NUNCA VISITES MALADONNY (Elsa Bornemann)
Publicado en
diciembre 22, 2013
Casi todos los pueblos encierran en su historia hechos extraordinarios, inexplicables, de esos que —con el correr de los años— van transmitiéndose de padres a hijos, de hijos a nietos, como si no hubiesen sucedido realmente, como si fueran cuentos fantásticos.
Casi todos los pueblos guardan en su memoria incluso lo que no les gusta recordar.
Maladonny también. Y fue un ocasional compañero de viaje en un tren londinense, el que me refirió este episodio que ahora voy a contarte como si no hubiera sucedido realmente, como si fuera un cuento fantástico...
Timothy Orwell era un muchacho de trece años parecidos a los de cualquier otro muchacho. Vivía con sus padres; Cecil —su hermana veinteañera— y sus tíos Wanda y Oliver, en una casona de los suburbios de Maladonny.
Iba a la escuela; durante los fines de semana practicaba rugby en un club próximo a su domicilio y tocaba el saxo toda vez que podía, especialmente en los cumpleaños de sus amigos.
Ah, también le encantaba jugar inacabables partidas de ajedrez con Allyson, una de sus compañeras de curso, aunque —habitualmente— ella le ganara. ¡Es que a Timothy le resultaba dificilísimo concentrarse en el juego, silenciosamente enamorado como estaba de esa jovencita!
Como verás, nada sorprendente hasta este punto de mi relato.
Pero continúa. Lamentablemente, continúa.
Una tarde —a la salida de la escuela y durante la caminata hacia su casa— Timothy Orwell se cruzó con el matrimonio Brown, viejos vecinos de Maladonny.
Los vecinos no respondieron al cordial saludo de Timothy. Se limitaron a mirarlo como si fuera la primera vez. en sus vidas que veían al hijo menor de los Orwell y siguieron su andar, sin prestarle demasiada atención.
—Raro — pensó Tim, pero no le dio demasiada importancia.
—Si algún vecino no responde a tu saludo, no supongas que te tiene ojeriza —le había dicho su madre, una vez—. Seguramente, se debe a que está muy encerrado en sus propios pensamientos. No hay que preocuparse por eso. Vaya a saberse qué problema puede estar distrayéndolo...
Por lo que Tim conocía con respecto a los Brown, los viejos esposos tenían bastantes problemas. De salud, de soledad, económicos...
El muchacho prosiguió su marcha.
Unos minutos después, la señora Farrell con sus dos hijos se le aparecía en la dirección contraria. Varios metros detrás, las hermanas O'Hara y —atravesando la calle como si fuera a su encuentro— el pastor Johnson.
Generalmente, Tim se encontraba —por casualidad— con aquellos vecinos cuando volvía de la escuela y coincidía con ellos en el horario de su caminata: la señora Farrell llevaba a sus hijos a coro; las hermanas O'Hara hacían las compras y para el pastor Johnson era la hora de reunión diaria con un grupo de feligreses.
—Buenas tardes, señora.
—Buenas tardes, señoritas.
—Buenas tardes, reverendo.
Tim saludó a todos como de costumbre, a medida que se los iba cruzando en la vereda.
El muchacho empezó a inquietarse cuando —tras haber saludado al pastor Johnson— éste tampoco demostró reconocerlo, lo mismo que los demás momentos antes.
Tim se dio vuelta y —después de contemplarlo unos instantes, desconcertado— le corrió detrás, llamándolo.
—¡Pastor Johnson! ¡Pastor Johnson!
El pastor se detuvo y se volvió hacia Timothy. Fue con un movimiento de cejas como contestó el llamado, al arquearlas. Con esa manera muda con que —a veces— se pregunta al otro:
—¿Qué desea?
Tim se le acercó, de sonrisa y mano extendida. El hombre se la estrechó y le dijo:
—Bien, gracias —a la pregunta del muchacho acerca de qué tal estaba, pero mirándolo como a un extraño del que no se logra recordar el nombre ni el rostro siquiera. De inmediato, lo interrogó:
—¿En qué puedo servirte?
—Pero, reverendo, ¿cómo es posible que no me reconozca? ¡Soy Timothy Orwell, de aquí, de Malladonny! Desde chiquito que todos los domingos voy al oficio religioso con mi familia... a su templo... y...
