Publicado en
diciembre 01, 2013
Por Nelson Estupiñán Bass.
En mi infancia los más eufóricos afluentes de agosto -que arribaba jadeante con su cauda de sabores y sucesos- eran las naranjas, los trompos, los vientos, las cometas. Agosto era dulce, tenía esa dulzura que la montaña generosa inyectaba en las arterias de mi pueblo. Era el verano en su cúspide, desnudo y descalzo, que dejaba abierta de par en par su casa, y deambulaba por toda la provincia, agitando una convocatoria a la luz y a las cornucopias de la selva, al paisaje, al mar y a los vientos, a la infancia, a las nubes y a los juegos, para un cónclave dionisíaco del júbilo.
No, no llegaba aún la noticia, atrasada en un siglo, de que en Rioverde, en agosto de 1820, los Muriel, los Lavayen, los Tello, los Calderón, los Yépez, los Ferrer, los Estupiñán y un pelotón de la dignidad habían remecido los muros españoles. La alegría de los agostos de mi infancia (agosto es mes de libertades y de luces congénitas, Luz de América deriva de un agosto; Quito y Esmeraldas enarbolaron sus puños y su rabia el mismo mes) era pura, con la cristalinidad de las cosas de veras naturales.
MEMORIAS DE LA NARANJA
En almadías y canoas, que sorteaban los encabritados embudos de la muerte, en botes e imbaburas (Canoas dobles), sobre las olas de un azul que, semejante a espinas, punzaba los ojos, llegaban cúmulos de naranjas de Castilla, toronjas, naranjas chinas y mandarinas, el néctar agridulce del trópico decantado en capullos. La ciudad transpiraba jarabes: en las calles las juncales morenas rubricaban su andar con estelas de mieles indecibles, en las que Afrodita bullía a flor de piel; en la sonrisa de la pubertad se advertía un aliento de azúcar, conducido intacto hasta las orillas frágiles del sueño; en las refresquerías el jugo mitigaba el ardor hereditario de Esmeraldas; rumas de naranjas eran el marco de las tiendas; en las mañanas, las tardes y las noches los padres descortezaban naranjas para brindárselas, amorosos, a sus vástagos; tras las jornadas escolares los patios eran el testimonio de un desorbitado consumo de estas frutas; dormía la ciudad arrullada por una partitura de substancias, y, en los epílogos del sueño, la aurora pregonaba el olor y el sabor de las naranjas. En aquel tiempo las naranjas pintaban de amarillo los vestidos de agosto.
ESPLENDOR DEL JUEGO
Agosto era una exposición de trompos, que en las calles, sin asfalto aún, saltaban a veces por sobre los sombreros y el encono de los transeúntes. Habían trompos seditas, aquellos que, tras las primeras vueltas, parecían quedarse dormidos en un punto; también zarandetes, los que iban de un lado a otro, alocados, produciendo un desagradable ruido en sus desplazamientos. Todos funcionaban con una piola, que, arrollada desde el quiño hasta la mitad del cuerpo o hasta la cabeza, se desenvolvía al echarlos al suelo.
Se jugaba a la pica, a la bomba, al rajatabla. En la pica se ponía, casi siempre, una panga sobre una cruz, dentro de un rectángulo rayado en la tierra; los jugadores debían sacarla, con golpes de los suyos; no acertar obligaba al trompo fallido a ocupar el lugar. En la bomba un amigo colocaba, dentro de un hoyo y una circunferencia dibujada en el suelo, una moneda que los participantes debían sacar mediante sus trompos; quedarse el juguete dentro de la bomba obligaba al dueño a pagar una moneda igual a la que pretendió ganar, si después de tres tiros, llamados salvavidas, la panga prisionera no era sacada de la circunferencia. El rajatabla se jugaba sólo entre trompos con cabeza; consistía en golpes con el quiño sobre el juguete perdedor en la pica. Para esta modalidad a los trompos ganadores se les ponía una especie de lazo desde el quiño hasta la cabeza, el perdedor era colocado sobre una tabla, y los agresores se echaban su juguete a la espalda, de donde lo tomaban para asestar clavaduras al vencido.
NOSTALGIA DEL VIENTO
El viento recaudaba el aroma de las hondonadas para repartirlo en la ciudad a manos llenas. Se metía entre el carácter, las actividades y los árboles, perfumaba las bandadas de trinos, abría las ventanas y entraba a las cunas, a las hamacas, a las palabras, al amor y a los sueños. En su partida acarreaba el perfil de las cosas terrestres y de las que andaban por encima de él. Acariciaba la curvatura del océano; voluptuoso y travieso alzábale su falda azul; en las virazones, cuando todo él era una interminable risotada, levantaba en vilo lanchas, balandras, miedos y canoas; con una furia ciclópea, en sus extralimitaciones, estrellaba las naves contra los arrecifes, o las ponía al revés, para seguir, tras el desastre, como un poseso su trayecto.
Los días, por el día, limpios de nubes que el viento transportaba a regiones remotas, eran claros, transparentes; entonces los ojos parecían a punto de allanar el cielo para quitarle sus secretos. La claridad, tal una llovizna que no fuera llovizna, una luz más allá de las dimensiones de la luz, caía pertinaz sobre todas las cosas, sobre la población y sobre sus pensamientos. Agosto, gracias a los vientos que lo abrillantaban, era un festival de claridades; en las menguantes el cielo gozaba una inundación de fulgores; los plenilunios eran luminosos retos a los días.
HACIA EL CIELO
En agosto nuestros juegos discurrían entre la tierra, las nubes, los aromas y los vientos; de entre ellos, el más difundido y esperado era el de las cometas. Nosotros mismos confeccionábamos barriletes, pandorgos, casas, iglesias, torres, peces, aviones, que adornábamos con flecos, algunos de los cuales, con el viento, sonaban como los abejorros. Elevábamos las cometas con hilo Cadena número 10. Y cuando estaban cabeceando en las alturas les mandábamos postas: trozos de papel que avanzaban por la cuerda de nuestras incursiones en el arte infantil. Otras veces entablábamos una guerra en las alturas; poníamos vidrios en los rabos, competíamos a cual cortaríamos cobrando o soltando la cuerda; la vencida, cortado su hilo, tirabuceonaba tristemente para caer en el mar o en el río. Las cometas, en nuestra infancia, eran una ingenua tentativa para unir el cielo con la tierra, para llegar, por el camino de los hilos, a una región donde creíamos estaba la morada de Dios con un suplemento de vírgenes, ángeles y una multitud de cosas que nuestros pocos años no habían encontrado todavía.