antes, cuando los tres se pusieron a mirarla desde lejos, ella solo había observado. Y murmuraron acerca de su ocupación y juventud. Serpiente sólo escuchó y luego asintió, cuando por fin se acercaron a pedirle ayuda. Pensarían que quizá fuera muda.
El hombre más joven de pelo rubio levantó la caja de cuero de Serpiente. Sostuvo el estuche lejos de su cuerpo, inclinándose para extendérselo, respirando poco profundamente con las ventanas de la nariz ensanchadas al tenue olor almizcleño en el reseco ambiente del desierto. Serpiente casi se había acostumbrado al tipo de intranquilidad que el joven mostraba; ya había visto eso con frecuencia.
Cuando Serpiente extendió el brazo, el joven se apartó bruscamente y dejó caer la caja. Serpiente se abalanzó y la cogió por muy poco, la dejó suavemente en el suelo de fieltro y miró con reproche al hombre. Los compañeros de éste se acercaron a él y lo tocaron para calmarlo.
—Fue mordido una vez —dijo la mujer morena y hermosa—. Casi murió —su tono no era de disculpa, sino de justificación.
—Lo siento —dijo el joven—. Es que...
Señaló en dirección de Serpiente. Estaba temblando, e intentaba en forma visible controlar las reacciones de su miedo. Serpiente bajó la mirada, hacia su hombro, donde había notado inconscientemente el ligero peso y movimiento. Una pequeña culebra, delgada como el dedo de un bebé, se deslizaba alrededor de su cuello para mostrar la reducida cabeza bajo los cortos rizos negros de Serpiente. El animal sondeó el aire con su lengua triaguzada de un modo calmo, afuera, arriba y abajo, adentro, para saborear el gusto de los olores.
—Es solamente Hierba —dijo Serpiente—. No puede haceros daño.
Si hubiera sido mayor, el animal quizás habría asustado; su color era un verde apagado, pero las escamas que rodeaban su boca eran rojas, como si hubiera comido en abundancia igual que un mamífero, despedazando. Hierba era, de hecho, mucho más limpio. El niño lloriqueó. Interrumpió el sonido del dolor; tal vez le habían contado también que Serpiente se ofendería si lloraba. Serpiente sólo sentía pena de que la familia del niño se negara un medio tan simple de calmar el miedo. Dio la espalda a los adultos, lamentando el terror que les provocaba, pero deseosa de no perder el tiempo que costaría convencerlos de que sus reacciones eran injustificadas.
—No te preocupes —dijo al chiquillo—. Hierba es manso, y seco, y blando, y si lo dejo a tu cuidado, sería capaz de quedarse junto a tu lecho hasta la muerte.
Hierba se dejó caer en la mano estrecha y sucia, y Serpiente lo extendió hacia el niño.
—Despacio.
El niño tendió la mano y tocó las suaves escamas con la punta de un dedo. Serpiente percibió el esfuerzo de hasta un movimiento tan simple, aunque el chiquillo casi sonreía.
—¿Cómo te llamas?
El niño miró rápidamente a sus padres, que por fin asintieron.
—Stavin —musitó. No tenía fuerza o aliento para hablar.
—Yo soy Serpiente, Stavin, y dentro de un rato, por la mañana, tendré que hacerte daño. A lo mejor sientes un dolor rápido, y el cuerpo te duele varios días, pero estarás mucho mejor después.
Stavin la miró solemnemente. Serpiente comprendió que, pese a que el niño entendía y temía lo que ella podía hacerle, tenía menos miedo que si le hubiera mentido. El dolor debía de haber aumentado mucho al ir haciéndose más patente su enfermedad, pero al parecer los otros sólo le habían dado confianza, esperanzados en que el mal desaparecería o lo mataría con rapidez.
Serpiente puso a Hierba en el almohadón del niño y acercó más su caja. La cerradura se abrió con su toque. Los adultos todavía podían temer únicamente a Serpiente; no había tiempo ni motivo para encontrar cierta confianza. La mujer de la comunidad era tan madura que jamás podría tener otro hijo, y Serpiente sabía por los ojos de la mujer, por su enternecimiento encubierto, por su preocupación, que amaba mucho a este. Debían amarlo, para recurrir a Serpiente en esta región.
Era de noche y hacía frío. Perezoso, Arena se deslizó fuera de la caja moviendo la cabeza, la lengua, oliendo, probando, detectando la calidez de los cuerpos.
—¿Es esa...?
La voz del compañero de más edad fue débil, y juiciosa, pero aterrada, y Arena percibió el miedo. Se echó hacia atrás en posición de ataque e hizo sonar blandamente su cascabel. Serpiente habló, moviendo la mano, y extendió su brazo. El crótalo se relajó y fluyó una y otra vez alrededor de la delgada muñeca de Serpiente hasta formar brazaletes negros y color canela.
—No —dijo Serpiente—. Tu hijo está demasiado débil para que Arena pueda ayudar. Sé que es difícil, pero por favor, intentad estar calmos. Es algo espantoso para vosotros, pero es todo lo que puedo hacer.
Tuvo que molestar a Niebla para hacerla salir. Golpeó la bolsa y, finalmente, pinchó dos veces al animal. Serpiente sintió la vibración de escamas que se deslizaban, y de pronto la cobra albina se agitó en la tienda. Se movió con rapidez, pero parecía no tener fin. Se irguió y echó hacia atrás. Su respiración afluyó velozmente en un silbido. Su cabeza se alzó más de un metro sobre el suelo. Ensanchó su capuchón. Detrás de ella, los adultos se quedaron boquiabiertos, como asaltados físicamente por la contemplación del espectacular dibujo color tostado en la parte trasera del capuchón de Niebla. Serpiente no hizo caso a los otros y habló a la gran cobra, centrando su atención mediante las palabras. —Ah, tú. Criatura furiosa. Tiéndete. Es hora de que ganes tu cena. Habla a este niño, y tócalo. Se llama Stavin.
Poco a poco, Niebla relajó su capuchón y dejó que Serpiente la tocara. Serpiente la asió con firmeza por detrás de la cabeza, y la sostuvo para que mirara a Stavin. Los ojos plateados de la cobra captaron el amarillo de la luz de la lámpara.
—Stavin —dijo Serpiente—. Niebla sólo va a conocerte ahora. Prometo que esta vez te tocará con suavidad.
Con todo, Stavin se estremeció cuando Niebla tocó su pecho enjuto. Serpiente no soltó la cabeza del animal, pero dejó que su cuerpo se deslizara por el del niño. La cobra era cuatro veces más larga que la altura de Stavin. Se retorció en rígidas curvas blancas a lo largo del hinchado abdomen del chiquillo, extendiéndose, forzando su cabeza hacia la cara del niño, atiesándose contra las manos de Serpiente. Niebla hizo frente a la aterrorizada mirada de Stavin con la penetrante mirada de unos ojos sin párpados. Serpiente la dejó acercarse un poco más.
