QUÉ FUTURO NOS ESPERA (Corín Tellado)
Publicado en
octubre 27, 2013
Argumento:
Lo que parecía un viaje de rutina cambió del todo sus vidas. Ella viajaba para casarse con Frank, socio de Freddy. Este regresaba a Miami en su avioneta, como hacía todos los meses. Salieron de Nueva York temprano, pero la avioneta tuvo un fallo y cayó al mar. Como por milagro se salvaron. Solos en un islote, aprendieron a sobrevivir, a conocerse, a amarse, pero sin poder planificar su futuro…
Capítulo 1
Cuando Freddy Jones llegó aquella mañana a su oficina, la secretaria le dijo:
—Míster Jones, tiene una llamada en el contestador, y parece importante.
—Gracias. ¿Algo más, señorita Pat?
—Han llamado del aeropuerto. Dicen que la avioneta ya está dispuesta para mañana a primera hora.
—De acuerdo.
—Esta noche tiene una cena con míster Robinson. Una cena importante, mister Jones. Se trata de «Robinson y Compañía».
—De acuerdo, de acuerdo. Esperemos que esta comida no se prolongue demasiado. Ya que voy a volar a primera hora.
Pat se retiró con su bloc de notas, y Freddy, automáticamente, encendió el contestador, que, según la secretaria, tenía prioridad sobre todo lo demás.
—Freddy, soy Frank. Ya sé, por tus llamadas, que todo va bien en nuestros negocios de Nueva York, y, como sé también que regresas mañana, te ruego que visites a Alexia, mi futura esposa, pues mañana viene para Miami. Me gustaría que tú, que vas a ser nuestro padrino de boda, le ofrezcas tu avioneta particular y tu compañía. Espero que esto no te moleste. Su abuela es muy anciana, como sabes, y no podrá asistir a la boda. Por esta razón Alexia fue a visitarla y, de paso, a comprar algunas cosas que necesita para nuestro futuro hogar. Dice que le gusta comprar en Nueva York. Té ruego qué la invites a hacer el viaje contigo, pues siempre le será más cómodo viajar a tu lado que, sola, en un avión de vuelo regular. Espero que me llames desde la residencia de la señora Nielsen, abuela de mi novia. Si Alexia decide viajar por su cuenta, me lo advertís, para ir a buscarla al aeropuerto. Estoy cargado de trabajo, porque, sin ti y a punto de casarme, como comprenderás, los negocios de Miami me abruman. Espero tu respuesta.
Freddy escuchó atentamente.
No es que le agradara mucho semejante encargo, pero tampoco podía evadirlo. Frank, además de socio, era su primo. Entre ambos, habían levantado, casi de la nada, un imperio de vídeos de los más sofisticados. Tenían fábricas en Miami, en Nueva York, y en Boston. Además, Frank le había pedido que, como único pariente, fuera padrino de su boda. Bueno, tampoco eso tenía mucha importancia. Y él había aceptado, pero llevar consigo a la futura esposa de su primo en su avioneta particular le resultaba bastante molesto.
No se puede decir que conociera mucho a Alexia Nielsen. Había comido con ella y con Frank alguna vez en Miami y los había invitado a su residencia en dos o tres ocasiones, pero, fuera de eso, casi nada más.
Le parecía una chica encantadora y sumamente atractiva. Pero él estaba en contra del matrimonio por razones muy obvias. Estaba casado y no le había ido muy bien con Dolly… las cosas, la verdad, iban muy mal, y a punto estaban de irse cada cual por su lado.
Pero eso era otra cuestión.
En aquel momento lo esencial era que él no podía retrasar el viaje. Por lo tanto, se imponía llamar a Alexia por teléfono preguntándole si deseaba viajar con él, o, en caso de que no estuviera lista para el regreso, si prefería hacerlo en un vuelo regular.
Y, sin más preámbulos, pulsó el dictáfono.
—Diga, míster Jones.
—Póngame con la residencia de la señora Nielsen. Tiene usted el número en el libro rojo.
—Sí, míster Jones.
Freddy se sentó a fumar esperando la comunicación.
Miró en torno con expresión algo desvaída. El despacho era grande y bien decorado. Él viajaba con frecuencia, pero su despacho más importante lo tenía en Miami, no lejos del de su socio y primo.
Pensaba también en su desastre matrimonial, y, al mismo tiempo, en la enorme suerte de Frank, que iba a casarse con una joven de veintidós años, teniendo él ya treinta y tres, y, además, cargada de dinero, pues, en todo el estado de Florida, los mejores hoteles pertenecían a la familia Nielsen, y la única heredera era Alexia.
—La comunicación, míster Jones.
—Oh, sí, gracias:
Levantó el auricular.
—Alexia, ¿eres tú?
—Pues sí.
—Casi no te acordarás de mí, porque nos hemos visto pocas veces, pero, evidentemente, sabes que existo porque voy a apadrinar tu boda.
—Freddy Jones, ¿no?
—El mismo. Oye, me ha llamado Frank, y como yo salgo mañana para Miami en mi avioneta particular, me pide que me ponga en contacto contigo por si tú piensas también viajar mañana.
—En el avión de las nueve en punto —dijo Alexia.
—Pues, entonces, ya sabes, te levantas una hora antes y así viajamos juntos. Piloto yo, como puedes suponer. El avión no es grande ni muy cómodo, pero lo manejo yo desde hace muchos años. Este lo he cambiado no hace ni seis meses. Tú verás si te apetece viajar conmigo, o si prefieres hacerlo en un vuelo regular.
—Bueno —titubeaba la joven—, tendré que pensarlo. No sé si habré terminado. ¿A qué hora despegas tú?
—A las ocho en punto.
—Intentaré estar lista.
—Es que, si es así, paso por tu casa a recogerte. Yo tengo aún mucho que hacer, me acostaré tarde, por lo que tendré que despertarme por el servicio de teléfono o con el despertador, pero estaré en tu casa a las siete, si es que te decides a viajar conmigo.
—Siempre será mejor que en un avión de pasajeros.
—Supongo que sí.
—¿A qué hora puedo llamarte para darte la respuesta exacta?
—Me dejas el aviso en el contestador de mi apartamento. Toma nota. Te doy el teléfono.
—Ya tengo el bolígrafo en la mano. Dime.
Freddy le dictó el número. Después dijo:
—Nada más llegue a casa por la noche, registraré el contestador. Yo no sabía —añadió seguidamente—, que te hallabas en Nueva York. Imagínate mi despiste. Y resulta que dentro de una semana seré tu padrino de boda.
—Yo tampoco lo sabía. Y eso que Frank me llama por la mañana y por la tarde, pero ya sabes lo despistado que es.
—Claro, claro. De modo que quedamos en eso. Me dejas el aviso en el contestador y yo pasaré a buscarte, si es que decides viajar conmigo.
—Casi seguro que sí, Freddy.
—De acuerdo. Buenos días, Alexia.
—Gracias por tu llamada, Freddy.
A la una de la madrugada, Freddy Jones llegó a su pequeño apartamento. Detestaba los hoteles. Y como viajaba a Nueva York y a Boston una vez al mes, prefería tener aquel apartamento diminuto, donde vivía a sus anchas los pocos días que permanecía en aquella ciudad. A veces era Frank el que viajaba, pero Frank prefería los grandes hoteles; detestaba los apartamentos diminutos. Pero eso era cosa de gustos. Cada cual hacía lo que le apetecía.
Cuando ambos quedaron huérfanos, sólo tenían un nombre ilustre, una renta exigua y muchos amigos.
Lo decidieron de repente.
—¿Un negocio?
—¿Y de qué, Freddy? —le había preguntado Frank.
—No sé, tenemos que pensarlo mucho. Hay que triunfar.
Y se decidieron por los vídeos. Primero, a pequeña escala, y después a escala casi mundial. La cosa iba muy bien. Es más, Dolly, la esposa de Freddy, que se negaba a tener hijos, y con la cual se hallaba casado antes de emprender el negocio, pidió encargarse de las relaciones públicas de Miami, y Frank accedió. Esto significaba que trabajaba con ambos. Y no hacía mal el trabajo, pero todo lo demás lo hacía pésimamente.
A Dolly le encantaba la vida social, y tenía muchos amigos. ¿Para qué engañarse?
Él detestaba la vida social, y también tenía amigos, pero prefería irse a casa y ver un vídeo o leer un libro antes de pasarse las noches bailando en una discoteca.
Dejó de pensar en su vida íntima y particular para levantar el contestador.
Y oyó la voz de Alexia:
—Oye, Freddy, ya lo tengo todo dispuesto. Los encargos que compré van facturados en otro avión, de modo que puedes pasar a recogerme a las siete. Estaré abajo, en el portal. No llevo más que una maleta y un bolso de viaje. No quiero causarte ningún problema.
Y tras una breve pausa, cuando ya Freddy iba a apretar el botón, oyó de nuevo la voz de Alexia:
—Frank ya sabe que he decidido viajar en tu avioneta particular, de modo que nos estará esperando en el aeropuerto. Gracias, Freddy.
Éste esperó aún unos segundos, y después desconectó el contestador y se dirigió al baño. Estaba cansado. Había hecho un buen negocio con «Robinson y Compañía», pero su trabajo le costó, y no porque los clientes fueran reacios, sino porque él, como en toda su vida, detestaba las noches de copa en copa y de cafetería en cafetería.
Se puso el pijama, se tendió sobre el lecho y puso una mano bajo la nuca. De vez en cuando le gustaba hacer recuento de su vida.
Tenía veinte años y la carrera de electrónica cuando falleció su padre en aquel accidente, precisamente con el padre de Frank. Apenas si se habían tratado hasta entonces. Frank le llevaba seis años, por lo que sus amistades eran distintas. Sin embargo, con el fallecimiento de sus padres compartieron muchas cosas. Entonces decidieron emprender algo que les permitiera vivir más que de nombre y amigos encumbrados.
Por aquel tiempo, él tenía una novia que le llevaba dos años. Él refugió en ella su soledad. Los vídeos, por otra parte, empezaban a proliferar, y, estudiando con Frank la forma de salir del atolladero, decidieron pedir un préstamo.
El negocio se acreditó. Ambos trabajaban al máximo. Él se casó y vivió feliz un par de años, compartiendo el tiempo con su esposa Dolly y con el negocio, que prosperaba.
Por otra parte, como habían procedido como buenos fabricantes, el mercado se ampliaba, y si bien otros muchos, se dedicaron a lo mismo, ninguno consiguió el prestigio y la credibilidad de que él y Frank disfrutaban.
Fueron años duros, pero bien que valió la pena.
Freddy se cubrió con la sobrecama, al tiempo que ponía en hora el despertador, que por la mañana sonaría como si restallara un trueno, y siguió pensando, con la luz apagada y dispuesto a dormir hasta las seis. Tenía la maleta preparada y la bolsa de viaje.
Se daría una ducha y se marcharía a toda prisa en un taxi que ya tenía avisado para que lo recogiera a las seis y media, pues desde allí tardaría media hora en llegar a la mansión donde Alexia residía con su anciana abuela.
Pensaba que se había casado excesivamente joven, que carecía de experiencia y que tenía demasiadas preocupaciones comerciales y ningún amor, salvo el de su mujer.
Dolly, al principio, se portó divinamente. No había dinero; sólo se podía gastar aquello que se tenía controlado.
Pero las cosas cambiaron cuando todo empezó a ir viento en popa. Dolly decía que no le gustaban los niños, que eran una carga pesada, que arruinaban la vida de los padres. Al principio, dada la situación, él aceptó esta decisión de ella, pero después que las cosas empezaron a ir bien, deseó tener un hijo.
Y entonces, cuando todo empezó a deteriorarse, Dolly decidió trabajar en la empresa de los dos socios.
Lo pensó mucho antes de hablar con Frank de ello.
Y cuando lo hizo, a Frank le pareció una idea fenomenal.
—Es atractiva, lista, culta, tiene experiencia y, como relaciones públicas, nos puede servir de mucho.
—Pero es que yo prefería que mi esposa estuviera en casa o que se ocupara de un trabajo menos social y mundano.
—Eso, discútelo con ella. De no ser Dolly, tendremos que buscar una relaciones públicas experta. Y se me antoja que Dolly lo es. ¿A qué fin tenerla en casa, cuando lo que ella desea es trabajar?
—Me gustaría tener familia. Hijos, una casa más cómoda.
—Pues cómprala. Puedes. A mí, como no pienso casarme de momento, me basta el apartamento.
Compró una mansión preciosa, con piscina, cancha de tenis, amplio jardín.
Pero no sirvió de nada. Dolly no se conformaba. Al principio sí, pero, como casi siempre sucede, cuando se tiene de todo se desean cosas distintas, y Dolly siguió con su afán de trabajar.
Entró, pues, en la empresa, cuando ya tenían la sucursal de Nueva York. Más tarde abrieron la de Boston.
Los viajes se sucedían. Dolly era, a decir verdad, una relaciones públicas de mucha importancia.
Aprendió en seguida su trabajo. Atrajo a muchos clientes más y las cosas prosperaron.
—Para que después digas —solía decirle Frank—. Es una experta, y cada día sabe más del negocio.
Freddy pensaba que, si bien cada día sabía más del negocio, del hogar sabía cada día bastante menos.
Salía con frecuencia, a veces con clientes, y no volvía hasta el amanecer.
Nadie notaba nada, pero Freddy lo tenía claro. Aquella unión terminaría en divorcio un día cualquiera. Por su parte, Dolly, el asunto del divorcio, lo tenía bien asumido. Era él quien no quería. Quien esperaba que su mujer se cansara un día de las relaciones públicas y decidiera integrarse más en el hogar.
Pero no. A Freddy se le iban desvaneciendo las esperanzas.
Frank, en cambio, estaba encantado, por razones obvias. Dolly conocía su trabajo, y éste prosperaba con su ayuda. De simple principiante, pasó en seguida a ser la jefe de todas las relaciones públicas de Florida, y, más tarde, de Nueva York y Boston, donde ellos tenían la red de fábricas de vídeos que se vendían y exportaban a todo el mundo.
Siete años llevaba casado y cinco de absoluto vacío sentimental. Es más, no se acordaba de cuándo él y Dolly habían dormido juntos la última vez. Hacía siglos, o eso le parecía, aunque ya no le importaba.
Frank siguió unos años en su vida de soltería y sólo mirando el negocio. Cuando se quejaba, él le solía decir:
—Pero, hombre, ¿para qué quieres hijos? Yo no me voy a casar, pero, si algún día lo hiciera, los hijos serían lo que menos me importaría. Seré demasiado egoísta, pero tú pecas de sentimental.
—Deseo un hogar. Nunca lo he tenido de verdad, y me gustaría formarlo con mi mujer.
—Mira, Freddy, si Dolly no desea tener hijos, déjala en paz.
—Si ya ni lo discuto.
—Pues mejor para ambos.
—Es que, a este paso, tendremos que divorciarnos.
—Hazlo. Eso se hace con suma facilidad. Háblalo con Dolly.
Sí que pensaba hacerlo.
Un día cualquiera, cuando tuviera oportunidad, hablaría del asunto. Doily estaría de acuerdo, pues más de una vez tocó aquel punto, aunque sin profundizar demasiado. No se entendían. Pensaban de modo muy opuesto.
No deseaban las mismas cosas; a veces no tenían nada que decirse, salvo hablar de negocios. Y él pensaba que para tales fines estaban los despachos y las oficinas, o las comidas a deshora con clientes.
Le vencía el sueño y se le iba la mente casi sin percatarse.
El vuelo a Miami tendría lugar al día siguiente. Estaba seguro de que, una vez en la sede central, citaría a Dolly en casa y hablarían del asunto.
Contaba entonces veintisiete años.
Capítulo 2
Lo más sorprendente fue cuando Frank le dio la noticia de su boda con Alexia Nielsen.
—Pero tú, tan enemigo del matrimonio…
—Oye, que tengo treinta y tres años, y ya no es cosa de esperar más. No pienses que me caso, como tú has hecho, para formar una familia. Me caso porque Alexia me gusta y porque es una estupenda compañera.
—Y una heredera de muchísimos millones de dólares.
—Eso se acepta como algo añadido, que no hay por qué despreciar. Pero la verdad es que me he enamorado.
Y nada más y nada menos que a sus treinta y tres años se había enamorado de una chica multimillonaria y única heredera de una colosal fortuna, y con veintidós años.
Claro que, para él, el asunto no servía.
Pero tampoco tenía por qué culpar a Frank. Si se había enamorado, como él aseguraba, no tenía por qué no creerle.
—Serás mi padrino de bodas —le dijo un día inesperadamente—. Me caso dentro de dos semanas.
Fue cuando conoció a Alexia.
Era preciosa, pero, más que eso, atractiva y con mucha clase. Pelo rojizo, ojos verdes. Delgada, esbelta y muy deportista.
Poseía una elegancia natural que para sí quisiera una princesa.
Se durmió pensando en todo aquello.
Es más, fue a comer con ellos, invitado por Frank, su primo, dos o tres veces. Y también estuvo en la fiesta de compromiso. No faltó Dolly a tal ceremonia. Y allí conoció a los padres de Alexia. Gente estupenda, muy familiar, con dinero pero a la vez muy sencillos.
Dolly le dijo al regresar a casa.
—Frank es un tipo listo.
—¿Por qué lo dices?
—Pues mira qué perla de chica encuentra. Además, cargada de dinero.
—Frank no necesita dinero. Hicimos el suficiente para no necesitar más.
—El dinero nunca sobra.
No. No lo creía así.
A él le bastaba, si bien no era de extrañar que Frank, a su edad, se enamorara de una chica dulce y de tanta clase como Alexia Nielsen.
Se durmió al fin.
No supo qué soñó. Pero sí que el maldito despertador le indicó que la hora de dejar la cama había llegado.
Por eso se tiró de ella a toda prisa y corrió al baño. Por una vez que su primo le pedía un favor, en modo alguno podía faltar a su palabra.
Bajo la ducha y sintiendo el grato azote del agua, pensaba en la mansión que, como hogar, había comprado Frank. Podía. Le sobraba el dinero; el negocio iba cada día mejor. Las exportaciones de vídeos producían enormes dividendos, y el mercado se extendía cada día más.
Esta mansión no quedaba lejos de la enorme propiedad de sus futuros suegros. Era como una casa de cine, para películas de súper lujo. La decoración era exquisita. Tenía cancha de tenis de reglamento, y hasta se había hecho un campo de golf.
Por lo visto, pensaba Freddy, y así se lo había dicho a su primo, «a ver quién puede más. Tus suegros o tú».
—Pueden más ellos, pero no quiero que piensen que meto a su hija en una pocilga.
—De una pocilga a esto hay tanta diferencia como de un pequeño matorral a un árbol frondoso.
—Lleno de luces, Freddy. La amo. Es una chica estupenda. Culta, inteligente, linda y joven. Escandalosa y deliciosamente joven. ¿Qué más puedo desear?
—Ciertamente, nada. Lo tienes todo.
—Pues ya ves, ahora te digo que tengas hijos, que convenzas a Dolly.
Demasiado tarde.
Dolly y él, maldito si tenían nada que decirse.
Dejó de pensar. Salió de la ducha, para después secarse y vestirse.
Mientras se ponía un pantalón beige y una camisa azulada y buscaba la chaqueta de punto, pensaba en la primera avioneta particular que tuvo. Era de segunda mano, pero aguantó lo suyo. Ahora tenía una nueva, aunque quizá menos potente, pero le trasladaba de un lugar a otro con suma facilidad.
Frank, en cambio, tenía una mucho mejor, pero no la pilotaba él. Siempre disponía de mecánico y piloto.
La suya era más fácil de manejar. Por eso él iba solo.
Nunca tuvo un percance. Tenía cinco años de experiencia en el manejo de avionetas.
Ya vestido, se calzó unos zapatos marrones, brillantes, sin cordones.
Se miró al espejo con su siempre incierta desgana.
Era alto, delgado, musculoso. Cabellos de color castaño claro, ojos pardos, rasurada la barba.
Por la nuca le sobraba siempre algo de pelusa, pero él no le daba importancia. Solía cortarse el pelo de tarde en tarde. Lo que más le desesperaba era ir a una barbería. En cambio, Frank disponía de peluquero particular, pero eso era cosa suya. Frank aprendió a vivir en seguida a lo grande, como, al fin y al cabo, le enseñó su padre. También a él le enseñó, pero poco más.
Iba ya en el taxi fumando un cigarrillo. En casa se había tomado un café, que él mismo se hizo en la cocina eléctrica que tenía en el apartamento.
Alexia vivía en la Quinta Avenida, en un palacio muy del estilo de los Nielsen.
Dos semanas después sería la boda, y él iría de padrino, porque Frank se lo había pedido, por ser el único pariente que tenía. Tendría lugar la boda en la capilla privada de la mansión de los Nielsen. La ceremonia sería, sin duda, multitudinaria, igual que el banquete, que se celebraría en los amplios jardines de la mansión.
Ojalá Frank fuese más feliz que él. A fin de cuentas, lo sería, porque él se casó sin apenas conocer el mundo, y Frank lo hacía de vuelta de todo y con una chica jovencísima.
Él lo hizo con una mujer que era dos o tres años mayor, pero eso no contaba. Contaba, en cambio, la forma de ser de cada cual.
Distintos. Con gustos muy diferentes.
¿Adónde podría llegar todo aquello? ¿Qué desenlace tendría?
Dolly, cualquier día, le diría que se divorciaba, que deseaba ser libre, o se casaría de nuevo con un hombre que la entendiera mejor.
Pues todos felices.
A él, su mansión, con ser mucho más pequeña y sin la ostentación de la de su primo, le parecía acogedora. Para él solo y el matrimonio que tenía de servicio, a veces le parecía enorme.
Doris y Frank le miraban con frecuencia con cierta pena, como diciendo: «Pero ¿qué será de este infeliz?».
Él no sabía cómo sería su futuro.
Trabajo y más trabajo. Pero, felicidad de pareja, nula.
Al principio, sí que protestaba cuando Dolly llegaba al amanecer.
Ahora, ya ni eso. Que cada cual hiciera su vida, y Dolly, evidentemente, la hacía.
El taxi se detuvo, y los pensamientos de Freddy se congelaron.
En la acera, ante la mansión, estaba Alexia, con un criado que tenía la maleta y el bolso de viaje.
—Pudo habernos llevado Jim —dijo Alexia asomando la cabeza por la ventanilla.
Freddy parpadeó.
Olía muy bien. A frescor, a colonia de baño, a mujer.
Sonrió apenas.
—Ya tenemos el taxi aquí. No vale la pena que saquéis el auto.
El criado metió la maleta y el bolso en el maletero con ayuda del taxista. Alexia, ataviada con un traje pantalón color verde pálido y camisa naranja, se despidió del sirviente.
Freddy se asombró al ver que le estampaba dos besos en cada mejilla.
—Cuida de la abuelita, Jim.
—Claro, claro, señorita Alexia.
—Cuando me case —añadió, mientras Freddy observaba de pie, firme como un paraguas—, vendremos Frank y yo a pasar una semana con vosotros.
—Gracias, señorita Alexia.
—Ya sabes lo que te tengo dicho, Jim.
—Sí, sí, Alexia.
Freddy, manteniendo la portezuela abierta, observaba la sencillez de la novia de Frank.
Se daba cuenta de que tenía prohibido al sirviente llamarle señorita, y el criado la miraba con adoración.
El taxista esperaba; también Freddy.
Jim besó de nuevo a la joven y Alexia se metió en el taxi a toda prisa.
Después lo hizo Freddy.
—Es que, para mí, Jim es como un familiar. Adora a mi abuela.
—Lo comprendo.
—No creas que es fácil, Freddy. Pero… mis padres lo entienden. Observa las ventanas del palacio y verás caras. Muchas caras.
El taxi arrancó. Freddy aún pudo ver caras de sirvientes en los ventanales.
—Son doce, y todos me adoran. Me crié con ellos tanto como con mis padres. No quiero que vayan a la boda, porque dejarían sola a la abuelita, y ella es muy mayor. Necesita el cuidado de todos.
El taxi rodaba, y la Quinta Avenida iba quedando atrás. También la mansión de la señora Nielsen.
—Yo le digo —iba comentando Alexia pesarosa—, que se venga a Miami. Pero ella no quiere. No puede olvidar sus recuerdos, y todos los tiene recopilados en su casa.
—No te asombrará eso si estás enamorada.
—No, no —suspiró Alexia—. No me asombra en absoluto. Yo estoy muy enamorada, y la abuelita lo estuvo tanto, o más, de su esposo.
—Me parece que esos amores ya no están vigentes, Alexia.
—¿No? Mira, si te digo la verdad, para mí siguen existiendo. Lo siento así por Frank. Además, aún leo novelas románticas. Me encantan. Me hacen soñar, me identifico con los personajes. A veces pienso que vivo un romance así o que me gustaría vivirlo.
—Eres una sentimental.
