Publicado en
octubre 09, 2011
CONDENSADO DE "LIFE" (AGOSTO DE 1990), © 1990 POR THE TIME INC., MAGAZINE CO., DE NUEVA YORK, NUEVA YORK, FOTO: © SCOTT THODE/JB PICTURESLos niños necesitan más alegría y amor cuando parecen estar mneos dispuestos a ceptarlos.
Por Brad Darrach¡Enfermera! ¿Dónde andaba? ¡Me está dolientdo!
—Vamos, vamos, ¡cálmata, amiguito!—¡No me calmaré! ¡Y no soy su amigo!Carmelo estaba furioso. Siempre lo estaba..., y no le faltaban motivos. Nacido de padres puertorriqueños en un barrio pobre de Manhattan, enfermó gravemente de los ríñones a los tres años de edad. Más adelante, uno de sus pulmones se colapsó, y a partir de entonces tuvo ataques de neumonía recurrentes. A los cinco años se le sometió a tratamiento por su alta presión arterial. A los seis, sufrió un ataque de apoplejía. A los ocho, enfermó de epilepsia y se le presentó un trastorno cardiaco grave.Cuando tenía nueve años, sus padres se separaron; y el endeble niño quedó al cuidado de su madre, que era cocainómana. A los diez, se le implantó un riñon adicional, pero hubo que extraérselo porque su sistema inmunitario lo rechazó. Dos años después, con la esperanza de controlarle la presión arterial, los cirujanos le extirparon también sus ríñones, ya inútiles. A los 14 años medía sólo 1.09 metros, pesaba 18.5 kilos y parecía un niño de cinco. La ira era su única defensa.¡HOLA! —lo saludó el payaso— Soy el doctor Zoquete. ¿Puedo entrar?
—¡Vete! —gruñó Carmelo.Pálido como un cadáver, el muchacho yacía en su cama de hospital, en una habitación impersonal y sombría. Unos tubos transparentes corrían desde una de las piernitas hasta la máquina que le purificaba la sangre. Carmelo odiaba la diálisis. Alzando la cabeza, gritó:—¡Dije que te fueras!Humildemente y con paso incierto el doctor Zoquete se alejó. Detrás de la cara pintada del payaso había un hombre que aprendió a reír en la escuela del dolor. Hijo natural, Michael Christensen fue criado por una madre alcohólica que vivía de la asistencia pública, que se casó cuatro veces y falleció a los 55 años. Cuando Michael cumplió diez, se dedicó a robar en tiendas y automóviles. El juez de un tribunal para menores lo asustó a tal grado, que volvió al camino recto, y cuando ingresó en la universidad descubrió el teatro. En los años setentas recorrió Europa actuando como payaso en las calles; luego ayudó a su amigo Paul Binder a crear el Big Apple Circus en la Ciudad de Nueva York. Pero el viejo trauma seguía incrustado en su corazón.Cuando su hermano, que era su ídolo, murió de cáncer en 1985, Michael tuvo una crisis emocional. Transido de dolor, entró en una iglesia vacía, se arrodilló ante el altar y lloró. "¿Qué quieres que haga?" , preguntó. La respuesta que le llegó fue que debía dedicar su vida a algo que lo trascendiera.En 1986, el Babies Hospital de la Ciudad de Nueva York pidió a Michael el Payaso que visitara uno de los pabellones. Al ver que aquellas caritas asustadas se iluminaban de felicidad, supo cuál era su misión.Desde el principio, la Unidad de Payasos Cuidadores del Big Apple Circus fue todo un éxito. Con los donativos y subsidios de algunas fundaciones, Michael reclutó un equipo de payasos. Hoy, los 25 cómicos de la unidad pasan, en pro medio, tres días a la semana en ocho hospitales neoyorquinos. Cada semana visitan a unos 800 enfermitos; en algunas unidades muchos de los pequeños están desahuciados.A PESAR del rechazo de Carmelo, Michael siguió presentándose en su habitación dos veces por semana durante dos meses. En su papel del doctor Zoquete, hacía juegos malabares, soplaba burbujas, entonaba canciones graciosas. Carmelo no le hacía caso o lo echaba del cuarto. Michael, al recordar su propia infancia, rebosante de amargura, sentía una enorme compasión por aquel pequeño inválido tan lleno de ira. Poco a poco, el muchacho fue dejándose hechizar por la extravagante banda de payasos con orejas de jirafa, ropa interior a manera de sombrero y estetoscopios con ranas de juguete en el extremo que debía servir para auscultar.