—Lo lamento, muchacho, pero estarás confundido. Yo jamás te vi antes en nuestro pueblo. Y ahora... Estoy apurado, ¿eh?
El pastor controló la hora en su pequeño reloj —que le colgaba de una cadena— la comparó con la que señalaba el enorme de la torre cercana y se despidió del muchacho sin hacer ningún otro comentario.
Tim se quedó perplejo. ¿Qué estaba sucediendo?
Nervioso, recorrió —a la carrerita— la cuadra que aún lo separaba de su domicilio. Estaba ansioso por contarle a su madre todo ese episodio del desconocimiento de los demás, que lo había tenido por involuntario protagonista. ¿Se habría desatado una epidemia de falta de memoria en Maladonny?
Al llegar a la puerta de su casa suspiró aliviado. Enseguida, tocó el timbre. Le extrañó no oír los ladridos de Tony y Zara a modo de bienvenida.
Pulsó nuevamente el timbre y —nuevamente— el silencio. Recién cuando apretó su dedo al timbre —decidido a no soltarlo hasta que alguien respondiera a su llamado— una voz le respondió.
Era una voz femenina que Tim no conocía:
—¡Ya va! ¡Ya va! ¡Tanto timbrazo!
Rápidamente, la puerta de la casa se abrió y una mujer que Tim no había visto nunca salió a recibirlo.
—¡No hacía falta tanto timbrazo! ¿Qué pasa, jovencito?
La puerta entreabierta permitió que parte del amplio hall de entrada quedara al descubierto.
Al borde del llanto, Tim observó —entonces— que ni los muebles ni los cuadros ni los sillones ni. las cortinas eran los de su casa.
—¿Quién es usted, señora? ¿Dónde está mi familia? ¿Qué sucedió? ¿Y mis perros? ¿Quién es usted? ¿QUIÉN ES USTED?— se puso a gritar, entonces, a la par que la mujer intentaba sujetarlo para que no entrara a la casa, enloquecido como parecía.
—¿En? ¿Qué significa este ataque? ¡Charlie! —llamó entonces.
La mujer parecía muy asustada.
Enseguida, un hombre tan extraño para Tim como aquella mujer, estuvo a su lado.
En un momento, sujetó con fuerza al muchacho mientras le decía:
—Calma, tranquilo, ¿qué te está pasando?
Ante semejante griterío, algunas personas salieron de las casas linderas.
Tim reconoció a sus vecinos de siempre.
—¡Señora Molly! ¡Señor Peter! IMickey! —exclamó entonces, desesperado—. Esta gente... ¿Dónde está mi familia, señor Peter? ¡Ayúdeme, señora Molly, por favor!¡Mickey! ¿No te das cuenta de que soy yo, tu amigo Timothy?
Los tres vecinos lo contemplaban con la misma extrañeza que la gente que había encontrado viviendo en su propia casa. Desconcertados.
El señor Peter se le acercó y le informó:
—Estás en la calle Rochester 127, querido —como si estuviera convencido de que el muchacho había equivocado la dirección.
—Esta es la residencia de la familia Saxon ——agregó la señora Molly.
—¿De dónde llegaste? ¿De Irlanda? ¿Cuál es tu nombre? —le preguntó Mickey.
Ni la señora Molly, ni su esposo ni el grandulote de su hijo admitían conocerlo.
El colmo: el perro de los vecinos se escapó del jardín y se le aproximó ladrándole y gruñéndole. Le mostraba los dientes, circulando a su alrededor de forma amenazadora y fue inútil que Tim tratara de acariciarlo, como solía hacerlo.
El muchacho se estremeció.
—Habrá que avisar a la policía, Charlie. Este muchacho estará extraviado.
—Y muy perturbado, lógicamente. ¿O tendrá amnesia?
—Vamos, querido, te voy a dar una taza de té bien caliente mientras llega la policía.
Y la señora que ahora ocupaba la casa de Timothy como si fuera la dueña, lo tomó de un brazo con la intención de conducirlo al interior de la vivienda.
El muchacho volvió en sí en la sala de un hospital.
Estaba sujeto a la cama con unos cinturones especiales y una mano le acariciaba el pelo con ternura: vestida como una enfermera, su hermana.
Tim creyó que volvería a desmayarse.
—¡Cecil! ¡Cecil! —pero la garganta se le quebró. Las lágrimas no le permitieron ver casi nada durante un rato.