—Pues sí, no lo niego. Creo recordar que tú estás casado. Alguna vez almorcé con vosotros, y tú tienes una esposa preciosa.
«Pero vacía, pensaba Freddy. Y aún añadió en su pensamiento: Algún día tú lo estarás también. Frank no es el hombre más indicado para darte amor constantemente. Frank ama demasiado el poder y el dinero. No es malo, pero sí demasiado cómodo».
En alta voz dijo únicamente:
—Sí que es preciosa.
—Trabaja con vosotros, ¿no?
—De relaciones públicas.
—Bonito trabajo, si le gusta.
—¿Tú piensas trabajar?
—No, no. Yo deseo formar una familia. He sido hija única y eso me ha condicionado en alguna ocasión. Me gustaría tener muchos hijos. Seis o siete.
«Pues, estás lista», pensaba Freddy, analizando de lejos o de cerca a su primo, que detestaba a los niños.
Claro que quizás el amor por aquella preciosidad de criatura le hiciera cambiar, y era lógico que cambiara.
Se divisaba ya el aeropuerto.
El sol apuntaba, y es que iban a ser las ocho de la mañana, en verano.
—¿Hace mucho que pilotas aviones? —preguntó ella antes de que el taxi se detuviera al lado del avión.
—Cinco años.
—¿Nunca has tenido percances?
Freddy no pudo menos que sonreír.
—¡Jamás! Los aviones, para mí, son como taxis, y además bien conducidos.
—No es muy grande.
—Para mí solo, no necesito más. Ni siquiera copiloto.
—¿Y si un día te sucede algo y no tienes de quien echar mano?
—Todo es automático. Te lo enseñaré cuando subas. Te sientas a mi lado, y tú misma, después que yo te explique, podrás conducirlo.
—Me da algo de miedo.
—Pues quítatelo de la cabeza, Alexia.
Había tres mecánicos en torno a la avioneta. Uno de ellos colocó el equipaje.
Los otros dos disponían todo lo esencial para que el avión despegara.
Freddy se colocó el casco y los aparatos en los oídos, y pidió a Alexia que se sentara a su lado.
—Me da algo de miedo.
—Vamos, no seas tonta. Despegamos ahora mismo y pronto estaremos en Miami. He hecho este viaje tantas veces que me lo sé de memoria.
Se acomodaron ambos, y Freddy manipuló los mandos.
—Mira, Alexia, esto es para esto y esto para aquello.
El avión rodó y enfiló la pista.
Se remontó en seguida.
—¿Lo ves? Si sucede algo, que no tiene por qué suceder, los mandos automáticos van solos, y, si no te fías, observa.
Hizo algunas filigranas en el aire. Alexia se hundió en el asiento donde iba atada.
—No sueltes los cinturones. Para mayor seguridad es mejor que los lleves puestos todo el viaje.
—No los soltaré —respondió la joven algo cohibida—. Si te digo la verdad, mis padres tienen avión privado, pero lo conducen tres personas.
—Serán poco expertas.
—No, no es eso. Es que lleva cama, sala de estar, bar, comedor…
—¡Caramba! —saltó Freddy sarcástico—. Eso no es un avión, es un hotel.
—Pues algo parecido. Papá no sabe pilotar un avión.
—Yo aprendí a los veinte años, si bien no tuve avioneta particular hasta dos años después. Pero me encanta. Me encanta remontarme por los aires. Vengo a Nueva York cada mes. No temas. Si vas crispada, relájate, respira hondo y háblame cuanto gustes.
—Sé qué vas a ser nuestro padrino de boda.
—Lógico, soy el único pariente de Frank.
—Ya me lo ha dicho. Te aprecia mucho.
—Como yo a él —y de repente, porque lo ignoraba—. ¿Dónde conociste a Frank?
—En un club privado. Él jugaba al golf, y yo estaba mirando. Nos presentaron amigos comunes. Empezamos así, de broma.
—¿Tu primer novio?
—Sí.
El avión se elevaba muy alto, altísimo.
Ya no se veía el aeropuerto ni los rascacielos. Sólo se divisaban nubes oscuras.
—¿No te parece que el cielo está demasiado gris?
—A veces se pasan tormentas y ni te enteras.
—¿Y qué sucede si te enteras?
—Que el avión se mueve, pero no pasa de eso. No vayas tan tensa, mujer. Verás qué pronto llegamos.
—Es la primera vez que viajo por el aire sola con un piloto.
—Pues mira que las que he viajado yo sin acompañante…
—¿No es peligroso?
—A veces. Pero yo creo ser experto. Tú sigue tranquila. Cuéntame más cosas. ¿Has estado en la Universidad?
—Sí.
—¿Y qué has estudiado?
—Una carrera de letras. Filosofía. Terminé el año pasado.
—Pero nunca hiciste uso de tus conocimientos… —dijo Freddy sin preguntar.
—No, no. Cuando pensaba solicitar plaza o hacer oposiciones, o ayudar a papá en la administración de sus negocios, apareció Frank.
—¿Hace mucho tiempo? Porque Frank, con ser mi primo y mi socio, es algo introvertido en cuestiones personales.
—Un año escaso. Ya te digo que nos presentó un amigo, simpatizamos… empezamos a salir en pandilla, y cuando nos dimos cuenta, estábamos enamorados.
—¿Muy enamorados?
—Tanto como para terminar casándonos. Ya sabes. Tú has vivido esas experiencias… más que yo y el propio Frank.
«Bueno —pensaba Freddy— eso lo dirá Frank. Yo no he vivido. Me he casado y he intentado ser feliz. Frank, en cambio, vivió como quiso y pudo, y pudo demasiado». Iba curtido al matrimonio, y, con aquella preciosidad tan femenina, tan cautivadora, si no era feliz, es que, además, era un cretino.
La avioneta empezó a moverse de modo irregular.
Freddy dejó de hablar para atender a los mandos.
El avión empezó a descender.
Alexia notó algo en el semblante demudado de su compañero.
—Freddy, ¿sucede algo anormal?
No sabía.
—Espera, Alexia.
—Estamos descendiendo muy aprisa.
—Nos remontaremos en seguida.
Pero no era posible. Los mandos no obedecían.
Freddy sudaba. Se quitó el casco y dijo casi gritando:
—Desabróchate el cinturón.
Alexia, aterrada, hizo lo que él le mandaba.
—¿Qué sucede, Freddy?
—No lo sé. Pero nada anormal. Ocurre en ocasiones. Nos remontaremos en un momento.
Movió las palancas, sin que el avión cambiara su dirección de descenso.
Allá abajo se veía el mar. Un mar azul y transparente, quieto, inmóvil. La avioneta continuaba descendiendo irremediablemente hacia el mar, que parecía una laguna.
—Agárrate, Alexia.
—¿Qué pasa? ¿Qué está sucediendo?
—No lo sé, no lo sé.
Seguía manipulando las palancas, sin que la avioneta cambiara su trayectoria hacia el mar.
Freddy se dio cuenta de que una avería imprevista, de ésas que aparecen cuando menos lo esperas, era la causa de aquella catástrofe.
De modo que lo soltó todo y asió a Alexia por la cintura.
—No te sueltes de mí —le gritó.
Alexia temblaba.
Veía el mar allí mismo, y la avioneta que se iba hacia él, sin posibilidad alguna de elevarla.
—Aférrate a mi espalda —gritó Frank, tan espantado como Alexia, que se agarraba a él como si fuera un garfio—. Así, no te sueltes. Pase lo que pase, no te sueltes. Yo te diré cuándo debemos saltar. El avión caerá en el mar y no se incendiará, pero corremos el peligro de que el remolino nos arrastre al fondo. Tranquila. Por el amor de Dios, tranquila.
Y mientras hablaba, la ató a sí con el cinturón.
El mar estaba a pocos metros, y la avioneta seguía bajando.
—Ahora —gritó Freddy.
Y saltó con ella al mar, antes de que la avioneta se hundiera con un ruido espantoso. Nadando como pudo, huyó del remolino. Si no llegan a tirarse antes, se hubieran hundido con el avión.
Quedaron a flote unidos.
—Freddy…
—Calma, calma.
—Pero tú no estás calmado.
—Yo te sacaré de esto. Verás, verás. Dale a los pies. Aléjate del agujero que la avioneta formará en el mar.
Unidos los dos por el cinturón, movían los pies y las manos, y vieron, no demasiado lejos, cómo el aparato se hundía y formaba un profundo agujero, un remolino.
—Nademos —dijo Freddy con voz ronca—. Nada, Alexia. Por el amor de Dios, no te quedes quieta…
No se quedó. El afán de supervivencia era mayor que el miedo…
Capítulo 3
Afortunadamente, pensaba Freddy, desesperado por la situación insólita que vivía y que era la primera vez que le ocurría, se habían puesto los salvavidas antes de saltar y los tenían enganchados a la cintura.
El agujero que formó el avión al hundirse con un sordo ruido, estuvo a punto de engullirlos, pero ambos, unidos, nadaron a toda velocidad. De modo que ahora estaban lo suficientemente lejos del remolino.
Alexia parecía fláccida. Freddy supo que se había desmayado. Quizá era mejor así.
Él era un nadador experto. Sin soltar el cinturón que lo unía a la joven, pudo desprender los salvavidas y meter la cabeza de Alexia en uno de ellos, haciendo él lo mismo con el otro.
Como iban sujetos al flotador náutico, muy seguro por cierto y suficientemente holgado como para poder navegar sin esfuerzo, soltó el cinturón para atender mejor a Alexia, que, con el flotador, parecía horizontal e inerte en el agua.
La joven tenía los ojos cerrados y respiraba trabajosamente, pero flotaba, que era lo esencial. Además, el agua estaba tan calmada que parecía un lago, y tan transparente que se veían bien los peces.
Freddy decidió no aceptar la tragedia sin luchar por la supervivencia y empujó a Alexia como si fuera un cadáver.
Sin embargo, Freddy sabía que no estaba muerta, pues respiraba. El desmayo le sobrevino, sin duda, por el lógico susto.
Ya dispuesto para sostenerse en el agua sin esfuerzo y viendo a Alexia inmovilizada, miró en torno.
El mar era inmenso.
El cielo, azul.
No había tormenta ni nada parecido, pero el mar era infinito.
Eso indicaba, sobre todo por la calma, que el avión había tenido una avería irreversible. Él no esperaba aquel desenlace, pero, evidentemente, estaba allí, y lo estaban viviendo los dos. Freddy no era de los que en trances semejantes se acobardaban. Sabía, por otra parte, que, si se dejaba llevar por la desesperación, morirían ambos abrasados por el sol o hundidos en las profundidades del mar.
Había, pues, que armarse de valor, de fuerza de decisión y aprovechar que Alexia seguía flotando suspendida por el flotador náutico, y empujarla hacia donde fuese, pero lejos de allí.
Los grises ojos de Freddy, espantados y casi claros en aquel instante, buscaban un trozo de tierra, algo que los recogiera, un barco, un yate… no sabía la situación, ni la podría saber jamás, a menos que se sumergiera y encontrara el avión, para recoger la brújula, pero eso lo consideraba tarea imposible.
La profundidad del mar en aquella zona debía de ser muchísima y el avión se había perdido con todo. No había tenido tiempo de hablar por radio, ya que el descenso de la avioneta había sido súbito e inesperado.
Había dado la situación poco antes del desastre. Pero no había tenido tiempo de recibir respuesta, o quizá ya el avión se hallaba averiado en ese momento.
Fuera como fuese, había que pensar con calma, dejarse llevar sujetos al flotador de Alexia y esperar con paciencia a que ésta recobrara el conocimiento.
Pensaba que no tenía prisa alguna en despertarla, porque respiraba acompasadamente. Su cerebro debía pensar, antes de que Alexia se diera cuenta de la situación desesperada que vivían.
Miró atentamente en círculo.
El mar le volvió a parecer infinito. No se veía vestigio de tierra ni de barcos en el horizonte. El cielo tampoco denotaba que un avión cruzara cerca, lo suficiente para verlos flotando en el ancho mar.
«Piensa un poco, Freddy», se dijo, sin abrir los labios, pero con los ojos aún espantados por el susto y el trance trágico que vivía. «No te alteres, no pierdas los estribos. Si estuvieras solo, pues te salvabas o te morías. Pero llevas a tu lado una tremenda responsabilidad.»
Sus comedidas reflexiones no servían de mucho. Sus ojos se agrandaban buscando dónde guarecerse, pero sólo veía mar y mar. Mar infinito, cielo despejado y la soledad más absoluta.
Empujaba a Alexia con facilidad, dado que ella flotaba. El también, pero el flotador náutico podía desinflarse en cualquier momento; eso lo sabía perfectamente.
Alzó el brazo para mirar la hora. Su reloj funcionaba normalmente: eran las dos de la tarde.
«Estaremos a la altura de Miami», pensó. Pero luego volvía a decirse: «No, el avión, al perder el mando y la velocidad y caer en picado, se desvió de la ruta. Eso lo vi perfectamente en el manómetro».
Por ello, podía estar cerca de Miami como hallarse en pleno océano, sin saber qué latitud ni a qué longitud. La situación, pues, era dramática. Pero él necesitaba de toda su serenidad. Perderla en aquel momento era dejarse morir de calor, de sol, y de hambre.
Empujaba a Alexia con facilidad, porque ésta seguía desmayada o dormida. El susto, sin duda, la había dejado inerme. Empujaba su flotador, que la cubría casi por entero de la cintura para arriba. El cabello mojado le cubría parte de la frente y Freddy se lo retiró con cuidado.
En ese momento ella abrió los ojos.
Eran verdes, grandes, enormes, asustados.
—¿Qué ha ocurrido?
—Calma, estamos en el mar.
—Pero…
—Hemos tenido un accidente.
Ella permanecía asombrada. Flotaba empujada por Freddy; ni él mismo sabía hacia dónde.
—¿Y el avión, Freddy?
—Se ha perdido. Es imposible llegar hasta él, dada la profundidad de esta zona. Hemos de encontrar tierra o que alguien nos vea a nosotros.
Alexia pretendía incorporarse, pero Freddy la empujaba de nuevo para que quedara horizontal, plana.
—Tú sigue tranquila.
—¿En esta situación?
—Alexia, te lo ruego. Si perdemos la paciencia, la voluntad de vivir y los estribos, seremos seres muertos, y los dos deseamos vivir.
—Pero, ¿qué futuro nos espera, Freddy?
—Déjame a mí. No lo sé aún, Alexia. No te quiero engañar. Y menos mal que tuve tiempo de asir los flotadores náuticos. Son buenos y fuertes, pero no descarto la posibilidad de que se pinchen o se desinflen, y entonces tendremos que hacerlo todo a nado. Tú eres una buena deportista.
—Sí.
—Pues, a hacer gala de ello, Alexia.
—¿Podemos, Freddy?
—No lo sé. No puedo engañarte. Estamos en una situación penosa y desconocida. Es preciso hacer frente a ella con voluntad y tesón. Quizá por esta zona desértica haya algún islote. Es lo que busco. O un barco que cruce el mar, un avión que surque los aires. No sé realmente lo que busco, pero sí que quiero vivir, y tú también; de modo que ayúdame cuanto puedas. Yo te empujo y le doy a los pies, y tú mueve los tuyos, aunque te mantengas plana y con el busto sujeto por el flotador.
—¿Es resistente?
—No lo sé. Nunca tuve ocasión de usarlos, pero por la tela —y la palpaba—, parece que lo son… te ruego que tengas calma. Estamos en un aprieto. Yo no sé si soy responsable o no. Sólo sé que a estas horas nos están esperando en el aeropuerto de Miami y sabrán ya que nos hemos perdido.
La tarde iba cayendo.
Alexia no decía palabra. Freddy seguía dándole a los pies y empujando a su amiga.
No sabía adónde iba.
El agujero que hizo el avión al hundirse quedaba muy lejos. Nunca sería localizable. La extensa masa de agua indicaba que la tierra estaba lejos, y Freddy pensaba ya en lo peor, y no decía nada a su compañera.
—Nos buscarán —dijo Alexia con voz apagada. Ya anochecía, se ocultaba el sol, y el calor, antes asfixiante, se hacía más tolerable—. Habrán salido papá y Frank a buscarnos en aviones o helicópteros.
Freddy no respondió.
Pensaba que no sería tan fácil la búsqueda. Él no sabía dónde se hallaban, ni lo podría saber con facilidad, dado que había perdido la brújula y no sabía situarse en plena mar. Se veía poco. Cada minuto, el cielo se oscurecía más.
El mar seguía siendo infinito, y el horizonte se volvía de un azul oscuro, con bajas nubes blancas, como espuma esparcida.
—Freddy.
—Dime, Alexia.
—¿Hacia dónde crees que vamos?
—Lo ignoro.
—Lo dices así y ni te tiembla la voz.
No podía espantarla.
Ni quería asustarla. Pero él era el más rendido a la evidencia de un futuro incierto o inesperado.
No confiaba, además, en que los localizaran. A tales horas, los controles ya sabrían que la avioneta se había perdido y que los dos pasajeros estarían muertos o navegando a la deriva. Conocía casos parecidos, y jamás se supo de los supervivientes.
«Es más —pensaba sin abrir los labios, pues sólo su cerebro trabajaba—, lo lógico sería que nos hubiéramos perdido con la avioneta en el fondo del mar, dada la situación inesperada que hemos vivido. Estamos aún vivos de milagro, y, como lo estamos, debemos resistir.»
—Nos encontrarán —dijo en alta voz para tranquilizarla—. Tus padres tienen medios para movilizar la flota de mar y aire, y Frank, no digamos.
—Y la noche nos cae encima, Freddy.
—Es mejor que, si tienes sueño, duermas.
—¿Y tú?
—Menos mal que hace calor y que el sol se ha ocultado. La noche puede ser un alivio. Mañana, cuando amanezca, ya pensaremos. No voy a dormir, Alexia. Yo velaré. Pero tú, por favor, intenta dormir.
Estaba rendido y a punto de desvanecerse, pero su voluntad férrea le mantenía despierto. Podía ocurrir que en cualquier momento apareciera un hidroavión, un yate, algo que los localizara. Todo dependía de lo distantes que estuvieran de Miami.
Y presentía que la avioneta, mucho antes de caer en picado, había perdido la ruta y se había desviado demasiado.
—Freddy, me siento…
—No me lo digas.
—Lo sabes sin preguntar.
—Claro.
—¿Nunca te ocurrió nada igual?
—Jamás.
Navegaban a la deriva. Freddy sujetaba un cordón del flotador de su amiga. Alexia, rendida, se dejaba ir sin hacer nada.
No podía más.
La angustia, el momento, la situación, la espera de sus padres, la desesperación de Frank, todo le conmovía y la traumatizaba.
Casi ni se daba cuenta de que iba flotando en el mar, nadando sin mover pies ni manos, suspendida por el flotador que Freddy, sin duda, le había metido al desprenderla del cinturón.
—¿Nunca habías tenido ningún accidente?
—No, Alexia, no. No te puedo engañar. Tuvo que ocurrir cuando menos lo deseaba y esperaba. No fue un fallo humano, te lo aseguro. Fue un fallo mecánico. Además, la avioneta era casi nueva. No entiendo lo que sucedió, pero ha sucedido, y debemos aceptarlo así y salvarnos, porque la vida es demasiado hermosa para perderla estúpidamente.
Esperaba respuesta, pero se daba cuenta, aun en la oscuridad, de que Alexia se dormía rendida por el cansancio, la sed, el hambre, la íntima desesperación, que, afortunadamente, no exteriorizaba.
Capítulo 4
Cien veces o más, en aquella larga e interminable noche, despejó el sueño metiendo la cabeza en el agua y sacándola y acompañando todo esto con un resoplido.
Alexia descansaba.
Rendida, agotada, pero, al menos, dormía y recobraría fuerzas para luchar al día siguiente, cuando amaneciera.
Él no podía dormir.
Sabía que, si lo hacía, se ahogarían los dos o se morirían de inercia.
Había que luchar.
Espiaba el ancho mar oscurecido por la noche, y el cielo plomizo, esperando oír el motor de un avión o de un helicóptero.
Nada. El mayor silencio.
Ni una brisa, ni un movimiento del agua.
Ellos dos juntos, sujetos por el flotador, navegando a la deriva. Freddy ya no le daba a los pies. ¿Para qué? Le dolían de tanto moverlos.
Los ojos se le quemaban de mirar. La lengua se le secaba.
Había que mantenerse despierto y vivo. De lo contrario, no amanecerían ninguno de los dos.
Él había prometido a su primo llevarle a Alexia, y lo cumpliría, a menos que ella se muriera antes. Si Alexia no volvía de su sueño, él se dejaría morir.
Era su responsabilidad.
Su deber.
Se mantuvo, pues, alerta. Ni ruido de motores, ni humos, ni luces en el mar. Era más infinito que nunca.
El solía volar, pero no navegar. Nunca pensó en la inmensidad del horizonte ni en la soledad del mar, que parecía no tener fin, tan ancho y sereno era.
«Estamos muy lejos de la ruta a seguir» —pensaba entretanto. De vez en cuando, metía la cabeza en el agua para despabilarse. «Es casi seguro de que no nos buscarán por esta zona. Cuando vi que perdía el control de la avioneta, noté que se desviaba de la ruta. ¿Qué puedo hacer para salvar esta crítica situación?»
Nada.
Lo sabía.
Esperar, mantenerse despierto, velar el sueño de Alexia, que, rendida, parecía muerta.
Pensaba mil cosas en aquella noche interminable que nunca, jamás, volvería.
En su boda prematura. Su soledad de joven de veinte años. Y la boda con Dolly en aquel momento fue un consuelo. En su prosperidad, y de cómo, de la nada, se convirtió en un industrial de prestigio. Y Dolly, con sus manías y sus ideas ultramodernas de no tener hijos que la ataran, cuando los hijos son el consuelo evidente del matrimonio.
Pensaba también en Frank. Tan contrario a la unión matrimonial y, de repente, enamorado de una criatura ideal que iba a darle una familia.
El mundo no estaba bien hecho. Dios lo había puesto a funcionar, pero los hombres habían desquiciado su idea de lo que era la familia, el deber, la situación social, la riqueza y el poder.
Pero, sobre todo, el amor.
El amor que él puso en su unión con Dolly y que, a los dos años, ya no servía para nada.
Cuando el sueño le vencía, sin un ruido que enturbiara su reflexión, hundía la cabeza, y el agua fría, sin serlo demasiado, lo despabilaba.
Pasó una noche interminable. Cuando empezó a clarear vio que Alexia abría los ojos.
—Freddy… he soñado…
—Que estábamos en Miami.
—Pues… sí.
—No estamos, Alexia, y siento haberte conducido a esta situación.
—No, no —respondió ella, intentando incorporarse, pero Freddy no se lo permitió—. Tú no has tenido la culpa. Si acaso el destino, que nos llevó a los dos a esta situación que ninguno de ambos esperaba.
Freddy nunca había visto un amanecer así. Le pareció incomparablemente hermoso, pese a la dramática situación.
—Freddy, tú no tienes la culpa de nada.
—Pero yo manejaba el avión.
—Solo. Eso es lo peor.
—Mira, no. De mi avioneta, lo conocía todo. Hubo un fallo mecánico, y hemos de asumirlo así. Jamás me había ocurrido. Pero, ahora, ten un poco de calma. Es lo único que te pido, Alexia.
—¿Y si no vienen a buscarnos?
No vendrían. Freddy conocía bien la situación, entendía que la ruta se había perdido y que, por mucho que buscaran, y sin duda los estarían buscando, no podrían hallarlos, a menos que pusieran en función una flota entera de aviones y barcos, lo cual no era posible sin conocer la situación.
Él intentó, al ver encima la catástrofe, ponerse en comunicación con el aeropuerto, pero no había podido. El aparato no funcionaba y la situación resultó catastrófica.
—Quizá aparezcan en cualquier momento, Alexia —dijo sin convicción.
—Papá no será capaz de dejar esto así. Me buscará echando mano a todos sus poderes.
Cierto.
Los poderes eran infinitos, pero la impotencia, en casos similares, más.
Freddy lo sabía; por eso dijo únicamente:
—Verás cómo nos encuentran, Alexia.
El sol empezaba a calentar.
En aquella zona, por lo visto, calentaba en seguida de aparecer el nuevo día. Por esto Freddy, algo conocedor de la náutica, pensaba que estaba demasiado lejos de su ruta a seguir por el aire.
No dijo nada. Pero miraba en torno buscando algo positivo.
Un trozo de tierra. Humo en el horizonte, que le indicara la aparición de un barco. Un ruido en el firmamento.
Pero lo terrible era la sensación de aquel silencio espantoso.
—Freddy, tengo sed.
Eso también era terrible.
Él la estuvo sufriendo toda la noche. Del hambre ya ni quería acordarse, pero de la sed…
—Verás cómo encontramos tierra. Un islote, algo donde detenernos.
—¿Y después?
—¿Cuándo, Alexia?
—No sé. Después. Siempre hay un después.
