Publicado en
noviembre 24, 2013
Eulogita y Felipe tenían que irse de vacaciones solos, de lo contrario, irían camino al divorcio. Y mi tía Eulogia, para ayudarlos, les ofreció cuidar a sus hijos...
Por Elizabeth Subercaseaux.
La hija de la tía Eulogia y su marido descubrieron que si no se tomaban unas buenas vacaciones, sin los niños, para verse las caras, reconocerse, hablarse y acordarse de los buenos tiempos en que se besaban, se decían cosas bonitas y eran una pareja hecha y derecha, se iban a tener que divorciar. Estaban a punto de olvidarse el uno de la cara del otro; Felipe llevaba no sabía cuántas noches sin dormir y Eulogita no había dormido desde el día en que nació Juan Cristóbal, su hijo mayor que ahora tenía siete años. Llevaba siete años, tres meses, dos semanas y un día sin dormir. Resultaba imperioso hacer un viaje solos.
Al verlos en ese estado calamitoso, la tía Eulogia se ofreció gentilmente para quedarse a cargo de sus nietos.
—¿Por qué no me aprovechan? —dijo la incauta. Si las abuelas no estamos para cuidar a los nietos, ¿para qué estamos?
—¿Está segura de que quiere quedarse con los monstruos dos semanas? —preguntó Felipe.
—No los llames así. ¿Cómo van a ser monstruos estos angelitos? —contestó mi tía, sin siquiera sospechar que 15 días más tarde tendría que comerse esas palabras.
—¿Vamos a quedarnos con mi abuela? —preguntó Juan Cristóbal con una cara de rufián que si mi tía lo hubiese percibido a tiempo, no habría emprendido jamás semejante aventura.
—Sí, mi amor —dijo mi tía.
Y el niño corrió escaleras arriba a contarle a sus hermanos:
— ¡Vamos a quedarnos con la abuela! ¡Vamos a quedarnos con la abuela! —gritaba, y los otros lanzaron gritos de alegría al espacio, como si les hubiesen dicho que un payaso iba a quedarse a vivir con ellos para toda la vida; así al menos lo entendió Felipe, que conocía bien a sus hijos. Pero mi tía lo interpretó como un signo de amor de los nietos a su abuela... ¡Qué lejos estaba de saber lo que le esperaba!
Los nietos de mi tía Eulogia eran como todos los niños del mundo, pero según ella, estos eran genios. "No hay ningún niño que a los cinco años diga las cosas que dice Diego", aseveraba. "No conozco a ninguna niñita que a los seis haga las preguntas que hace Catalina". La cosa es que los seis hijos de Eulogita eran niños muy inteligentes; como casi todos los niños de esas edades, hacían preguntas inverosímiles; pero después de esas dos semanas a cargo de ellos, mi tía Eulogia juró por todos los dioses, los griegos y los romanos, que ella nunca más volvería a hacerse cargo de sus nietos. Una cosa era quererlos mucho y otra muy distinta era pasar dos semanas a cargo de ellos.
El primer día... perdón, los primeros 10 minutos transcurrieron muy bien. Mi tía llegó a la casa a las nueve, como habían acordado, y los niños la estaban esperando en fila: Juan Cristóbal, Catalina, Diego, Federico, la Puni y José Miguel. A la Puni le decían así porque era "un punto", pequeñita, con unos ojos vivaces. A sus cuatro años hablaba como una persona grande y sabía que ella ocupaba un lugar muy especial en el corazón de su abuela.
—Hola, abuela —dijeron a coro.
Y media hora más tarde, una vez que Eulogita y su marido habían desaparecido del horizonte, Juan Cristóbal estaba colgado de una cortina, Catalina había pegado un moco en el sofá, Diego le había preguntado a mi tía si ella tenía un caramelo, Federico le había contestado con un golpe y lo había dejado llorando, la Puni se había echado en el pelo una botella de aceite de oliva, explicándole a mi tía que un duende la había convertido en ensalada de lechuga, y José Miguel había vomitado en la alfombra.
Entre la nana y mi tía limpiaron la casa, repartieron órdenes y gritos que nadie escuchaba, y finalmente, a las ocho de la noche lograron ponerles sus pijamas y llevarlos a la cama.
—¡Un cuento! ¡Un cuento! —gritaron los tres mayores.
Mi tía tomó el libro El zapatero y los duendes y empezó a leer con voz pausada (no tanto por la emoción de estar leyéndoles a los nietos, sino por el agotamiento).
"Había una vez un zapatero que ya era muy mayor...", empezó la tía Eulogia.
"Y el trabajo no le salía tan bien ni tan rápido como cuando era joven", la interrumpió Juan Cristóbal, que se sabía el cuento de memoria.
—Otro, abuela, ese es muy aburrido.
