UNA ENSEÑANZA A MI MEDIDA
Publicado en
noviembre 10, 2013
Ilustración: William Low.
Al enseñarme a vender, el señor Hill me enseñó a vivir.
Por William Hendryx.
A PRINCIPIOS de los años sesenta, cuando mi familia se mudó al otro extremo de la ciudad en la que vivíamos, perdí a mis amigos de la infancia y me sumí en una racha de soledad e inseguridad propias de la adolescencia. Durante varios meses deambulé melancólico por la casa, hasta que mi padre me obligó a trabajar como empacador de provisiones en un supermercado. Yo aborrecía ese trabajo.
Un caluroso día, mientras llevaba las bolsas de unos clientes al estacionamiento, mi vista se topó con la gran zapatería de la calle de enfrente. El local parecía muy fresco y pulcro, y sus amplios escaparates, sombreados por toldos, estaban llenos de zapatos nuevos. Qué se sentirá trabajar en un lugar equipado con aire acondicionado?, pensé. Y me propuse averiguarlo.
Días después hice acopio de valor y entré en la zapatería, vestido con mis mejores ropas. Un hombre larguirucho y de cabello entrecano me recibió con una sincera sonrisa. Llevaba gafas de montura plateada, un pulcro traje de color azul marino, una corbata muy seria y unos zapatos negros impecablemente lustrados. Me alegré de haberme vestido con corrección.
—¿Buscas trabajo? —me preguntó con simpatía.
—Sí, señor —respondí, sorprendido de que lo hubiera sabido.
—Como vi que no curioseabas en los escaparates, deduje que no venías con intenciones de comprar —prosiguió el hombre, que seguía leyendo mis pensamientos—. Me llamo John Hill y soy el gerente de la tienda. La verdad sea dicha, no nos vendría mal otro vendedor. ¿Te gusta tratar con la gente?
La pregunta me desconcertó. Podía contar con los dedos de una mano los amigos que había hecho desde que nos habíamos mudado. Los chicos de mi nuevo barrio me parecían muy cerrados. Clavé la punta del pie en la alfombra.
—Creo que sí —contesté sin mucha convicción.
—Esa no es una buena respuesta —dijo, poniéndome una mano en el hombro—. En las ventas, la mitad del trabajo consiste en hacer que la gente se sienta a gusto. Si les transmites la sensación de que realmente te importan, te responderán bien. De hecho, les resultará difícil no comprarte. Pero, si les das la impresión de que preferirías estar haciendo otra cosa, se irán con las manos vacías.
Aquello sonó muy sencillo. Algo me dijo que podría aprender mucho de aquel hombre.
No sé bien por qué, pero el señor Hill me contrató. Dediqué los primeros días a escuchar lo que se debía y lo que no se debía hacer.
—Aquí no actuamos como en otras zapaterías —me explicó—. A la gente le cuesta un poco más venir aquí, así que procuramos darle algo a cambio de ese esfuerzo. ¿Crees poder hacerlo?
Mi inseguridad se exteriorizó de inmediato.
—¿Y si no tenemos lo que quieren? —inquirí, sorprendido de mi audacia.
A juzgar por la expresión de su cara, cometí un sacrilegio.
—¡Nunca les digas eso! En vez de ello, muéstrales lo que sí tienes.
—Pero, ¿y si...?
—¡Muestra, no expliques! —me interrumpió—. No siempre es posible ofrecerle a la gente lo que quiere. Pero siempre puedes ofrecerles algo. Que lo acepten o no, ya no depende de ti. En cambio, si no les presentas nada, los privas de esa posibilidad de elegir, y los clientes prefieren entonces buscar en otra parte. Recuerda que siempre hay algo con lo que puedes lograr que se iluminen los ojos de una persona. Sólo tienes que averiguar qué es.
Luego me expuso el sistema de pago: un salario por hora, más un porcentaje de las ventas que realizara. La comisión más alta la reportaba el betún para calzado, y en seguida los bolsos y los accesorios.
A continuación, simulamos que yo era un cliente que acababa de entrar.
—Bienvenido a nuestra zapatería —dijo el señor Hill, estrechando mi mano con cordialidad. Me escoltó hasta una silla, acercó un banquillo y, antes de que me diera cuenta, me quitó suavemente los zapatos—. ¿Tiene la amabilidad de ponerse de pie aquí? —dijo, y me midió ambos pies.
—¿No va a preguntarme siquiera qué busco? —interrogué tras volver a sentarme.
—Sí, lo haré ahora que domino la situación —respondió el señor Hill—. Mira, estás sentado en una cómoda silla, descalzo; no puedes levantarte e irte sin más. En este punto le pregunto a la gente qué desea.
—¿Por qué no pregunta simplemente qué número calzo?
—¡Eso no se pregunta! —recalcó al tiempo que agitaba un dedo ante mí—. El propósito de tomar las medidas es convencer al cliente de que sabes lo que haces. Así, confiarán en tus recomendaciones.
Confianza. Esa distaba mucho de ser una de mis virtudes. El señor Hill sí la tenía, y yo deseaba averiguar en qué forma se manifestaba. Conforme transcurrían los días, me convertí en su sombra. Veía cómo aplacaba con bromas a los clientes más refunfuñones.