—Y un ahora, y es al que debemos y tenemos que aferramos. Seguir vivos. Y menos mal que nos sostienen los flotadores, que resultan fuertes y sólidos.
—Pero si el tiempo pasa y seguimos en el mar…
Freddy, a eso ya no respondió.
Seguía empujando a Alexia, que, dada la sed, el hambre y el cansancio, no movía pies ni manos; se dejaba llevar por él, empujada a no sabía dónde.
El sol empezó a calentar en seguida como fuego. Freddy notaba que Alexia sudaba en las sienes y en la frente, de modo que, pese a su tremendo agotamiento, le mojaba el pelo de vez en cuando.
Alexia ya no decía nada. Estaba como desvanecida, entregándose a la muerte, que, a fin de cuentas, era lo único que les esperaba.
Pensaba en sus padres como desvaída, dormitando, somnolienta y agotada, muerta de sed y de hambre.
Y, sobre todo, el cansancio de mantenerse siempre en la misma postura. Freddy, en cambio, le daba a los pies, con lo cual conseguía avanzar no sabía hacia dónde, pero a la vez empujaba a Alexia.
Y ella pensaba en Frank, en sus padres, en su boda, que tendría lugar dos semanas escasas después.
En sus amigos y en la boda que sus padres habían preparado y acordado en la mansión paterna.
Todo se iba a desvanecer. Todo quedaba atrás. Lo único importante era sobrevivir. Pero, ¿cómo?
Mar y mar, horizonte vacío, nubes bajas y espumosas, cielo azul…
Sólo eso veía en torno a través de las rendijas de sus ojos casi cerrados, porque el sol calentaba tanto que, además de quemarle la piel, le hacía postillas en los párpados.
Ni un ruido, ni un sonido de nada. Ni siquiera el mar se movía, porque cada vez era más plácido, más plano, más inmóvil.
De súbito oyeron chillar unas gaviotas.
Freddy fue quien las vio primero, lanzó un alarido tan fuerte que Alexia abrió los ojos.
—¿Qué sucede?
—Pájaros.
—¿Y qué?
—¿Cómo y qué? Si hay pájaros, hay tierra.
Alexia intentó moverse.
—No te muevas. Déjame empujarte hacia la bandada de pájaros.
—Freddy, estamos perdidos.
—Quizá no.
—Pero, ¿qué te dicen los pájaros?
—No sé de qué tipo son, pero andan por ahí volando. Si vuelan, es que hay tierra cerca.
—¿Quién te ha dicho eso, Freddy?
—Estás llorando, Alexia.
—Es que…
—Sé lo que es.
E, impulsivo, con la vacilación que tenía, provocada por el cansancio, aún pudo mover los dedos y pasarlos por la mejilla sudada de Alexia.
—Te digo que por donde vuelan pájaros hay tierra cerca. Árboles, vegetación. Algo que nos dé un sosiego después de este terrible trance…
No fue ese día.
Soportaron el calor sofocante. Freddy, casi rendido y a punto de extenuarse, aún tenía valor para mojar la cara de Alexia que cada vez se desvanecía más.
Anocheció de nuevo.
Los pájaros habían desaparecido. Freddy, rendido y agotado, aún sacaba fuerzas de no sabía dónde para empujar el cuerpo inerte de Alexia, prendida en el flotador náutico, que parecía resistir.
Fue otra noche interminable. Freddy estuvo a punto de rendirse, cuando sintió, al alba, los pájaros de nuevo graznar.
Levantó la cara.
La tenía mojada, porque era la única forma de despabilarse, de mantenerse vivo y despierto.
Alexia, en cambio, parecía dormida o desmayada.
Pero respiraba, y eso era signo de vida.
No mucho después, Freddy, vio algo que parecía tierra, arena y pájaros. Tal vez un islote.
—¡Cielos! —gritó.
Pero Alexia seguía dormida, o desmayada.
Freddy sacó fuerzas y empezó a darle a los pies y a empujar el flotador en el cual llevaba Alexia medio cuerpo metido.
Un cuerpo inerte, muerto de sed y de hambre.
Y de cansancio.
Tanto o más sentía él, pero Freddy tenía el deber de buscar una salida, de sobrevivir…
El día ya era claro y el sol aparecía encendido en el horizonte. Freddy veía nubes de pájaros y algo que parecía tierra.
Arena, vegetación, árboles.
Sacudió la cabeza.
Seguro que estaba soñando, pero, con una fuerza que no sabía de dónde le salía, le daba a los pies.
Ya no sabía qué hacer ni qué pensar. Pero iba hacia delante, hacia aquello que parecía un oasis.
Los grises ojos de Freddy, enrojecidos y lacrimosos, como si el sol le hiriera, miraban sin pestañear aquel promontorio de verdor y los pájaros que revoloteaban en torno.
—Nos comerán si cedo —dijo.
Además, lo decía en alta voz, de modo que Alexia sólo parpadeaba, dado su cansancio y su sed.
El sol aparecía brillante y despedía destellos rojizos, calientes.
Freddy estaba a punto de ceder, de dejarse morir, de dormir.
Llevaba demasiadas horas con los ojos desmesuradamente abiertos, y es que temía dormirse, como Alexia, y, si eso ocurría morirían los dos.
—Alexia —le gritó—. Alexia…
Nada. Alexia parpadeaba, pero volvía a quedarse inerme.
—Alexia, me parece que es tierra lo que veo.
Los pájaros enormes revoloteaban en torno a ellos. Freddy los espantaba levantando un brazo, pues el otro sostenía el flotador de Alexia.
—Malditos animales…
Seguía pateando el agua.
Ya veía tierra.
Y la veía con precisión, pese a su turbia y cansada mirada.
—No me engaño. No sueño. No deliro.
Y seguía pateando el agua, mientras una de sus manos empujaba el flotador, donde Alexia iba dormida o muerta. Ya no sabía. Ni quería saberlo.
Lo único importante era llegar a tierra, descansar en la arena, soportar el calor si era preciso, pero a la vez buscar agua para darle a Alexia y algo que comer y con qué reconfortarse.
Cada vez veía el islote más cerca.
Había arena, pájaros, árboles…
Al menos, pensaba como extraviado, podría sobrevivir. No sabía por cuánto tiempo.
Pero la tierra era la única forma de salvar aquella situación.
No pensaba en su mujer, Dolly, ni en su primo Frank, que, a no dudar, les estarían buscando, ni en los padres de Alexia, que no cejarían tampoco en la búsqueda.
Pero, ¿quién podría encontrarlos, si se habían desviado de la ruta?
Le daba a los pies cada vez más desfallecido.
Estaba a punto de claudicar, pero no podía. Era algo obsesivo que se le había metido en el cerebro.
No supo pues, cuándo, al fin, empujó el cuerpo de Alexia hacia la arena, ni cuándo se detuvo pegado a ella, inerte y fatigado, respirando, a punto de quedar totalmente inconsciente.
Tampoco supo el tiempo que transcurrió.
Creyó soñar.
Pensar.
Imaginar que todo era un espejismo.
Tampoco se enteró de cuándo abrió los ojos, tostado por el sol, abrasadas las espaldas.
Cuando abrió los ojos vio la bandada de pájaros que merodeaban por allí.
Estaba tendido en la arena. A su lado, dormida o muerta, se hallaba Alexia.
Parecía inerte, pero respiraba. Tenía los labios entreabiertos, como si le faltara el aire.
No la sacudió.
«Antes —se dijo—, la arrastraré hacia el interior, y después la taparé con algo.»
No encontraba con qué.
Halló luego hojas de árbol, algunas pajas secas, arena húmeda que la marea dejaba al descubierto y se la puso a modo de almohada.
«Aguantará mientras busco agua».
Y, como un autómata, se lanzó hacia el interior.
Miraba en torno, vacilante, aturdido, muerto de sueño, de cansancio.
Pero caminó hacia delante.
Veía a Alexia tapada con las hojas de los árboles que él había arrancado, con la cabeza sobre el flotador deshinchado y sobre la arena húmeda.
Estaba viva.
Respiraba.
Pero sabía que, si él tenía sed y hambre, tanto más tendría Alexia.
Por ello, haciendo un gran esfuerzo de voluntad, recorrió vacilante el contorno.
Encontró un manantial y bebió.
Bebió como un sediento insaciable, sacó de su bolsillo un pañuelo, lo empapó y regresó al lado de Alexia.
Le aplicó el pañuelo a sus labios resecos.
Ella respiró hondo y lo chupó.
Pero como no era suficiente, volvió de nuevo al manantial.
El agua brotaba de las rocas y se perdía en la arena.
Empapó bien el pañuelo y lo puso en sus dos manos abiertas.
Lo aplicó a los labios de Alexia.
Ésta volvió a chupar.
Y abrió los ojos.
—¿Qué sucede? —dijo.
—Alexia, estamos en tierra firme.
—¿Qué?
—Eso, que es agua fresca. Chupa el pañuelo. No tengo dónde traerte más, pero si puedes levantarte… beberás del manantial.
Con mucho cuidado, como si fuera responsable de aquella terrible odisea, la sujetó por los brazos y la levantó.
No era fácil. Estaba agotada y apenas podía moverse. Pero Freddy la sujetó por la cintura y le ayudó a caminar.
—Ven, verás, es una isla con mucha vegetación. Habrá algo que comer. Ya lo buscaré. Lo primero de todo es que bebas, que bebas de verdad.
Y la llevó consigo. Alexia se le escapaba de los brazos.
Los dos estaban muy débiles, agotados. Llevaban tres días al sol, sin beber ni comer.
Al fin pudo acercarla al manantial. Alexia casi no respiraba. Se diría que estaba dormida o desmayada. Pero Freddy hizo un esfuerzo sobrehumano y la colocó junto al chorro de agua.
—Bebe. Refréscate la cara. Hace un calor enorme. Estamos muy lejos de Miami, Alexia. Demasiado lejos.
Y puso la cara de Alexia bajo el manantial, que, si bien no era muy abundante, sí era lo suficiente para beber y bañarle la cara acalorada y sudorosa.
Alexia iba respirando mejor.
Bebía y bebía.
Freddy la apartó del manantial y le dijo suavemente:
—No tan aprisa, Alexia.
—Es que…
—Sé lo que es. De momento estamos en tierra firme y nos encontrarán. No sé cuándo, pero al fin darán con nosotros…
Alexia, saciada su sed, miró a Freddy con los ojos desvaídos.
—¿Tú crees, Freddy?
—Espero.
—Esperar…
—Mira —dijo Freddy sentándose a su lado después que hubieron saciado la sed—, es bueno vivir estas situaciones para que uno se conozca a sí mismo.
—Eso decía papá.
—¿Y no estás de acuerdo?
Alexia se pasó los dedos por el pelo ensortijado, de color rojizo.
Lo apartó de la frente, de los ojos, de la boca, donde se escurrían sus crenchas.
—Lo que pasa es que papá no pensaba que yo me viera nunca en esto. Se refería a otras cosas.
—¿Cómo cuáles?
—No lo sé ahora. Tengo la mente embotada… es como si naciera en este instante.
—Y hemos nacido, Alexia.
Ella miró en torno.
Sus ojos verdes, de una transparencia total. Freddy pensaba que se parecían al mar, que, de tan azul, se tornaba verdoso.
—Mira, si te quedas aquí —le musitó con voz cálida y emotiva—, buscaré algo para comer. Algo habrá en una isla como ésta, tan llena de pájaros.
Volaban en bandadas.
La isla no tenía ruidos, pero sí vegetación.
Alexia saciada la sed, se tiró sobre la hierba.
—Anda, Freddy. Siento no ser tan fuerte como tú.
—Aguarda.
Se alejó poco a poco, algo tambaleante aún, porque, si Alexia sentía el hambre y el cansancio, él tenía aún mucho más, pero veía claro su deber.
Estaban de suerte. Al internarse, encontró árboles frutales. Cocoteros, plátanos… frutas exóticas.
Recogió cuanto pudo y volvió al lado de Alexia, que seguía tendida en el remanso, junto al manantial.
—Mira —y le dio un plátano—. Come con cuidado.
—¿Y tú?
—Yo he venido comiendo. Es una isla poblada de pájaros, aunque sin habitantes. Y tiene árboles, frutas frescas… por favor, come lentamente. Con cuidado. Ahora has de comer poco a poco, para que no te haga daño.
Sentado junto a ella y seca ya la ropa de ambos, porque el calor era intenso, comían fruta. Fruta fresca.
La fruta desconocida, Freddy le impedía que la comiera. Sólo plátanos y cocos, que él habría con una afilada piedra.
—Con cuidado, Alexia.
—¡Dios mío!
—Ten calma. Verás que todo se arregla.
—¿Cuándo?
—Nos buscarán…
—Si llevamos días perdidos…
—Sólo tres.
—Noches y días, Freddy.
—Lo siento, Alexia. Yo fui el culpable. Lo miró desorbitada.
—¿Tú? ¿Por qué?
—Yo manejaba la avioneta.
—También podía ocurrirte a ti solo.
—Claro.
—Entonces, ¿por qué te culpas?
—Come. Come sin prisa, por mucha hambre que tengas… con cuidado, Alexia.
Ella seguía comiéndose el plátano.
Lo devoraba con afán, porque el hambre se lo pedía, pero Freddy la contenía.
—No te apures tanto. Por favor… nos queda tiempo.
—¿Mucho?
—No lo sé, Alexia.
—¿Has visto la isla?
—Aún no. Sólo fui a buscar comida, y encontré esto… pero no te apures, no comas muy aprisa.
—Tengo un hambre atroz.
—Lo sé, lo sé.
—Y temes que comer aprisa, después de tres días de dieta, me haga daño.
—Pues sí.
—¿No has comido tú?
—Un poco. Pero, de momento, he traído bastante. Pero hay que comer despacio.
La brisa, enormemente cálida, obligó a Freddy a llevar a Alexia hacia la sombra que proyectaba un árbol frondoso.
—Aquí estaremos mejor y podremos pensar en el futuro.
—Un futuro incierto, Freddy.
—Puede que sí, pero también puede que no. Tengo que estudiar la situación de la isla, dónde queda, su emplazamiento geográfico… y todo lo demás.
—¿Y si nos dejan aquí?
—Pues también pensaremos. Pero, ahora, descansa un poco a la sombra. Te has alimentado algo, has saciado la sed… deja que lo demás lo descubra yo…
Capítulo 5
A la sombra del árbol, y saciada en parte el hambre, Alexia se durmió. Fue el momento que Freddy aprovechó para descubrir la isla. No era grande. De pie en lo más alto, pudo abarcarla en unos segundos con sus ojos ávidamente abiertos.
El calor era insoportable, Freddy se despojó de la camisa y se la ciñó a la cintura. Con el tórax desnudo recorrió gran parte de aquel islote. Los pájaros eran los únicos dueños y señores del reducto. En torno, sólo se veía un mar infinito, sin límites, como si tras todo aquello aún continuara muchísimo mar.
«Todo el mar del mundo —pensaba Freddy desangelado—. ¿Qué puedo hacer?»
Poco o casi nada.
Recogió más fruta. La había comestible, como eran los cocos, los plátanos y las fresas silvestres, pero ignoraba si todo lo demás sería comestible o venenoso.
Decidió no llevar lo desconocido, por temor a que el hambre obligara a Alexia a comer lo que fuera con tal de saciar el apetito.
Reflexionó sentado en lo alto del islote. Había bastante playa, y la marea subía y bajaba, lo cual él entendía que no era frecuente o que se hallaban más cerca de la costa de lo que suponía. Fuera como fuese, había que trazar un plan, pero no sabía para cuánto tiempo.
Cargado de plátanos, que abundaban en el islote, y cocos, que caían solos de los cocoteros, retomó al lugar donde había dejado a Alexia.
La encontró dormida.
Mejor para los dos.
Él se había alimentado, y Alexia también. Ahora hacía su aparición el cansancio, sobre todo en él, que llevaba tres días y tres noches sin pegar ojo. Cayó junto a Alexia y se durmió casi en seguida.
No soñó nada. Su mente estaba como vacía, por lo que el sueño resultaba reparador. Era como, si, después de un horrible dolor de muelas, al fin éste cesara y le permitiera descansar. Dormía plácidamente. Gracias a la sombra que proyectaba el árbol y a la falta de ropa, pues el tórax lo llevaba desnudo, el calor se soportaba. Se durmió tan profundamente que nunca supo cuántas horas pasó en otro mundo, en otra galaxia, en un lugar plácido y tranquilo.
El calor se iba desvaneciendo, junto con la luz del día.
La noche caía despacio, silenciosa, sin ruidos, salvo el graznar de los pájaros, que en bandadas se iban a sus refugios, y pronto dejarían de graznar.
Y amaneció un nuevo día.
El sol nacía rojizo y se iba esparciendo, como buscando dónde posar sus rayos amarillentos y calurosos.
La primera en despertar fue Alexia, que lo miraba todo sin entender.
Había dormido tanto y tan a gusto que cuando abrió los ojos parecía ignorar todo cuanto en aquellos días había vivido.
Pero, al ver a Freddy tendido a su lado, boca abajo, durmiendo, se quedó pensativa y empezó a cavilar en todo lo sucedido. Al lado del cuerpo inmóvil de Freddy había cocos abiertos, plátanos y fresas silvestres.
Tenía hambre y sed, pero no se atrevía a moverse.
Se quedó sentada mirando a todas partes.
Las palmeras se levantaban esbeltas, pero no se movían como si no existiera la brisa o el aire del mar.
Vio un coco con agua y la bebió a borbotones. Necesitaba refrescarse, volver a la realidad.
Mientras comía la carne del coco, miraba a lo alto y se apartaba el pelo de la cara. Cielo azul. Un mar infinito y la densa vegetación del islote.
Esperaba que de un momento a otro apareciera un hidroavión, y sus padres bajarían de él y llegarían hasta allí en una lancha.
Pero el silencio era total, salvo el graznar de los pájaros, que se iban volando en fila interminable, daban vueltas, y volvían a las copas de los árboles, a las peñas, a la arena, que parecía húmeda.
No podía moverse. Le dolía todo el cuerpo. No tenía hambre, porque la había saciado con la fruta traída por Freddy, ni sed, gracias al agua de los cocos.
Sin embargo, se hacía cargo de la situación. Incierta, confusa, desalentadora y solitaria. Pero tampoco podía, ni quería, despertar a Freddy.
Se hacía cargo de cuánto había sufrido él y de cuánto luchó por mantenerla a ella a flote y mantenerse él…
Por eso volvió a tenderse sobre la hierba. Y volvió a dormirse plácidamente, como satisfecha de súbito.
Hacía calor. El día avanzaba.
¿Cuántas horas llevaban allí?
Miró su reloj de oro.
Eran las dos de la tarde. El reloj no se había estropeado con el agua, porque era sumergible de absoluta garantía.
No quería pensar en el futuro; bastante tenía con haber salvado el presente.
Y como aún no había saciado su sueño, se durmió de nuevo.
«Por lo menos —pensaba entre sueños—, conservo la ropa. Aunque dentro de poco, conforme el tiempo vaya transcurriendo, si no nos encuentran, no sé qué podré ponerme». El traje era poco resistente, demasiado poco para un lugar como aquél.
«Pero eso era lo de menos —reflexionaba dormitando—. A fin de cuentas, estamos vivos y en tierra firme. No nos encontrarán ni hoy ni mañana, pero sí durante la semana. Mis padres no cejarán, ni Frank tampoco».
«La vida —seguía pensando, como si su mente se fuera de su cerebro—, cambia de un minuto a otro. Una está llena de ilusiones, y de repente todo se va al traste. Papá lo decía, y papá siempre supo lo que decía».
Tendida en el césped, a su lado, pero como venida de muy lejos, y estaba allí mismo, cerca de ella, oía la respiración acompasada de Freddy.
¿Cuántas horas durmiendo?
Muchas, pero, gracias a él, había sobrevivido.
Y estaba allí sintiendo bajo su espalda la blandura de un césped caliente, y sobre el rostro la brisa de un atardecer que se convertía en noche de nuevo.
Cinco días ya.
Su reloj, que no se había estropeado con el agua y que, además, era automático, marcaba las fechas. Aunque vacilante o medio dormida, pensaba en las fechas, en la mañana que salió de Nueva York y en la fecha actual. Cinco días, y Freddy llevaba dos durmiendo…
«Tal vez —se decía entre sueños—, yo haya dormido más, porque no recuerdo casi nada del desastre y del salto que dimos desde el avión, cuando caímos al mar y nos sumergimos en él para volver a emerger muchos metros lejos del remolino o agujero tenebroso que formó la avioneta al hundirse».
Al fin se quedó profundamente dormida.
El día se moría de nuevo. Era el sexto en su cuenta mecánica del reloj. La noche, sin ser fresca, era mucho menos calurosa. Ahora se dormía mejor bajo el frondoso árbol.
Habría que pensar después qué hacer para salir de allí.
Quizá Freddy tuviera la solución.
Demostró ser un hombre de recursos.
Freddy despertó al fin y se sintió algo perplejo. No recordaba nada de pronto, pero en seguida se hizo cargo de la situación.
Tenía el tórax desnudo. El sol aparecía por un horizonte azul y lejano. El mar estaba en calma, y los pájaros parecían hacer su recorrido para retornar graznando.
Se pasó los dedos por el cabello y lo notó seco. Encrespado. Él siempre se peinaba sus rizos naturales, pero ahora el pelo se rizaba solo, por el calor y el salitre del agua.
Miró buscando a Alexia.
Se hacía cargo de todo cuanto había sucedido y necesitaba saber dónde andaba su compañera de infortunio.
No la veía por parte alguna. Al final dio un salto.
Lo recordó todo y se dio cuenta de que quizá Alexia se había perdido por el islote.
—Alexia —gritó, haciendo bocina con ambas manos—. Alexia…
Una voz le respondió de lejos:
—Estoy junto al manantial.
Se levantó de prisa.
Estaba despabilado, y es que el sueño había reparado su cansancio.
Se desató la camisa de la cintura y, sin dejar de correr, se la fue poniendo.
—Alexia, Alexia —gritó.
Sin casi darse cuenta, corrió hacia el manantial.
La vio en seguida. Tenía la cabeza bajo el chorro, y con los dedos intentaba peinar sus crenchas rojizas.
—Freddy, perdona, pero te vi tan dormido…
Él detuvo su carrera y respiró hondo.
Se apoyó contra el árbol y se quedó allí mirando la figura femenina, que intentaba, sin conseguirlo, peinar su pelo con los dedos. Tenía el rostro moreno goteando agua, y los labios húmedos, sensuales, absorbían el agua que le resbalaba por la cara.
Era preciosa. Se lo pareció cuando la conoció, pero infinitamente más en aquel trozo de naturaleza aislada. El cansancio se desvanecía, el sueño se había saciado y la realidad se imponía.
Pero, de momento, sólo supo avanzar y meter su cara en el gotero del manantial para alisar sus rizos.
—Hay que pensar, Alexia —dijo sacudiendo su pelambrera e intentando alisarla también con sus dedos—. Hay que ser realistas. Estamos perdidos en un islote. No sabemos aún si el agua sube y lo cubre. Pero no es así, porque, de serlo, no habría esta vegetación. Por lo tanto, mientras esperamos que vengan a buscarnos, debemos acomodarnos.
—¿Y dónde, Freddy?
—No lo sé, aún. Pero para eso tenemos cerebro e imaginación. Ahora estamos descansados, hemos dormido, hemos saciado la sed y el hambre. De momento podemos recorrer juntos el islote. Vamos Alexia.
Andaban descalzos, porque en los tres días y tres noches en el mar habían perdido los zapatos.
—Lo primero será cubrirnos los pies —dijo Freddy.
—¿Y con qué?
—Serenémonos.
—Mira, Freddy. Yo estoy serena. Muerta de miedo, pero deseo ahuyentarlo. Necesitamos sangre fría y pensar que tenemos un futuro incierto y que quizá nunca nos encuentren. Por tanto, yo hago lo que tú digas.
—Vamos, pues.
Y Se fueron.
Asidos de la mano, caminaban dificultosamente por un terreno desigual.
—Haré unas chanclas con hierbas y hojas de árbol. Así no podemos continuar. Se nos destrozarán los pies. Y luego buscaremos dos árboles que estén cerca uno del otro y cubriremos el espacio entre los dos para estar guarecidos del calor del día y de la fresca brisa de la noche.
—Tú no esperas que vengan a buscarnos, Freddy —dijo ella sin soltarse de su mano y sin preguntar.
—No se trata de eso. Vendrán, pero no estoy seguro de que nos encuentren, y eso es importante tenerlo presente. O somos realistas, o estúpidos soñadores, y la situación no se presta a ensoñaciones. La avioneta perdió su ruta, se desvió; sabe Dios a qué distancia estaremos de nuestro punto de destino, es decir, de Miami, a donde volábamos tranquilamente. Hay que hacerse a la realidad más cruda, y como no sabemos el tiempo que estaremos aquí, lo mejor es hacerse a la idea de que estaremos el resto de nuestra vida.