Niebla sacó la lengua de repente para probar al niño.
El compañero más joven emitió un sonido débil, entrecortado, asustado. Stavin reculó con el ruido, y Niebla se echó hacia atrás, abriendo la boca, exponiendo los dientes, lanzando el aliento por la garganta de un modo audible. Serpiente se sentó sobre los talones, dejando salir su propia respiración. A veces, en otros lugares, los parientes sabían quedarse quietos mientras ella trabajaba.
—Debéis salir —dijo amablemente—. Es peligroso asustar a Niebla.
—Yo no...
—Lo siento. Debéis esperar fuera.
Quizás el hombre más joven, quizás hasta la mujer, habrían expuesto las objeciones insostenibles y formulado las preguntas contestables, pero el hombre de más edad les hizo volverse, los cogió de la mano y los llevó afuera.
—Necesito un animal pequeño —dijo Serpiente mientras el hombre alzaba la tela de la puerta de la tienda—. Debe tener pelo, y debe estar vivo.
—Se encontrará uno —dijo el hombre, y los tres parientes entraron en la noche ardiente.
Serpiente escuchó sus pasos en la arena exterior. Apoyó a Niebla en su regazo y la calmó. La cobra se arrolló en tomo de la estrecha cintura de Serpiente, recogiendo su calor. El hambre ponía a la cobra aún más nerviosa que de costumbre, y tenía hambre, igual que Serpiente. Atravesando el desierto de arena negra, habían encontrado suficiente agua, pero las trampas de Serpiente no tuvieron éxito. La estación era verano, el tiempo era caluroso y muchos de los bocados peludos que Arena y Niebla preferían estaban veraneando. Cuando las serpientes echaron de menos su comida regular, Serpiente empezó también un ayuno.
Vio con pesar que Stavin se encontraba más asustado ahora.
—Lamento mandar fuera a tus padres —dijo—. Pronto podrán volver. Los ojos del niño centellearon, pero contuvo las lágrimas.
—Dijeron que hiciera lo que tú me pidieras.
—Me gustaría que lloraras, si es que puedes —dijo Serpiente—. No es una cosa tan terrible.
Pero Stavin no comprendió, al parecer, y Serpiente no lo presionó. Sabía que su gente se enseñaba a resistir una tierra difícil negándose a llorar, negándose a lamentarse, y se permitían poca alegría, pero sobrevivían. Niebla había calmado el mal humor. Serpiente la desenrolló de su cintura y la puso en el camastro cerca de Stavin. Mientras la cobra se movía, Serpiente iba guiando su cabeza; notaba la tensión de sus músculos de ataque.
—Te tocará con su lengua —explicó a Stavin—. A lo mejor te hace cosquillas, pero no daño. Ella huele con la lengua, como tú lo haces con la nariz.
—¿Con su lengua?
Serpiente asintió, sonriente, y Niebla sacó la lengua de repente para acariciar la mejilla de Stavin. El niño no se acobardó, observaba; el deleite infantil por el conocimiento superaba en el instante su dolor. Estuvo perfectamente inmóvil mientras la larga lengua de Niebla rozaba sus mejillas, sus ojos, su boca.
—Ella prueba la enfermedad —dijo Serpiente.
Niebla dejó de oponerse a la restricción de la mano de Serpiente, y echó la cabeza hacia atrás. Serpiente se sentó en sus talones y soltó a la cobra, que subió en espiral por su brazo y se echó sobre sus hombros.
—Duérmete, Stavin —dijo Serpiente—. Trata de confiar en mí, e intenta no tener miedo a la mañana. Stavin la miró unos segundos, buscando la verdad en los claros ojos de Serpiente.
—¿Hierba vigilará?
Serpiente quedó sorprendida por la pregunta, o más bien por la aceptación que había detrás de la pregunta. Peinó el pelo de la frente del niño y le dedicó una sonrisa que era llanto justo bajo la superficie.
—Naturalmente —levantó a Hierba—. Tú vigilarás a este niño y lo protegerás.
El animal yacía tranquilo en su mano, y los ojos despedían un brillo negro. Serpiente lo puso suavemente en la almohada de Stavin.
—Ahora a dormir.
Stavin cerró los ojos, y la vida dejó de fluir de él. La alteración fue tan grande que Serpiente extendió la mano para tocarlo, pero entonces vio que respiraba, suavemente, no muy profundamente. Apretó una manta alrededor del chiquillo y se levantó. El brusco cambio de posición la mareó; se tambaleó y se contuvo. En torno a sus hombros, Niebla se puso en tensión.
Los ojos de Serpiente sentían picazón y su visión era más aguda de lo normal, febrilmente clara. El sonido que imaginaba escuchar se abalanzaba sobre ella. Se afianzó contra el hambre y el agotamiento, se inclinó lentamente y cogió la caja de cuero. Niebla tocó su mejilla con la punta de la lengua.
Apartó a un lado la tela de la puerta y sintió alivio porque aún fuera de noche. Podía soportar el calor, pero la brillantez del sol serpenteaba en su cuerpo, candente. La luna debía estar en plenilunio; aunque las nubes oscurecían todo, difundían la luz y el cielo aparecía gris de horizonte a horizonte. Más allá de las tiendas, grupos de sombras sin forma se proyectaban desde el suelo. Aquí, cerca del límite del desierto, había bastante agua y crecían grupos y manchas de arbusto, proporcionando cobijo y sustento a todo tipo de criaturas. La arena negra, que chispeaba y cegaba al sol, por la noche era igual que una capa de hollín blando. Serpiente salió de la tienda, y la impresión de blandura desapareció; sus botas se deslizaron y crujieron sobre los granos cortantes y duros.
La familia de Stavin aguardaba sentada en grupo entre las oscuras tiendas que se amontonaban en un cuadro de arena del que los arbustos habían sido arrancados y quemados. Los padres miraron silenciosamente a Serpiente, abrigando esperanzas que no eran visibles por ninguna expresión en sus semblantes, salvo por los ojos. Una mujer algo más joven que la madre de Stavin estaba con ellos. Iba vestida como los otros, con un largo manto suelto, pero llevaba el único adorno que Serpiente había visto entre esta gente: un anillo de guía que pendía de su cuello en una tirita de cuero. La semejanza entre ella y el pariente de más edad de Stavin era evidente por sus similitudes: superficies faciales muy marcadas, pómulos altos, el cabello del hombre blanco y el de la mujer encanecido tempranamente tras haber sido negro intenso, sus ojos de color castaño oscuro más apropiado para sobrevivir bajo el sol. En el suelo, junto a sus pies, un pequeño animal negro daba esporádicas sacudidas a una red y a veces emitía un débil grito agudo.