Una día lo observé atender a dos mujeres. Les llevó varios zapatos, además de los que habían solicitado. Mientras se los probaban ante el espejo, les dio unos bolsos que hacían juego.
—Veamos cómo se ve esto —dijo, casi con inocencia.
Después colocó otros zapatos en semicírculo alrededor de su banquillo. Junto a cada modelo puso un bolso. ¿Quién sabe qué tenían en mente esas clientas en el momento en que entraron en la zapatería? Lo cierto es que, cuando se marcharon, cada una llevaba varios pares de zapatos, un par de bolsos y una sonrisa de satisfacción.
—No te limites a darles lo que vienen a comprar —me dijo en un rato de calma—. Eso no es vender. Dales lo que piden, y luego véndeles algo. Así, sale ganando la tienda y sales ganando tú. Cuando comienzas a vender, experimentas una gran confianza en ti mismo, y esa confianza ya nadie te la arrebata. Te será útil en las situaciones más diversas que puedas imaginar, pues todo lo que hacemos en este mundo es en cierto sentido una venta.
No tardó en llegar la hora de que atendiera a mi primer cliente. El señor Hill me llevó aparte y me dio ánimos.
—Trátalas como te gustaría que te trataran, y el resto vendrá por sí solo —señaló.
Eran una mujer y su hija. Les pedí que tomaran asiento, les medí los pies y les mostré a las dos unos mocasines de ante del mismo estilo. Luego les sugerí que, para conservar la piel, se llevaran un atomizador con una sustancia repelente al agua y un cepillo de alambre. La señora lo compró todo. No sé quién se hallaba más contento: el señor Hill o yo.
Faltaría a la verdad si dijera que ocurrió de la noche a la mañana, pero gracias al ejemplo de mi tutor llegué a ser un vendedor nada despreciable. Era raro el día en que no aprendía de él una técnica nueva.
En cierta ocasión lo vi incluso explicarle a una mujer bastante corpulenta que el zapato de talla nueve que se estaba probando era en realidad de talla seis, como ella había solicitado. Con cara de desconcierto, puso el zapato al revés y volvió a mostrárselo.
—Deben de haber estampado de cabeza el número —dijo, sonriendo como tonto.
A todas luces divertida, la mujer adquirió los zapatos y prometió que volvería pronto.
A medida que los meses se trocaban en años, el señor Hill se iba asemejando más a un tío sabio que a un jefe. La orientación que me brindaba tenía que ver con muchas facetas de mi vida, desde mis estudios hasta mis tormentosos amores de adolescente.
—Ojalá mis padres se parecieran a usted —le dije una tranquila tarde en la que nos hallábamos solos en la zapatería.
El señor Hill inclinó la cabeza y me miró por encima de sus gafas. Había visto varias veces a mis padres y los tenía en alta estima.
—Y eso, ¿a qué se debe? —me preguntó.
—Usted y yo podemos hablar de cualquier cosa, y usted nunca se enfada. Eso no lo puedo hacer con ellos.
Sus ojos se apartaron de los míos un largo rato. Finalmente volvió a mirarme, y dijo:
—Resulta difícil ser buen padre y buen amigo al mismo tiempo; no los juzgues con severidad. Son buenas personas.
El señor Hill tenía razón. Yo había aprendido mucho bajo su tutela, pero apenas si lo había demostrado en casa. Quizá, si me comportaba más como adulto, mis padres me tratarían como tal. Nunca olvidaré la cara que pusieron cuando, pocos días después, les ofrecí quedarme en casa a cuidar a mi hermana menor para que ellos pudieran salir.
Seguí afanándome en la zapatería hasta que llegó el momento de ir a la universidad. El día en que debí decir adiós tuve, por primera vez, miedo de acudir a mi trabajo. Por la noche, en cuanto los demás empleados se marcharon, me acerqué al señor Hill y, tragando saliva, le dije:
—Usted me ha ayudado muchísimo. Siempre se lo agradeceré.
Me miró, y alcancé a advertir que se había sonrojado y que tenía los ojos ligeramente húmedos.
—Yo no hice nada —respondió, dedicándome una brillante sonrisa—. Fue un logro tuyo.
—Pero usted me enseñó.
—Cualquiera pudo haberlo hecho: tus padres, tus maestros, tu pastor... Lo que ocurrió es que, cuando me conociste, estabas preparado para escuchar. Lo que aprendiste, ya estaba dentro de ti.
Reflexioné unos instantes en las palabras del señor Hill. A partir del momento en que comencé a trabajar en la zapatería, había participado en una obra de teatro escolar, me había sumado a algunas organizaciones, había competido por un par de cargos y había trabado amistad con mucha gente. Resultó que mis compañeros no me habían excluido de su vida. Era yo el que los había excluido a ellos y el que había excluido a mis padres. Tan pronto como me abrí, todos respondieron.
CONFÍA en ti, y los demás te tendrán confianza. No expliques: muestra. Trata a la gente como te gustaría que te trataran. Ofrece siempre más de lo que se espera.
Estas sencillas recomendaciones me han servido en muchos ámbitos de mi vida.
Al enseñarme a vender zapatos, el señor Hill me dio algo inmensamente más importante: un poderoso secreto para la vida. No siempre se tiene lo que la gente pide, pero siempre se tiene algo. Si no otro par de zapatos o una lata de betún, quizá algo de uno mismo.