LA ESTRELLA EN QUE VIVIMOS
Publicado en
noviembre 05, 2009
Erupción solar fotografiada desde el Skylab 3 y comparada con la pequeñez de la Tierra. Foto: Nasa.
Ciertos descubrimientos, nuevos y sobrecogedores, nos informan que nuestro planeta Tierra está en realidad inmerso en la atmósfera del Sol, fantástico horno de fusión.
Por Lennard Bickel (escritor científico, locutor en Australia y autor de varios libros sobre la ciencia y sus hombres, entre ellos: The Southern Universe ("El Universo Austral").
EL 21 DE enero de 1974 apareció un punto brillante en la cara occidental de nuestro Sol. En pocos minutos atravesó más de 1500 kilómetros sobre la superficie solar y luego, súbitamente, se incendió en una nube gigantesca de gases a medio millón de grados centígrados que estalló hacia el espacio en una trayectoria curva, a velocidad de 1.500.000 kph. Dos horas después la deslumbrante masa de fuego se había esfumado en la atmósfera exterior del Sol.
El astronauta y físico Ed Gibson se encontraba ese día en órbita alrededor de la Tierra a bordo del Skylab 3 y filmó todo el episodio con telescopios solares especiales. Posteriormente, cuando regresó, dijo lleno de entusiasmo: "Captamos un fenómeno muy difícil de presenciar: el nacimiento y la vida completa de una llamarada solar. La pudimos observar como nadie lo había hecho antes".
Los científicos solares entendían la exaltación de Gibson. Estas llamaradas son los acontecimientos más violentos que ocurren en nuestro sistema solar, indicadores de máximos en las cantidades fantásticas de energía que se puede acumular, para liberarse de pronto, en la superficie solar. Una sola llamarada alcanza temperaturas de millones de grados y ostenta una fuerza explosiva equivalente a mil millones de bombas de hidrógeno detonadas a un mismo tiempo.
Tienen tal potencia que producen perturbaciones en la Tierra, a casi 150 millones de kilómetros de distancia. Las brújulas voltean como locas, la navegación se desorganiza, el equipo eléctrico no funciona y la radio de onda corta se interrumpe o se distorsiona seriamente. Sobre los polos norte y sur, los fragmentos atómicos de alta energía parecen incendiar el firmamento; en la noche arden las auroras, que los antiguos atribuían al enfado de los dioses o a la maldad de los diablos.
Aun cuando la energía del Sol proviene de la fusión de hidrógeno, las llamaradas mismas no son termonucleares. Se trata de una fuente totalmente distinta de energía: campos magnéticos cuya estructura trata ahora de interpretar la ciencia. Las llamaradas son explosiones magnéticas, válvulas de seguridad que liberan fuerzas electromagnéticas represadas en la superficie, sobre el horno de fusión que es el núcleo solar. La base de su fuerza, su método de liberar energía, son razones principales del dramático cambio en nuestra forma de concebir las relaciones entre el Sol y la Tierra. En esta nueva concepción se incluye la asombrosa toma de conciencia de que nosotros, los terrícolas, en realidad vivimos dentro de la atmósfera exterior del Sol.
Desde hace algún tiempo se acumulan indicios de nuestra verdadera situación. Quince años atrás un competente investigador, Eugene Parker, de Chicago, empezó a atar cabos. Supuso que sopla desde el Sol, en todas direcciones, un "viento solar", una corriente de partículas cargadas que se mueven a velocidades hasta de 1.500.000 kph. Este "viento", decía, tiene efectos magnéticos en la Tierra y es la razón de que las colas de los cometas apunten siempre en dirección opuesta al Sol, desde cualquier lugar.
La ya clásica formulación de Parker ha quedado confirmada por las astronaves actuales. Hoy sabemos que el Sol emite continuamente un gas tenue que se va rarificando a medida que se aleja del astro. Nosotros vivimos en la capa exterior, incrustados en la sustancia solar que fluye alrededor y que, si se desvía de la atmósfera terrestre, es únicamente por nuestros propios campos magnéticos. Esta atmósfera solar que nos rodea se renueva constantemente por las actividades, de la superficie solar. Hoy se cree que se extiende lejísimos... más allá de Júpiter, probablemente hasta el distante Neptuno, que se encuentra 30 veces más lejos del Sol que la Tierra.
¿Cuál es la fuente de donde mana esta energía prodigiosa y al parecer inagotable?
Se han propuesto muchas teorías fantásticas sobre la composición del astro. Todavía a principios del siglo XIX el famoso astrónomo sir William Herschel declaraba que, bajo su capa exterior, la cara del Sol era suficientemente fría para ser habitable. Afirmaba haber visto montañas de 1000 kilómetros de altura. Pero a comienzos del siglo actual ya se sabía que el Sol era un gran globo de hidrógeno caliente. Con la era atómica se comprendió que es un horno nuclear. Está compuesto de materia en un cuarto estado, que no es el sólido, ni el líquido ni el gaseoso, sino el estado de plasma: una sopa ionizada en la cual los átomos han sido despojados de sus electrones y la estructura atómica normal se ha convertido en un manicomio nuclear.
El Sol nació hace cinco mil millones de años en el borde de un brazo espiral de la gran galaxia que llamamos la Vía Láctea. Allí se arremolinó una nube inmensa de hidrógeno primitivo y quedó a merced de la gravitación. Cuando todo el gas se precipitó hacia el centro de la nube, se generaron presiones y temperaturas tremendas, y se encendió el fuego nuclear.