Los payasos desplegaban al estornudar un arco iris de banderas multicolores, decían tonterías ("¿Cuántos años tienes? ¿Seis? A tu edad, yo tenía siete") y proponían adivinanzas ridiculas. Hacían flautas con las jeringas, gaitas con los guantes de hule inflados, "tubas de oxígeno" con los tubos de oxígeno y tambores con los orinales.Un día, uno de los magos, el doctor Doctor, persuadió a Carmelo a participar en su acto. Llamando a una enfermera, anunció: "¡Este niño lee la mente!" Para demostrarlo, "obligó" a la enfermera, mediante un hábil juego de manos, a elegir la carta que ya había enseñado a Carmelo. Con los ojos brillantes, el muchacho fingió concentrarse y luego, en actitud de triunfo, dijo de qué carta se trataba. La enfermera puso cara de sorpresa. El pequeño adivino sonrió misteriosamente. Había nacido una estrella. Cada vez que se repetía el truco, Carmelo hallaba nuevas formas de dar variedad a su papel.—Carmelo, ¡eres un actor increíble! —le dijo el doctor Doctor.—¡Sí; lo sé! ¡Actúo todo el tiempo!Las ansias de vivir de Carmelo, tanto tiempo reprimidas, estallaron en un torrente de palabras que fluyó durante 45 minutos.En una visita posterior al hospital, el doctor Doctor sembró una idea en la mente del muchacho.—¿Sabes? —le sugirió—. En la Unidad de Payasos Cuidadores necesitamos un actor de tu talento.La siguiente vez que acudió el doctor Zoquete, Carmelo estaba impaciente por empezar.—Te pagaremos al principio un dólar diario —ofreció Michael.Carmelo replicó:—Voy a ser un payaso muy bueno. Debería ganar tres dólares.Finalmente convinieron en dos.¡VAMOS, Michael, ponme el maquillaje! ¡Maquíllame exactamente igual a ti! Pero no aquí: las enfermeras pueden vernos. Van a decir: ¡Ay, qué preciooooso!
Obedientemente, el doctor Zoquete pintó el rostro de Carmelo.Con la barbilla levantada y los ojos brillantes, el muchacho estaba sentado en su silla de ruedas como un rey en su trono. Adoraba a Michael, y lo llamaba "mi amigo favorito".El doctor Zoquete aplicó látex líquido a una gran nariz de hule, y la pegó sobre la de Carmelo.Terminado el maquillaje, el chico se inspeccionó la cara en un espejo de mano.—¡Oh! —exclamó, mirando a Michael—. Me veo igual a ti, sólo que más pequeño. ¿Quiere eso decir que eres algo así como mi papá?—¿Está usted listo, doctor Héctor? —preguntó Michael.—Listo y a la orden.Salieron por el corredor, el vagabundo grande empujando al vagabundo pequeño en su silla de ruedas. Se había congregado una multitud de jóvenes pacientes. Entre ellos había algunos que padecían cáncer; a otro lo habían operado del cerebro hacía poco. "¡Vamos, Carmelo!" , gritaban, sonrientes. "¡Queremos verte actuar!" Carmelo no cabía en sí de alegría. Acompañado por Michael a la tuba de oxígeno, entonó algunos cantos infantiles; los niños rieron y aplaudieron. "¡Oye, tú!" , Carmelo se dirigió a un delgado chiquillo de 12 años. "Soy el doctor Héctor. Te voy a examinar la vista. ¿Ves este pez?" Le mostró un descolorido pez de plástico de 30 centímetros de largo. "Acércate. ¿Lo ves ahora?" El niño asintió. "Acércate más". Cuando el chico se encontraba a unos 30 centímetros del objeto, Carmelo oprimió el pescado y de este salió un chorro de agua que le bañó la cara al incauto. El público rió.LA SALUD de Carmelo mejoró con su buen humor, y 1989 fue el año más feliz y saludable de su vida. Padeció menos convulsiones y su organismo se fortaleció. Durante el verano aprendió a correr, y aumentó tres kilos. Por primera vez, su piel adquirió un tono rosado. Volvió a casa con su padre, quien había obtenido la custodia del muchacho y pensaba volver a casarse.