Alexia se detuvo.
Lo miró espantada.
—Estás loco…
—No, Alexia, no intento soñar con imposibles, y lo hago, pero me hago cargo de que estamos demasiado desviados y que aquí nadie nos encontrará de momento.
—¿Y qué sucederá?
—No lo sé. Hemos de acomodarnos. Ayúdame a buscar un lugar apropiado.
No fue fácil.
El islote no quedaba cubierto por el mar, eso era evidente por la vegetación y el césped fresco, los árboles frutales que contenía y las bandadas de pájaros que lo frecuentaban. Además, llevaban allí varios días, y el agua no pasaba de la arena.
Descalzos, Freddy iba buscando automáticamente hojas y lianas…
Las metía bajo el brazo y seguía con dificultad su camino, llevando a Alexia pegada a su costado.
—No tengas miedo —intentaba consolarla—, al fin y al cabo no somos los primeros que se pierden en lugares semejantes.
—Pero yo iba a casarme.
—Claro.
—Y Frank no cejará hasta encontrarme.
Freddy pensaba que Frank era demasiado cómodo, y la incomodidad no le iba, por lo que la búsqueda la prolongaría un mes, todo lo más, y después «si te he visto no me acuerdo». Él tenía la peor perspectiva.
Pero tenía que dejar de pensar.
—Mira, éste es el lugar apropiado.
Y se detuvo.
Eran dos árboles muy próximos uno del otro y cerca de una hendidura que formaba el terreno en escarpa, no lejos del mar.
—Buscaremos pinos, los arrancaremos y formaremos una techumbre. Eso es lo primero que vamos a hacer.
Alexia le miraba desconcertada.
Pero se daba cuenta de que aquello era el fin de una vida plácida y equilibrada.
No lloró.
No era llorona.
Sus padres le habían enseñado a ser fuerte, y estaba demostrando serlo.
Freddy se sentó y empezó a manipular las lianas y las hojas.
—Lo primero es prepararnos calzado.
Alexia se dejó caer junto a él.
—Freddy, ¿y después?
—¿Cuándo?
—Cuando hayamos protegido nuestros pies…
—Disponer de vivienda. Será incómoda, claro, pero al menos las noches no nos pillarán fuera. Será mejor, Alexia, que pensemos en sobrevivir lo mejor posible, y lo que suceda luego será como un regalo del destino, un regalo divino.
Y continuó impertérrito, sentado, haciendo algo así como unas chanclas para los dos.
Capítulo 6
¿Cuántos días han transcurrido ya, Freddy?
El aludido miró el reloj mientras cubría la choza con palos y arbustos.
—Quince.
—¿Quince?
—¿No tienes reloj, Alexia?
—Sí, sí, pero las fechas ya no funcionan.
—Es que tu reloj es demasiado delicado, por demasiado caro. El mío es más barato, pero robusto y sumergible.
Y de manera incesante y eficiente seguía cubriendo lo que para el futuro sería su hogar.
—Después —dijo él haciendo una rápida transición—, nos preocuparemos del fuego. Volveremos a los tiempos primitivos. Dos palos servirán, frotándolos, para hacer fuego. Hay caza menor por aquí. He visto conejos, pájaros… la fruta nos cansará, aunque nos sacia el hambre. Hay que prevenirse, Alexia. Siento tener que ser duro en esta cuestión, pero es lógico que lo sea. No he visto humo por el horizonte, ni luces, ni aviones en el firmamento, lo que indica que estamos muy lejos de lo que era nuestra ruta. Te diré, además, Alexia —añadía calmoso, dominando su pavor—, que debemos aceptar las cosas como se nos presentan.
—A estas horas —dijo ella, sin dejar de ayudarle ya estaría casada.
—Pues sí. Eso es cierto.
—Llevamos perdidos quince días. Seguramente nos dan por muertos, Freddy.
—Eso supongo. Y por eso hay que prevenirse. Cuando salimos de Nueva York era aún verano, pero no sabemos cuándo llegará el invierno. Hay que estar prevenidos.
—Tú estás pensando que esto puede ir para largo.
—Más bien para muy largo.
—Y lo dices tranquilamente.
Él se sulfuró un poco.
—¿Es que pretendes que sea piadoso con mentiras?
—No, no. Freddy. Pero…
—Ya conozco los peros. Por favor, ayúdame. Échame esa rama. Es pesada, pero podrás con ella. Hay que cubrir la choza. Llevamos quince días durmiendo a la intemperie, y la verdad, las noches no son calientes como el día, y el contraste puede enfermarnos. Eso sí que sería grave.
Alexia le ayudaba como una autómata.
La cueva estaba ya cubierta.
Las «paredes» eran altas y los pinos también, de modo que la cueva resultaba espaciosa, se podía estar en ella de pie. A cada lado había un camastro, hecho de hierbas secas, y, al fondo, lo que podía ser un fogón si hallaban la manera de hacer fuego.
—Si lo consigo —decía—, tendremos mucho adelantado. Estoy deseando comer algo caliente.
—Este traje pantalón se me desgarrará, no va a durar siempre, Freddy.
Él la miró de soslayo.
El traje de Alexia estaba desgarrado por algunos sitios. Se le veían parte de los muslos. Tendría que hacer, pensaba, un traje de hojas secas.
Todo muy a lo Robinson.
Pero la cuestión estaba allí y no tenía remedio.
—Ya arreglaremos eso.
—¿Y mis cabellos, Freddy?
—No tenemos peine, Alexia. Hay que aguantarse. Lávalo en el manantial y verás cómo aguanta, aunque se rice mucho. ¿Qué más da eso?
Era tierno, considerado, amante y emotivo y, sobre todo, sabía darle ánimos.
Y, más que nada, era respetuoso al máximo, lo que emocionaba en cierto modo a Alexia.
—Esto ya está —dijo Freddy, ajeno a la admiración que estaba despertando en su compañera de infortunio—. El fuego no prende; tendremos que esperar a que caliente el sol, pero sí tenemos dónde guarecernos, y, de fruta también vive el hombre. Si un día puedo hacer fuego, lo haré lejos de la cabaña, para no incendiarla. Hoy me voy a ir de caza.
—¿Solo?
—Si quieres venir conmigo…
—Quiero. Lo necesito.
—Pues vámonos los dos.
Y se fueron.
A fuerza de palos y piedras capturaron dos pájaros y se les escapó un conejo. Pero de poco servían los pájaros si no tenían fuego para cocinarlos.
Fue una semana penosa, y se adaptaron pese a todo. Se adaptaban, porque el fuego que Freddy pretendía no había manera de conseguirlo.
—O yo no sé —se conformaba—, o es que mentían los que decían que así se hacía llama. Los palos se calientan, pero la llama no surge.
Hubieron de enterrar a los pájaros, ya podridos.
Y siguieron alimentándose de frutas.
Fue un día cualquiera.
Había transcurrido un mes desde el accidente.
Dormían uno a cada lado de la choza y conversaban.
Esto era lo más grato que tenían. Hablar de sí mismos.
Esa noche, al mes del accidente. Alexia comentó:
—Tu mujer estará destrozada.
Freddy fue sincero. No quería trampas en tales situaciones. Además sus instintos, después de tantas fatigas, se iban despertando y avivando. Molestaban.
—Mi esposa Dolly no me espera. Mejor para ella que haya muerto.
—¿Qué dices?
—Pues es así. No somos felices, Alexia. Es más, esperaba que Dolly pronto abordara el asunto del divorcio. Me casé demasiado joven. Ya sabes: la soledad, la muerte de mi padre, la falta de recursos. Mil detalles en la vida que te obligan a buscar un apoyo.
—Pero —se asombró Alexia—, ¿no la amas?
—No.
—Y si no la amas, ¿por qué vivías con ella?
—No lo sé. Te lo aseguro.
—Freddy, tú eres un hombre emotivo.
—Y emocional. Me gusta la familia, los hijos, eso que forma un hogar. Dolly reniega de todo eso.
Un silencio.
No tenían luz, porque faltaba el fuego.
La luna rilaba sobre el mar y despedía destellos fosforescentes. De vez en cuando sus rostros se miraban, se veían.
Casi se palpaban.
—Yo, cuando me case con Frank, pienso tener media docena de hijos.
—Oh.
—¿Lo dudas?
—No, no. Pero me pregunto si algún día verás de nuevo a Frank.
—Me volvería loca si no volviera a la civilización.
—Mira, Alexia, te diré algo que pienso, y no quiero engañarte. Estamos muy lejos. Nadie nos localizará aquí, a no ser por una casualidad. Un yate que cruce, que se detenga. Un barco que nos divise. Pero, ¿cómo? No hemos puesto señales ni tenemos con qué hacerlas… yo creo que harías muy bien en pensar que el futuro es incierto y que nos quedamos aquí para el resto de nuestras vidas.
—Estás loco, Freddy.
—No quisiera estarlo.
—Y, si no amas a Dolly. Porque no la amas, ¿verdad?
—Nada.
—¿Por qué vives aún con ella?
—La sociedad, la situación afectiva vivida. ¡Yo qué sé!
Casi sin darse cuenta se arrastraba hacia el rincón donde se hallaba Alexia.
La joven respiraba con energía.
No había conocido a Freddy, pero ahora creía conocerle bien. Le parecía un hombre, a su modo de ver y sentir, positivo.
¿Lo estaría amando?
¿Sería la soledad en la cual vivían ambos?
¿La comunicación, que se hacía más entrañable cada día?
O quizá, sin casi darse cuenta, el atractivo de aquel hombre, su respeto, su sensibilidad, o lo que acababa de saber, de que no era feliz con su esposa, y que pensaba divorciarse. Fuera como fuese, lo sentía cerca de sí respirando hondo y diciendo en voz baja, tenue, contenida:
—Verás, es que me casé muy joven. Tenía sólo veinte años. Dolly me lleva algunos, pero eso es lo de menos. Lo importante es que se ha negado a tener familia.
—¿Hijos? —preguntó Alexia con un hilo de voz.
—Pues sí.
—¿Y qué razón aduce?
—Continuidad, deseo de ser libre… ¡yo qué sé!
Sentía su voz pegada a su mejilla.
—Alexia…
—Dime, Freddy.
—Es que no sé qué decirte.
—Pues no digas nada.
—¿Amas mucho a Frank?
—Pensaba que sí.
—¿Y ya no lo piensas?
—No estoy segura. La vida me ha dado un duro golpe y lo soporto. El pasado casi no tiene razón de ser para mí… no quisiera que fuera así, pero está siendo. Todo depende del presente y del futuro.
—Alexia…
—No, Freddy. No. Por favor, no.
—Te estoy tocando.
—Y yo te pido —su voz se desvanecía—, que no me toques.
—¿De qué temes?
—De los dos.
—Y de esta soledad, ¿verdad, Alexia? —la juntó contra él. No quería, pero tampoco podía evitarlo—. Alexia.
—Freddy, te ruego…
—¿Estás segura?
No. Por supuesto que no.
Se hallaban demasiado solos. En treinta días se habían conocido más que ella, en los meses de relaciones, había conocido a Frank.
No quería.
Temía aquel sentimiento que nacía, que se hacía fuerte, obsesivo.
Sentía cómo Freddy se escurría en su montón de paja. Y sentía a la vez el calor turbador de su cuerpo, y en el rostro los labios que la besaban, que se metían en su garganta, que resbalaban…
—Freddy, no.
—¿Y qué hacemos aquí solos, sin promesas de futuro?
—Un día…
—¿Cuándo, Alexia?
—No sé, no sé. Pero…
Freddy le buscaba la boca.
Era un beso hondo y prolongado.
Alexia no sabía separarse. Lo deseaba, pero no podía. La soledad, la oscuridad, la naturaleza, el instinto…
—Freddy, basta. No, no bastaba.
Él no podía contenerse. Tampoco la forzaba. Pero…
—Freddy, esperemos.
—¿A qué se pasen nuestros sentimientos?
—¿Existen?
—¿Tú, qué piensas?
Pensaba que la sangre le hervía, que le cabalgaba por las arterias, que en las sienes algo le golpeaba.
Nunca, jamás, en ningún momento sintió con Frank tal plenitud.
Lo separó de sí.
Sus labios quedaban temblorosos.
Freddy se sentó en mitad de la cueva y se pasó los dedos por el pelo.
—Si tú no quieres, no, Alexia.
Ella casi le gritó:
—No me digas eso.
—¿Es que quieres? No, no, pero sí.
Necesitaba llenar un vacío.
Algo diferente.
Algo pleno.
—Freddy, por favor, no me hagas perder los estribos.
—¿En contra mía?
Ella dijo, después de un denso silencio, tirándose sobre el montón de hierba seca:
—En contra de mí misma…
—Sea, Alexia. Sea. Pero me parece que estos días nos hemos visto muy claramente los dos… todo el pasado de ambos es nada comparado con el presente…
—No digas eso.
—Tienes miedo.
—Tengo pavor de haberme equivocado…
—El destino quizá nos ha unido para que nos viéramos…
Empujado por ella, después de aquel largo beso en la boca, Freddy, ardiente, pero considerado, se había vuelto a su camastro.
La sentía respirar.
Era duro saberla allí, y estar tan solos, y desperdiciar algo que surgía en ellos.
—Alexia.
—No, Freddy.
—No quieres que hable de los dos.
—Tengo pavor.
—Lo sé. Pero, ¿qué podemos hacer?
—Los instintos no son recomendables.
—No nos engañemos, Alexia. No son instintos, son eso y, además, sentimientos arraigados. Nos desconocíamos, y ahora, después de un largo mes, nos estamos conociendo.
—¿Y luego?
—Yo lo tengo claro. No sé tú…
Ella sabía que no había recibido un beso como aquél en su vida. La había conmovido, removido todos sus sentimientos, todos sus instintos femeninos, todas sus ansiedades.
Se pegó a la paja seca.
Su voz sonaba ahogada.
—Freddy, quizá uno de estos días nos saquen de aquí…
—¿Estás segura?
—Lo anhelo.
—¿Por escapar de algo nuevo que ha arraigado en ti? Mira, Alexia, yo no pensé jamás en amarte. ¡Jamás! Pero de súbito… pues eso. Siento necesidad de ti, de tu ternura, de tu cariño… de tu consideración más encendida. Me casé siendo un crío y fui feliz un tiempo. Soy emotivo: tú ya lo has descubierto. Soy emocional, sin desearlo. Quisiera ser frío, ver las cosas sólo con la razón, pero me es imposible. Podremos volver o no volver a la civilización. Pero me pregunto, ¿podré yo seguir viviendo con Dolly, mi esposa, y tú casarte con Frank? No estoy seguro. La soledad nos unió, nos miramos cara a cara… y nos hemos visto tal cual somos. Tú, vehemente, sensible, preciosa. Yo, familiar, apasionado, deseoso… ya sé, ya sé. No me digas nada. Siento tu balbuceo en la oscuridad. Pues cállate. No quieres, pues no quieres. Te pregunto, ¿ha sido Frank algo íntimo para ti?
—Mi futuro marido.
—Sabes bien que no me refiero a eso.
—Pues no.
—¿No has tenido relaciones íntimas con tu futuro marido?
—No.
—¿Y antes?
—Tampoco, Freddy; por favor, olvídate de eso.
—En esta soledad es difícil olvidar cosas tan esenciales.
—Te lo ruego.
—Sea, Alexia, pero ya sabes… ya sabes…
—Es que no quiero saber…
—Te da miedo saber y deseas saber.
—Las dos cosas, sí, las dos cosas.
—Pues duerme, Alexia.
—Sí, Freddy.
—Pero me amas, ¿sabes? Me has descubierto; de súbito ha despertado en ti un sentimiento fuerte. Noto en tu boca ingenua que tu futuro marido ni siquiera te enseñó a besar. Eso es lo lamentable.
—Calla, calla.
—Me callo, Alexia.
—Pero estás ahí, respirando.
—¿Y qué puedo hacer?
—Nada, nada. Ya sé que nada.
—Puedo hacer mucho y compartirlo contigo.
—Por favor, no. Verás cómo nos encuentran, y al fin…
—¿Qué fin, Alexia? ¿Eres ya capaz de casarte con Frank?
No lo sabía.
Había visto demasiadas virtudes en Freddy, y además… además.
¡Oh, no!
Se tapó la cara con las manos. ¿Deseaba a Freddy? Pues, sí. Era como una tentación pecadora, dada su educación, sus principios, pero… ¿podía ya alguien evitar todo aquello?
—Alexia.
—Freddy, por el amor de Dios, cállate.
—¿Y, callando, se acallan los sentimientos? Piensa, Alexia, estamos solos. Yo no sé hasta cuándo o si para toda la vida. El avión perdió su ruta. Jamás viajaré solo, sin copiloto, si es que vuelvo, aunque pienso que todo sería lo mismo. Yo soy un desengañado. Un trabajador sin amor, sin compañía. Dolly vive a su manera, y yo le dejo. ¿Qué puedo hacer? Nada. Tú estabas enamorada de Frank. ¿Y qué? ¿Qué podemos hacer solos aquí? Consolarnos. ¿O no, Alexia?
—Te ruego, te suplico…
—Y la voz te tiembla.
—No te acerques, Freddy.
—¿Lo ves? Tienes miedo de otro beso que nos podría catapultar al infinito de la consideración mutua más absoluta. Pues sea. Por favor, te pido yo a ti, que mañana no me recuerdes lo que te estoy diciendo.
—No lo recordaré.
—Pero está dentro de los dos. Es como una pesadilla arraigada, profunda, que no podemos evitar ya… —y bajando la voz, añadió mientras Alexia se tapaba los oídos, porque temía escucharle, y, pese a todo, le escuchaba—. No nos conocíamos apenas. La soledad, la tragedia, trajo tras de sí lo que tú sabes. ¿Para qué negarse a eso? Pero yo no te forzaré nunca. Eres demasiado preciosa para mí. Y no me estoy refiriendo a tu físico. Eso ya no tiene tanta importancia para mí. Lo que perdura, lo que llama, lo que arraiga son los sentimientos, la comunicación…
—Cállate, Freddy, y duerme.
—Te está temblando la voz.
—La soledad, la oscuridad, tu voz, este instante…
—Es lo que te conmueve, ¿verdad?
—Quizá, quizá…
—Pues me callo, Alexia. Es demasiado hermoso lo que siento para gritarlo. Me lo callo y todo queda en mí, pero te arrastra a ti. ¿O no, Alexia?
—Por favor.
—¿Lo ves?
—No quiero ver, ni pensar, ni aceptar.
—Y te mueres de pena, de renuncias, de soledades…
—Lo prefiero.
—¿Hasta cuándo, Alexia?
—Eso no lo sé.
—No temas conmigo. Nunca te forzaré a nada. La soledad podrá ser mutua y larga, pero mientras no comprendas, no te forzaré a nada. Te considero demasiado, te admiro mucho y siento en mí una necesidad perentoria de comunicarme contigo física y sentimentalmente. Nunca pensé que me ocurriría algo parecido. Pero… está aquí, entre los dos, en nuestra soledad. Yo no amo a mi mujer. Dejé de amarla poco a poco. Un día me di cuenta de que no la necesitaba…
—¡¡¡Cállate, Freddy!!!
—Sí, sí, ya me callo. Perdona que ahonde tanto en tus sentimientos y en los míos.
Y hubo un silencio total.
Ella respiraba fatigosamente.
Freddy se mordió los labios, aún calientes de besarla.
La noche seguía su curso.
Una noche más.
Una de tantas.
Y aquellas noches en solitario eran demasiado elocuentes, demasiado sentimentales.
No se conocían de nada, y empezaban a conocerse tanto…
Capítulo 7
Cuando despertó, miró en torno. Estaba sola en la choza. La luz clara y luminosa de un nuevo día entraba por la boca de aquella especie de refugio. Se miró a sí misma asustada. Había dormido poco, pues se había desvelado. Su cabeza era un caos; la situación, terrible, y la soledad, dueña de ambos y de sus voluntades.
Se alisó el pelo con las dos manos y trató de atarlo de modo que no pareciera tan encaracolado. Era un cabello rojizo y abundante, de modo que quizá el crecer más podría llevarlo mejor atado. Sin embargo, en aquel momento el nudo era casi un sucedáneo de aquél y las crenchas se le escapaban por todas partes, de manera que la hacían, si cabe, más bonita, aunque eso ella no lo sabía.
Salió descalza y alisándose el pantalón de hilo verdoso. La casaca se la ató a la cintura prescindiendo del cinturón. Así estaba más cómoda, pero también, ignorándolo ella, más atractiva, más salvaje, más… apetecible.
«Hoy me bañaré en el mar —pensó—. Primero con ropa y todo, así la lavo y se refresca. Aún puede resistir. Después me iré a una cala de ésas que hay por ahí y me bañaré desnuda. A falta de abundante agua dulce, para limpiarse, también sirve la salada».
No lejos de la choza o refugio, o como se le quiera llamar, pues podía parecerse a cualquier cosa, se hallaba Freddy intentando hacer fuego con los dos palos, y con el tórax desnudo, dejando que el sol cayera sobre él como una cascada de fuego.
A su lado había un montón de fruta que él había recogido. Era siempre la misma, porque las había del todo desconocidas para Freddy, y él prefería no tocarlas, pues tanto podían ser sabrosas y buenas como venenosas.
—Freddy —llamó.
Éste levantó la cabeza, sin dejar de frotar los palos.
—No lo consigo, Alexia. O soy muy tonto o no se hace así. Ven y siéntate junto a mí. Será mejor que desayunes. La fruta está fresca y bien lavada. He ido a buscarla al amanecer.
Todo era diferente, pensaba Alexia. No se miraban a los ojos como antes. Eran amigos, pero un sentimiento nuevo los invadía.
«Será difícil continuar así» —pensó ella mientras avanzaba poco a poco y se sentaba en el césped, no muy lejos de él.
Automáticamente empezó a comer la fruta y beber el agua fresca del manantial. Freddy la había traído en un coco vacío que él había convertido en un cuenco o cacerola sin asa.
—Nunca pensé —dijo Freddy, como si no se acordara de la noche anterior, y ella bien que se lo agradecía—, que la necesidad agudizara el intelecto, la imaginación y unas enormes ganas de sobrevivir.
—¿Por qué lo dices?
—Por todo. Tengo un árbol aquí cerca y, con una piedra, hago cada día una raya en la corteza. Añado una rayita en cruz cada mes. Temo que el reloj se me pare en cualquier momento. Por otra parte, con el transcurso de los días, puede ocurrir que se me olvide la fecha del accidente, y de poco servirá después saber en qué día estamos. Además —seguía frotando sin cesar y ni siquiera sacaba humo—, he dado una vuelta por la isla y he visto amanecer. Es la primera vez que veo un sol tan radiante emergiendo de las nubes que parecen espuma. Quiero decir que con anterioridad a este accidente, jamás había visto amanecer. No soy trasnochador y no suelo deambular en las noches… —se encogió de hombros—. La isla no es grande, pero hay algo que parece que fue un embarcadero.
—¿Un qué?
—Sí, no me mires de ese modo. Tengo la sensación de que alguien la habitó antes que nosotros. No sé si por capricho o por necesidad. El caso es que hallé entre la maleza hierros y trapos. Como si fuera en su día una tienda de campaña. Si te apetece, luego iremos por allí. Está al otro lado. Por la arena se llega en seguida. Hay calas y lugares divinos y la marea ni sube ni baja.
—De todo eso te has cerciorado esta mañana.
—La verdad es que no podía dormir. Salí de la choza cuando aún rilaba la luna sobre el mar. Tú dormías.
Alexia pensaba que, si dormía, sería a última hora, porque ella se había pasado parte de la noche cavilando.
Freddy tiró los palos refunfuñando:
—Estos no se encienden por más que los frote. Me estoy deshaciendo las manos sin resultado.
Y se levantó. Alexia se quedó sentada en el césped, con los pies descalzos estirados y moviendo los dedos como si pretendiera hacer ejercicio.
Freddy tenía el pantalón algo caído. Se notaba arrugado.
—¿Qué has hecho con el pantalón? —preguntó Alexia mirándolo, pero sin llegar a los grises ojos de Freddy.
—Me he tirado al agua con él. Se ha arrugado, pero no importa, por lo menos lo lavé. El agua en la orilla está caliente y si te adentras mucho se enfría de una manera muy notable. Pero da gusto pasar del calor al frío y del frío al calor. Vamos, Alexia.
Y estiró la mano. Alexia dudó un segundo, pero luego se asió a los fuertes dedos y él tiró de ella. Se quedaron muy juntos.
—Tenemos que hablar de lo de ayer, Alexia —siseó—. No seríamos sinceros si todo lo dejáramos dentro. Las cosas hay que comentarlas y desmenuzarlas y luego darles una salida a gusto de los dos. Sería estúpido que, dada nuestra situación, nos tragáramos las palabras y ahogáramos nuestros pensamientos.
—Tienes razón, Freddy.
