Publicado en
octubre 06, 2013
¿Se habrá equivocado de iglesia aquella mujer?
Por Katharine Byrne.
LA VIUDA, que pasa sola la mayor parte del tiempo, lee mucho. Ella solía subrayar sus pasajes favoritos para compartirlos luego con su esposo. Ahora trascribe las citas en un cuaderno. Por ejemplo, estas líneas las tomó del libro Cabin Fever ("Desesperante aislamiento"), de Elizabeth Jolley: "Vuelvo a sentir el deseo profundo de formar parte de una pareja, de sentarme frente a la chimenea con mi marido. Tan intenso es este deseo que, si escribo la palabra 'esposo', mis ojos se llenan de lágrimas".
¿Por qué están tan cargadas de dolor estas palabras?
Para averiguarlo, comencemos por ver un gastado álbum de fotografías de una boda. En la primera foto se ve a los novios sonreír vagamente, de espaldas al altar, mientras contemplan la iglesia llena de parientes y amigos.
Después salieron, y sus invitados desfilaron ante ellos. Sus colegas y sus antiguos condiscípulos, muy joviales, los felicitaban y hacían bromas medio tontas.
Sin embargo, no todos los parientes estaban de plácemes. Una mujer sollozaba en un auto. A otra le habían hecho corro un grupo de simpatizantes y le presentaban sus condolencias. Ambas —las madres de los novios— habrían asegurado que deseaban lo mejor para sus hijos. Pero, en su sentir, "lo mejor" era que permanecieran en casa contribuyendo al sustento de la familia.
La última persona que se acercó a los novios fue una mujer bajita y robusta que sonrió al felicitarlos. No los llamó por su nombre, sino "esposa" y "esposo".
—Soy la tía Esther Gubbins —les informó—. Vine a decirles que serán felices. Trabajarán duro y se amarán el uno al otro.
Luego se fue, con una rapidez inusitada en una persona tan gruesa y entrada en años.
LOS DESPOSADOS se marcharon pronto. Gracias a que un hermano del novio les había prestado dinero, pudieron pasar varios días en el albergue de un parque estatal. Sentados ante un gran fuego encendido con madera de roble, repasaron los acontecimientos de aquel día, recordando los parabienes de sus amigos, la congoja de sus madres y el extraño mensaje de la tía Esther Gubbins.
—¿Es hermana de tu madre o de tu padre? —preguntó la esposa.
—¿Qué no es tu tía? —se sorprendió él—. Yo no la conocía.
Se quedaron pensando. ¿Se habría equivocado de iglesia o de boda? ¿O sería una de esas ancianas a las que les gustan las bodas y van a consultar las amonestaciones que se publican en las iglesias?
CON EL PASO del tiempo y la llegada de los nietos, sus respectivas madres acabaron por aceptar el matrimonio. Una de ellas confeccionó juguetes para los niños; la otra tejió gorros, guantes, suéteres y bufandas.
La pareja llevó una vida común y corriente. Por extraño que parezca, ninguno preguntó nunca: "¿A quién le corresponde hacer esto?", ni aseveró: "¡Eso no es mi responsabilidad!" Cada uno —en la medida en que el tiempo y la oportunidad se lo permitían—atendía a las necesidades que se iban presentando, ya fuera levantarse en la noche a buscar en el botiquín las gotas para los oídos que calmaran el llanto de uno de los hijos, o echar en la lavadora una carga más de sábanas tomadas de la inacabable pila de ropa sucia.
Cuando volvía del trabajo, él se detenía un instante en la puerta y anunciaba: "¡Esposa, ya estoy aquí!" Y ella, refrenando las ganas de soltarle una retahíla de quejas, respondía desde algún rincón de la casa: "¡Me alegro, esposo!"
De vez en cuando, por lo general cerca de la fecha de su aniversario, volvían a evocar el viejo misterio que rodeaba a la tía Esther Gubbins. El insistía en que la señora había asistido a su boda por equivocación. Pero a ella no había quien le quitara de la cabeza la idea de que la habían enviado del Cielo, o algo por el estilo.
AHORA QUE ESTÁ SOLA, la esposa se pregunta qué salvaría si su casa se incendiara. ¿El camafeo de su madre? ¿Las fotos de su esposo?
No; sin lugar a dudas rescataría aquel sobre raído y amarillento. Ella, que nunca recuerda dónde deja las cosas, sabe de sobra que se encuentra guardado bajo una pila de servilletas bordadas de Madeira.
Una tarde, su esposo se quedó dormido en su silla, cabeceando con una novela de espías en las manos. Ella escribió una nota en el reverso del sobre y la dejó sobre el libro: "Esposo, fui a ayudar a la señora Norton, nuestra vecina".
A la mañana siguiente vio que él había escrito debajo de su mensaje: "Esposa, te eché de menos. Creíste que me había quedado dormido; pero sólo estaba descansando la vista y pensando en aquella mujer que nos felicitó en la iglesia, hace ya una friolera de años. Sigo pensando que no tenía facha de mensajero celeste. En cualquier caso, ya es hora de que dejemos de preguntarnos si vino del Cielo o de alguna parroquia cercana. Quienquiera que haya sido, lo importante es que la tía Esther Gubbins tenía razón".
© 1992 POR KATHARINE BYRNE. CONDENSADO DE "AMERICA" (14-XI-1992). DE NUEVA YORK NUEVA YORK.
ILUSTRACIÓN: NANETTE BIERS