—Stavin está dormido —dijo Serpiente—. No lo molestéis, pero id a verlo si despierta.
La madre de Stavin y el pariente más joven se levantaron y entraron en la tienda, pero el hombre de más edad se detuvo delante de Serpiente.
—¿Puedes ayudarle?
—Espero que sí. El tumor está avanzado, pero parece sólido —su voz sonaba distante, ligeramente hueca, como si estuviera mintiendo—. Niebla estará lista por la mañana.
Todavía sentía la necesidad de dar seguridad al hombre, pero no se le ocurría nada.
—Mi hermana quería hablar contigo —dijo él, y las dejó solas, sin presentación, sin ennoblecerse diciendo que la mujer alta era el jefe del grupo.
Serpiente miró atrás, pero la tela de la puerta se cerró. Sentía su agotamiento con más intensidad, y sobre sus hombros Niebla era, por primera vez, un peso que notaba pesado.
—¿Estás bien?
Serpiente se volvió. La mujer avanzó hacia ella con una elegancia natural algo entorpecida por el avanzado estado de embarazo. Serpiente tuvo que alzar los ojos para hacer frente a su mirada fija. Tenía pequeñas arrugas finas en los extremos de los ojos, como si riera, a veces, en secreto. Sonrió, aunque con preocupación.
—Pareces muy cansada. ¿Pido que te preparen una cama?
—Ahora no —dijo Serpiente—, aún no. No dormiré hasta después.
La jefa escudriñó su cara, y Serpiente se sintió emparentada con ella en cuanto a la responsabilidad que compartían.
—Creo que te comprendo. ¿Hay algo que podamos ofrecerte? ¿Necesitas ayuda en tus preparativos?
Serpiente se encontró considerando las preguntas como si fueran problemas complejos. Las revolvió en su cansada mente, las examinó, las disecó y finalmente captó sus significados.
—Mi pony necesita comida y agua...
—Están cuidando de él.
—Y yo necesito alguien que me ayude con Niebla. Alguien fuerte. Pero, lo más importante, que no tenga miedo. La jefa asintió.
—Yo te ayudaría —dijo, y volvió a sonreír levemente—. Pero últimamente estoy un poco torpe. Buscaré alguien.
—Gracias.
Sombría otra vez, la mujer de más edad inclinó su cabeza y avanzó con lentitud hacia un pequeño grupo de tiendas. Serpiente la contempló mientras se iba, admirando su donaire. Se sintió pequeña, joven y mugrienta en comparación con ella.
Arena empezó a desenrollarse de su muñeca. Serpiente notó el anunciador deslizamiento de escamas sobre su piel y lo cogió antes de que cayera al suelo. Arena alzó la mitad superior de su cuerpo en las manos de Serpiente. Sacó la lengua, atisbando el animal pequeño, percibiendo su calor corporal, oliendo su miedo.
—Sé que estás hambriento —dijo Serpiente—, pero esa criatura no es para ti. Puso a Arena en la caja, levantó a Niebla de su hombro y permitió que se enroscara en su oscuro compartimiento.
El animal pequeño chilló y volvió a debatirse cuando la sombra difusa de Serpiente pasó sobre él. Ella se inclinó y lo cogió. La rápida serie de gritos de terror aminoró, disminuyó y finalmente cesó cuando Serpiente acarició al animal. Por fin se quedó quieto, respirando con dificultad, exhausto, mirando a Serpiente con ojos amarillentos. Tenía largas patas traseras y orejas amplias y puntiagudas, y su nariz se retorcía ante el olor a reptil. Su pelaje negro y suave estaba marcado con cuadros asimétricos por las cuerdas de la red.
—Lamento quitarte la vida —le explicó Serpiente—. Pero no habrá más temor, y no te haré daño.
Cerró la mano suavemente en torno al animal y, acariciándolo, cogió su espinazo en la base del cráneo. Tiró una vez, con rapidez. La criatura pareció debatirse brevemente, pero ya había muerto. Las patas se apretaron contra el cuerpo en la última convulsión, los dedos se doblaron, temblorosos. Daba la impresión de que miraba fijamente a Serpiente, incluso en ese momento. La mujer liberó el cuerpo de la red.
Serpiente eligió un pequeño frasco de la bolsa de su cinto, forzó las apretadas mandíbulas del animal y dejó caer en la boca una sola gota del turbio preparado del frasco. Abrió rápidamente de nuevo la caja y llamó a Niebla. La cobra salió con lentitud, resbalando por el borde, el capuchón sin abrir, deslizándose por la arena de agudos granos. Sus escamas lechosas recibieron la escasa luz. Olisqueó al animal, fluyó hacia él, lo tocó con la lengua. Durante un momento Serpiente temió que rehusara la carne muerta, pero el cuerpo seguía caliente, aún se retorcía de una manera refleja. Y Niebla tenía mucha hambre.
—Un bocado para ti —habló Serpiente a la cobra: un hábito de la soledad—. Para abrir tu apetito.
Niebla husmeó la bestia, se echó atrás, y atacó, hundiendo sus cortos dientes fijos en el minúsculo cuerpo. Mordió otra vez, vertiendo su reserva de veneno. Soltó el cuerpo, optó por un asimiento mejor y se puso a mover las mandíbulas en torno al animal; apenas distendería su garganta. Cuando Niebla se quedó inmóvil, digiriendo la frugal comida, Serpiente tomó asiento a su lado y la sostuvo, a la espera.
Escuchó pasos en la arena gruesa.
—Me envían para ayudarte.
Era un hombre joven, pese a una pizca de blanco en su cabello negro. Era más alto que Serpiente, y no falto de atractivo. Sus ojos eran oscuros, y los marcados rasgos faciales quedaban más endurecidos debido a que el pelo estaba echado hacia atrás y atado. Su expresión era neutra.
—¿Tienes miedo?
—Haré lo que me digas.
Aunque su figura quedaba oscurecida por el ropaje, sus manos largas y finas mostraban fuerza.
—Entonces sostén su cuerpo, y no permitas que te sorprenda.
Niebla empezaba a retorcerse por efecto de las drogas que Serpiente había puesto en el animal pequeño. Los ojos de la cobra miraban fijamente, sin ver.
—Si muerde...
—¡Sostenla, rápido!