—Ninguno de ambos busca una aventura, Alexia, y tú lo sabes, como yo no lo ignoro. El destino a veces hace jugarretas de este tipo. Tal vez fue mejor que sucediera así, que no más tarde tú te dieras cuenta de tu error o que yo dejara pasar lo mejor de mi propia vida.
La sujetó por la cintura y con la mano libre le quitó las crenchas de la cara.
—Eres muy hermosa, Alexia, pero no es eso lo que me atrae de ti. Lo sé perfectamente. Influye, pero no es la base de cuanto siento —ella le miraba sin parpadear, inmóvil, como hipnotizada—. Hay personas de distinto sexo que se entienden bien, que coinciden en muchas cosas y terminan casándose. Hay otras que pasan al lado y no se enteran… pero también hay momentos en que las personas no ocultan nada, y son como son, y se dan cuenta de súbito de que tienen los mismos gustos, las mismas energías, las mismas apetencias… pueden sucederse meses y años y seguir sin enterarse, pero, en treinta días, verse como son y percatarse ambos de que se han cruzado en la vida sin enterarse de que están hechos el uno para el otro —sacudió la cabeza y siguió pasándose los dedos por el cabello rojizo—. Alexia, yo soy un hombre cabal, o por eso me tengo. Nunca he sido el clásico conquistador, el embaucador, el embustero, el que, para conseguir un objetivo, ofrece el oro y el moro y dice palabras dulces y adopta actitudes coquetas. Yo me considero un hombre natural, apasionado, vehemente, sentimental a veces, romántico otras… siempre hogareño y deseoso de tener una familia verdadera.
La besó en la mejilla. Sus labios resbalaban por ella sin que Alexia se moviera, tal era su íntima y sensitiva emoción.
Los labios cayeron al fin en su boca y la besó largamente, con cariño, reverencioso, sin ese loco apasionamiento que puede asustar a una joven virgen, ingenua y sin experiencia.
Él sabía que Alexia no la tenía. Frank, durante un año, no le había proporcionado la experiencia a pequeñas dosis que necesitaba ella como mujer para llegar al matrimonio.
—Basta, Freddy —dijo ella en voz baja—. Basta.
—Sí, Alexia, pero perdóname. Estamos demasiado solos. No podemos olvidarnos el uno del otro. Ni sabríamos, además.
—Lo sé, Freddy.
—Pues vamos a olvidarnos ahora de todo eso. Daremos un paseo por la orilla de las calas y de paso te enseñaré dónde he visto algo que se parece a una tienda de campaña, muy vieja ya. Pero, en su día, sin duda estuvo colocada en una cala de éstas. Además, hay un embarcadero, o algo que se le parece, como si hubiera estado anclada una embarcación y para bajar y subir hubieran hecho con pinos un paso hasta donde la mar tiene más profundidad. Los hierros pueden servirnos de mucho. La tela, por donde no esté podrida, también. Tal vez no esté aún tan podrida y podamos usarla.
Caminaron playa abajo, hundiendo los pies en la arena. Iban descalzos, y Freddy llevaba a Alexia asida por los hombros.
—Como ves —dijo él después de una pausa que Alexia, absorta, no interrumpió—, en el firmamento no hay ruidos de aviones, y en el horizonte ni una mota de humo. No sé el tiempo que estaremos aquí o si estaremos el resto de nuestras vidas. No es nada alentador lo que digo, pero, si miento para endulzar tu pena, sería un necio.
—Lo sé, Freddy. Y te estoy agradecida por no engañarme.
—Nunca mentí ni falseé situaciones. Mí misma situación con mi mujer está muy clara. Dolly vive su vida. Es jefa de relaciones públicas en la empresa de la cual soy socio. Al principio, yo no quería que ella trabajara —se alzó de hombros, mientras sus ojos, que parecían glaucos a fuerza de darles el sol, lo recorrían todo con la mirada ausente—. Me oponía, porque ese trabajo no era preciso. Yo no estoy en contra de que la mujer trabaje, pero también estimo que el trabajo de la mujer en casa es duro, si desea mantener firme el hogar. Y era eso lo que me gustaba que Dolly hiciese. Por fin me convencieron entre ella y Frank y dejé que hiciera lo que quisiera. Más tarde me dolía que llegase a deshora. Finalmente, todo eso me tenía sin cuidado. Todo sucedió gradualmente, poco a poco, y un día, inesperadamente, comprendí que Dolly podía hacer cuanto le viniera en gana, pues no me dolía en absoluto. Es más, pienso que hace siglos que compartimos una parte de la vida de lo más indiferente, y ocupamos alcobas separadas. No recuerdo cuándo me acosté con mi mujer la última vez, ni ella me reclamó, ni yo intenté hacerlo, porque mentiría a mis sentimientos si lo hiciera.
Continuaron caminando por la arena y se adentraron en una cala.
La llevaba asida por los hombros, y su voz era serena, equilibrada, tranquilizante.
Tanto es así, que Alexia se olvidó de aquella extraña situación, y a ratos incluso pensaba que se hallaba en una playa de Miami tomando el sol o paseando sosegadamente con una persona que le era absolutamente familiar.
Una cosa, pensaba además, era conocer a la persona por fuera, y otra, muy distinta, por dentro. Ella pasó junto a Freddy alguna vez, pero no lo había «visto», y ahora sentía como si le conociera de toda la vida y le fuera familiar, entrañable.
—Hace mucho calor —dijo Freddy, cambiando de repente de conversación—. Pero aquí, en esta peña, la sombra que proyecta ese árbol es casi refrigerante. Si te apetece, podemos sentarnos. Tenemos todo el tiempo del mundo para ver eso que yo creo fue en su día una especie de embarcadero y una tienda de campaña.
Acto seguido, la ayudó a sentarse, haciéndolo él a su lado.
Encogió las piernas y se sujetó las rodillas con ambas manos, dejando caer una mejilla en ellas. Alexia miraba hacia el horizonte, confundiendo el brillo de sus ojos con el verdor transparente del mar, por las muchas algas que desde el fondo le hacían cambiar de color.
—Seguiré intentando hacer fuego —añadió pensativo, sin que Alexia dijera una sola palabra—, pero tengo entendido que de fruta y cocos se puede vivir si uno se adapta. La situación es ésa, y si tenemos que vivir aquí años o meses, mejor es pensar que será para toda la vida. Ya sé que eso duele, que roe, pero, si Dios quiere las cosas así, no veo la manera de cambiarlas. Me siento culpable por haberle hecho caso a Frank cuando me pidió que te preguntara si querías venir conmigo.
—No digas eso. Yo pude negarme y darte las gracias por el ofrecimiento. Nadie me obligó a subir a tu avioneta.
—Si vuelvo a la civilización, jamás volveré a tener una avioneta, sino un avión con todos los mecánicos posibles. Pero hay que tener en cuenta que también los aviones tienen accidentes mortales. A mí me gusta estar solo —añadió, pensativo, sin cambiar de posición—. Me encanta viajar por el aire, manejando yo los mandos y mirando en torno al infinito firmamento. Si te digo la verdad, la petición de Frank me desagradó. Yo prefería el viaje en soledad.
—Conociéndote ahora, sé que es cierto, Freddy.
Él la miró sin cambiar de posición.
Sus ojos parecían más grises que nunca.
—Alexia, ya estoy harto de hablarte de mí, de mis desilusiones, de mis deseos, y tú no me cuentas nada de ti misma.
—¿Y qué puedo contarte que no sepas?
—No sé nada. La noticia que me dio Frank de vuestra boda me causó una enorme sorpresa. Frank, sin ser una mala persona, que no lo es, siempre fue egoísta, y no le gustan ni los niños ni una vida continuada. Él prefiere ir a su aire. Es la persona menos indicada para hacerte feliz. No pienses que digo esto para que deseches la idea de casarte con él, si es que un día volvemos a la civilización. Líbreme Dios de meter cizaña. Pero es mi primo y socio, y le conozco bien. Además, me parece excesiva la diferencia de edad. Tú tienes veintidós años, tengo entendido.
—Ésos… sí.
—Y Frank, treinta y tres y, además, muy vividos —alzó la cara y sus ojos vagaron por el contorno—. Quizás eso sea una ventaja. No estoy muy seguro. Pero, para una chica como tú, ingenua y sensible, me parece que Frank no es el hombre apropiado. Vive de realidades absolutas. No es cosa mala eso, no, pero hay que darle a la vida un poco de imaginación, de ilusión sentimental. De no ser así, la pareja se irá al traste en dos días. No creo que tú seas de las que van al matrimonio sin una seguridad.
—La tenía.
—La tenías… ¿ya no la tienes, Alexia?
—No estoy segura de nada, Freddy. Y preferiría no hablar de eso. Sé, además, que todo lo dices por mi bien, pero me duele haber estado ciega, poder haber fracasado… me aterra el fracaso. Puede frustrarme para toda la vida. Un hombre sin sensibilidad no me iría nunca.
—Pues te estabas equivocando, Alexia, y perdona mi sinceridad. Hemos quedado en que, en esta soledad, el engaño, la falacia, la vaciedad no serviría más que para destrozarnos a los dos.
Le buscó la mano sin dejar de sujetar la rodilla con la otra.
Le apretó los dedos.
—Espero que no estés pensando que te estoy conquistando a base de palabrería.
—No, no, Freddy. Sé que ése no es tu estilo.
—Y tanto que no lo es —y añadió bruscamente—. Anda, vámonos. Llegaremos a ese lugar donde está lo que yo pienso que, en su día, hace mucho tiempo, fue un embarcadero.
Descendió de la peña y la tomó de la cintura.
—Ese rato ahí nos ha servido de descanso. Ahora, más sosegados, podemos ver lo que yo encontré este amanecer, dando vueltas por el islote.
Aún caminaron un rato uno junto al otro.
Freddy añadió, dando un vistazo al reloj:
—Son las doce y media de la mañana. Pero, como no sé dónde nos encontramos, ignoro si la hora concuerda con la de Miami.
—Tú no esperas que nos encuentren, ¿verdad, Freddy?
—No te voy a engañar. No tengo demasiadas esperanzas. Hay que aceptar las cosas así. Con el tiempo quizá nos vayamos adaptando a la situación. Siempre es dura, lo sé, pero… el destino quiso que sucediera así… ven, mira. Ya hemos llegado.
Capítulo 8
Alexia soltó la mano de Freddy y echó a correr. En efecto, aquellos troncos cruzados, saliendo hacia el mar, no eran cosa de la naturaleza, sino de la mano del hombre. Y, por supuesto, los restos de la tienda de campaña tampoco habían nacido allí.
La sacudieron entre los dos. La tela se deshacía por muchas partes, pero el esqueleto podía servirles para algunas cosas.
—¿Tú qué opinas, Alexia?
—Mira, Freddy, yo creo que aquí habitó alguien, pero que no estuvo demasiado tiempo. Es una cala preciosa; tal vez la mejor del islote —miró hacia el mar—. Quizá el yate, o lo que fuese, se quedó anclado cerca. Pero, ¿por qué elegir un lugar tan alejado?
—Eso he pensado yo, y, a fuerza de reflexionar sobre ello, me pregunto si no estaremos demasiado cerca de la civilización.
—¿Supones eso?
—No, no. Hay gente caprichosa que sube a un yate, busca una isla desierta y se apodera de ella por un mes o dos. Lo raro es que hayan dejado la tienda de campaña.
—Y que se molestaran en hacer el embarcadero.
—Sigamos buscando. Quizá encontremos algo que nos dé una pista. O algo que nos sirva para seguir sobreviviendo.
Se adentraron en la maleza. Entre los dos lograron sacar la tienda de campaña, con su esqueleto de hierro, que podía servir para sostener mejor su choza. Después de dejarlo todo bien a la vista y sobre la arena, se adentraron más.
—Mira que si encontramos esqueletos, Freddy —se estremeció Alexia.
—No digas tonterías.
Y de repente, su pie tropezó con algo.
—Eh, espera… mira…
Y levantó del suelo un maletín de cuero.
—Ajajá —exclamó.
Lo abrió con cierta excitación mientras Alexia corría hacia él.
—¡Caramba! —dijo Freddy alborotado—. Si es un neceser de viaje.
Y empezó a sacar cosas de él. Un peine, un mechero, fósforos, jabón, una navaja y varios objetos más—. Esto sí que es providencial.
Alexia saltaba de gozo. Casi se olvidaba de la terrible situación. El caso es que tenían un peine, jabón y fósforos, porque dudaba de que el mechero funcionase.
Efectivamente, el mechero no funcionaba. Pero los fósforos, sí.
—Sigamos buscando.
Y se adentraron más entre los árboles sin soltar el maletín, donde habían vuelto a meter todo lo hallado.
Encontraron unos zapatos viejos que, al levantarlos, se convirtieron en polvo, sólo quedó la suela de goma.
Después, nada más.
—Es mejor volver a nuestra choza —dijo Freddy, algo desalentado—. Carguemos con el esqueleto de la tienda y lo poco, o casi nada, que queda de la tela. Yo llevaré el maletín. Luego miraremos su contenido con más calma. Ayúdame a subirlo todo al hombro, Alexia.
—Lo llevaremos entre los dos. Tú lo has dicho.
—Te digo que, si me ayudas a ponérmelo al hombro, será suficiente. Tú, camina y olvídate.
—¿No vamos a compartirlo todo? —preguntó ella.
Freddy la miró desorbitado.
—¿Todo, Alexia?
—¿Y qué podemos hacer, si no? ¿Morirnos?
—No, no, pero ya pensaremos en ello. Anda, ayúdame.
—Te digo que yo sujetaré por un lado y tú por el otro.
Freddy se encogió de hombros.
—Sea. No hay por qué ser tan machista en casos como éste. Vamos, Alexia. Si te cansas de sujetar, me lo dices. Eres una chica valiente. Si a tu hermosura añadimos tu valentía y tu sensibilidad, tendré que decir que eres la mujer perfecta.
—Con los defectos inherentes a mi sexo, Freddy.
—Siempre hay defectos, y si no se disculpan, mal andará la pareja en su vida en común.
—No entiendo, Freddy, cómo Dolly no te adora.
Él rió. Caminaban los dos cargando el esqueleto y la tela podrida que, por el mismo caminar de ambos, se iba quedando en jirones por la arena.
Poco después, rendidos ya, llegaron al pie de la choza.
—Este sitio es mejor. Nosotros no tenemos yate anclado, suponiendo que los que estuvieran aquí hayan venido por gusto, no como nosotros, arrastrados por la marea y el esfuerzo. Y ese estúpido accidente que no olvidaré mientras viva, por el sacrificio que a ti te está costando.
Alexia descansaba sentada en el césped, mientras Freddy, sin dejar de hablar, amontonaba todo lo hallado en una esquina, para ponerlo de base en la choza cuando tuviera más tiempo.
Escudriñó el maletín: luego se sentó junto a Alexia.
—Mira. Los fósforos funcionan. Son dos cajas. Esto nos servirá para hacer fuego y que yo deje al fin de frotar palos sin ningún resultado. Y un peine para ti, y jabón, que parece que huele bien. Una navaja, que nos hacía mucha falta. Un espejo, Alexia. Un espejo.
Parecía como si hubiese hallado cigarrillos para él, o cosas parecidas.
Se lo dio a Alexia.
—Mírate, Alexia. Verás tu color moreno.
La joven lo hizo algo temblorosa.
—Parezco una negrita, y me apuntan más las pecas.
—Son preciosas, Alexia.
De repente dejó el bolso y todo lo que iba sacando y se arrastró hacia la joven.
La empujó hacia atrás y se inclinó sobre ella.
—Alexia… la gente no se conforma porque no quiere. Quién te iba a decir a ti que una pastilla de jabón, un peine y un espejo te harían feliz.
Alexia no parpadeaba. Miró a Freddy, tan pegado a ella.
De súbito alzó los brazos, dejando peine, espejo y jabón.
—Alexia, Alexia, esta soledad… ¡esta soledad…!
Y se quedó silencioso, con la cara hundida en el seno palpitante de Alexia…
Fue un momento muy especial y muy emotivo para ambos. No se negaron besos y caricias. Necesitaban aquella expansión después de las tensiones vividas.
Era algo profundo y necesario. El contacto físico, la necesidad de sentirse pegados uno al otro, de palparse, de sentirse.
Se encendía la ansiedad: ambos lo sabían. Pero un poco más, y toda prudencia se podía ir al traste. Y esto no servía para ninguno de los dos. Ni la soledad, ni la emotividad, ni la situación.
Se parecían mucho en su prudencia, en su moderación.
—No quieres aún, ¿verdad, Alexia?
—No es eso.
—Sí que lo es. Te noto crispada. Primero estabas blanda, y piensas, piensas y te da miedo.
Era cierto.
No lo podía remediar.
Freddy lo sabía.
Conocía bien a las mujeres, a esta mujer sobre todo, a la que tenía a su lado.
La separó de sí.
Dejó de besarla.
—Volvamos a lo nuestro —dijo roncamente—. Hay que ser fuertes y anteponer a estos deseos y estas necesidades otras más importantes.
—Gracias, Freddy.
—¿Por qué me las das?
—Si tú quisieras…
—Lo sé.
—Y no quieres por consideración.
—No quiero porque tú tienes miedo, y yo no te voy a asustar más de lo que ya estás.
—No entiendo —dijo ella sentándose—, cómo pude enamorarme de Frank.
—Yo te lo puedo decir.
—¿Tú?
—Por experiencias ajenas y propias, no por otra cosa. Nada le quito ni le pongo a Frank, y quizá a su lado fueras muy feliz. Pero nunca podrías ser tan sincera como lo eres conmigo aquí. Digo que te enamoraste, porque fue el primer hombre, porque eres ingenua, porque fue el primer hombre en tu vida. ¿Sabes? Yo creo que tanto la mujer como el hombre han de ir al matrimonio curtidos, con vivencias propias, con entregas absolutas… de la ignorancia y la ingenuidad surgen después frustraciones, y ésas hay que evitarlas a toda costa. Ven, vamos a comer lo que tengamos, y esta tarde podrás dormir dentro de la choza para guarecerte del calor y yo iré de caza.
—¿Tú solo? Ni lo sueñes. Te acompañaré.
—Pero si no has dormido.
Alexia quedó tensa, confusa.
—¿Por qué lo sabes?
Freddy, que manipulaba aún en el maletín, sin encontrar más cosas, notó que se le calentaba la cara. ¡Si sería tonto! Se ruborizaba por su insomnio y por lo mucho que la sintió moverse en la paja seca.
—Estuve desvelado y pienso que tú… también.
Alexia dijo vagamente mientras mondaba un plátano.
—Sí, estuve desvelada.
Pero Freddy, para desvanecer aquel instante tenso para ambos, añadió sonriente, como si minutos antes no estuvieran los dos dispuestos a lanzarlo todo por la borda para sentirse uno del otro.
—Ahora ya te puedes peinar. Mira, mientras yo voy a cazar algo, y traigo leña para hacer fuego permanente, tú te peinas, te lavas y haces todo eso que gustan de hacer las mujeres.
—Te digo…
—Por favor, no me contradigas. Yo te ruego, te suplico, que me permitas ir solo. No sé aun lo que traeré, o si traeré algo, pero la isla está llena de pájaros y conejos. Por lo menos para hacer un caldo caliente, algo conseguiré.
Y se marchó cargado con un hierro que había conseguido desprender de la tela.
—No esperes por mí, Alexia. Ya vendré cuando consiga algo. Al regreso haremos un gran fuego entre los dos. No hay animales salvajes, por lo cual puedes ir al manantial a refrescarte, peinarte y lavarte… esto les encanta a las chicas.
Se perdió entre la maleza muy aprisa, como si, más que cazar, quisiera alejar la necesidad de estar a su lado.
Alexia se quedó confusa pensando en los grandes valores de Freddy. ¿Quién iba a decirle a ella que se iba a topar con un hombre así? ¿Y cómo era posible que la esposa, conociéndole, no le sujetara a su lado?
No entendía nada, ni se entendía a sí misma, pues, si bien Frank la había besado muchas veces en el transcurso de su noviazgo, jamás sintió a su lado los estremecimientos y los deseos que despertaba Freddy en ella.
Era todo diferente.
Otro hombre, Frank mismo, en tales situaciones, sería un compañero aburrido unas veces y violador otras. Ahora se daba cuenta y lo sabía no por lo que Freddy decía a medias, sino por la diferencia que notaba entre ambos hombres.
Freddy era el hombre más considerado del mundo, el más sensible, el más emotivo y el más respetuoso.
Y la amaba.
De eso estaba segura.
¿Y ella a él?
No podía remediarlo.
Fuera por la soledad, por la situación, por el sol, o por el sentimiento, deseaba verlo siempre a su lado, sentir sus besos, sus leves caricias… sus largas miradas…
Nerviosa y como si quisiera hacer tiempo, recogió el peine, el jabón y el espejo, y se fue al manantial.
Llevaba los pantalones arremangados, plegados hasta la altura de la rodilla, la casaca atada por las puntas en la cintura y el pelo enmarañado.
Necesitaba lavarse la cara, y el pelo, y desenmarañar sus rizos.
Lo que ocurriera después ya no era cosa suya.
Era el sentimiento y la soledad, la compañía de Freddy.
La necesidad de sus besos, su proximidad, y cubrir en parte la terrible soledad que sufrían ambos.
«Todo depende de mí» —se decía mientras caminaba—. «Todo, todo. Pero… ¿qué hago? ¿Me entrego, como deseo? ¿Y después? ¿Perdurará este sentimiento, o será inducido por la soledad y esta situación anómala?».
No quería reflexionar.
Le daba miedo.
Pero la situación, con ser dura y terrible, lo era bastante menos con la compañía de Freddy. Eso no lo dudaba. Era obvio que Freddy, para ella, era una revelación que jamás pensó hallar en su vida.
Ni sus mismos padres contaban ya en aquella situación.
Ella y Freddy, y sólo ellos, si podían, tenían que desvanecer dudas, confusiones, desesperanzas. Llenar vacíos y consagrar su soledad uno al otro.
Se lavó y peinó, y procuró dejar su cerebro tranquilo, inmovilizado.
No podía desmenuzar todo aquello. ¿Para qué?
Las cosas, por mucho que ellos intentaran desviarlas, irían como el destino quisiera que fuesen, y ella no se sentía capacitada para desviar lo que el destino le tuviera deparado. Una cosa tenía clara. No amaba a Frank. Frank había sido para ella un deslumbramiento de jovencita. Una necesidad de sentirse mujer. Pero la casualidad, o el mismo destino, quiso que ese deslumbramiento verdadero surgiera junto a Freddy, una persona que antes sabía que existía, pero que apenas conoció, salvo de vista.
Logró desenmarañarse el cabello y se lavó en el chorrito que caía del manantial.
«Si un día esta fuente se seca —pensaba desolada—, se acabará nuestra vida. Y no quiero que se acabe. Ahora siento pasión porque continúe como sea, donde sea y cuando sea».
Fresca ya y con el cabello desenredado y peinado, sujeto con una hierba anudada en cola de caballo, volvió a la choza.
El día avanzaba.
Se hacía tarde.
Todo parecía oscurecerse.
Sentada a la puerta de la choza, sobre el césped, se miró y después miró el horizonte tranquilo y vacío, sólo lleno de agua. Agua que parecía interminable.
«Habrán dejado de buscarme —pensaba—. Ha pasado mucho tiempo. ¿Qué pensarán mis padres, ahora tan solos, y con tantas ilusiones que tenían puestas en mí? ¿Y mi abuela, que esperará en Nueva York que vaya a visitarla después de mi boda?».
Se había quedado casi acurrucada cuando apareció Freddy.
Él, tan optimista, aunque no lo fuera. Pero el hecho de aparentarlo ya suponía mucho.
Venía con dos pájaros y un conejo.
—Ahora haré fuego —le gritó de lejos.
Alexia se despabiló.
Freddy, sucediera lo que sucediera en el futuro, sería su hombre, su razón de vivir. Su sostén, su sosiego y su pasión. Sí, sí, su pasión. Porque ella no había descubierto este sentimiento hasta haberlo conocido en aquel trance.
—Mira, Alexi.
Le gustaba que la llamara Alexi.
Era diferente. Y sonaba de otra manera pronunciado por Freddy.
—Te aseguro —dijo Freddy, como si no tuviera una relación intimista y oculta, que ambos preferían ya ignorar—, que ahora te haré un caldo sabroso.
Y como si no se fijara en la amante mirada femenina se dispuso a hacer fuego entre dos piedras y a encender la leña que cargaba a su espalda sujeta con una liana.
—Verás, verás…
Alexia permanecía estática, conmovida al máximo, pero tratando por todos los medios de superar aquel sentimiento o aquella sensación de plenitud.
Casi no notaba la soledad, la situación, la realidad que vivían.
Prefería ignorarlo todo.
Freddy depositó la leña, juntó dos piedras y encendió un fósforo.
Casi anochecía. La luna ya había aparecido.
E iluminaba todo el contorno.
—¿Sabes, Alexi? Siento la sensación de que estamos aquí porque nos da la gana.