Pero a principios de enero de 1990, la suerte le dio la espalda a Carmelo. Se le presentó una infección en la sangre y en la fístula, una conexión dialítica implantada quirúrgicamente en su muslo izquierdo. Debilitado, contrajo una pulmonía y fue trasladado de urgencia al Babies Hospital. Allí le quitaron la fístula y le insertaron temporalmente un catéter en el cuello. Pero la herida de la pierna no quería sanar, y la infección de la sangre no cedía al tratamiento.No obstante, insistió en seguir visitando a los pacientes y se aferró desesperadamente a sus sueños de una vida mejor. "¡Hay tantas cosas que quiero hacer!" , le confesó a Michael. "Ya aprendí el alfabeto. Puedo escribir mi nombre. Ahora quiero aprender a leer. Quiero escribir un libro sobre lo que significa ser payaso. Me gustaría aparecer en la televisión y contar qué se siente ser como yo".A mediados de abril, Carmelo presentó de pronto anomalías hepáticas. Empeoraba de hora en hora. Cuando trataban de alimentarlo, se iba de cabeza sobre el plato. Pronto empezó a fluctuar entre el delirio y un estado de semicoma. El pelo se le caía a mechones y su piel adquirió un tono verde grisáceo.Contrajo otra infección sanguínea. Los análisis revelaron que se originaba en el corazón, y en mayo los especialistas dictaminaron que sólo quedaba una esperanza: la cirugía de corazón abierto.Carmelo recibió la noticia con calma. "Los doctores saben lo que hacen", dijo. Y, frunciendo el entrecejo, agregó: "Ojalá no olviden volver a ponerme el corazón".Antes de la operación vio las caricaturas por televisión, y a las 8:30 de la mañana un ayudante llegó para trasladarlo al quirófano. Sentado con las piernas cruzadas, atravesó el pabellón como un señor en su litera. Las enfermeras formaron una valla en el pasillo. "¡Hasta luego, Carmelo!" Él asintió con gesto grave, pero no contestó.Mientras esperaba fuera del quirófano, se retrajo y permaneció en silencio largos minutos, como si meditara; como si estuviera haciendo acopio de todas sus fuerzas para enfrentarse a lo que le esperaba. Su expresión se volvió serena. El frágil cuerpecito parecía acumular energía.MICHAEL llegó cuando Carmelo salía del quirófano. La madrastra del muchacho, Mimi, se le acercó. "Algo lo protege", le confió. "Una vez que se sentía muy mal, me dijo: Agradezco a Dios lo que tengo. Podría estar muerto. Todo lo que me ha ocurrido es porque Dios así lo ha querido. Hay una especie de mensaje en lo que me sucede”.
Michael entró solo en la unidad de terapia intensiva. Carmelo yacía boca arriba, inconsciente, y respiraba con regularidad. Una enorme venda dividía su tórax en dos, su cuerpo se hallaba rodeado de cables y un tubo de oxígeno estaba conectado a una de sus fosas nasales. Michael se inclinó y le susurró:—Carmelo, soy el doctor Zoquete. La operación fue todo un éxito. Vas a ponerte bien. Volveré pronto. Recuerda: cuando estés listo, tengo una nariz roja para ti.Aunque Carmelo luchó denodadamente, sus principales órganos fueron dándose por vencidos, uno tras otro. La mañana del 15 de julio de 1990 pidió a una enfermera que lo bañara, le frotara loción en las llagas causadas por su prolongada estancia en la cama y le pusiera su atuendo favorito de verano. Poco después del mediodía cerró los ojos, y a los pocos minutos quedó en profunda paz.