El joven extendió el brazo, pero había dudado demasiado. Niebla hizo una contorsión, y de un coletazo alcanzó la cara del hombre, que retrocedió vacilante, al menos tan sorprendido como dañado. Serpiente mantuvo una cerrada presa tras las mandíbulas de Niebla, y pugnó por apresar también el resto del cuerpo. No era constrictora, pero sí serena, fuerte y rápida. Revolviéndose, el animal forzó su respiración en un largo silbido. Habría mordido cualquier cosa que hubiese alcanzado. Mientras luchaba con ella, Serpiente logró apretar las glándulas del veneno y sacar por la fuerza las últimas gotas, que colgaron de los dientes de Niebla durante un instante, brillando a la luz igual que joyas; la fuerza de las convulsiones de la cobra las arrojaron en la oscuridad. Serpiente peleó con el animal, ayudada una vez por la arena, en la que Niebla no podía obtener apoyo. Serpiente notó que el joven estaba a su espalda, asiendo el cuerpo y la cola de Niebla. El ataque cesó bruscamente, y la cobra quedó lacia en las manos de Serpiente.
—Lo siento...
—Sostenla —dijo Serpiente—. Tenemos la noche por delante.
Durante la segunda convulsión de Niebla, el hombre joven la sostuvo con firmeza y fue, en parte, una auténtica ayuda. Después, Serpiente respondió a su pregunta interrumpida.
—Si estuviera haciendo veneno y te mordiera, probablemente morirías. Su mordedura te pondría enfermo incluso ahora. Pero a menos que hagas alguna tontería, si ella logra morder, sería yo la mordida.
—Muerta o agonizante, poco sería el beneficio que darías a mi primo.
—Has comprendido mal. Niebla no puede matarme.
Serpiente extendió su mano para que él viera las cicatrices blancas de coletazos y pinchaduras. El joven las observó, y miró a Serpiente a los ojos un largo instante, después apartó la mirada.
La mancha brillante de las nubes, desde donde se difundía la luz, se movía hacia el oeste en el cielo. Sostenían a la cobra como a un niño. Serpiente se encontraba medio dormitando, pero cuando Niebla movió la cabeza en un torpe intento de burlar la restricción, la mujer despertó con prontitud.
—No debo dormir —dijo al hombre joven—. Háblame. ¿Cómo te llamas?
Igual que Stavin, el joven vaciló. Parecía temer a Serpiente, o alguna otra cosa.
—Mi gente cree que es imprudencia decir nuestros nombres a los extraños.
—Si me considerarais bruja no habríais pedido mi ayuda. No sé nada de magia, ni afirmo conocerla.
—No es una superstición —dijo él—. No es lo que piensas. No tememos que nos embrujen.
—No puedo aprender todas las costumbres de la gente de esta tierra, así que tengo las mías. Mi costumbre es dirigirme por el nombre a las personas con las que trabajo.
Serpiente contempló al joven, tratando de descifrar su expresión en la penumbra.
—Nuestras familias saben nuestros nombres, e intercambiamos los nombres con nuestros compañeros.
—¿Con nadie más? ¿Nunca?
—Bueno... Un amigo podría conocer el nombre de uno.
—Ah —dijo Serpiente—. Comprendo. Aún soy una extraña, y quizás una enemiga.
—Un amigo sabría mi nombre —dijo otra vez el joven—. No quiero ofenderte, pero ahora eres tú la que comprende mal. Un conocido no es un amigo. Valoramos mucho la amistad.
—En esta tierra se tendría que saber rápidamente si una persona es digna de llamarla ‘amigo’.
—Raramente hacemos amigos. La amistad es un gran compromiso.
—Da la impresión de que fuera algo que temer. El joven consideró esa posibilidad.
—Quizá lo que tememos es la traición de la amistad. Eso es algo muy penoso.
—¿Alguna vez te ha traicionado alguien? El joven la miró en una forma cortante, como si ella hubiera excedido los límites de la corrección.
—No —dijo, y su voz fue tan dura como su cara—. Ningún amigo. No hay nadie al que llame amigo. Su reacción asombró a Serpiente.
—Eso es muy triste —dijo ella, y guardó silencio; intentaba comprender las profundas tensiones capaces de introvertir a las personas hasta ese punto, comparando su soledad forzosa con la soledad voluntaria de ellos.
—Llámame Serpiente —dijo por fin—, si es que te atreves a pronunciarlo. Decir mi nombre no te ata a nada.
El joven pareció estar a punto de hablar; quizá volvía a pensar que había ofendido a la mujer, quizá sentía que debía defender más sus costumbres. Pero Niebla empezó a retorcerse en las manos de ambos, y tuvieron que sostenerla para evitar que se hiciera daño. La cobra era delgada para su longitud, pero poderosa, y las convulsiones que sufría eran más graves que ninguna otra de las anteriores. Se revolvió en el abrazo de Serpiente, y casi se soltó de un tirón. Intentó extender el capuchón, pero la mujer también lo apretaba fuertemente. Abrió la boca y silbó, pero ningún veneno goteó de sus dientes.
Enrolló la cola alrededor de la cintura del joven. El hombre empezó a tirar de ella y dar vueltas, para desenmarañarse de las espirales.
—No es una constrictora —dijo Serpiente—. No te hará daño. Deja que...
Pero era demasiado tarde. Niebla se calmó de repente y el joven perdió el equilibrio. La cobra se soltó en un latigazo y su agitación trazó figuras en la arena. Serpiente luchó sola con ella mientras el joven intentaba cogerla, pero Niebla se enroscó en Serpiente y usó la agarradura a modo de palanca. Empezó a soltarse de las manos de Serpiente, que echó ambas manos hacia atrás, hacia la arena; Niebla se elevó por encima de ella, con la boca abierta, furiosa, silbando. El joven arremetió contra ella y la cogió justo por debajo del capuchón. Niebla lo atacó, pero Serpiente, sin saber cómo, la contuvo. Los dos juntos privaron a Niebla de su apoyo y recuperaron el control de la cobra. Serpiente se levantó con gran trabajo, pero de pronto Niebla se quedó muy quieta y casi rígida entre ellos. Ambos sudaban; el joven estaba pálido por debajo de su color tostado, y hasta Serpiente temblaba.
—Tenemos un rato para descansar —dijo Serpiente.
Miró al joven y reparó en la línea oscura de su mejilla donde antes la cola de Niebla lo había azotado. Extendió una mano y tocó la herida.
—Tendrás una magulladura —dijo—. Pero no dejará cicatriz.
—Si fuera cierto eso, que las serpientes pican con la cola, podrías sujetar los dientes y el aguijón, y yo sería de poca utilidad.
—Esta noche necesito alguien que me mantenga despierta, tanto si me ayuda con Niebla como si no.
Pelear con la cobra producía adrenalina, pero ahora disminuía, y el agotamiento y el hambre de Serpiente regresaban, más fuertes.