Este caldero atómico ha seguido hirviendo desde entonces, trasmutando en helio unos 600 millones de toneladas de hidrógeno por segundo. En ese proceso se auto-destruyen completamente cinco millones de toneladas de hidrógeno para producir un diluvio de rayos X, rayos gamma y otras radiaciones de onda corta y alta energía, y crear inmensos campos de fuerza electromagnética. Esta materia se convierte en energía, inclusive luz solar, que se difunde por el espacio.
¿Cómo puede el Sol consumir tanto y durante tanto tiempo?
La inmensidad es la respuesta. El Sol es colosal. Con un diámetro de 1.390.000 kilómetros, llena un volumen un millón de veces mayor que el de nuestro planeta. Dentro de los confines de aquel aparente disco dorado se encuentra el 99,9 por ciento de toda la materia que existe en el sistema solar. Los nueve planetas con sus satélites, los asteroides y hasta los cometas apenas suman entre todos un 0,1 por ciento.
Nos es imposible imaginar las condiciones que prevalecen en el núcleo del Sol, a 650.000 kilómetros de profundidad, entre el furioso torbellino de partículas radiactivas que chocan entre sí. De la energía liberada no sale inmediatamente luz. Es más: los rayos de sol de que gozamos hoy iniciaron su difícil lucha para salir desde el centro de la estrella hace muchos millares de años. Herbert Friedman, notable heliofísico del Laboratorio de Investigación Naval de los Estados Unidos, compara la energía radiante que pugna por surgir a la superficie solar con la bolita de acero de esos juegos de mesa en que, al salir disparada, encuentra obstáculos diversos: en el caso del Sol, va chocando repetidas veces con los átomos del gas solar por espacio de cientos de miles de kilómetros. Cada interacción, afirma Friedman, altera el carácter de la radiación, quebrantándola desde las formas de alta energía (los rayos X y gamma) hasta las de energía menor (radiación ultravioleta, luz visible, calor y ondas de radio).
En este proceso se libera energía en vasta escala. El movimiento de prodigiosas corrientes de electrones genera fuerzas magnéticas que, según creen los físicos, toman la forma de minadas de "tubos" enroscados y doblados a lo largo de centenares de miles de kilómetros del interior solar. Salen a la inestable superficie y allí producen vastas prominencias curvas de gases inflamados (más fríos y menos violentos que las llamaradas) que se proyectan hasta siete u ochocientos mil kilómetros en el espacio antes de caer de nuevo en la hirviente superficie. Muy probablemente esta es la causa de los puntos luminosos (como el que registró el Skylab) que ocurren por centenares y pueden producir llamaradas que desaparecen en el término de una o dos horas. Y se asocian también con las manchas solares, misteriosas burbujas en forma de vórtice que aparecen en las regiones ecuatoriales del Sol y se desplazan en dirección de este a oeste.
Las manchas solares nos presentan un grandísimo misterio. Demuestran que la bola de gas del Sol tiene movimiento rotatorio, pero que no gira a la misma velocidad en sus partes diversas. El ecuador solar da una vuelta sobre su eje cada 25 días poco más o menos, mientras las regiones cercanas a los polos tardan hasta 34 días en completar una revolución. ¡Nada que se parezca a nuestra sólida Tierra! Por otra parte, las manchas solares también tienen su ciclo: aumentan y disminuyen en un lapso de 11 años. Luego, en virtud de algún extraño mecanismo, cambian su polaridad magnética, y el ciclo se repite. Es como si el astro tuviera una pulsación cardiaca cada 22 años.
El hombre se esfuerza constantemente en comprender el Sol, ya que su conocimiento equivale a conocer el poder estelar que hace funcionar nuestro universo. En Japón, Alemania, Italia, Estados Unidos, Australia, Rusia y otros muchos países se mantiene una vigilancia constante. Ya podemos tener por cierto un hecho:
Nuestro Sol es una estrella, y las estrellas no son inmortales. La nuestra ha llegado ya a su edad madura. Le quedan todavía unos cinco mil millones de años para brillar. La Tierra describe una órbita completa alrededor de ella, y a eso le llamamos un año. El Sol, moviéndose con todas las estrellas, da una vuelta en torno al centro de la Vía Láctea cada 250 millones de años. En el curso de su vida ha hecho 20 viajes. Todavía le faltan otros 20 años galácticos antes del fin.
El equilibrio nuclear del Sol va a cambiar inevitablemente. El hidrógeno se consumirá convertido en helio. El núcleo solar empezará a quemar helio, luchando por la vida. El calor aumentará, el Sol se pondrá más rojo y se hinchará, en vías de convertirse en una estrella roja gigante. Al expandirse, llevará el fuego y el azufre bíblicos a los planetas interiores. Mercurio y Venus se derretirán y caerán dentro del plasma en expansión. En la Tierra se habrá acabado toda forma de vida mucho antes de que se evaporen y desaparezcan los océanos y se fundan las rocas.
Algún día terminará esta expansión. En unas horas el Sol se contraerá violentamente y se convertirá en una estrella enana blanca, tan pequeña como es hoy la Tierra, compacta, que irá quemando los últimos combustibles de helio antes de que todo se apague y se convierta en ceniza. Esta, fatalidad no se puede modificar, ni siquiera por el más potente alud de nuevos conocimientos. La historia del fin del Sol ya está escrita.