Aún seguía llorando, reconfortado por aquellas caricias cuando la joven le dijo:
—Me llamo Amy y soy tu enfermera. Yo voy a cuidarte mucho, hasta que te restablezcas, al igual que Randolph y Melanie que también son enfermeros.
Y la tal Amy le señaló una pareja uniformada de blanco, como ella misma. ¡Oh, Dios! Esa pesadilla de ojos abiertos parecía no tener fin: ¡Eran sus tíos Wanda y Oliver los que lo contemplaban —sonrientes— mientras se acercaban a su lecho, acomodaban el suero, preparaban algunos medicamentos sobre su mesa de luz, escribían en unas planillas...
—¡Cecil! ¡Tío! ¡Tía Wanda! ¡SoyTimothy! ¡SoyTim! ¿No me reconocen? ¿Por qué no me reconocen? ¡Mamá! ¡Papá! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Mamá!, ¿dónde estás? ¡Socorro!
—Doctor Bronson, doctora Caldwell, urgente a la habitación ciento uno, por favor— y Cecil/Amy pulsó una botonera y habló, en reclamo de auxilio para Tim.
—Doctor Bronson, doctora Caldwell, el paciente de la ciento uno ha tenido un nuevo brote de locura. Urgente a la ciento uno, por favor.
Recién entonces —y en mitad de sus gritos— Tim advirtió que estaba internado en un hospicio.
Timothy Orwell permaneció cuarenta años confinado en ese establecimiento de salud mental, tiempo durante el cual fue amorosamente atendido por el doctor Bronson y la doctora Caldwell hasta que éstos murieron.
—El doctor Bronson y la doctora Caldwell... Mi padre y mi madre... Eran mi padre y madre, ¿se da cuenta?, aunque jamás lo admitieron... Fue tortuoso... me reveló mi ocasional compañero de viaje cuando aquel tren londinense llegaba a destino y ya nos preparábamos para bajar.
Yo había viajado hasta allí para disfrutar de una beca de estudios en la Universidad local. Un año de estadía en ese paraje, con todos los gastos pasos.
No había elegido el lugar; me había tocado en un sorteo que se había realizado entre cientos de estudiantes avenimos destinados —todos— a distintos países, a diferentes ciudades según la materia que deseábamos perfeccionar. La mía era "Literatura Fantástica".
—El doctor Bronson y la doctora Caldwell... Eran mis padres, ¡mis padres! ¿Puede sentir lo que eso significaría para mí?—seguía contándome mi compañero de viaje.
Me estremecí. Recién entonces comprendí todo:
—Entonces... usted es...
No tuve valor para completar la frase.
—Sí— me respondió, mientras aprestaba su equipaje—. Yo soy aquél Timothy Orwell...
Me dieron el alta porque —después de cuarenta años— ya muertos mis tíos, mis padres y mi hermana— y con los que —durante todo este tiempo— me hicieron mantener la relación de paciente incurable, acepté la versión oficial de los hechos y no volví a insistir en que yo soy quien soy...
—¿Pero qué es lo que —en verdad— sucedió en este pueblo... y allí, en ese siniestro hospicio? ¿Cómo es posible que toda una comunidad se transforme así, de la noche a la mañana? ¿Cómo es posible tanta complicidad? ¿Y qué piensa hacer ahora? ¿Para qué regresa a este infierno? —le pregunté, alterada y desordenadamente, a medida que descendíamos en la estación de Maladonny y el sentío nos empujaba hacia la salida.
—¿Para qué regresa a este infierno?
No escuché su respuesta, si es que la hubo. De repente, lo perdí de vista entre la multitud. Fue entonces cuando decidí que —por las dudas— nunca visitaría Maladonny.
Esperé el tren siguiente —sin moverme de la estación— y retorné a Londres esa misma noche. Y esa misma noche —en el cuarto de mi hotel—escribí la parte principal de este texto que —indudablemente— irá a parar a alguna antología de cuentos fantásticos, aunque la realidad pueda superar —en espanto— la más delirante de las fantasías.
Rechacé la beca.
A los dos días, retorné a mi país.
Durante el vuelo de vuelta a Buenos Aires; me entretuve jugando —mentalmente— con refranes, al inventarles versiones distintas de las originales.
Mi avión ya carreteaba sobre la pista del aeropuerto de Ezeiza cuando pensé:
Más vale infierno conocido... que infierno por conocer. Era diciembre de 1978.
Fin