Y entonces mi tía tomó un nuevo libro, La vieja del bosque, y empezó:
"Era una vez una hermosa joven que se fue a pasear al bosque y se perdió. ¿Qué puedo hacer?', se preguntaba...".
"¡No encontraré una salida y moriré de hambre!", la interrumpió la Puni, que se sabía ese cuento de memoria.
—¡Ya pues, abuela, apúntale con un cuento que no sepamos! —gritó Catalina.
Y mi tía escogió otro libro, La bella durmiente, y leyó:
"Hace mucho tiempo, en un reino lejano...". "¡Había un palacio donde vivían un rey y una reina!", la interrumpió Federico.
—¡Abuela! Tú no sirves para contar cuentos. Es mejor que juguemos a los Power Rangers —le dijo Diego.
—¿A los qué?
—¡Los Power Rangers, abuela. ¿No sabes quiénes son? —le preguntó Catalina.
Mi tía jamás había oído hablar de esos duendes o sepa Dios qué serían los Power Rangers.
—Son los monstruos del Universo, tienen cachos y el pelo verde —dijo Diego, mientras los otros saltaban de sus camas para empezar a jugar a los Power Rangers.
El juego, que mi tía recordaría como la cosa más espantosa que jamás había visto antes, consistía en pegarse puñetes en la nariz, colgarse de las cortinas, deshacer las camas y saltar en los colchones profiriendo unos gritos espeluznantes que despertaron a la nana y a los vecinos de la casa de al lado, quienes 10 minutos más tarde estaban tocando el timbre para reclamar.
Hacia las 12 de la noche, mi tía se fue a la cama rendida, puso la cabeza debajo de la almohada, y ahí, sumida en un silencio sanador, con la casa en sombras y sus adorables nietos por fin dormidos, lloró desconsolada.
El día siguiente empezó solamente pocas horas más tarde, pues Federico, la Puni y José Miguel se despertaban a las seis de la madrugada, saltaban de sus camas y estaban acostumbrados a ir a meterse a la cama del papá y la mamá, pero como ahora no estaban, se introdujeron en la de mi tía Eulogia. Uno le tiraba el pelo, otro le metía los dedos en los ojos y la Puni le tironeaba el labio inferior, para despertarla.
Luego vino el desayuno, uno no tomaba leche, el otro no comía cereales, la Puni solo comía si le contaban un cuento que no supiera y como se los sabía todos, había que inventar.
A las 11 de la mañana de ese día mi tía no sabía qué hacer con los niños, si regalarlos a alguien de buena voluntad o lanzarse ella por el balcón sin paracaídas. Entonces se le ocurrió llevarlos al zoológico.
—Pero tienes que ir conmigo, Dorotea, yo no puedo sola con los seis —le dijo a la nana.
Y la nana, encantada, prefería mil veces estar en el zoológico que encerrada en la casa con los adefesios aquellos. Partieron en el auto de mi tía y hay que decir de inmediato que pasó los próximos 10 años arrepintiéndose de esa idea. Fue un completo desastre. Juan Cristóbal metió la mano en la boca de una jirafa y el animal, creyendo que sus dedos eran zanahorias tiernas, lo mordió y casi lo deja sin mano; Catalina se mojó la ropa en la piscina de los delfines, mientras Diego golpeaba con un palo a un pobre burro y Federico le sacó una pluma a un loro que en venganza le picó la nariz. Pero la Puni dio la nota alta cuando se subió en el lomo de un hipopótamo y hubo que llamar al guardia y a los bomberos para que la bajaran de allí. El único que no dio problemas fue José Miguel, dormido en su cochecito. Pero el colmo fue que la Dorotea se hizo amiga de un heladero y se fue a pasear con él y mi tía nunca más la vio. A las cinco de la tarde, con la mitad de los niños heridos, los otros mojados y la Puni muda de susto, buscaron a la Doro por todas partes, pero la mujer se había hecho humo. Esa noche mi tía tuvo que bañarlos sola, darles la comida, inventar cuentos...
A las 11 de la noche se fue a la cama y rezó: "Dios Padre, ¿cómo es posible que me hayas abandonado con estos niños que me van a volver loca? ¿Por qué te has olvidado de mí?".
Dos semanas más tarde mi tía estaba más delgada, ojerosa. Cuando sintió la llave de su hija en la puerta, rompió en llanto.
—¿Qué te pasa, mamá? ¿Se portaron muy mal? —preguntó su hija.
—No. Nada de eso. Se portaron estupendamente. Pero no quiero verlos más —dijo mi tía y se fue cerrando la puerta suavemente.
En la ventana del segundo piso, varias caritas la miraron con nostalgia.
—¡Adiós, abuela! ¡La pasamos bomba contigo! —y le tiraban besos.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ABRIL 12 DEL 2005