Lo mismo sentía ella.
¿Cómo podía ocurrirle semejante cosa?
Pues le estaba ocurriendo.
Y se deslizó peña abajo para ayudar a Freddy.
—Tú trata de quitarle las plumas a los pájaros. Los asaré. Comeremos caliente. Mañana me preocuparé del conejo.
Luego, cuando ella pensaba que no se había fijado en su peinado, añadió:
—Oye, te has quedado más hermosa con ese peinado. Me gusta la lisura de tus rizos.
Y con esa dulzura innata en algunas personas, le pasó los dedos por la cara.
—Alexi, no te pongas tan guapa.
—Freddy, ¿nunca pierdes el humor?
Lo tenía perdido.
Pero eso era cosa suya.
Perdido para el futuro en la civilización. Entendía más que ella de ciertas cosas y sabía que, si no se hallaban lejos de Miami, se hallaban a lo mejor demasiado cerca para que nadie diera con ellos.
El destino estaba echado.
La situación no podía mejorar, a menos que los dos la aceptaran por igual. Pero había tiempo. Él no buscaba un desquite a su soledad. Buscaba una continuación.
Un algo para el después, si es que ese después estaba planeado por el destino en plena civilización.
Podría parecer extraño e insólito, pero, salvo unos besos escapados, una caricia como al descuido, una conversación apagada y prolongada, no hubo entre ellos nada más en días y días.
Por la noche, Alexia se acostaba primero. Freddy, pretextando alguna tarea, no entraba hasta que ella se había dormido.
Costaba.
Y vaya si costaba. Alexia consideraba cada día más la discreción de Freddy, su represión, su moderación. Porque, a fuerza de vivir a su lado, se daba cuenta de que Freddy, además de hombre, era un caballero.
La situación, sin embargo, se hacía insostenible.
¿Cuánto tiempo?
Ya tenían fuego, lo mantenían a base de troncos y comían caliente. Pájaros asados, conejos, algún caldo.
Pero la intimidad seguía contenida.
Y ya no era ella quien la contenía, era Freddy, que parecía escabullirse, reflexionar, buscar verdades donde sólo había soledad.
Soledad de dos, que es la más peligrosa, y ambos lo sabían, por eso Alexia la toleraba y él la buscaba con todo afán.
¿Un beso? Sí.
Y muchos.
Había conseguido ya que Alexia supiera besar, que no sabía cuándo él empezó a tratarla después del accidente. Sentía. Freddy lo sabía. Pero forzarla, no.
Un día ocurriría lo que tenía que ocurrir. ¿Cuándo?
Eso era difícil preverlo.
Se acostó mientras Freddy merodeaba aún por las calas, solo, divagando. No intentaba interrumpirle; se notaba que eran muy considerados mutuamente. Cuando despertaba, Freddy ya se había ido a cazar. No faltaba ya ni caldo, ni pescado, ni carne asada de pájaros desconocidos o de conejos salvajes.
Un día mucho tiempo después, ella preguntó:
—Freddy, ¿cuánto tiempo llevamos aquí?
Freddy, que comía una pierna de conejo, levantó la cara. Tenía barba.
Resultaba más interesante.
El pelo le había crecido, y la barba le hacía mayor, pero sus ojos seguían siendo puros, de cálida expresión, tan claros, tan grises, tan parecidos al cielo del anochecer.
—Mañana hace cuatro meses.
Alexia se asustó.
Pensaba que sólo habían pasado unas semanas.
Freddy, observando su asombro, añadió:
—Ahora tengo una navaja y la llevo siempre en el bolsillo. Hoy he contado las rayas y la que cruza los treinta días de cada mes. Van cuatro, Alexi.
—Y ya no esperas…
—¿Que vengan a buscarnos? No. No, Alexia. No espero eso nunca más.
—¿Qué haremos, Freddy?
—No lo sé, Alexi.
—Te apartas de mí. Huyes…
—Eres tú la que tiene que decidir.
—¿Y por qué no puedes decidir tú?
—¿Por ti? Nunca, jamás. Eres demasiado preciosa para mí. No eres un objeto, Alexi, ni siquiera para la soledad. Eres algo superior, grandioso —bajó la mirada—. No puedo forzarte. Jamás me perdonaría haberlo hecho…
Alexia se deslizó hasta él.
Se hallaban en el interior de la choza, que, sostenida ahora con el armazón de la tienda de campaña, se mantenía segura.
—Freddy…
Se pegó a él.
Freddy sólo alargó un brazo y la sujetó contra sí.
—Quizás un día volvamos a la civilización.
—Y estaremos juntos, Freddy.
—¿Estás segura?
—Quiero estarlo. Y ahora me siento sola. Tú escapas, huyes… no sé qué pensar de ti.
Freddy no decía nada. La apretaba más y más. La sentía palpitante, ardiente, emotiva…
Capítulo 9
Después de cuatro meses —dijo, como si no sintiera que todo el cuerpo se le encendía teniéndola tan pegada a sí en aquella oscuridad apenas iluminada por la claridad de la luna que entraba por la puerta de la choza—, no tengo esperanza alguna de que nos busquen. Nos han dado por muertos, estoy seguro. Es más, el control del aeropuerto perdió nuestra pista, y no creo que sepa dónde, porque no recibió mi S.O.S. Siendo así —hablaba quedamente, con la boca pegada al cabello de Alexia, pues ella se apretaba a él con los dos brazos, rodeándole la espalda y a la vez con la cabeza apoyada en el tórax desnudo de Freddy—, debo pensar dos cosas opuestas. O estamos a pocas millas de Miami, o nos hallamos muy, muy lejos. Si estamos muy lejos, no nos buscarán por esta parte, y, si estamos cerca, no se les ocurrirá buscarnos aquí, pues, igual que hemos venido a parar a este islote, podíamos haber ido a parar a cualquier playa de Miami. Eso, por una parte, y, por otra, se imaginarán que, antes de caer la avioneta, suponiendo que acierten a saber cómo ocurrió el accidente, yo me haría con la brújula para orientarme. En fin, no nos queda más remedio que esperar.
Le alzó el rostro con un dedo. Alexia, casi sobre él, con todo el peso delicioso de su cuerpo, le miraba en la oscuridad. No era fácil verlo. Por eso soltó una mano de la espalda de Freddy y le pasó la yema de sus dedos por la barba, demarcándole las facciones.
—No sé si deseo que vengan a buscarnos, Freddy. Después de cuatro meses solos aquí, ya me hago a la idea de que he vivido a tu lado y en este lugar toda la vida. Además, no podemos engañarnos ya. Yo he despertado como mujer. A tu lado los sentimientos se agudizan. Todo cambia, y hasta mi modo de pensar y de sentir resulta novedoso para mí. Has dicho, no hace mucho tiempo, que no podemos engañarnos, ni equivocarnos, ni callarnos nada. Yo antes no era así. No sabía ser así. Mis relaciones con Frank fueron un momentáneo deslumbramiento para una jovencita que no había visto más que libros y amigos familiares… he aprendido, en cuatro meses a tu lado, más que en toda mi vida entre colegios, padres y novio.
Freddy la sujetó contra sí, y de súbito le asió la cara con ambas manos.
Sentía que las fuerzas le fallaban y que Alexia era ya su pareja, su sostén y su necesidad.
Sabía también que, en el hombre, el placer impera a la par que el sentimiento, y que la mujer, sin dejar el placer o goce a un lado, sostiene más el sentimiento, y eso le aterraba, porque, para él, Alexia no era una aventura nacida de la desventura que vivían. Era mucho más. Era el deslumbrante descubrimiento de haber hallado una mujer dulce, femenina al máximo, comprensiva y con la cual podía compenetrarse toda la vida sin temor a perder jamás el amor y la necesidad que le inspiraba.
Era, precisamente, lo que se pasó buscando toda su vida o, mejor, desde que comprendió que él y Dolly no tenían ya nada que decirse. En realidad, pensaba, mientras sentía en sus manos la cara femenina que iba acercando más y más hacia sí, que continuar viviendo con Dolly no era por encubrir una situación social, ni por prejuicio alguno, sino por comodidad, por pereza, por no haber hallado la mujer de sus sueños.
Y ahora, de repente, la tenía allí, completa y plena y, además, dispuesta a cuanto él quisiera, o quisieran los dos, y los dos estaban queriendo demasiadas cosas.
—Freddy —le siseó ella—, ¿qué piensas?
Freddy sacudió la cabeza, y en la oscuridad buscó los labios femeninos, que iban al encuentro de los suyos.
La besó desesperadamente. Esta vez no buscaba una caricia pasajera. Tampoco temía encender el cuerpo de su compañera. Lo único que necesitaba era una comunicación plena y conocer a Alexia en toda su femineidad sexual.
—Freddy —exclamó ella con extraño acento—. Freddy.
Freddy dejó de besarla, y Alexia se aferró a él.
Tuvo miedo.
Miedo de que, al día siguiente, Alexia le reprochara su debilidad, su soledad, su desamparo. De haberla amado menos, todo sería diferente.
La soledad era propicia, el tiempo contaba y la noche evocadora, más bien provocadora.
Pero, ¿mañana?
La separó de sí con cierta brusquedad.
—Freddy —gritó ella.
—Voy a tomar un rato el aire, perdóname.
—Pero…
—Alexia, que mañana es otro día.
Se levantó y salió a toda prisa.
Alexia quedó sentada sobre la paja, mirando al frente.
Veía la alta silueta de Freddy en el boquete de la puerta, de espaldas, erguido, desnudo el tórax, casi cayéndole los pantalones arrugados.
—Freddy…
Él dijo, casi gritando, sin moverse de aquel hueco que tapaba la entrada de los destellos de la luna:
—Por favor, Alexia… por favor.
—Ahora me pareces el hombre más cobarde del mundo.
Él giró con fiereza.
Su voz sonó casi atronadora.
—No me digas eso. ¡No lo vuelvas a decir!
Y se alejó a grandes zancadas.
Alexia se tapó la cara con ambas manos.
No sentía vergüenza ni debilidad. Había ido a él porque había querido. Necesitaba su comunicación, y Freddy… ¿por qué?
Le entendía, pero no bastaba entenderle. Ella quería. Estaba al cabo de sus fuerzas. Sus instintos de mujer, su ternura, ya no tenían barreras.
Al lado de Freddy había despertado su ansiedad de mujer, su valentía, su confusión, primero, y su seguridad, después.
No podía engañarse. Los hallaran o no los hallaran, para toda su vida, Freddy sería el único hombre. Casado o soltero, Freddy supondría en su existencia la única razón de vivir.
Sus besos le calentaban todavía la boca, y si bien aquella noche habían sido diferentes, de cualquier modo le resultaron evocadores y despertaron en ella cuantos sueños tenía dormidos o aletargados. No cabía duda alguna de que en ella no imperaba sólo la soledad, ni la necesidad física de una experiencia. Era mucho más. Era toda su vida y su más cálido sentido de la responsabilidad y la sensibilidad.
Entendía a Freddy, no obstante.
Sabía cuán considerado era y de qué forma tendría que doblegarse para huir.
¿Qué más daba ya todo lo que viniera después?
Fuera peor o mejor, lo esencial era estar juntos, compenetrarse cada vez más y sentir, a la vez, el goce infinito de estar juntos y gozar ambos de aquella unión.
A causa del calor, uno de aquellos días había cortado las perneras del pantalón con la navaja de Freddy, de modo que se sentía más fresca. La casaca aguantaba, pero había perdido el cinturón. Ahora la ataba por las puntas y a la altura del vientre.
Sus pies se habían habituado a ir descalzos. Sólo cuando iba por el islote pisando espinos, se ponía aquellas chanclas que, con corteza de árbol, lianas y hojas, había hecho Freddy para ambos.
En aquel momento estaba descalza, y salió a gatas de la choza.
Freddy estaba sentado no lejos de ésta. Tenía las piernas encogidas en aquella postura tan suya, cuando descansaba, que casi parecía estar haciendo yoga. Rodeaba las piernas con ambas manos y apoyaba la mejilla en las rodillas.
Despacio, gateando por el césped, se fue acercando a Freddy y se pegó a su espalda, de modo que con un simple movimiento le besó en el cuello.
Freddy, que no la había sentido, se giró un poco y vio junto a sí la cara de Alexia.
—No te sientas responsable de nada, Freddy. Soy yo la que vengo a ti.
Sin decir nada, Freddy soltó una mano de las piernas encogidas y la volvió hacia atrás. Asió a Alexia por la cintura y la sentó junto a él.
—Ponte como yo —dijo despacio y con mucha lentitud, con una ternura que conmovió a la joven hasta la punta del cabello—. Así se descansa, se desahoga. Es una postura que parece incómoda, pero que relaja. Dobla las rodillas, ponías así y descansa la cara sobre ellas.
—¿Por qué, Freddy?
—¿Por qué, qué?
—Escapas de algo que deseas…
—Si piensas que es por Frank, te equivocas, Alexi —movió la cabeza observando cómo, en la oscuridad, ella adoptaba la misma postura que él y doblaba la mejilla, de modo que se miraban de lado—. Es por ti. Por mí… no quiero que te equivoques.
—¿No será que temes equivocarte tú?
—No soy hombre de falsedades, y lo sabes. Yo me conozco bien. Me gusta la mujer. No paso sin ella con facilidad. Llevo cuatro meses domeñando mi ansiedad. Y no es por mí, sino por ti.
—Pero si yo te digo…
—Estás muy sola conmigo, y eso puede inducirte a pensar lo que sientes.
—Tú me has hecho sentir lo que jamás he sentido, Freddy.
—Mira —dijo él lentamente, como si destapara todos los defectos de su vida—. Dolly es mi esposa de pacotilla. Es decir, para la sociedad lo sigue siendo, pero yo no la reconozco como mi mujer desde hace tiempo. ¡Mucho tiempo! Pero, como yo soy hombre, a veces tenía aventuras. Dolly me puede ser infiel, y supongo que me lo será, pero no me hiere, ni me lastima, ni siquiera toca mi amor propio masculino. Ya no me importan —su voz se hacía más tenue cada vez—, muchas cosas. Por ejemplo, vivo bajo el mismo techo que mi esposa, pero no por ello me importa lo que haga. Nunca nos pusimos de acuerdo en ese tema, porque no lo tocamos siquiera. Fue algo que se destruyó por sí solo, y cada cual hizo lo que quiso. Y si no me divorcié antes, seguro que me divorciaría en cualquier momento en que encontrara algo que de verdad penetrara de lleno en mis sentimientos. El amor por el amor no me basta. Las aventuras se tienen y se olvidan, y se vuelven a tener y se vuelven a olvidar.
—Pero yo no soy una aventura para ti, Freddy —dijo Alexia quedamente.
—Por eso mismo —su mano se deslizó hacia la mejilla de Alexia, que aún reposaba en las rodillas—. Si yo fuera el clásico aventurero, todo sería más fácil. Pero yo, contigo, no busco el hoy sin pensar en el mañana. Ya ves lo que son las cosas. Aún temo a Frank. Aún temo que mañana, pasado, un día cualquiera, nos encuentren o que hallemos la forma de salir de aquí. Y que tú vayas marcada. Distinto sería si fueras una mujer de mundo. Pero has sido una cría, y pienso que te hiciste mujer en este lugar; mujer sin profundidades físicas. Temo que ahora conozcas ese goce a mí lado y pueda defraudarte por ello.
—Yo asumo mis propias responsabilidades, Freddy.
—No cabe duda, pero… ¿te das cuenta de que, dentro de estos sentimientos, ha de haber, además, una comunicación física? Yo no puedo prenderte a un deber… me cuesta. ¡Y vaya si me cuesta! —se levantó de súbito y quedó erguido, como tambaleándose—. Me cuesta tanto, que a veces pasan horas sin que atine con lo que estoy haciendo. Es un esfuerzo que me está hiriendo hasta la sensibilidad. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué podemos hacer los dos?
—Morirnos de miedo, no, ni de ansiedad, ni de pena. A veces, a mí me ocurre que me olvido de dónde estoy, que no recuerdo ni a mis padres, que no tomo en cuenta el sufrimiento que tuvo que suponer para ellos el creerme muerta. Todo se borra de mi mente, Freddy, salvo tú. ¿No te basta eso?
Él volvió la cara sin mover el cuerpo.
—Si sigues hablando así, lo mando todo al traste, y me temo que después te pese.
—¿A mí?
—¿Y por qué no puedo defraudarte, Alexi? A fin de cuentas, a mi mujer no le intereso, y no pasa de ser mujer.
—La forma de ser de cada cual es muy opuesta a veces, Freddy. Y en el caso de Dolly y yo, está claro que no nos parecemos en nada.
—Afortunadamente —dijo él. De pronto, se volvió a sentar a su lado—. De ser como Dolly y tras estar solo contigo en este paraje tres meses y ochenta días, las cosas ya hubieran sido muy diferentes.
Alexia puso la cara, muy despacio, en los muslos de Freddy y él hundió sus dedos en su cabello rojizo.
—Nunca tuve relaciones con una ingenua virgen, Alexi —dijo quedamente—. Jamás. Mi propia esposa dejaba mucho de ser ingenua cuando me casé con ella. Eso no me importó en absoluto. La necesitaba imperiosamente en aquel instante, y muchos días después, y quizá dos años o más —sus dedos se perdían cálidos por el pelo y la nuca de Alexia—. Todo eso carece de importancia cuando se encuentra a la pareja con la cual crees que vas a compartir el resto de tu vida. Formar una familia, tener hijos y criarlos adecuadamente. Lo más importante del amor es la compenetración y la continuidad, y que esa pareja se sepa perdonar los defectos y se tengan muy en cuenta las virtudes. Mientras duró lo nuestro, fue bueno, aceptable, y podía ser perdurable. En ti, todo es opuesto. En realidad, has conocido las necesidades afectivas y sexuales a mi lado y me siento responsable de todo ello. Ya lo sé, Alexia, ya lo sé. No levantes la cabeza, ni me mires, ni me digas nada… ya sé que una pareja de distinto sexo en soledad cae siempre en el mismo hoyo, pero sería demasiado falso si el sentimiento no existiera en ti y en mí. Físicamente, todo es fácil; anímicamente, no lo es tanto. Y para saciar el placer físico sirve cualquier persona. Para que perdure y hacerlo más fuerte cada día, hay que elegir cuidadosamente. La experiencia me lo demostró, y yo no puedo involucrarte a ti en algo que quizá mañana te pese, te traumatice.
—¿Te das cuenta de cuántas excusas pones?
—Son excusas necesarias para que veas mejor lo que no sabes aún.
Le levantó la cara con las dos manos y la miró a los ojos tan de cerca que, dada la postura, la luna le iluminaba su mirada verde.
—Ya sé que un día no podremos contenernos ninguno de los dos, Alexi querida. Pero mientras impere la razón y la voluntad, seamos justos y razonables.
—Y, al final, nos moriremos de pena, nos haremos viejos, nos crecerá el pelo y, a ti la barba, y terminaremos por habituarnos a ser dos amigos robinsones en este islote.
—¿Sabes, Alexi? —y su voz ronca se endulzaba hasta extremos exagerados—. Has aprendido mucho en esta soledad. Has aprendido a ser mujer y a asumir tus responsabilidades como tal.
—¿Y cómo no voy a aprender a tu lado?
Freddy no podía más. Era una necesidad, una tentación. Como aún le tenía el rostro entre las manos, le buscó la boca con la suya. La besó delicadamente. Después sus labios se abrieron con pasión y Alexia también abrió los suyos. Fue un momento crucial.
Cayeron ambos hacia atrás en el mismo césped. Se enredaban sus piernas y sus cuerpos y parecía que los labios no iban a separarse jamás. Alexia sentía como si la sangre se le fuera a escapar de sus venas, y el pulso le palpitaba tanto que tenía la sensación de que Freddy oía sus latidos. Era como si el mundo empezara y terminara allí mismo, como si el después y el mañana no importara.
Todo se reducía a aquel instante, y alzando los brazos rodeó como un dogal el cuello de Freddy.
Ni palabras ni murmullos.
Freddy parecía desbordado, incontrolable. Ella compartía su exaltación, su plenitud.
Capítulo 10
De repente, Freddy la soltó.
Se alejó gateando césped abajo.
E iba gritando como un desaforado:
—No puedo, no puedo. No debo, no debo. Eres demasiado joven, sería como si te violara.
Alexia se quedó allí tendida, algo jadeante.
Miró el firmamento por las rendijas de los ojos. Los párpados se le caían como desfallecidos. Le parecía que cada estrella del cielo la miraba, la analizaba, la sopesaba, y que la cara redonda de la luna, que rilaba sobre el agua quieta, se burlaba de su debilidad femenina.
Oyó a Freddy moverse por el acantilado. De pronto escuchó el ruido de un chapuzón.
Se levantó como impulsada por un resorte.
No podía ver nada. Sólo oía el chapoteo en el agua.
—Freddy, Freddy —gritó.
—No temas —dijo éste, como si el agua le entrara en la boca y le hiciera la voz más ronca—, estoy nadando. Ven a darte un chapuzón.
Alexia no podía. Se quedó sentada en el césped pasándose los dedos por el cabello con ademán automático, vago, sin saber aún por qué Freddy la había dejado y se había ido.
«Seguramente —reflexionaba abatida—, tengo mucho que aprender. Mis padres me han educado y criado como si fuera una figurita de porcelana, sin darse cuenta de que soy de carne y hueso. Y lo curioso es que ahora me conozco bien y sé que soy un ser humano de carne y hueso, pero Freddy entiende más que yo de todo esto. Él es la consideración absoluta, lo cual me hace sentirme incapaz, solitaria a más no poder, inútil para un hombre de su valía y voluntad».
Aquella noche se hacía larga, interminable. Quizá pronto amanecería. Su reloj de pulsera, pese a ser tan caro, se había parado hacía mucho tiempo, mucho más de un mes. Ni siquiera lo llevaba en la muñeca. Lo había dejado sobre la mesa que Freddy había hecho con palos y corteza de árbol y que había colocado entre los dos camastros de paja.
«Es la noche más crucial de mi vida —añadía a sus confusos pensamientos, mientras oía el chapoteo de Freddy en el agua—. La más reveladora. He conocido a Freddy un poco más, con creer conocerlo tanto. Seguro que Frank, en las mismas circunstancias, hubiera sido muy diferente, pero infinitamente menos positivo. Me siento libre de ataduras sociales, de prejuicios, de todo lo que para mí en otro tiempo fue esencial y demasiado válido. Hoy sólo soy una mujer, y dependo de mí misma y, más que nada, de la voluntad de Freddy. Yo no tengo esa voluntad. Yo quiero a Freddy, y siento que le necesito».
Se levantó tambaleándose.
Parecía un fantasma, allí de pie, inmóvil, iluminada por la luna.
Sus pantalones se habían convertido en unas bermudas deshilachadas, y su casaca de hilo se la ataba más arriba de la cintura. Los pies, los tenía endurecidos de caminar descalza. No tenía liana en el pelo, y, como había crecido, se lo podía atar solo. Como lo llevaba suelto en aquel momento, con ademán automático se lo ató.
El nudo le caía a un lado, y algunas crenchas sueltas se le venían por la mejilla y la frente. Las retiró con brío.
—Freddy —gritó—, vuelve.
—Ya voy.
Y sintió sus pasos lentos y fuertes.
Lo vio aparecer gateando por el acantilado.
Venía empapado; el pelo y la barba le chorreaban, pero sus ojos grises tenían un brillo acariciante.
—Da la sensación —dijo Alexia a media voz—, de que no te gusto, que me desprecias, que no me necesitas para nada.
Él sólo pudo alzar una mano y quitarse el pelo de la frente. Después, aquella mano aún húmeda, pasó la yema de los dedos por el rostro femenino.
—Te falta mucho que aprender —siseó Freddy—. Poseerte sería la sensación más hermosa del mundo, pero la más vil, para mí. Al menos, esta noche, en que tantas cosas nos hemos dicho y que nos hemos conocido mejor mutuamente.
Alexia, en un impulso, le asió una mano y la apretó vivamente contra su propio rostro.
Freddy la retiró despacio.
—Mira —dijo quedamente, sin acercarse a ella. Se iba formando un pequeño charco sobre sus pies con el agua que resbalaba despacio de sus pantalones—, si estuviéramos en el mundo civilizado, ni Frank hubiera logrado robarte de mi lado después de conocerte cómo te conozco. Pero estamos solos, y eso me impide que nos veamos y sintamos como refugio a nuestra soledad. Pensarás que soy cobarde, pero no es así. Soy, te lo aseguro, todo lo contrario. Es más fácil caer en una debilidad que escapar a ella.
—Pero si yo te digo…
—Tú no dices nada. Estás sola conmigo, y yo he despertado con mi actitud tus instintos femeninos, que estaban muertos. Pues bien, eso no me basta. No eres para mí una aventura pasajera. Tú eres toda mi vida. Si te amara y deseara menos, las cosas serían muy diferentes. No sé si entiendes mi lenguaje, pero yo sí entiendo mi posición.