—Serpiente...
—¿Sí?
El joven sonrió, precipitadamente, medio avergonzado.
—Estaba probando la pronunciación.
—Bastante buena.
—¿Cuánto te costó atravesar el desierto?
—No mucho. Demasiado. Seis días.
—¿Cómo vivías? —Hay agua. Viajamos por la noche, excepto ayer, que no pude encontrar una sola sombra.
—¿Tú llevabas toda la comida? Serpiente hizo un gesto de indiferencia.
—Un poco —y deseó que cambiaran el tema.
—¿Qué hay del otro lado?
—Montañas. Ríos. Algunos grupos de gente, comerciantes, el sitio donde crecí y me instruyeron. Y más lejos, otro desierto y una montaña con una ciudad dentro.
—Me gustaría ver una ciudad. Algún día.
—El desierto puede atravesarse.
El no dijo nada, pero los recuerdos de Serpiente sobre su abandono del hogar eran tan recientes que pudo imaginarse los pensamientos del joven.
Llegó la siguiente serie de convulsiones, mucho antes de lo que Serpiente esperaba. Por su gravedad, Serpiente apreció la fase de enfermedad de Stavin, y deseó que llegara la mañana. Si el niño se perdía, al menos habría acabado, y se afligiría e intentaría olvidar. La cobra se habría golpeado hasta la muerte contra la arena si Serpiente y el joven no hubieran estado sosteniéndola. De repente quedó completamente rígida, con la boca cerrada firmemente y la lengua bífida colgando.
Niebla dejó de respirar.
—Sostenla —dijo Serpiente—. Sostén su cabeza. Rápido, cógela, y si se suelta, corre. ¡Cógela! No te atacará ahora, sólo pudo darte un coletazo por accidente.
El joven dudó sólo un momento, después cogió a Niebla por detrás de la cabeza. Serpiente corrió, resbalando en la abundante arena, desde el borde del círculo de tiendas hasta un lugar donde aún crecían arbustos. Arrancó unas ramas secas y espinosas que desgarraron sus manos llenas de cicatrices. En las cercanías vio una masa de víboras cornudas, tan horribles que parecían deformadas, anidadas bajo el montón de vegetación reseca. Las víboras le silbaron; Serpiente no les hizo caso. Encontró un tallo hueco y estrecho y se lo llevó. Sus manos sangraban por culpa de los profundos arañazos.
Arrodillada junto a la cabeza de Niebla, forzó la boca de la cobra hasta abrirla y metió el tubo en la garganta a gran profundidad, a través del paso de aire en la base de la lengua de Niebla. Se inclinó para acercarse más, cogió el tubo con la boca y sopló suavemente en los pulmones del animal.
Serpiente reparó en: las manos del joven, sosteniendo a la cobra tal como ella le había pedido; la respiración del joven, primero un agudo jadeo de sorpresa, después irregular; la arena que raspaba sus codos en el punto donde los apoyaba; el olor empalagoso del fluido que rezumaba de los dientes de Niebla; su propio mareo, que ella creía producto del agotamiento, idea que se esforzó en apartar por necesidad y fuerza de voluntad.
Serpiente sopló suavemente, y luego una vez más. Hizo una pausa, y repitió hasta que Niebla adoptó el ritmo y lo continuó sin ayuda. Serpiente se recostó sobre sus talones.
—Creo que se pondrá bien —dijo—. Espero que sea así.
Pasó el dorso de la mano por su frente. El contacto produjo chispas de dolor. Bajó la mano bruscamente y la agonía se deslizó por sus huesos, subió por su brazo, cruzó su espalda, su pecho, envolvió su corazón. Su equilibrio invirtió el eje. Cayó, intentó agarrarse, pero lo hizo con demasiada lentitud, combatió las náuseas y el vértigo y casi lo había logrado, pero la atracción de la tierra pareció escabullirse en dolor y Serpiente se perdió en la oscuridad sin nada para determinar el rumbo.
Notó arena en los puntos donde ésta la había arañado la mejilla y las palmas, pero era arena blanda.
—Serpiente, ¿puedo soltar? Pensó que la pregunta iba a otra persona, pero al mismo tiempo sabía que no había nadie más para responderla, nadie más para replicar en su nombre. Sintió manos sobre ella, y eran manos amables; quiso responder a ellas, pero estaba demasiado fatigada. Necesitaba dormir más, así que apartó las manos. Pero las manos sostuvieron su cabeza y pusieron un pellejo seco en sus labios y vertieron agua en su garganta. Tosió y se atragantó y escupió el agua.
Se irguió sobre un codo. Cuando su vista aclaró, se dio cuenta de que temblaba. Se sentía igual que la primera vez que una serpiente la había mordido, antes de que sus inmunizaciones se hubiesen completado. El hombre estaba arrodillado a su lado, su frasco de agua en la mano. Niebla, detrás de él, reptaba hacia la oscuridad. Serpiente olvidó el dolor vibrante.
—¡Niebla!
Dio palmadas en el suelo. El joven reculó y se volvió, asustado; el reptil echó la cabeza hacia atrás, balanceándose, observando, colérico, listo para atacar. Formaba una oscilante línea blanca sobre fondo negro. Serpiente se obligó a levantarse, sintiendo como si tanteara torpemente el control de algún cuerpo desconocido. Estuvo a punto de volver a caer, pero se mantuvo firme.
—Ahora no debes ir de caza —dijo—. Tienes trabajo que hacer.
Extendió la mano derecha hacia un lado, un señuelo, para atraer a Niebla si atacaba. Su mano estaba preñada de dolor. Serpiente temía no tanto la mordedura como la pérdida del contenido de las bolsas de veneno de Niebla.
—Ven aquí —dijo—. Ven aquí y aguanta tu hambre.
Vio sangre que fluía entre sus dedos, y el temor que sentía por Stavin se intensificó.
—¿Acaso me has mordido, criatura?
Pero el dolor no era el característico: el veneno la atontaría y el nuevo suero sólo picaba...
—No —murmuró el joven detrás de ella.
Niebla atacó. Los reflejos de un entrenamiento prolongado actuaron. La mano derecha de Serpiente se apartó de un tirón, la mano izquierda cogió a Niebla cuando echó atrás la cabeza. La cobra se revolvió un momento, y se calmó.
—Bestia tortuosa —dijo Serpiente—. ¡Qué vergüenza!
Se volvió y dejó que Niebla reptara por su brazo y su hombro, donde se quedó como el contorno de una capa invisible y arrastró el rabo como la cola de un traje.
—¿No me ha mordido?
—No —dijo el joven; en su voz había un matiz de admiración temerosa—. Estarías retorciéndote, agonizante, con el brazo hinchado y púrpura. Cuando volviste... —señaló la mano de Serpiente—. Habrá sido una víbora de los arbustos.
Serpiente recordó la maraña de reptiles bajo las ramas, y tocó la sangre de su mano. La enjugó, poniendo en descubierto el doble pinchazo de una mordedura de serpiente entre los arañazos de las espinas. La herida estaba ligeramente hinchada.
—Necesita limpieza —dijo—. Me avergüenzo de caer en eso.
El dolor de la herida flotó en suaves olas brazo arriba, y dejó de arder. Serpiente se levantó mirando al joven, a su alrededor, observando la variación y el cambio de la vista conforme sus ojos fatigados trataban de arreglárselas con la escasa luz de la luna que se ponía y el falso amanecer.
—Has sostenido bien a Niebla, y bravamente —dijo al joven—. Te doy las gracias.
El bajó la mirada, casi inclinado ante Serpiente. Se levantó y se acercó a la mujer. Serpiente puso suavemente la mano en el cuello de Niebla para que no se alarmara. —Me sentiría honrado si me llamaras Arevin —dijo el joven.
—Me complacerá hacerlo.
Serpiente se arrodilló y sostuvo las sinuosas vueltas blancas mientras Niebla se arrastraba lentamente hacia su compartimiento. Al cabo de un rato, cuando Niebla se hubiera estabilizado, al amanecer, podrían ir con Stavin.
La punta de la blanca cola de Niebla se deslizó fuera de la vista. Serpiente cerró la caja y se habría levantado, pero no pudo. Aún no se había repuesto de los efectos del nuevo veneno. La carne en torno a la herida estaba roja y tierna, pero la hemorragia no se extendería. Serpiente se quedó donde estaba, repantigada, mirando fijamente su mano, arrastrándose lentamente en pensamiento hacia lo que precisaba hacer, esta vez para ella misma.
—Déjame ayudarte. Por favor —el joven tocó el hombro de Serpiente y le ayudó a levantarse.
—Lo siento —dijo ella—. Estoy tan necesitada de descanso...
—Déjame que lave tu herida —dijo Arevin—. Y luego podrás dormir. Dime cuándo debo despertarte...
—Todavía no puedo dormir —se recobró, se enderezó, apartó de su frente los húmedos rizos de su pelo corto—. Ahora estoy bien. ¿Tienes un poco de agua?
Arevin aflojó su ropaje externo. Debajo llevaba un taparrabos y un cinto de cuero con varios frascos y bolsas también de cuero. Su cuerpo era enjuto y bien formado, sus piernas largas y musculosas. El color de la piel era ligeramente más claro que el moreno oscurecido por el sol de su cara. Sacó su frasco de agua y buscó la mano de Serpiente.
—No, Arevin. Si el veneno entrara en cualquier pequeño rasguño que tuvieras, podrías infectarte.
Serpiente se sentó y regó su mano con agua tibia. El agua goteó rosada hasta el suelo y desapareció, no dejó siquiera una mancha de humedad visible. La herida sangró un poco más, pero ahora sólo dolía.
El veneno estaba casi inactivo.
—No comprendo cómo estás ilesa —dijo Arevin—. Mi hermana menor fue mordida por una víbora de los arbustos —no podía hablar tan despreocupadamente como habría deseado—. No pudimos hacer nada por salvarla... Lo que teníamos ni siquiera disminuyó su dolor.
Serpiente le dio el frasco y frotó un ungüento de otro frasco que llevaba en la bolsa del cinto sobre los pinchazos que ya se cerraban.
—Es parte de nuestra preparación —dijo—. Trabajamos con muchas especies de serpientes, porque debemos inmunizamos a tantas como sea posible —hizo un gesto de indiferencia—. El proceso es tedioso y algo doloroso.
Apretó el puño; la película resistió, y Serpiente se sintió segura. Se inclinó hacia Arevin y tocó otra vez la escarada mejilla.
—Sí —extendió una delgada capa de ungüento sobre la herida—. Esto ayudará a que cure...
—Si no puedes dormir —dijo Arevin—, ¿podrás al menos descansar?
—Sí —dijo ella—. Un ratito.
Serpiente se sentó junto a Arevin, apoyada en él, y contemplaron cómo el sol convertía las nubes en oro, fuego y ámbar. El simple contacto físico con otro ser humano dio placer a Serpiente, aunque le pareció insatisfactorio. En otra ocasión, en otro lugar, podría hacer algo más, pero aquí no, ahora no. Cuando el borde inferior de la brillante mancha del sol ascendió por encima del horizonte, Serpiente se levantó y molestó a Niebla para que saliera de la caja. La cobra surgió lenta, débilmente, y reptó por los hombros de Serpiente. Esta cogió la caja, y junto con Arevin caminaron de nuevo hacia el pequeño grupo de tiendas.
Los parientes de Stavin aguardaban; estaban atentos a Serpiente, justo al otro lado de la entrada de su tienda. Permanecían en un grupo apretado, defensivo, silencioso. Durante un momento Serpiente creyó que habían decidido despedirla. Luego, con pena y miedo como hierro candente en su boca, preguntó si Stavin había muerto. Negaron con sus cabezas, y la dejaron entrar.
Stavin se encontraba tal como lo habían dejado, todavía dormido. Los adultos siguieron a Serpiente con la mirada, y ella olió miedo. Niebla sacó la lengua, nerviosa por el riesgo implícito.
—Sé que os quedaríais —dijo Serpiente—. Sé que ayudaríais, si pudierais, pero nadie puede hacer nada, excepto yo. Por favor, volved afuera.
Se miraron unos a otros, y miraron a Arevin. Por un instante, Serpiente creyó que se negarían. Ella deseaba caer en el silencio y el sueño.
—Vamos, primos —dijo Arevin—. Estamos en sus manos.
Abrió la tela de la puerta para indicarles que salieran. Serpiente le agradeció apenas con una mirada breve, y Arevin tal vez estuvo a punto de sonreír. Serpiente se volvió hacia Stavin y se arrodilló junto a él.
—Stavin...
Serpiente tocó la frente del niño; estaba muy caliente. Notó que su mano estaba más floja que antes. El ligero contacto despertó al niño.
—Es la hora —dijo Serpiente.
Stavin parpadeó, como si emergiera de algún sueño infantil. Y vio a Serpiente, la reconoció lentamente. No parecía asustado. Serpiente se alegró de eso; pero estaba intranquila por algún otro motivo que no podía determinar.
—¿Eso dolerá?
—¿Tienes dolor ahora?
Stavin vaciló, apartó la mirada, volvió a mirar.
—Sí.
—Podría doler un poco más. Espero que no. ¿Estás listo?