Se separó de ella.
La miró desde más lejos.
—Alexi, esta noche será un recuerdo diáfano para los dos. Nos cuesta, pero un día, cuando perdamos totalmente las esperanzas, también habremos perdido la voluntad y nos hundiremos en lo que sea. La situación psicológica de ambos es confusa y, pese a los sentimientos que nos empujan el uno hacia el otro, podríamos con ello, siendo débiles, romper algo que está aquí entre nosotros, algo sumamente importante. Ya sé que en el mundo de hoy las cosas son de otro modo y que los miramientos dejan de existir cuando los sentimientos llaman. Pero tú no eres de este mundo ni has vivido apenas, y yo no quiero hacer de ti un mero objeto de simples placeres físicos. Hay que tener más, mucho más. De ser otra, y ya te lo he dicho, las cosas sucederían de modo diferente. Pero eres tú, y la inmensa satisfacción de tenerte me obliga a usar más el respeto que el deseo y la necesidad. Seré quijote y necio, pero…
—¿Adónde vas?
—No lo sé. A dar un paseo. A refrescarme más. Tú entra y duerme. No pienses, no reflexiones ni busques demasiadas razones a mi actitud o a mis palabras. Todo llegará por sí solo y en el momento adecuado.
—¿Cuándo?
—¿Y qué importa eso? Deja pasar el tiempo. Quizá mañana amanezca un yate ahí anclado, o veamos el firmamento vacío y el horizonte lejano. Volveré luego, Alexi.
Era inútil retenerlo.
Ella le entendía y no le entendía.
No tenía la experiencia de Freddy, aunque sí bastante más que cuando subió a la avioneta del hombre que iba a ser su padrino de boda.
Se giró despacio y entró en la choza. Cayó cuan larga era sobre la paja, sintiendo el duro suelo en la espalda.
Los pasos de Freddy se alejaban… eran lentos y se detenían a ratos. Luego se oían de nuevo.
No supo cuándo fue, ni le importó en absoluto.
Sintió que el sueño la invadía, y a la vez, que algo se le pegaba al cuerpo.
En la oscuridad tocó aquel «algo».
Era la barba de Freddy, su pelo ya seco…
No dijo una palabra, pero, instintivamente, se arrimó más a él.
Freddy alargó una mano, la pasó por su cintura y le hizo dar la vuelta.
Lo sintió debajo de ella.
—Freddy…
—Hay voluntades que a veces son débiles. Y además… además…
Calló.
Sus labios se abrieron sobre los suyos.
—Freddy, has vuelto.
—He tenido que volver. Mañana será otro día, pero hoy, ahora…
Y volvió a callar.
Ya no hubo más palabras. Todo era muy distinto.
Freddy era suave, sin ninguna precipitación, pero cualquiera que lo observara sabría que se estaba conteniendo. Sin embargo…
—Freddy…
—Calla, Alexia, calla. Yo… yo… no podía más, ¿sabes? Ni el agua helada de la noche… ni el paseo. ¡Nada! Por favor, mañana no me digas… no me digas…
Había un especial pudor en la voz contenida de Freddy. Después un largo silencio. Sólo se oía en la choza como un quedo murmullo. Alexia se aferró a él con todas sus fuerzas. Era imposible escapar ya de la naturaleza, del instinto, de la necesidad, pero, más que nada, de la ternura, que les privaba de voluntad.
Una hora, dos…
La luz de un nuevo día apuntaba ya. El sol amanecía, y, con él, las primeras luces. Aparecía rojizo por el horizonte, bañando cuanto hallaba a su paso, como era aquel islote perdido en un mar infinito.
Alexia dormía pegada al costado de Freddy. Éste la separó con mucho cuidado. Después se levantó y, descalzo, paso a paso, se acercó a la puerta, cubriendo ésta con su ancho y musculoso cuerpo.
Tenía una arruga en la frente, y los párpados entornados, de modo que apagaban la luz rutilante de sus pupilas.
«No he podido —pensaba—. No he podido. Debí poder, pero ¿qué más da ya? Alexia es sensible, sensible en grado sumo. Me ha entendido perfectamente, como yo la he entendido a ella. Todo lo que venga después, si es que hay un después fuera de aquí, se puede olvidar, si ella lo desea, o puede perdurar, si está de acuerdo conmigo».
Se pasó los dedos por el pelo y se quedó allí de pie, como si con su cuerpo quisiera evitar que la luz del día y los potentes rayos del sol despertaran a Alexia de su plácido sueño.
«Una muchacha admirable —pensaba perturbado, enardecido sin percatarse—. Una muchacha llena de ternura, de pudor, de virtudes múltiples y de pasiones contenidas, que yo he despertado y he hecho mías. ¿Debí? ¿No debí? ¿Se puede uno contener después de cuatro largos meses perdidos, sin esperanza de volver al mundo civilizado? Y, además, ya no sé si quiero volver. Ya no sé lo que realmente deseo… salvo que la amo a ella y la deseo con todas las fuerzas varoniles de mi ser, que no tienen contención ni voluntad…»
Volvió la cara para mirarla.
Y, despacio, fue y la cubrió con la casaca.
Lo hizo con sumo cuidado y volvió a la entrada de la cabaña.
«Tal vez cuando recuerde, cuando se dé cuenta, cuando reflexione… pero no, estaba lúcida, bien despierta, estaba totalmente de acuerdo conmigo. La duda no cabe, pero yo, que soy más fuerte, que tengo más voluntad, debí ¿debí? No. ¡Qué importa ya! Todo el pasado queda atrás. Si un día volvemos al mundo de los civilizados, ella tendrá que decir lo que desea. Si casarse con Frank o quedarse conmigo…»
El solo pensamiento de que aquella chiquilla tierna, dulce, asombrada por la revelación de una realidad desconocida, cayera en los impudorosos brazos de Frank le descomponía. No es que él fuera un pudoroso, que no lo era. Pero había situaciones, seres humanos, mujeres especiales, que había que tratar igualmente de una forma especial. Para que ella, un día, fuera fiel maestra de una vida en común plena y a gusto de los dos. De dos personas de distinto sexo que, a no dudar, lo compartirían todo. El pudor, lo ¡impudoroso, las virtudes, las pasiones, el erotismo y una entrega absoluta sin tapujos ni demagogias sociales.
Decidió alejarse.
Tenía que encontrar comida. Tomó una cesta que él mismo había hecho con lianas, y después de calzarse las chinelas de hojas y suela de corteza de árbol, se adentró por el islote.
Iba henchido de ansiedad, de plenitud.
Jamás en toda su vida de hombre, y empezó a serlo demasiado pronto, había hallado un amor femenino igual: sensible y emotivo al máximo.
Apasionada, sin darse cuenta de que la encendían las pasiones. Tierna hasta conmover y casi desvanecer.
Cuando volviera cargado de fruta le diría… le diría…
Pero, ¿había que decir algo?
¿No era suficiente la realidad vivida?
¿No hablaba ésta por sí sola?
¿Qué más explicaciones cabían?
Alexia se sentó de pronto sobre la hierba y se vio tapada con la casaca. De pronto no recordaba nada, pero, al ver su desnudez…
Se puso la casaca rápidamente. Una luz brillante lucía en sus verdes ojos. Tenían éstos una diafanidad absoluta.
—Freddy —susurró—. ¡Oh, Freddy!
Y descalza, poniéndose los pantalones, que parecían bermudas deshilachadas, salió apresurada.
No se veía nada. No se oía nada. Es decir, se oía el graznido de los pájaros, al cual ya estaba habituada, y se veía un ancho e inmenso mar vacío y un cielo azul cegador, con un sol que rutilaba en una esquina y lo iluminaba todo.
—Freddy —gritó un tanto despavorida—. Freddy.
Allá lejos oyó una voz que salía de la maleza:
—Ya voy, Alexi…
¡Alexi!
Sólo sus padres la llamaban así. Y él. Freddy.
Ella nunca le pidió que lo hiciera.
Pero Freddy lo hacía, y además… además…
Casi en seguida lo vio aparecer con el cesto de la fruta.
Era el mismo, pensaba Alexia, extasiada, viéndole avanzar, y sin embargo, era diferente. Lo conocía en profundidad. Todo había sido además de revelador, lo más hermoso del mundo.
De repente echó a correr y se topó con Freddy, que soltó la cesta en el suelo y la recibió en sus brazos.
—Mi pequeña y sensible Alexi —dijo quedamente.
Ella le rodeó con sus brazos por la espalda y pegó su cabeza al ancho pecho desnudo de Freddy, velludo, con un vello casi rubio, rizado.
—¡Freddy, oh, Freddy! —exclamó.
No sabía decir otra cosa.
Él le acarició el pelo y con un dedo le levantó la barbilla.
—Eres una criatura excepcional, Alexi. Nunca, jamás, conocí una mujer como tú. Llena de vida, de sentimientos, sensible al máximo y apasionada como una leona y, a la vez, tierna como una gatita consentida.
—¿Te he decepcionado, Freddy?
—¿Qué dices?
Y con reverencia y ansiedad tomó su boca en la suya.
—Freddy, yo no sabía… no sabía…
—Di que no conocías la vida de pareja.
—No, no…
—Y te agrada.
—Me… me… apasiona.
—Pues ven, ahora vamos a desayunar. Después nos bañaremos y luego nos iremos de caza.
La separó un poco y, mientras con un brazo la llevaba pegada a su costado, con el otro sujetaba la cesta llena de fruta.
—Antes quiero ir al manantial.
—No me seas coqueta.
—Debo peinarme.
—Pero si con ese nudo sobre la cabeza estás bellísima.
—Freddy, ¿te gusto de verdad?
—Me gustas tanto, tanto, que la vida sin ti me parece absurda.
Pero temo que un día, si volvemos a la civilización, te olvides de todo esto.
—Jamás, jamás…
—¿Y qué hacemos si volvemos, querida Alexi?
—Tú te divorcias de Dolly y yo no me caso con Frank, suponiendo que a estas alturas no se haya casado ya con otra.
Y como Freddy no decía nada y caminaba a su lado despacio, añadió:
—¿Sabes, Freddy? Ya no sé si quiero volver a la civilización. Pienso que la vida es bella en cualquier parte donde esté la persona que amas, que deseas, con la cual lo compartes todo… bien hacen los padres —agregó quedamente reflexiva—, en no sacrificar demasiado la vida por los hijos, porque los hijos, cuando aman, se olvidan de las personas que fueron sus padres, sus guías y su sostenimiento.
—Eso es ser egoísta, Alexia.
—¿Y no somos egoístas los enamorados?
—Lo somos; tienes toda la razón del mundo. Anda, vamos a comer algo.
Pero no comieron.
Cuando se dieron cuenta se olvidaron de comer, de la caza, del manantial, del día, que era espléndido.
La choza estaba allí, y todo el islote era suyo.
Días y días así.
Meses.
¿Cuántos?
Más de seis en total. Casi siete desde que se perdieron en el ancho mar, después que la avioneta se hundió en aquel agujero.
Pero casi se olvidaban de los días y las noches. Todo era una misma cosa, a veces. Otras, la ternura imperaba, y se pasaban horas tendidos en la playa, nadando, corriendo uno tras otro.
Una cosa no olvidaba nunca Freddy.
Y era poner la raya en el árbol, y a los treinta días cruzarla con otra. Y el árbol estaba ya tan lleno de rayas cruzadas que pronto habría que buscar otro para volver a empezar.
La pieza de jabón se terminaba, y el pelo de Alexia había crecido mucho. El traje pantalón perdía color y se deshilachaba cada día más. Las chanclas se cambiaban cada semana porque se deshacían con facilidad. Lo único que estaba siempre a punto era el fuego, porque ambos cuidaban de que los troncos no se convirtieran en ceniza calcinada, ya que el fuego les permitía comer caliente una vez, por lo menos, al día.
Se conocían tanto que eran como una sola persona, un solo pensamiento, un solo deseo que vivían juntos y apasionadamente, enardecidos, sin ninguna contención.
Alexia había aprendido muchísimas cosas y pensaba que todas le resultaban válidas.
De una cosa tenía Freddy un miedo atroz.
Que Alexia fuera a tener un percance, como podía ser un embarazo, en aquellas soledades.
En eso tenía sumo cuidado, y ella lo sabía, por lo cual ayudaba a Freddy a evitarlo.
Un día ella, que rara vez preguntaba tal cosa, interrogó:
—Freddy, ¿cuánto tiempo llevamos perdidos en este islote?
—Si te lo digo, te asombrarás.
—Pues, dímelo.
Y se tiró sobre él, porque ambos estaban recostados en la arena, después de darse un baño con ropa y todo, que era la única forma de lavarla.
—Siete meses, sin contar los días que estuvimos nadando en el agua.
—Ya no nos buscan, ¿verdad?
—No lo sé, Alexi. No lo sé. A fin de cuentas, tu padre tiene muchos recursos y recorrerá con su yate todo el mar, y quizá un día venga a dar a este islote. Los padres, Alexi, no los tomamos muy en cuenta cuando nos acomoda, pero ellos jamás cejan en su empeño para reencontrarse con su hijo.
—Pero, dado que ahora no tenemos secreto alguno y que podemos decirlo todo, tú piensas que Frank ha dejado de buscarme.
—Eso, seguro. Frank no pierde el tiempo en algo que considera inútil. Pero no es padre, ni sé si lo haría, aunque lo fuese. En cambio, por todo lo que me cuentas de los tuyos, dudo que tu padre se haya dado por vencido. No obstante, como no sé la situación donde nos encontramos, ignoro si a la postre no te darán por muerta. Hay una cosa que la naturaleza impone, y es el presentimiento. Si tus padres presienten que estás perdida por alguna isla de éstas, no cejarán… pero eso es problemático.
—Siete meses —dijo Alexia removiéndose en la arena, morena y bruñida, cada día más mujer y más hermosa—, son demasiados para que perdure el instinto o el presentimiento. Una cosa siento, Freddy, y te lo digo de verdad. Tú sabes que no te finjo —se tiró sobre él y se colgó de su cuello con esa naturalidad que la ternura, la pasión y el saberte correspondido generan—. No poder tener hijos. No sentirme madre, aunque sea en esta soledad.
—Eso es muy peligroso, Alexia. Date cuenta de que estamos solos y que un percance así puede ocasionarnos una muerte segura, porque, si faltas tú, faltaré yo también.
—Es el único placer que no he sentido, Freddy querido, y comprendo las razones. Pero me gustaría… me gustaría…
—No pienses en ello.
—También pienso otra cosa. ¿Es que no hay invierno? ¿Es que el calor es siempre igual? Porque, si tuvimos el accidente en verano, lógicamente ya tendría que sucederse un invierno.
—Afortunadamente para ambos, el clima es siempre igual. Eso me hace pensar, a veces, que no nos hallamos muy lejos de Miami, y sería grotesco que estuviéramos a pocas millas y que, precisamente por estar tan cerca, no se le ocurra a nadie venir por esta isla, que, además, no es muy grande, pero sí habitable.
Alexia le asió la cara con ambas manos, y con un dedo le rizaba la barba. De paso, ella misma, con esa audacia juvenil de absoluta confianza y ansiedad, le buscaba la boca.
—Te diré, Freddy —le dijo sin dejar de besarlo y dando vueltas los dos por la arena—; si algo me fascina son tus besos, y todo lo demás. Yo no conocía la vida de pareja, y ahora, que me es tan familiar, me moriría si me faltara.
—Cállate, loca…
—¿Corremos? ¿Me pillas?
Y, descalza, se iba arena adelante hasta meterse en el mar seguida de Freddy, que la perseguía…
Capítulo 11
Hacía tiempo que Freddy no se ponía la camisa sobre su tórax moreno y velludo. A decir verdad, como el clima era siempre igual, bastante cálido, andaban por la isla medio desnudos los dos. Sólo los pájaros y los cocoteros eran testigos de su intimidad, que ya carecía de rubor o de vergüenza.
Un día, Freddy le dijo a Alexia:
—He llenado el árbol de rayas. Van transcurridos ocho meses. Ahora tengo que empezar en otro árbol, o dejar ya de hacer rayas.
—Sigue haciéndolas, Freddy. Yo nunca pierdo la esperanza de que algún día nos encuentren. Bien sea porque aún nos busquen, bien porque la casualidad traiga a este islote a alguien que lo conozca —y de súbito—. ¿Y tú camisa? Hace tiempo que no la veo.
Freddy casi se ruborizó.
Se hallaban, como tantas veces, tendidos, pegados uno al otro en la arena, al lado de aquel mar cálido, que ni subía ni bajaba y siempre estaba sereno y azul.
—Hace más de dos meses que me subí al árbol más alto y la puse de mástil, como señal, por si cruza cerca un avión o un yate. Ya sé que es imposible, pero… no creas, se ve perfectamente desde el mar, aunque no se divise desde aquí. Es una ingenuidad, pero… por si las moscas…
—Ocho meses ya. Sin embargo, si me pongo a pensar, me parece que fue ayer cuando nos quedamos aquí mismo extenuados…
Seis días después de aquella conversación ocurrió algo que precipitó las cosas de una forma casi vertiginosa.
Hacía mucho calor. Por el tiempo transcurrido, ambos calculaban que tenían de nuevo encima el verano. Estaban sentados cerca de la boca de la choza, sobre el césped verde, que hacía como un remanso ante su diminuta pero maravillosa vivienda, maravillosa, sobre todo, por las vivencias gozadas en ella. Y conversaban.
Sus conversaciones se hacían a veces interminables. Otras veces no hablaban nada. Se quedaban quietos, mirándose o amándose. O sólo asidos de la mano, contemplando absortos el firmamento o el horizonte azul y silencioso.
Aquella noche no miraban hacia el mar. Conversaban de mil temas diferentes, conociéndose cada día más. Sin embargo, de pronto, al girar Freddy la cabeza, lanzó como un grito, y con ambas manos asió el brazo de Alexia.
—Mira, mira, Alexi. Mira y dime si veo visiones.
Alexia, nerviosa, miraba a todas partes. Freddy le soltó el brazo y se levantó gritando.
Entonces se dio cuenta de lo que veía Freddy. También ella se levantó como si la impulsara un resorte.
—No ves visiones, Freddy —gritó—. No ves visiones.
Freddy corrió acantilado arriba y buscó leña, hierbas secas, palos, ramas. Parecía enloquecido. Alexia le imitaba y arrimaba todo tipo de cosas combustibles a la hoguera.
Unas luces brillantes fulguraban en el mar. No cerca, muy lejos.
Sin duda era un barco, un yate. Fuera lo que fuese, navegaba, y si había alguien mirando, sin lugar a dudas vería la hoguera en la oscuridad. Las llamas se alzaban ya estrepitosamente.
Era una fogata enorme, pues, a fuerza de atizar el fuego con ramas y hojas secas, se alzaba al aire en llamas restallantes y rojizas.
—Más, más —gritaba Freddy.
Y los dos, como enloquecidos, seguían buscando y tirando a la hoguera todo lo que hallaban.
—Son luces de un barco, Freddy.
—Lo sé, lo sé. Sigue. No te detengas. Cuanto más suban las llamas, mejor para que nos vean. Puede que no nos vean, pero es la primera oportunidad, en ocho meses, que se nos presenta para que podamos dejar este paraje. Por el amor de Dios, cálzate. No te pinches y sigue buscando leña.
Él tampoco cesaba.
Le sangraban los pies, pues andaba descalzo y no hacía caso de los espinos que le arrancaban la piel, tal era la emoción del momento, la necesidad de salir de allí.
Alexia, en cambio, no soportaba los espinos. Corrió a la choza y trajo sus chanclas puestas y las de Freddy en la mano.
—Póntelas, Freddy. Te estás desgarrando la piel.
Freddy parecía enloquecido. Sólo se le ocurrió recoger las chanclas y tirarlas a la hoguera para continuar buscando ramas y hojas.
La hoguera era ya un gran fuego, como si se incendiara toda la isla, si bien, al hallarse cerca del nivel del agua, se corría el peligro de que desde el barco, o lo que fuese, no la vieran, pero eso parecía imposible. Y nervioso, fuera de sí, como si de súbito todo se borrara de su mente, salvo el deseo de que el barco se aproximara, seguía tirando más y más leña a la hoguera, que crecía por momentos como una luminaria.
Alexia, enardecida por el afán de Freddy y su lógico deseo de ser vistos por los tripulantes de aquel barco que navegaba tan iluminado, recogía hojas secas y palos de cualquier parte.
Durante mucho tiempo, quizá una hora, porque ellos no contaban el tiempo, alimentaron la hoguera, de manera que llegaba a una altura enorme y se hacía inmensa.
Freddy descansó un momento y escudriñó el horizonte.
—Las luces parecen más cercanas —gritó—. Creo que nos han visto.
—Habrán visto el fuego y se acercarán a ver qué es.
—Mira, mira. El barco se acerca. Ahora las luces están más próximas a nosotros.
En efecto.
Tal se diría que la luminaria del barco estaba a dos pasos, pero, evidentemente, aún se hallaba bastante lejos.
—Más fuego. Más fuego —gritó Freddy.
Y los dos, como uno solo, seguían buscando ramas por todas partes.
En efecto, las luces del barco, sin lugar a dudas, se veían más cercanas. Lejos aún, pero menos que antes.
—Creo que nos han visto, Alexi.
—No tengas tantas esperanzas. Quizá vayan todos dormidos.
—En un buque, sea del tipo que sea, nunca va todo el personal durmiendo por la noche. Alguien tiene que hacer guardia.
—¿Qué hora es, Freddy?
Este miró, a la luz de las llamas, su reloj sumergible. Las fechas no funcionaban, pero la hora sí.
—Son las tres de la madrugada.
—Oh… que no se apague la hoguera. Debe crecer más, Freddy.
Y de nuevo se pusieron a echar ramas y hojas. La hoguera subía de forma espantosa. Les calentaba la cara y con el calor les hacía sudar.
—Se acerca. Lo que sea, se acerca. Mira qué próximas están ya las luces. No veo el casco del buque, pero, sin duda, anclará cerca.
Y se pusieron a saltar ante la hoguera, de modo que los del barco los vieran, iluminados por las llamas.
De repente se oyó un ruido, un chispazo y sonó algo como un trueno. Seguidamente un montón de fuegos artificiales iluminaron el mar, el cielo y el casco del barco.
—Es un yate —gritó Freddy.
Y no cesaba de saltar enardecido.
—Nos han divisado y avanzan hacia aquí…
Fue todo como un sueño.
La hoguera ya no crecía, porque no había necesidad. El yate se aproximaba y continuaba lanzando fuegos artificiales, como si así quisieran indicar que los habían divisado.
—No podrán llegar hasta aquí —dijo Freddy limpiándose el sudor que perlaba su frente—. Anclarán algo lejos, pero supongo que lanzarán lanchas al agua, y al fin nos encontrarán.
Los fuegos iluminaban el casco del yate. Porque era un yate de lujo. Se notaba a distancia cada vez que los fuegos iluminaban el casco.
De súbito, después de una de aquellas luminarias, Alexia gritó:
—Freddy, es el «Alexia».
—¿Qué dices?
—El yate de papá.
—¿Qué?
Y corrió por la arena para reunirse con su amiga.
—Mira, mira. Cuando disparen un fuego artificial, fíjate en el letrero pintado en negro sobre el casco blanco. Es el yate de papá.
Un fuego más potente, que iluminó bien todo el contorno del barco, salió por los aires.
Freddy deletreó, como paralizado:
—«Alexia». Dice «Alexia».
—Es papá, papá. Ya sabía yo que papá no cejaría…
El yate navegaba despacio, pero se iba acercando inexorablemente.
Freddy, apretando los puños, exclamó con fuerza:
—Si sigue adelante, embarrancará. Que no siga, que lance lanchas…
El yate pareció aminorar. Ya se podía ver perfectamente su casco blanco y el letrero que decía «Alexia». También se veía que lanzaban anclas al mar y que, de paso, dos lanchas, especie de fuera bordas, dejaban el yate.
Freddy respiró mejor y relajó las manos, si bien una de ellas se cerró sobre el brazo de su compañera.
—Han hecho lo que debían. Echar el ancla y venir hacia aquí en fuera bordas.
Se oían los motores perfectamente. Un fuera borda iba primero. El otro le seguía detrás.
—Vendrán hasta la arena. Son frágiles y no pesan mucho. Embarrancan, pero se les empuja y se acabó… —dijo Freddy, y su voz se enronqueció.
En aquel instante no pensaba en nada, salvo en que al fin podrían dejar el islote.
Alexia se aferró a su brazo con las dos manos y juntó las piernas, que le temblaban.
—Freddy… yo no sé si estoy dormida y soñando.
—No, no, Alexi. Es una realidad. Están llegando.
En efecto, las lanchas se pararon sobre la arena, pero la fuerza del motor las adentró un poco más.
Por fin se detuvieron.
Alexia y Freddy se acercaron presurosamente.
Lo primero que vio Alexia fue a su padre, y después a varios hombres que saltaban de las lanchas.