—¿Puede quedarse Hierba?
—Naturalmente —dijo Serpiente. Y entonces se dio cuenta de lo que fallaba—. Volveré en un momento.
Su voz había cambiado tanto, la había forzado tanto, que no pudo evitar que el chiquillo se asustara. Salió de la tienda caminando lenta, tranquilamente, conteniéndose. Fuera, los parientes le dijeron con sus caras qué cosa habían temido.
—¿Dónde está Hierba?
Arevin, de espaldas a ella, se sorprendió por el tono de Serpiente. El hombre de cabello cano emitió un débil sonido de pesadumbre, y no pudo seguir mirando a Serpiente.
—Tuvimos miedo —dijo el pariente de más edad—. Creímos que mordería al niño.
—Yo pensé que lo haría. Fui yo. Se arrastraba por su cara, le veía los dientes...
La madre de Stavin puso las manos en los hombros de su compañero más joven, y éste no agregó nada más.
—¿Dónde está? —Serpiente quería gritar; pero no lo hizo. Trajeron una pequeña caja abierta. Serpiente la cogió y miró el interior. Hierba yacía casi partido en dos, sus entrañas manando de su cuerpo, medio encogido, y mientras Serpiente observaba, temblorosa, el animal se agitó una vez, sacó la lengua y la escondió. Serpiente emitió cierto sonido, demasiado grave en su garganta para ser un grito. Confiaba en que los movimientos de Hierba hubieran sido reflejos, pero lo levantó con tanta suavidad como pudo. Se inclinó y llevó los labios a las lisas escamas verdes de la parte posterior de la cabeza del animal. Lo mordió rápida e intensamente en la base del cráneo. La sangre de Hierba manó fría y salada en la boca de Serpiente. Si no estaba muerto, ella lo había matado instantáneamente.
Miró a los padres y a Arevin; todos estaban pálidos, pero ella no tenía simpatía alguna por el temor de ellos, y nada le importaba la pena compartida.
—Una criatura tan pequeña... Una criatura tan pequeña, que sólo podía proporcionar placer y sueños —dijo. Los miró un instante más, y se volvió otra vez hacia la tienda.
—Espera...
Serpiente oyó que el pariente de más edad se acercaba detrás de ella. El hombre tocó su hombro; Serpiente se sacudió para librarse de la mano.
—Te daremos todo lo que quieras, pero deja en paz al niño. Serpiente se volvió hacia él, furiosa.
—¿Iba a matar a Stavin por vuestra estupidez, acaso?
El hombre parecía estar a punto de intentar sujetarla. Serpiente apretó con fuerza el hombro en el estómago del individuo, y se precipitó hacia el otro lado de la puerta de la tienda. En el interior, dio una patada a la caja. Bruscamente despertado, e irritado, Arena se arrastró afuera y se enroscó. Cuando alguien trató de entrar, Arena silbó e hizo sonar el cascabel con una violencia que Serpiente jamás le había oído. Ella ni siquiera se preocupó por mirar a su espalda. Inclinó a un lado la cabeza y enjugó sus lágrimas en la manga antes de que Stavin las viera. Se arrodilló junto al niño.
—¿Qué ocurre? —Stavin no pudo evitar oír las voces en el exterior de la tienda, y la corrida.
—Nada, Stavin —dijo Serpiente—. ¿Sabías que llegamos atravesando el desierto?
—No —dijo él con asombro.
—Hacía mucho calor, y ninguno de nosotros tenía nada para comer. Hierba está cazando ahora. Tenía mucha hambre. ¿Querrás perdonarlo y dejarme empezar? Yo estaré aquí todo el rato.
Stavin tenía un aspecto tan cansado... Estaba desilusionado, pero no tenía fuerzas para discutir.
—De acuerdo —su voz susurró como arena que resbala entre los dedos.
Serpiente alzó a Niebla de sus hombros, y apartó la manta del pequeño cuerpo de Stavin. El tumor presionaba bajo la caja torácica y deformaba al niño, estrujando sus órganos vitales, sorbiéndole alimentación para su crecimiento, envenenándole con sus desechos. Sosteniendo la cabeza de Niebla, Serpiente dejó que el animal fluyera por el cuerpo del niño, tocándolo y probándolo. Tuvo que sujetar a la cobra para evitar que atacara; la excitación la había agitado. Cuando Arena usaba su cascabel, las vibraciones hacían retroceder a Niebla. Serpiente la acarició para calmarla; las respuestas adiestradas y fijadas empezaron a volver, superando los instintos naturales. Niebla se detuvo cuando su lengua tocó ligeramente la piel por encima del tumor, y Serpiente la soltó.
La cobra se echó atrás y atacó. Mordió como muerden las cobras, hundiendo una vez la corta longitud de sus dientes, soltando, mordiendo de nuevo al instante para tener un mejor apoyo, bien agarrada, masticando su presa. Stavin gritó, pero no se movió contra las manos de Serpiente que lo sujetaban.
Niebla gastó el contenido de sus bolsas de veneno en el niño, y lo soltó. Se echó hacia atrás, atisbó a su alrededor, recogió el capuchón, y se deslizó por las esteras en una línea perfectamente recta en dirección a su oscuro compartimiento.
—Está hecho, Stavin.
—¿Me moriré ahora?
—No —dijo Serpiente—. Ahora no, no por muchos años, espero —sacó un frasco de polvos de la bolsa de su cinto—. Abre la boca. Stavin obedeció, y Serpiente roció los polvos por su lengua.
—Eso servirá para el dolor.
Serpiente extendió un trozo de ropa por la serie de pinchazos poco profundos, sin enjugar la sangre. Se alejó de Stavin.
—Serpiente... ¿Vas a marcharte?
—No me marcharé sin decirte adiós. Lo prometo.
El niño se recostó, cerró los ojos, y dejó que la droga se adueñara de él.
Arena se enrolló tranquilamente en la oscura estera. Serpiente golpeó el suelo para llamarlo. El animal fue hacia ella, y toleró ser vuelto a colocar en la caja. Serpiente la cerró, la levantó; aún parecía vacía. Oyó ruidos fuera de la tienda. Los parientes de Stavin y la gente que había acudido a ayudarles abrieron la puerta de un tirón y atisbaron el interior, lanzando bastones aun antes de mirar.
Serpiente dejó en el suelo la caja de cuero.
—Ya está hecho.
Entraron. Arevin también estaba con ellos; pero llevaba las manos vacías.
—Serpiente...
Habló sumido en pesadumbre, pena y confusión, y Serpiente no supo qué pensaba. Arevin se volvió. La madre de Stavin se hallaba justo detrás de él. La cogió por el hombro.
—Habría muerto sin ella. Suceda lo que suceda ahora, él habría muerto. La mujer apartó la mano con un sacudimiento.
—Podría haber vivido. La enfermedad podía desaparecer. Nosotros... No pudo hablar más por culpa del llanto que retenía.
Serpiente notó que la gente se movía, la rodeaba. Arevin dio un paso hacia ella y se detuvo, y Serpiente pudo ver que él deseaba que se defendiera.
—¿Alguno de vosotros es capaz de llorar? —preguntó—. ¿Alguno de vosotros puede llorar por mí y mi desesperación, o por ellos y su culpa, o por cosas pequeñas y su dolor? —notó que las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
No le comprendían; estaban ofendidos por sus gritos. Se contuvieron, aún más temerosos de ella, pero se recobraron. Serpiente ya no necesitaba la pose de tranquilidad que había adoptado para engañar al niño.
—Ah, locos —su voz sonó quebradiza—. Stavin... Luz procedente de la entrada cayó sobre el grupo.
—Dejadme pasar.
La gente que estaba frente a Serpiente se apartó a un lado al paso de su jefa. La mujer se detuvo delante de Serpiente, sin hacer caso de la caja que su pie casi tocaba.
—¿Vivirá Stavin? —su voz era apacible, tranquila, suave.
—No puedo asegurarlo —respondió Serpiente—, pero creo que sí.
—Dejadnos.
La gente comprendió las palabras de Serpiente antes de comprender las de su jefa; miraron alrededor y bajaron sus armas, y por fin, uno a uno, salieron de la tienda. Arevin se quedó. Serpiente sintió la fuerza que surgía del peligro que se filtraba de ella. Sus rodillas se doblaron. Se inclinó sobre la caja con la cara entre las manos. La mujer de más edad se arrodilló delante de ella, antes de que Serpiente pudiera darse cuenta e impedirlo.
—Gracias —dijo—. Gracias. Estoy tan apenada...
Pasó los brazos en torno a Serpiente y la atrajo hacia ella, y Arevin se arrodilló al lado de las dos mujeres, y también abrazó a Serpiente, que empezaba a temblar de nuevo. Ellos la sostuvieron mientras lloraba.
Serpiente durmió después, agotada, a solas en la tienda con Stavin, sosteniendo su mano. La gente había capturado animales pequeños para Arena y Niebla. A Serpiente le habían dado comida, y provisiones, y agua suficiente para que se bañara, aunque lo último debió de haber excedido los recursos públicos. Al despertar, Arevin dormía cerca de ella, su ropaje abierto al calor, un brillo de sudor en su pecho y abdomen. La severidad de su expresión desaparecía cuando dormía; tenía aspecto agotado y vulnerable. Serpiente casi lo despertó, pero se detuvo, sacudió la cabeza, y se volvió hacia Stavin.
Palpó el tumor, y descubrió que había empezado a disolverse, a secarse, a morir, conforme lo afectaba el veneno cambiado de Niebla. Pese a su pena, Serpiente sintió un poco de dicha. Apartó el apagado pelo de la cara del niño.
—No volvería a mentirte, pequeño —musitó—, pero debo partir pronto. No puedo quedarme aquí.
Deseaba dormir otros tres días para acabar de vencer los efectos del veneno de la víbora del arbusto, pero ya dormiría en algún otro sitio.
—Stavin...
El niño se despertó a medias.
—Ya no duele —dijo.
—Me alegro.
—Gracias...
—Adiós, Stavin. ¿Recordarás después de despertar que yo me quedé para decirte adiós?
—Adiós. Adiós, Serpiente. Adiós, Hierba —dijo el niño, flotando en el sueño otra vez. Y cerró los ojos.
Serpiente cogió la caja y se puso de pie mientras miraba a Arevin. El joven no se agitó. Medio agradecida, medio apesadumbrada, Serpiente salió de la tienda.
El crepúsculo se acercaba con sombras alargadas, uniformes; el campamento estaba caluroso y tranquilo. Serpiente encontró a su pony rayado como un tigre, atado, con agua y comida. Pellejos nuevos de agua, llenos, sobresalían del suelo junto a la silla, y ropa para el desierto yacía en la perilla, aunque Serpiente había rehusado todo tipo de pago. El pony-tigre relinchó a Serpiente. La mujer rascó las orejas rayadas del animal, lo ensilló y ató sus pertrechos en la grupa. Llevando de las riendas al pony, Serpiente partió hacia el este, el camino por donde había venido.
—Serpiente...
Tomó aliento, y se volvió hacia Arevin. El joven estaba frente al sol, que volvía rojiza su piel y escarlata su ropa. Su cabello jaspeado fluía suelto hasta los hombros y ablandaba su cara.
—¿Debes irte?
—Sí.
—Esperaba que no te irías antes de... Esperaba que te quedaras, algún tiempo...
—Si las cosas fueran distintas, podría haberme quedado.
—Ellos estaban espantados... —Les había explicado que Hierba no podía hacerle daño, pero vieron sus dientes y no supieron que él sólo podía causar sueños y calmar la agonía.
—¿Pero no puedes perdonarlos?
—No puedo enfrentarme a su culpa. Lo que hicieron fue por mi culpa, Arevin. No los comprendí hasta que fue demasiado tarde.
—Tú misma lo dijiste, no puedes conocer todas las costumbres y todos los temores.
—Estoy incapacitada —dijo Serpiente—. Sin Hierba, si no puedo curar a una persona, no puedo ayudar nada. Debo volver a casa y enfrentarme a mis maestros, y confiar en que perdonen mi estupidez. Raramente conceden el nombre que yo tengo, pero me lo concedieron a mí... Tendrán una desilusión.
—Déjame ir contigo.
Ella lo deseaba; vaciló, y se maldijo por esa debilidad.
—Tal vez cojan a Niebla y Arena y me echen fuera, y tú también serías echado. Quédate aquí, Arevin.
—Eso no importaría.
—Importaría. Al cabo de un tiempo nos odiaríamos uno al otro. No te conozco, y tú no me conoces. Necesitamos tranquilidad, y silencio, y tiempo para comprendernos bien.
Arevin se le acercó, pasó los brazos alrededor de ella y permanecieron abrazados un momento. Cuando él levantó la cabeza, había lágrimas en sus mejillas.
—Por favor, regresa —dijo—. Suceda lo que suceda, por favor, regresa.
—Trataré —dijo Serpiente—. La primavera próxima, cuando los vientos cesen, búscame. La primavera siguiente a esa, si no he venido, olvídame. Esté donde esté. Y si vivo, te olvidaré.
—Te buscaré —dijo Arevin, y no quería prometer más.
Serpiente cogió las riendas de su pony, e inició la travesía del desierto.
Fin