—Alexi —gritó el padre, corriendo a su vez hacia ella.
Alexia se soltó de la mano de Freddy. Corría de tal modo que en cualquier momento podía estrellarse.
Pero donde se estrelló fue en los brazos de su padre, y quedó así llorando como una loca.
Freddy se acercó despacio. Los hombres, seis en total, marineros del yate, sin duda, se acercaron a su vez y rodearon a padre e hija abrazados, y a Freddy, que parecía realmente un pino erguido y seco.
Padre e hija no se separaban y sollozaban los dos. No se decían nada. Pero era patético el cuadro que formaban, abrazados uno contra el otro.
Un tipo que parecía un jefe, con gorra de plato y vestido con uniforme blanco, le dijo a Freddy:
—Llevamos ocho meses recorriendo tierra y mar. Regresábamos ya a Miami sin ningún resultado y con escasas esperanzas…
—¿Estamos muy lejos de Miami?
—Oh, sí, desviados de la ruta totalmente. Cruzamos esta zona porque el jefe nos dijo que tiráramos rumbo a tierra con el fin de ver más islotes. Los hemos recorrido todos.
Padre e hija seguían abrazados y sollozaban los dos, besándose sin cesar.
El que parecía capitán del yate añadió, mirando a Freddy:
—No se nos ocurrió cruzar este lugar. Es mar muy abierto y nunca se encuentra nada habitable. Además, el accidente tuvo lugar muy lejos de aquí.
—Nadamos en flotadores náuticos tres días y tres noches. Quizá eso haya sido la causa de que nos desviáramos tanto.
—Pues han tenido mucha suerte al haber dado con este islote. ¿Cómo han sobrevivido?
Freddy no tuvo tiempo de explicárselo. Al fin, padre e hija se separaron. Alexia le dijo a su padre, llevándole de la mano hacia Freddy:
—Papá, es Freddy. Supongo que le conoces.
—Oh, sí, claro. ¿Cómo estás, Freddy? Ya sé que es una pregunta inútil. Pero, si habéis vivido ocho meses en este lugar, ello quiere decir que se debe a ti, porque Alexia, sola, no lo hubiera conseguido. Vamos, vamos al yate. No creo que tengáis nada que llevar de aquí y he de comunicar a mi esposa que al fin os encontré. Llevamos ocho meses recorriendo mares e islas, pero ésta es muy lejana. No acabo de entender cómo habéis venido a parar a este lugar.
—¿A cuántos días estamos de Miami? —preguntó Freddy, mientras hacía ímprobos esfuerzos por no echarse a llorar, como seguía haciendo Alexia asida a un brazo de su padre, que, a su vez, los miraba conmovido—. Porque eso me dará una idea de la distancia.
—A tres.
—¿Tanto?
—Tanto. Nosotros regresábamos ya. Dábamos por concluida la búsqueda. Las autoridades lo hicieron casi al mes. Yo no cejé. Mag, mi mujer, me decía siempre que ella tenía esperanzas, que presentía, que… en fin, tenía razón. Yo también presentía, quizá, que seguían vivos. El caso es que la avioneta debió desviarse mucho de la ruta. Vamos, vamos. Ya me contaréis, cuando hayáis descansado, cómo sucedió todo.
Más tarde, ya acomodados en la cómoda cámara del yate y ante un café caliente y unas pastas, se lo contaron todo. Todo, omitiendo naturalmente, las relaciones que existían entre ambos.
—Mamá ya sabe —dijo Jim Nielsen satisfecho—. La he llamado. No quise que tú lo hicieras, Alexi. Y no quise, porque tu madre está llorando como una loca. Navegó conmigo cinco meses seguidos y la llevé a Miami hace tres. Los guardacostas y los aviones abandonaron la búsqueda hace mucho tiempo. Quizá al mes de perderos… Mag se empeñaba en que estabais perdidos, pero no muertos. Y yo también tenía cierta esperanza. Pero esta noche regresábamos dando por finalizada la búsqueda —se le humedecían los ojos—. Alexi, mi querida pequeña. Cuánto habrás sufrido. Y tú, Freddy… nunca te estaré bastante agradecido.
Y haciendo una pausa añadió:
—Ahora a dormir. Descansaréis, y mañana, que será dentro de unas horas, hablaremos más. De cómo fue el accidente ya me lo habéis contado. Todo cuanto tiene un final feliz obliga a olvidar el pasado de sufrimiento. Descansad en vuestros camarotes. Yo mismo os acompañaré.
Y los llevó asidos del brazo, aún emocionados y con los ojos húmedos, a sus respectivos camarotes.
—A descansar.
—Papá…
—A descansar —le cortó él—. Dentro de unas horas será de día y seguiremos hablando. Daos una ducha. Tú tienes ropa a bordo, Alexi, y tú Freddy, te daré algo mío…
Capítulo 12
En mucho tiempo fue la primera vez que dormían separados.
Pero eso era lo de menos. Lo importante es que volvían a la civilización, y que todo aquello había sido como una pesadilla, una pesadilla incómoda a veces, otras terrible y, también, grata y apasionante.
Sucediera lo que sucediera en el futuro, nunca la olvidarían. Pero tampoco era cosa de que aquel amanecer se empeñaran en cruzar pasillos para reunirse. Era una noche en solitario, pero ambos sabían que tendrían más tarde su compensación.
Se levantaron tarde. Tras tanto tiempo, descansar en una cama blanda era un regalo divino.
Una ducha templada, un jabón espumoso, una colonia de baño y ropa limpia…
Todo un sueño.
Alexia apareció con pantalones blancos, chinelas descalzas y una camisa roja. Salió a cubierta antes que Freddy. Tuvo tiempo de hablar con su madre por radio. Las dos lloraron como desconsoladas.
Cuando Freddy apareció con pantalones blancos y una camisa azul oscuro, despechugado y fresco, afeitado y algo cortado el pelo, parecía otro. Alexia lo miraba riendo, maliciosa.
—Mira que eres interesante, Freddy —le dijo, en voz baja, en un descuido de su padre—. Porque, si con barba estás atractivo, afeitado… fascinas, deslumbras.
—Calla, loca.
—¿Sabes algo de Dolly?
—No he preguntado aún.
—Ven, papá nos dirá… yo tampoco pregunté por Frank, pero me asombra que papá no haya abordado el asunto…
El padre de Alexia les gritó desde la puerta de la cámara:
—Os estoy esperando para almorzar.
Los dos caminaron apresurados.
Y, con todo, si bien hablaron de cómo se habían acomodado en la isla y de las peripecias que habían pasado, no se tocó el nombre de Dolly ni el de Frank.
Fue a los postres.
Y fue Jim Nielsen quien tocó el tema, sin que ellos, al parecer, intentaran saber nada.
—Bueno, tenemos tiempo de hablar antes de llegar a Miami, pero entretanto, pienso que debo deciros algo importante para los dos —parecía titubear, pero, como tanto Alexia como Freddy miraban sin preguntar, añadió de mala gana—. Se trata de tu mujer, Freddy.
—Ah.
—Y de Frank, Alexi.
—Oh.
—Frank, al principio, me ayudó a buscar. Se unió a los del rescate, después a mí, y al mes de cesar la búsqueda oficial, se dio por vencido. Hace cosa de cuatro meses se empezó a hablar, se rumoreaban cosas…
—Papá, digas lo que digas, no me importa. De modo que no hagas pausas y ve al grano. Todo en mi vida es muy distinto de cómo era hace ocho meses, cuando regresaba de Nueva York a Miami para casarme.
—¿No te dolerá lo que voy a decirte? ¿Estás segura?
—Supongo que sí. Porque, si te refieres a si sigo pensando en casarme con Frank, te diré que no, y con un no rotundo.
—Ah, pues, entonces… —pero miraba a Freddy—, y tú, amigo mío… tú estabas casado.
—Lo que pasa en cada hogar lo sabe uno mismo y pocos más. Mi vida con Dolly, mi vida afectiva matrimonial, era nula. Por tanto… puede decir lo que sea. No va a asombrarme nada.
—No se te pudo dar por muerto, puesto que tu cadáver no aparecía. Pero Dolly pidió el divorcio al mes justo de ocurrir el accidente.
—Qué lista, ¿no?
—Vive con Frank.
Lo dijo a toda prisa, pensando quizá que iba a soltar un pistoletazo, y se quedó mudo y asombrado viendo que, de repente, Alexia y Freddy soltaban una sonora carcajada.
—Pero… ¿qué os pasa?
Ellos seguían riendo. Freddy hubo de frenar su risa para decir jocoso:
—Dios los cría y ellos se juntan. ¿No es ése un refrán muy español? No, Jim, no nos duele ni nos hiere ni nada. Cambio de pareja empujado por el destino. Yo pensaba pedir el divorcio, pero si Dolly se preocupó de hacerlo por mí, tanto mejor.
Jim no se asombraba demasiado, oyéndole. A fin de cuentas, ocho meses solos… él no era ciego, ni retrógrado, ni tenía prejuicios de tal índole.
Vio que, por encima de la mesa, su hija enlazaba la mano a la de Freddy y pensaba que, entre Freddy y Frank, prefería por yerno al primero. Claro que ignoraba aún el porqué de aquella predilección, si bien podía ser por intuición, bien por el comportamiento de Frank, bien porque Freddy había ayudado a su hija en la soledad de aquel islote y le había salvado la vida.
—¿Y a ti no te duele el comportamiento de Frank, Alexi?
Ésta sacudió su limpia y larga melena, que despedía un olor gratificante, una fragancia, que indicaba por sí sola su condición de mujer. ¡De una auténtica mujer seductora!
—Tú pensarás, y me parece lógico que lo pienses, papá, que fueron ocho meses terribles. No niego que sí, pero… tuvo sus compensaciones y me hice mujer entera en aquel islote, y supe muchas cosas de los demás y de mí misma. No, me alegro infinito de que Frank se haya consolado. Yo jamás hubiera sido feliz con él, pero tuve que sufrir un accidente, pasar hambre y demasiado calor para entenderlo. Y que no me equivocaba, tú mismo lo estás viendo. Lo siento por Freddy, que, a fin de cuentas, es su primo, socio y amigo, y que se le quedó la esposa, que, si bien no se amaban, por lo menos aún no habían decidido divorciarse.
—Un trabajo menos que tengo que hacer —comentó Freddy, satisfecho—. Y en cuanto a Frank, pues me parece lógico. Se parecen mucho él y Dolly, y serán más felices que con nosotros. El hecho de que sea mi socio, primo y amigo, no variará en absoluto. A las cosas hay que darles el valor que tienen y yo así lo hago.
—A fin de cuentas —añadió Alexia por él—, también nosotros hemos decidido nuestro propio destino, y ahora estamos más seguros de no equivocarnos. Supongo que ya lo entenderás, papá.
—Claro, claro…
Y les miraba entre emocionado, desconcertado y complacido.
El encuentro con Mag, su madre, fue emotivo a más no poder. No se separaban. Tanto es así, que Freddy y Jim hubieron de acercarse para tranquilizarlas.
Después, todo se precipitó.
Tanto Alexia Nielsen como Freddy Jones eran personas populares, muy conocidas en la sociedad. Los periódicos ofrecieron todo tipo de información en cuanto a su odisea y su retorno…
Lo primero que hizo Freddy, después de esquivar a la prensa, que le perseguía, fue ir a su casa. Allí encontró al matrimonio que le servía: Jack y Doris.
Lloraban los dos como dos niños. Freddy los tranquilizó.
—La señora se fue al mes de desaparecer usted.
—Ya, ya sé.
—Dicen…
—Lo sé, Doris. No te preocupes. Eso sí, dispón la casa porque me voy a casar, sin ningún ruido ni publicidad, un día de éstos.
—Señor…
—Con Alexia Nielsen, y sé que la vais a querer muchísimo. Ahora me voy a poner ropa decente y me iré a la oficina.
Y así lo hizo.
No llevaba resquemor ni odio, ni rabia, ni siquiera malestar. Frank era como era, y de Dolly lo sabía todo. Por tanto, que hicieran aquello era lo más lógico del mundo, si bien no perdonaría que hubiesen cambiado contratos y sociedades, y consideraba a Frank demasiado listo para hacerse con lo que no era suyo mientras no se le diera como oficialmente muerto.
Dolly fue la primera que lo vio. Indudablemente, ya sabía de su aparición. Se hallaba en la oficina cuando él entró.
—Freddy, me alegro de que hayas dado señales de vida.
—Hola, Dolly, ¿cómo estás? Supongo que estupendamente. ¿Y Frank?
—Ha ido a visitarte.
—Pues le esperaré. Nos habremos cruzado en el trayecto.
—Eso supongo. Oye, Freddy, me divorcié, ya lo sabrás.
—Claro.
—Me casé con Frank hace apenas una semana. Vivíamos juntos.
Freddy, impertérrito, se dejó caer en un sofá y encendió un cigarrillo. Tanto tiempo sin fumar le había quitado las ganas de hacerlo. Nunca fue un gran fumador, pero le encantaba hacerlo cuando le apetecía. Y le estaba apeteciendo en aquel momento.
—De tu casa me llevé lo indispensable. Lo que me pertenecía, Freddy.
—Me parece muy bien, Dolly. Me has ahorrado un trabajo, y de veras que te lo agradezco.
—La que supongo que no estará tan de acuerdo será la novia de Frank…
—También lo está. No te inquietes por eso.
Frank apareció en aquel momento sofocado, algo nervioso o mucho, resoplando y con la piel roja, quizá por la vergüenza de que su primo lo considerara un usurpador.
Pero no, nada más ver a Freddy se percató, en su mirada serena y apacible, de que no estaba enfadado.
—Freddy.
—Hola, Frank. ¿Cómo anda todo? Ocho meses lejos de mi despacho, te aseguro que me inquietó.
—Ya sabes que…
—Que todo sigue igual, salvo tu matrimonio con mi exmujer.
—Pues…
Freddy le palmeó el hombro.
—Tú, tranquilo, Frank. Ni Alexia ni yo os guardamos rencor. Es lo mejor que habéis podido hacer.
—Es que…
—No me dirás que me considerabas muerto.
—Sí, sí, te consideraba muerto.
—Y los asuntos legales de la oficina, ¿cómo van? ¿También te los has adjudicado?
—No. Eso no. Eso sigue como estaba. Tienes en tus cuentas de los bancos los dividendos correspondientes. No obstante, el día que te dieran por muerto, como único pariente tuyo, pasarían a mí. Pero no había ocurrido aún.
—Me alegro. Eso es lo único que me interesa. Ahora, como he sufrido ocho meses de soledad y esfuerzo, me tomo un mes de vacaciones. A mi regreso espero que todo esté en orden. Ya haremos los balances correspondientes.
Eso fue todo. No hubo ni más ni menos.
Freddy, antes de irse, los felicitó con una diáfana y cordial sonrisa y se fue a sacar el auto del garaje, una especie de estacionamiento que tenían bajo las oficinas.
Llevaba en el bolsillo la licencia matrimonial y no pensaba esperar ni un minuto.
Mucho había tenido que cambiar Alexia en aquellas horas para no seguirlo. Estaba seguro de que la encontraría lindísima por fuera, pero igualita por dentro. Y eso era lo que contaba. También suponía que, a aquellas alturas, los padres sabrían todo lo que tenían que saber. Alexia no era la chica de ocho meses antes, y los padres tendrían que entenderlo.
Lo que él no deseaba, de ninguna manera, era causar traumas sociales a sus futuros suegros. Por eso pensaba casarse en cualquier lugar cercano y ante el primer juez que se le presentara, y luego se marcharía durante un mes. Al cabo del cual se instalarían en la casa que habitaban él y Dolly.
No temía los recuerdos de su exmujer. No quedaba ninguno. Además, había dado orden a Jack para que se pusiera en contacto con los decoradores a fin de que cambiaran algunas cosas. Y, en un mes, les daba tiempo de sobra, y si tenían que vivir una semana o dos en la mansión de sus suegros, tampoco por ello iba a rasgarse las vestiduras.
Conducía su automóvil deportivo, enfundado en un traje de alpaca color canela claro, más bien beige, camisa azul y sin corbata.
Con el pelo lavado y bien peinado parecía más joven. Realmente sólo tenía veintiocho años recién cumplidos y unas tremendas ganas de vivir, de amar, de formar una familia y tener hijos.
Un hogar como Dios manda, lleno de ternura, de pasión y de todo cuanto significa un matrimonio bien compenetrado.
Además, llevaba cuatro días sin siquiera besar a Alexia, lo cual le parecía una eternidad. Por eso, antes de salir de casa, la había llamado por teléfono.
—No ocultes nada —le recomendó—. Tus padres acaban de encontrarte cuando ya te daban por perdida. Entenderán lo que tienes que decir. Yo llevo las licencias en el bolsillo. Ni banquetes, ni periodistas, ni nada que entorpezca nuestra felicidad. Pasaré por la oficina. Veré a Dolly y a Frank y seguidamente iré a buscarte. Tenlo todo dispuesto.
—Sí, Freddy.
—Pues hasta ahora.
Y ya estaba allí. El jardinero abrió el portón, y Freddy aparcó delante mismo de la escalinata principal.
Y vio dos maletas, un neceser y una bolsa de viaje en la terraza, al lado de la puerta principal de la mansión.
No tomarían el avión. Ni pensaban irse demasiado lejos. Cualquier lugar era bueno para estar con Alexi. Eso lo sabían los dos perfectamente, después de la soledad de ocho meses sin esperanza alguna de ver de nuevo la civilización. Eso curte, y él estaba más que curtido, como tenía la plena certidumbre de que Alexia jamás se espantaría ya de nada y que todo lo aceptaría como bueno, y que la compenetración que existía entre los dos, que a no dudar era lo más fundamental de la pareja, nadie ni nada podría romperla o enturbiarla.
Entró en la mansión erguido y firme. El salón y el vestíbulo eran casi la misma cosa. Amplio, lujoso, lleno de plantas tropicales y de muebles antiguos de gran valor.
Nada más pasar la puerta, vio a Alexia vestida con traje de viaje. Un juego de pantalón y blazier y una camisa negra. Estaba guapísima. Se había cortado algo el pelo y lo llevaba suelto y alisado. Calzaba zapatos negros, como el bolso, que, en bandolera, le colgaba del hombro. Sin maquillaje, que no lo necesitaba, morena y con aquellos inmensos ojos verdes, corrió hacia él al verle.
Freddy, algo aturdido o más bien enervado, pensó:
«Está divina».
Era diferente exteriormente, pero, por dentro, él sabía que Alexi jamás podría cambiar. Que seguiría toda su vida siendo la misma, porque de eso se encargaba él.
La abrazó por la cintura, y Alexia puso la cabeza en su hombro. Los padres estaban allí. En sus rostros adivinaba Freddy que nada les había ocultado su hija con respecto a sus íntimas relaciones. Lo entendían. En sus ojos cálidos se apreciaba que lo entendían.
Quizá no entendieran tanto el hecho de que ambos iban a casarse en solitario, pero eso era lo de menos. Una vez casados, todo sería como antes, como siempre fue, como ellos deseaban que siguiera siendo.
Sin decir nada, ambos se acercaron y le besaron en la mejilla. Los dos, tanto Mag como Jim. Se les apreciaba una emoción contenida, y la felicidad de tener a su hija viva y a su lado de nuevo oscurecía y anulaba sus prejuicios sociales.
—Os agradezco vuestra comprensión —les dijo Freddy, a su pesar, emocionado—. Dentro de treinta días estaremos de vuelta.
—¿Sabes lo que desea Alexi, Freddy?
—Pues no, Jim.
—Que el yate os lleve al islote y os vaya a recoger dentro de treinta días.
Freddy, que no había soltado la cintura de Alexi, la miró a los ojos.
—¿De veras lo deseas?
—Sí, sí. Nunca olvidaré ese islote. ¡Jamás!
—Pues, sea. Pero antes tenemos que casarnos.
—Papá sabe dónde podemos hacerlo dentro de una hora y discretamente. Quieren acompañarnos los dos…
—Sea. Pues vamos ya. Hay que despistar a la prensa. Que nos busquen cuando ya no estemos —añadió Freddy—. Mag, Jim, no os preocupéis por ella. La haré feliz. Será el cometido en que más me empeñaré el resto de mi vida.
—Gracias, Freddy.
Y los cuatro se fueron en el auto de Freddy. Mientras éste conducía, iba diciendo:
—Te traes después el auto a tu casa, Jim. Nosotros nos vamos en tu yate y que nos dejen allí en paz… dentro de treinta días nos vais a buscar…
Fue una ceremonia sencilla y breve. No duró ni veinte minutos. No hubo ni siquiera banquete. Los padres lo entendían y dócilmente, ni siquiera les acompañaron al embarcadero donde el yate «Alexia» esperaba.
Les costaba su sacrificio, pero… entendían que debían obrar así, y así lo hacían.
Quedaba mucha vida por delante, y tiempo les sobraría para ver a Alexia y a Freddy a diario…
Epílogo
Lucían las alianzas de oro en los dedos y el yate se alejaba ya.
El sol se iba ocultando cuando ellos se perdieron en el principesco camarote.
—Llevo de todo, Freddy —dijo ella colgada de su cuello.
Freddy reía mientras abría una botella de champán.
—Será más fácil treinta días allí. Pero yo, esa isla, no la olvido en mi vida. ¿Entonces, Freddy?
Él no la oía.
Sirvió el champán y, a la vez, la miraba fijamente.
—¿Sabes cuánto tiempo llevo sin besarte?
Era Alexia la que se pegó a él. Freddy soltó la botella y la apretó contra sí buscándole la boca.
Fue como un fogonazo.
Alexia se olvidó de lo que llevaba al islote, de los tres días que tardarían en llegar y del champán servido.
Freddy estaba allí con ella. Cayeron sobre algo blando.
Los besos eran largos, profundos, sensuales, tiernos, vehementes y voluptuosos. Escapar de todo aquello no era posible. Para ambos suponía una necesidad física y sentimental.
Algo que ya nadie podría quitarles, porque eran marido y mujer, porque se necesitaban y se conocían, y se acoplaban a las necesidades mutuas.
Tres días de navegación inolvidable, y tres días, además, sin limitaciones, cortapisas ni temores al futuro embarazo.
—Me gustaría tener cinco hijos, Freddy —dijo Alexia emocionada.
—Verás cómo los tenemos…
Nunca olvidarían aquel viaje, que repetirían cada año, ni la estancia de aquellos treinta días solos en el islote, medio desnudos y corriendo el uno tras el otro, saboreando el agua del manantial y la de los cocos.
Y el regreso.
La mansión de los Nielsen y el viaje a Nueva York, para ver a la abuelita, a quien le contaron todo lo ocurrido, omitiendo lo que podría parecerle pecaminoso a la anciana, pero que a ellos les había sido enteramente delicioso.
Cuando se instalaron en la mansión de Freddy, la vida resultaba una delicia.
El balance que Freddy hizo de aquellos meses no fue satisfactorio. Frank hubo de rectificar seis veces, pero, al fin, las cosas quedaron claras y todo siguió su curso.
Al año siguiente nació el primer hijo.
Era varón y le pusieron de nombre Jim. Trece meses después nació Nancy, y a los dos años, Jeremías.
—Os vais a cargar de hijos —decía Mag, asustada.
—Mejor, mamá. Me gusta ser madre y esposa, y Freddy quiere tener más.
Tuvieron cinco.
Entonces Freddy dijo rotundamente.
—Se acabó. Cinco son suficientes. Ahora, a educarlos y hacerlos hombres. Los llevaremos al islote veinte días al año para que sepan cómo lo hemos pasado tú y yo durante ocho meses.
—¡Freddy!
Él rió a carcajadas y la apretó contra sí.
Nunca se le iba la ansiedad de ella.
La adoraba cada día más. Cuanto más la tenía, más la quería tener. No era posible que aquello fracasara. Estaba consolidado al máximo.
—No seas tonta —le dijo Freddy en la misma boca, besándola despacio—. No pensarás que les voy a contar nuestras intimidades.
—Pero, de mayores, entenderán lo que ahora, de chicos, les callas.
—¿Y qué? Serán hombres y mujeres. Un día tendrán que entender cómo se las compone una pareja para mantener viva la llama del amor. ¿Vamos a por el sexto, Alexi?
—No. No seas loco.
—Pero, vamos igual. ¿Te parece?
E iban.
A eso no se podía negar ninguno de los dos.
Era una necesidad física, a la que nunca renunciarían, y una ternura viva que encendía la llama cada día, cada hora…
Los besos de Freddy eran como caricias interminables.
Los de ella vivos y siempre palpitantes. Podían tener diez hijos, pero ellos… eran ellos, y la intimidad les pertenecía, y jamás la cederían por nada ni por nadie…
Fin
Qué futuro nos espera (1986)
Título Original: Qué futuro nos espera (1986)
Editorial: Bruguera
Sello / Colección: Corín Tellado 8
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Freddy Jones y Alexia Nielsen